martes, marzo 17, 2015

Memoria de la ciudad proscrita. Entrevista con J. M. Servín



Memoria de la ciudad proscrita
Entrevista con J. M. Servín*
Ariel Ruiz Mondragón

La Ciudad de México ha sido generalmente relatada con la mirada fascinada de quienes encuentran sus múltiples maravillas y grandes tesoros culturales y artísticos. Se trata de una urbe que desde tiempos prehispánicos es un gran centro de poder que se ha mantenido durante siglos.
Sin embargo, por debajo de la Ciudad de los Palacios se encuentra otra que, aunque menos vistosa, también está presente: la que padecen a diario sus habitantes, en especial los menos favorecidos por el desarrollo de la capital mexicana. En esta faceta la violencia social cotidiana es parte fundamental.
Uno de los cronistas actuales más destacados de esta otra cara de la Ciudad de México es J. M. Servín, quien recopila en su libro D. F. Confidencial. Crónicas de delincuentes, vagos y demás gente sin futuro (2ª ed., Oaxaca, Almadía, 2014) varios de sus textos en los que da cuenta de la sórdida realidad de la gran urbe y de los personajes que la viven y la padecen desde abajo y a pie.
Etcétera conversó con Servín (Ciudad de México, 1962), narrador, periodista y editor autodidacta, quien ha sido miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte y beneficiario del Programa de Residencias Artísticas México-Colombia. Ha ganado premios como los nacionales de Periodismo Cultural Fernando Benítez (2004) y de Testimonio Chihuahua (2001). Autor de al menos siete libros en los que hay novelas, relatos, crónicas y ensayo, ha colaborado en publicaciones como Día Siete, Letras Libres, Nexos y Replicante, entre otras. Actualmente coordina el proyecto periodístico Producciones El Salario del Miedo.  

Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué escribir y publicar un libro como el tuyo, sobre una ciudad “cuyas vastas dimensiones están fracturadas por la desmemoria y la desilusión”, “una capital de la mendicidad y el robo”?
J. M. Servín (JMS): Precisamente por lo que digo allí: que la desmemoria lo abarca todo. Yo creo que en este libro debería haber, por lo menos, la intención o el objetivo de que se convierta en un testimonio de una época, un registro de una generación o de un momento social histórico de las circunstancias de un país, de una cultura. En ese sentido, creo que el periodismo te da la posibilidad de hacer ese registro, que de otra manera sería mucho más complicado.
Considero que un libro como este funciona también como una memoria personal: es una experiencia de vida y como escritor en una sociedad y en una ciudad donde la desmemoria colectiva nos ha impedido aprender de nuestros errores, y por eso tenemos lo que tenemos.

AR: Hay una tesis que sostienes en todo el libro que es opuesta a la de la historia oficial, pero también a la de, por ejemplo, Salvador Novo y su Nueva grandeza mexicana: dices que “esta también es una grandeza mexicana, una grandeza debida a las calamidades, la ineptitud, la cobardía y el agandalle”. ¿Cómo se halla grandeza sobre esto?
JMS: Eso es precisamente a lo que yo voy: realmente la tradición de la crónica en México, o al menos sus exponentes más reconocidos como Salvador Novo, casi siempre tuvieron esta idea de que el Distrito Federal era un lugar donde finalmente podría ganarte el arrobamiento, donde te puedes maravillar. Él y Monsiváis vieron la ciudad, creo yo, más con enamoramiento que con asombro o con enojo; mi actitud es la de quien la padece, no de quien vive en ella y puede asombrarse o sorprenderse de lo que ocurre aquí y que puede tener una distancia. Yo no la tengo: vivo como cualquier ciudadano común y corriente, que viaja en Metro, que camina en la calle y que también, como muchísima gente, tiene miedo a perder un empleo o a ser asaltado.
Pero yo creo que observar las subculturas que va generando lo proscrito, en esta frontera difusa entre lo legal y lo ilegal, también es una manera de asombrarnos de la capacidad de reinvención que tiene esta ciudad. Asimismo, ver cómo finalmente una de nuestras tradiciones más grandes se encuentra en la picaresca, en un México como lo hubieran visto Quevedo o Sarmiento. ¿Por qué no verlo como lo hicieron Manuel Payno, Vicente Riva Palacio y Ricardo Garibay? Todos ellos vieron este otro México, el de abajo, el de las cañerías, que sostiene al México de arriba, que es el que aparentemente funciona (pero sólo lo hace en su relación con el de abajo). Es el México de Mariano Azuela en Los de abajo, no es el México de Salvador Novo, quien te hace la gran crónica de Coyoacán y su comida.
Finalmente son posturas, son estéticas, y a mí me interesa esta porque es cercana a lo que yo vivo.

AR: Al inicio del libro explicas lo que entiendes por crónica, esta, como le dices, “literatura de la realidad”, o “literatura bajo presión”, como le llama Juan Villoro. En tu caso, ¿cómo ha sido la relación entre la literatura y el periodismo? Por allí reconoces, por ejemplo, la deuda que tienes con la literatura realista, con el nuevo periodismo norteamericano e incluso con el cine.
JMS: Lo que pasa es que yo soy un escritor que hace periodismo, que hace crónica, no soy un periodista que se metió en la literatura. Yo empecé a publicar crónica también por una necesidad de ver mi trabajo publicado y de darme un estímulo a mí mismo. Yo no puedo ser un Borges, no puedo pasarme toda mi vida en una biblioteca y depender de mi erudición, de mi pluma sofisticada. No, yo tengo que ir en el camino probando quién soy; si no, yo no podría estar aquí.
Creo que el periodismo, en sus mejores momentos y que para mí es súper estimulante, es una de las mejores escuelas literarias que hay. Las escuelas realistas inglesa, norteamericana y francesa parten de allí. Aquí en México es una discusión muy bizantina, muy inútil, eso de querer separar el periodismo de la literatura. El periodismo, a nivel de crónica y reportaje, es un género literario más, punto.
Yo no creo que a Truman Capote, a Charles Dickens, a Jack London, a Ricardo Garibay, por ejemplo, en algún momento les habrá interesado ver cuál es esa diferencia, si es que la hay. Finalmente la subjetividad marca el trabajo de cualquier reportero, de cualquier cronista, de cualquier escritor que se acerca a la realidad para escribir una historia.
Sobre eso: ¿quién le va a cuestionar a Kapuscinski si todo lo que contó es cierto? En la biografía última que le hicieron lo ponen en entredicho diciendo que este güey inventaba de a madres. Pero ¿quién lo va a decir?

AR: Dices también, por ejemplo, que el periodismo parece haber olvidado que la información en sí misma poco o nada le interesa al lector…
JMS: Ese es el diarismo…
AR: Y que la crónica se ha abandonado…
JMS: Yo creo que no se ha abandonado, sino que más bien se trasladó rápidamente de los periódicos e incluso las revistas, que eran su campo natural, a los libros e incluso a internet. Pero a lo que yo quería llegar es a que los medios impresos convencionales de publicación periódica ya son caducos, se han desfasado, se han quedado atrás en la dinámica misma de los tiempos, cuya narrativa los está rebasando como ha rebasado también a los sistemas políticos.
Entonces pienso que estamos viendo un florecimiento o un renacimiento de la crónica pero ya no a partir de los estándares que le dieron vida, sino que ya se movió, para empezar, a los libros y a los medios electrónicos como internet. Si ahorita revisas internet, ¡en la madre, cuántas crónicas de muy buen nivel encuentras! En lo particular no es mi giro, no lo sigo y estoy un poco al tanto, pero lo mío son los libros. A mí me encantaría poder publicar crónicas en un periódico, pero cada vez es más complicado.
Otro asunto es: ¿cómo quieren que publiques en los medios con lo que pagan? Honestamente, y esto hay que decirlo, una crónica a mí me puede llevar más de un mes trabajarla, porque yo salgo a caminar, a tomar una, dos o diez chelas para hacer el trabajo, y eso no te lo están pagando. Pregúntale a un güey como Guy Talese cuánto cobra por una crónica que publica en The New Yorker. Pregúntale, a su ochenta y pico de años, cuánto cobraría ahorita por publicar una crónica en una revista o en un periódico. Aquí te quieren dar cualquier cosa.
Yo en 2004 gané el premio Fernando Benítez de periodismo cultural en el género reportaje; en aquel tiempo todavía existía ese premio y era prestigiado, y, si no mal recuerdo, me dieron 50 mil pesos. ¿Sabes cuánto gasté yo en ese año en las tres crónicas más chidas que he publicado en mi vida: “Los herederos del diablo” (acerca de peleas de perros), “La hermandad del rebote” (que es sobre unos frontonistas) y otra más? Me gasté mucho más dinero que lo del premio yendo, viniendo, pagando luz, renta… ¿Crees que con ese premio lo compensas? Pues no. ¿Y cuánto me pagaron en las publicaciones donde aparecieron por hacer un pinche trabajo que en algún momento ya hasta afectaba mi salud? La verdad ya estaba yo alteradísimo cuando estuve siguiendo a los peleadores de perros, porque yo tenía miedo, cabrón.

AR: ¿Y qué pasa con los editores? Señalas el caso de la revista colombiana que te rechazó tu crónica “Los herederos el diablo”, y también recuerdas el caso de “La ciudad plantón”, la cual te encargó un editor y al final te la rechazó por sus afinidades ideológicas.
JMS: Me la encargó el editor de la misma revista colombiana. Yo en realidad no tengo problemas sino puntos de vista distintos de cómo entienden ellos lo que es trabajar una crónica. En este sentido creo que lo que intervino fue un factor ideológico, por el que a veces la gente, por tu manera de ser, da por hecho que tú eres de tal modo y que simpatizas con ciertas causas. Pero cuando manifiestas que no es así, y cuando tu trabajo como escritor se ve desprejuiciado de la ideología o la pasa por alto, parece ser que es hasta un improperio, y eso es lo que a mí me ha pasado (no muchas veces tampoco, pero si no puedo trabajar así, pues mejor no hago nada).
A final de cuentas yo no estoy aquí por heroicidad sino porque es lo único que sé hacer bien.

AR: Pero ¿qué pasó con la revista colombiana en el caso de “Los herederos del diablo”, que dices que querían una foto?
JMS: No fue de Colombia sino de México. No sé si tenga que decir el nombre…
AR: Si tú quieres…
JMS: Fue Gatopardo. A mí me empezaron a pedir ese reportaje desde Colombia y terminé trabajándolo para los de aquí. Pero este es un problema que igual es personal, no sé si de disciplina o de querer hacer siempre las cosas a mi modo. Yo no trabajo como regularmente se trabaja en las redacciones porque yo no he trabajado en ninguna; lo que yo he publicado es porque tiene un valor literario pero también económico, y si no me lo publican también está bien. Por eso publico lo que quiero cuando puedo en donde me invitan. Esa es la base: donde hay un acercamiento con el editor no sólo como editor sino como amigo. Si esas cosas no se dan, prefiero no publicar.
Tú lo sabes: aquí uno tiene que estar trabajando con manita de puerco, y bueno, bonito, barato y rápido. Pues no, cabrón, yo ya me chingué mucho. El tiempo que a ti te dan para una crónica me parece hasta poco para la cantidad de caracteres que te piden.
Entonces es muy difícil que como periodista, como reportero de planta en un medio, puedas decantar tu lenguaje y tu visión, tu cultura general, de tal manera que puedas darle profundidad, fondo y forma a tus textos. Lo que cualquier escritor necesita para desarrollar un estilo, el fondo y la forma de lo que vas a presentar, es tiempo. ¿En el periodismo por qué no se va a respetar eso? El gran éxito del nuevo periodismo gringo fue ése: la posibilidad que tenían esos güeyes de convertirse en escritores desde el periodismo. Ve a Tom Wolfe: ¿cuántos años pasaron antes de que publicara su primera novela, La hoguera de las vanidades? Como 30. Y velo ahora.
Yo he conocido en el camino a muchos reporteros que han querido escribir una novela, y no la pudieron hacer. A final de cuentas o trabajas o escribes lo que tú quieres, pero ¿cuántos medios te dan la oportunidad de desarrollar un trabajo? Estos reportajes que están en el libro yo los pude desarrollar, en su mayoría, porque yo fui el que se puso el tiempo de entrega y porque a mí no me los pidieron: yo los ofrecí. Por ejemplo, el de “Los herederos del diablo” yo lo pude terminar gracias a que Gatopardo lo rechazó; a la versión que tenía para ellos, ya bien trabajada, todavía me di tiempo de incluir detalles y de extenderla un poco más, como un orfebre o como estos güeyes que trabajan el barro: “A ver, qué le falta”.
Yo fui a hablar con Alejandro Páez —siempre estaré agradecido con este cabrón porque me pagaba bien y me pagaba a tiempo, y a veces hasta por adelantado—, y le ofrecí esa crónica. Me dijo: “Tráela”, “Pero no tengo fotos” (que fue uno de los pretextos de Gatopardo: “No tienes foto”, “Oye, cabrón, voy a ir a una pelea de esas, ¿cómo que fotos? No mames; consíguelas tú”).
La cosa es que Páez me pidió la crónica, se la di y, si mal no recuerdo, en esos días dieron el fallo del premio y yo gané. Le dije: “Tienes que publicar esa crónica ya porque acaba de ganar un premio”, y él la publicó. La mera verdad, cuando llegué a Guadalajara creo que ya la habían publicado en Día Siete.
Por eso te digo que hubo una época de oro para mí como cronista: yo publicaba en un chingo de lados. Día Siete fue un medio muy importante para muchos periodistas como yo porque podías publicar crónicas que en otro lado no querían o no podían publicar. La que está aquí, la de “La hermandad del rebote”, Páez me la pidió, y gracias a esa crónica fue que yo me pude conectar con peleadores de perros. Imagínate todo lo que te da una chamba, y la confianza que puedes tener de que un güey cree en tu trabajo. De otra manera no lo haces, porque aparte soy un holgazán.

AR: Haces referencias a la prensa del siglo XIX, que es cuando surgió la nota roja, desde El libro rojo de Payno y Riva Palacio, y llegas hasta a mencionar el infoentretenimiento. Tú conoces la prensa que ha cubierto la violencia social del país: ¿cómo se ha transformado, a grandes rasgos, el tratamiento de ese tema?
JMS: No se ha transformado; creo que, más bien, se ha estancado. Mi punto es que, en la época de oro de las publicaciones mexicanas sensacionalistas, que fue en 1940-1950, cuando había más de 30 publicaciones y los periódicos de circulación nacional diaria, fue una época en la que el reportero podía publicar un reportaje durante dos semanas siguiendo un crimen. Tienes el caso de David García Salinas en La Prensa, El Güero Téllez en El Universal o el de Enrique Metínides como fotógrafo. El reportero era un cronista total que actuaba en complicidad con la policía en un contexto en el que la policía no tenía el mayor cuidado en nada, y eso permitía que el reportero se tomara una libertad que hoy es imposible.
Ahora el reportero de nota roja tiene que ir con un boletín porque la policía ya no permite entrar al lugar de los hechos por muchas razones, desde buenas hasta malas. Eso es en lo que ha cambiado.
También he escuchado a reporteros que no pueden llegar hasta el lugar de los hechos porque la misma gente del lugar los agrede, los amenaza. Eso también está cabrón porque eso te habla de cómo está el país: antes el reportero llegaba y era como el amigo de todos, y tenía un prestigio, un estatus, un respeto, con todas las salvedades del caso. Eso propició grandes crónicas, grandes reportajes, y una visión del periodismo que hoy, desgraciadamente, ya se perdió. Antes el reportero era un personaje como El Güero Téllez, que fue un caso típico del gran reportero de nota roja y de asuntos sociales, quien adonde llegaba era bien recibido y el periódico lo solicitaba a cada rato. Ahora ya muy pocos pueden jactarse de eso.

AR: Me llamó mucho la atención la defensa que haces de la nota roja contra cierto academicismo y cierto cultismo que se oponen a ella. Dices que tiene una raigambre popular, pero también que es un producto cultural de consumo masivo y lenguaje vernáculo comercializable.
JMS: Es cultura pop de alto nivel…
AR: ¿Cómo se han mezclado ambos aspectos: el comercial y el popular?
JMS: Lo popular tiene que ver con la industrialización del consumo, y con los hábitos, usos y costumbres de una sociedad. La cultura pop, al nivel que la veas, es eso: es un producto de las sociedades urbanizadas, y aquí en México la nota roja ha tenido un desarrollo y una influencia total con la modernización del país. A este no lo puedes entender en su historia como país que ingresa a la modernidad y a la urbanización de sus ciudades sin el periodismo como una industria que se sostiene, básicamente, con la nota roja.
El crecimiento del periodismo en México no fue por la nota de ocho columnas sobre las hazañas del presidente. El consumo masivo, la visión o incluso la idiosincrasia o la idea que tenemos de nosotros mismos tiene que ver mucho con lo que los medios masivos de comunicación nos han dicho, y la nota roja, aunque ha sido el género proscrito del periodismo, ha sido el de más alto consumo entre las masas.
Entonces lo que ocurre aquí con la proliferación de tabloides sensacionalistas y revistas de ese tipo tiene que ver con la cultura de este país y con su idea de la modernización.
Desde la nota roja, además, puedes hacer una lectura acuciosa, desde lo más abyecto, de la historia social del país. La gran crónica roja no está en la notita pendeja que te dice “lo acuchillaron” y ya; no, está en ese reportaje en las circunstancias que da que una revista de 64 páginas se sostenga sobre asesinatos. ¿Qué te está diciendo eso de una sociedad? Ve a Francia y no hay revistas de esas, y si las tuvieran no estarían exhibidas, se consumirían como pornografía. Pero en Colombia tienen tantas revistas rojas como aquí.

AR: Haces una afirmación interesante en el libro: “La nota roja encuentra su nicho en alguna peculiaridad cultural que hace de los mexicanos insaciables consumidores de morbo y frivolidad”. ¿De dónde viene esto?
JMS: Lo que creo es que tiene que ver con factores culturales e históricos muy claros: la cultura española que llegó a México, sangrienta, ignorante, religiosa, y la de los aztecas, de las culturas precolombinas que también eran altamente sangrientas, crueles y jerárquicas. Imagínate cuando vino el choque cultural: lo que queda de todo eso, lo que floreció, lo que sobrevino y lo que nos ha mantenido son precisamente estas historias con una carga violenta y de resentimiento.
Eso, obviamente, tenía que dar condiciones culturales y sociales muy propias para el periodismo tabloide: cuando la modernidad llegó a México a través de los medios masivos —o sea los periódicos—, la carta fuerte fue la estigmatización del indígena. A este se le veía como un grupo racial peligroso para el progreso del país, porque siempre se manejó que el indígena aborrecía al blanco, y a partir de eso la industria del periodismo empezó a crecer destacando los crímenes y todo lo atroz que podía haber en el ámbito social de los indígenas.
Son meras aproximaciones las que yo hago, y son lo que percibo como parte de una historia importante para el país y de lo que para este significa el periodismo tabloide y la crónica roja.

AR: ¿Cuál es el otro lado de la nota roja, la que sirve al poder, la cual, como acabas de decir, estigmatiza, por ejemplo, a los indígenas?
JMS: El otro lado de la nota roja son las ocho columnas de cualquier periódico serio. ¿Quiénes aparecen allí? Los ladrones de cuello blanco, los corruptos, las empresas que contaminan, que transan y que humillan. Esa es la nota roja.
Compra cualquier periódico de circulación nacional y es de nota roja por donde le busques: que al futbolista tal lo encontraron con un travesti, que a la artista tal la encontraron con dos gramos de coca en tal capilla… Esa es la nota roja, y también lo que destacan los diarios cotidianamente: narcotráfico, crimen organizado, trata de blancas, etcétera.
Eso es nota roja, la cual dio un vuelco, de unos años para acá: de lo populachero, donde estaba la tradición de José Guadalupe Posada, hasta a lo que ahora ha llegado: a los niveles de una descomposición social generalizada. Esa es la diferencia: ahorita ya a nadie le interesa el crimen pasional, lo que importa es ver ahora a quién agarraron, quién se robó más millones o, en el mundo del espectáculo: chíngale, otra cirugía que se echó a perder y le explotaron las nalgas a tal, le encontraron silicón en las uñas y se le pudrieron… Eso es sobre lo que ahora estamos; es la sociedad del espectáculo que anticipó Guy Debord; la de la transparencia del mal, de la que ha hablado Baudrillard, de la que hablaba Lipovetsky en su libro chingonsísimo La era del vacío y la de Paul Virilio, que tiene un ensayo sobre la velocidad. Estamos en eso.

AR: Vamos sobre tus relatos: la gran mayoría de los personajes que describes son de los bajos mundos, pero hay uno que es totalmente opuesto: Carlos Slim.
JMS: A él lo debería haber conocido Charles Dickens: es el prototipo del industrial millonario en un país que en el siglo XXI vive en condiciones del siglo XIX. Es el benefactor de una sociedad digno del siglo XIX inglés. Por eso aparece allí.

AR: Pero cómo se relaciona con los otros mundos que relatas.
JMS: Pues en la desigualdad social que vivimos. Uno de los países más atrasados en términos educativos, por ejemplo, tiene al hombre más rico del mundo. ¿Cómo te explicas que ni los gringos lo tengan? ¿Cómo te explicas que no sea un suizo? ¿Por qué tenía que ser un mexicano?
Parto del hecho de que ninguna fortuna es lícita en el sentido de que no puede haber justicia para aquellos que generan esa fortuna. Aquí ser rico es una ofensa desde donde me lo digas.
Ahora, hay gente que cree que no; pues qué bueno, pero yo creo que sí. Puede ser que alguien me rebata con argumentos teóricos muy precisos, un sociólogo, un economista, pero allí donde hay riqueza huele feo.

AR: Hay un crimen atrás, como dices recordando la filosofía de El Padrino.
JMS: Un chingo. Hago un paralelismo entre El Padrino, el decálogo de la mafia y lo que significan los preceptos de la moral mexicana: son lo mismo.

AR: Otro asunto que me atrajo es la relación entre tu ejercicio periodístico y el alcohol: hablas de tus vivencias en las cantinas, de la ebriedad, de las crudas, del trabajo en estas condiciones…
JMS: En ese sentido te diría que lo de las cantinas es algo que a mí me interesa, aunque no es un libro sobre ellas.
AR: ¿Cómo ha sido tu trabajo en, o con, ellas?
JMS: Te puedo decir que este asunto de las cantinas era para mí muy importante. Tenía que quitarle la carga anecdótica y romántica que tiene la cultura de la cantina en México, que, para empezar, está en extinción. Las tradicionales cantinas están en desuso —ahora todas son “gastrocantinas”—, y creo que las más típicas se han convertido en un reducto del perdedor mexicano. ¿Quién va ya a las cantinas? Pues un ruco, que está tres horas con un Bacardí, ya sin hielos; el güey que está dormido en la pinche barra. ¿Quiénes son estos güeyes? Los que no lograron el sueño mexicano. Y ya todas las cantinas son caras y mal atendidas. Qué más triste que eso, la verdad.
Yo vengo de una cultura de cantinas fuertísima: mi papá conocía todas, y en todas lo conocían. Eran otra cosa: eran el espacio de. Ahora ya no.

AR: Hasta de los delincuentes…
JMS: Claro, había de todo. Pero ahora creo que son los espacios en desuso de un México que está en retirada, por mucho que las rescates. Yo platico con meseros y los cantineros, y ya no quieren al parroquiano típico: no les consume mucho, se les queda dormido, es pedero… Quieren gente joven que trae en lana, que se mueve (“vámonos, güey, una y nos vamos”). El ruco, el de antes, es sedentario: siete, ocho o diez horas en la cantina, y que antes chupaban limpio: no había postre, no había coca. Mi papá tenía amigos que se quedaban dos o tres días despiertos, como pinches zombis.

AR: En una parte del libro dices: “Ahora eres un escritor borracho, indisciplinado e imprudente. Si te crees muy listo, más vale que le bajes de huevos porque afuera hay unos veinte fulanos poco amigables, entre ellos tus cuates, y a todos se les ven ganas de echar bronca”. Al respecto, ¿qué riesgos has corrido al hacer este tipo de crónicas?
JMS: La verdad nunca me sentí realmente en riesgo; pero yo creo que es muy diferente no sentirte en riesgo a leer una situación que te pone en riesgo. Eso es muy distinto. Yo he estado en lugares horribles, pero francamente nunca he sido agredido porque mi actitud siempre es de respeto hacia el otro, y de no interferir en espacios o dinámicas que yo no conozco. Yo no soy un sabelotodo, ni tampoco un güey que llega y saluda a gente que no sé quién es.
Llego a todos lados con perfil bajo y ya. Pero sí entiendes que estás en lugares que son muy bravos, y que la gente que está allí sabe que tú no eres parte de ella. Un periodista, un escritor, es un nómada social, finalmente eres un extranjero donde estás. ¿Quién lo puede identificar en un ambiente de peleas de perros o con los que juegan frontón a mano? De todo un poco, porque eso yo lo viví, como otras cosas, pero eso no quiere decir que yo sea parte de eso. Es como si porque me gusta el futbol tuviera que ser futbolista (por cierto: le voy a las Chivas, y Pumas se me hace el equipo del villamelón mexicano).

AR: ¿Cómo has escogido tus temas? Vemos lo de los cuetes, los perros, los ninis, las sirvientas…
JMS: No son temas propiamente; a mí lo que me interesa es una atmósfera social específica. Se trata de aquellas culturas que florecen y sobreviven en los linderos de lo proscrito. En un país donde la ilegalidad es tan válida como la legalidad o incluso tiene más fuerza, son los temas en los que yo me he podido mover con libertad y con afinidad. A lo mejor en otras circunstancias a mí me gustaría hacer la gran crónica de sociales, como la boda de Emilio Azcárraga Jr. o la visita de Sofía Vergara a México para promover su nuevo implante de nalgas.
Alguna vez Páez decía en alguna presentación algo que en principio me cayó como gordo, pero creo que tenía razón: que yo trabajaba con los despojos de los otros periodistas. Es la verdad: como nunca he trabajado de planta en ningún medio, no he tenido una asignación específica; lo que he tenido es la fortuna de que me inviten a colaborar en algún medio que entiende cuáles son los temas que a mí me interesan, y a partir de allí negociar si lo quiero hacer o no. Esto es en lo que he tenido fortuna, y la verdad no pienso moverme de allí.

AR: Concluyo con una cuestión sobre esta ciudad que describes…
JMS: A esta ciudad ya se la llevó la chingada.
AR: Me refiero a la última parte del libro, que es la más íntima: “Retrato hablado”. ¿Cómo se ha reflejado esta Ciudad de México en tu vida familiar?
JMS: Pues que la biografía de la Ciudad de México es la de mi familia. Tengo diez hermanos, pero tres ya muertos, mis padres también ya fallecidos, y todos de aquí. Toda la historia de mi familia, en general, ha sido como una historia de exabruptos con esta ciudad, de desencantos y de muchas cuentas pendientes que yo creo que nunca se van a saldar.
Aunque suene como cursi y hasta medio perredista (que no lo soy, los odio), debo decir un pedo como de reivindicación social: hay que hacer más amable lo que hay, porque te das cuenta de que las condiciones de vida en este país son sumamente ingratas, injustas y muy crueles. Si uno se queda en estos barrios como la Roma, pues uno piensa que la vida va bien, pero no es la realidad de mucha gente. Yo vivo en el Centro, en un edificio donde yo creo que mis vecinos viven con muy poco dinero y que tienen un mundo intramuros: nunca salen de sus casas. Creo que ni se imaginan que hay un lugar como este (un restaurante de la colonia Roma), y eso ya me dice mucho porque no creo que haya sido porque así ellos lo hayan decidido.


*Entrevista publicada en Etcétera, núm. 168, noviembre de 2014.

martes, marzo 03, 2015

Mutaciones autoritarias en América Latina. Entrevista con Víctor Alarcón Olguín




Mutaciones autoritarias en América Latina
Entrevista con Víctor Alarcón Olguín*
Ariel Ruiz Mondragón

Durante buena parte del siglo XX la mayoría de los países de América Latina vivieron en condiciones no democráticas, bajo autoritarismos de diversa laya e incluso, en muchos casos, bajo dictaduras militares. Varios de esos regímenes fueron desapareciendo desde finales de los años setenta, tendencia que fue más pronunciada en la década siguiente.
Pese a esa ola democratizadora hubo pervivencias y atavismos autoritarios que han hecho que en ocasiones se hable en la región de, por ejemplo, democracias antiliberales, de baja calidad, seudodemocracias y de nuevo autoritarismo, el que parece seguir siendo una gran tentación para no pocas corrientes políticas. Esto puede causar reversiones preocupantes.
Sobre las coordenadas básicas sobre las cuales se puede entender el fenómeno autoritario en nuestra región, Este País conversó con Víctor Alarcón Olguín, profesor e investigador del Departamento de Sociología de la Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa, misma institución donde obtuvo el doctorado en Estudios Sociales. Ha impartido clases en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, en el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey Campus Ciudad de México y en la División de Estudios Políticos del Centro de Investigación y Docencia Económicas. Es presidente de la Sociedad Mexicana de Estudios Electorales.

¿Cuáles son las raíces históricas y rasgos fundamentales más visibles del autoritarismo en Latinoamérica?
América Latina ha sido una región confrontada históricamente con la democracia. A lo largo de los más de dos siglos que han conformado nuestra vida independiente, hay evidencia de que la cultura política prevaleciente conserva rasgos de caciquismo rural y urbano, de patrimonialismo en la manera de apropiarse y desviar los recursos públicos para beneficio individual o de grupos; de un clientelismo que se manifiesta en la preeminencia de los intercambios de favores por votos entre organizaciones sociales, individuos y partidos políticos; de corporativismo expresado en las condiciones cuasi monopólicas de organizaciones que obtienen tratos privilegiados (incluso protegidos por la ley) en su asociación política con el poder.
Lo inquietante es hallar la coexistencia de estas distintas realidades y velocidades de actividad y estructuración del poder en cada uno de nuestros países. Las luchas entre centro y periferia, liberalismo y conservadurismo, nacionalismo y cosmopolitismo, etcétera, son muestras concretas de las contradicciones históricas inherentes y que no cesan dentro de nuestros discursos, nuestros imaginarios y mitologías políticas.
El autoritarismo en América Latina como régimen de gobierno presenta evidentes mutaciones a lo largo de su desarrollo, especialmente durante el siglo XX (desde luego todo ello diagnosticado de manera relevante por comparativistas excepcionales como Juan Linz, Guillermo O´Donnell, Norbert Lechner, Alfred Stepan, David Collier o Manuel Antonio Garretón, y ahora retomado por autores como Gerardo Munck, Steve Levitsky y Andreas Schedler en lo que va de la presente centuria). Sin embargo, debemos recordar que la idea autoritaria clásica demanda la existencia un aparato de Estado fuerte, en pleno ejercicio del poder y con capacidades discrecionales en la negociación central de reglas, uso selectivo de la represión y la violencia, capacidad de cooptación y control de los medios de comunicación, e incluso con movilizaciones y legitimidad social.
Hoy debemos contrastar estos elementos a la luz de lo que vemos en los contextos disminuidos y replegados en los que, por principio, el Estado no tiene siquiera una presencia territorial sólida desde donde ejerza la acción de gobierno, lo cual le hace sucumbir e incluso depender de otros actores que han venido a influir o a ejercer abiertamente dichos espacios, como ocurre específicamente respecto al crimen organizado, mismo que ha socavado, mediante redes de corrupción y complicidad cada vez más estrechas, a los diversos niveles de la administración pública y a la clase política en general.
El Estado comienza a ser colocado como una instancia al servicio de dichos intereses, acotando u condicionando la actuación política y económica (de ahí la situación de adjetivarlo concretamente como “fallido”), además de generar toda una mutación cultural que ha empujado —sobre todo a las generaciones más jóvenes— a una desestimación de la política como instrumento de crítica, lucha o cambio, pese a los esfuerzos mismos que se despliegan desde los sectores de la sociedad civil que insisten en la importancia de la participación política y electoral como medio de legitimación de la autoridad. En ello, ahora también cabe situar al papel central que poseen los medios de comunicación de masas, especialmente la televisión, las redes sociales y la radio, en ese orden.
En nuestro devenir histórico, el autoritarismo clásico se expresaba en controles y en capacidades que muchas veces hemos vinculado con las experiencias de los partidos hegemónicos y los líderes populistas. También el autoritarismo ha dirigido dinámicas de modernización, liberalización, centralización y privatización. Ha tenido versiones burocráticas tecnocráticas y militaristas, y versiones creadas “desde arriba” y “desde abajo”. Pero el hecho contundente es que esta suerte de “Leviatán criollo o mestizo” —como le gustaba llamarlo así a mi eminente maestro Marcos Kaplan— ha tenido etapas en las que, a pesar de los esfuerzos democratizadores emprendidos a lo largo y ancho de América Latina (incluso aquellos influidos más directamente por las revoluciones socialistas), estos siempre han tendido a regresar a sus elementos definitorios básicos, en una suerte de movimiento pendular y nostálgico que se expresa como el pretexto para reclamar orden y seguridad alrededor nuestro, no sólo por nuestras clases medias o altas, sino también desde las movilizaciones y protestas populares que intentan escapar de la pobreza, la injusticia y la exclusión social imperantes, lo cual les entrega en charola de plata en las manos del nuevo líder providencial y carismático creado por los medios o el imaginario popular.

¿Cuáles fueron los principales tipos de regímenes políticos no democráticos que existieron en la región en el siglo XX?
Continuando con mi anterior respuesta, el siglo XX fue pródigo en las variantes populistas civiles y militares que se vieron asociadas con el ejercicio autoritario del poder. Destacan desde luego las versiones cardenista y peronista, debido a la capacidad que les permitió asociar un aparato de Estado, una ideología y un liderazgo piramidal, los lograron irradiarse hacia la estructura social (corporativismo y clientelismo sindicales) y dentro de un partido de movilización y encuadramiento político de masas que creó la identidad nacional del régimen.
Una versión interesante son los arreglos bipartidistas, en los que las elites aceptaron negociar ciertos niveles de alternancia política, pero sin permitir la presencia activa de la izquierda o la expansión de las organizaciones sociales, como llegó a pasar en Chile, Perú, Uruguay, Colombia o Venezuela entre mediados de los siglos XIX y XX, cuestiones que se rompieron precisamente con las crisis sociales que derivaron en golpes militares y los esquemas dictatoriales que se sucedieron a partir de los años sesenta.
Casos más híbridos fueron la permanencia de líderes como el general Alfredo Stroessner en Paraguay, Joaquín Balaguer en República Dominicana o los militares en Brasil, quienes pudieron fabricar dictaduras “electoralmente atenuadas” con el apoyo de bipartidismos formales, por ejemplo. Países menos consolidados institucionalmente, como los centroamericanos, tuvieron dinámicas muy dispares, pero ciertamente la profundidad de sus conflictos, especialmente derivados de los intentos continuos de revolución de corte comunista en los años setenta y ochenta (especialmente con la llegada del sandinismo al poder en Nicaragua), hicieron que sus guerras civiles fueran tan intensas como las represiones desplegadas en el Cono Sur en esa misma época.

¿Cuáles fueron los principales factores que erosionaron el autoritarismo e hicieron posible la instauración de la democracia en la región?
Hay dos importantes fuentes de erosión: las de naturaleza interna propias de cada país y las procedentes del entorno exterior y mundial. Entre las internas, destaca precisamente el desgaste de la clase política y el crecimiento de los problemas de gestión económica que impidieron continuar con el mantenimiento de lo que el economista Peter Evans llamó el “modelo predatorio de Estado”, en el que la burocracia se volvió incapaz de seguir sosteniendo el acaparamiento y reproducción de las empresas públicas, tanto por la corrupción desarrollada al seno de la propia clase política, como por la falta de capacidad y actualización de los modelos tecnológicos y de exportación, más allá de lo concedido a las trasnacionales, o bien, como en los casos de México, Brasil y Argentina, que sus principales productos tuvieron bajas sensibles de sus ingresos. Adicionalmente, las otrora pujantes clases medias se vieron cada vez más limitadas en sus capacidades de movilidad y ascenso.
Desde luego hay que agregar que la falta de libertades, los abusos en materia de restricción y violación de los derechos civiles y políticos hicieron que la demanda por elecciones democráticas fuese el catalizador más significativo de esta nueva conformación social que iba emergiendo desde nuestros países.
En la dimensión exterior, la crisis de la deuda, los ajustes neoconservadores y neoliberales hacían ver que se necesitaban alternativas de mercado y que las estructuras nacionalistas y proteccionistas en América Latina eran disfuncionales con los requerimientos de un capitalismo financiero más dinámico y agresivo, mismo que ya no necesitaba el tipo de dominio territorial imperialista clásico. Esto quizás es algo que resalta respecto al acotamiento del Estado de Bienestar y los esquemas socialdemócratas que también comenzaron a caer a partir de esa época.
El autoritarismo clásico fue una pieza importante en el esquema de la Guerra Fría y la Postguerra, pero adicionalmente el proceso de cambio se reforzó bajo el esquema de la globalización y el retorno o la instauración democrática en el mundo. Con dichas transformaciones en curso, ya no había forma de presentar mayores resistencias, por lo que se dio paso a los procesos de transición y pacificación política, cuyo costo sin duda implicó fuertes despliegues diplomáticos e incluso renuncias explícitas en lo inmediato respecto a perseguir a los adversarios políticos. Incluso la reinserción programada a la vida electoral o el uso de plebiscitos para confirmar la decisión colectiva de moverse hacia la apertura política “protegida” (por ejemplo, Chile) fueron ejemplos de las rutas que se tuvieron que emplear para dicho fin, y que han dado por resultado la coexistencia y el reacomodo de las fuerzas políticas y económicas resultantes. Ello implicó, adicionalmente, la firma de compromisos y pactos que estuvieran dispuestos a perdonar y olvidar las atrocidades e injusticias del pasado.

Tras los procesos democratizadores que vivió la región, ¿qué rémoras autoritarias han seguido vigentes?
Podría destacarse que los pendientes centrales se reflejan en aspectos como la insuficiencia de las capacidades mostradas por los partidos políticos para responder a las expectativas generadas por la población respecto a resolver en forma eficaz los desafíos de controlar la desigualdad, la inseguridad, la creación de empleos y la corrupción.
Otro aspecto interesante es una nueva brecha generacional que ha surgido en varios de nuestros países, en donde se vuelven a abrazar los discursos radicales en ámbitos primordiales como la preservación y defensa de la educación pública, los subsidios y el respeto a sus identidades, como ocurrió incluso con el tema indígena, o la lucha de las mujeres y por la diversidad sexual, por ejemplo. Este tipo de cambio y complejidad adquiridos en los años postransición no han tenido la capacidad ni el relevo eficaz por dichos segmentos de la población más allá de sus intereses inmediatos de grupo, en la medida en que no se han dado los espacios parlamentarios ni legales para emprender dichos ajustes de forma efectiva.
Por otra parte, la generación política posterior, que ahora emerge y que conoce poco de los procesos previos de las propias dictaduras y los autoritarismos, reclama para sí espacios sobre los cuales se vuelve a repetir la misma historia, a veces con escasa tolerancia de su parte, pese a que paradójicamente gozan de mayores libertades de las que se tenían en aquellos años en donde la clandestinidad y la ilegalidad política fueron imperantes.
El otro rasgo importante que se presenta en el tiempo reciente es que el momento político electoral en América Latina se ha refugiado en el reeleccionismo presidencialista y legislativo, producto de la idea de que cuatro u ocho años no son suficientes para emprender las reformas necesarias. Eso ha propiciado que la gente se intente aferrar a aquellos políticos que, como Lula-Dilma Rousseff, Michelle Bachelet, Rafael Correa, Daniel Ortega, Evo Morales y en su momento Hugo Chávez, los Kirchner en Argentina y quizás eventualmente el Frente Amplio uruguayo (quizás ahora el régimen político de izquierda más consolidado de la región) están generando cierto tipo de esquemas redistributivos, si bien a costa de confrontaciones severas con los sectores medios y altos de sus respectivos países.
En el otro lado del espectro ideológico, resulta inquietante que casos como México, Colombia y en varias naciones centroamericanas y andinas la derecha también se esté aferrando a fórmulas de continuidad que están tensando la cuerda de manera inquietante; o que abiertamente se hayan dado “golpes constitucionales”, como los vistos en Honduras y Paraguay, con la franca idea de acotar la velocidad de los cambios al momento en que la izquierda intenta promoverlos más allá de lo previamente pactado.

¿Qué efectos sobre la democracia de la región ha tenido fenómenos como la liberalización económica, la pobreza y la desigualdad, así como el resurgimiento del populismo?
Como se ha señalado, estos elementos han sido mencionados como un claro reflejo de los niveles acotados a partir de la ausencia de una ciudadanía de amplia influencia dentro de la región. Por ejemplo, la reapertura de los procesos de justicia y restitución de la memoria histórica en Chile, Argentina y Uruguay, por ejemplo, se vuelven a instalar como factores de división, e incluso llegan a ser más importantes que los debates sobre los programas económicos. Pero es evidente que una cultura política democrática no podrá descansar sobre cimientos sólidos si estos asuntos siguen estando inconclusos en la agenda institucional y legal.
Ahora bien, los avances en otro tipo de materias, como la rendición de cuentas, la transparencia, la regulación de los mercados de telecomunicaciones, los servicios y el incremento de la competitividad regional, por ejemplo, han tenido resultados cada vez más dispares en la percepción sobre la democracia dentro y fuera de la región. Si bien América Latina no ha dejado de crecer y ha resistido mejor que ninguna otra zona las crisis financieras recientes, persiste una visión desarticulada y poco atractiva en lo relativo a su proceso de integración y cooperación. Pese al decaimiento de mecanismos como el Tratado de Libre Comercio de América del Norte o el Mercosur, instrumentos interesantes hacia finales del siglo pasado, estos no han podido ser relevados por acuerdos de segunda o tercera generación. Lo anterior hace que las condiciones de un multilateralismo eficaz muestren también el anquilosamiento de instancias como la Organización de los Estados Americanos o la Organización de las Naciones Unidas, que deberían servir para buscar en ellas mecanismos de mayor convergencia y cooperación, así como hacen ver lo mucho que debe caminarse para concretar pese a los intentos generados desde la Unión de Naciones Suramericanas, de inspiración chavista, o mediante la Alianza del Pacífico propuesta por México, Perú, Chile y Colombia.

¿Cuáles son los principales factores que pudieran llevar a América Latina de regreso al autoritarismo?
Considero que el riesgo importante a considerar son los populismos de derecha e izquierda, revestidos de fundamentalismos colectivistas y mesianismos personalistas, que en cualquier caso emplean la condición excepcional y salvadora como su argumento de fondo. El crecimiento de la sociedad civil tampoco es una “vara mágica” que por sí sola resuelva los déficits de legalidad y legitimidad.
Una sociedad abandonada que comienza a tener que defenderse ante la ausencia plena del Estado nos hace ver que esa es precisamente la tarea política más importante a generar: retornar a la política y a la legalidad, lo cual no sólo se limita a participar en las elecciones, sino que obliga a considerar los medios y agentes necesarios para inducir y generar la reconquista de la confianza, los espacios y de las buenas prácticas que debe traer consigo la propia convivencia social en sus distintos niveles y ámbitos.

¿Qué cambios se deben impulsar en la región para fortalecer la democracia y evitar una involución autoritaria?
Los cambios a contemplar siguen siendo básicamente los mismos que demanda todo régimen político justamente comprometido con la democracia: reducir la inseguridad, promover la inversión y el empleo, combatir a la corrupción en todos los niveles, garantizar un juego democrático abierto y sin condicionamientos para la participación ciudadana y en los tipos de candidaturas. Implica promover regímenes responsables y auditables respecto a todos los actores que hacen uso de los recursos públicos. Construir un sistema educativo de calidad, en el que se haga una clara inversión por el cambio tecnológico, así como apueste por el uso responsable del medio ambiente. Significa tener un modelo laico, incluyente y no discriminatorio respecto de cualquier preferencia que no ocasione daño a nadie, sino que sean preferencias construidas mediante información fidedigna y responsable.
En suma, la construcción de la democracia en América Latina tiene numerosos adversarios y, lo peor del caso, su simulación y apariencia es quizás lo que más debemos temer de cara no sólo a sus promesas incumplidas, sino a la facilidad con que históricamente hemos tomado rutas o abierto las puertas erróneas en su búsqueda.
Es especialmente importante ver cómo nos hemos venido adaptando a la redes sociales y al peso de los medios, cuyas batallas en América Latina son muy importantes y hay que seguirlas, ya que no son lo mismo los intereses de Televisa, Carlos Slim, Venevisión o el Grupo Clarín, que la defensa de la libertad de expresión cuando en nuestra región el periodismo es una de las profesiones más peligrosas en su ejercicio. Ni mucho menos es lo mismo la defensa de los recursos naturales, la necedad de tener un modelo de consumo basado en hidrocarburos, que intentar dar el salto a las energías renovables y no contaminantes como base de nuestras economías y entornos. Pero en todo ello me parece todavía hay que dar una fuerte batalla para superar a una clase política y empresarial que, no importando su signo ideológico, sigue estando muy corta de miras y solo preocupada ahora por el rating y la imagen. Tampoco podemos quedarnos con la idea de una sociedad civil confinada en las “repúblicas del Facebook o Twitter”, o bien sólo expresarse en los maratones de recolección de fondos para alguna causa altruista o para proteger animales. Esto es muy importante, pero debemos ser y expresarnos políticamente en algo más allá que eso.
Asimismo hay que observar el riesgo que implica el crecimiento de los niveles discursivos de cinismo, impudicia e impunidad con que se asumen los “asuntos de Estado”, cuando en realidad son más negociaciones que rara vez otorgan voz u opinión a la ciudadanía. Sin duda, los riesgos del autoritarismo no radican en una supuesta regresión, sino en que está siendo muy eficaz en su adaptación y mutación en el momento actual. En ese sentido, la política comparada nos obliga a mirar hacia la primavera árabe (Egipto, Turquía), hacia el Sudeste asiático (Taiwán, Corea del Sur, Malasia o Indonesia) y, desde luego, hacia cualquier realidad política que justamente se encuentre atravesando por una situación similar dicha situación de persistencia dentro de sus comportamientos culturales y políticos. México y América Latina no pueden dejar de mirarse en dichos espejos.

*Entrevista publicada en Este País, núm. 274, febrero de 2014.