lunes, agosto 16, 2010

La cara oscura de la izquierda. Entrevista con José Woldenberg


La cara oscura de la izquierda.

Entrevista con José Woldenberg*

Ariel Ruiz Mondragón

En las cuatro décadas más recientes la izquierda mexicana ha experimentado un crecimiento notable que la ha hecho protagonista destacada de la política mexicana, en la que ya ha ocupado importantes espacios de poder. Es un periodo fundamental en el que ha pasado prácticamente de las catacumbas de la lucha guerrillera hasta casi alcanzar la Presidencia de la República, pasando por su intensa actividad en el sindicalismo independiente, las organizaciones sociales y la compleja construcción partidista.

El desarrollo de la izquierda mexicana ha tenido muchos claroscuros. En el periodo mencionado ha tenido también acciones, políticas y conductas más que discutibles, las que, paradójica y contradictoriamente, no pocas veces han ido contra sus propios logros: por ejemplo, la defensa de privilegios, la intransigencia política, el atavismo revolucionario y el ataque a las instituciones electorales.

Sobre los desatinos de la siniestra política José Woldenberg publicó a fines del año pasado El desencanto (México, Cal y Arena), una ficción en la que, a través de un personaje llamado Manuel, pasa revisión crítica a cuatro oscuros momentos de la izquierda mexicana en el periodo mencionado, además de hacer una valoración de obras de siete escritores en las que manifestaron su decepción por el comunismo.

Sobre ese libro sostuvimos una charla con el autor, en la que abordamos temas como la literatura y la memoria, la reivindicación del reformismo, los momentos luminosos de la izquierda, la ética y la política, así como la necesidad de una izquierda democrática, entre otros.

Woldenberg es Maestro en Estudios Latinoamericanos por la UNAM, institución en la cual es profesor en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales. Fue Consejero Presidente del Instituto Federal Electoral, director de Nexos y del Instituto de Estudios para la Transición Democrática. Ha colaborado en publicaciones como Unomásuno, La Jornada, Punto, Etcétera y actualmente Reforma. Ha sido autor de al menos una decena de libros, y coautor y coordinador de otros tantos.

Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué publicar un libro como El desencanto, sobre todo tomando en cuenta sus antecedentes memoriosos e históricos en libros como Memoria de la izquierda o la Historia documental del SPAUNAM?

José Woldenberg (JW): Por varias razones. Primero, hay un intento por recuperar la memoria, y en ese sentido se emparenta con Memoria de la izquierda y con la Historia documental del SPAUNAM. Pero, a diferencia de aquellos textos, esta es una visión más crítica. Aquellos, de una u otra manera, eran textos muy festivos, en buena medida apologéticos, de los que no me arrepiento porque ofrecen una cara de esos acontecimientos que vale la pena retener.

Pero ahora lo que me interesaba era mostrar la otra cara y tener un acercamiento crítico a algunos de los episodios de la izquierda mexicana en los últimos 35 años que, creo yo, desde mi subjetividad, la marcaron para mal.

En ese sentido, crear un personaje de ficción que transcurre por una serie de acontecimientos que realmente sucedieron fue una fórmula que a mí me pareció adecuada para realizar esa crítica.

AR: ¿Cómo ha sido su tránsito de la ciencia política a la literatura en este libro?

JW: Yo le llamo relato cargado de ensayo. Creo que la creación de este personaje a mí me permitió ver los acontecimientos desde fuera, y me dio libertades que quizá desde el ensayo o desde la autobiografía no hubiera podido desplegar. Por ejemplo, el personaje es, quizá, mucho más empático y más categórico de lo que yo soy; pero yo quería subrayar las tintas de asuntos que a mí me preocupan y que me desalientan, como son los que se narran en este relato.

Entonces fue por eso por lo que opté por esta ficción cargada de realidad, aunque conciente, y así empieza el libro, de lo que dice un epígrafe de Doris Lessing que utilizo, quien asume la incapacidad de escribir la única clase de novela que le interesa: un libro dotado de una pasión intelectual o moral tan fuerte que pueda crear un orden, una nueva manera de ver la vida.

Asumiendo esa incapacidad, de todas maneras me puse a escribir este libro.

AR: También está la posibilidad que usted señala en la cita que hace de Alain Finkielkraut: “El pasado debe ser tomado por la manga como alguien que se ahoga”.

JW: En efecto. Incluso ese fue un posible nombre para el libro: “Como alguien que se ahoga”. Esto, retomado de la frase de Finkielkraut que tomo de Jankélévitch, donde dice que al pasado hay que agarrarlo de la manga como a alguien que se ahoga. Porque me parece una reflexión muy pertinente: el pasado está condenado a desaparecer, la inercia de las cosas hace que el pasado se evapore, se diluya. Entonces se requiere de un esfuerzo para tratar de mantenerlo vivo, que es recuperar la memoria.

Ya sabemos: la memoria siempre es subjetiva e individual, y yo no dudo ni por un instante que quienes vivieron, por ejemplo, esos mismos episodios del sindicalismo, del proceso de unificación de la izquierda, el levantamiento del EZLN y el conflicto poselectoral de 2006, tengan otras visiones y otras versiones, seguramente legítimas. Pero yo aquí lo que quiero es recrear esta.

AR: Una parte del libro es el ejercicio mnemotécnico, y otra es la compuesta por los ensayos dedicados a siete escritores que fueron muy críticos del comunismo. ¿Por qué escogió a estos siete? Habría varios más que podríamos sumar.

JW: Por supuesto que se podría aumentar la lista, pero ¿qué tienen estos siete escritores? Uno, que son muy buenos escritores, desde mi muy particular punto de vista. Dos, seis de ellos estuvieron fascinados, en un momento, por el experimento soviético, en que depositaron sus ilusiones en él y que, al final, quedaron profundamente desencantados.

Tercero, porque son de siete nacionalidades distintas; cuarto, porque los motivos del desencanto son distintos en cada uno de ellos; y quinto, que quizá sea lo más elemental, porque todos dejaron, ya sea en novelas o en testimonios, una reflexión sobre lo que les había pasado. Por ejemplo, en el caso de Arthur Koestler, él hizo una novela, una ficción, pero en los casos de Howard Fast y André Gide éstos dejaron sus testimonios.

Lo que yo creo que da al final el conjunto de reflexiones de los siete son las diferentes vetas del desencanto. Por ejemplo, Fast se desencantó después del XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, cuando se conoció el llamado “Informe secreto” de Jrúschov, y cuando se pusieron sobre la mesa todas las aberraciones de Stalin.

En el caso de Gide, él desde antes había viajado a la Unión Soviética. Vio que aquello en materia cultural era un páramo en el que se estaba tratando de homogeneizar lo que debe ser diverso, y dijo: “Esto está mal.” Koestler se desencantó por los juicios de Moscú, y Victor Serge lo hizo por la burocratización y la insensibilidad; George Orwell, quien a final de cuentas fue el único que no fue comunista, se decepcionó por la matriz misma del sistema que se estaba construyendo, un Estado todopoderoso incapaz de respetar las libertades de los individuos, y entonces generó esa antiutopía que es 1984.

Por su parte, Ignazio Silone, quien muy temprano, como delegado a la Internacional por parte del Partido Comunista Italiano, vio las maneras de “discutir”, y dijo: “Esto no”, no a estar alineado acríticamente a una posición, y no a que le pidieran que condenara a alguien sin conocer el documento de quien está siendo sometido a juicio. Eso no.

Cada uno es muy expresivo, cada uno tiene razones muy fuertes, pero los siete juntos hacen el mural más complejo, más abigarrado y más elocuente.

AR: Pero el otro escritor que usted trata, José Revueltas, fue muy radical, ya que no sólo fustigó a los comunistas, sino llegó casi a condenar la condición humana.

JW: Eso es lo que yo leo en Los días terrenales. Creo que en el caso de Revueltas su libro es terrible en el mejor sentido de la palabra; es decir, hace a sus personajes muy introspectivos, y tengo la impresión de que casi llega a la conclusión de que el género humano es irreformable. Eso dice en este texto, no digo en su vida política, porque el atractivo de Revueltas en su vida política es que, al mismo tiempo que escribía este libro, siguió militando. En 1949, cuando lo escribió, todavía ni siquiera rompía con el partido; yo digo que en el libro sí, pero en su militancia no. Ya cuando escribió Los errores entonces sí, ya era un antiestalinista convencido.

Es un fenómeno que me resulta muy interesante. Creo que la literatura de Revueltas iba por delante de sus propios textos políticos, y creo que, por lo menos hasta hoy, no tiene fecha de caducidad, y quizá algunos de sus textos políticos sí.

AR: Me parece que su libro es una reivindicación del reformismo que va desde la creación de un sindicato universitario hasta la defensa de las instituciones electorales. ¿Por qué en muy buena parte de la izquierda ha sido tan mal vista la vía reformista? En el libro están contados episodios que van desde aquella izquierda guerrillera radical que asesinaba incluso a líderes reformistas de la izquierda, hasta el golpeo a la democracia.

JW: Creo que usted atina: ese es, quizá, uno de los hilos fuertes del libro. Pero yo iría incluso más allá, porque hay una enorme paradoja: la mayor parte de la izquierda mexicana, la que está en los partidos, en los sindicatos, en las organizaciones agrarias, la que tiene publicaciones, etcétera, es reformista de facto. Sin embargo, hay una especie de mala conciencia: quiere pensarse como revolucionaria. En el caso del Partido de la Revolución Democrática (PRD), creo que en su propio nombre está ese aliento.

Sin embargo, también quiero decir lo siguiente: la propia mecánica del cambio político y lo que la izquierda ha logrado en los últimos años, ha hecho, desde mi punto de vista, que las corrientes revolucionarias vayan a la baja, y que, a querer o no, el reformismo se haya abierto paso, muchas veces sin reconocer su propio nombre.

¿A qué me refiero con reformismo? A una política de cambios graduales que van en el sentido que uno piensa correcto, y que pueden desplegarse por una vía participativa y pacífica, y hoy en México incluso institucional.

Entonces, creo que el gran reto de la izquierda mexicana para crecer aún más es asumir que la democracia es una vía, pero también es un fin en sí misma. Lo dice el personaje del libro, y yo creo que esa es una de las cosas que no están del todo resueltas, ya que sigue habiendo una mala conciencia que, cada vez que aparece la posibilidad de saltar etapas, de la vía revolucionaria, vuelve a activar una serie de expectativas que, la verdad, no creo que puedan conducir a nada.

Ese fue el caso del Ejército Zapatista de Liberación Nacional. La crítica que se hace, más que al propio EZLN, es a la incapacidad de una constelación de grupos de izquierda muy diversos para condenar de manera clara la vía armada, sobre todo en un momento —1994— en el que había un proceso de transición en marcha, cuando las cosas estaban cambiando en un sentido democratizador.

Entonces, hay una dificultad para comprometerse sin dobleces con una vía pacífica e institucional de cambio social.

AR: El libro es muy crítico, y en él señala cuatro momentos negativos de la izquierda mexicana: el conservadurismo del Consejo Estudiantil Universitario (CEU) en 1986-87, la intransigencia del PRD a principios de la década de los 90, la violencia del EZLN y las mentiras sobre las elecciones de 2006. ¿Pero qué aspectos luminosos ha tenido?

JW: Muchos. Qué bueno que lo menciona. El libro se llama como se llama, en buena medida, porque quiero abordar la cara oscura de la izquierda —desde mi perspectiva, por supuesto—, y en él no hay hechos luminosos, pero hay muchos que realmente sucedieron. Por ejemplo, creo que el proceso de unificación de la izquierda —el proceso, no el momento— debe ser visto como un proceso venturoso y muy importante.

Dos, el compromiso de la izquierda con la vía electoral es una gran cosa y es un gran capital político. Las elecciones de 1988 fueron un momento de crecimiento excepcional de la izquierda mexicana, como también las de 2006. También las reformas político-electorales de 1994 y 1996, a las que concurrió el PRD, fueron rediseños normativos e institucionales que permitieron lo que hoy vemos: competencia electoral como nunca antes.

Los triunfos de Cuauhtémoc Cárdenas, y luego los de Andrés Manuel López Obrador y de Marcelo Ebrard en la capital del país, así como la victoria de Amalia García en Zacatecas son momentos luminosos. La despenalización del aborto la veo con muy buenos ojos.

Momentos luminosos hay muchísimos, pero este es un relato que no es equilibrado ni quiere serlo, porque cuando uno entra por esa ruta, entonces lo que uno quiere subrayar y poner en el foco de atención acaba perdiéndose.

Yo lo que quería hacer concientemente es un relato de una persona que se va desencantando por una serie de actitudes, y sobre las que ojalá —a mí me gustaría— hubiera un debate, una discusión y una rectificación.

Por eso el texto es acerca del lado oscuro de las cosas, lo cual no niega que en la realidad haya muchos momentos venturosos. Es más, se me han olvidado muchísimos.

AR: A principios de los años setenta, como se muestra en el libro, uno de los grandes temas de la izquierda, y que creo que con la transición se ha venido perdiendo de alguna manera, lo era la desigualdad social. Parece que fue más afortunado el tránsito político, pero ¿qué ha pasado con la desigualdad social?

JW: Usted lo ve bien: hubo una transición democrática que nos hizo pasar de un sistema de partido hegemónico a uno equilibrado; de elecciones sin competencia a procesos competidos; de un mundo de la representación monocolor a uno plural; de una presidencia desbordada a una acotada; de un Congreso subordinado a uno vivo y plural. Fue un cambio político muy importante.

Pero lo que al parecer no cambia, y eso desde Humboldt, es que este es un país absolutamente contrahecho, cruzado por una desigualdad que, a veces y como la propia CEPAL lo dice, impide pensar en construir un “nosotros“ inclusivo, porque México es tantos Méxicos marcados por la desigualdad, que el sentido de pertenencia a una comunidad nacional se hace complicado.

Yo creo que ese es el problema fundamental de México, y quizá se esté agudizando. Creo, además, que en ese problema es en donde la izquierda puede tener sus raíces y su crecimiento mejor.

Pero insisto no se trata de optar sólo por la equidad, que es la que tiene que ser la bandera singular de la izquierda, sino conjugarla con la otra gran conquista civilizatoria que son las libertades individuales.

En esa conjunción que, creo yo, ha intentado y logrado hacer la socialdemocracia en el mundo, puede haber una vía para el desarrollo de una izquierda fuerte y capaz de revertir esa falla estructural de la sociedad mexicana que es su profundísima desigualdad.

El tema está en el código genético de la izquierda. Pero yo digo que debería ser preocupante hasta para las derechas, porque uno no puede estar apostando solamente al despliegue de las libertades en un mundo de desigualdades tan marcadas como el mexicano. No lo digo yo: el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo ha alertado que buena parte del desencanto con la democracia en América Latina tiene que ver con la pobreza y la desigualdad, porque la gente percibe que sus condiciones materiales de vida en democracia no mejoran y su percepción entonces es: “¡Bonita democracia!”.

Entonces, por supuesto que es una de las preocupaciones centrales de la izquierda, pero debería ser de todas las fuerzas políticas. No es un asunto menor.

AR: Otro gran tema que traviesa el libro es la discusión sobre la ética política. ¿Hay alguna ética política específica para la izquierda?

JW: No sé si pueda haber una ética de izquierda y otra de derecha. Lo que yo sí creo, a diferencia de los cínicos y de los pragmáticos, es que política y ética deben tener puentes comunicantes.

Hay una política pragmática que es, quizá, hegemónica, que puede prescindir, sin dificultad, de la ética. Es la política que diría, en suma, que el fin justifica los medios.

AR: Y como usted dice en el libro, los medios van modelando los fines.

JW: Los medios suelen ser más importantes que los fines, porque van modelando al actor: la manera en que actúo, hablo, digo y despliego, me va haciendo a mí. Entonces, los medios no son anodinos, sino todo lo contrario: suelen ser más importantes que los fines.

No es casual que las revoluciones armadas normalmente acaben en momentos de terror. Porque quien ha ejercido esa fórmula de quehacer político la siente legítima, y la puede extender por un lapso más.

Vuelvo a la idea de la ética y la política. El personaje, por supuesto, repele ese pragmatismo amoral, pero también el otro extremo, en el que la ética no se hace cargo de las necesidades de la política, lo que sería como un asunto enclaustrado en sí mismo, y por eso las citas —cuando menos hay dos— del maestro Adolfo Sánchez Vázquez, que es quien ha pensado, desde la izquierda, los nexos entre política y ética de manera, creo yo, más sofisticada.

AR: ¿No le parece que, en no pocas ocasiones, la izquierda ha parecido atentar contra sus propias conquistas?

JW: En efecto, la izquierda ha sido acicate y usufructuaria del cambio político. Es decir, el cambio democratizador en México no se entendería sin el aporte de la izquierda mexicana; pero al mismo tiempo ha sido usufructuaria. Es decir, dado que hay fórmulas democráticas de elegir a los gobernantes, hoy el PRD tiene cinco gobernadores y el jefe de gobierno del Distrito Federal. O sea, al mismo tiempo que ha sido motor del cambio, ha sido beneficiaria de él.

Sin embargo, en momentos determinados da la impresión de que la izquierda atenta contra las propias conquistas que le han servido para desplegarse y crecer. Es el caso de la conducta después de las elecciones de 2006.

Antes de las elecciones de 2009 se podía especular qué tanto le iba a afectar el comportamiento poselectoral de 2006; pero lo que pasó en ellas, en las que, sumando los votos del PRD por un lado y la alianza Convergencia-PT por otro, son algo así como la mitad de los que había obtenido la Coalición por el Bien de Todos, debería ser un llamado de atención para rectificar, creo yo.

Pero lo más difícil en política es rectificar, porque en la propia dinámica del PRD es muy fácil que las corrientes moderadas acusen a los más radicales de los resultados, y también es muy fácil que, a su vez, los radicales acusen a los moderados de ellos. Más fuerte que la realidad es la lente con la que se la mira.

Entonces, la realidad puede cambiar, pero si uno sigue con su misma lente, va a seguir sacando las mismas conclusiones. Ese es el problema más fuerte para cualquier organización política.

AR: Al inicio del libro el personaje central dice: “Somos la generación del desencanto. Hemos hecho mucho ruido y nuestras nueces están podridas”.

JW: Bueno, el personaje puede ser mucho más enfático de lo que soy yo. Creo que la visión de Manuel es de alto contraste, y esa es la que creo que puede ser la intención. A lo mejor en mi visión hay muchos más grises, pero la idea era poner a través del personaje una serie de temas que creo merecen ser discutidos.

AR: En los escritores que se comentan en el libro, tras el desencanto con el comunismo hubo varias posiciones, desde quien siguió insistiendo en el cambio social hasta el que observó de manera pesimista a la propia condición humana. ¿Usted sigue siendo de izquierda?

JW: Yo creo que este es un alegato desde las posiciones de izquierda democrática hacia las izquierdas. Es decir, todavía quiero creer que una izquierda democrática en México no solamente es posible, sino necesaria, porque es muy difícil que desde otros idearios políticos se puedan poner en el centro los temas de la desigualdad. Por eso digo una izquierda democrática, que sea capaz de conjugar la pulsión por la equidad con la pulsión por la libertad.

* Una versión un poco más breve de esta entrevista apareció en Milenio semanal, núm. 664, 19 de julio de 2010. Reproducida con permiso de la directora.

lunes, agosto 02, 2010

"Que la prensa no venga a calentarnos la plaza." Entrevista con Diego Enrique Osorno


“Que la prensa no venga a calentarnos la plaza”.
Entrevista con Diego Enrique Osorno


Por Ariel Ruiz Mondragón

Sinaloa es la entidad del país que ha tenido fama de ser cuna de importantes jefes del narcotráfico y bastión del cultivo de drogas. Efectivamente, allí se puede rastrear, al menos desde la década de los veinte del siglo pasado, un incipiente comercio de sustancias psicotrópicas con la presencia de inmigrantes chinos, mercadeo que se fue extendiendo y que se vio multiplicado con la prohibición de la mariguana en Estados Unidos en 1937.

En adelante el tráfico de drogas ilícitas creció en el estado, el que ha tenido usos políticos distintos a través del tiempo: desde el fortalecimiento de la oposición a la política agrarista de Lázaro Cárdenas, hasta ser utilizado como coartada para reprimir movimientos opositores y ocultar problemas sociales.

Una buena narración de ese periplo se encuentra en el libro El cártel de Sinaloa. Una historia del uso político del narco (México, Grijalbo, 2009), en el que, a través de la crónica y la entrevista, Diego Enrique Osorno da buena cuenta de las transformaciones que ha experimentado el narco sinaloense y la utilización que a su combate le han dado los gobiernos para reprimir disidencias.

“Soy de esos anticuados que aún piensan que el periodismo debe asumir una responsabilidad social”, dice Osorno. Y añade: “No veo este oficio como una plataforma para hacerme rico o famoso, sino como una herramienta para lograr que una sociedad pueda conocerse mejor entre sí, hacerse preguntas, debatirse y cuestionarse. Trato de hacer mi trabajo tomando en cuenta este sentido humanista”.

Con Osorno sostuvimos una conversación virtual en la que se trataron cuestiones como las aportaciones de su libro, los riesgos de la investigación, las manifestaciones y cambios culturales del fenómeno del narcotráfico y la apuesta guerrera de Felipe Calderón. También los beneficios que ha traído el narco, el ejercicio periodístico y el tratamiento que la prensa da al tema.

Osorno estudió periodismo en la Universidad Autónoma de Nuevo León, y ha colaborado en diversos medios, como Replicante, Nexos, Gatopardo y Letras Libres. Asimismo, colabora regularmente en Milenio semanal.

Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué escribir y publicar un libro como el tuyo?

Diego Enrique Osorno (DEO): En 2006, como reportero, me tocó dar cobertura periodística a sucesos que ocurrieron a la par de las campañas presidenciales, como la tragedia de Pasta de Conchos, las huelgas mineras en Lázaro Cárdenas (donde murieron dos trabajadores durante un asalto policial) y en Nacozari y Cananea, así como el operativo de represión en San Salvador Atenco y la rebelión en Oaxaca. Durante un año de mi trabajo viví directamente acontecimientos sociales importantes que ocurrieron mientras el país estaba volcado en un agitado proceso electoral.

Al año siguiente, un día de marzo de 2007, estaba a bordo de un camión blindado del Ejército, con un chaleco antibalas, recorriendo caminos de Tierra Caliente, Michoacán, en busca de narcotraficantes. El país de ese marzo de 2007 era el mismo que el de 2006, pero también era uno radicalmente distinto.

¿Cómo habíamos pasado de un escenario de evidente crisis social y política a uno en el que tema de la seguridad era predominante?, me pregunté mientras hacía ese viaje en el convoy militar. El libro El Cártel de Sinaloa, publicado por Grijalbo en 2009, es la respuesta que pude dar a ese cuestionamiento. A la par de mi trabajo en el diario Milenio, que me permite viajar por diversos lugares del país, durante ese par de años me dediqué a hacer la misma pregunta a empresarios acaudalados como Mauricio Fernández Garza, a campesinos alzados en armas como el comandante Ramiro del ERPI (q.e.p.d.), consultando a especialistas como Luis Astorga y Froylán Enciso y revisando documentos del Archivo General de la Nación. Decidí publicar el material que había reunido, luego de conseguir las memorias de Miguel Félix Gallardo, un narcotraficante clave en el proceso de creación de los cárteles de la droga, quien en sus escritos hechos en Almoloya, si bien no relataba con lujo de detalle los mecanismos de funcionamiento del mundo del narco, sí daba algunas señales importantes de un mundo donde abunda la mitología popular y escasean las versiones directas como la del propio Gallardo.

Escribí el libro porque sentía que tenía cosas nuevas que aportar sobre el tema; se publicó porque le interesó a mi editor Andrés Ramírez, quien sabe que el periodismo es un asunto de oportunidad. Y en este momento es muy notorio que en el país estamos bastante ávidos de información sobre lo que nos está sucediendo. Creo que mi libro es un libro raro sobre el tema del narco. No le escurre sangre y traté de que no fuera un narcocorrido grandote ni tampoco un reporte policial inverosímil. Quise mirar el mundo del narco con extrañeza, como me pondría a ver el mundo de la cacería en el país, si se me pidiera hacer un reportaje sobre este tema.

AR: Has dedicado buena parte de tu esfuerzo periodístico al narcotráfico. ¿Te han amenazado?, ¿te has sentido en peligro?

DEO: La verdad es que no he dedicado mucho de mi trabajo como reportero al tema del narco. En 2002 escribí algunos reportajes sobre el tema que causaron controversia en Nuevo León, pero no fue sino hasta 2007 cuando me involucré con mayor empeño.

He recibido algunas amenazas pero por fortuna ninguna de gravedad. Sí he estado en situaciones de peligro muchas veces, sobre todo en el proceso de recolección de información en territorios donde el Estado tiene una débil presencia y en los cuales reina el crimen organizado, pero hasta el momento, salvo un par de retenciones momentáneas, no ha ocurrido nada que lamente demasiado. Ojalá mantenga esa buena racha, aunque las condiciones actuales del país van reduciendo la buena suerte de los ciudadanos en general.

AR: Al principio del libro señalas que hay una narcocultura de los pobres, pero también hay una de los ricos, “de la cual se habla poco”, pero que también tiene su folclor. ¿Cuál es esa cultura y cómo se manifiesta?, ¿qué rasgos tiene en común con la de los pobres?

DEO: El libro empieza con unos enviados del Cártel de Sinaloa recorriendo plácidamente los pasillos de uno de los edificios donde los hombres más ricos de Nuevo León, y quizá del país, tienen sus despachos. También se cuenta cómo un empresario del nivel de Fernando Canales Clariond convive en fiestas con uno de los capos del grupo sinaloense. A ese tipo de cosas me remito cuando hago tal referencia.

La narcocultura de los ricos es la que rodea todo el aparato que permite que los empresarios del narco puedan lavar sus ganancias ilícitas en el sistema financiero legal, sin demasiados problemas. No sólo se habla poco de ella, sino que los esfuerzos de combate al narco parecen obviar esa realidad y vemos muy poco ímpetu oficial para combatir el lavado de dinero, el cual sin duda es el problema estructural del narcotráfico.

Cuando sea mayor el número de empresarios del narco detenidos que el de sicarios creeré que hay una voluntad real de solucionar el problema tan grave que es el narcotráfico en México.

AR: Ya sobre el cártel de Sinaloa: ¿existe uno solo, o son varios? Lo señalo porque, si es cierto aquel relato que rescatas de que Miguel Ángel Félix Gallardo llegó a dominar el tráfico de drogas incluso en el plano nacional, y que dice que después de caer preso repartió el territorio entre varios personajes, los cuales no tardaron en caer en disputas entre ellos y dividirse, parece que no ha habido la unidad requerida para hablar de un solo cártel. Incluso, como bien está contado en el libro, hace poco se dio el rompimiento y la guerra entre el “Chapo” Guzmán y “Mayo” Zambada, por una parte, y los Beltrán Leyva, por la otra. Así, en este caso, ¿ha habido, hay, una sola organización a la que se pueda llamar “cártel” (hasta donde yo sabía, palabra originalmente endilgada por el FBI y la CIA a los grupos de narcos colombianos) o se denomina como tal al grupo de capos, incluso enfrentados entre sí, cuyo origen es Sinaloa?

DEO: En el libro explico el origen de la palabra “cártel” citando a especialistas de la talla de Luis Astorga y Froylán Enciso, quienes, entre otros, se niegan a usarla, ya que consideran que no describe correctamente lo que nombra. También aclaro que sé que la DEA (no el FBI ni la CIA) fue la que empezó a usarla pero que también, de manera innegable, los propios grupos criminales la han retomado actualmente, al grado de que tú ves hoy en día en Tamaulipas convoyes de camionetas con el logotipo “Cártel del Golfo”, y ves también personajes cercanos del narcotráfico sinaloense hablar del cártel de Sinaloa. Como muchas veces sucede, una palabra del vocabulario técnico oficial pasó a ser arraigada popularmente. Éste es el caso de la palabra cártel, que hoy en día sirve para nombrar a una coalición de grupos criminales que tienen en común algo, ya sea un apellido (Cártel de los Arellano Félix, Cártel de los Beltrán Leyva) o una principal zona de operación (Cártel de Sinaloa, Juárez).

Precisamente creo que tras la lectura del libro un lector puede tener elementos para saber que el Cártel de Sinaloa, más que una organización jerárquica, compenetrada y bien definida, se trata más bien de una coalición coyuntural de intereses sinaloenses en el mundo del narco.

AR: En el libro haces algunas afirmaciones que quedan apenas esbozadas. Por ejemplo, cuando murió el “León de la Sierra”, Pedro Avilés, uno de los grandes capos de Sinaloa, señalas que la mafia agrícola empezó a transformar su estilo y riqueza, “dando un enorme salto cultural”. ¿En qué consistió éste, y que consecuencias tuvo?

DEO: Tras la muerte del “León de la Sierra”, quien principalmente comerciaba mariguana, aparece como una figura relevante Miguel Félix Gallardo, el cual empieza a comercializar no sólo la mariguana y el opio sembrados en las rancherías sinaloenses, sino también un nuevo producto: la cocaína, el cual requiere de alianzas comerciales más sofisticadas, ya que ésta es enviada desde Colombia. La muerte del León de la Sierra simboliza también la muerte del narcotraficante como personaje del mundo rural y campesino, y le va dando elementos nuevos al perfil del narco, más de corte empresarial que del campesinado. No creo que la afirmación esté apenas esbozada. Son dos los capítulos, uno de ellos muy largo, los que le dedico a Félix Gallardo, y en los cuales, creo, se muestra este enorme salto cultural.

AR: Más adelante dices que Ernesto Fonseca Carrillo, Rafael Caro Quintero y Miguel Ángel Félix Gallardo, así como sus operadores, “son una generación que le dio un giro al negocio de las drogas ilegales”. En el mismo sentido de la pregunta anterior, ¿cuál fue ese giro?

DEO: En el libro se relata, gracias al análisis de Paul Gootenberg, cómo cambia el mapa del comercio trasnacional de las drogas cuando Chile y Cuba dejan de ser los principales países protagonistas del tráfico a Estados Unidos. Debido a la mano dura de la Revolución cubana y de la dictadura de Pinochet, se cierra esa ruta y aparece Colombia como nuevo proveedor de cocaína en lugar de Chile, mientras que México reemplaza a Cuba como país de tránsito. En medio de esas modificaciones, Fonseca Carrillo, Caro Quintero y Félix Gallardo se convierten en los hombres importantes en México del tráfico de drogas a Estados Unidos, en especial la cocaína, que en los ochenta se consolida como moda reemplazando a la mariguana.

AR: Sobre el asunto ético, que discute en el prólogo Froylán Enciso, quien propone reinventar la moral “incluyendo las voces silenciadas, e incluso las criminalizadas, para reincorporarlas al humanismo”. Como ejemplo de esas voces pone fragmentos del diario de Miguel Ángel Félix Gallardo, de las que “es difícil evitar sorprenderse”. Lo que yo leo en el diario de ese capo y en las respuestas al cuestionario que le enviaste me da, más bien, la idea de un personaje astuto que reproduce el discurso del político mexicano promedio, en mi opinión: las evasivas, la denuncia reiterada —no puede ser de otra forma— de la impunidad y la injusticia social, excelentes deseos repetidos mil veces para combatir la violencia, etcétera. Como remate, basta leer lo que dice acerca de un criminal del tamaño de Pablo Escobar Gaviria, del que poco falta para que haga la apología. ¿Tú consideras que voces como esas pueden servir para “reinventar la moral” y “reincorporarlas al humanismo”?

DEO: Uno de los problemas que suele haber en el análisis de los fenómenos del narco —y de muchos otros temas— es el de dar por sentados varios hechos de los cuales no necesariamente tenemos constancia. Lo que dice Félix Gallardo, a tu juicio, es lo que esperarías que dijera un narco, pero después de conocer las memorias de él que vienen publicadas en el libro ya no tienes una creencia, sino una certeza. Y tu opinión de que reproduce el discurso del político mexicano promedio no se trata ya de una elucubración, sino de un análisis que parte de un testimonio real al cual pudiste acceder y el cual puedes referir a la hora de hacer un análisis. Creo que fundamentalmente a eso se refiere un académico tan riguroso como Froylán Enciso en su prólogo, donde reivindica la necesidad de conocer lo que piensan los narcos.

Desde mi punto de vista, el testimonio de Félix Gallardo es valioso además por los datos concretos que arroja y que a ti quizá no te parecieron relevantes pero que, creo, sí lo son, tal y como su versión sobre la creación de los cárteles de la droga, la cual, dice, fue hecha por un jefe policial y no por él, tal y como se había venido afirmando, en este ritual de dar como verdades las creencias. En este libro traté de no ser un mitólogo más del narco, a riesgo de reproducir citas enormes de algunos personajes como Félix Gallardo, que en algún momento pudieran aburrir al lector.

Creo que incluso en los lugares comunes que usa Félix Gallardo para explicar su papel nos deja ver muchas de las claves del fenómeno del narco. Las voces de los criminales nos sirven para entender mejor el funcionamiento de nuestra sociedad, sin duda alguna. Obviamente, dar voz y atención a un criminal acaba por mostrar los rasgos humanos del analizado, aun y cuando éste sea alguien despiadado y con poco aprecio por la vida. También estuve consciente de ese riesgo.

AR: El último capítulo está dedicado al uso político de la guerra de Felipe Calderón contra el narco. Mencionas como contexto varios conflictos políticos y sociales, como el movimiento obradorista, Atenco, Oaxaca, la disputa por el sindicato minero y la Otra Campaña del EZLN. Pero me parece que el Presidente lo hizo también sobre terreno abonado. En este sentido, yo también utilizaría como contexto muy directo de seguridad pública otros datos que aportas páginas más adelante: el narco había provocado 500 muertes en Michoacán en 2006, y de enero a junio de 2008 se estima entre 15 mil y 17 mil el número de personas ejecutadas al estilo de la mafia. ¿No te parece que, con este contexto y en un momento crítico fue una buena apuesta política de Calderón?

DEO: Fue una medida pensada a corto plazo y sí, efectivamente, dio la apariencia de ser una buena apuesta política en un principio, pero ahora es evidente que se trató de un grave error, debido a la falta de estrategia para encarar la problemática. Como bien lo sugieres, Calderón realmente no quería acabar con un problema como el del narco, quería obtener la gobernabilidad que estaba en riesgo al inicio de su administración. Y si revisas los sondeos de opinión de los primeros meses del gobierno de Calderón, cuando hay unas 4 mil muertes violentas, la gente lo respalda abiertamente en su supuesta cruzada contra el narco; pero un año y medio después el diario Reforma hace otro sondeo en el que se ve que mientras aumenta el número de muertes baja la aprobación de la ciudadanía. Hoy ni se diga. Incluso hasta el círculo rojo y muchos de los cercanos al presidente Calderón cuestionan esta calamitosa política pública. Gobernar con la sangre, la historia lo dice, siempre acaba mal.

AR: Se ha señalado una falta de estrategia de comunicación del gobierno para enfrentar las políticas propagandísticas del narcotráfico. Parece que el gobierno federal sí ha tenido una estrategia al respecto, pero más bien para opacar problemas sociales y políticos. ¿Cómo la describirías?

DEO: No entiendo bien la pregunta pero supongo que tiene que ver con la anterior, en cuanto a la colocación del tema del narco en la agenda pública prioritaria por encima de otros temas como el del empleo que tanto invocó en su campaña el presidente Calderón, o bien, sobre las protestas de Andrés Manuel López Obrador y sus seguidores, las cuales hoy no parecen nada amenazantes como sí lo llegaron a ser en los primeros meses del gobierno de Calderón. No sé cómo describir esa campaña de comunicación. Acaso podría decir que actualmente se encuentra en crisis y que fue ideada por una administración desesperada.

AR: ¿El narcotráfico ha dejado algún beneficio a la sociedad mexicana, especialmente la sinaloense?

DEO: Qué interesante pregunta. En el libro menciono algunos pasajes de Lázaro Cárdenas con “El Gitano”, un pistolero que mató a un gobernador de Sinaloa durante un carnaval de Mazatlán. Lázaro Cárdenas, quien legalizó la mariguana durante unos meses y luego echó marcha atrás ante la presión de Estados Unidos, era de los que creía que la mariguana ayudaría a equilibrar la balanza comercial entre México y Estados Unidos y que provocaría una mayor independencia económica del país.

Hoy en día, el negocio de las drogas ilegales es una fuente de riqueza inmensa que al igual que deja una estela terrible de dolor, muerte e impunidad a lo largo del territorio nacional, pero también es cierto que provoca una derrama económica enorme. Así como alguien se preguntaba lo que ocasionaría aquí el que 20 millones de nuestros compatriotas no pudieran irse a Estados Unidos a conseguir un trabajo y enviar dinero para mantener a sus familias en el país, sería interesante hacerse el ejercicio de preguntar sobre lo que ocurriría si no existiera el negocio de las drogas en México, ¿de qué viviría esa enorme masa que ahora depende de esta enorme economía ilegal?

AR: Al final del libro aseveras lo siguiente: “No veo cómo un reportero pueda tener credibilidad si no tiene principios e ideas políticas en torno a la situación actual. Quienes dicen carecer de ideas políticas porque son imparciales, mienten. En un momento como el actual es perverso que haya quienes invoquen esa pretendida inocencia”. En ese sentido, ¿no te parece que otro riesgo del periodista es convertirse en militante de “buenas causas”?

DEO: Siempre existe el riesgo de que un reportero que realiza ese proceso de inmersión total necesario para contar una historia periodística acabe devorado por ésta. Hoy en día pareciera que hay dos tipos de periodismo: el veloz, que busca colocar un pequeño dato informativo lo más pronto posible en la galaxia informativa, y el otro, que hasta parece anticuado, en el cual el reportero se involucra, convive, pregunta, conoce muchas versiones, siente, se contradice y, por la naturaleza de su misión, está expuesto a salir con más confusiones que certezas, y luego equivocarse. Ése es uno de los riesgos de este oficio, quizá un riesgo mayor que el de las balas de los narcos, pero creo que hay que asumirlo y encararlo. El compromiso y la militancia es con la historia que se quiere contar. Lo demás es cosa de políticos.

AR: También tomando la anterior cita de tu libro, ¿podrías hacer más explícitos tus principios e ideas políticas que, creo, sustentan este libro y tu trabajo en general?

DEO: Es muy simple. Soy de esos anticuados que aún piensan que el periodismo debe asumir una responsabilidad social. No veo este oficio como una plataforma para hacerme rico o famoso, sino como una herramienta para lograr que una sociedad pueda conocerse mejor entre sí, hacerse preguntas, debatirse y cuestionarse. Trato de hacer mi trabajo tomando en cuenta este sentido humanista. No lo hago de forma automática o inconsciente. No soy una máquina.

Aunque quizá suene chocante, para mí el periodismo no se trata de un asunto profesional, sino de algo hasta algo personal. Tengo 29 años y la mitad de mi vida, desde muy chico, he estado metido de lleno en el fascinante mundo de las redacciones, de los billares o bares donde los periodistas viejos se reúnen a rumiar, de los intentos cotidianos de hombres poderosos en tratar de cooptar conciencias abiertamente o a través de actos disimulados, de toda esa adrenalina por conseguir información reveladora, de esa frustración por no conseguirla y de la solidaridad inmensa que se da entre reporteros durante coberturas difíciles.

AR: En el libro también recurres a las notas de prensa de hace décadas, por lo que conoces cómo era cubierto el problema desde sus orígenes. A grandes rasgos, ¿cómo ha sido el desarrollo de la cobertura que la prensa mexicana ha dado al narcotráfico?

DEO: El tema del narco era uno de los muchos que eran poco reflejados en las páginas de los periódicos durante la era más importante del PRI. Entre los cincuenta y finales de los noventa, cuando el sistema priista era aún muy eficiente en su control autoritario, son escasas las noticias sobre el tema. Durante la Operación Cóndor, lanzada por México a presión de Estados Unidos en los setenta en Sinaloa, hubo algunos reportajes amplios y crónicas, pero obviamente éstos se hacían en el marco de interés que tenía en ese momento el gobierno.

Creo que una de las cosas que también refleja esta “guerra del narco” es precisamente esa falta de pericia periodística para abordar el fenómeno del narco, pese a que éste ya lleva decenas de años existiendo. No hay semana en la que no me reúna con colegas a preguntarnos qué diablos debemos hacer o no hacer para cubrir tal o cual suceso. Como, por ejemplo, lo que pasa hoy en la frontera de Tamaulipas. Todos sabemos que ahí está ocurriendo una guerra pero no hay ningún enviado dando seguimiento. El último reportero que lo intentó, un gran amigo mío, estuvo secuestrado por una de las bandas de la droga, con esposas y una bolsa negra en la cabeza, en una casa de seguridad. Los narcos lo soltaron y le dijeron que transmitiera un mensaje: “Que la prensa no venga a calentarnos la plaza”.

AR: Haces un recorrido histórico en episodios y sin seguir un orden cronológico riguroso, pero ofreces un buen panorama de lo que ha sido el narcotráfico en su principal plaza en el país, así como las respuestas que el gobierno le ha dado en tres etapas principales: la de los años setenta, la de 1988-1989 y la actual. En este sentido, ¿piensas que el proceso de democratización del país ha traído cambios en el combate al narcotráfico?

DEO: Inicialmente había acomodado los capítulos del libro en orden cronológico, pero en la etapa final decidí, a pesar de que algunos amigos me recomendaron que no lo hiciera, que era mejor intercalar episodios del presente con el pasado, para darle una especie de ritmo especial a la historia del grupo que se está contando. Una de las cosas que obviamente trato de reflejar es ese cómo la bipartidización del país (más que democratización) alteró los códigos del narco.

AR: Hay un signo esperanzador mencionado en el libro, del que quiero que amplíes la información. En un pueblo del municipio de Badiraguato existe una escuela, el Centro de Estudios Justo Sierra, que es un avanzado proyecto de educación comunitaria. ¿Cómo surgió?, ¿quiénes estudian allí?, ¿cómo se financia?, ¿qué lección sacas de allí?

DEO: Sururato es una comunidad enclavada en la mera zona de Badiraguato donde se concentra la siembra de mariguana y adormidera, y de donde suelen ser muchos operadores importantes del narco en México y en Estados Unidos. La lección de Sururato, donde con financiamiento público y de fundaciones se dan hasta doctorados, es la de que es posible que existan opciones en una zona que habitualmente describimos como bastión del narco.

*Entrevista publicada en Replicante, junio de 2010. Reproducida con permiso del editor.