Retrato del horror de Iguala
Entrevista con John Gibler*
Ariel
Ruiz Mondragón
Los
hechos ocurridos en Iguala en la noche del 26 al 27 de septiembre de 2014 aún
son motivo de investigación, discusión y confusión por las distintas y
encontradas versiones que se han dado acerca de ellos.
Por
lo anterior resulta muy importante dar a conocer lo que vivieron aquellos días
las principales víctimas de los hechos: los estudiantes de Ayotzinapa que
sobrevivieron a aquella noche de crueldad. Esto es lo que ha hecho John Gibler
en su libro Una historia oral de la
infamia (Grijalbo, Sur +, 2016), en el que engarza diversos testimonios
para dar un panorama general de lo ocurrido.
Replicante
charló con Gibler, quien es graduado en la London School of Economics y fue
profesor visitante en la Universidad de Hampshire. Periodista de investigación,
reside en México desde 2006. Autor de al menos seis libros, ha colaborado en
medios como Left Turn, Z Magazine, In These
Times, Common Dreams, Yes! Magazine, ColoLines, Democracy
Now!, Milenio Semanal y Contralínea.
Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué escribir
y publicar un libro como el suyo?
John Gibler (JG):
Antes que nada, para simplemente buscar la verdad de qué sucedió en Iguala la
noche del 26 al 27 de septiembre de 2014. Digamos que podríamos identificar dos
fases de este trabajo: la primera, en los días iniciales cuando llegué para
empezar a entrevistar a sobrevivientes y conocer qué había sucedido. Fue la
primera semana de octubre de 2014, cuando no se entendía nada, ni los hechos básicos.
Entonces allí empezó el trabajo: para simplemente saber qué pasó aquella noche.
Segunda:
¿por qué publicarlo en forma de libro, si ya publiqué una crónica larga en
diciembre de 2014? Dije: “Todavía hay más elementos, más ángulos que urge tratar”.
Me costaba mucho tiempo simplemente encontrar el mayor número de sobrevivientes
posible, de diferentes escenarios de los ataques de esa noche: normalistas, miembros
de los Avispones, periodistas, gente del basurero, etcétera.
Cuando
ya tenía casi un año de trabajo, de entrevistas y las transcripciones, me
pregunté: “¿En qué forma contar esa historia?”. Y pensé: “En una forma de
historia oral, porque las puras historias directas, los puros testimonios
narran de una forma intensa, y no hace falta que yo escriba nada”.
Mi
trabajo fue ir a buscar y escuchar, y después estructurar las entrevistas de
una forma que constituyera un libro que atrapara al lector, y que lo haga,
dentro de lo posible, sentir algo de lo que vivieron estas personas.
AR: ¿Qué posibilidades y qué
limitaciones le dio ahorrar su voz en el libro? Aparece sólo dos veces muy
claramente: en la introducción y cuestionando brevemente al médico que le negó
atención a los normalistas en el hospital privado.
JG:
La posibilidad de dar el mayor enfoque posible en la voz directa de las
personas que estuvieron allí. Sí aparezco dos veces: la primera vez es para
decir “esto está hecho a base de entrevistas, de tal fecha a tal fecha, algunos
pidieron anonimato o seudónimos, lo cual se ha respetado. Esa es mi manera de
ser honesto con los lectores y decir: yo hablé directamente con cada una de
esas personas”. O sea, yo no saqué nada de YouTube ni de otras entrevistas que
hicieron otros colegas ni de expedientes. Cada texto de aquí implicó que yo estuviera
frente a frente con un ser humano, con esas personas, simplemente escuchándolos
y haciéndoles preguntas. Y eso es lo que comparto: el ejercicio de ir y de
escuchar.
En
el otro momento sí me incluyó, porque me pareció simplemente una escena tan
relevante, tan terrible, donde para mí los principales protagonistas son
Marcela Turati y el médico; yo estaba en medio, como abrumado, apuntando todo
en mi libreta, pero él dijo algo que me hizo enojar tanto que le hice una
pregunta que para mí parecía exageradísima, y ya ves la respuesta.
AR: ¿Cuáles fueron las principales
dificultades y retos que le planteó esta investigación? Por ejemplo, no era tan
fácil ganar la confianza de los entrevistados.
JG:
En primer lugar, acercarme a ese epicentro del horror: pisar Iguala, ir a las
fosas clandestinas, a Cocula en un momento en que los halcones te seguían a cada cuadra. Allí se respiraba cobardía,
horror e impunidad.
Eso
sí fue un reto grande que tuve que enfrentar. Posiblemente pueden pasar cosas
muy fuertes aquí, pero yo voy a escuchar, a seguir y a acompañar.
Acercarme
a los papás fue muy difícil, no porque ellos me pusieran algún tipo de barrera
sino que yo los veía en un dolor tan crudo, tan intenso, tan terrible, que en
los primeros meses no quise pedirles entrevistas. Dije: “Ahora no, buscan a sus
hijos, y cuando quieren comunicar algo a la prensa llaman a una conferencia y
hablan. Allí voy a estar yo grabando”.
Ya
mucho tiempo después, cuando ya había también más confianza porque me habían
visto tanto tiempo, empecé a pedirles entrevistas, y aquí hay algunas. También
hay una especie de entrevista con uno de los padres, que es don Mario González;
en una ocasión yo estaba parado afuera del Palacio de Justicia del estado, con
mi libreta y grabadora en mano, y cuando él salió tan enojado de una reunión
con el gobernador y me vio nada más parado allí, se me acercó y empezó a
contarme todo. Yo ni le hice preguntas: él traía las ganas y la rabia de contar
lo que había sucedido, y yo lo grabé. Al día siguiente lo vi en una marcha, y
como ya habíamos tenido ese contacto directo, me atreví a acercarme y decirle:
“¿Me puede contar algo más de lo que sucedió ayer?”. Y me volvió a compartir.
Esas dos transcripciones están en el libro.
Después
de las primeras entrevistas con sobrevivientes, me presenté ante el comité
estudiantil, les entregué ejemplos de mi trabajo, libros y textos impresos de
crónicas en revistas, y pedí permiso para hacer una reunión con todos los
sobrevivientes para poder volver a presentarme ante ellos colectivamente y solicitar
las entrevistas, lo cual aceptaron. Organizamos esa reunión, me presenté ante
ellos, y la gran mayoría dijo que sí, y empezamos a organizar ya de una forma
estructurada las entrevistas uno por uno.
AR: ¿Cómo escogió a sus
entrevistados? Además de normalistas y padres de familia, buscó al doctor de
la clínica, a empleados del basurero de Cocula y a muchos otros. Pero ¿a las
autoridades, al director de la escuela de Ayotzinapa, o incluso a algunos de
los inculpados por los hechos?
JG:
Entrevisté a varios policías estatales, al director de la escuela de
Ayotzinapa, a varios maestros, a regidores y funcionarios de Iguala. Esas
entrevistas no las incluí en este libro. Aquí yo quiero enfocar la mirada en
las personas que sufrieron los ataques, pero también hay que ser sincero: en
las entrevistas, la mayoría de los oficiales me mintieron descaradamente. Sí
podría tener un valor periodístico; por ejemplo, tengo a un comandante de la
Policía Ministerial parado enfrente de las fosas de La Parota en Iguala, creo
que fue el 4 de octubre, diciéndome: “Allí están 17 de los normalistas quemados;
los demás ya regresaron a sus casas”. Una mentira bárbara, descarada, evidente;
yo hasta le dije: “No puede ser: si ya hubieran regresado sería una noticia
mundial”. Me dijo: “Ya vas a ver ahorita que regreses, donde haya señal, que ya
regresaron”. Así, con tal descaro, me mintieron.
Eso
tiene un valor periodístico, pero aquí no: en este libro no quiero que hablen
las mentiras sino las verdades, y son, para mí, lo que vivieron las personas en
la calle aquel día.
No
es de que no entrevisté a otras personas sino que yo decidí que en este libro
van las voces de los sobrevivientes y de las familias con muy pocas
excepciones, como el médico, porque dije: “Aquí quiero retratar el horror”.
También están las de los trabajadores del basurero porque ellos son personajes
clave porque trabajaron ese día y no había nada. Y hay dos documentos que cito
brevemente, del Equipo Argentino de Antropología Forense y GIEI, simplemente
para darle contexto a lo que era la versión de Cocula.
AR: ¿En qué medida estaban
informados los estudiantes de Ayotzinapa de lo que iban a hacer y de la
situación? Se comenta que no sabían bien a bien de qué se trataba, se les llamó
a la actividad, que era un boteo; por allí alguno menciona que iban a
secuestrar autobuses, pero que el Comité se lo guardaba.
También ya habían pasado asuntos
graves en Iguala, lo que incluye el asesinato de un líder social, Arturo
Hernández, que no tenía mucho tiempo de haber sido cometido. ¿La gente de la
Normal no estaba informada de eso, del vínculo del narcotráfico con el gobierno
municipal, por ejemplo?
JG:
La mayoría de los estudiantes que iban en los dos camiones Estrella de Oro que
salieron de la Normal alrededor de las cinco y media de la tarde del día 26 de
septiembre eran de primer año; llevaban apenas dos meses allí. En muchos casos,
ese viernes había sido su primer día de clases, y muchos de ellos jamás en su
vida habían pisado Iguala, no sabían ni quién era el alcalde ni qué relación
tenía con el tráfico de drogas ni nada.
Allí
se ven dos cosas, que son de la estructura estudiantil: tienen una estructura
vertical, tienen comité de lucha y tienen base. El primero decide en asamblea
qué se elige, decide qué acciones, manda y la base sigue. Ellos llaman a
actividad; muchos, como dice el libro, ni siquiera sabían en qué iba a
consistir la actividad. Algunos sabían, pero otros no.
Hubo
caos en eso, porque, por ejemplo, ellos no hicieron una lista de quiénes iban;
ni el GIEI ni los estudiantes tienen una lista completa, exhaustiva, de quiénes
iban en esos dos camiones. Varios estudiantes sobrevivientes llegaron a la
Normal la tarde del 27, allí llegaron sus papás y se los llevaron a casa.
Muchos regresaron para después estar en todo el proceso de lucha, pero algunos
no. Por eso no hay una lista al ciento por ciento completa de quiénes iban en
esos dos primeros camiones.
Claro
que hubo algo de caos o descontrol en la actividad, pero hay que tener mucho
cuidado con que esos jóvenes iban a pensar que los iban a atacar, matar,
mutilar y desaparecer.
Algo
que ves con los estudiantes de segundo año, que ya tenían algo de práctica, es
que todos dicen: “Siempre nos enfrentamos con la policía, es parte de esto.
Pero nosotros les gritamos: ‘Somos estudiantes de Ayotzinapa, no traemos
armas’, y los policías bajan sus armas, los regañan, les dicen ‘chavos: así no,
no pueden hacer esto”, y se van, o, en algunos casos los detuvieron y les
dieron un par de golpes. Pero todos dicen: “Nosotros jamás nos imaginamos que
iba a suceder una cacería, una matazón y la desaparición forzada masiva”.
Hay
que tener mucho cuidado: por un lado hubo caos y desmadre, por decirlo así, lo que
ellos mismos cuentan, pero eso no implica, para mí, ninguna responsabilidad en
los hechos. ¿Quiénes son responsables? Los policías que los atacaron, y toda la
estructura de autoridad que participó en el ataque o que se quedó parada y dejó
suceder el ataque.
AR: De lo que ha investigado, la
toma de los camiones era una actividad normal, que se hacía año tras año, pero
de esto resulta una cacería, como dice. En un testimonio, Édgar Jair dice:
“Nosotros sabíamos que no nos podían disparar porque nosotros somos
estudiantes”. Un padre recuerda una frase clave: si fueran gente mala no irían
desarmados. Entonces, ¿por qué fueron estos ataques? Uno de los estudiantes
dice: “A mí me tocó que me dieran un balazo, me fue mejor que a los que
desaparecieron”. ¿Por qué ocurrió este ataque tan grave? ¿Por qué no hacer como
en Chilpancingo, que los bajaban de los camiones y se los quitaban? ¿Por qué
fue tan desmesurada esta acción, que es un escándalo mundial? ¿A qué se debió
tanta sevicia?
JG:
No tengo ninguna explicación. Quienes saben por qué tanta desmesura, tanta saña
son quienes lo hicieron. Hasta el momento solamente tenemos declaraciones de
algunos inculpados hechas, al parecer, bajo tortura.
Hay
una hipótesis del GIEI: que uno de los camiones que los estudiantes agarraron
traía algo, según un cargamento de droga y de dinero en efectivo. Eso lo
proponen como una línea de investigación que hay que seguir para poder explicar
por qué tanta escalada de violencia, tanta saña, tanta crueldad.
Lo
que queda más que claro y lo que se evidencia en este libro es que en esa noche
no hubo ninguna confusión: no confundieron a los estudiantes de Ayotzinapa con
un grupo rival del crimen organizado. Eso es absurdo, patético, ridículo.
Jóvenes pelones, en playera y huarache secuestrando camiones: así no se mueven
quienes controlan el negocio multimillonario del trasiego de drogas, como todo
el mundo sabe. Uno que vive en esas zonas sabe cómo se mueven esos señores: en
patrullas, con armas largas, no se mueven desarmados y con huaraches. Esto es
lo que comentaba el papá.
Los
hechos muestran verdades: iban desarmados, en huaraches, en camiones porque son
estudiantes de Ayotzinapa que querían unos autobuses para sus actividades, para
ir a la marcha del dos de octubre y después hacer sus observaciones escolares
en la montaña de Guerrero.
Quienes
los atacaron, en coordinación con policías municipales, fueron los estatales,
federales y hombres armados vestidos de civil. El Ejército observó y dejó
suceder, y solamente llegó a la clínica Cristina para regañar a los estudiantes
y hablarles de buenas calificaciones. Un joven estaba desangrándose al borde de
la muerte, y los soldados estaban hablando de buenas calificaciones.
Sería
irresponsable decir el porqué. Ese fue el enfoque de este trabajo: antes de
llegar a poder enfrentar la pregunta del porqué, es obligatorio enfrentar
primero la pregunta ¿qué sucedió?, porque el Estado nos ha dado una versión que
simplemente no corresponde en nada con los hechos, con las experiencias de los
sobrevivientes ni con ninguna de las investigaciones independientes serias.
Para
llegar al porqué primero tenemos que esclarecer al último detalle el qué; después,
cuando haya una verdad completa, podemos preguntarles a los perpetradores, en
toda la cadena de mando (no solamente los policías municipales sino los
estatales, federales y sus mandos, y los políticos que están vinculados): ¿por
qué, cabrones?
AR: Todavía está por desbrozarse el
qué pasó, pero de lo que presenta en el libro y del trabajo que hashecho, ¿le
encuentras un matiz político a estos hechos? Si se llevaban los camiones no
pasaba nada, si se los quitaban no ocurría nada, si venían a la marcha del 2 de
octubre tampoco.
JG:
La manera en que varios protagonistas de los ataques los identificaron como
estudiantes de Ayotzinapa. El joven que recibió el balazo en el brazo cuenta
que les decían “pinches ayotzinapos, si traen tantos huevos que se vea”.
Entonces sabían exactamente quiénes eran estudiantes de la Normal. Hay un
director del hospital de Iguala que le dijo “pinche ayotzinapo, te hubieras
muerto”.
Sabían
exactamente quiénes eran, entonces también a lo mejor hubo un contenido de
clasismo, de rencor social, antimovimiento popular en el ejercicio de esa
violencia. Pero eso todavía hay que esclarecerlo: ¿qué motivó ese operativo
gigante y atroz de la muerte?
AR: Uno de los más espeluznantes
testimonios es el del doctor de la clínica privada Cristina, que llegó y les
dijo a los estudiantes que estaba bien que los mataran y que los incineraran.
Él se presentó a revisar sus pertenencias, se negó a brindar auxilio, no ayudó
ni a llevar al herido al taxi. ¿Qué nos dice eso de la sociedad?
JG:
Nos muestra el peligro intenso de dejarnos caer en el discurso oficial que normaliza
la violencia. Para ese doctor un acto de romper una ventana, de desangrarse en
el piso de su clínica o de agarrar un camión le representa una criminalidad que
merece mutilaciones, matanzas, desaparición forzada.
Para
él es más normal pensar en una desaparición forzada masiva de jóvenes que en
una ventana rota. Eso te habla de una enfermedad social peligrosísima. Yo sí
creo que hay un contenido de clasismo y racismo allí: él es un médico de la
clase media alta que está hablando de jóvenes de las comunidades más marginadas
del país, para quienes la única manera de hacerse escuchar es bloqueando una
carretera, la única forma de realizar sus prácticas universitarias es
secuestrando un camión porque la escuela no tiene y ellos tampoco tienen
presupuesto para trasladarse en camiones de empresas privadas.
Esa
escena, para mí, muestra una de las caras profundas de la masacre: ese ser
humano y además médico, en su oficina tiene un cuadro de Rembrandt del regreso
del hijo pródigo. Imagínate: la imagen del concepto católico del perdón, y él
hablando de “sí, masácrenlos”.
AR: ¿Qué nos dice de la cara
opuesta, de la solidaridad, por ejemplo, de personas que les permitieron pasar
la noche en su casa a algunos estudiantes, en sus patios, en sus techos, hasta
esta trabajadora social del Semefo que les dijo que tuvieran ánimo y fuerza
para denunciar? Esto en el marco de que había policías y militares que no
hicieron mayor esfuerzo para ayudarlos.
JG:
Estos destellos de luz son tan importantes para que tampoco caigamos en la
desesperación. Es ver que en los momentos más crudos, más peligrosos salieron
personas de sus casas a ayudarlos, aunque otras personas no. Una enfermera
militar le salvó la vida por segunda vez al joven que recibió el balazo en el
brazo porque regresaron por él, y ella mintió y les dijo “sus compañeros ya lo
sacaron de aquí, ya no está”. Y fue ella quien le dio atención médica.
Entonces
hay momentos que sí son muy importantes para también recordar que en estos
contextos tan terribles, en esos momentos de tanto terror, todavía alguien se
puede parar frente a esa maquinaria del terror y ser solidario, ser buena
persona y ser, simplemente de corazón abierto.
AR: Aquella noche se observó que
los cuerpos de seguridad, en el mejor de los casos, no hicieron nada; hubo
federales, municipales, estatales, soldados (cuya actuación indolente parece que
ya fue ganancia). Pero desde la madrugada del 27 de septiembre llegaron los
ministeriales, que son los que empezaron a ayudar a los estudiantes, a
recogerlos, e incluso a detener a algunos municipales. ¿Cómo se explica esto?
JG:
Sí hay testimonios de la participación de la Policía estatal en dos diferentes escenarios:
sobre el Periférico, cuando los 14 estudiantes iban buscando juntarse con sus
compañeros sobre la calle Álvarez, los encapsularon varias patrullas (entre 8 y
9) de municipales, estatal y protección civil, y en otro momento el
sobreviviente del balazo comentó que él vio policías federales y estatales en
la escena del Estrella de Oro.
Pero
ahora sabemos, por el segundo informe del GIEI, que la Policía Ministerial
tenía la orden de resguardar sus instalaciones. Entonces parece que quien menos
participó a nivel masivo fue la Ministerial. Entonces a ellos los podían sacar
a hacer este trabajo de recoger a los estudiantes a la luz del día, ya con la
prensa presente, y llevarlos al Palacio de Justicia.
¿Qué
interpretación darle? Allí está la descripción de los hechos: al parecer la
Ministerial fue la que menos participó, y fue la que sacó a los estudiantes.
Obviamente
a la Policía de Iguala no la podían llamar a ayudar a los chavos después de que
los habían estado masacrando y desapareciendo toda la noche. Entonces los
ministeriales eran la única fuerza pública que podían mandar con esa tarea.
AR: Ha habido informes del GIEI, de
la CNDH, de la PGR, del Grupo Argentino de Forenses, hay mucho trabajo
periodístico sobre lo ocurrido aquella noche. Sin embargo el asunto parece cada
vez más embrollado. ¿En qué estado del conocimiento de la verdad de aquellos
hechos nos encontramos?
JG:
Tenemos mucha información sobre lo que sucedió entre las 21:00 y las 00:30 en
las calles de Iguala. Donde hay un sesgo, una ausencia brutal de información,
es qué sucedió con los 43 de las 11 de la noche en adelante, cuando los
policías se los llevaron en las patrullas de dos diferentes lugares. También
tenemos ubicado a Julio César Mondragón corriendo de esta segunda balacera
sobre la calle Álvarez, tenemos algunos testimonios de estudiantes escondidos
en terrenos baldíos que escucharon gritos de terror y pidiendo ayuda, y después
no sabemos qué sucedió con él hasta que fue encontrado su cadáver ya mutilado
en tempranas horas de la mañana.
Allí
es donde urge seguir con la investigación para conocer la verdad. Tristemente,
creo que la estrategia oficial ha sido encubrir y enlodar. Esa confusión que
dices yo no creo que sea un accidente sino hecha a propósito, en muchos lugares
a través de supuestos periodistas y columnistas que publican con una facilidad
tremenda mentira y media sin ningún respaldo, ninguna fuente ni ninguna
investigación para decir “fulano es narco, sutano está involucrado con tal
grupo del crimen”, o simplemente descalificar al GIEI diciendo que no hizo
nada.
Pero
quienes no están haciendo nada son esos columnistas, en cuyos textos nunca vas
a ver un análisis concreto, un debate sobre hechos. Cuando dice “aquí, en el
puente del Chipotle, hay testimonios de la Policía Federal, de estas
patrullas”, de eso no discuten. Simplemente quieren tirar lodo y sembrar
confusión y mentir como expertos que son.
Eso
no quiere decir que no podamos o no tengamos que seguir como periodistas, como
sociedad, como humanidad, trabajando para alcanzar la verdad.
AR: Recupera el testimonio de
Emiliano Navarrete (es un seudónimo), padre de un estudiante, que hace una
pregunta sobre aquella sevicia gigantesca: “¿Por qué existe tanta maldad en el
ser humano adulto?”. ¿Qué le respondería?
JG:
Esa es la manera en que él lo plantea y me parece que es una pregunta profunda,
filosófica, espiritual. No tengo una respuesta definitiva de por qué existe
tanta maldad, la que me asombra.
Donde
yo intento enfocarme es en qué podemos hacer para, concretamente, combatir esa
maldad, ya no en términos filosóficos sino en términos concretos inmediatos. En
este caso es: ¿quién hizo qué esa noche?, ¿cuál es la cadena de mando?, ¿quién
coordinó ese operativo esa noche?, ¿quiénes han sido los oficiales, los
asalariados público del horror que se han encargado de fabricar escenas del
crimen falsas y encubrir los hechos de maldad de aquella noche?
¿Cómo
te explicas que por 400 años el hombre blanco mantuvo una industria
trasatlántica de esclavitud? ¿Te puedes imaginar semejante horror? Sin embargo
este horror forma la base de la economía que hoy se conoce como capitalismo, de
la construcción de riquezas que hoy siguen en pie.
Pero
con lo que nos queremos quedar es con las luchas de los seres humanos que en
ningún momento de esos 400 años aceptaron eso como algo bueno o algo normal,
que combatieron esa maldad. Hoy en día combatir la maldad que se manifiesta
como una supuesta guerra contra el narcotráfico, con la facilidad de decir “en
algo andaban”, “era una pelea entre ellos”, “está muchacha salía tarde en la
noche vestida así”. Todos esos discursos de la misma muerte que justifica la
maldad, eso es lo que hay que combatir. Esa normalización, ese acostumbrarnos
al horror y a las estructuras reales, en muchos casos públicas, que realizan y
protegen el horror y la maldad.
Este
es un esfuerzo para ser, como dice un amigo colombiano, Manuel Rozental, “una
puntada en el tejido” de combatir el olvido, de escuchar directamente a los que
son los más afectados y de hacer un libro que logra transmitir algo de esa
rabia, de esa tristeza y también del espíritu de lucha de los estudiantes, de
los padres y las madres que no aceptan el silencio y el olvido, y que van a
seguir exigiendo presentación con vida, verdad y justicia.
*Entrevista publicada en Replicante, 11 de octubre de 2016.
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