martes, agosto 30, 2011

"Somos los demonios que llevamos por dentro". Entrevista con Antonio Ramos Revillas

 
 “Somos los demonios que llevamos por dentro”
Entrevista con Antonio Ramos Revillas*

Por Ariel Ruiz Mondragón

Los traumas infantiles generados por la profesión de su padre (cantante de temas fúnebres en velorios) llevan a Pablo Rodas a una tarea de introspección en la que no sólo se encontrará a sí mismo, sino también a su familia. Y su hallazgo es que ésta es definida por un viejo conflicto moral en el que la muerte es el personaje central al principio y al final.
Esta historia del norte del país, ambientada en la capital de Nuevo León y sus alrededores en los años cuarenta del siglo pasado, es el nuevo libro de Antonio Ramos Revillas (Monterrey, 1977) El cantante de muertos (México, Almadía, 2011), sobre el que sostuvimos una conversación con el autor, la que presentamos a continuación.
Ramos Revillas es egresado de la carrera de Letras Españolas de la Universidad Autónoma de Nuevo León. Ha publicado cuatro libros de cuentos y tres novelas infantiles. En su haber tiene los siguientes premios: de Literatura Joven Universitaria, Nuevo León de Literatura, Nacional de Cuento Joven Julio Torri, Nacional de Cuento Salvador Gallardo Dávalos, Regional Juan B. Tijerina y el Mano de Obra. Actualmente es editor de Jus.

Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué escribir y publicar este libro hoy?
Antonio Ramos Revillas (ARR): Creo que este es el momento en el cual necesitamos historias que nos recuerden lo que somos como hombres, como mujeres; cuando hablo de esto, me refiero a recordarnos el respeto hacia la vida y la muerte. Vivimos en un México en el cual la muerte no es nada; antes se pensaba que mandar matar a alguien tenía que ser muy caro, y ahora pues la verdad es que los sicarios de Ciudad Juárez ganan tres mil pesos al mes, o casi lo mismo que gana una trabajadora de la maquila.
Creo que el libro es oportuno en el sentido de que trata de recordarnos de nuevo que la muerte es un proceso mucho más elaborado, y que necesitamos darle de nuevo respeto a la gente que se muere, y no verle solamente como gente que estaba en el lugar equivocado, o que “se bajó del camión a la hora en que no tenía que bajarse”.

AR: Una de las cosas que me llamó la atención es que, pese a que eres un escritor del norte y pese a que en la novela hay cuando menos dos asesinatos, no hace referencia al crimen organizado. Además, es una historia situada temporalmente en los años cuarenta del siglo pasado. ¿Por qué tomaste esta veta?
ARR: Bueno, sí hay una corriente de una literatura del narco, pero que ha sido una bandera de las editoriales grandes, porque crean el producto y también el mercado, y la gente quiere saber por qué ocurre lo que estamos viviendo. Yo no tengo nada contra los escritores del narco; me parece muy loable toda la obra que ellos escriben, como Javier Valdés Cárdenas y otro autores, libros que me parecen fundamentales para poder comprender el México de hoy. Pero la literatura del norte no se afinca solamente en este tema: ha habido narradores de ciencia ficción y de cuento fantástico en el norte, como Gabriel Trujillo Muñoz, e incluso poetas, como Carlos Montemayor, que, aunque ya tenía mucho tiempo en la Ciudad de México, pues también escribió sobre sucesos del norte y no eran sobre el narco. Asimismo, tenemos a escritores como Patricia Laurent Kulick o David Toscana, cuya obra creo que nunca ha tocado el narco, pero que es sólida y tal vez sobresale un poco porque se va del tema del norte.
Lo que yo hice fue tratar de utilizar los elementos que me son propios por educación, que es el norte, pero llevarlos a otra historia y a un tema que lleva a una literatura intimista. Creo que para un autor joven, mexicano, hablar sobre la violencia es ya como un lugar común. Entonces yo quise darle vuelta e irme hacia una literatura más intimista, más reflexiva, más cargada en las imágenes, no directo en lo poético pero que tiende a mucho de esto también.

AR: Ahora sí vamos sobre la novela: me parece que la historia transcurre entre dos muertes, la de Oralia y la de Nora. ¿Dirías que es una reflexión sobre lo que significa la muerte?
ARR: Sí la hay. Es muy fácil al hablar sobre la muerte caer en el patetismo y en el lugar común. Lo que procuré en la novela fue apartarme de todas estas cosas. Es evidente que hay una tragedia y una tristeza, hay funerales en la novela, pero intenté marcar distancia con el lugar común de la muerte. Hay incluso situaciones festivas, por ejemplo una parte en la cual el personaje principal, Pablo Rodas, sueña con el grupo de norteño que van en su camión, y hay otra escena en la cual el niño va en la ciudad y empieza a imaginar cómo serán las personas cuando estén muertas.
Entonces sí hay una reflexión sobre qué es la muerte desde diversos puntos: cómico, reflexivo, muy personal, porque usualmente pensamos en la muerte de los demás, pero no en la propia. El personaje está muy conciente de su propia muerte y trata de comprender qué es lo que va a pasar con él y qué va a pasar con Nora, su pareja. Y como dices, yo creo que toda la vida se puede enmarcar entre la muerte que nos antecede y la muerte anunciada.

AR: Me parece que también refleja una búsqueda del personaje principal, que busca su identidad en el canto de la muerte y en la muerte misma. ¿Así ocurre en la búsqueda de nuestra identidad?
ARR: Sí, claro que tenemos que hurgar en la muerte para poder comprender lo que somos, porque sin la muerte no tendríamos esta sensación de cuando haces la suma y ves qué contiene, y que al final de cuentas ese resultado es el que define a las personas. Sin la muerte no tendríamos el sentido del arte y del placer.
Entonces yo creo que es la muerte la que nos obliga y la que define muchos de nuestros actos. Mi familia tenía conocidos que eran albañiles, y en una ocasión alguno de ellos me dijo: “Mira, nosotros ayudamos a levantar este edificio, y cuando ya no estemos, ese edificio va a seguir allí”. Y yo pensé que es cierto, pero hasta que lo derrumben.
Pero en todo hombre está la aspiración a la eternidad. ¿Cómo la logra? Bueno, pues tiene hijos, y piensa que con el hijo se va a perpetuar su historia. Pero lo cierto es que hasta esa herencia tiene una caducidad: ¿dura unos 10 años después de que muere la persona, o 30 después de que muere el hijo y cuando los nietos ya no se acuerdan del abuelo?
Entonces la muerte es nuestro motor.

AR: Pero eso puede incluso ir más allá; po ejemplo, hay una frase que dice la abuela Sol: “Lo que canta tu padre es lo que nos define como familia”. Entonces, va más allá de la propia persona.
ARR: Sí, claro. A nivel de la novela, esta frase es la que yo creo que trata de explicarle al niño toda la historia, aunque él no la comprenda sino hasta casi el final. Pero ya hablando de la humanidad, de la sociedad, del hombre, pues reitero que es la muerte la que termina por definir y marcar todo lo que hacemos. Estamos como en una carrera contra reloj, y bueno, cada quien sabe cómo corre el maratón.

AR: Y no sólo es la muerte en sí, sino también sus símbolos; tú recuperas dos muy evidentes que son la guitarra y el vestido de novia.
ARR: Hay una tradición de novias muertas, y este símbolo puede significar muchas cosas a partir de quién lo use. En el caso de mi novela, el símbolo de la novia muerta tiene que ver con el símbolo de la vida: toda vida aspira a tener algo positivo, ¿y qué es el vestido de novia sino el reflejo de esa pureza a la cual todo mundo aspira? ¿Y qué es la muerte en el vestido de novia? Pues es el ejemplo de que aunque aspiremos a lo positivo, lo cierto es que estamos hundidos.
Y la guitarra y la música, pues se relacionan de la misma manera.

AR: A la guitarra también la ubicaría dentro de la simbología de la memoria, porque es destruida y reconstruida.
ARR: Tienes mucha razón. En ese sentido la guitarra es la memoria que tiene que romper el niño, y cuando vuelve a recuperar la guitarra, recupera su memoria. Todo este tiempo en el que la guitarra está destrozada pues él se aleja de su familia. Cuando vuelve a casa de su abuela y Nora la manda a arreglar, pues que él hace este proceso del recuerdo.
La guitarra puede ser como uno de estos objetos mágicos que desencadenan el pandemónium o algo mejor.

AR: La novela se desarrolla en el municipio de General Zuazua, y se menciona a un Monterrey de hace 70 años. ¿De dónde tomaste la escenografía para la novela?
ARR: Bueno, Monterrey es una ciudad que no se relaciona con su entorno. Es más fácil que un regiomontano viaje a la Ciudad de México, a Washington, a McAllen o a Europa, a que se vaya a recorrer los pueblos que están en la periferia, como Doctor González, Zuazua o China.
Yo tuve una experiencia muy padre, en la que, por azares de la publicación de mi primer libro, me llevaron a Monterrey a un circuito de presentaciones en todos estos pueblos, y allí me di cuenta de la otra identidad de Monterrey, más bronca, sin el tapiz intelectual tipo Tecnológico de Monterrey. Eso me ayudó a comprender mucho de la esencia de lo regiomontano.
Además, mi familia paterna ha estado en esas tierras desde 1800. Es una familia muy vieja, al menos esta rama. Cuando yo era niño, mi abuela me contaba de su abuelo, que siempre había vivido en la hacienda La Encarnación, que está ubicada hacia el nororiente de Monterrey. Originalmente en la novela salía esa hacienda, y el personaje volvía a ver las ruinas, que ya no existen. ¿Por qué? Porque es como darle este juego a ese ámbito del noreste, y de allí fue de dónde me nutrí para poder hacer esta escenografía.

AR: Uno de los personajes más interesantes es un amigo de Pablo Rodas que es cantante, ladrón y asesino: Antonio Heredia, que es el que le da origen al conflicto familiar en el que se desarrolla la historia. ¿Cómo construiste este personaje?
ARR: Es curioso porque el primer personaje que pensé para la novela fue Antonio Heredia, y con ese nombre. Estuve tentado mucho tiempo a cambiar el mote, porque el original Antonio Heredia era vecino de mis abuelos y no era cantante de muertos; le metía el pie a mi abuelo y a mi abuela siempre que podía y, como era una especie de capataz, de hecho hay una historia en la cual hasta le quiere bajar mi abuela a mi abuelo. Eso, es lo que mi abuela me contaba acerca de ese señor, y con ese germen empecé a construir el que creo que puede ser el personaje más humano de la novela, porque Pablo siempre es un personaje muy reflexivo, mientras que su padre es un personaje algo atormentado; Sol es una mujer sabia, esta moira que está hilando y que sabe para dónde va todo, que no se relaciona pero que ve cómo sus hombres van al ocaso.
Heredia es el personaje más humano porque es el que más sufre, el que está atormentado, el que duda, el que tiene encima el pasado de su padre (Matías, quien a mí me gusta mucho: es el cantante original, y quien le canta canciones de amor a la muerte).
Toda la templanza que tienen mis personajes tienen que encontrarse con alguien que los saque de foco, los que a mí me pasa mucho: yo soy como medio zen para muchas cosas, cuando me encuentro a un tipo extrovertido, mi primera reacción es así como “a ver, a ver, qué pasa”, y como que hasta le saco la vuelta. Hasta que ya terminó entrando a su esfera, porque es imposible estar mal con los extrovertidos.
Así es cómo construí al personaje de Antonio Heredia.

AR: En una parte del libro se dice: “Parece que hay profesiones que sirven para expiar culpas”, como en este caso sería la de cantante. ¿La literatura sirve para expiar culpas?
ARR: Claro. La literatura no le otorga ningún tipo de perdón a quien la ejerce. Creo que puede acaso dar sensaciones efímeras de libertad y de satisfacción. Pero creo que no hay una profesión que pueda exorcizar al hombre de sus demonios, sino solamente atenuarlos: somos los demonios que llevamos por dentro.
Creo que el arte es como el paño húmedo que nos ponen en la frente en la cabeza cuando tenemos fiebre: sólo por un momento viene esta sensación de alivio, y después el paño se calienta.
Somos seres torturados por naturaleza, aunque lo apaguemos un poco o lo logremos contener, pero tal vez el arte puede expresar la intención de perdón o una catarsis.
Yo tenía una maestra argentina que fue exiliada durante la dictadura, y contaba que estando ella en París, de pronto vio el “Guernica”, de Pablo Picasso, y de repente se quedó paralizada y se dio cuenta de que en ese cuadro estaba toda su generación. Pero yo me puedo acercar al “Guernica” y para mí es solamente un cuadro estupendo, pero me pueden emocionar otras cosas.

AR: Para concluir, una pregunta que se hace Pablo Rodas: ¿qué canciones querrías que te tocaran en tu entierro, y que te puedan definir?
ARR: Es una buena pregunta. Con un himno evangélico (porque yo soy evangélico). También la novela viene de que los evangélicos siempre cantan en los funerales, porque para ellos la muerte es una fiesta porque ya partes con Dios, no hay ni la duda de que uno se pueda ir a otro lado. Hay un himno que me gusta mucho, que ni siquiera habla de los muertos que se llama “Cuán grande soy”, y lo escogería.
La segunda es “Yesterday”, porque fue la primera canción que escuché que no fuera norteña y que me gustara. En mi cuadra, en mi colonia, siempre había canciones gruperas y norteña, y yo las odiaba. La primera vez que escuché “Yesterday” estaba yo en la Preparatoria; me dijo un amigo: “Escucha este cassette”, y la escuché y la música me pareció, me transportó a un estado entre la nostalgia y la tristeza.
Finalmente, “El chubasco”, porque creo que es de las canciones norteñas la más hermosa que existe, aunque hay otras, como “Flor de capomo”. Pero aquella me recuerda mi infancia; recuerdo haberla escuchado en casa de mis abuelos, en esos discos el elepé.
Me gustarían esas tres.

*Entrevista publicada en Replicante, mayo de 2011. Reproducida con permiso del editor.

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