Contra el mainstream
literario
Entrevista con Damián Tabarovsky*
Ariel Ruiz Mondragón
Muchas veces, lo que se nos presenta como la
gran literatura, la literatura de calidad no es más que una obra muy sobada que
se apega a reglas y clichés que resultan muy convencionales, y que con ello
responden a las exigencias más puras del mercado. No se trata de los llamados best sellers, sino de libros que se
pretenden vanguardistas, cultos, eruditos, pero que en realidad presentan una
propuesta ya muy desgastada, muy cómoda y sin riesgos.
Este es un fenómeno que ha sido criticado en
Argentina por Damián Tabarovsky (Buenos Aires, 1967) en su libro Literatura de izquierda (México,
Tumbona, 2011), un devastador ataque contra el convencionalismo en que han
incurrido los literatos argentinos. Mas no debe extrañarnos que muchos de los
señalamientos que hace el autor a sus paisanos se puedan aplicar más allá de sus
fronteras nacionales.
Sobre ese libro Replicante conversó con Tabarovsky, quien es escritor, traductor y
periodista, colaborados de los diarios Clarín
y Perfil, además de autor de nueve
libros.
Ariel
Ruiz (AR): ¿Cuáles fueron las razones que te llevaron a escribir este libro?
Damián
Tabarovsky (DT): Podría ser
una respuesta larga, pero en todo caso daré repuestas cortas. Este libro tiene
una singularidad: es mi único libro de ensayos, básicamente soy un novelista.
Tiene que ver con que yo viví cinco años en Francia, a mediados de los años noventa,
cuando en Argentina gobernaba lo que se llamaba el menemismo, administración ultraliberal
que había convertido al país en una especie de laboratorio de la violencia con
que ocurrieron los cambios sociales para mal, lo que no nunca pasó en ningún
otro lugar del mundo.
Me sentía muy solo al volver porque notaba que
una buena parte del campo intelectual era relativamente complaciente; es decir,
criticaban y no votaban a Carlos Saúl Menem, pero la verdad es que nadie
terminaba de sacar los pies del plato, como se dice en Argentina (o sea, nadie
terminaba de tomar distancia). Al igual que hubo concentraciones económicas en
otros aspectos, había habido un proceso muy fuerte de concentración editorial: grandes
editoriales que habían desembarcado, grandes premios que muchas veces
terminaban hasta entre acusaciones de corrupción, lo que fue generando un tipo
de literatura que se escribía para ese mercado. Parecía que estaba muy bien que
existiera un mercado literario porque esa era nuestra forma de entrar al
capitalismo mundial.
Así como el mercado existía en otras industrias
(la automotriz, el cine), parecía que en la literatura también ésto era bueno, y
yo cuestionaba esas literaturas que ponían únicamente al mercado como horizonte
último. Me sentía realmente muy solo.
Ésta fue la única vez en mi vida que yo escribí
algo por necesidad; no creo que la literatura tenga que ver con una necesidad,
yo no escribo mis novelas “porque lo necesito”, “porque siento que es
necesario”. Entonces escribí dos de los cinco ensayos que aparecen en este
libro, y que habían sido publicados en revistas culturales en aquellos años, pero
pasaron totalmente desapercibidos. Eso fue realmente muy frustrante porque ni
siquiera había habido reacciones negativas; es como si hubiera llovido, absolutamente
nada, el silencio absoluto.
Pero yo no creo que haya sido ni siquiera un silencio
organizado, como una estrategia, sino que honestamente no había condiciones para
escuchar eso, para leer a alguien que venía a aguar la fiesta y que había
salido a decir “el Rey está desnudo”. Me tocaba a mí decirlo, y nadie me podía
escuchar.
En el 2001 Argentina entró en la crisis
económica y social más profunda de su historia (cinco presidentes en una semana,
muertos, el peso valía un dólar y luego una devaluación del 400 por ciento en
una semana, el “corralito”, etcétera). Un tiempo después de eso, en 2004,
apareció este libro, y ya habían cambiado las condiciones de escucha; o sea, en
el campo intelectual y la sociedad se podía prestar atención a un discurso que era
un rastreo de lo que había sido la escritura en los noventa, que incluso empezaba
desde los sesenta.
Entonces, las razones fueron estrictamente ésas;
durante todo el proceso de escritura, yo les decía a mis amigos: “Cómo me
gustaría que otro escribiera este libro, porque ni siquiera sabía si yo era una
persona capaz de escribirlo”. Pero se fue dando esta necesidad de contar lo que
había sido el funcionamiento del campo literario en esos años.
Ésas realmente fueron las razones personales, más
que intelectuales, que llevaron a escribir el libro.
AR:
En el libro llegas a mencionar que te dan risa trabajos que vinculan muy
directamente la literatura con la política. Pero al mismo tiempo hay algunas
menciones al proceso de democratización argentino desde 1983. ¿Qué cambios hubo
en la literatura argentina con la llegada de la democracia?
DT: En términos de escritura, en los primeros años
de los ochenta la democracia generó una cierta estética oficial, lo que se
llamó “el alfonsinismo”, derivado del primer gobierno de la democracia de Raúl Alfonsín,
la que era de una extrema y casi pueril pedagogía respecto al pasado, en la que
estaba muy mal lo que era la dictadura, que los muy “malos”, además, eran los militares
básicamente, cuando todos sabemos que fueron dictaduras cívico-militares (el
ministro de Economía de la dictadura era el presidente de la Sociedad Rural
Argentina, por ejemplo).
Uno puede decir que en esos años ochenta hubo
una televisión de la democracia y un cine que hasta terminó ganando un Oscar, y
que hubo una historia oficial del gobierno democrático, pero que no llegó a la
literatura, casi diría que por suerte.
Lo que ocurrió en la democracia es que algunos
escritores de las generaciones anteriores, de los sesenta, siguieron haciendo
su obra, y luego apareció una generación que ya empezó a escribir en la
democracia, pero que no perteneció a aquél discurso oficial.
Donde sí hubo muchos cambios, justamente, es en
términos de mercado editorial, no de literatura: por la libertad empezaron a
aparecer muchísimas editoriales, medios de comunicación, debates públicos que
antes no existían, y allí sí cambió la figura pública del escritor en la
democracia.
Quizás el único que tenía un rol central (y
estoy pensando en voz alta) es Ernesto Sabato, que es un personaje muy complicado
de entender y, por lo tanto, de explicar: cómo un personaje de ideas políticas
tan dudosas, de una trayectoria de apoyo a los golpes militares y de una
escritura más bien mediocre, terminó siendo referencia moral de los primeros
años de la democracia, eso es realmente novedoso para la Argentina. A diferencia de
México, en Argentina el escritor no tiene ese lugar público o de referencia
moral; se puede hacer un modelo, pero ha sido una experiencia muy negativa,
porque buena parte de este momento democrático de la Argentina en los últimos
10 años políticamente consiste en discutir con aquello que había hecho Sabato en
los ochenta: suponer que era exactamente igual el terrorismo de Estado que la
guerrilla subversiva (por supuesto que hubo asesinatos, violencia y crímenes
guerrilleros), los que Sabato igualó en algo que llamó “teoría de los demonios”.
Posteriormente, por suerte, eso se deconstruyó al decir que el terrorismo de
Estado siempre es peor, porque tiene una responsabilidad aún peor que los
crímenes de la guerrilla.
Así que la única figura de escritor público que
tuvo Argentina ha sido evidentemente conservadora, que fue la de Sabato.
Yo no creo que haya escrituras estrictamente de
la democracia; me parece que está más influenciada la literatura argentina por sus
tradiciones internas literarias que por la política. Y, quizá, si la hay es
ahora: empieza a haber una cierta literatura que coquetea, que roza con este
peronismo kirchnerista que hay en Argentina, que, podría decirse, es un
peronismo progresista de centro izquierda. Hay un grupo de gente joven que
retoma los tópicos del kirchnerismo en la literatura. Pero todavía es muy
incipiente, no podríamos todavía afirmar que existe.
Pero yo diría que no hubo una influencia entre
la democracia y la literatura.
AR:
Un asunto que me llama mucho la atención del libro es la utilización de
términos procedentes de la política: “izquierda” (aunque no se utiliza
“derecha” en el caso del conservadurismo literario), “terror revolucionario”,
“patrón” y “lucha de clases”, por ejemplo. ¿Cómo los utilizaste para realizar
esta crítica literaria?
DT: Diría que de dos maneras: primera, todos esos
términos y otros que aparecen (no políticos, como “vanguardia”) son,
evidentemente, categorías y momentos de la historia que han terminado y que
están muertos, y por los que yo no siento ninguna nostalgia.
Sin embargo, funcionan en mí como un fantasma;
¿qué es un fantasma? Algo que ya murió, pero con lo que de alguna manera uno
dialoga a su manera, locamente (por eso mi libro habla muchas veces de la
locura). Casi siempre tengo la sensación de que buena parte de la literatura
argentina se construye hoy no solamente como si todo eso hubiera muerto, sino también
con una alegría de que estuviera muerto, como un festejo; hay una fiesta que
consiste en decir “qué bueno que las vanguardias y que la izquierda murieron,
festejemos este entierro y dediquémonos a estas cosas triviales que consisten
en convertir a la literatura en una rama de la industria del entretenimiento”.
Como yo no concibo a la literatura como eso,
pues pongo todas estas categorías como fantasmas con los cuales hablar. Eso es
un punto: cómo se pudo hacer para mí la traslación de lo político.
Luego está que a mí me interesa la política, o
casi diría que me interesa más lo político que la política, haciendo la
diferencia entre que la política sería lo realmente existente (partidos,
políticos), lo que efectivamente me interesa poco, pero sí me interesa lo
político como la erupción de un acontecimiento inesperado, como lo que irrumpe
y cambia el modo de entender lo social, lo económico y también lo literario.
Entonces, a mí me interesaba y me interesa una
literatura que politiza zonas del discurso que aparecen a priori como políticamente neutras o despolitizadas; por lo tanto,
para mí es política la decisión de cómo se arma una frase, qué palabra viene
después de la otra y cómo construimos una frase. Toso eso está cargado de
microdecisiones políticas, porque consisten en hacer conciente, explícito e
intelectual el proceso de definición de qué lenguaje usamos, sobre qué temas
conversamos, de qué manera hablamos. Ésas son grandes cuestiones políticas y yo
quisiera introducir a la izquierda allí adentro.
Eso para mí es la izquierda o una literatura de
izquierda: una literatura que critica, rompe y discute con la sintaxis y la
escritura del sentido común, con la sintaxis de los grandes medios de
comunicación, con el discurso del deporte, de la salud, de la época, por
decirlo de alguna manera. Tiene que ver mucho menos con las posiciones
políticas de los escritores, las que sí me parecen secundarias; yo no uso la
expresión “derecha” justamente para que se resalte más la cuestión de
izquierda, y entonces uso sinónimo de “derecha” como “conservadora”. Pero
prefiero no utilizar la expresión “derecha” porque no me interesa la derecha,
sino la izquierda como problema.
Ahora, lo que dice el libro es que en Argentina
—pero después resultó que en muchos otros lados también— una mayoría de
escritores que son políticamente de izquierda, con los cuales yo podría
compartir muchas cosas —en el sentido de que fueron exiliados de la dictadura,
combatientes contra ésta, víctimas, defensores de los derechos humanos,
progresistas—, escriben, en su mayoría, una literatura conservadora y
convencional. No cuestionan, justamente, su propia praxis, que es lo que yo
decía antes: no cuestionan la frase, y escriben una frase totalmente obvia, con
historias más bien convencionales, pedagógicas en muchos casos, triviales y de
mercado.
Entonces, si una empresa como Telmex hace una
campaña tremenda, esos escritores dicen que eso aliena a la gente; pero si
Planeta hace lo mismo con sus libros, eso es bueno porque acerca el libro al
lector. Yo digo: no, cómo puede ser esto. Acá hay una contradicción,
discutámosla entonces.
Lo que termina habiendo en la izquierda
política en términos literarios es un populismo de mercado, que es allí donde
yo pongo la discusión, y la verdad que me parece secundario si el escritor en
su vida privada es más o menos de izquierda. Mis amigos son de izquierda, yo
nunca me haría amigo de un escritor fascista; pero la verdad, como lector y
como crítico, en términos de literatura me es completamente secundario eso. Y
me parece muy grave que la izquierda conceda su escritura al mercado.
AR:
Hay una cosa importante que señalas: que la literatura de izquierda no debe ser
decepcionante en el sentido de que debe acompañar los sueños de la sociedad.
Pero muchos escritores de izquierda sí han sostenido que debe haber un
compromiso político no sólo con los sueños de la sociedad, sino con las luchas
populares. ¿Qué te parece esto?
DT: Yo también acompaño las luchas populares;
ahora, me parece que la forma de acompañarlas es inventando nuevos lenguajes y
no reproduciendo los hegemónicos. Por ejemplo, en Argentina hubo todo un
movimiento de piqueteros (se llama un “piquete” cuando se cortan las rutas para
que no pasen los autos, para protestar) que fue muy fuerte en la crisis de 2001
porque en ese momento en Argentina uno de cada dos era pobre, y uno de cada
tres indigente, y los desocupados, que eran muchísimos pues toda la Argentina estaba en
bancarrota, se empezaron a organizar en el movimiento de piqueteros; entonces,
un día se dieron cuenta de que para cortar las rutas y para tener más presencia
había que prenderle fuego a los neumáticos porque eso atraía a las cámaras de
televisión. Y en un momento resultó que todos esos movimientos políticos terminaron
actuando para la televisión, exactamente igual que aquellos a quienes ellos
mismos criticaban.
Entonces yo tomo una cierta distancia
intelectual, aunque sigo muy de cerca esos movimientos, planteándome nuevos
lenguajes, literarios en mi caso, pero también mediáticos y políticos. La forma
que yo tengo de compromiso siempre va a estar ligada con la invención de nuevos
lenguajes que rompan los lenguajes hegemónicos, mientras que el escritor de
izquierda tradicional es lo que se puede llamar “contenidista”: se supone que
uno le puede agregar contenidos a los lenguajes existentes y eso haría que
cambie el sentido. Yo pienso que no, y además así lo ha demostrado la historia:
contar una novela de manera totalmente trivial pero con una historia cuyos
contenidos son muy valorables, la verdad que termina siendo reafirmar aún más
el sentido común.
Ésa fue mi histórica discusión; en este momento
en Argentina hay un gran debate entre el gobierno y los medios de comunicación,
y en general yo podría estar casi cercano al gobierno en el sentido de que las
hegemonías de los grandes medios, al igual que acá en México, han construido el
poder de una manera amenazante para la democracia, y me parece que el poder
político debería tener más poder que las grandes corporaciones. Pero desde el
gobierno surgieron una serie de programas de televisión que discuten con estos
medios, pero que discuten exactamente en los mismos términos. De lo que se
trata no es de cambiar los contenidos, de decir “el grupo Clarín (que es como
aquí Televisa) es malo, entonces vamos a hacer nuestro propio grupo Clarín”,
sino realmente un lenguaje que sea completamente diferente al de estos
lenguajes hegemónicos.
Siempre yo voy a estar en esta perspectiva de los
nuevos lenguajes, que la verdad me vuelve a dejar bastante solo, porque además
siempre aparece una expresión que es un chantaje, que es “en última instancia”:
“en última instancia tenés razón, pero hay una contradicción última”, “en
última instancia el grupo Clarín es un grupo hegemónico y debemos estar contra
ellos”. Ahora, si para estar contra ese grupo hegemónico yo creo una hegemonía exactamente
igual a la de ellos, con contenidos que a mí me parecen mejores pero que en el
fondo es exactamente igual en las formas —en la forma de escribir, por
ejemplo—, no tiene caso. La verdad que allí no me van a encontrar a mí.
Yo siempre hice debate, sin sentirme
perteneciente al amplio espectro de la izquierda (en mi caso, a la posición
libertaria y anarquista), pero a lo que podían ser las luchas populares yo no
me siento lejano; además, yo crecí volviendo a la democracia. Como yo soy de
formación sociólogo, entonces soy de la primera generación de la democracia (la Facultad de Sociología había
sido clausurada por la dictadura, y cuando reabre yo estuve en primer año), en
un gran momento de lucha social y de ampliación de los derechos civiles en
Argentina, y donde existía la
Nicaragua sandinista, mientras que en Chile todavía estaba
Pinochet.
Todo esto es arqueología y parezco un veterano,
pero yo vengo de allí, y ha sido un gran trabajo intelectual: romper con eso
sin hacerme de derecha, sino replanteando qué es hoy ser de izquierda, aunque
me deje en este lugar de soledad.
AR: De
alguna manera lo planteas con tu idea de la “comunidad sin comunidad”.
DT: Y permanentemente hablo de la soledad del
escritor, porque es casi mi autobiografía, digamos, la sensación de estar solo.
AR: También
haces la crítica de un humanismo banal, bienpensante, sobrio, muy sensato
incluso; también está la crítica al libro de Martha Nussbaum Justicia poética, y de su pretensión de
hacer de la literatura una suerte de clase de educación cívica. ¿La literatura
de izquierda plantearía la defensa de algún tipo de humanismo? Por allí creo
que se sugiere un antihumanismo sin fascismo.
DT: Me parece muy interesante esa lectura, porque
en realidad todo el tiempo el libro está lleno de referencias filosóficas que
yo decidí explícitamente, mostré que pueden ser manifiestas si se quiere; yo
tenía las herramientas, si hubiera querido, para escribir un libro argumentado
y sólido sobre estas cuestiones, pero preferí otra escritura porque para ese
libro me interesaba ser más, si se quiere, del orden del manifiesto.
Realmente el humanismo es un discurso que yo
siempre he criticado, y ha terminado siendo el discurso de la burguesía, de las
buenas conciencias, la defensa del orden y de los derechos humanos clásicos,
podría decirse.
Ahora, al mismo tiempo la tradición antihumanista,
o que discute el humanismo a lo largo de la historia desde Nietszche hasta hoy,
ha tenido una deriva hacia el fascismo, evidentemente, en algunos casos
extremos, como ha sido el de Martin Heidegger, o en algunos casos como Michel Foucault
apoyando por error a Jomeini, sin saber en lo que después se iba a convertir el
régimen iraní: su fobia antimoderna y antioccidental lo llevó a respaldar algo
que efectivamente no se puede apoyar.
Entonces allí señaló como una intuición de cómo
pensar el antihumanismo, que es el lugar en el que yo me sitúo; como en el caso
de Gilles Deleuze será un caso: Foucault lo tenía como una barrera contra el
fascismo. Deleuze es alguien que estuvo en toda su obra atento a conciliar su
radical antihumanismo, a deconstruir la figura del sujeto, de la humanidad, del
hombre, pero que también era, claramente, una barrera contra cualquier tipo de
microfascismo cotidiano y, obviamente, los grandes fascismos.
Esa línea a mí me interesa, y me situaría
políticamente y a la literatura de izquierda en ese lugar, que también vuelve a
ser un lugar complejo políticamente, porque el humanismo está asociado a la
izquierda, a la izquierda humanista y universalista, por lo que habría que rediscutir
esas cuestiones inmediatamente.
Heidegger-nazi, Foucault-Jomeini, etcétera, enseñan
que sí es un riesgo. Ahora: pensar es un riesgo, y yo creo que hay que
correrlo.
AR:
En ese sentido, dices que la literatura de izquierda debe estar preparada
incluso para la derrota.
DT: Claro.
AR:
Ya hablaste de uno de los dos elementos bajo los que se desarrolló la
literatura argentina, que es el mercado; el otro es la academia. Dices que hay
una crisis de ambos, ¿cuáles son sus principales rasgos?
DT: Empecemos por la academia, de la cual no he
hablado mucho en esta conversación, y que es donde se da un fenómeno más
argentino que mexicano: el lugar muy sólido que tiene la Universidad de Buenos
Aires, la carrera de Letras y sus cuadros en el espacio público. Es decir, que
una parte muy importante de los directores, de los editores de suplementos
culturales, los críticos de los medios salen de la carrera de Letras y en su
interior también se construye un canon muy fuerte de lo que hay que leer y de cómo
hay que leer.
O sea, hay muchos puentes entre la academia y
el mercado (entendiendo al periodismo como el mercado) muy explícitos que en
otros lugares de América Latina y España no ocurren; entonces, yo por eso
señalo a la academia.
Lo que generó la academia, básicamente, fue justamente
una especie de vanguardismo académico; es decir, la academia es mucho más
culta, más erudita, más informada que el mercado, y reconoce que detrás de cada
libro hay una tradición, mientras que el mercado piensa sólo en términos de
novedad.
Entonces se han generado una serie de discursos
pasteurizados en la academia, que toma el corpus de grandes textos de
vanguardia para convertir una escritura conventual en los términos de la
reproducción interna de la academia, donde lo que uno percibe es la gran falta
de riesgos en la vida intelectual y donde hay una circulación de los que
podrían llamarse “los bienpensantes”.
Hay un punto en Literatura de izquierda donde yo igualmente favorezco a la academia
en el sentido de decir que al menos ellas registra que existen los llamatextos,
mientras que el mercado sólo piensa en el libro entendido como un objeto de
consumo: en la academia se enseñan textos, y si uno lee allí a José Revueltas,
lo que se lee es un texto de José Revueltas, mientras que el mercado piensa en
el libro que hay que reeditar, en la venta, en la librería y en la ganancia.
Además, la academia registra que el texto es algo valorable, y es el punto
donde yo puedo ponerme un poquito más de su lado, si se quiere.
Pero hay tantos puntos de pasaje entre la
academia y el mercado, que son dos lugares que están a salvo porque al mismo
tiempo que están en crisis, funcionan: este libro fue escrito en 2004, cuando
el mercado estaba en crisis, en Argentina había estallado el 2001, y hoy, siete
años después, el mercado se ha reconstituido, no está tan en crisis.
Pero lo que está en crisis es el discurso, en
el sentido de que la academia reproduce un discurso de vanguardismo académico,
de falso vanguardismo, y el mercado funciona como en esta librería (Péndulo de
la colonia Roma): aquí se busca, por ejemplo, el libro Los rituales del caos, de Carlos Monsiváis, que ya tiene muchísimos
años de publicado, pero en el anaquel hay un solo libro de él, que es la última
novedad que acaba de sacar Mondadori. En esto hay una violencia simbólica
brutal: no se puede encontrar un libro que ha sido traducido al ruso, que es un
libro de editorial Era que habrá sido reeditado 20 o 30 veces, y no está; sin
embargo, el único que está es el libro que recientemente sacó Mondadori, y que
nos es novedad sino una antología; ni siquiera es algo nuevo.
Por eso menciono en el prólogo los polos de
atracción, los núcleos duros que organizó la vuelta a la democracia: la
academia y el mercado; desde 1983 para acá se han consolidado esos dos lugares,
muy sólidos, y todos, de una u otra manera, todos tenemos que pasar por ellos.
Yo estuve en el mercado porque trabajo en el
periodismo desde hace 20 años; pero tengo un doctorado, pasé por la academia
también. Entonces, un poco escépticamente, pienso que no hay nadie afuera de esto,
pero lo que propongo es instalarnos en los márgenes, en los intersticios,
llegar lo más afuera que se pueda; pero no hay un afuera total, pero que sea
ponerse en la frontera y nunca en el centro de esos lugares.
AR:
También separas a los jóvenes escritores argentinos de los años ochenta y
noventa en “jóvenes mediáticos” y “jóvenes serios”. En ese sentido, ¿los primeros
estaban muy vinculados al mercado directamente, y los segundos a la academia?
DT: No, claramente ninguno; hubo una renovación
interna, pero, en el primer caso, los jóvenes mediáticos se extinguieron muy
rápido, como el pop, del que eran cultores en la década de los noventa en
Argentina. Muy influenciados por el realismo sucio, por el minimalismo
norteamericano, por la lógica del rock (los libros tenían títulos rockeros), la
imagen pública del escritor era muy rockera. Hay una anécdota muy famosa de un
escritor que presentó su disco, perdón, su libro, en una discoteca en los años noventa,
en el momento máximo de Fito Páez, que era un éxito mundial; Fito Páez dijo:
“Yo tengo que hablar de literatura (sus saberes literarios no han sido
comprobados todavía, por cierto) y no pienso tocar nada”. Pero empezó a caer
gente, se corrió la voz (y eso que todavía no existían los celulares; ahora
hubiera sido todavía peor) y al cabo de media hora había miles de personas
esperando entrar a la discoteca y gritando “Fito, Fito...”. Después dijeron
“estuvo estupenda la presentación”. No; habrá sido un éxito del marketing, pero ha sido un gran fracaso
literario. Bueno, esa figura de escritor mediático rápidamente entró en crisis
porque su propia literatura no la sostuvo.
Pero apareció una segunda camada de “jóvenes
serios” (dicho todo entre cuatro comillas, mucho aburrimiento y mucha ironía),
que son los que después escriben Los
crímenes de Oxford, ganan el premio Planeta por un libro sobre el congreso
de detectives del siglo XIX en París, ese género policial de enigma; eso sí es
la rama de la literatura entendida como entretenimiento, pero con cierta
seriedad. Ya no son pop (a ninguno de ellos los imaginaría presentando un libro
con Fito Páez) sino que tienen “una forma más literaria” pero totalmente mainstream y convencional.
Eso es el desarrollo en la década de los
noventa y principios de los 2000 de las formas que el mercado dio a la
literatura joven, y no tienen nada qué ver con la academia, en absoluto; es
más, son todos como proscritos de la academia. Toda esta clase de escritores
populistas tienen un discurso en contra de la academia: “No nos reconocen; yo
vendí 200 mil ejemplares, mi libro se fue al cine, a Hollywood, pero la
academia, la profesora de la cátedra tal no habla de mí”. Y claro, esa
profesora probablemente ha escrito algo que uno podría valorar, en una pequeña
editorial donde publica, pero que escribe de forma totalmente convencional de
escritores; en los noventa tenía un discurso deleuziano, y en los 2000 no sé qué
esté de moda. Entonces yo los igualo.
Pero estas dos series de jóvenes son del
mercado, claramente, y son los que han ganado los premios Planeta, los que
tienen agentes literarios que ganan fortunas.
AR:
También llama la atención la crítica a la literatura de los años sesenta, en la
que hablas de una primacía de la cultura sobre la literatura, y parece que sin
aquella “coraza cultural” aquellas obras quedaban vacías. ¿Pero ese fenómeno es
exclusivo de los años sesenta? ¿Por qué no hubo una revisión literaria de ese
cascarón?
DT: Los sesenta fueron un momento muy particular
porque el libro pasó a ser un objeto de prestigio; no lo era antes ni lo pasó a
ser después. Un objeto de prestigio que se intersectó en América Latina con la
irrupción de las clases medias en la vida pública. En el caso argentino, para
ser más estrictos, en la década de los cuarenta surgieron las clases populares
con el peronismo y accedieron a la política y a la vida pública; se construyó
una clase popular orgánica y establecida, y sus hijos, en la década de los
sesenta, generalmente se convirtieron en antiperonistas de izquierda, accedieron
a las clases medias, a la vida profesional, a la universidad pública —que se
conviertió en masiva, lo que fue un fenómeno que más o menos también pasó en
casi todos lados de América Latina—, siempre limitados por nuestras respectivas
dictaduras —aunque México no tiene esta tradición, sino al PRI, que también es
difícil de entender.
Entonces, en la década de los sesenta llevar un
libro bajo el brazo tenía un prestigio que hoy ya no tiene; el libro estaba en
la conversación pública, en la que se derramaba el boom de la literatura latinoamericana sobre lectores que no eran
especializados, y que eran profesionales en ascenso (arquitectos, médicos), y
no solamente profesionales, sino también pequeños comerciantes, empleados
públicos: podían leer a Cortázar, lo hacían y había grandes cifras de ventas.
Pero cuando eso terminó, el libro dejó de ser
un objeto prestigioso y pasó a ser más restringido, para un público, para lo
que podríamos llamar un campo, y desapareció como tema de conversación; hoy es
muy poco probable que haya escritores en la tapa de las revistas, como sí
ocurría en los sesenta. Hoy los temas prestigiosos pasan más por otros lados,
que tienen que ver más con la tecnología. Nosotros vivimos conversando sobre el
nuevo celular que acaba de salir, que ahora viene el Kindle, que Amazon.com; la
tecnología aparece, uno pone sobre la mesa un reproductor mp5, y eso pasa a ser
tema de conversación prestigioso, cuando en la década de los sesenta se ponía
en la mesa un libro de García Márquez y eso se discutía.
A veces me parece un poco injusta la
comparación permanente con los años sesenta, porque son momentos muy singulares
en la historia de la cultura. Ahora hay una sociedad de otro tipo y la
literatura no tiene ese valor, ni el libro ni el mercado editorial. Y por otro
lado, lo que ocurre hoy es que cuando aparece el libro masivo, pertenece a la
industria del entretenimiento, que compite contra otras industrias culturales
como la televisión, el cine, el cd, lo que vemos en esta librería —que es igual
a muchas que hay en Buenos Aires—; ésto es muy significativo del estado de la
cultura, lo que en Argentina llamamos “multiespacio”, que yo definiría como una
librería que tiene pocos libros porque vende otras cosas, y el espacio se ocupa
para éstas: para vender café, cds, regalitos, libros de arte, etcétera.
Entonces, son librerías que tienen pocos volúmenes; son lugares para
entretenerse, pasarla bien y acceder a la cultura.
La segunda pregunta es la revisión. Bueno, a mí
la literatura que dio el boom
literario de la década de los sesenta no me interesa. Por supuesto que hay
tantas cosas metidas dentro de la bolsa de lo que fue el boom que habría que separar la paja del trigo: se metía en el boom a escritores antagónicos, Onetti y
García Márquez son mundos opuestos. Así es que también es un poco injusto
hablar del boom; no obstante, una
parte importante de lo que uno podría decir literatura de dictadores, realismo
mágico y otra clase de realismos, cierta novela urbana muy convencional, cierta
idea del escritor que triunfa en París, todo eso me repugna.
AR:
Por allí también mencionas en ese sentido a Antonio Tabucchi, a José Saramago,
a Paul Auster…
DT: Ése es el objeto mío de discusión. Yo no tengo
ningún problema con el best seller,
con Stephen King o Howard Fast; es un género que pertenece estrictamente a la
industria del entretenimiento, que vende miles o millones de ejemplares y que
finalmente termina por ser llevado al cine, y que hace que la industria
funcione. La verdad es que me vas a encontrar muy poco criticando eso; lo único
que tengo en común con ellos es que hay un objeto libro que tiene tapas duras
de cartulina, hojas de papel en el interior y que se vende en las librerías.
A mí lo que me preocupa es la literatura
llamada de calidad, mainstream,
categoría con la cual empezaría ya a discutir: a mí me parece que el control de
calidad es muy bueno en la Coca Cola ,
porque tenemos que estar seguros de que no hay vidrios adentro del envase.
La idea de literatura de calidad me parece
espantosa, y allí aparece una literatura que se supone que es sofisticada,
erudita y culta, y que es profundamente convencional y mainstream, y que genera en el lector esa idea de que cuando el
lector termina de leer una novela de Auster sale más culto de lo que era.
A mí me interesa un tipo de literatura que hace
que el lector salga más desconcertado de lo que estaba. Entonces efectivamente,
los Auster, los Tabucchi, los Sebald y los que hacen toda esa clase de
literatura son mi bestia negra, son el objeto del que yo discuto. Esta
literatura de calidad es muy problemática, porque no es ese gran best seller con el que no me intersectó
y no me importa, sino que en esta época debería representar la forma más aguda
y más interesante de la literatura, pero es todo lo contrario: la forma más
pasteurizada, más convencional, más trivial, más de nicho de mercado. Y se
genera un gran malentendido, porque es difícil definir qué es mainstream; cuando decimos Stephen King
sabemos lo que estamos diciendo, pero cuando decimos Tabucchi o Sebald —un
señor que pone fotitos en sus libros para que parezca que uno es más erudito,
más culto, cuánta cultura alemana hay detrás y qué fino— no parece ser tan
claro. Pero no, esto mismo es lo que ha sido el boom: la consagración de lo mainstream,
de lo convencional, de lo que refuerza las convenciones y las creencias, y yo
pienso que la literatura es aquello que irrumpe para poner en disrupción las
creencias cotidianas y no para reforzarlas, una experiencia radical de la
literatura.
AR:
Dices que la vanguardia, la literatura terminó haciendo muchas concesiones, se
banalizó y se convirtió en certezas. ¿Qué planteamiento propones para una
literatura de izquierda que rompa con ese esquema?
DT: Es muy heterogéneo lo que yo llamaría
literatura de izquierda, porque tiene en común cosas negativas: por ejemplo, cuando
leo una novela que expresa un malestar frente al estado de la sintaxis,
encajaría en lo que yo llamó literatura de izquierda. Ahora, la forma de
expresar el malestar es diversa y múltiple, porque justamente no es un manual
de estilo prescriptivo que diga “tienes que escribir así o asado”; yo menciono,
cuando discuto con el escritor, cuando elogio o pongo el valor en escritores
argentinos que me interesan —porque el libro habla de Argentina, y salió para
discutir sobre cultura argentina—, como Manuel Puig, Copi, Osvaldo Lamborghini,
por decir algunos de los sesenta, o César Aira, Fogwill o Libertilla, por mencionar
a algunos más contemporáneos, destaco que son muy heterogéneos y en algunos
puntos incompatibles; sin embargo, todos comparten esta sensación de sospecha
radical frente al estado de la frase, al estado de la sintaxis en la literatura
contemporánea, a pensar muy detenidamente qué palabra viene después de la otra,
y no a dejarse llevar por las convenciones de contar una historia, que hay una
trama más o menos atrapante, de que uno pueda saber de qué se trata un libro.
Los grandes libros tratan de múltiples cosas a la vez, siempre con un espacio
de incertidumbre, de vacilación; o sea, la literatura de izquierda es la que
pone en estado de vacilación a la lengua. Eso me interesa, y eso hay múltiples
formas, no hay una sola, no hay un único camino. Pero comparten estos
escritores este estado de sospecha frente a lo convencional, la creencia
actual.
AR:
Has practicado el periodismo; ¿cómo lo has vinculado con la literatura?
DT: No tienen ninguna relación para mí; el
periodismo es un ganapán que valoro mucho: tengo dos hijos, vengo de una clase
baja y necesito ganarme el pan. Por lo tanto, no es despectiva la idea de ganapán:
le tengo mucho respeto, intento trabajar lo mejor posible y soy muy serio. He
dirigido suplementos culturales, el canal cultural de la televisión de Buenos
Aires cuando hubo un gobierno de izquierda, y cuando vino la derecha me echó.
Entonces, me lo tomo muy en serio y cuando digo
ganapán no debe entenderse como algo despectivo, pero sí como lo que es: mi
oficio.
Ahora, una diferencia tremenda entre el
periodismo y la literatura es que yo no conozco a nadie que haga periodismo
gratis; yo no escribiría una coma gratis. Pero conozco a todos mis amigos, y
aun yo mismo, que escribimos literatura gratis. Empezamos escribiendo gratis, y
cuando escribimos no lo hacemos para ganar plata, y entonces es un accidente si
que escribo se publica, si tiene éxito o no. Desde el comienzo hay una
gratuidad en la literatura que no existe en el periodismo.
Entonces no veo le encuentro en mí una
relación; pero hay escritores que sí, y hay de los dos lados. Hay escritores
que en el periódico han sido muy benéficos, como en el caso del escritor
argentino Roberto Arlt, que ha sido un gran cronista y uno de los cruces entre
ambos oficios, y también hay escritores que han hecho esto de no pensar las
frases: el periodismo no permite pensar demasiado las frases.
En mi caso personal, en los últimos cinco años
escribo todos los domingos una columna literaria en el suplemento cultural del
diario Perfil, de Buenos Aires, y que
es periodismo, cuatro mil 700 caracteres, pero que es un periodismo muy
particular porque es una columna de opinión literaria en la que hago lo que
quiero. A estas alturas me siento que es mi casa esa columna, en la que me
permito ciertos guiños que nunca había hecho antes en el periodismo más
estricto: fui creando una especie de personaje que es una puesta en escena de
mí mismo, que es una especie de antihéroe que siempre mira lateralmente, que a
los demás les va bien y a él no, etcétera. Con el paso de los años, pese a que ha
sido bastante difícil mantener la columna durante seis años, ha generado un
grupito de lectores que yo me doy cuenta que van leyendo lo que voy escribiendo
y van jugando con ese personaje. Es lo más parecido de lo que yo pude sostener
en relación a lo literario en el periodismo.
Fui editor de suplementos culturales o del
canal de televisión, incluso trabajé en la revista deportiva El Gráfico. Bueno, eso es periodismo y
no tiene casi ninguna influencia sobre mi literatura. De hecho, varias veces me
han ofrecido compilar estas columnas en libro, pero por ahora yo he dicho que
no.
AR:
Tu libro es una crítica a la literatura argentina; pero, por lo que conoces de
literatura de otros países y regiones, ¿podría extenderse a otros lugares?
DT: Cuando yo publiqué este libro, que yo decía
que era para hablar de literatura argentina, fue el libro del año en Chile. Fue
lo que me llamó la atención: cuando yo pregunté: “¿Qué habrán entendido en
Chile, si estoy hablando sólo de autores argentinos, la mitad de ellos autores
que me interesan a mí, y debo reconocer que no son autores célebres sino
periféricos, marginales, oscuros, fracasados (no todos: Puig es una celebridad)?”.
Pero si te digo Ricardo Zelarayán no te va a decir nada y probablemente no le
diga nada a la inmensa mayoría de los lectores argentinos.
Entonces, cuando salió elegido el libro el editor
del suplemento cultural de El Mercurio
me hizo una entrevista, y yo le empecé a preguntar a él y se invirtieron los
roles. “¿Qué entendiste de este libro?”. Y me empezó a decir: “Tú mencionas a
tal escritor con estas características y que es un escritor de mercado, que
escribe novelas convencionales; en Chile hay uno igual”.
Yo no lo había pensado. Bueno, ahora con
ediciones en Brasil, Francia. México, España y en cada país con diferentes
editoriales, a donde voy veo que ese fenómeno se replica: yo había metido el
dedo en la llaga sin saberlo. Esto es interesante para un libro en el sentido
de que tuvo un alcance imprevisto, no en el sentido del éxito y de que este
libro iba a vender 10 millones de ejemplares —este libro no los ha vendido, ha
sido un fracaso en siete idiomas, podría decirse—, sino de que sí tuvo éxito en
describir un fenómeno de literatura, de sociología de la literatura o de
funcionamiento de un campo literario. Yo no lo tenía pensado, quizá por ser un
típico argentino megalómano que siempre pensaba para nosotros, y me era muy
difícil ponerme a pensar que en España, en México o en Chile pasan cosa
parecidas.
*Entrevista publicada en Replicante, noviembre de 2011.
1 comentario:
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