El
camino hacia una democracia germinal
Entrevista
con José Woldenberg*
Por
Ariel Ruiz Mondragón
La
trayectoria que ha seguido la democracia en nuestro país ha sido
motivo de las más diversas interpretaciones y periodizaciones por
parte de estudiosos del desarrollo de la política mexicana.
José
Woldenberg reúne dos facetas muy importantes para el conocimiento de
nuestra transición: por una parte es un experimentado estudioso de
la política nacional, y por otra un protagonista relevante de la
democratización por su actuación como Consejero Presidente del
Instituto Federal Electoral (IFE) entre 1996 y 2003.
Con
él Este País sostuvo
una charla acerca de su libro Historia mínima
de la transición democrática en México (El
Colegio de México, 2012), en el que resume sus principales tesis
acerca de las principales transformaciones políticas que ha vivido
México en las últimas décadas.
Woldenberg
(Monterrey, 1952) es doctor en Ciencia Política por la Facultad de
Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, de la que también es
profesor. Fue presidente del Instituto de Estudios de la Transición
Democrática y director de la revista Nexos.
En 2004 recibió el Premio Nacional de Periodismo en la categoría de
Reportaje y Periodismo de Investigación, y en 2008 la Gran Cruz de
la Orden de Isabel la Católica, que otorga el gobierno español. Ha
colaborado en publicaciones como Unomásuno,
La Jornada, Punto
y Reforma. Es autor de
al menos 15 libros y coautor de otro número igual.
Ariel
Ruiz (AR): ¿Por qué hoy escribir y publicar un libro como el suyo?
José
Woldenberg (JW): Creo que si hay un fenómeno
en México que ha sido mal comprendido en los últimos años es
precisamente el de la transición democrática. En la prensa, en la
academia y no se diga en la política, el término se usa con una
ligereza absoluta: hay quienes dicen que la transición no ha
empezado, que se desvió, que está interrumpida y se confunde a la
transición con la alternancia.
Lo
que hace este libro es tratar de fundamentar una tesis central: la
transición democrática es un episodio de la historia de México que
transcurrió entre 1977 y 1997. Eso fue lo que hizo posible la
alternancia en la Presidencia de la República.
Es
una tesis que es controvertible, pero creo que hay suficientes
fundamentos en el libro como para sostenerla.
AR:
Me interesa este asunto de la periodización: hay quien la data desde
1910, otros desde 1968...
JW:
Si es desde 1910 hasta la actualidad, no tiene ningún caso: un
periodo de 100 años no puede ser transicional.
AR:
Usted estima que en 1997 se acabó y se consolidó la transición
democrática. ¿Cuál es el criterio principal para hacer esa
afirmación?
JW:
Porque en esos 20 años se modificaron las normas, las instituciones
y la correlación de fuerzas políticas. Entonces, lo que era un
diseño constitucional de una democracia republicana pudo hacerse
realidad de manera germinal. ¿Por qué? Lo que yo sostengo es que en
México faltaban dos piezas para que la normatividad constitucional
se hiciera realidad: un sistema de partidos plural y competitivo, y
un sistema electoral capaz de procesar, de manera fiel, equilibrada y
equitativa los resultados que emergieran de las urnas.
Creo
que las reformas políticas de 1977, 1986, 1989-90, 1993, 1994 y 1996
cumplen un ciclo. No quiero decir que no hubo zigzags a lo largo de
esos 20 años, ni tampoco, por supuesto, que no hubo conflictos; por
el contrario, estos fueron acicates de las reformas.
Tampoco
quiero decir que haya habido una mentalidad que haya delineado de
principio a fin lo que iba a pasar. Pero si uno ve al México de
antes de 1977 y al de después de 1997 se podrá dar cuenta de los
enormes cambios. Al respecto, al final del libro viene una serie de
cuadros que, creo yo, resultan muy elocuentes. Los sintetizo: si en
1977 todos los presidentes, todos los gobernadores, todos los
senadores y más del 80 por ciento de los diputados eran de un
partido, mientras que la oposición gobernaba cuatro municipios de un
total de dos mil 500.
Si
le damos la vuelta, en 1997 ya había gobernadores de por lo menos
tres partidos políticos distintos; en la Cámara de Diputados nadie
tenía mayoría absoluta; en la Cámara de Senadores había cierto
pluralismo, y cientos de municipios eran gobernados por el PRD o por
el PAN. Lo que yo trato de hacer en el libro es explicar este
proceso.
AR:
También se podrían incluir a la institución organizadora de las
elecciones...
JW:
Sí, claro. Entre la Comisión Federal Electoral (CFE) y el Instituto
Federal Electoral (IFE) hay una enorme diferencia: la CFE era, para
todo fin práctico, una extensión de la Secretaría de Gobernación,
incluso presidida por el titular de ésta; en 1997 el gobierno salió
de la organización de las elecciones.
También,
por ejemplo, en 1977 no había ninguna vía jurisdiccional para
desahogar las controversias electorales; para 1990 y 1996 se
construyó el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación,
que en 20 años tuvo sus dos antecedentes: el Tribunal de lo
Contencioso Electoral y el Tribunal Federal Electoral.
AR:
Y también conviene recordar cómo funcionaba el Colegio Electoral.
JW:
Veníamos de unas elecciones donde los diputados y los senadores
calificaban sus propias elecciones, y la elección presidencial la
calificaba el Colegio Electoral integrado por los diputados; era una
calificación (así se le llamaba) política. Hoy tenemos una
calificación absolutamente jurisdiccional, que creo fue una reforma
que se hizo muy a tiempo porque era evidente que un cuerpo político
(como el Colegio Electoral) seguía una lógica política. Los
diputados están agrupados en grupos parlamentarios. ¿Qué hubiera
pasado en un Colegio Electoral sin mayoría absoluta? Creo que en
buena hora se construyó una vía jurisdiccional para desahogar los
conflictos en esta materia.
AR:
Saliéndose de las “concertacesiones” que menciona en el libro.
JW:
Yo ahí menciono que las “concertacesiones” tenían una cara
buena y una mala. La primera: la gente iba y votaba, las autoridades
decían normalmente que había ganado el PRI, y luego estallaba un
conflicto de enormes dimensiones. No había una vía institucional
para resolverlo. La cara buena de la “concertacesión” era que la
Presidencia de la República y el líder del partido opositor
(normalmente el PAN) y el PRI se ponían de acuerdo, desmontaban el
conflicto y seguían adelante. Los dos casos paradigmáticos fueron
Guanajuato y San Luis Potosí.
¿Cuál
era la cara mala de esa fórmula, y que era la que más pesaba? Que
por esa vía se desnaturalizaba y se degradaba la propia actividad
política; lo único que se hacía era alimentar el círculo de
descrédito en el que estaban inmersas las propias elecciones.
Entonces,
creo que haber construido una vía para resolver las controversias
electorales fue muy sabio, entre otras cosas porque nadie puede
pretender acabar con los conflictos; lo que se requiere es una vía
para su solución.
AR:
Desde el inicio del libro usted hace algunas anotaciones sobre las
peculiaridades de la transición mexicana respecto a las transiciones
europeas y sudamericanas. ¿Cuál diría que es la gran peculiaridad
del caso mexicano respecto a esas transformaciones? A la vez ¿cuáles
similitudes tiene con ellas?
JW:
A mí lo que me llamaba mucho la atención es que se reconoce que en
el mundo hubo una serie de transiciones democráticas, y en México a
nosotros nos ha costado trabajo reconocer la nuestra. Quizá se deba
a su peculiaridad porque, a diferencia de lo que sucedió en la Unión
Soviética o en sus países satélite, y a diferencia de lo que
sucedió en Europa meridional (estoy pensando, sobre todo, en
Portugal y España), en nuestro país nunca fue necesario un acto
fundacional, es decir, una nueva Constitución. En aquellos países
esto era imprescindible porque las dictaduras de izquierda y de
derecha establecieron, en sus textos constitucionales, definiciones
antipluralistas. En el caso de la Unión Soviética se establecía en
la Constitución que el Partido Comunista era la vanguardia del
pueblo llamado a gobernar, y punto. No había espacio para el
pluralismo. En España y en Portugal sucedía algo similar.
México,
entonces, se diferencia de aquellas experiencias en que nosotros, por
fortuna, sí teníamos una Constitución democrática,
representativa, republicana, federalista; lo que hacía falta era
convertir esos preceptos constitucionales en realidad. Y eso fue lo
que sucedió en los 20 años que refiero: la construcción del
sistema de partidos y del sistema electoral.
Con
los países de América Latina también hay diferencias muy marcadas.
En los casos de Argentina, Uruguay y Chile, por ejemplo, lo que había
sucedido era que dictaduras militares habían interrumpido la vida
democrática de esos países. Entonces, la transición, de alguna
forma, fue una vuelta a realidades ya vividas: las dictaduras
militares habían acabado con las elecciones, habían ilegalizado a
los partidos políticos, habían conculcado las libertades y los
derechos. Lo que allí sucedió fue una vuelta a las realidades que
habían cancelado los militares.
En
el caso mexicano no, porque, en primer lugar, nunca fuimos una
dictadura sino un régimen autoritario; en segundo lugar, porque en
México se inventaron nuevas realidades: el sistema de partidos
equilibrados fue una novedad entre nosotros.
Las
similitudes: creo que todas estas transiciones tienen un tronco
común: fueron capaces de desmontar regímenes autoritarios,
dictatoriales o totalitarios por una vía fundamentalmente pacífica,
sin el recurso de la violencia. Eso, en su momento y creo que hoy
también, debería ser subrayado porque fueron procesos de cambio muy
profundos por una vía transicional; es decir, de un cambio gradual y
normalmente pactado entre fuerzas políticas diversas. En México
sucedió algo similar.
AR:
Dice usted que en México que la Constitución que tenemos es una
república democrática, federal y representativa. Pero más adelante
cita a Jorge Carpizo sobre el presidencialismo exacerbado en el que
estaba recargado el autoritarismo mexicano. Pero ¿la Constitución
facilitó la transición democrática? Porque en este asunto del
presidencialismo, por ejemplo, no ha cambiado mucho.
JW:
Yo creo, a diferencia de usted, que el presidencialismo ha cambiado
de manera radical en México. Es decir: hay mucha gente que dice que
el cambio en México fue solamente electoral; yo lo que les contesto
es que eso es no entender la centralidad que tiene lo electoral en el
conjunto del régimen político, porque ni sólo pasamos de un
sistema de partido hegemónico a un sistema equilibrado de partidos;
ni sólo pasamos de elecciones sin competencia a elecciones altamente
competidas, ni únicamente pasamos de un mundo de la representación
monocolor a un mundo de la representación plural.
Los
propios poderes constitucionales se modificaron de manera radical:
pasamos de un presidencialismo todopoderoso, o que, por lo menos,
tenía capacidad para subordinar al resto de los poderes
constitucionales (estoy hablando de la Corte, del Congreso, de los
gobernadores, etcétera) a un presidencialismo acotado por los otros
poderes constitucionales.
Por
ejemplo (estoy pensando en los años sesenta y setenta), si el
Presidente de la República enviaba una iniciativa al Congreso, usted
o yo podíamos apostar mil a uno a que esa iniciativa iba a
prosperar; hoy, si el Presidente no llega a acuerdos con alguna otra
fuerza política, simple y sencillamente no puede hacer prosperar sus
iniciativas en el Congreso.
También
el Congreso se modificó: durante muchos años el Congreso, en lo
fundamental, estuvo subordinado a la voluntad presidencial; hoy, como
es habitado por un pluralismo equilibrado, su mecánica corresponde a
la correlación de fuerzas que allí exista, ya no a los caprichos
del titular del Poder Ejecutivo.
Incluso
digo que la Suprema Corte de Justicia de la Nación en materia
política no jugaba en México, porque el gran árbitro de los
asuntos políticos cuando había conflictos era el Presidente. En los
últimos años hemos visto conflictos entre la Cámara de Diputados y
el Presidente de la República; por ejemplo, cuando una alianza
PRD-PRI aprobó un presupuesto y el presidente Vicente Fox no estuvo
de acuerdo, el asunto acabó en la Corte. Ésta es hoy un auténtico
árbitro entre poderes constitucionales, y todo eso también sucedió
en estos 20 años.
AR:
Y en el ámbito electoral igual con el tribunal...
JW:
Creo que los cambios todos los tienen a la vista: hoy tenemos un
padrón que es vigilado en 333 comisiones de vigilancia, cuando antes
el padrón era una fuente de desconfianza absoluta. Antes toda la red
electoral se tejía desde la Secretaría de Gobernación; hoy, además
del funcionariado del IFE que está en los consejos locales y en los
consejos distritales, en cada elección se crean consejos electorales
locales y consejos distritales que son, digamos, las máximas
autoridades en esos niveles, y además se encargan de vigilar el
comportamiento del servicio civil de carrera del IFE.
¿Quién
está en las casillas? Antes, en 1988, el secretario de Gobernación
nombraba al presidente y al secretario de los consejos distritales y
locales, y éstos nombraban al presidente y al secretario de las
mesas directivas de casilla. Hoy eso ya no ocurre.
Y
por allí me podría seguir, pero creo que eso está muy a la vista.
AR:
También se habla del aumento del poder de los gobernadores. En este
sentido, ¿en qué medida esta vertiente nacional de la transición
democrática se ha reflejado a nivel de los estados? Porque se habla
de muchos caso de control de los Ejecutivos de los estados sobre los
otros poderes. A nivel subnacional, ¿cómo ha sido el proceso
democratizador?
JW:
Tiene usted toda la razón en apuntar en esa dirección porque, en
efecto, aunque el libro hace alusión a algunos conflictos locales,
en lo fundamental sigue el hilo federal. Y es cierto: México es un
mosaico muy desigual.
Yo
creo que este proceso transicional ha tocado al país de norte a sur,
de este a oeste. Si uno se asoma a los estados de la República,
también la situación ha cambiado pero en diferentes grados. Éstas
son realidades que no siempre cambian en un solo sentido.
Si
se dice que en muchos estados de la República hoy muchos
gobernadores tienen más poder que en el pasado, puede ser cierto,
entre otras cosas porque tienen márgenes de autonomía mucho mayores
en relación al Presidente de la República. Por desgracia, en muchos
estados los contrapesos diseñados no están funcionando como a nivel
federal.
¿A
qué me refiero? Al Congreso local, al comportamiento de los
presidentes municipales y al instituto electoral, a la comisión de
derechos humanos, al instituto de transparencia de una entidad. Allí
sigue habiendo una tensión: muchos gobernadores y muchos congresos
locales —incluso a veces también la Presidencia o el Congreso
federal— no se acostumbran a vivir con entidades autónomas, y
entonces quisieran que, más bien, fueran correas de transmisión de
la voluntad del gobernador, en algunos casos del congreso y en otros
de los partidos.
Entonces
sí hemos vivido experiencias en las que la comisión de derechos
humanos de un estado es encabezada por un amigo o incondicional del
gobernador, y por esa vía se atrofian las facultades de vigilancia
que debería tener aquel organismo. En muchos casos hemos visto
institutos electorales donde las fuerzas políticas se reparten los
integrantes de su consejo.
Son
procesos contradictorios, y uno de los asuntos, como usted bien lo
señala, es voltear los ojos a muchas entidades del país donde ha
habido una especie de concentración del poder por parte de muchos
gobernadores.
AR:
En sentido contrario, ¿cómo el proceso democratizador vino del
poder local? Al final usted toma un cuadro tomado del libro de Alonso
Lujambio, El poder compartido,
que hace referencia a cómo fue creciendo la representación de los
partidos en los municipios. ¿Cómo fue esa influencia de los cambios
locales en los federales?
JW:
El cambio vino de abajo hacia arriba, y de la periferia al centro,
entre otras cosas porque en el Distrito Federal no había elecciones
propias. A finales de los años setenta y principios de los ochenta,
partidos diferentes al PRI empezaron a ganar ayuntamientos y a tener
una presencia mayor en los congresos locales. A partir de 1989, en
Baja California, y en los noventa, comenzaron a ganar gubernaturas.
Después fue la primera elección para nombrar Jefe de Gobierno del
Distrito Federal en 1997, y yo la coloco al fin de la transición
como uno de los elementos que, incluso, nos permiten hablar del
término de ella.
Por
eso, cuando en el año 2000 se da la alternancia en la Presidencia de
la República, es una realidad que ya se había vivido en muchísimos
municipios en un buen número de estados de la República; no era
algo absolutamente inédito.
AR:
Por otra parte, se ha construido una impresionante maquinaria
electoral que funciona, como usted dice, como reloj suizo para
organizar la elección, realizar la jornada y contar los votos. Pero
creo que atraviesa su libro la inquietud por la inequidad en la
competencia, por los recursos con que cuentan los partidos. ¿Cuál
ha sido la trayectoria de esta inequidad en la democratización del
país?, ¿que nos falta por hacer al respecto?
JW:
Creo que en este terreno también el cambio es abismal: de una
absoluta inequidad a una relativa equidad. Hablo de equidad, no de
igualdad, porque por esa vía podemos nunca acabar. No va a haber
igualdad; se trataba, entendía yo, desde el inicio, de crear un piso
de equidad. ¿A qué se refería esto? A los recursos económicos con
los que iban a contar los partidos y a su acceso a los grandes medios
masivos de comunicación. Veamos si fue o no equitativa en esos
términos la última elección.
El
financiamiento que recibieron PRI, Verde, PRD, PAN, Movimiento
Ciudadano, PT y Panal fue tal y como lo señala la ley, y como fue
pactado por ellos mismos. Todos recibieron recursos enormes; no hubo
queja en ese terreno. Esto quiere decir que uno de los basamentos de
la equidad, que es el financiamiento hacia los partidos políticos,
se cumplió.
El
otro es el tema de los medios; dividámoslo en dos momentos:
precampañas y campañas. Allí hay dos grandes esferas: los tiempos
oficiales, los spots
que todos vimos, y el comportamiento de los noticiarios de radio y
televisión.
¿Qué
sucedió en términos de la catarata de spots
que vimos tanto en la precampaña como en la
campaña? Pues que se transmitieron tal y como dice la ley, con altos
grados de cumplimiento por parte de las televisoras y radiodifusoras,
monitoreadas por el IFE, y no hubo queja. El tiempo se reparte 70 por
ciento proporcional al número de votos obtenidos en la última
elección, y 30 por ciento de manera igualitaria. Y los partidos no
reclamaron en ese periodo.
Paso
a la otra esfera: ¿qué pasó con el comportamiento de los
noticiarios de radio y televisión, que el IFE también monitorea?
Según los informes del IFE, en la precampaña y en la campaña la
cobertura fue equilibrada, fue equitativa; eso está medido. Esto se
dio los cinco meses antes de la elección.
Lo
anterior quiere decir que en materia de medios y dinero el asunto
funcionó.
¿Cuál
es, sin embargo, el tema que sigue vivo? El de una presunta
connivencia entre las televisoras y un candidato, Enrique Peña
Nieto, postulado por el PRI, que sucedió antes de esos meses. Creo
que esto refleja un problema al que hay que entrarle, y para
atenderlo la legislación electoral queda corta.
Hay
que pensar en serio en una legislación moderna para los medios
masivos de comunicación. En México seguimos con una Ley Federal de
Radio y Televisión, por un lado, y con una Ley de Telecomunicaciones
por otra. Es absurdo; hay que integrarlas, hay que generar un órgano
regulador, hay que abrir puertas para que haya más emisores (es
decir, inyectarle pluralismo) y, eventualmente, construir también
una cadena pública de televisión y radio que pueda hacer contrapeso
a las privadas.
¿Qué
es lo que quiero decir con esto? Sin negar que hubo una especie de
sobreexposición de un candidato antes de la precampaña, yo creo que
si uno lo ve fríamente, los dos pilares de la equidad, el dinero y
los medios masivos, en la etapa de la campaña fueron bastante
equilibrados.
AR:
Hablemos de los medios de comunicación: ¿qué papel han desempeñado
en esta historia de la transición democrática mexicana?
Efectivamente, antes la cobertura del ciento por ciento era para el
PRI y hoy ya hay equidad. Pero también se señala la gran
concentración de la propiedad de los medios electrónicos.
JW:
En una primera etapa los medios fueron usufructuarios, beneficiarios
y acicate del cambio político. La irrupción del pluralismo les
benefició, ampliaron los márgenes de su libertad, sin duda alguna,
y ellos mismos fueron capaces de reproducir mejor esa coexistencia de
la diversidad.
Pero
tenemos un problema: que, sobre todo si hablamos de las televisoras,
son muy poderosas, y se ha dado un fenómeno (quizá esté
caricaturizando) en donde pasamos de una subordinación de esos
medios a la voluntad presidencial, a una soberbia de los medios, que
en muchos casos han presionado y chantajeado a partidos políticos y
hasta a competidores de los medios de una manera muy alevosa.
Es
por eso que yo creo que los medios seguirán siendo importantes, pero
necesitamos un marco regulador que fomente la responsabilidad de los
medios y que nos ayude a aclimatar las relaciones políticas plurales
en México.
En
este tema hay que recordar lo siguiente: en el año 2006, si mal no
recuerdo, se aprobaron reformas a la Ley Federal de
Telecomunicaciones y a la Ley Federal de Radio y Televisión. Más de
un tercio de los senadores se inconformaron y fueron a la Corte
señalando que eran reformas inconstitucionales. En el año 2007 la
Corte dijo que ambas leyes federales contenían artículos
anticonstitucionales, y los dio de baja.
Han
pasado más de cinco años, y el Congreso no ha sido capaz de llenar
esos huecos que dejó la Corte. Algo nos está diciendo eso: que ha
habido negligencia, temor o falta de visión para generar una
legislación de medios a la altura de las necesidades de un país
complejo, diverso y moderno como es México.
AR:
Usted pone el acento en los factores institucionales, especialmente
en los partidos. Pero también menciona algunos movimientos sociales,
ciudadanos, sindicales y hasta la guerrilla. ¿Cómo han influido en
la transición democrática?
JW:
En el libro se señala que conforme las elecciones se fueron
convirtiendo cada vez en más competidas, muchas organizaciones
civiles empezaron a demandar procesos electorales imparciales,
limpios, transparentes y equilibrados; e incluso hubo una ola de
observación electoral que mucho contribuyó a los cambios que se
vivieron a lo largo de esos años.
Es
decir, las elecciones dejaron de ser un asunto sólo de los políticos
y de las constelaciones partidistas; le importaron, y mucho, a grupos
de la sociedad organizada que pelearon por procesos electorales
limpios —para decirlo en una palabra—, y creo que sin esa
contribución tampoco se entiende el proceso de transición
democrática.
AR:
Para concluir: ¿dónde estamos hoy en materia democrática? ¿cómo
podemos mejorar nuestra democracia?
JW:
Yo creo que México vive en una germinal democracia, pero ésta tiene
el peligro de desgastarse. No lo digo yo, lo dicen el Programa de las
Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) y la Comisión Económica
para América Latina y el Caribe (Cepal): estamos detectando un
malestar en la democracia. Tememos que se pueda convertir en un
malestar con la democracia, y yo creo que eso hay que tomárselo muy
en serio.
Yo
llamo a valorar lo que hemos construido en esta materia, pero no a
cerrar los ojos a que hay muchísimas realidades que están
adelgazando el aprecio hacia la misma.
Yo
diría que hay cinco grandes terrenos para reflexionar sobre nuestra
democracia, dos que tienen que ver con la comprensión y tres que son
los más difíciles.
El
primero es que desgasta el aprecio por la democracia el no comprender
lo que hemos vivido, y en esa vertiente está escrito este libro.
Sintámonos orgullosos de lo que construimos y de lo que fuimos
capaces de deconstruir: pasamos de un régimen autoritario a una
germinal democracia.
Segundo,
también en ese terreno: según diferentes estudios, no hemos
entendido lo que es la democracia. Por ejemplo, encuestas como el
Latinobarómetro, cuando se nos pregunta a los mexicanos si puede
haber democracia sin partidos o sin Congreso, la mitad de los
encuestados dicen que sí. Quiere decir que no se ha entendido que la
democracia es una forma de gobierno que requiere de partidos, de
políticos y de parlamentos para ser tal.
Pero
quizá las anteriores no sean los problemas más importantes sino los
siguientes tres: primero, tenemos problemas de crecimiento económico
suficiente, y eso lo que genera es que no crece el trabajo formal
sino el informal; que muchos jóvenes no encuentren colocación en el
mercado laboral formal y tampoco en el sistema educativo a nivel
superior, y que hayamos vivido migraciones millonarias. Al no crecer
nuestra economía, las condiciones materiales de vida de la gente no
mejoran, y eso por supuesto genera un malestar.
Segundo,
como bien lo ha dicho la Cepal, somos un continente, no sólo un
país, con una escasa cohesión social, marcado por desigualdades
abismales; no hay un sentimiento de pertenencia a una comunidad sino
al revés: son grupos, pandillas, clases que no se reconocen en los
otros. También dice la Cepal, creo que con razón, que en ese marco
de una frágil cohesión social es difícil la reproducción
democrática.
Tercero,
los problemas de gobernabilidad: por supuesto que es más difícil
gobernar en democracia que en autoritarismo; en éste una voz manda y
ordena, y los demás a callar. Aquí no: la democracia es un
laberinto donde hay que construir mayorías a partir de que existen
diagnósticos, propuestas, ideologías y sensibilidades distintas.
Entonces,
creo que estos tres problemas: la falta de crecimiento económico, el
déficit de cohesión social y los problemas de gobernabilidad,
pueden estar influyendo en el malestar con el que se vive la germinal
democracia mexicana.
*Entrevista
publicada en Este País,
núm. 256, mayo de 2013.
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