Los paraísos
artificiales en la modernidad
Entrevista con
Juan Cajas*
Por Ariel Ruiz
Mondragón
Desde
que Estados Unidos procedió a la prohibición de ciertas sustancias
el mundo entró en un severo conflicto debido a la persecución que
ello implicó. Con el paso del tiempo, personas y luego bandas
perfectamente organizadas se dedicaron al trasiego de las drogas, lo
que se convirtió en un gran negocio para esos grupos, que también
aumentaron su poder incluso en los ámbitos internacionales.
Esa
interdicción ha tenido profundas repercusiones culturales, mismas
que han implicado un profundo rompimiento con el uso que
anteriormente se le daba a las drogas, especialmente el de
autoconocimiento. Con ello se han difundido grandes prejuicios
sociales que sólo han profundizado “una crisis de cultura y
civilización” cuya superación no llegará si se insiste en el
modelo prohibicionista.
Tras
una espléndida investigación de campo en la que indagó sobre las
vivencias y supervivencias de los narcos colombianos avecindados en
Nueva York en busca del sudamerican
dream —dejar la pobreza y hacer
fortuna en Estados Unidos mediante el tráfico de estupefacientes—,
Juan Cajas ha realizado un estudio antropológico sobre el tráfico y
consumo de sustancias ilícitas. Es, también, una reflexión sobre
las drogas y el alivio que proporcionan los paraísos artificiales a
la incertidumbre generada por la modernidad. El libro que recoge lo
anterior se titula El truquito y la
maroma, cocaína, traquetos y pistolocos en Nueva York. Un
antropología de la incertidumbre y lo prohibido
(México, Conaculta, INAH, Miguel Ángel Porrúa, 2004, y que acaba
de ser reeditado en Colombia por la Universidad del Cauca).
Sobre
este original e imprescindible trabajo sostuvimos una charla con el
autor, en el que se trataron temas como los riesgos que corrió en su
investigación, los efectos de la cultura del miedo generada por el
narco sobre la democracia, la economía del trasiego y, en general,
de los encuentros y desavenencias entre la modernidad y las drogas
ilícitas.
Cajas
es profesor-investigador del Departamento de Antropología de la
Universidad Autónoma del Estado de Morelos y miembro del Sistema
Nacional de Investigadores. Con El
truquito y la maroma… obtuvo el
Premio Fray Bernardino de Sahagún, otorgado por el Instituto
Nacional de Antropología e Historia.
Ariel
Ruiz (AR): ¿Por qué escribir y publicar un libro sobre el
narcotráfico y las drogas?
Juan
Cajas (JC): Pienso que reflexionar
acerca del narcotráfico es una necesidad de nuestro tiempo. Te diré
por qué: primero, porque es una forma de tomar partido frente a uno
de los problemas más importantes de la agenda pública del mundo
actual, y donde la opinión de los antropólogos debe ser tomada en
cuenta, pues contribuye a eliminar la narcofobia a que nos someten
las autoridades, permitiendo ubicar el problema en una dimensión más
clara, sobre todo por el énfasis que se hace en el papel de la
cultura.
La
antropología nos permite desconstruir desde los escenarios de
formación de violencia, los procesos culturales concretos que
coadyuvan en la formación de los grupos delictivos en las distintas
regiones del orbe. Los antropólogos pueden ayudar a dar luz sobre
los mecanismos culturales que permiten configurar a las empresas red
del crimen organizado, desbrozando el camino de lecturas apresuradas,
basadas en modelos obsoletos, tanto médico sanitarios como
penológicos y represivos.
AR:
Su trabajo de campo en las calles de Nueva York es extraordinario.
¿Qué riesgos corrió durante su investigación? Incluso en algunas
partes del libro, como al final, se habla de prisas por abandonar la
urbe, de frecuentes cambios de domicilio, por ejemplo.
JC:
Siempre me preguntan por los riesgos, que fueron muchos, desde luego.
El más grave, quizá, fue trabajar en situación de clandestinidad,
asumiendo la cotidianidad de mis informantes durante largos nueve
meses, sin más respaldo que las medidas de seguridad que puse en
marcha para proteger la realización del trabajo de campo, mi
integridad y la de mis informantes.
Aunque
disponía de credenciales académicas, no sé hasta qué punto podría
haber librado mi condición de cómplice pasivo en caso de haber sido
detenido en algún operativo policíaco en Estados Unidos. Ésas son
posibilidades que los antropólogos calculamos. Si hubiera hecho caso
de las advertencias de mis maestros o amigos, seguramente no hubiera
realizado el trabajo, y tal vez habría terminado haciendo
antropología de gabinete, lo que no es mi caso, afortunadamente.
Recuerdo
que William Thomas, uno de los precursores de la sociología de
Chicago, señalaba: “Si los hombres definen las situaciones como
reales, sus consecuencias son reales”. En ese sentido, una forma de
eliminar el riesgo fue definiendo estrategias de seguridad,
prescindiendo de recursos tradicionales, como el uso de cuestionarios
y grabadoras, privilegiando la recuperación rápida de la
información en forma escrita y poniéndola a buen recaudo. El oficio
del antropólogo evoca, en algunos casos, al peligro como vocación.
Obviamente no recomiendo a nadie la realización de este tipo de
trabajos.
En
mi caso lo hago por convicción propia; escribía Lévi-Strauss que
la antropología era el arte de danzar al borde del abismo.
AR:
Usted señala que el narcotráfico y la prohibición generada por el
Estado instalan al ciudadano en una cultura del miedo. ¿Cómo afecta
esto a la democracia?
JC:
Un ciudadano temeroso deviene en un ciudadano apático, distante de
los procesos participativos; cede con facilidad ante la amenaza. A
raíz de la ejecución del candidato priísta a la gubernatura de
Tamaulipas, Rodolfo Torre Cantú, por ejemplo, en un estado donde la
disputa de los cárteles es feroz, es casi normal prever la ausencia
de los ciudadanos en las mesas de votación, temerosos a un ataque
sorpresivo del crimen organizado.
El
chantaje a través del miedo funge como una amenaza a la libertad de
expresión, y a la libertad de decidir. A reserva de lo que
investiguen las autoridades, uno podría plantear hipotéticamente
que detrás del crimen se ocultan intereses que buscan desestabilizar
las instituciones en Tamaulipas. Recordemos que en Cuernavaca, hace
cosa de algunas semanas, las amenazas del narco a través de
narcomantas y mensajes en las redes sociales obligaron a un “toque
de queda” de la población. Estos hechos suponen una fractura del
contrato social, toda vez que rebasan el papel de las instituciones.
Es
en este sentido que considero que el crimen organizado afecta el
normal desenvolvimiento de la democracia en México. No es que el
narco busque instaurar un narco Estado, hipótesis que me parece
descabellada, pero acciones como la de Tamaulipas exhiben la
capacidad del narcotráfico para intervenir en las campañas y
modificar mediante el chantaje el escrutinio popular, sin que el
gobierno federal intervenga o resuelva el problema.
AR:
En el viaje por el mundo del narco en Nueva York tuvo un Virgilio que
lo guió, “Garfield”. ¿Cómo lo conoció?
JC:
¿Qué te digo? Garfield es un personaje único, diría que
irrepetible. Tanto así que en algunas entrevistas siempre me
preguntan si es real o ficticio. El año pasado fui a visitar su
tumba con el objeto de constatar si en efecto, como me habían dicho,
se había transformado en un hacedor de milagros. Con sorpresa
descubrí la existencia de placas en bronce sobre su tumba donde
personas anónimas le agradecían por los favores recibidos. No sé
si esté en camino de la santidad. En Colombia todo es posible.
A
Garfield lo conocí en Colombia; por aquel entonces ambos militábamos
en la izquierda, generacionalmente nos identificábamos en la idea de
cambiar el mundo. Años después lo reencontré involucrado en
actividades ilegales, y dada la camaradería que nos unía, surgió
la posibilidad de investigar el submundo de sus negocios
clandestinos. Gracias a él pude acceder a diversos informantes y
conocer de cerca la parte humana, por así decirlo, de quienes habían
apostado por lo que llamo el sudamerican
dream: el ganarle a la vida a través
del truquito y la maroma.
AR:
¿Por qué el país decano en la búsqueda de la felicidad y en la
defensa de la libertad, Estados Unidos, terminó prohibiéndolas a
través de la invención jurídica que da origen al narcotráfico?
JC:
La prohibición tiene que ver con el puritanismo norteamericano; y
aunque el país tiene una larga tradición en materia de luchas por
los derechos civiles, las autoridades legislan inspiradas en los
recursos de la moral, la cual no siempre es buena consejera. El
modelo represivo penal que acompaña la prohibición responde a un
ideario religioso de pensamiento único, bajo el cual se condena a
los ciudadanos a vivir lejos de las tentaciones del mundo, es decir,
en estado de purificación o santidad, lo cual es, desde luego, un
absurdo.
Escribía
Octavio Paz que no es humano quien no haya experimentado la tentación
del viaje. Frente a la tentación, la moral culpígena sacrifica el
misterio y obliga a los sujetos a la santidad, al camino recto. Ahora
bien, no olvidemos que temas como el bien o el mal, tienen que ver
con aspectos de orden cultural que varían de un lugar a otro, y
sobre los cuales la antropología ofrece abundantes relatos
etnográficos. Vistas así las cosas, la guerra contra las drogas no
deja de emular a las antiguas cruzadas en su lucha por recuperar las
tierras santas. En nuestro caso, la prohibición busca ingenuamente
la salvación de las almas.
AR:
Efectivamente, el problema de las drogas depende en lo fundamental de
las formas como la sociedad incorpora a su cultura. ¿Cuál sería
una forma adecuada de incorporarlas a la sociedad?
JC:
Pienso que hay que desmitificar el famoso “problema de las drogas”
y plantearlo desde parámetros más objetivos, es decir, alejados de
la doble moral. Legales o prohibidas las drogas seguirán siendo
consumidas con fines recreativos, pues es una constante en la
historia humana. Considero que es obligación del Estado poner al
alcance de los ciudadanos información adecuada sobre las drogas, de
la misma manera en que debe instruirse sobre educación sexual a los
jóvenes, advirtiendo sobre los riesgos y beneficios de prácticas
protegidas.
Una
política pública basada en la prevención del riesgo puede
facilitar que nos familiaricemos con las drogas, sus efectos, riesgos
y consecuencias. No olvidemos que el consumo de drogas tiene que ver
con la soberanía del yo, es decir, con el usufructo de nuestro ego
territorial, el cuerpo. Lo que hagamos con nuestro cuerpo pasa por
una decisión estrictamente individual, en la cual el Estado no debe
tener injerencia. Sería absurdo, por ejemplo, que el Estado nos
prohibiera el uso de tatuajes o perforaciones.
AR:
Usted dice: “El negocio del narcotráfico requiere de la
prohibición”. Entonces, ¿cuáles serían los probables efectos
económicos que tendría la legalización?, ¿en la insistencia en la
interdicción no hay más razones económicas que morales o de salud?
JC:
Digamos que la legalización contribuye a romper el negocio de grupos
que lucran con mercancías prohibidas, en condiciones de gran ventaja
frente a empresarios que lucran también, pero desde la legalidad y
realizan sus contribuciones al fisco. La opinión de los
especialistas en el tema es que el Estado ejerza el monopolio sobre
el ciclo de producción, distribución y consumo de drogas. De esta
forma se rompería el negocio, pues los traficantes de lo ilícito
perderían el control sobre el comercio de las drogas. El modelo es,
claro está, el mismo que el Estado aplica sobre drogas legales como
el alcohol y el tabaco.
Pero
esto no elimina en absoluto la producción de drogas ilícitas, pues
en el caso del alcohol sabemos que existe producción en alambiques
clandestinos. Sin embargo, se desconoce la existencia de cárteles
dedicados a la producción de alcohol. La legalización probablemente
dispare el consumo en un principio, pero luego las cosas regresan a
la normalidad. Quienes trabajamos estos temas sabemos que no es tarea
fácil volverse dependiente de las drogas. Existe mucho mito en torno
a las adicciones instantáneas, y una de nuestras tareas es
justamente desmitificar el asunto.
AR:
Por una parte, usted señala que con la prohibición hubo una ruptura
con la tradición de las plantas como medios de autorreflexión y
autoconocimiento, que da lugar a la prohibición y abuso de las
drogas; pero, por otra parte, también señala que el consumo de
drogas es un acto moderno en tanto se realiza en el ámbito de las
decisiones individuales. ¿A qué se debe la ambivalencia de la
posición de la modernidad frente a la droga?, ¿hay forma de
conciliarlas?
JC:
La “sobria ebriedad”, de la que habla el filósofo español
Antonio Escohotado, rigió durante varios siglos el consumo de
drogas, sin que se convirtiera en problema de salud pública. A
través de las drogas se potenciaban los dones superiores del ser
humano; sobre este tema existe información etnográfica en los cinco
continentes. No es un secreto.
La
tradición de la “sobria ebriedad” es interrumpida por la
retórica salvacional y de buena conducta que introdujo el
cristianismo monoteísta. El Renacimiento permite recuperar el
ideario de la “sobria ebriedad” y proyectarlo sobre el escenario
de la modernidad, sobre todo en el siglo XIX, que es importante ya
que estructura el imaginario de los placeres artificiales y los
discursos sobre la ebriedad narcótica, superando, a su vez, el
tormento de los escrúpulos morales o religiosos. La muerte de Dios
abre el camino a la curiosidad sublime, pero al mismo tiempo inaugura
las políticas prohibicionistas norteamericanas, basadas en el
control del opio, primero en Filipinas, y luego en la instauración
de un modelo represivo o penal a escala mundial.
Me
preguntas si hay forma de conciliar la modernidad y el consumo:
pienso que sí. Una salida es la legalización gradual de las drogas
a nivel internacional. Asimismo, eliminar el papel de guardián moral
que Estados Unidos ejerce sobre el mundo.
AR:
¿Cuál es el papel de la salsa en la formación identitaria de los
creyentes en el Sudamerican Dream?
(Por cierto: ¿no le parece que una canción como “Vámonos pa’l
monte”, de Eddie Palmieri, puede expresar muy bien buena parte de
su libro?).
JC:
Respecto de la salsa, pienso que esta expresa una fusión
identitaria, surgida de la melancolía neoyorquina de los migrantes;
un híbrido de soledades, ausencias, pérdidas, registro de dolores y
deseos que se sumergen en el asfalto e intersticios de la gran
ciudad.
En
ese sentido, la salsa reivindica lo que Anderson llama “comunidad
imaginada”. Los temas aluden a viñetas del campo, los amigos, la
familia utópica, el bienestar campirano. El imaginario del sueño
sudamericano de la droga mitifica y sacraliza, no la vida americana,
pero si el consumo hedonista que facilitan los dólares.
Los
dólares alimentan el sueño de la prosperidad, el acceso a lo que
Palmieri señala musicalmente en esta canción que nombras: “Vámonos
pal’monte,/ pa'l monte pa’ guarachar./ Aquí en las grandes
ciudades/ se ve mucha congestión./ Pero allá en el monte mío hay
espacio y fascinación”. La antítesis, pues, de la vida americana
centrada en la ética protestante del trabajo y en el ahorro.
La
salsa es una apuesta por el truquito, la maroma y el vacilón, una
triada que encontramos ampliamente recreada no sólo en la música
sino también en la literatura. No es casual que en Colombia la
celebración de la llegada de cargamentos de droga a Estados Unidos
se celebre con grandes bacanales, donde la reina de la fiesta es
justamente la salsa.
Rubén
Blades resume bien en una frase el ejercicio circular del sudamerican
dream: “Maestra vida camará, te da y
te quita, te quita y te da”. La salsa registra el éxito de los que
“coronan” pero también de los que fracasan con su “mercancía”.
El dinero de la droga da, pero también quita. La felicidad es
instantánea. Se logra a través del dinero que fluye hacia las
comunidades de origen. Los narcos sudamericanos sacan el dinero de la
droga hacia sus países de origen. Los chinos o coreanos, no, ya que
lo invierten en Estados Unidos. Esto cambia, desde luego, el patrón
de represión.
AR:
La modernidad ha llevado a la “fría noche polar” anunciada por
Max Weber, el tiempo de la indigencia de Heidegger, el
“desgarramiento doloroso de la conciencia infeliz” de Hegel, a la
anomia durkheimiana. ¿Cómo salir de esa condición? ¿Optamos por
el pasado, una suerte de melancolía reaccionaria en la que “el
futuro es el pasado que vendrá”, incluyendo a las drogas?
JC:
No la melancolía reaccionaria, desde luego, donde todo pasado fue
mejor, y al que acuden con reiterada insistencia los predicadores o
ex misioneros para alertar sobre los perjuicios de la civilización
en las comunidades indígenas, ni la de autores como Fukuyama y el
épico fin de la historia. Pienso en el futuro, de cara al sol, con
todo y sus riesgos, incluyendo la despenalización de las drogas. La
interdicción, en lugar de liberar, condena al individuo al consumo
de sustancias adulteradas y sin control alguno. Las preocupaciones
que suscita el consumo de drogas, me parecen exageradas.
Terrible,
en cambio, me parecen las operaciones de limpieza social que grupos
paramilitares ejercen sobre los Centros de Rehabilitación de adictos
en el norte del país. Un debate a fondo sobre el tema de la
despenalización puede habilitar un discurso en el que el consumo
deje de ser visto como algo pernicioso y ruin.
Señalemos
que en épocas pasadas tanto el té como el mate o el café fueron
objetos de prohibición. Hoy en día degustamos, sin reparo alguno,
humeantes tazas de café para empezar el día. No dejo de pensar,
para el futuro que vendrá, en los efectos positivos que para las
arcas del Estado y el orden público tenga una política basada en la
despenalización del consumo de drogas. Podríamos, por ejemplo,
ahorrarnos los miles de muertos de una guerra fallida.
Recuperar
el placer de lo misterioso es una tarea cultural. Pese a la alarma y
el pánico moral de los medios de comunicación, el consumo de drogas
no opera como se muestra en los spots
de televisión. Parafraseando a Jünger, bien podemos decir que el
adolescente se encuentra con su primer carrujo de marihuana al igual
que con su primera aventura amorosa: por azar, y la mayoría de las
veces, sin condón. Tales encuentros no están previstos en el plan
romántico e ingenuo de la familia tradicional, sino en la
cartografía de lo prohibido.
*Entrevista
publicada en Replicante,
julio de 2010.
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