lunes, mayo 19, 2014

Una democracia autoritaria y oligárquica. Entrevista con Lorenzo Meyer





Una democracia autoritaria y oligárquica
Entrevista con Lorenzo Meyer*
Por: Ariel Ruiz Mondragón

El trayecto de la democracia mexicana no ha sido lineal, progresivo y puramente positivo, sino que encierra muchas paradojas, déficits y contradicciones que han llevado a algunos estudiosos a hacerle severos cuestionamientos por sus resultados políticos, sociales y económicos, que han sido notoriamente insuficientes para aumentar el bienestar de la población.
Entre quienes han destacado por su labor crítica respecto al proceso democratizador de nuestro país se encuentra Lorenzo Meyer (Ciudad de México, 1942), quien recientemente publicó su libro Nuestra tragedia persistente. La democracia autoritaria en México (Debate, 2013), en el que reúne diversos textos en los que revisa el t´ransito político reciente del país.
Sobre ese volumen Este País conversó con Meyer, quien es doctor en Relaciones Internacionales por El Colegio de México, misma institución de la que es profesor emérito; también es investigador emérito del Sistema Nacional de Investigadores. Ha ganado los premios como el Nacional de Ciencias y Artes, Nacional de Periodismo y de la Investigación Científica, así como la Condecoración de la Orden de Isabel la Católica en Grado de Encomienda, entre otros. Actualmente colabora como comentarista político en Reforma, Once TV y MVS Noticias.

Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué hoy publicar un libro como el suyo, con una visión tan desencantada del proceso democratizador?
Lorenzo Meyer (LM): Más bien yo haría la pregunta: ¿por qué no publicarlo hoy, que es una coyuntura en la que todos los actores, todos los hilos de la trama política mexicana andan sueltos o, por lo menos, muy laxos? Es justamente, creo yo, el espacio, el momento adecuado para la publicación. Supuestamente el libro va dirigido al ciudadano mexicano; ya sé que supuestamente porque el grueso de los ciudadanos no tiene ni siquiera tiempo para leer libros, pero quiero imaginar a un ciudadano ideal que está viendo el entorno en el que vive políticamente cada vez más complicado, cada vez más enconada la disputa entre los actores políticos, y entonces hago un intento de análisis y explicación. No llego a grandes conclusiones, pero creo que el conocimiento es una herramienta indispensable para poder entender el entramado y quizá resolverlo. Mayor conocimiento puede ser una herramienta para resolver problemas.
Entonces, quizá por malas razones, este es el mejor momento para sacar una discusión como la que está contenida en el libro.

AR: En uno de los textos del libro comenta el libro de Enrique Florescano La función social de la historia. Usted dice que se busca dar desde hoy un sentido al pasado y que no se puede alegar inocencia ni neutralidad; después de todo es un trabajo que es una toma de partido en el presente. En ese sentido, ¿cómo explica su postura política en este libro?
LM: Es una muy simple y que viene de la propia naturaleza de las ciencias sociales: incluso el científico social más conservador, reaccionario y que se niega a aceptar el cambio, tiene que reconocer que el arreglo político en el que vive es imperfecto; no hay posibilidad de arreglo social, político y económico perfecto. Entonces la obligación del científico social es analizar su entorno y ver dónde están sus problemas, sus flaquezas, los puntos en donde se puede mejorar.
En todo arreglo social, incluso en el más perfecto alcanzado hasta ahora (que sería, a mi juicio, el de los países escandinavos), hay problemas a resolver. Así que la toma de posición es la propia de la naturaleza de las ciencias sociales: descubrir y describir los problemas como un paso previo, necesario, a su solución, o por lo menos al intento de solución.
Así que la toma de postura es la de alguien que está inconforme con la sociedad en la que vive.

AR: Desde el título del libro observamos un oxímoron muy claro: la democracia autoritaria. En el volumen describe muchas ambigüedades, contradicciones y paradojas de nuestro proceso político. ¿Cuáles son las principales para llamar al régimen mexicano “democracia autoritaria”?
LM: Tiene usted toda la razón de apuntar a esa aparente contradicción teórica, porque yo digo que en la práctica no, porque si un sistema es democrático no puede ser autoritario y viceversa: si es autoritario ¿qué sentido tiene la democracia como instrumento de análisis? Pero encuentro que el caso mexicano es siempre un híbrido.
Originalmente el término autoritario viene de una observación posterior a la Segunda Guerra Mundial que dividió al mundo en dos grandes estructuras (supuestamente dos, la verdad es que son más): una, los sistemas totalitarios al estilo del nacionalsocialismo primero, y de la Unión Soviética después, y los sistemas democráticos al estilo de la democracia occidental inglesa y norteamericana.
El sistema político mexicano de los años cincuenta, sesenta, setenta y ochenta, no caía en ninguno de los dos; aunque formalmente es una democracia, en realidad no lo es. Es un sistema intermedio, que es el autoritarismo, en el que hay algo de pluralidad política pero está muy limitada; en el sistema totalitario no hay pluralidad posible, y en el sistema democrático, en principio, la pluralidad es ilimitada, es la que la sociedad quiera y dé. De allí salió ese concepto de autoritarismo.
Yo lo revierto un poco: el sistema político mexicano no es ni democrático ni es autoritario: es un híbrido, siempre lo fue. Lo que compagina o hace posible que no sea absurdo, desde una perspectiva teórica y desde una perspectiva empírica, llamarla democracia autoritaria es que tiene de los dos elementos. Los tiene democráticos, y lo podemos ver, por ejemplo, en el hecho de que ahora, a diferencia del pasado, hay movilizaciones sociales y éstas no pueden ser destruidas por la vía en que se hacía en los años cincuenta, sesenta y setenta: la de la fuerza.
Pero, por otro lado, hay elementos muy autoritarios, como se ve en el sistema electoral, que está abierto a todas las fuerzas políticas, pero que en la práctica, y sobre todo a partir de 2004-2005, se vio que las grandes concentraciones de poder dentro y fuera del gobierno tenían un veto. Se puede aceptar el cambio político entre el PRI y el PAN y viceversa, pero no con la izquierda; a ésta, por las buenas o por las malas, se le limita a unos cuantos espacios. No se le puede evitar ya (esa es la parte democrática), pero sí se le puede negar el acceso a la Presidencia manejando los dados políticos y haciendo que, “haiga sido como haiga sido” (para usar la célebre frase de Felipe Calderón), esa izquierda no llegue y el PAN sí, a pesar de que en el sexenio que en 2006 estaba terminando había más elementos de fracaso que de éxito. Pero el sistema electoral se manipula y entonces hay una limitación al pluralismo mexicano: en México a la izquierda no se le permite llegar a tener la responsabilidad de dirigir todo el sistema.
Lo que encontré ya para finales del gobierno de Calderón es una mezcla de elementos del antiguo autoritarismo, que viene desde cuando uno pueda rastrearlo: desde la época prehispánica o la época colonial, desde luego el Porfiriato y el régimen posrevolucionario en el siglo XX. La democracia es la parte más débil porque no tenemos una tradición democrática en el sentido de la democracia política, liberal, occidental basada en elecciones limpias, sistemáticas y con resultados creíbles.
La parte autoritaria es muy fuerte, pero estamos en el siglo XXI, en una sociedad más participativa, que es donde yo pongo la poca esperanza que tengo; pero las herencias que tenemos son enormes y el hecho de que el PRI haya regresado al poder mucho nos dice sobre la capacidad que tiene el autoritarismo para sobrevivir.
Entonces lo que mi libro trata de entender y explicar, aunque no predecir, es esta mezcla de elementos autoritarios y democráticos en el día a día mexicano. ¿Cuál de los dos va a sobreponerse al otro?, ¿la democracia, finalmente, llegará a ser realidad en México? ¿O volveremos a un tipo de autoritarismo distinto al del pasado, pero autoritarismo al fin? No lo sé.

AR: Escribió usted: “La lucha de la democracia política mexicana va a contrapelo de su historia”. ¿Cómo revertir esa tendencia?
LM: Cómo sobreponerse, cómo triunfar sobre nuestra propia historia. No es fácil; la única fuerza que veo capaz de no seguir las inercias del pasado es esa parte de la sociedad mexicana que se ha modernizado, que se ha transformado.
El autoritarismo está basado en una historia en la que México es un país rural, con muy poca educación formal y con enormes dificultades para comunicarse entre sí; la geografía de México creó un montón de minisistemas políticos en los que el caciquismo y la relación clientelar eran el pan nuestro de cada día.
Sin embargo, las comunicaciones y la educación están cambiando esa sociedad, que ahora es fundamentalmente urbana y que tiene una conexión que nunca antes había tenido el mexicano normal, que hoy sabe, más o menos, cómo funciona el mundo externo y tiene un patrón ideal en otras sociedades. En los siglos XVII, XVIII y XIX y buena parte del XX ese mexicano estaba tan aislado y ensimismado que no podía entender el mundo sino como una repetición de su historia pasada; pero ahora surge, por ejemplo, el hashtag #yosoy132, que es una modalidad impensable hace todavía 20 años.
Entonces hay fuerzas externas a México, en su entorno mundial, que favorecen la idea de una formación cultural distinta a la que teníamos. Por allí citó a Fareed Zakaria, quien señala que la democracia es resultado de una evolución muy lenta en las sociedades occidentales, que va del autoritarismo a lo que tienen hoy, que es más o menos una democracia aceptable, siempre con defectos (porque no hay ninguna democracia perfecta). Pero él nos dice: “Pasaron siglos”. Esa es una respuesta que desanima al más entusiasta; es decir, parecería que nosotros también tenemos que seguir esperando siglos.
Yo creo que el tiempo de la historia está acelerándose y es posible quemar etapas, y que México, su sociedad (o al menos algunos sectores) asimilen una nueva visión de una manera muy rápida, y que no sea necesario esperar siglos o generaciones sino transformarnos en una misma generación, muy rápidamente.
Esa es la única parte positiva que encuentro: que la transformación de la sociedad mexicana sea desde abajo y rápida, que cambie su cultura política y que tenga un impacto en las fórmulas de gobierno que finalmente hagan que la promesa democrática sea cada vez más una realidad y cada vez menos una promesa.

AR: Usted destaca su oposición a la idea de una “democracia sin adjetivos”. ¿Cuáles son los principales adjetivos que usted le añadiría en el caso mexicano?
LM: Nunca ha habido una democracia sin adjetivos; el principal que yo le añadiría es el que hemos estado discutiendo: una democracia con muchos elementos autoritarios. Desgraciadamente ese es el adjetivo que más le queda a la mexicana, aunque también le añadiría otro: es una democracia oligárquica. Se da en una sociedad extraordinariamente desigual en lo material, aunque es cierto que puede haber democracias con desigualdad (alguien puede ponernos el caso extremo de la India, que mantiene, pese a todo, su carácter democrático, y vaya que si hay desigualdad: esos ricos de Bombay que tienen casi palacios, viven dentro de construcciones enormes, mientras existe una India mayoritaria que es de una pobreza escalofriante, pero mantiene un sistema razonablemente democrático).
En el caso mexicano, nunca tuvimos realmente la oportunidad de vivir en democracia, pero sí hemos mantenido sistemáticamente la inequidad, la pésima distribución de la riqueza, aunque en el siglo pasado, el XX, vino de la destrucción de un sistema oligárquico. Sin embargo, el inicio del siglo XXI es la construcción acelerada de un nuevo sistema oligárquico. En medio hubo un momento en el que casi parecía que en México no existía la oligarquía, que se había acabado con la porfirista y listo, que ya era una situación más abierta, más fluida, en donde algunos podían pasar de un estrato social a otro con más o menos rapidez. Hoy nos queda claro que si uno no nace en una familia en la que ya se acumuló la riqueza y mucho, es casi imposible salir del ese estatus original, ya sea clase media o la popular.
Entonces también es una democracia con muchos rasgos autoritarios y con una cargada característica oligárquica.

AR: Usted comenta los trabajos de Roderic Ai Camp y otros autores acerca del reclutamiento de las elites políticas, y destaca que siempre han sido las clases altas, blancas, las que han gobernado el país cuando menos desde la Colonia; también resalta el cambio del origen académico de las escuelas públicas a las privadas. En este aspecto,  ¿qué ha pasado con el proceso democratizador?
LM: Es una característica más que va en contra de la democratización. Pongo por allí una frase de que la minoría se “minoriza”: siempre el país ha estado en manos de minorías (esto viene de las teorías elitistas de los italianos, que nos lo pueden explicar muy bien).
Pero creo que ahora se le ha pasado ya la mano a las minorías, y están en un proceso de reclutamiento que no era tan claro en el pasado pero ahora sí: el grueso de los mexicanos ya no pueden pensar en ser reclutados dentro de estas elites: ahora se necesita pasar por escuelas privadas como el ITAM, el ITESM, etcétera. Antes se pasaba por la UNAM, y ésta era, y sigue siendo, una mezcla de clases sociales, pero las universidades privadas ya no lo son.
Enrique Peña Nieto viene de la Universidad Anáhuac; su gabinete, los puestos principales, vienen del ITAM, y un joven que nace en una familia de clase media, de clase media alta que se socializa en su educación universitaria en esos ambientes, ¿cuándo entró en contacto con un México que está más abajo? La posibilidad de convivir de manera sistemática con mexicanos de otras clases sociales y tener empatía con ellos y entenderlos se reduce mucho. Entonces quien toma la responsabilidad de decidir por muchos no los conoce; la decisión la toma en función de una idea abstracta y de los intereses de la minoría, y eso es un círculo vicioso.
Los actuales gobernantes, el secretario de Gobernación o el procurador, vienen de universidades públicas, pero el secretario de Hacienda y los círculos que manejan y toman las decisiones económicas, las que se refieren a la repartición de las cargas y los premios materiales, ya vienen de escuelas privadas muy elitistas. ¿Cómo le van a hacer para tener esa parte indispensable en una clase política que es la empatía, la simpatía por el otro, el que tuvo una vida distinta, más dura, con menos privilegios?
Creo que eso no le hace ningún bien a la democracia mexicana o lo que quede de ella.

AR: Otro tema en su severa evaluación de los resultados del proceso político en México es el de las condiciones socioeconómicas. Al respecto ¿cuáles han sido los resultados de la democratización?
LM: Que van por caminos diferentes y, en cierto sentido, opuestos. La democracia viene a ser tan simple y tan complicada porque todo vale igual, todos votan, y vale lo mismo el voto de Carlos Slim que el mío o el de un chofer de taxi; pero la realidad es que valen muy distinto. Entonces la democracia requiere un proceso de imaginación porque los mexicanos somos todos distintos, y necesita que en algunos momentos nos veamos como iguales. Sin embargo, esos raros momentos en que somos convocados al ejercicio primario de la democracia ya están viciados: en la vida cotidiana el grueso de nosotros ya no tomamos ninguna decisión; en cambio, los más poderosos toman decisiones todos los días a todas horas, y no fueron electos. Slim  y Azcárraga no fueron electos por nadie, pero están en la punta de la pirámide del poder, y yo no encuentro muy fácil que, convocados de vez en vez, muy de tarde en tarde a las urnas y que, además, éstas estén manipuladas, pueda contrabalancear la distribución tan desigual de uno de los dos grandes recursos políticos: uno son los números y otro son los dineros, y estos ejercen su poder día a día.
En última instancia las fuerzas populares pueden no aceptar nada más participar en el momento de ir a las urnas, sino que hay que ir a las calles y que hay que manifestarse, que hay que usar los números para intentar balancear el enorme peso de los dineros. Pero eso también cuesta mucho esfuerzo y sólo se puede hacer de tarde en tarde.
Entonces no puedo ser muy optimista en una situación como la mexicana. En Estados Unidos también el ingreso se está concentrando de una manera escandalosa, absurda; ellos tienen cifras que nos dicen que el uno por ciento de la población tiene el 30 por ciento de los recursos, pero, por otro lado, tienen una tradición democrática. Nosotros tenemos una concentración similar a la norteamericana en cuanto a recursos económicos, pero sin tradición democrática.
Así que no soy muy optimista, pero hay que hacer la lucha; por lo menos que cuando la historia juzgue a este tiempo mexicano y alguien vuelva la mirada al pasado diga “no todos se chuparon el dedo; no tuvieron éxito pero sabían dónde estaban metidos, que la distribución de poder en México no tiene la legitimidad que debería tener.”

AR: En el libro usted pone el acento en el fracaso transformador de nuestra clase política, y especial énfasis en los gobiernos federales panistas. Pero también dice usted que para consolidar y avanzar en lo ganado se debe movilizar a la sociedad misma. ¿Qué ha pasado con la sociedad en estos años? ¿No debió haber actuado y participado más para, como usted dice, con su número intentar balancear el poder?
LM: Es que es muy difícil; a la sociedad le toca el papel del salmón y a los poderes fácticos les toca el papel de la corriente: el salmón que tiene que estar saltando para sobreponerse a los obstáculos y se le está pidiendo una enorme cantidad de energía y, sobre todo, una cultura cívica que no tiene. En los Méxicos colonial, del XIX y del XX la política clientelar funciona: por un lado estaba el cacique y por otro un grupo mayoritario de clientes; el cacique les da algo, les promete y a veces les da y hasta los protege, pero a cambio de una lealtad absoluta, no en los términos de la democracia ni de la ley sino de una relación personal. Eso tiene una lógica y, además, una ética, pero hay que destruirlas para que la democracia avance, y no es posible hacerlo de tajo. El grueso de las clases sometidas, populares, subordinadas, ha aprendido, al paso de las generaciones, que ponerse al brinco con el sistema político puede llevar a represalias muy duras, y también, en cambio, a seguirle la corriente e incluso a desobedecerlo cuando no hay posibilidades de castigo.
Entonces, si Televisa dice “No a la piratería”, el grueso manda por un tubo ese consejo y sigue comprando objetos pirata porque son los que están a su alcance. La sociedad mexicana tiene una lección histórica que es, en el mejor de los casos, un sabotaje silencioso al marco legal que le impuso la clase dominante, pero otro sentido es simplemente apechugar, obedecer y no desafiar.
Son muy pocos los momentos en que la sociedad mexicana desafía a su estructura de autoridad, son muy costosos. Sería responsabilidad de la sociedad movilizarse si tuviera la cultura cívica y entonces uno pudiera hacerla responsable y decirles a sus miembros: “Oigan, ustedes saben exactamente qué es lo que hay que hacer y no lo han hecho”. Es algo que es moralmente reprochable, pero hay una parte de la sociedad que no lo sabe, y si le prometen una tarjeta Monex a cambio del voto (éste nunca ha cambiado nada y esa prebenda puede, de alguna manera, cambiar por unos días su situación) es racional que sus sectores más populares la reciban.
En realidad, por razones de clase y de educación es que una parte de la clase media y una parte de las clases populares se toman en serio sus obligaciones cívicas; pero el que los otros no lo hagan, que acepten la tarjeta, el tinaco, que vayan de acarreados es muy deplorable, pero muy comprensible.

AR: Una idea que recorre el libro es la de que necesitamos un proyecto nacional, un conjunto de grandes ideas que guíen la acción de la comunidad nacional. Dice usted que hoy simplemente no existe. ¿Qué pasó con el proyecto nacional? ¿Cómo imaginarlo y construirlo hoy?
LM: Ese es uno de los temas que más me preocupa porque crear una idea de futuro que sea aceptable no para todos los mexicanos (nunca ha sido el caso) pero sí para una buena parte de ellos, el imaginar un futuro digno, mejor que el presente, es una manera de crear energía política, aunque no haya cambiado nada en la realidad. Simplemente el lograr inyectar una cierta dosis de utopía puede hacer varias cosas: soportables las miserias del presente y condensar la poca o mucha energía que tengamos en un proyecto constructivo en aras de un futuro que no existe, que no va a verse materializado inmediatamente, pero que consideramos que sí puede llegar a ser y que vale la pena hacer.
La Revolución Mexicana fue ese proyecto nacional; muchos mexicanos en un principio la vieron como una desgracia, y luego más o menos fueron viendo que sí había reforma agraria y que la riqueza de ese momento, la más importante, que era la tierra, sí se repartió y que la oligarquía terrateniente sí recibió un golpe durísimo, y que la resistencia a las imposiciones norteamericanas sí se pudo hacer, y que el petróleo se pudo rescatar y Pemex se pudo crear, por ejemplo. Allí está un proyecto de una sociedad más justa, más próspera y con mayor dosis de soberanía.
El último proyecto, que yo ya no compartí, fue el de Carlos Salinas y el del neoliberalismo, que fue decir: “Si ahora tiramos todas las barreras proteccionistas, si nos abrimos al capital y al mundo, si privatizamos, vamos a entrar al grupo de los países prósperos y ricos”. Por eso México hizo su solicitud y fue aceptado en la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (el club de ricos), donde ahora estamos  nada más haciendo el ridículo.
Este proyecto se vino abajo, aunque hay que ver que Salinas logró despertar la imaginación de una parte de México con su Pronasol y gastando inmediatamente lo que le llegó de las privatizaciones. Por un momento tuvo aceptación de una buena parte de la sociedad mexicana, pero se desinfló de una manera dramática; quizá los pinchazos que lo reventaron fueron el EZLN en enero de 1994, luego el espectáculo de ver asesinado a un candidato que ya se consideraba prácticamente el siguiente presidente, y luego la caída estrepitosa de la economía del “error de diciembre” del mismo año, y que fue el desastre de 1995.
Después hubo un intento, ya no tanto económico sino político: la entrada a la democracia en 2000, pero Vicente Fox no fue capaz de hacer siquiera lo de Salinas.
Entonces venimos de grandes proyectos nacionales como el de la Revolución, encarnado, sobre todo, por el cardenismo, cuando sí se hicieron cosas, a uno más chico, más infame, que fue el de Salinas, y un proyecto final, que ni siquiera pasó de la etapa de los primeros momentos de su nacimiento: la democracia política del panismo. Ahora no hay.
A mi juicio, lo que México vive es la administración del día a día: estamos reaccionando a lo que la realidad nos pone y nosotros no estamos tratando de modificarla realmente.

AR: ¿Dónde deposita usted las posibilidades, las esperanzas de que avance nuestra democracia y que se logre generar mayor bienestar social?
LM: Hubo un tiempo en que algunos colegas académicos decían que la transformación de México era una democracia otorgada, que había sido decisión de las elites irse abriendo con gran inteligencia para hacer la reforma política de Jesús Reyes Heroles, y luego ir abriendo lentamente más y más el sistema, y que esa era la naturaleza, nos gustara o no, de la transformación política mexicana: lo otorgado desde arriba.
Yo creo que eso no dio para mucho, y ahora la posibilidad real es la conquistada desde abajo, que es la única que tiene realmente un sustento fuerte, porque la otorgada desde arriba, desde arriba también la quitan. Es la lenta conciencia dentro de capas cada vez mayores de la sociedad mexicana donde está nuestro destino, que está escrito por una lucha de nosotros contra los obstáculos, los poderes fácticos, los intereses creados, y es allí, en el enfrentamiento cotidiano (con mayor o menor intensidad y que espero que siga siendo básicamente pacífico), en el cambio de la visión que el grueso de los mexicanos tienen de sí mismos y de su país en donde reside la posibilidad de una transformación efectiva, que tenga base, que no vaya a ser derribada por un cambio sexenal o por una idea en la cúpula. Que tenga un sustento que no pueda ser manipulado de una manera tan vil, en la que la generación de opinión del grueso de los mexicanos la sigue teniendo la televisión.

*Entrevista publicada en Este País, núm. 273, enero de 2014. 
                                                             
                                                                                                        

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