La escritura no es cuestión de
recetas
Entrevista con Sandro Cohen*
Ariel
Ruiz Mondragón
Uno
de los grandes problemas del sistema educativo mexicano es el de la
lectoescritura. Al llegar al nivel universitario, muchos estudiantes carecen de
los conocimientos e instrumentos suficientes para manifestarse apropiadamente a
través de la escritura, la cual es muy distinta de la expresión oral. Y en no
pocas ocasiones, terminan una carrera en esas condiciones.
Como
una forma de resarcir ese grave déficit y como un recurso auxiliar para sus
clases, Sandro Cohen (Newark, Nueva Jersey, 1953) concibió hace 20 años su
libro Redacción sin dolor, que ahora
llega a su sexta edición (México, Planeta, 2014). En él, lo que el autor
pretende, según explica en la introducción del volumen, “no es la corrección
sino la precisión y la claridad en el lenguaje escrito”.
Sobre
esa obra —cuyo éxito es innegable: ha vendido más de 150 mil ejemplares—
conversamos con Cohen, quien realizó la maestría en Letras Hispánicas en la
Universidad de Rutgers y es doctor por la Universidad Nacional Autónoma de
México. Es profesor-investigador de la Universidad Autónoma
Metropolitana-Azcapotzalco; además, fue director editorial de Grupo Planeta,
gerente de interés general de Grupo Editorial Patria y fundador de Editorial
Colibrí.
Además
de la academia y la edición, Cohen se ha dedicado a la poesía, la novela, la
crónica, el ensayo y la traducción. Ha publicado una veintena de libros y ha
colaborado en los principales diarios y revista culturales del país.
Ariel Ruiz (AR): ¿Cómo surgió la
idea de publicar un libro como el suyo, en el ya lejano año de 1994, y ahora de
sacar esta sexta edición?
Sandro Cohen (SC):
Originalmente había pensado Redacción sin
dolor como un libro muy modesto que fuera para mí un auxilio al dar clases
de redacción. Yo había buscado afanosamente en todas las librerías un buen
libro que me ayudara en la impartición de la materia de Redacción en la UAM
Azcapotzalco. No encontraba ninguno bueno que me sirviera. Había muchos, pero
de ortografía, de cosas que no me ayudaban mucho, que ponían listas de cosas
que no había que hacer y qué es lo que sí había que hacer, pero no enseñaban
cómo escribir.
A
mí no me interesaban esas listas, porque yo sabía que la escritura no es una
cuestión de recetas y que lo difícil es enseñar a escribir. Es muy fácil poner
reglitas y eso se hace pasar por un libro de redacción, pero el trabajo difícil
es explicar cómo funciona el lenguaje por escrito (porque una cosa es el
lenguaje oral, que no nos cuesta ningún trabajo, y otra es el lenguaje escrito,
que sí nos cuesta mucho trabajo).
Entonces
yo necesitaba un libro que me ayudara a explicar a mis alumnos cómo funciona el
lenguaje escrito, cuáles son sus estructuras, cómo se llaman sus partes, cómo
puntuar lo que escribimos, cómo usar los acentos. Ese fue mi propósito original,
y así salió la primera edición de Redacción
sin dolor. En comparación con la sexta edición, pues fue un buen esfuerzo,
pero fue algo muy modesto que he tratado de ir enriqueciendo y mejorando a lo
largo de todos estos años.
AR: En el libro dice que lo que se
pretende no es la corrección, sino la precisión y la claridad. ¿Cuál es la
relación entre la una y las otras?
SC:
Depende de cómo entiendas qué es correcto y qué es incorrecto. Si a la corrección
la entendemos como lo que prescribe la Academia, eso no me interesa tanto como la
claridad del mensaje: que el lector entienda lo que el escritor quiso dar a
entender. Eso para mí es escribir de manera correcta.
Esto
depende mucho del contexto, de quién escribe y quién lee. En la universidad, en
mis clases abiertas e incluso en mis clases a empresas, lo que ofrezco es un
curso de redacción que maneja la norma culta, no las normas regionales. El
problema está en que la gente que siempre ha vivido donde ha nacido y nunca ha
salido, ni tampoco lee libros de otro países o de otras regiones dentro de su
propio país, no reconoce su propio dialecto. Piensa que lo que ella habla es lo
que todo mundo habla, y no es cierto: cada ciudad, cada pueblo, tienen su
habla, sus palabras, sus localismos. Además, la gente piensa que no tiene
acento, que acento tienen los otros, los de otros países, de otras regiones. En
la Ciudad de México dicen que los del norte y los de Tabasco tienen acento,
pero los del Distrito Federal también lo tienen, como los de Puebla u Oaxaca.
Como
hay acentos también hay palabras que se usan exclusivamente en ciertas partes, mientras
que en otras no, o se usan de otra manera. Entonces es muy importante que el
redactor se dé cuenta de que hay palabras, frases y giros que no son de la
norma culta, entendida como la que se comprende en cualquier parte.
No
es necesario privilegiar el español peninsular porque también es regional: se
maneja en España, y también allí tiene sus variantes dialectales, ya que el del
norte es diferente al del sur.
En
todas partes se cuecen habas, pero, por un lado, hay una norma culta que nos
ayuda a establecer cuál es la buena literatura, y, por otro, los diccionarios,
que son la única otra manera de vivir simultáneamente en todos los países. Viajar
ayuda mucho, porque nos sensibilizan en cuanto al idioma (claro, me refiero a
viajes a otros países de habla española, en los cuales uno se da cuenta de las
diferencias que enriquecen tanto el idioma castellano).
AR: ¿Cómo ha cambiado la lengua
española en los 20 años desde la primera edición de Redacción sin dolor? Por ejemplo, la versión más reciente del
Diccionario de la Real Academia Española ya incluye algunos regionalismos.
SC:
La lengua en sí no ha cambiado nada: es la misma, con la misma gramática y la
misma sintaxis, e incluso las reglas de ortografía han cambiado muy poco.
Lo
que sí ha cambiado mucho es el léxico: hay nuevas palabras y nuevas frases, y muchas
palabras han caído en desuso (por ejemplo, ya nadie habla de floppy, que estaba de moda hace 20 años,
y el CD-ROM es cada vez de menor importancia).
Palabras
van y palabras vienen, y siempre han venido y se han ido. Esto no es novedad en
ningún idioma. Tenemos que acostumbrarnos a la idea de que el idioma es un
blanco móvil: nunca se está quieto.
El
trabajo de personas como yo, a quienes nos interesa escribir sobre el idioma y
enseñar cómo utilizarlo bien, es siempre tener la oreja parada para detectar
los cambios. Claro, como uno vive en cierto lugar pues se da cuenta a lo largo
del tiempo cómo algunas palabras se transforman. Voy a poner un par de
ejemplos: hace 30 o 40 años en México nadie usaba la palabra “chico” para
referirse a personas jóvenes, sino que eran “chavos” o “muchachos”. Decir “es
un chico” causaba hilaridad, literalmente. Hoy en día, todo el mundo habla de
chicos y chicas como sinónimo de chavo, que ahora ya casi no se usa.
El
segundo: hace 30 o 40 años la palabra “güey” era muy ofensiva. Si alguien se la
decía a otro, era para armas tomar, muy agresiva, pero ahora todo el mundo la
dice, y al mejor amigo le llamamos así, e incluso ya tiene su propia grafía: “wey”.
Además, su pronunciación se ha suavizado mucho.
En
cuanto a la norma culta, el peligro radica no en palabras como “wey”, sino en las
palabras de todos los días que tienen sentidos diferentes en diversas partes,
de lo que no se da cuenta la gente. Por ejemplo, el verbo “ocupar”: ocupamos el
departamento en diciembre, lo vamos a desocupar en enero, me ocupo en esto, me
ocupo de lo otro, etcétera. Pero en el Valle de México ocupar es sinónimo
también de usar: “¿Vas a ocupar el vaso?”. Yo me río: ¿cómo voy a ocupar un
vaso si está muy chiquito? Entre las acepciones de ocupar en el diccionario no
está la de usar. Además, en el norte de Guadalajara ocupar también es sinónimo
de necesitar: ocupo ir al banco, ocupo ir al súper. Recuerdo que una vez hablé
a un call center, me contestaron y
resultó que estaba en Monterrey. Me dijeron: “¿Qué ocupa saber?”. Al principio
no entendí lo que me estaban preguntando, y ya luego me aclararon: “¿Qué
necesita saber?”. Fue allí donde me cayó el veinte de este cambio de léxico: es
la misma palabra pero con otro sentido.
Y
la gente no se da cuenta de que su manera de usar la palabra es local. Pero si
uno está escribiendo y sus lectores van a estar en internet, uno no escribe
solamente para el vecindario sino para todo el mundo. Entonces tiene que saber
que sus palabras tienen sentidos universalmente reconocidos.
Todo
depende de qué se trate: si es un poema, no viene al caso lo que estoy diciendo,
ya que viene de lo más íntimo y no se aplica en estas cuestiones de corrección
y de la norma culta. Pero si es un cuento o una novela, que debe ser real,
comprensible, debe tener el sabor de la realidad local. Entonces se requiere
cierto tino de parte del novelista o del cuentista para dar este sabor local
sin hacer que sea incomprensible para alguien de fuera.
AR: Allí también aparece el problema
de las traducciones…
SC:
Sí, exacto: si se traduce local, solo sirve la traducción para esa parte. En la
medida en la que se pretenda que la traducción pertenezca a la norma culta,
tendrá más aceptación, pero no existe un español completamente neutro. ¿Quién
dice qué es lo neutro? Es un estira y afloja.
AR: En el libro hay un debate y
diálogo con la Real Academia Española y con la Asociación de Academias, porque
a veces, efectivamente, sí sigue sus recomendaciones, pero en otros casos no.
SC:
Tengo menos divergencias ahora que antes. Eso significa que para mí la Academia
ha mejorado en relación con cómo estaba hace 30 años. Creo que se ha querido
modernizar, a volverse más descriptiva que esencialmente normativa.
Por
naturaleza, los diccionarios son normativos, pero también son descriptivos.
Tienen que recoger las palabras con las acepciones que la gente usa, no sólo de
España sino de América. Es importante que refleje cómo una palabra, por ejemplo
“ocupar”, se usa en España, en diferentes regiones de ese país y de México, y
cuáles son las acepciones de norma culta. Ese sería el diccionario ideal, pero al
diccionario académico, con todo y que se ha modernizado un poco, le falta
muchísimo, ser más imparcial y más científico.
Al
de la Real Academia le ha costado mucho trabajo dejar de ser un diccionario
peninsular, porque es un punto de partida y un enfoque. Se le ha querido
agregar lo panhispánico, lo cual se agradece, pero no deja de ser una
protuberancia cuando, de origen, el diccionario debe ser neutro.
Entonces,
la primera acepción debe ser universal, y luego poner en la lista todas las
acepciones locales, y no las que mandaron de alguna academia sino hay que
investigar cómo se usa una palabra en todos los países. Pero esto requiere
dinero e implica un esfuerzo no sólo en horas-hombre sino dinero para pagar y
financiar esas investigaciones.
Afortunadamente
mucho ya se puede hacer por internet y por correo, y yo mismo hago
investigación por Facebook, donde tengo más de 33 mil lectores en la página Redacción sin dolor.
AR: En el libro también habla de un
fenómeno que se ha extendido en las últimas décadas, al que llama “la edición
de escritorio”, que casi ha jubilado a tipógrafos, editores y, yo añadiría, a
correctores de estilo. ¿Cuáles han sido las consecuencias de esta edición
prácticamente indiscriminada?
SC:
Hay mucha gente que no se acuerda —o no estaba viva— de cuando no había edición
de escritorio. Antes las publicaciones se hacían en imprentas que tenían un
equipo de preproducción que incluía formadores, diseñadores de edición,
fotógrafos, correctores, aparte de un proceso que era más robusto de lo que es
ahora. Hoy ponen a una secretaria y le dicen: “Haz el libro”. ¿Y qué sabe? Lo
mínimo, muchas veces más que su jefe, pero no para hacer un libro.
Hacer
un libro es un oficio noble desde hace siglos, y de repente desaparecieron
saberes muy importantes: los del diseñador, del tipógrafo, del corrector, del
formador… Ahora no hay tipógrafos, los linotipistas no sé qué se hicieron
(desaparecieron, yo creo), quienes eran el corazón del asunto ya que sabían
todas las reglas y eran trabajadores altamente calificados. No creo que les
hayan pagado de acuerdo con su alto grado de conocimiento, porque sí sabían
dónde iba el punto en relación con los paréntesis, las comillas, si era una
cita textual con dos puntos, etcétera.
También
los editores de antes sabían esto y sabían marcar los libros correctamente. Eran
una comunidad reducida, pero que tenía el encargo del cuidado de las ediciones.
Había especialistas en la rama y hacían sus manuales de estilo. Pero llegó la
computadora personal y la posibilidad de diseñar y diagramar libros en ella, y
jubilaron a los tipógrafos y a los diseñadores, y todo este trabajo recayó en
personas que no saben lo que están haciendo, lo cual provocó un caos.
Yo
viví ese caos, y fue desastroso. Por ejemplo, la regla de la colocación del
punto en relación con comillas y paréntesis tuvo que rehacerse, porque no había
manera de que todo el mundo entendiera cómo se hacía antes porque era una regla
compleja y había que tomar en cuenta varias cosas para saber dónde iba el
punto. El editor se aprendía la regla, e incluso los tipógrafos, con mucho
gusto, siempre la explicaban porque era su momento de brillar como catedráticos
en la formación de libros.
Pero
luego uno se dio cuenta de que nadie pela ya esa regla, nadie la conoce y entonces
hacen las cosas como se les ocurre, sin ninguna consistencia. Me imagino la
discusión al interior de la Academia antes de la Ortografía de 1999, que fue cuando empezó a poner orden: “Va a
estar imposible que todo el mundo entienda la regla como venía antes porque es
demasiado compleja. Tenemos que simplificar”.
¿Cómo
lo hicieron? Si es el final del enunciado o de la proposición, y termina con
comillas o paréntesis, el punto va a ir fuera; si hay signo de interrogación y
no viene ni paréntesis ni comillas, no hay punto; pero si cierra con comillas
ahora sí va el punto. Signo de paréntesis: si no hay, no va segundo punto
porque está incluido en el signo, pero si viene el signo y después paréntesis
vamos a agregar otro punto. Esa es la nueva norma, que es muy sencilla y muy
fácil de explicar y de enseñar.
Hay
inconformidad de parte de los puristas conservadores, pero cuando yo vi la regla
en 1999 dije: “Dios bendito”, porque era un caos, y era preferible una regla
sencilla. Pero hay gente que hasta la fecha ni idea tiene de esto y ponen el
punto como sea. Ahora este tema está tipificado ya en la ortografía, y la
autoridad se impone y si uno no quiere seguir eso es que se declara en
rebeldía, pero ya no puede ser por ignorancia. Y hay más, pero no importa
porque no afecta el contenido, el mensaje es el mismo. Lo único que se gana es
claridad y consistencia, porque la gente se confunde.
AR: ¿Cuáles son los mayores
problemas que encuentra en los periódicos respecto a su escritura?
SC:
Se reflejan los mismos problemas en la prensa que en el resto de la población,
tal vez en menor medida, pero allí están. Y hay problemas específicos del
periodismo que no existen en la población en general, como, por ejemplo, la
percibida necesidad de utilizar, a ultranza, la sinonimia cuando no hace falta.
Si yo estoy hablando de problemas de agua, la palabra “agua” se va a repetir,
no tengo que decir “el vital líquido”. Es sumamente chocante que hablen así porque
es antinatural y mamón, lo cual no tiene por qué estar en un periódico (además,
no es el único vital líquido, porque también está la sangre, que tiene el mismo
mote).
Por
otro lado, hay un desconocimiento bárbaro de la sintaxis. No es que haya una
sola sintaxis correcta: según el sapo es la pedrada. A mí me desquicia, por
ejemplo, el periódico Reforma: uno de
sus encabezados se refería a la Casa
Blanca del presidente Enrique Peña Nieto, y decía algo así como “Critican
mansión en el extranjero”. Yo pensé que ahora Peña Nieto tenía una mansión en
el extranjero, pero no: en el extranjero critican su mansión. Ellos, no sé por
qué (nadie me ha podido dar una respuesta lógica), siempre quieren iniciar sus
encabezados con un verbo conjugado. No lo entiendo, porque tampoco está en su
manual de estilo, el que he leído de pe a pa y es respetable. Es una regla
inamovible en Reforma y causa un
sinfín de problemas.
Pero
no se entiende de sintaxis no sólo en los encabezados sino en los escritos: la
ampulosidad periodística es sólo comparable con la de la burocracia. En el
periodismo hay que escribir claro y directo. Esa es la meta: claridad,
precisión y decir las cosas con la menor cantidad de palabras posible, no
preocuparse por una sinonimia cuando no viene al caso (aunque, claro, hay otras
palabras que se pueden sustituir fácilmente sin llega a los extremos del “vital
líquido”).
Otra
cosa que no dominan los periodistas es la puntuación: usan grabadora, llegan a
la redacción o a su casa, y ponen textualmente lo que dijo la figura pública.
Muy bien, no tergiversaron su mensaje, pero, ¡momento! Sí lo tergiversaron
porque no supieron puntuar y el lector tiene que interpretar lo que quiso decir
el personaje porque no pudo ser lo que se escribió, porque no tiene sentido. La
gente, para empezar, cuando habla no usa punto y coma. Este es un recurso muy
antiguo, pero es del lenguaje escrito, y las citas textuales son del lenguaje
oral. Entonces, en las citas textuales no veo por qué debemos usar punto y
coma, para empezar. Debemos usar comas y puntos, y si somos muy abusados,
podemos usar dos puntos, que son muy diferentes del punto y coma, pero son muy
útiles en las declaraciones.
Hay
que conocer para qué sirve cada signo, cuál es su propósito y cómo usarlos, y
los periodistas actuales no tienen la menor idea ni siquiera de cómo usar una
coma: desconocen la coma del vocativo, la elíptica y apenas conocen la serial,
y eso porque Dios es grande. A veces usan correctamente las comas parentéticas,
para aislar información incidental, pero muchas veces no: ponen la primera coma
o la segunda, pero no las dos. Entonces no se entiende.
AR: Usted se ha dedicado a la
enseñanza de la redacción durante más de 30 años. En el libro anota que la
política educativa no le ha dado el valor suficiente a la escritura. ¿Cómo ve
la situación en estos años?
SC:
Las escuelas son un desastre. Lo sé porque doy primer año de universidad, y sé
cómo llegan los alumnos a ella: muy mal. La mayoría no sabe qué es un adjetivo,
qué es un adverbio, y mucho menos sabe cuál es la diferencia entre sujeto y
predicado. El núcleo del predicado, ¿qué es eso? ¿Es un animal exótico? Si
hablo de oraciones subordinadas les da urticaria, no saben de qué estoy
hablando.
Yo
pregunto: ¿cómo quieren que alguien escriba bien si no sabe lo que está
haciendo? No es cuestión de hablar: el habla es natural en todo ser humano,
pero la escritura no es natural, no es parte del ser humano: se puede ser
perfectamente humano sin saber leer y escribir. No quiere decir que uno sea
culto, pero es humano. Seamos honestos: yo puedo ser analfabeto y ser muy
humano, incluso puedo tocar instrumentos musicales sin saber leer y escribir.
Claro, tampoco podré leer partitura y entonces mi repertorio será limitado a lo
que me han enseñado en carne propia y por imitación, porque la partitura es
otro lenguaje.
Entonces
la lectura y la escritura, como formas antinaturales de expresión, requieren un
proceso de aprendizaje. No es “enchílame otra”, como las escuelas piensan que lo
es, que es tan natural escribir como hablar. Es un error de pensamiento muy
grave porque los maestros terminan diciéndoles a los niños que escriban como
hablan. Pero son dos lenguajes diferentes, que lo único que tienen en común son
las palabras y la gramática, y todo lo demás es diferente.
AR: ¿Cuál es la relación de la
lectura con el aprendizaje de la escritura?
SC:
Uno puede aprender a escribir leyendo lo que está bien escrito porque uno
deduce las reglas. Si uno pone atención, deduce con el tiempo las reglas de la
puntuación y de la sintaxis. ¿Por qué la gente “encabalga” tanto? Porque no se
fija en lo que lee y entonces pone como, coma y coma, y es una pausa, ¿no?
¿Cuál
es el problema? Porque los maestros de la escuela dicen: “La coma es una
pausa”. Lo primero que digo a mis alumnos es “olvídense de que la coma es una
pausa: no lo es. Puede coincidir o no”. El origen de la coma, en efecto, era la
vírgula, que usaba la raya diagonal para indicar, a los que leían los sermones,
los mensajes bíblicos, dónde debían hacer pausa, porque la escritura era muy
nueva, y entonces había que llevarlos de la mano. Eso después se convirtió en
coma, pero esta adquirió muchos usos gramaticales y sintácticos que nada tenían
que ver con la pausa per se, y pueden coincidir con la pausa o no.
Entonces,
si enseñan estas reglas idiotas, ¿cómo quieren que los chavos escriban bien?
Pero no saben que son reglas idiotas porque nunca aprendieron: no leen.
Si
uno lee a los buenos escritores (claro que habrá discrepancias), uno más o
menos va a dominar el uso del punto y de la coma, que son los más importantes.
Es el 90 por ciento del boleto, y el otro 10 por ciento va entre dos puntos y
punto y coma y, si quieres agregarlas, las comillas, los paréntesis, las rayas.
Pero yo doy brincos cuando los alumnos ya dominan la coma y el punto y cuando
no encabalgan.
Yo
les digo a mis alumnos: con una cuartilla sé si la persona sabe escribir o no.
No necesito más, porque si no ha encabalgado en 250 o 300 palabras, es que no
lo va a hacer. Sabe cuándo termina una idea gramatical, y cuando se inicia la
siguiente porque puso el punto y seguido. Si no hace eso, no sabe escribir. No
importa lo demás: si la mayúscula, si la minúscula, que la cursiva, que la
redonda, que la bastardilla y que la tía que lo parió. No me interesa: si no
encabalga, va bien. Con eso ya está del otro lado porque lo demás cae en su
lugar. Pero si salen encabalgando no sólo habla mal de ellos sino de mí también.
*Entrevista publicada en Etcétera, núm. 171, febrero de 2015.
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