miércoles, julio 01, 2015

La escritura no es cuestión de recetas. Entrevista con Sandro Cohen




La escritura no es cuestión de recetas
Entrevista con Sandro Cohen*
Ariel Ruiz Mondragón
Uno de los grandes problemas del sistema educativo mexicano es el de la lectoescritura. Al llegar al nivel universitario, muchos estudiantes carecen de los conocimientos e instrumentos suficientes para manifestarse apropiadamente a través de la escritura, la cual es muy distinta de la expresión oral. Y en no pocas ocasiones, terminan una carrera en esas condiciones.
Como una forma de resarcir ese grave déficit y como un recurso auxiliar para sus clases, Sandro Cohen (Newark, Nueva Jersey, 1953) concibió hace 20 años su libro Redacción sin dolor, que ahora llega a su sexta edición (México, Planeta, 2014). En él, lo que el autor pretende, según explica en la introducción del volumen, “no es la corrección sino la precisión y la claridad en el lenguaje escrito”.
Sobre esa obra —cuyo éxito es innegable: ha vendido más de 150 mil ejemplares— conversamos con Cohen, quien realizó la maestría en Letras Hispánicas en la Universidad de Rutgers y es doctor por la Universidad Nacional Autónoma de México. Es profesor-investigador de la Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco; además, fue director editorial de Grupo Planeta, gerente de interés general de Grupo Editorial Patria y fundador de Editorial Colibrí.
Además de la academia y la edición, Cohen se ha dedicado a la poesía, la novela, la crónica, el ensayo y la traducción. Ha publicado una veintena de libros y ha colaborado en los principales diarios y revista culturales del país.

Ariel Ruiz (AR): ¿Cómo surgió la idea de publicar un libro como el suyo, en el ya lejano año de 1994, y ahora de sacar esta sexta edición?
Sandro Cohen (SC): Originalmente había pensado Redacción sin dolor como un libro muy modesto que fuera para mí un auxilio al dar clases de redacción. Yo había buscado afanosamente en todas las librerías un buen libro que me ayudara en la impartición de la materia de Redacción en la UAM Azcapotzalco. No encontraba ninguno bueno que me sirviera. Había muchos, pero de ortografía, de cosas que no me ayudaban mucho, que ponían listas de cosas que no había que hacer y qué es lo que sí había que hacer, pero no enseñaban cómo escribir.
A mí no me interesaban esas listas, porque yo sabía que la escritura no es una cuestión de recetas y que lo difícil es enseñar a escribir. Es muy fácil poner reglitas y eso se hace pasar por un libro de redacción, pero el trabajo difícil es explicar cómo funciona el lenguaje por escrito (porque una cosa es el lenguaje oral, que no nos cuesta ningún trabajo, y otra es el lenguaje escrito, que sí nos cuesta mucho trabajo).
Entonces yo necesitaba un libro que me ayudara a explicar a mis alumnos cómo funciona el lenguaje escrito, cuáles son sus estructuras, cómo se llaman sus partes, cómo puntuar lo que escribimos, cómo usar los acentos. Ese fue mi propósito original, y así salió la primera edición de Redacción sin dolor. En comparación con la sexta edición, pues fue un buen esfuerzo, pero fue algo muy modesto que he tratado de ir enriqueciendo y mejorando a lo largo de todos estos años.

AR: En el libro dice que lo que se pretende no es la corrección, sino la precisión y la claridad. ¿Cuál es la relación entre la una y las otras?
SC: Depende de cómo entiendas qué es correcto y qué es incorrecto. Si a la corrección la entendemos como lo que prescribe la Academia, eso no me interesa tanto como la claridad del mensaje: que el lector entienda lo que el escritor quiso dar a entender. Eso para mí es escribir de manera correcta.
Esto depende mucho del contexto, de quién escribe y quién lee. En la universidad, en mis clases abiertas e incluso en mis clases a empresas, lo que ofrezco es un curso de redacción que maneja la norma culta, no las normas regionales. El problema está en que la gente que siempre ha vivido donde ha nacido y nunca ha salido, ni tampoco lee libros de otro países o de otras regiones dentro de su propio país, no reconoce su propio dialecto. Piensa que lo que ella habla es lo que todo mundo habla, y no es cierto: cada ciudad, cada pueblo, tienen su habla, sus palabras, sus localismos. Además, la gente piensa que no tiene acento, que acento tienen los otros, los de otros países, de otras regiones. En la Ciudad de México dicen que los del norte y los de Tabasco tienen acento, pero los del Distrito Federal también lo tienen, como los de Puebla u Oaxaca.
Como hay acentos también hay palabras que se usan exclusivamente en ciertas partes, mientras que en otras no, o se usan de otra manera. Entonces es muy importante que el redactor se dé cuenta de que hay palabras, frases y giros que no son de la norma culta, entendida como la que se comprende en cualquier parte.
No es necesario privilegiar el español peninsular porque también es regional: se maneja en España, y también allí tiene sus variantes dialectales, ya que el del norte es diferente al del sur.
En todas partes se cuecen habas, pero, por un lado, hay una norma culta que nos ayuda a establecer cuál es la buena literatura, y, por otro, los diccionarios, que son la única otra manera de vivir simultáneamente en todos los países. Viajar ayuda mucho, porque nos sensibilizan en cuanto al idioma (claro, me refiero a viajes a otros países de habla española, en los cuales uno se da cuenta de las diferencias que enriquecen tanto el idioma castellano).

AR: ¿Cómo ha cambiado la lengua española en los 20 años desde la primera edición de Redacción sin dolor? Por ejemplo, la versión más reciente del Diccionario de la Real Academia Española ya incluye algunos regionalismos.
SC: La lengua en sí no ha cambiado nada: es la misma, con la misma gramática y la misma sintaxis, e incluso las reglas de ortografía han cambiado muy poco.
Lo que sí ha cambiado mucho es el léxico: hay nuevas palabras y nuevas frases, y muchas palabras han caído en desuso (por ejemplo, ya nadie habla de floppy, que estaba de moda hace 20 años, y el CD-ROM es cada vez de menor importancia).
Palabras van y palabras vienen, y siempre han venido y se han ido. Esto no es novedad en ningún idioma. Tenemos que acostumbrarnos a la idea de que el idioma es un blanco móvil: nunca se está quieto.
El trabajo de personas como yo, a quienes nos interesa escribir sobre el idioma y enseñar cómo utilizarlo bien, es siempre tener la oreja parada para detectar los cambios. Claro, como uno vive en cierto lugar pues se da cuenta a lo largo del tiempo cómo algunas palabras se transforman. Voy a poner un par de ejemplos: hace 30 o 40 años en México nadie usaba la palabra “chico” para referirse a personas jóvenes, sino que eran “chavos” o “muchachos”. Decir “es un chico” causaba hilaridad, literalmente. Hoy en día, todo el mundo habla de chicos y chicas como sinónimo de chavo, que ahora ya casi no se usa.
El segundo: hace 30 o 40 años la palabra “güey” era muy ofensiva. Si alguien se la decía a otro, era para armas tomar, muy agresiva, pero ahora todo el mundo la dice, y al mejor amigo le llamamos así, e incluso ya tiene su propia grafía: “wey”. Además, su pronunciación se ha suavizado mucho.
En cuanto a la norma culta, el peligro radica no en palabras como “wey”, sino en las palabras de todos los días que tienen sentidos diferentes en diversas partes, de lo que no se da cuenta la gente. Por ejemplo, el verbo “ocupar”: ocupamos el departamento en diciembre, lo vamos a desocupar en enero, me ocupo en esto, me ocupo de lo otro, etcétera. Pero en el Valle de México ocupar es sinónimo también de usar: “¿Vas a ocupar el vaso?”. Yo me río: ¿cómo voy a ocupar un vaso si está muy chiquito? Entre las acepciones de ocupar en el diccionario no está la de usar. Además, en el norte de Guadalajara ocupar también es sinónimo de necesitar: ocupo ir al banco, ocupo ir al súper. Recuerdo que una vez hablé a un call center, me contestaron y resultó que estaba en Monterrey. Me dijeron: “¿Qué ocupa saber?”. Al principio no entendí lo que me estaban preguntando, y ya luego me aclararon: “¿Qué necesita saber?”. Fue allí donde me cayó el veinte de este cambio de léxico: es la misma palabra pero con otro sentido.
Y la gente no se da cuenta de que su manera de usar la palabra es local. Pero si uno está escribiendo y sus lectores van a estar en internet, uno no escribe solamente para el vecindario sino para todo el mundo. Entonces tiene que saber que sus palabras tienen sentidos universalmente reconocidos.
Todo depende de qué se trate: si es un poema, no viene al caso lo que estoy diciendo, ya que viene de lo más íntimo y no se aplica en estas cuestiones de corrección y de la norma culta. Pero si es un cuento o una novela, que debe ser real, comprensible, debe tener el sabor de la realidad local. Entonces se requiere cierto tino de parte del novelista o del cuentista para dar este sabor local sin hacer que sea incomprensible para alguien de fuera.

AR: Allí también aparece el problema de las traducciones…
SC: Sí, exacto: si se traduce local, solo sirve la traducción para esa parte. En la medida en la que se pretenda que la traducción pertenezca a la norma culta, tendrá más aceptación, pero no existe un español completamente neutro. ¿Quién dice qué es lo neutro? Es un estira y afloja.

AR: En el libro hay un debate y diálogo con la Real Academia Española y con la Asociación de Academias, porque a veces, efectivamente, sí sigue sus recomendaciones, pero en otros casos no.
SC: Tengo menos divergencias ahora que antes. Eso significa que para mí la Academia ha mejorado en relación con cómo estaba hace 30 años. Creo que se ha querido modernizar, a volverse más descriptiva que esencialmente normativa.
Por naturaleza, los diccionarios son normativos, pero también son descriptivos. Tienen que recoger las palabras con las acepciones que la gente usa, no sólo de España sino de América. Es importante que refleje cómo una palabra, por ejemplo “ocupar”, se usa en España, en diferentes regiones de ese país y de México, y cuáles son las acepciones de norma culta. Ese sería el diccionario ideal, pero al diccionario académico, con todo y que se ha modernizado un poco, le falta muchísimo, ser más imparcial y más científico.
Al de la Real Academia le ha costado mucho trabajo dejar de ser un diccionario peninsular, porque es un punto de partida y un enfoque. Se le ha querido agregar lo panhispánico, lo cual se agradece, pero no deja de ser una protuberancia cuando, de origen, el diccionario debe ser neutro.
Entonces, la primera acepción debe ser universal, y luego poner en la lista todas las acepciones locales, y no las que mandaron de alguna academia sino hay que investigar cómo se usa una palabra en todos los países. Pero esto requiere dinero e implica un esfuerzo no sólo en horas-hombre sino dinero para pagar y financiar esas investigaciones.
Afortunadamente mucho ya se puede hacer por internet y por correo, y yo mismo hago investigación por Facebook, donde tengo más de 33 mil lectores en la página Redacción sin dolor.

AR: En el libro también habla de un fenómeno que se ha extendido en las últimas décadas, al que llama “la edición de escritorio”, que casi ha jubilado a tipógrafos, editores y, yo añadiría, a correctores de estilo. ¿Cuáles han sido las consecuencias de esta edición prácticamente indiscriminada?
SC: Hay mucha gente que no se acuerda —o no estaba viva— de cuando no había edición de escritorio. Antes las publicaciones se hacían en imprentas que tenían un equipo de preproducción que incluía formadores, diseñadores de edición, fotógrafos, correctores, aparte de un proceso que era más robusto de lo que es ahora. Hoy ponen a una secretaria y le dicen: “Haz el libro”. ¿Y qué sabe? Lo mínimo, muchas veces más que su jefe, pero no para hacer un libro.
Hacer un libro es un oficio noble desde hace siglos, y de repente desaparecieron saberes muy importantes: los del diseñador, del tipógrafo, del corrector, del formador… Ahora no hay tipógrafos, los linotipistas no sé qué se hicieron (desaparecieron, yo creo), quienes eran el corazón del asunto ya que sabían todas las reglas y eran trabajadores altamente calificados. No creo que les hayan pagado de acuerdo con su alto grado de conocimiento, porque sí sabían dónde iba el punto en relación con los paréntesis, las comillas, si era una cita textual con dos puntos, etcétera.
También los editores de antes sabían esto y sabían marcar los libros correctamente. Eran una comunidad reducida, pero que tenía el encargo del cuidado de las ediciones. Había especialistas en la rama y hacían sus manuales de estilo. Pero llegó la computadora personal y la posibilidad de diseñar y diagramar libros en ella, y jubilaron a los tipógrafos y a los diseñadores, y todo este trabajo recayó en personas que no saben lo que están haciendo, lo cual provocó un caos.
Yo viví ese caos, y fue desastroso. Por ejemplo, la regla de la colocación del punto en relación con comillas y paréntesis tuvo que rehacerse, porque no había manera de que todo el mundo entendiera cómo se hacía antes porque era una regla compleja y había que tomar en cuenta varias cosas para saber dónde iba el punto. El editor se aprendía la regla, e incluso los tipógrafos, con mucho gusto, siempre la explicaban porque era su momento de brillar como catedráticos en la formación de libros.
Pero luego uno se dio cuenta de que nadie pela ya esa regla, nadie la conoce y entonces hacen las cosas como se les ocurre, sin ninguna consistencia. Me imagino la discusión al interior de la Academia antes de la Ortografía de 1999, que fue cuando empezó a poner orden: “Va a estar imposible que todo el mundo entienda la regla como venía antes porque es demasiado compleja. Tenemos que simplificar”.
¿Cómo lo hicieron? Si es el final del enunciado o de la proposición, y termina con comillas o paréntesis, el punto va a ir fuera; si hay signo de interrogación y no viene ni paréntesis ni comillas, no hay punto; pero si cierra con comillas ahora sí va el punto. Signo de paréntesis: si no hay, no va segundo punto porque está incluido en el signo, pero si viene el signo y después paréntesis vamos a agregar otro punto. Esa es la nueva norma, que es muy sencilla y muy fácil de explicar y de enseñar.
Hay inconformidad de parte de los puristas conservadores, pero cuando yo vi la regla en 1999 dije: “Dios bendito”, porque era un caos, y era preferible una regla sencilla. Pero hay gente que hasta la fecha ni idea tiene de esto y ponen el punto como sea. Ahora este tema está tipificado ya en la ortografía, y la autoridad se impone y si uno no quiere seguir eso es que se declara en rebeldía, pero ya no puede ser por ignorancia. Y hay más, pero no importa porque no afecta el contenido, el mensaje es el mismo. Lo único que se gana es claridad y consistencia, porque la gente se confunde.

AR: ¿Cuáles son los mayores problemas que encuentra en los periódicos respecto a su escritura?
SC: Se reflejan los mismos problemas en la prensa que en el resto de la población, tal vez en menor medida, pero allí están. Y hay problemas específicos del periodismo que no existen en la población en general, como, por ejemplo, la percibida necesidad de utilizar, a ultranza, la sinonimia cuando no hace falta. Si yo estoy hablando de problemas de agua, la palabra “agua” se va a repetir, no tengo que decir “el vital líquido”. Es sumamente chocante que hablen así porque es antinatural y mamón, lo cual no tiene por qué estar en un periódico (además, no es el único vital líquido, porque también está la sangre, que tiene el mismo mote).
Por otro lado, hay un desconocimiento bárbaro de la sintaxis. No es que haya una sola sintaxis correcta: según el sapo es la pedrada. A mí me desquicia, por ejemplo, el periódico Reforma: uno de sus encabezados se refería a la Casa Blanca del presidente Enrique Peña Nieto, y decía algo así como “Critican mansión en el extranjero”. Yo pensé que ahora Peña Nieto tenía una mansión en el extranjero, pero no: en el extranjero critican su mansión. Ellos, no sé por qué (nadie me ha podido dar una respuesta lógica), siempre quieren iniciar sus encabezados con un verbo conjugado. No lo entiendo, porque tampoco está en su manual de estilo, el que he leído de pe a pa y es respetable. Es una regla inamovible en Reforma y causa un sinfín de problemas.
Pero no se entiende de sintaxis no sólo en los encabezados sino en los escritos: la ampulosidad periodística es sólo comparable con la de la burocracia. En el periodismo hay que escribir claro y directo. Esa es la meta: claridad, precisión y decir las cosas con la menor cantidad de palabras posible, no preocuparse por una sinonimia cuando no viene al caso (aunque, claro, hay otras palabras que se pueden sustituir fácilmente sin llega a los extremos del “vital líquido”).
Otra cosa que no dominan los periodistas es la puntuación: usan grabadora, llegan a la redacción o a su casa, y ponen textualmente lo que dijo la figura pública. Muy bien, no tergiversaron su mensaje, pero, ¡momento! Sí lo tergiversaron porque no supieron puntuar y el lector tiene que interpretar lo que quiso decir el personaje porque no pudo ser lo que se escribió, porque no tiene sentido. La gente, para empezar, cuando habla no usa punto y coma. Este es un recurso muy antiguo, pero es del lenguaje escrito, y las citas textuales son del lenguaje oral. Entonces, en las citas textuales no veo por qué debemos usar punto y coma, para empezar. Debemos usar comas y puntos, y si somos muy abusados, podemos usar dos puntos, que son muy diferentes del punto y coma, pero son muy útiles en las declaraciones.
Hay que conocer para qué sirve cada signo, cuál es su propósito y cómo usarlos, y los periodistas actuales no tienen la menor idea ni siquiera de cómo usar una coma: desconocen la coma del vocativo, la elíptica y apenas conocen la serial, y eso porque Dios es grande. A veces usan correctamente las comas parentéticas, para aislar información incidental, pero muchas veces no: ponen la primera coma o la segunda, pero no las dos. Entonces no se entiende.

AR: Usted se ha dedicado a la enseñanza de la redacción durante más de 30 años. En el libro anota que la política educativa no le ha dado el valor suficiente a la escritura. ¿Cómo ve la situación en estos años?
SC: Las escuelas son un desastre. Lo sé porque doy primer año de universidad, y sé cómo llegan los alumnos a ella: muy mal. La mayoría no sabe qué es un adjetivo, qué es un adverbio, y mucho menos sabe cuál es la diferencia entre sujeto y predicado. El núcleo del predicado, ¿qué es eso? ¿Es un animal exótico? Si hablo de oraciones subordinadas les da urticaria, no saben de qué estoy hablando.
Yo pregunto: ¿cómo quieren que alguien escriba bien si no sabe lo que está haciendo? No es cuestión de hablar: el habla es natural en todo ser humano, pero la escritura no es natural, no es parte del ser humano: se puede ser perfectamente humano sin saber leer y escribir. No quiere decir que uno sea culto, pero es humano. Seamos honestos: yo puedo ser analfabeto y ser muy humano, incluso puedo tocar instrumentos musicales sin saber leer y escribir. Claro, tampoco podré leer partitura y entonces mi repertorio será limitado a lo que me han enseñado en carne propia y por imitación, porque la partitura es otro lenguaje.
Entonces la lectura y la escritura, como formas antinaturales de expresión, requieren un proceso de aprendizaje. No es “enchílame otra”, como las escuelas piensan que lo es, que es tan natural escribir como hablar. Es un error de pensamiento muy grave porque los maestros terminan diciéndoles a los niños que escriban como hablan. Pero son dos lenguajes diferentes, que lo único que tienen en común son las palabras y la gramática, y todo lo demás es diferente.

AR: ¿Cuál es la relación de la lectura con el aprendizaje de la escritura?
SC: Uno puede aprender a escribir leyendo lo que está bien escrito porque uno deduce las reglas. Si uno pone atención, deduce con el tiempo las reglas de la puntuación y de la sintaxis. ¿Por qué la gente “encabalga” tanto? Porque no se fija en lo que lee y entonces pone como, coma y coma, y es una pausa, ¿no?
¿Cuál es el problema? Porque los maestros de la escuela dicen: “La coma es una pausa”. Lo primero que digo a mis alumnos es “olvídense de que la coma es una pausa: no lo es. Puede coincidir o no”. El origen de la coma, en efecto, era la vírgula, que usaba la raya diagonal para indicar, a los que leían los sermones, los mensajes bíblicos, dónde debían hacer pausa, porque la escritura era muy nueva, y entonces había que llevarlos de la mano. Eso después se convirtió en coma, pero esta adquirió muchos usos gramaticales y sintácticos que nada tenían que ver con la pausa per se, y pueden coincidir con la pausa o no.
Entonces, si enseñan estas reglas idiotas, ¿cómo quieren que los chavos escriban bien? Pero no saben que son reglas idiotas porque nunca aprendieron: no leen.
Si uno lee a los buenos escritores (claro que habrá discrepancias), uno más o menos va a dominar el uso del punto y de la coma, que son los más importantes. Es el 90 por ciento del boleto, y el otro 10 por ciento va entre dos puntos y punto y coma y, si quieres agregarlas, las comillas, los paréntesis, las rayas. Pero yo doy brincos cuando los alumnos ya dominan la coma y el punto y cuando no encabalgan.
Yo les digo a mis alumnos: con una cuartilla sé si la persona sabe escribir o no. No necesito más, porque si no ha encabalgado en 250 o 300 palabras, es que no lo va a hacer. Sabe cuándo termina una idea gramatical, y cuando se inicia la siguiente porque puso el punto y seguido. Si no hace eso, no sabe escribir. No importa lo demás: si la mayúscula, si la minúscula, que la cursiva, que la redonda, que la bastardilla y que la tía que lo parió. No me interesa: si no encabalga, va bien. Con eso ya está del otro lado porque lo demás cae en su lugar. Pero si salen encabalgando no sólo habla mal de ellos sino de mí también.


*Entrevista publicada en Etcétera, núm. 171, febrero de 2015.

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