Caminar en la tormenta mexicana
Entrevista con Daniela Rea*
Ariel
Ruiz Mondragón
México
se encuentra sumido en una profunda crisis de seguridad y de justicia, lo que
ha llevado a una situación en la que la delincuencia se ha desbocado debido no
sólo a la falta de castigo sino incluso a la franca complicidad de las
autoridades. Lo anterior da como resultado un escenario francamente grave.
Lo
anterior ha sido reflejado en diversos análisis y estudios, que van desde los ejecutómetros que han publicado algunos
diarios, hasta amplios informes sobre criminalidad, impunidad y derechos
humanos que revelan su deteriorado estado en nuestro país. Sin embargo muchos
de esos documentos no acaban de dar cuenta de los dramas humanos que encierran
sus datos.
Por
lo anterior es necesario un periodismo que también se haga cargo del relato más
cercano de quienes son los actores principales de la tragedia mexicana en
materia de seguridad y justicia. Justamente ahora Daniela Rea (Irapuato, 1982)
reúne en su libro Nadie les pidió perdón.
Historias de impunidad y resistencia (México, Ediciones Urano, 2015) diez
reportajes en los que se relatan casos que ejemplifican muy bien asuntos tan
diversos como la invención de culpables, la tortura, las desapariciones
forzadas, la criminalización de las víctimas, la evaporación de las
responsabilidades de las autoridades, las iniciativas comunitarias indígenas para
enfrentar a la delincuencia, la influencia de los cárteles en las zonas
marginadas y las memorias de un exguerrillero, entre otros.
Replicante
conversó sobre ese volumen con Rea, quien es reportera independiente. Se graduó
en la Facultad de Ciencias y Técnicas de la
Comunicación de la Universidad Veracruzana, e inició su trayectoria
periodística en el Sur de Veracruz.
Ha colaborado con frecuencia en Reforma,
así como en Etiqueta Negra, Cosecha Roja
y Replicante. Es integrante de la Red
de Periodistas de A Pie y de Nuevos Cronistas de Indias, y textos suyos han
formado parte de cuando menos cinco libros. En 2013 obtuvo los premios
Excelencia Periodística, del PEN Club México, y Género y Justicia, de la ONU
Mujeres y la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué publicar
en libro estas 10 historias acerca de la inseguridad, la injusticia, la
indolencia, la impunidad que ha garantizado el Estado mexicano?
Daniela Rea (DR):
Porque creo que nos falta contarnos más y sabernos más para entendernos. Porque
a pesar de que tenemos 10 años de guerra contra el crimen organizado y muchas
otras violencias en este país, creo que, como decía Jacques Derrida, cada
muerte es el fin del mundo. Si no entendemos así a cada una de las víctimas de
la violencia del Estado y de la violencia criminal, no nos vamos a dar cuenta
de la pérdida que estamos teniendo como país.
Para
mí misma este libro fue un ejercicio de tratar de entender cómo se puede
sobrevivir, cómo se le puede dar sentido a la vida después de haber sido
víctima no sólo del crimen sino también de la impunidad y luego de la
indolencia.
También
para mí fue un ejercicio de contarme las cosas con la mayor tonalidad de grises
que sea posible; no erijo aquí ninguna verdad, y me gusta entender que las
víctimas no solamente son víctimas, que no son impecables, y que los
victimarios tampoco son completamente perversos.
Cuento
un caso particular de los victimarios: a Kalusha
todo el mundo lo acusaba de ser el asesino de El Chino, pero algo tan simple como acercarse a él y preguntarle
qué pasó y conocer la historia de sus propias muertes y de sus propias
ausencias nos cambia por completo la historia que nos estamos contando.
A
veces parece que uno dice las cosas supercontundentes y generalizadas, pero
para mí es importante que nos empecemos a contar lo que nos está pasando con
todos los matices que hay, de lo que implican la maldad, la violencia, la
impunidad. Seguir contándonos como los buenos y los malos no nos va a llevar a
ninguna posibilidad de encuentro y de entendimiento.
Por
los elementos que yo pongo en este libro, de técnicas de investigación, de
escuchar los testimonios, de recurrir también a veces a sueños y a poesía, busco
entender y desmitificar tanto a víctimas como a victimarios.
AR: ¿Qué problemas y dificultades
tuviste para hacer este libro? Son situaciones muy complejas, como las de las
madres que visitan a los victimarios de sus hijos en la cárcel, con
ofrecimientos de perdón pero también con un rencor muy fuerte y muy explicable.
DR:
Yo no tuve dificultades físicas en el sentido de que afortunadamente no he
recibido ningún tipo de amenazas. Mis dificultades más bien fueron en cuanto a
la técnica, en cómo acercarme a la información y cómo leerla; como que a veces
nos seducen los expedientes, y creemos que en ellos están las verdades. Aquí
hay varios textos que están hechos a partir de las lecturas de los expedientes,
pero también están contrastados con lo que los protagonistas dicen, con lo que
se ve y se palpa en el terreno.
Uno
de los riesgos fue ese: no dejarme seducir por esas verdades.
Lo
otro que sí implicó fue una apertura emocional, lo que también me toca muy
profundamente y me deja con tristezas, inquietudes y hasta pesadillas. Lo que
yo pueda sentir no es nada comparado con lo que están sintiendo las víctimas, en
lo absoluto. Entonces implicó dejarme de sentir por las historias, y fue como
dejar de lado la objetividad a la que apelan las escuelas de periodismo y más
bien hacerle caso a la honestidad de decir “desde esto me estoy acercando”.
AR: En varias de las historias que
relatas parece que las autoridades que mejor se comportan con las víctimas son
las que no hacen nada, las que siquiera se abstienen de lastimarlas y no más.
En un par de ocasiones parafraseas la fórmula de Hobbes: dices que “el Estado
es el lobo del hombre”. Es un Estado que no protege, que no garantiza los
derechos ni la vida en convivencia. A partir de estas historias, ¿qué ha pasado
con el Estado mexicano?
DR:
Quienes integran el Estado responden a intereses de poder, por un lado, y por
otro también creo que lo que permite gran parte de estos daños es esa
maquinaria que, sin entenderse cómo, sirve para la muerte. Lo plantea Hannah
Arendt en todo el trabajo que hizo sobre Eichman, sobre la banalidad del mal;
ahora estoy en el proceso de empezar a chambear algo para entender eso. Pero es
ver cómo el policía que tortura es un hombre normal, que sube a Facebook fotos
con su hijo en el parque.
Son
esas dos cosas: hay una impunidad total, un permiso de que cualquiera se puede
sentir con derecho a hacer lo que sea porque realmente para algunos no hay ninguna
consecuencia de lo que hacen, y ni siquiera se dan cuenta del daño que están
causando. Yo platicaba hace unos días con un soldado que me decía “pues es que
yo no lo maté, sólo lo sostuve mientras mi mando lo torturaba”, y él está
convencido de que él no había matado a una persona.
Creo
que esas dos cosas han pasado, y nos han hecho creer que son parte de nuestra
cultura y que así va a ser. Me ponía a pensar que más bien tenemos que empezar
a cuestionar eso, que no somos así; que no es que dentro de todos haya un gen
priista y corrupto, pues. Es muy fácil instalarse en eso porque implica no ser
responsables de nuestra propia libertad.
Eso
a nivel personal, pero a nivel del Estado cualquiera se siente con el derecho
de hacer lo que sea y no pasa nada: no pasa nada con Moreira, con la Casa
Blanca, con los policías del News Divine…
De
este último ejemplo, no puedo entender que no haya un solo responsable de la
muerte de 12 personas (nueve chavos y tres policías; ni siquiera a éstos el
Estado los protege). Hay un historial de responsabilidades muy contado de cómo
se fueron dando las órdenes, quiénes por su propio cargo tenían que saber de
ese operativo y eran responsables de él, aunque se quisieran zafar de cualquier
forma. Pero los policías no son responsables, los paramédicos que no quisieron
brindarle atención a los jóvenes no son responsables, los peritos que tomaron
fotografías de las chavas semidesnudas tampoco. Es una chingadera.
Así,
no hay un solo responsable de manera oficial. Y esto es lo que pasa: los responsables
del caso News Divine siguieron ocupando cargos de servicio público: Joel Ortega
fue jefe de la campaña de Miguel Ángel Mancera para la Jefatura de Gobierno del
DF, y estuvo en el Metro, por ejemplo.
Que
las familias digan “aquí no hay justicia” y que en ellas germine un deseo de
venganza es porque no hemos permitido otra cosa. Ni el Estado ni nosotros como
sociedad hemos hecho contención para que las víctimas del News Divine no
sientan lo que dice Leticia: “A lo único que aspiro es a que los hijos de esta
gente sientan lo que mi hijo sintió al morir”. Es la impunidad.
AR: ¿Cuál ha sido la respuesta
social a la impunidad? News Divine es un caso que viene en el libro, pero hay
muchos otros.
DR:
Yo no entiendo por qué hay una avalancha tan grande de solidaridad hacia
ciertos casos y hay un descobijo total hacia otros: por qué la gente respondió
con tanta indignación a crímenes como el de Villas de Salvárcar, de Ayotzinapa,
de la guardería ABC, y no ocurrió así con los chavos del bar Heaven o los del
News Divine. No sé qué nos esté pasando, no sé si nosotros estamos cayendo en
el error de querer distinguir víctimas. Tengo una amiga que es víctima de
guerrilleros desaparecidos, y ellas misma se ríe de eso y dice: “Es que yo soy
víctima con pedigrí”.
Entonces
creo que a nivel social hemos sido solidarios sólo en ciertos casos.
¿Por
qué nos duelen uno y otros no? ¿Qué dice eso de nosotros mismos como sociedad?
¿Qué no volteemos a ver a nueve jóvenes y tres policías que murieron en nuestra
ciudad, y que nos creamos que estamos en una ciudad de progreso? A mí el caso
de News Divine me pone muy enojada por eso. Ese texto lo leyó un amigo y me
dijo: “Es que estaba muy encabronado”. El juez que citó a declarar al chavo
muerto ahora es magistrado, y lo promovió Marcelo Ebrard. Todo está tan
explícito en ese caso que dices “no puede ser”.
AR: Hay otras partes del libro
donde hablas de casos de personas que han sido desaparecidas o detenidas, y lo
que se observa es que son personas común y corrientes, sin perfil de vínculos
con la delincuencia. ¿Por qué las autoridades y los delincuentes escogen este
tipo de víctimas?
DR:
Eso es lo cabrón: nada nos salva. Cualquiera de nosotros puede ser ellos.
Liliana es una amiga cercana, vendía en el bazar Fusión, en la Condesa, estudió
en la ENAP; Parral es un chavo que trabajaba como empleado de Caminos y Puentes
Federales que pidió auxilio de su misma institución para proteger a su misma
gente, por ejemplo.
Yo
no creo que haya como una selección sino que a cualquiera nos puede pasar. Pudo
haber sido un grupo de amigas que cruzaron a McAllen a buscar el vestido de
novia, y desaparecieron.
Eso
es también lo que quiero que el libro provoque: que nos demos cuenta de que
cualquiera de nosotros puede ser ellos. Como decía Butler: sólo reconociéndonos
en esa vulnerabilidad nos vamos a sentir obligados a cuidarnos.
Yo
todos los días pienso que puedo ser Liliana y no porque me desaparezcan a mi
chavo sino porque un día alguien se pasa el alto y lo atropella en la bicicleta
y adiós. Tengo familia que vive en estados del norte y también he pensado: al
que un día le toque el retén puede ser mi hermano.
AR: Hay una paradoja en todos los
casos que reportas en tu libro y que tú misma señalas: muchas víctimas buscan
justicia del mismo Estado que las lastimó. En esa circunstancia ¿qué hacer?, ¿a
quién recurrir cuando la institución encargada de protegerte, de garantizar tus
derechos no lo hace sino hasta al contrario?
DR:
A nosotros mismos, y no es en un término new
age o de salvación personal. Lo digo sinceramente: a nosotros mismos. En el
caso de Miriam, si hay algo que logró que saliera de prisión fue su fuerza:
ella es absolutamente resistente y resiliente a sobrevivir a esa tortura
diaria. Fue el amor frente a su esposo, pero también es que se sintieron
escuchados por alguien. Es muy simbólico que él, que es hombre de mar, lanzó un
correo al mar cibernético y sólo una persona le respondió. Además imagínate la
forma, que a mí me enternece tanto, como de ingenuidad: decir “pues voy a poner
derechos humanos en Google, y a los que encuentre les voy a mandar el correo a
ver quién responde”. Y respondió alguien.
Creo
que eso es: hay que recurrir a nosotros, no podemos hacerlo de otra forma. Y
cuando digo nosotros también habló de las personas que integran el Estado, no
es solamente “el Estado malo y nosotros buenos”. Cuando hablo de nosotros hay
que recurrir al señor perito que está levantando los restos de un cuerpo
encontrado en una fosa clandestina, por ejemplo.
Hay
que recurrir a la señora que trabaja en la Procuraduría, que tiene 20 mil
errores ortográficos y que seguramente mandó mal un oficio y, en su descuido,
en su indolencia citó a declarar a Rafa, el chavo muerto en News Divine. Hay
que recurrir a ellos, hay que preocuparnos por ellos también; seguramente
también tienen una vida jodida en algunos aspectos y hay algo que también se
les violenta de otra forma.
Hoy,
más que nunca, no hay que cansarnos; dice mi amigo John Gibler que no podemos
disfrutar del gozo del descanso. Si muchos padres de víctimas de crímenes no se
cansan y cada mes marchan, cada día protestan afuera de la Procuraduría, cada
mes realizan una misa por sus familiares, menos nosotros, desde la trinchera
que sea y desde el tipo de reflexión que sea necesario. Tampoco los artistas,
los académicos, los periodistas que se dedican a escribir sólo de víctimas, que
descubren corrupción, que tratan de entender la maquinaria del mal.
También
hay que empujar a que se rindan cuentas; esto sí se tiene que hacer. No nos
podemos sentir impunes, ninguno, nadie. No podemos no darnos cuenta de nuestra
negligencia y del daño que genera.
Yo
creo que si pensamos que vamos a llevar a juicio político a Enrique Peña Nieto,
podría ser. Guatemala lo hizo: enjuició a su presidente. Entonces más bien sí,
podríamos apostar a eso, a juzgar a Peña, a Felipe Calderón, a los responsables
como lo planteó el ministro Arturo Zaldívar cuando hizo su ponencia sobre la
guardería ABC: lo que implica ser funcionario público es que eres responsable
de lo que hagan los que están debajo de ti.
Vale
la pena mantener esa exigencia de rendir cuentas, quién hizo qué y quién no
hizo lo que tenía que hacer.
AR: Hay otro asunto que me interesó
mucho del libro, que son los medios. Anotas que asumen el discurso del Estado,
presentan una realidad virtual en la que se está salvando a la sociedad, hacen propaganda
de guerra, hay tribunales paralelos mediáticos, y añades: la maquinaria de
muerte y terror del Estado está perfectamente aceitada y funciona con la
complicidad de los medios de comunicación. En todos estos casos, en estas
injusticias, en esta impunidad, violencia y muerte, ¿qué papel han desempeñado los
medios de comunicación?
DR:
En el caso concreto del coche bomba, por ejemplo, creo que compraron en
absoluto la historia que narró el gobierno de Felipe Calderón, la Secretaría de
Seguridad Pública. En los videos dijeron “los presuntos delincuentes”, y los
chavos estaban totalmente expuestos. Así su familia se enteró de que estaban
detenidos: porque salieron en la tele como asesinos.
Creo
que hay varios medios de comunicación —no todos, no quiero generalizar— que han
asumido como propio el discurso del Estado de una guerra con fines de combatir
al crimen organizado, “para que la droga no llegue a tus hijos”. Yo creo que es
necesario cuestionarlo: cada verdad del Estado está ocultando algo y hay que
cuestionarla, ver qué es lo que está detrás. Eso estamos obligados a hacer como
medios de comunicación.
Sin
embargo hay muchos medios que han asumido la verdad del gobierno, y entiendo
que mucho tiene que ver con el tema de la publicidad oficial. Muchos medios
realmente viven de ésta y eso habla de que no hay una verdadera libertad de
expresión. Esto se ve muchísimo con los gobiernos de los estados: los
periódicos locales viven de los gobiernos estatales, y pues asumen claramente
como propios los intereses de quienes los están financiando.
Pero
también he visto un poco más de solidaridad a nivel de coberturas comunes,
aunque creo que sí nos ha hecho falta cerrar filas para exigir cuentas. Creo
que no habría estado mal cerrar filas alrededor de la Casa Blanca o de
Ayotzinapa, que haya un grito unísono representando a los medios de
comunicación de decir ¿cuál es la verdad?
Entonces
creo que ha hecho falta más solidaridad en cosas que evidentemente nos deberían
preocupar a todos.
AR: Das un dato contundente: entre
los años 2006 y 2012 179 mil personas fueron detenidas por policías y militares
por pertenecer al crimen organizado, de las cuales menos del uno por ciento
fueron culpables. ¿Qué dice esto de nuestro sistema de seguridad y de
procuración de justicia?
DR:
Dos cosas: una lectura es que se está deteniendo a gente para fabricar
culpables; otra es la deficiencia de las investigaciones o la colusión de gente
que es responsable pero a la que no se le adjudican los cargos que se le
deberían hacer.
¿Dónde
quedó el otro 99 por ciento?, ¿son responsables que fueron liberados, o son
inocentes que después de tres años lograron salir de prisión?
Yo
creo que son esas dos lecturas: por un lado la mala calidad de las
investigaciones para consignar, y por otro la fabricación de culpables.
AR: Una de las historias que más me
atrajo incluso políticamente es la de “El pueblo en rebeldía”, que son dos
experiencias de autogobierno distintas: la policía comunitaria y las
autodefensas, que están en comunidades vecinas en Guerrero. ¿Qué posibilidades,
limitaciones y peligros observas a este tipo de iniciativas y acciones sociales?
DR:
Son dos casos: uno es el juicio de las policías comunitarias y otro el de las
autodefensas. Las primeras responden a un sistema mucho más organizado de
trabajo comunitario en la sierra de Guerrero, tienen ya 18 años, mientras que las
autodefensas emergieron más como reacción a la violencia de la guerra contra el
crimen organizado. Cuando estuve en ese juicio sumario, popular de las
autodefensas, se me puso la piel chinita de decir realmente no hay diferencia
entre esto y las presentaciones del coche bomba de Genaro García Luna.
Yo
sí veo riesgos de que todos nos queramos erigir como portadores de la verdad y
de la justicia.
No
tengo una respuesta contundente sobre lo que pasa allí porque, por un lado, veo
una lucha muy auténtica de gente que forma las autodefensas y las policías
comunitarias también, y por otro lado veo también intereses muy concretos de
quienes lideran. Me inquietó ver que hubo una denuncia de tortura contra la
policía comunitaria, y que ese caso no se haya querido discutir porque, decían
del implicado, “no hizo esto pero seguro hizo otras, y las va a pagar”. Me
inquietó mucho porque pensábamos que eso no era posible, que la justicia
popular, de las personas de la comunidad, en una asamblea observada por
muchísimos ojos, iba a impedir este tipo de cosas. No fue tal.
Me
parece también muy fuerte decidir qué privilegiar más: el derecho de la
comunidad o el de un individuo. Yo no tengo una respuesta; a la mejor los
antropólogos dirán que allí lo que debe primar es el derecho comunitario, y en
las ciudades el derecho romano, en el que prima la persona. Yo no tuve ninguna
respuesta absoluta; me siento como en arenas movedizas; nos han enseñado que la
justicia es darle a cada quien lo que le corresponde, pero lo que hemos visto
en la vida real es que no es así.
Vi
el caso del chavo de Ecatepec que está acusado y está preso en una de esas
comunidades; su historia se me hace muy fuerte porque es una persona no
indígena sometida a un sistema de justicia indígena. Hay revelaciones que a mí
me parecen bien chingonas, como cuando dice “yo aquí aprendí que a quien estoy
dañando es a una persona; allá nada más pagas fianza y sales libre, pero aquí
aprendí a ver la cara de a quien le hice daño”. Eso se me hace un
descubrimiento por parte de él del sistema comunitario bien chingón, pero él
lleva allí años porque su caso ha sido pospuesto.
Creo
que ese texto, a nivel de mis creencias, me dejó inquieta porque no hay un
sistema que sea impecable, y creo que los riesgos están en que, ante la
ausencia del Estado, cualquiera pueda erigirse como justiciero.
AR: En otra parte haces una
anotación: la lógica de la desaparición se ha privatizado. Antiguamente ella
era casi monopolio del gobierno, y añades que ahora cualquier miembro de las
fuerzas de seguridad o un criminal puede desaparecer a cualquiera sin dejar
rastro. ¿Cómo ha sido ese proceso, que va de los años setenta con la guerra
sucia, hasta ahora que eso lo hacen jefes de policía y criminales?
DR:
Ahora que lo planteas, creo que la desaparición forzada surge como un crimen;
entiendo que sus orígenes tienen que ver con el decreto Noche y Niebla, de Hitler,
y con las dictaduras en América Latina, cuando había una intención política de
desaparecer personas. Aquí lo que hemos sabido por compañeros periodistas que
han investigado es que gran parte de los grupos criminales descienden o provienen
de las fuerzas armadas. Los que practican más la desaparición son los Zetas, y
éstos fueron formados supuestamente por militares, y que fueron además
preparados por las fuerzas de seguridad estadounidense. Entonces tal vez por
allí pueda ser una relación: ¿cómo es que a los delincuentes se les ocurrió
desaparecer personas? Pues yo creo que puede venir por allí. Si no hay cuerpo
no hay delito, y además la desaparición crea un limbo de terror muy fuerte.
Nos
explicaban un día que la guerra lo que busca es controlar territorios también a
partir del terror, y que eso se dio mucho en Colombia: las minas, las
desapariciones al por mayor, a quien sea, al que pase por allí. Eso ayuda a
controlar territorios. A lo mejor eso explica por qué los grupos del crimen
organizado también cometen desaparición de personas. Puede ser que el origen
tenga que ver con la capacitación de las fuerzas armadas que entraron a las
filas del crimen organizado.
Creo
que con las desapariciones hay una intención de controlar territorios a partir
del terror, una lógica que viene del origen de grupos como los Zetas.
AR: Sobre la privatización de actividades
antes reservadas a las autoridades está la historia de El Chino en Ciudad Juárez, con el crecimiento poblacional, la
llegada de inmigrantes al Cerro de las Letras. Dices que en esas colonias los
políticos encontraron su botín; después los cárteles tomaron su lugar para
continuar con el despojo. ¿Cómo ha sido este proceso de sustitución de los
políticos por los criminales?
DR:
A la mejor sigue; por ejemplo, en el Estado de México creo que todos conocemos
grupos de colonias que son utilizadas como botín político, y a lo mejor no es
que los políticos hayan sido sustituidos por los criminales sino que los dos
coexisten. Probablemente la familia tenga que hacer marchas en contra de quien
su líder político les diga o tomar alguna calle, y posiblemente también algún
miembro de la familia sea un halcón.
Pero finalmente lo que hay es una visión de uso y desecho de la gente que vive
en esas condiciones. Probablemente no hay una sustitución, ahora que lo
mencionas, puede ser que ya ambos grupos van, se abastecen y cargan cartuchos
en las colonias marginadas.
Pero
habría que revisar índices, con el asegún de algo que nos ha parecido fácil: la
criminalización de la pobreza. Entonces también hay que ver eso con cuidado.
Pero
sí creo que hay un uso y desecho de los habitantes de las colonias marginadas.
AR: En una parte del libro rescatas
la declaración de la familiar de una víctima, quien dice: “¿Por qué les
hicieron eso?, ¿por qué tanta maldad?”. ¿Qué le responderías?
DR:
Es una pregunta filosófica. Yo estoy todavía buscando cuál es el origen de esa
maldad. Hay una difusión de ésta creo que por la impunidad, porque se cree que
se puede hacer lo que sea sin consecuencias. Pero siento que el origen está en
una deshumanización.
La
violencia es un mecanismo de relación animal y humana; creo que es una cosa
natural de la forma de relacionarnos, y después puede detonar en varias cosas.
Pero yo creo que es la deshumanización, es dejar de ver el rostro del otro, es
dejar de sentir responsabilidad por el otro, de dejar de sentirme vulnerable
como el otro. Es una deshumanización en la que somos desechables,
prescindibles, sustituibles en todos los sentidos, desde el sistema de trabajo
hasta las mismas relaciones familiares. ¿Por qué un hombre golpea a la mujer
con la que vive?, ¿por qué un empleador presiona, hostiga, explota, maltrata a
alguien con quien trabaja? Pues porque hemos dejado de vernos como personas;
como que más bien nos desconectamos de nuestra relación con el otro.
Pero
es un asunto que nos falta seguir estudiando.
AR: ¿Qué riesgos has corrido al
hacer este tipo de trabajo? En el relato de las autodefensas cuentas que de una
casa te sacó un grupo de hombres armados.
DR:
De este libro creo que ese es el momento en el que más vulnerable físicamente me
he sentido, porque sí pensé: “Estos señores ya han matado a varias personas en
retenes”. ¿Te acuerdas que las autodefensas habían matado justificando que eran
criminales, o que no se pararon en el retén, e incluso atacaron a unos turistas
del DF?
También
en Ciudad Juárez, donde más bien fue un asunto de coordinar bien dónde estoy,
si me acompaña alguien, cómo salir de allí si es necesario, a quién recurrir si
me siento en riesgo.
Pero
afortunadamente creo que el único momento en que me sentí vulnerable
físicamente fue esa vez que nos agarraron las autodefensas y nos encerraron en
un cuarto. Afortunadamente no pasó de eso, pero yo me acuerdo de la imagen
cruzando el cerro, rodeados yo y Felipe, el compañero fotógrafo, por 10
encapuchados con armas. Me puse muy nerviosa porque dije: “Aquí nos puede pasar
cualquier cosa y ni quien se entere”.
Eso
lo viven todos los días compañeros que hacen su trabajo sin ningún tipo de
respaldo de los medios para los que trabajan.
AR: Termino: de las historias,
personajes y situaciones de tu libro, ¿dónde encuentras esperanza de que las
cosas cambien y se haga justicia?
DR:
En la resistencia de Miriam, en el amor de ella y su esposo; en la lucha de
Mayra por sacar a su esposo de la cárcel, en la lucha de éste y de los otros
chavos detenidos por recuperar los pedazos en los que los fragmentó la tortura
tras haber sido acusados del coche bomba en Ciudad Juárez en 2010 (aquí hay una
imagen que me da mucha ternura: cuando él llega y dice “es que ya soy jefe de
cuadrilla, vamos a celebrar”, compran pan dulce y un refresco para festejar. Es
un gesto tan tierno de “vamos a salir adelante, de ir construyendo nuestros
pedazos”).
La
veo también en Liliana, que a pesar de que su hijo sufrió la peor violencia
antes de nacer, que es la desaparición de su padre, a pesar de que le
arrebataron al amor de su vida, al padre de su hijo, ella dice: “Yo quiero
criar a un niño feliz, no a uno que tenga miedo, que crezca con ganas de
venganza. Quiero que mi hijo sea feliz, merece ser feliz”.
Veo
la esperanza en Araceli, en Lety, en Yolanda, en Rosario y en otras mamás, en
Lucía y en Guadalupe, que están aquí pero están buscando a sus hijos y que han
asumido una colectividad de que éstos son los hijos de todas. A veces las veo y
les digo: es que lo que ustedes están haciendo también es buscar al país que
extraviamos todos nosotros. No solamente estás buscando a tu hijo sino al país
que se nos perdió en algún lugar.
La
veo también incluso en el chavo del Estado de México que es detenido por
secuestro, y en su decir: “Esto estoy aprendiendo. Ya aprendí que lo que hago
tiene consecuencias en otra persona”.
La
veo en Olguita, la señora del parque que construye una comunidad, en la que
tratan de cuidarse unos a otros; la veo en la tenacidad del señor Jorge Parral
para sumergirse en expedientes y lograr encontrar y recuperar a su hijo.
La
veo en El Guaymas, quien, después de
tantos años de detención, dice: “A lo mejor yo nada más sobreviví para un testimonio,
pero aquí estoy dándolo y trabajando bien en mi empleo del Metro, y saludando
al güey que por azares del destino fue halcón”
(él, guerrillero, se encuentra en los talleres del Metro con un señor que fue
uno de los halcones en 1971, y que
aun así él lo saluda y se preocupa por él).
Me
decían: “¿Cómo es posible que puedas aguantar tanto dolor?”. Pues es que ese
dolor en estas historias viene cobijado, tercamente, por un montón de amor, de
compasión y de apuesta por la vida, que a la mejor ya ni siquiera en algunos
casos es consciente.
Eso
es lo que nos va a salvar; si no, Miriam y los chavos del coche bomba seguirían
presos, León sería un niño deprimido, encerrado en su casa, El Guaymas sería un resentido social,
Jorge Parral seguiría enterrado en una fosa común, sin nombre.
En
esa terquedad por la vida es donde veo yo toda esa esperanza.
Yo
quería que el libro se llamara Caminando
en la tormenta, y me decían que era un título de película de ficción; para
mí era el título porque es una escena de Mayra y Rogelio caminando en la
tormenta después de todo lo que les pasó y les sigue pasando; son ellos
caminando tercamente en un llano y no saben a dónde van, pero caminando en la
tormenta. Eso es para mí la esperanza.
*Entrevista publicada en Replicante, abril de 2016.
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