lunes, febrero 06, 2017

Las razones de la pobreza léxica mexicana. Entrevista con Juan Domingo Argüelles

 

 Las razones de la pobreza léxica mexicana
Entrevista con Juan Domingo Argüelles*
Ariel Ruiz Mondragón
Entre los grandes déficits educativos del país se encuentra el desarrollo adecuado de un par de capacidades básicas: la escritura y la lectura. En estas materias México presenta datos dramáticos que en varias clasificaciones lo colocan en los últimos lugares.
Pero el español que practicamos no sólo sufre por una forma defectuosa de enseñarlo en la escuela mexicana, sino que también padece el acoso, por ejemplo, de aquellos que, tras realizar estudios de posgrado en el extranjero, usan términos extranjeros para denominar realidades que en nuestra lengua ya tienen nombre. Así, todos estamos expuestos a caer en diversos errores idiomáticos que más vale corregir.
Con la idea de aclarar varios términos que generalmente se utilizan de manera incorrecta, Juan Domingo Argüelles ha publicado El libro de los disparates (Ediciones B, 2016), en el que desentraña (en ocasiones en franca polémica con la Real Academia Española) los misterios de 500 de los más frecuentes barbarismos y desbarres que a diario se perpetran en la escritura y el habla cotidianas.
Conversamos con Argüelles (Chetumal, Quintana Roo, 1958) a propósito de diversos temas que suscita este amplio catálogo de equívocos. Él estudió Lengua y Literatura Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, ha sido subdirector de la revista Tierra Adentro y director de El Bibliotecario y actualmente de IBERO. Revista de la Universidad Iberoamericana. Ha colaborado en diversas publicaciones, como Nexos, Plural, Este País, Revista de la Universidad de México, El Financiero, El Universal, La Jornada Semanal, Campus, Libros de México, Quehacer Editorial y Los Universitarios.
Ha publicado 15 libros de poesía y unos 20 de ensayo y crítica literaria. Ha recibido diversos premios, como el Nacional de Poesía Efraín Huerta, el de Ensayo Ramón López Velarde, el Nacional de Literatura Gilberto Owen y el Nacional de Poesía Aguascalientes.

Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué hoy escribir un libro como el suyo, sobre tantas incorrecciones en el uso del español, sobre todo si tomamos en cuenta que ya hay algunos libros de este tipo?
Juan Domingo Argüelles (JDA): Obviamente el libro tiene ilustres antecedentes: antes que cualquiera, los libros tan extraordinarios que publicó Raúl Prieto Río de la Loza, alias Nikito Nipongo, como Madre Academia, Perlas japonesas y otros; por supuesto, las Minucias del lenguaje de José G. Moreno de Alba, y en España uno de Fernando Lázaro Carreter que se llama El dardo en la palabra.
Me parece que es necesaria la insistencia: somos el país que ocupa el último lugar en comprensión lectora de los 34 países de la OCDE. Cada tres años que se hace la famosa prueba PISA, refrendamos nuestro último lugar, como en 2009, 2012 y 2015.
Creo que parte de la incomprensión de lectura está en la pobreza léxica de las personas, que es tal que un estudio de la UNAM dice que en México el vocabulario básico de la lengua está entre 300 y 2 mil palabras de 80 mil posibles que podemos utilizar. Esto lo comprendemos cuando, por ejemplo, les graban sus llamadas telefónicas a los políticos que, aunque sean doctores, hablan de “¿qué tal, pinche güey?, ¿cómo estás, culero?”. Entre las 300 palabras más usadas del español en México están “güey”, “culero”, “pendejo”, “cabrón”, etcétera, y nada más nexos, preposiciones y conjunciones para hilar una oración significativa. Estas formas, desafortunadamente, son las que han prevalecido en nuestro idioma y han conseguido uniformar un lenguaje básico que no despega jamás en la conversación más allá de ese limitado vocabulario que, además, es muchas veces mal empleado.
El gran problema que tenemos y que nos ha creado el sistema educativo es que, al no tener una percepción crítica de las cosas, tampoco tenemos autocrítica. Entonces no dudamos de lo que decimos y escribimos, porque tampoco dudamos de lo que hacemos; entonces no dudamos cuando conjugamos el verbo “forzar”, y decimos “yo forzo, tú forzas, él forza”. Bueno ¿por qué hemos de dudar si está bien o está mal si, en realidad, así hablamos y se lo escuchamos al abogado, al médico, al doctor en filosofía? Estas personas influyen en el empobrecimiento del lenguaje y en la expansión de los barbarismos y los desbarres.
Por eso me parece importante que haya un libro que sólo tiene dos posibilidades: les va a interesar a algunos que sí quieren mejorar su idioma, el lenguaje tanto hablado como escrito, y no les va a interesar a muchísimas personas que les tiene sin cuidado esto, y que dirán “una tilde de más o de menos, a mí qué me importa”. Pero sí es importante, tanto que muchas veces esa falta de comprensión de lectura que padecemos en México proviene justamente de que no somos capaces de entender lo que estamos leyendo porque en un párrafo hay cuatro o cinco términos que no tienen sentido para nosotros.

AR: ¿Cuáles son las consecuencias prácticas de este mal uso y entendimiento del idioma?
JDA: La incomunicación. Es paradójico: en esta época es cuando más ejercicios de escritura y de lectura realizan las personas gracias a internet, pero no despegan jamás en el proceso de generación de enriquecimiento del vocabulario. Usan mensajes con palabras básicas para entender lo más elemental. Estas personas pueden comunicarse entre ellas porque se entienden inclusive, si podemos decirlo de este modo, aun sin lenguaje verbal; si fuera lenguaje de señas podrían entenderse.
¿Pero qué pasa cuando leen y escriben? Que dado que provienen de este ejercicio básico de lectura y escritura no comprenden lo que están leyendo y no saben escribir más que la forma en la que están vinculándose en internet.
Entonces es un problema de incomunicación; la gente luego dice “es que no me estás entendiendo”, pero más bien es que no se está explicando.
¿En qué es diferente escribir bien de escribir mal? En el sentido de que la lengua es un modelo y un patrimonio cultural, y como tal nos da identidad.
Ésta tiene que ver con lo que hemos aprendido o hemos dejado de aprender. Es obvio que una persona que no ha leído demasiado tiene un vocabulario menor, más restringido, y por supuesto que también dentro de la lógica de la comunicación quizá tenga menos posibilidades de darse a entender. Una persona que ha leído puede comprender incluso cultismos y el lenguaje que no es básico, y además sabe cuándo hay un error en lo que le están diciendo e inmediatamente lo traslada a lo correcto y lo comprende, pero una persona que no tiene esa habilidad simplemente se queda con el error y comprende mal las cosas.
En un sentido práctico es eso, y obviamente esto no habla muy bien de la escuela.

AR: En todos estos defectos y deficiencias ¿cuál ha sido el papel de la escuela mexicana?
JDA: Cuando hablamos de desbarres hay que hablar de los cultos e incultos. No quiere decir que el ámbito culto no produzca disparates porque también lo hace, sino que nadie se salva de esto. Como lo digo en el prólogo: todos estamos expuestos al error tanto oral como escrito. Pero la diferencia está en que cuando los cometes y tienes dudas puedes corregirlos, y hay personas que no dudan en absoluto porque piensan que eso es lo correcto y no son capaces de ir a un libro de consulta. Esto es asombroso porque ya no se trata ni siquiera de ir a una estantería a buscar un diccionario: cuando estás escribiendo en computadora das un clic y entras al diccionario de la Real Academia Española, a un diccionario de filosofía, a uno de dudas, a uno especializado. Pero la gente no tiene interés en mejorar y no tiene dudas, porque forma parte de una cultura acrítica; es decir, la escuela ha formado personas acríticas que se ha conformado con lo que tiene y que piensa que ya aprendió todo lo que tenía que saber.
Es claro que la educación en México trata de mostrar una finitud, cuando en realidad lo que tendría que mostrar es que la educación es continua, que nunca se termina porque al salir de la escuela lo que tienes que hacer es continuar tu educación en los libros y también en los diccionarios.
La escuela ha fallado en ese sentido: ha generado personas que no tienen ese sentido crítico ni autocrítico, que a veces no tienen conocimientos ni siquiera básicos. Esas situaciones están reflejadas en este libro y en otros diccionarios de dudas, lo que nos muestra es que hay un enorme desdén por la lengua, como si ésta no importara.
La lengua es una herramienta básica de comunicación, pero tiene también un sustrato estético, una connotación filosófica, del pensamiento, de la racionalidad, no nada más sirve para decir “quiero un té” y que te traigan un té. Te sirve para analizar tu realidad, para darte cuenta quién eres.
Lo que siempre han defendido todas las culturas, antes que cualquier cosa, es su lengua. Prueba de ello es que los 33 millones de mexicanos que viven en Estados Unidos preservan su lengua y sus costumbres, y medio hablan el inglés para darse a entender. Pero su lengua les da identidad porque en ella están también su pasado y sus hábitos.
En ese sentido, ese enorme desdén que tenemos por la lengua española en general y, por supuesto, por las lenguas indígenas en particular, también se refleja en una especie de desprecio por la lengua, y de prestigio de otro idioma, como el inglés, pero pueden ser el francés, el alemán o cualquier otro. Incluso hay personas que creen que hablar otra lengua por encima del español es mejor; En efecto, si hablas dos lenguas tienes una mayor capacidad, pero hay gente que cree que hablar español desprestigia, y que hablar en inglés o utilizar términos en inglés da caché.
Esa es otra parte: un sentido despreciativo hacia nuestro idioma en relación con el inglés.
El propósito de un libro con estas características no es decir desde una superioridad: “Miren, yo sé todo esto, y les estoy enseñando cómo hablar y escribir”. No, lo que estoy mostrando aquí es que todos somos potenciales autores de barbarismos, que usamos la lengua (ya sea oral o escrita) inadecuadamente, que todos caemos en estos desbarres y que, obviamente, el cometerlos no te hace mejor ni peor como persona.
Pero sí es necesaria una mente abierta para decir: “¿Será que esto que estoy escribiendo y diciendo está bien?”. Entonces es un poco decirle: “Mira, existen libros que te pueden resolver esa duda si tienes interés; si no, no hay ningún problema: nadie te obliga a escribir bien o mal”. Pero donde sí hay una obligación, sin duda, es en el sistema educativo, que debe crear, entre los estudiantes y dentro de las materias, las capacidades para poder comunicarse, hablar y escribir correctamente.
Esto no existe en nuestro país; esa obligación que tiene el sistema educativo y que no cumple, era la ambición básica que tenía José Vasconcelos. Desde él y Jaime Torres Bodet eran dos cosas fundamentales que tenía que hacer la escuela: enseñar a leer, escribir y matemáticas. Es decir, que la gente supiera restar, sumar, multiplicar, hacer sus operaciones básicas y poder expresarse y comunicarse correctamente para poder defenderse en la vida.
Eso, que era lo básico, ni siquiera se está haciendo. Si hoy vemos la redacción de los muchachos de primaria, secundaria, preparatoria y universidad, dice uno: “¿En qué está escrito esto, qué idioma es?”. De lo que estamos dándonos cuenta es que no tienen idea de la escritura, que no hubo esa educación sólida que se exigía.

AR: En el libro hay un intercambio muy crítico, hasta ríspido, con la Real Academia Española (RAE) y la Academia Mexicana de la Lengua (AML). En muchas de las entradas hace críticas muy puntuales: por ejemplo, que pasan como mexicanismo varios disparates, o que se han legalizado palabras como “amigovio” y “papichulo”, entre otras. ¿Cuáles son las principales diferencias que tiene con esas academias?
JDA: La RAE, como todos sabemos, es una institución muy vieja, y cuando digo esto lo hago con toda intención porque no digo que sea antigua. Me parece que si estuviéramos hablando de una institución académica antigua le estaríamos dando una categoría positiva, pero lo que pasó con la RAE es que fue envejeciendo y no se fue renovando en sus conceptos y criterios. Así, de ser una RAE que, como vio muy bien don Raúl Prieto, era absolutamente cerrada, que no admitía nada y que incorporaba de vez en cuando nuevos términos cuando habían pasado 50 años y cuando ya prácticamente ni se usaban, pasó luego a ser muy permisiva, a incluir cosas que no tenían demasiado sentido y a ser tan blandengue como lo es hoy, cuando le dio por decir “lo que nosotros hacemos es consignar en nuestro libro lo que se habla, lo que dice la gente”. Ha pegado un salto hacia atrás, porque de defender el idioma pasó a una labor de zapa.
Los españoles tienen 46 millones de hablantes y escribientes —incluyendo hasta a los recién nacidos—, y en México somos 120 millones de personas; entre éstas hay quienes usan lenguas originarias; además, en Estados Unidos hay otros 30 millones de mexicanos que hablan español.
Pues bien, los mexicanos tenemos dentro de nuestra cultura lingüística expresiones como “dona”, que es un anglicismo crudo, que entró a nuestro idioma por el uso del término inglés “donut”, que se pronuncia como “donat”, de donde viene “dona”. ¿Por qué no está en el diccionario de la RAE, que es tan blandengue y que admite “amigovio” y “papichulo”? Porque estos términos los usan los españoles, como usan “váter” en lugar de “sanitario”, “interviú” en lugar de “entrevista”, todos ellos anglicismos crudos que entraron al español de España. Pero a la RAE no se le da la gana incluir “dona” porque esta palabra la usan los mexicanos, más de 100 millones de hablantes, y menos de 50 millones usan las palabras mencionadas que usan los españoles, pero sí incluye sus neologismos y anglicismos, pero no se les da la gana incluir los de los países súbditos (porque la RAE sigue creyendo que los tiene).
Mi crítica es esa: no tener una lógica, un parámetro ni estándares para juzgar la lengua y no hacer un estudio científico de ella para incorporar lo que sea bueno y eliminar lo que no tenga sentido.
El diccionario de la RAE, que proviene del diccionario de autoridades, tiene una serie de definiciones que son tan viejas que ya no tiene ningún sentido incorporar, y lo único que hace es darles una manita de gato en lugar de reformularlas.
¿Y qué hacen las academias hermanas (yo les digo hermanastras) de la RAE? Poco, si pensamos que cada vez que sale el diccionario de la RAE en el caso de México vienen mexicanismos absurdamente definidos. Uno da por supuesto que esos mexicanismos se los dio la AML a la RAE, y que inclusive le prestó las definiciones, pero no lo sabemos y todo lo tenemos que suponer.
Pero yo no conozco que las academias protesten enérgicamente porque en la nueva edición del diccionario de la RAE se hayan incorporado tantas cosas que pertenecen a determinado país que no están bien planteadas.
Es falso que la RAE y las academias se hermanen justamente para mejorar el idioma; en realidad, lo que dispone la RAE es la ley y lo demás le tiene sin cuidado.

AR: También me llama la atención el uso de voces de otras lenguas. Usted hace una crítica muy dura de las personas que citan en latín y, además, lo hacen mal, pero también del lenguaje derivado de las tecnologías de la información y de la comunicación, pasando por “la diluvial penetración del inglés”. ¿Cómo manejar lo que pueden ser aportes de otras lenguas?
JDA: Lo que pasa es que todas las lenguas son deudoras de otros idiomas: están hechas de préstamos, y éstos tienen sentido cuando un idioma no cuenta con un término para nombrar lo que se quiere designar. En este caso, ¿quién puede ir en contra de las palabras tuit, tuitero, Twitter? Esa realidad sólo surgió con las tecnologías de la información, pero es muy distinto plantearla como una realidad extranjera que como una adaptación. Entonces sí lo necesitamos y la RAE, en ese sentido, tiene razón: dice “Twitter es marca registrada y va con mayúscula, pero cuando nosotros decimos ‘te mandé un tuiter’, en realidad estamos mandando un tuit y entonces se escribe ‘tuit’”?
La lengua no se puede cerrar al ingreso de nuevos vocablos que nombran nuevas realidades y que la enriquecen, pero también tiene unas reglas, que son las del español. Pensar que no debemos someter a estas normas los términos que ingresan a nuestra lengua es como decir que no tenemos ningún respeto por lo que es nuestro. En cambio, todos los idiomas que también reciben influencias de otras lenguas por supuesto que se cuidan perfectamente e incorporan esos préstamos y los consideran un añadido a su corpus, pero no dicen “nuestra lengua no tiene ninguna importancia”.
Aquí da la impresión de que el inglés y las formas extranjeras son más importantes que las nuestras: utilizamos muchísimas formas, muchos anglicismos que no tiene razón de ser porque nuestro idioma es rico incluso en sinónimos. Entonces ¿qué sentido tiene utilizar palabras como “remedial”, “incremental”, cuando tenemos perfectamente términos castellanos que dicen esa realidad?
Más bien creo que esto es producto de un pochismo: en México somos pochos, admiradores de todo lo gringo, y cuando vamos a Estados Unidos creemos que tenemos la obligación de hablar inglés; pero no creemos que cuando los estadounidenses vienen aquí tengan la obligación de hablar en español. A un francés no se le ocurriría ir a hablar en inglés a Estados Unidos: llega allá y habla en francés, porque tiene gran respeto por su lengua.
No es pecar de chovinista. Lo importante es darse cuenta de que nuestra lengua es tan rica, extraordinaria y tan bella como cualquier otra: si en inglés tienen a Shakespeare, en español tenemos a Cervantes, a Quevedo, a Góngora y otros extraordinarios autores.
Yo creo que ese nacionalismo que tienen los franceses en la lengua habría que adoptarlo.

AR: Algunos barbarismos provienen de las élites, como comenta acerca de la tecnocracia y de las élites financieras, que usan, por ejemplo, “aperturar”, y quienes se dedican a la tecnología dicen “accesar”. ¿Cómo han ayudado las élites a todos estos disparates, porque se trata de grupos educados, preparados?
JDA: Esto tiene que ver también con un aspecto económico y político. Estas élites de las que hablamos son las que también controlan el poder y el dinero, y son las que en cada uno de los países está encargada de uniformar lo que hoy conocemos como globalización; es decir, el conocimiento global que es, además, el vocabulario y el saber globales, que son limitados a ciertas cosas y a ciertas realidades.
Todos los que hablan así provienen de universidades gringas, inglesas, alemanas; estudiaron y se formaron allí y, como dice Noam Chomsky, en Harvard no nada más se aprende economía sino también lo que debes decir y lo que no debes decir. Cuando se plantean las cosas así, lo que se está tratando de hacer es socavar el contenido nacional para convertirlo en un esquema global en el que no haya identidad de nada; es decir, todos estamos con el mismo uniforme, todos estamos hablando y entendiendo lo mismo.
Los dueños del poder y del dinero no nada más se apropian de tus bienes y de tus fuerzas, sino también socavan tu idioma y te imponen otro. Lo primero que todos los imperios han hecho es imponer su lengua, porque ésta es lo fundamental con lo que se conquista. No en vano lo primero que hicieron los españoles al llegar a México fue socavar las lenguas; éstas y los códices existen gracias a los misioneros que quisieron, justamente, comprender aquellas realidades. Pero los guerreros que llegaron destruyeron todo: templos, ídolos e incluso el idioma.
¿Qué es lo que hizo que seamos distintos a otros países? Que el sustrato de nuestra lengua permaneció gracias a esos hablantes que defendieron su lengua porque era defender su identidad y lo que hoy somos, como lo han observado Octavio Paz en El laberinto de la soledad y Carlos Fuentes en otros textos de análisis, en los que nos damos cuenta de que somos un país formado con herencia española pero también con legado indígena. Eso no nada más prevalece en la arquitectura o en la comida sino también en el idioma.
Esto quiere decir que nosotros somos dueños de un idioma que es español, pero que tiene deudas con nuestro origen indígena. Así es como funciona la lengua y así es como yo creo que tendría que plantearse, y no como una situación descarnada de decir “es que tenemos que adaptarnos a un mundo nuevo que nos trae todo esto, y nosotros debemos estar abiertos a ello”. Pero ¿para qué demonios decir “accesar” si se puede decir “acceder”?, ¿para qué usar “aperturar” si tenemos “abrir”? Todas estas situaciones nos revelan que sigue habiendo un afán de colonialismo, y muchos mexicanos todavía seguimos creyendo que nos merecemos eso y que lo debemos aceptar agradecidos.

AR: Otro tema importante: en el libro recuerda frases de periodistas, cita mucho a los cronistas de futbol y de espectáculos, cabezas de periódicos, etcétera. ¿Cuáles son los principales problemas de los medios de comunicación, especialmente los impresos, respecto al uso de la lengua?
JDA: Los medios impresos son justamente los que crean escuela, los que dan la influencia; son periódicos, libros y revistas, y ya no sólo ellos sino también los electrónicos.
Uno da por un hecho que lo que está impreso está bien; entonces hay una superstición culta de decir “lo que está publicado está bien, si está en letra de molde está bien”. Pero los medios están llenos de barbarismos y de disparates; incluso hay escritores que se ganan premios, como el Planeta y el Alfaguara, y uno lee sus libros y dice: “Este debió pasar, por lo menos, por un taller de redacción; usa mal la sintaxis, utiliza términos inadecuados, no sabe hacer concordancia entre sustantivos y adjetivos”, en fin.
Cuando uno ve eso dice: ¿qué es lo que está pasando? Que todas las publicaciones impresas son producto también de la cultura que se tiene o de la que se carece. Si lees un libro de Balzac en español, y si el que lo tradujo escribió todas las veces de forma errónea una palabra, pues crees que ésta es correcta, das por hecho que está bien empleada y cuando la utilizas lo harás de la misma manera.
Entonces en los medios educan y deseducan, las publicaciones impresas forman y deforman el uso del español que empleará el lector; hablo también de traducciones y libros originales de personas que escriben con las patas.
No se trata nada más de esto sino que de pronto como que desaparecieron los editores: lo que venga se publica como está; si tiene faltas de ortografía y de concordancia, si hay fallas de sintaxis, así aparece.
Entonces hay un desdén por el idioma bien escrito porque también se considera que todo es desechable: ¿para qué pago que hagan muy bonito este libro y que quede bien escrito, si de todos modos se va a vender ahorita nada más y desaparecerá? La idea de lo desechable también afecta porque es claro que los autores que están vendiendo muchos libros, llámense Yuya, Jordi Rosado, Werevertumorro o quien sea, no tienen por qué utilizar el lenguaje más refinado ni el mejor escrito porque sencillamente son desechables, van a desaparecer y no tienen ningún sentido. Así lo consideran los editores y por eso tampoco le ponen demasiado empeño a esas cosas. Entonces las propias editoriales están más preocupadas por vender que por educar al lector, algo que antes era una cosa muy seria: todo proyecto editorial era también educativo y cultural.

AR: Ahora se habla de la carencia no sólo de editores sino de correctores de estilo. ¿Qué nos dice en defensa de este oficio?
JDA: Yo creo que los correctores y los editores son fundamentales y necesarios. Este desdén por ellos surgió justamente con las nuevas tecnologías: así como cada quien creyó que a partir de éstas ya cada quien podía diseñar su libro aunque no fuera diseñador, de esa misma manera todo mundo creyó que podía editar y publicar sin ser editor y sin ser escritor.
Esto es lo que ha prevalecido gracias a ese desprecio: en los medios han ido desapareciendo esos habilidosos conocedores del lenguaje, quienes sabían distinguir cuándo estaba mal empleado un gerundio o una palabra, cuándo había un error de concordancia, etcétera.
Esos profesionales son necesarios y fundamentales, y han ido desapareciendo porque se cree que ya no son necesarios, porque a las empresas ya no les importa que las cosas estén bien dichas y bien escritas sino lo que les importa es vender nada más la mercancía como esté.
A mí me parece que es lamentable; creo que tenemos que hacer una defensa de esos defensores de la lengua. Así como hay lo que llaman defensores del lector en los periódicos, en las editoriales también debería haber uno en relación con la escritura, y que un lector tenga el derecho a quejarse: “Compré un libro y está escrito con las patas. Devuélvanme mi dinero”. Yo creo que también eso se vale, y hasta que no ocurra eso no van a poner atención en esta labor.



*Entrevista publicada en Etcétera, núm. 189, agosto de 2016.

2 comentarios:

Beatriz dijo...


Me siento muy feliz y complacida de que se publique este libro. Pensé que ya nadie tenía un interés serio en nuestro idioma.
Comparto con JD Argüelles su opinión en todo lo que dice en la entrevista, además de aprender cuestiones que no había pensado. Apenas me doy cuenta de las razones de fondo, par evitar la corrección de estilo en libros y revistas de todo tipo, eso en efecto, parecería que hoy todo es "desechable" como dice Bauma.
Y respecto a las traducciones malas, de acuerdo. Yo tengo libros todos marcados con los errores del traductor que me parecen inexplicables.
Algo que me enoja y ya es tan generalizado es el mal uso de las preposiciones, sobre todo de "A". Sean comentaristas, periodistas, académicos, ilustres escritores, editorialistas, etc. todo mundo habla de "combatir a la delincuencia", "denunciar a la corrupción", "ver a la Constitución", "respetar a las leyes", "influir a la opinión", "defender a la democracia" !!!... y aberraciones por el estilo.
Se ha puesto de moda entre los reporteros eso de " Estimado X, comentarte que... " decirte que..." , "reportarte que". Supongo que se trata de abreviar palabras y tiempo. mejor sería eliminar el infinitivo y llegar directo a la nota. También hoy ya no se dice "llevar a cabo", mucho menos "llevar al cabo", sólo: SE LLEVA un evento, se llevó una reunión... etc.
Pude escuchar a una persona que hacía de maestra de ceremonias decir "en el presidio se encuentran ...." A la señora le pareció que era demasiado "elevado" decir "presídium".
Y no entenderé si es solamente una manía por esta equidad "de género" o vil ignorancia o ambas, insistir en llamar "PRESIDENTA" a las mujeres presidentes.... por qué no empezamos a exigir que se llamen cantantas, estudiantas, e ignorantas también? Y qué pasaría si los hombres demandaran equidad "de género" también para ellos y exigieran que diga dentistos, violinistos, lectricistos. A veces pienso que todo puede pasar...

atopías dijo...

Felicitaciones a Juan Domingo y Ariel, enhorabuena.