Entrevista con Horacio Castellanos
Moya*
por Ariel Ruiz Mondragón
Durante la década de los ochenta del
siglo pasado, El Salvador vivió una terrible guerra civil que enfrentó a
diversas partes de la sociedad y que cobró la vida de más de 50 mil personas.
Fue una época en la que el terror por motivos políticos se generalizó y se
cometieron crímenes y violaciones a los derechos humanos al por mayor.
Esa desgarradora historia también ha
servido de inspiración para la creación literaria, como lo demuestra la
novelística de Horacio Castellanos Moya (Tegucigalpa, Honduras, 1957), quien ha
expresado en varios libros las duras condiciones políticas y sociales de
aquella etapa salvadoreña. Su novela más reciente, La sirvienta y el luchador (México, Tusquets, 2011), recrea el
violento ambiente que se vivía en San Salvador en 1980; para ello, utiliza la
relación de los dos personajes centrales, una mujer que siempre ha servido a
una familia acomodada y un luchador metido a policía y torturador. En las
historias que se van entrelazando alrededor de esas dos figuras se encuentran
representadas las innumerables piezas del drama salvadoreño.
En charla con el autor abordamos
temas que van desde sus propias vivencias en El Salvador hasta la situación de
este país a casi 20 años de concluido el conflicto armado, así como de la forma
en que la novela expresa aquella realidad.
Castellanos Moya es autor de 10
novelas (con una de ellas, Insensatez,
ganó el XXVIII Northern California Book Award) y un libro de cuentos. Además,
en su estancia en México se dedicó al periodismo, siendo fundador, como
coordinador de información, de Milenio
Diario, y posteriormente fue editor de la revista Milenio Semanal. También ha colaborado en medios como La Opinión, de Los Ángeles, El Día, Excélsior, Proceso, Plural y Estrategia, entre otros. Ha sido profesor en diversas universidades
norteamericanas y en Tokio.
Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué escribir y
publicar un libro como el suyo, sobre todo por su tema?
Horacio Castellanos Moya (HCM): Yo
creo que cada escritor tiene distintas motivaciones, distintas razones para
dedicarse a escribir un libro. En mi caso, yo escribo libros a partir de
necesidades expresivas personales, internas; es decir, busco cosas que dentro
de mí están fermentadas y que me parece que puedo sacarlas en una historia. Es
decir, no es que yo busque un tema afuera, sino que para que yo llegue a un
libro tiene que haber algo de la realidad que me haya herido, y eso que ha
herido mi aparato perceptivo con el paso de los años se convierte en una masa
que después se transforma en la materia prima de un libro.
Digamos que en este caso hubo dos
experiencias fundamentales que quedaron dentro de mí y que se expresan a través
del libro: una es la atmósfera que se vive en una situación de terror, cuando
una sociedad está aterrorizada porque hay una descomposición generalizada y la
vida no vale nada, y el crimen es el que impera con la vestimenta que sea. Da
la impresión de que el aire es denso: si uno sale a la calle, puede cortar el
aire. Entonces, esa sensación que yo viví a principios de 1980 en El Salvador,
me impresionó: cómo el terror se huele, se siente, hay algo invisible que es
distinto al aire normal que uno tiene en otro tipo de ciudades y de ambientes. Eso
quedó en mi memoria.
La otra es el crimen de la pareja
que está en el fondo del libro, en el sustrato del libro, que es víctima de lo
que aquí dirían un “levantón”, y luego la aparición de sus cuerpos. Eso es algo
que siempre me impresionó y que me dejó marcado, porque no le pasó sólo a una
pareja de gente que yo conocía, sino a bastante gente que yo conocí, porque San
Salvador funcionaba de esa manera en esa época; es decir, los cuerpos de
seguridad eran los mismos escuadrones de la muerte que desaparecían a la gente
y la mataban.
Entonces, a partir de esas dos
experiencias, de esas dos impresiones fuertes, que 30 años después ya se
fermentaron y se añejaron, me llevan a decir: “No, es que yo tengo que contar
esta historia, y tengo estos personajes para contarla y esto es acotar la
historia”. Digamos que ése es el arranque de la novela.
AR: En ese sentido, me llamó mucho
la atención de que no es una novela en blanco y negro. También los policías
sufren, tienen miedo, son atacados, y a su vez los rebeldes planean y ejecutan
a sangre fría.
HCM: Es que la realidad no es en
blanco y negro, y la literatura consiste en toda la gama de colores que están en
medio, con toda la variedad de grises. La literatura es descubrir todas las potencialidades para el
bien y para el mal que hay en cada ser humano, y descubrir que en buena medida
también es el ser humano y su circunstancia; es decir, que todos tenemos dentro
de nosotros al canalla cruel y al solidario bondadoso, nada más que algunos lo
tendrán más que otros. Pero una literatura que trata de buenos y malos creo que
es una literatura que no merece tal nombre.
AR: Para volver a cómo hizo el
libro, usted ha dedicado una parte de su vida al periodismo. ¿Cómo ha sido su
paso del periodismo a la literatura?
HCM: Bueno, en mi caso yo pasé de la
literatura al periodismo; es decir, yo comencé escribiendo literatura sin
ninguna intención de convertirme en periodista. La vida me hizo periodista, y
así aprendí a ganarme la vida como periodista; pero antes de serlo, yo escribía,
publiqué un libro de cuentos antes de eso, incluso. Luego, cuando llegué a
México a principios de los ochenta, comencé a ejercer un periodismo más
profesional. En El Salvador hice un poco de periodismo muy elemental, pero mi
aprendizaje periodístico fue en la década de los ochenta en México, en realidad,
y fue mi manera de ganarme la vida.
Entonces para mí volver, a principios
de la primera década de este nuevo siglo, a la literatura y dejar el periodismo
fue como volver a donde había comenzado. Esto no significa que yo no pueda
volver al periodismo otra vez; yo creo que en mi caso, por el país de donde
vengo y por las circunstancias en que me formé, lo más importante que he
aprendido es una cierta flexibilidad para adaptarse a lo que la vida presenta.
Así es que por ahora me he dedicado a escribir en estos últimos cuatro o cinco
años, y no he ejercido el periodismo ni sé si voy a volver a hacerlo. Ahora voy
a dar clase unos años, entonces no sé. Lo que va saliendo, como dicen, es
bueno.
AR: ¿Qué tanto su novela retrata a
ciertos sectores de la sociedad salvadoreña de los años ochenta? ¿Quiénes están
retratados en el libro?
HCM: La raza. Es un libro sobre la
raza, sobre los que menos tienen, no es un libro sobre los que tienen. Yo tengo
algunas novelas donde trato a los que tienen, pero esta novela no trata sobre
ellos.
Esta novela se mueve en un mundo muy
común; es decir, no es cómo viven los privilegiados o cómo vive la gente que
tiene acceso a otras cosas, sino el pueblo llano…
AR: Incluyendo a los policías.
HCM: Sí, claro, los policías son pueblo
llano, nada más que el oficio y la moral son otras cosas. Pero por eso apenas
hay un momento en que la novela sube y retrata un poquito cómo vive un sector
social muy acomodado; pero yo tengo dos novelas sobre ese sector social,
precisamente. Pero esta obra es sobre los que ven el mundo desde abajo, cómo se
sobrevive en circunstancias de extrema violencia.
AR: En la familia están retratadas
varias posiciones políticas que podía adoptar la sociedad: desde Belka, que
desprecia la política y quisiera ignorarla…
HCM: Cree.
AR:… hasta su hijo, comprometido con
la lucha revolucionaria, pasando por la abuela, quien hace críticas pero no se
involucra directamente en las disputas políticas. ¿En ese contexto de represión
y violencia son las tres posiciones que se pueden tomar?
HCM: Básicamente lo que queda
retratado allí es que la guerra civil comienza con la fragmentación de la
familia. El símil con el cáncer no es traído por los pelos, porque si usted se
da cuenta la familia es la célula madre, básica, de la sociedad. Entonces, si
se quiebra la familia se rompe la célula, es como una célula cancerígena que se
quiebra y después comienza a infectar todo.
La familia, en este caso, se
quiebra, pero el momento que se retrata es en el que todavía no se ha partido
abiertamente, aunque ya lo está por dentro, pero todavía se guardan las formas.
La novela acaba cuando esas formas ya se revientan.
AR: Insisto sobre la posición de
Belka: en circunstancias políticas extremas, ¿efectivamente alguien se puede
mantener al margen de la política?
HCM: En una situación de extrema
polarización social y política, de conflicto violento, una de las
características es que hay dos polos, dos imanes, y casi no hay nada en medio, ya
que los imanes jalan. Entonces casi no quedan espacios intermedios, y los que
quedan son jalados cada vez más hacia uno de los polos. Se puede permanecer un
poco lejos del polo, pero no hay espacios intermedios. Con una violencia
desatada que arranque un conflicto generalizado, no los hay.
AR: Quiero ver la novela como una
historia de admiración y lealtad hacia una familia, la de María Elena, la
sirvienta, hacia la familia de don Pericles. ¿Usted también admite esta
lectura?
HCM: Claro. La novela tiene varias
lecturas, varias historias o varios dramas que la cruzan. Uno es el que
hablamos, los “levantados” y encontrados; otro es la relación de pareja que no
pudo ser entre el Vikingo y María Elena, que también cruza la novela del
principio al fin. Otra es cómo María Elena conserva ciertos principios y
ciertos valores en medio de una situación de deterioro, y que esos principios
incluyen la lealtad hacia la familia con la que vivió la mayor parte de su
vida. Y hay otros dramas, como el que mencionábamos antes: la división en la
familia de María Elena, y cómo por esa división está a punto de explotar.
Entonces es una historia que está
cortada por varios dramas, o que tiene varios dramas superpuestos.
AR: Y también sobre las relaciones
de parejas, muchas de las fracasadas. Vemos a las madres que tienen hijos que
no son reconocidos por los padres, lo que se mantiene en secreto, hasta la
tragedia del nieto de don Pericles y su esposa. También son historias de amores
fracasados.
HCM: Sí, y en este sentido hay un
patrón; es decir, el hecho de que María Elena sea madre soltera y el hecho de
que Belka también lo sea enseña que hay un patrón social común en El Salvador,
y que precisamente que ese hecho de ser madre soltera y de esconder el origen
de la paternidad tiene que ver con una violencia. Eso sí es común.
Por otro lado, la relación entre el
Vikingo y María Elena, que no fue aunque el Vikingo la pretendió, es una
muestra de dos mundos que no pueden compartir un mismo proyecto pues son dos
mundos de valores totalmente distintos, siempre lo fueron. Es el mundo de los
valores de María Elena, que son positivos, basados en una ética o cuando menos
con una moral elementalmente católica, digamos, pero muy sólida, y por el otro
lado los valores de un hombre cínico y cruel. Entonces es muy difícil hacer trabajar
juntos a esos dos mundos, aunque él quiera.
Pero también hay historias que
buscan romper estos círculos viciosos. Esa parte me parece muy significativa,
donde el Vikingo le dice: “No, es que pudo haber funcionado, pero usted no
quiso. Yo hubiera cambiado”, y ella le dice: “No, usted no hubiera cambiado”.
Entonces allí se cambian los papeles porque ella es muy realista y el Vikingo
muy idealista, se está engañando a sí mismo.
AR: También está la parte donde la
gorda Rita intenta proteger a Marilú para que no le “hagan el hijo” y la dejen,
para que no se repita la historia. Esa es otra historia: la de romper esas
historias y romper esos círculos viciosos.
HCM: La gorda Rita, y Marilú, su
hija. Cuida mucho a la chiquilla, no quiere que un viejo pervertido que anda
por allí se la quiere llevar para un burdel. Digamos que esto no lo trabajé
expresamente, sino que con el personaje se me venía el mundo del personaje, entonces
me pareció muy natural eso.
AR: Un personaje fascinante es, por
supuesto, el Vikingo. ¿De dónde sale este personaje, ex luchador que venció
incluso a El Hijo del Santo?
HCM: (Risas). Habrá que creerle,
porque es medio mitómano.
AR: Así es. ¿Podríamos entender
también a ese personaje como una metáfora del régimen salvadoreño de entonces?
HCM: Bueno, son dos niveles. Uno, el
Vikingo como personaje ya había aparecido en dos páginas de una novela anterior
mía que se llama Tirana memoria, y
había aparecido muchos años antes, cuando era detective pero todavía no estaba
tan descompuesto, apenas era uno de esos tipos que hace seguimiento en el
terreno de los políticos opositores.
Pero se me ocurrió hacerlo luchador
porque en El Salvador se dieron muchos casos de luchadores que trabajaban en la Policía , algunos de ellos
famosos torturadores. Ninguno es Vikingo, que es un nombre que yo saqué para no
usar un nombre real. De chico, a mi padre le gustaba la lucha libre, y me
llevaba a la arena o la mirábamos en la televisión. Fue un mundo que en mi
infancia estuvo cerca, aunque después lo perdí de vista. Entonces cuando este
detective de la policía política comenzó a aparecer en mis obras, naturalmente
lo asocié con ese mundo de infancia y dije: “Éste es luchador, y como luchador le
voy a crear un pasado, una personalidad”.
Ahora, en el segundo nivel, él representa
un fin de régimen, lo representa en esa pudrición eterna, en ese cinismo, en
esa manera de estarse desmoronando materialmente por lo que lo está corroyendo
adentro; es decir, está podrida no sólo el alma, sino el cuerpo porque tiene un
cáncer horrible y la boca le huele a pus. Entonces allí se representa la
descomposición de las instituciones del Estado y de una sociedad.
AR: ¿Cómo ha cambiado El Salvador
que usted conoció hace 30 años, que está descrito en la novela, hasta el día de
hoy?
HCM: Esencialmente ha cambiado en
que no hay violencia política. Ése es un cambio cualitativo muy grande, hay un
sistema democrático en el que las dos fuerzas que hicieron la guerra civil
ahora disputan el poder de manera democrática y ya no se matan entre sí.
Hay mucha violencia en El Salvador,
que es otro fenómeno: una violencia criminal que ha sido producto de un
reciclamiento de la violencia política por un montón de motivos,
fundamentalmente, creo yo, porque no hubo una inversión social para reconvertir
a la gente que sólo sabía el oficio del crimen y darles otro tipo de
oportunidad.
Entonces la guerra terminó, y todas
las energías se invirtieron en la reconversión política, en desarmar los
mecanismos de la violencia política y en armar las instituciones de la
democracia, pero no hubo una inversión para ver qué se hacía con la tropa.
*Entrevista publicada en Replicante, junio de 2011.
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