lunes, junio 04, 2012

La tentación de la redención. Entrevista con Enrique Krauze


La tentación de la redención
Entrevista con Enrique Krauze*

por Ariel Ruiz Mondragón


En la incierta trayectoria histórica de América Latina, han aparecido numerosos personajes que, en las ideas o en la acción, han soñado con llevar por la ruta de la liberación a sus pueblos y han pretendido tener a la mano las grandes respuestas a los vastos problemas que los países de la región han enfrentado. Sin embargo, acabaron por desempeñar el papel del caudillo, que con su autoritarismo y negación de las libertades sólo lograron sembrar pobreza, violencia y atraso en las sociedades latinoamericanas. La redención concluyó en desastre.

A través de un recorrido histórico por las ideas y prácticas que sobre el redentorismo han tenido 12 personajes de la región que han vivido entre fines del siglo XIX y la actualidad (escritores, políticos, guerrilleros), Enrique Krauze nos presenta en su libro más reciente, Redentores. Ideas y poder en América Latina (México, Debate, 2011) una dura crítica de quienes aún creen y pretenden que el futuro de nuestros países se encuentre en manos de monarcas, héroes o caudillos.

Sobre ese volumen sostuvimos una charla con el autor, quien es ingeniero industrial por la UNAM y doctor en Historia por El Colegio de México. Miembro de la Academia Mexicana de la Historia y de El Colegio Nacional, autor de cerca de 30 libros, fue secretario de redacción y subdirector de la revista Vuelta, y actualmente dirige Letras Libres.


Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué publicar hoy un libro como el suyo?, ¿por qué reflexionar hoy sobre las ideas y el poder tomando como referencia a un grupo de personajes muy diferentes entre sí?

Enrique Krauze (EK): En primer lugar es una obra de historiador; a mí me interesa el pasado por el pasado mismo, y me interesan las ideas, las personas, las biografías políticas, intelectuales y literarias, de modo que es, primero, por el interés intrínseco que para mí tiene el tema.

Pero es cierto que uno hace las cosas también por exigencias del presente, y yo creo que también es el hecho de que América Latina no ha terminado por superar la tentación redentora en su vida política. Pienso que es una tentación que ha demostrado ya en muchos casos —desde el peronismo de derecha hasta el castrismo de izquierda, terminando por el chavismo en el siglo XXI— que, traducida en un régimen político, es una receta del desastre.

Entonces, yo defino el redentorismo como la convergencia entre una doctrina rígida y el culto al caudillo. Esas dos cosas juntas son una receta del desastre. Y supongo que en ese sentido mi libro ha querido ser una especie de advertencia a los lectores de lo que en América Latina ese problema ha significado y puede todavía significar.


AR: El libro es atravesado por las ideas nacionalistas y por el hispanoamericanismo; en la configuración de estas ideas y prácticas, que van desde José Martí y llegan hasta Hugo Chávez, hay una presencia siempre amenazante: Estados Unidos. ¿Qué papel ha tenido este país en la formación de los nacionalismos hispanoamericanos? En estas páginas aprecia la idea de él como Calibán, el mirador de Próspero, el imperio.

EK: Estados Unidos, en tanto potencia en ascenso en el siglo XIX, y además de religión protestante, siempre fue vista con mucha desconfianza y rechazo por parte de las elites conservadoras en América Latina; en cambio, las elites liberales siempre vieron a Estados Unidos con admiración, como son los casos de Domingo Faustino Sarmiento, de Justo Sierra o del propio José Martí. Pero en el gozne de los siglos XIX y XX, con el ascenso del imperialismo norteamericano a propósito de la guerra de Estados Unidos contra España en Cuba y Filipinas, el liberalismo latinoamericano tuvo una convergencia con el conservadurismo en un terreno común que fue el nacionalismo iberoamericano, el que sería como la piedra de fundación de la pasión revolucionaria en el siglo XX. Primero fue un nacionalismo cultural, sobre todo en el cono sur, con José Enrique Rodó (su libro Ariel fue muy importante) y con muchos pensadores muy francófilos y muy adversos a Estados Unidos.

Pero poco a poco se fue desarrollando cada vez más como un sentimiento político, ya no cultural ni intelectual sino político y militante que desembocó naturalmente en la guerra, en la revolución cubana y en todo lo que ha venido después.

De modo que sí, digamos que la piedra de fundación de la pasión revolucionaria en América Latina es el nacionalismo iberoamericano entendido como oposición a todo lo que venga de Estados Unidos.


AR: También veo que entre los que son escritores y poetas hay una fuerte influencia del pensamiento europeo, como es la que proviene de, por ejemplo y por mencionar sólo a algunos, Shakespeare, Ernest Renan, Thomas Carlyle, Kart Marx. ¿Cuál es la importancia de Europa en la constitución de las ideas nacionalistas en América Latina?

EK: En particular, creo que en el nacionalismo iberoamericano fue muy importante la obra de Renan, y que es su idea de la nación como un plebiscito cotidiano, muy enraizada en las identidades y contenidos culturales: la lengua, la historia, el paisaje. Pero, a su vez, esta idea francesa tuvo su origen en el romanticismo alemán, en pensadores como Johann Gottlieb Fichte en sus famosos Discursos a la nación alemana. Es un tema vasto, pero el nacionalismo, como lo entendemos ahora y como se entendió en el siglo XX, yo diría que tiene su origen en la cultura alemana: en la defensa y exaltación de los valores y de la historia, de los mitos, de la lengua y de la literatura específicamente alemana.

Curiosamente, uno de los autores que más hizo en el mundo sajón por transmitir la cultura alemana y por exaltarla, fue Carlyle, quien es uno de los autores que en el siglo XIX fue muy leído en América Latina. Pero este autor, que vindicaba el nacionalismo alemán, también concibió la idea del culto a los héroes, que fue algo que también arraigó mucho también en Latinoamérica.

Si usted a ese panorama le aumenta a Marx, otro pensador alemán importantísimo, pero que es más bien el creador de la doctrina del determinismo histórico, de la dialéctica y de la importancia del tránsito del capitalismo al comunismo, pues tiene buena parte de la ensalada de la influencia europea en América Latina.

Como ve usted, la influencia alemana finalmente fue muy importante.


AR: En ese sentido, ¿cómo se cruza la idea de Carlyle sobre los héroes con la idea del monarca, que da lugar al caudillo?

EK: A Carlyle nadie lo recuerda en Inglaterra ni en Estados Unidos ni en el mundo. Yo lo traje a cuento no por una curiosidad sino porque creo que tuvo mucha influencia en América Latina —y en esto David Brading, el gran historiador inglés, estuvo de acuerdo. Por ejemplo, en Venezuela muchos historiadores eminentes le llamaban “hombre de Carlyle” al dictador Juan Vicente Gómez. No faltó quien comparara a Porfirio Díaz con la figura del gran héroe carlyleano: el gran hombre de poder en cuya biografía se destilaba y concentraba la biografía de todo el país.

Esta idea de que la biografía de un país se concentra y encarna en la vida de sus héroes es una idea de Carlyle. Yo creo que es una idea que puede confundirse con el género biográfico; pero yo no creo que el género biográfico sea un género heroico, son dos cosas distintas.

Mis redentores no son héroes, sino personas de carne y hueso; en cambio, Carlyle pensaba que los grandes hombres poderosos son héroes. Y creo que esto arraigó al grado de que todavía es algo que distingue a Hugo Chávez o a Fidel Castro.


AR: Una de las cosas que me pareció más interesante del libro es la forma en que usted vincula la vivencia personal con las experiencias intelectual y política. ¿Cómo se vinculan ambos aspectos? Usted señala en muchos casos la vida familiar, de la presencia o la ausencia del padre, del abuelo, la madre o los hijos.

EK: En todos los casos ocurre; por ejemplo, vamos a tomar el caso de Martí: si uno nada más analiza a Martí desde el punto de vista de sus ideas y proyectos políticos sin ver su biografía, pues se pierde una dimensión central para entender de dónde salieron esas ideas. Éstas no surgieron de la nada, sino que las concibieron personas de carne y hueso.

En el caso de Martí, yo, en vez de entrar en las santísimas biografías que existen sobre el personaje —porque fue enormemente prolijo este hombre, este gran escritor, quien tuvo, por cierto, su etapa mexicana muy interesante, durante la cual rompió algunos corazones y también le rompieron el suyo— encontré que Martí tuvo la desgracia de tener un mal matrimonio y vivió casi toda su vida y murió joven lejos de su único hijo. En un hombre de la sensibilidad y de la capacidad de amor que se refleja, por ejemplo, en los poemas de La edad de oro, esa experiencia desgarradora tuvo que reflejarse en sus posiciones e incluso en su angustia política. Entonces uno entiende cómo a veces la política es el único medio de escape que algunas personas encuentran a sus situaciones personales que, a veces, no tienen salida. Pero también puede serlo, a veces, la poesía, o la poesía militante, como en el caso de Octavio Paz, quien, cuando murió el padre, inmediatamente se precipitó en un amor torrencial y en una experiencia política muy intensa, pero que de alguna manera mitigaba el terrible dolor de la pérdida que tuvo.

Entonces, en todas estas biografías he tratado de acercarme —en algunos casos más, en otros menos— a la vida de ellos buscando esos momentos, ese punto eje en donde la vida cambia y donde nace un impulso creativo en la existencia, en la literatura o en el pensamiento.


AR: En ese sentido, también me atrajo, en varios de los casos de los que usted se ocupa, la experiencia de la soledad: Martí, Paz, José Vasconcelos…

EK: Es decir, están los individuos confrontados consigo mismos. Está también la soledad de ese niño que fue Mario Vargas Llosa tiranizado por el padre, o la soledad que podría implicar, supongo, en el Che Guevara esa condena de la enfermedad del asma que tuvo toda su vida.

Son sentimientos y pasiones humanas como el resentimiento, el rencor, los celos que todo hemos sentido. Hablar de la historia de las ideas, como a veces se hace académicamente, como si las ideas ocurrieran en la estratósfera, como si fueran nubes, pues no lo son, o en todo caso son nubes que nacen de la respiración y de las pasiones humanas.


AR: En varios casos también observamos la frustración, como en los ejemplos de Vasconcelos y del Che Guevara.

EK: En el caso de Vasconcelos, la frustración política de 1929 proviene de que tenía una visión —por decirlo piadosamente— tan mesiánica de sí mismo, y, al ver que no ocurría nada tras las elecciones lo que hizo fue, sencillamente, entrar en una zona de rabia, de rencor muy grande hacia su propio pueblo, pero que era en el fondo un rencor y también un coraje contra sí mismo por no haber estado a la altura del destino sacrificial que él mismo se había impuesto; él dijo: “Ya me llegó la hora”, como Martí, pero no estuvo a la altura de esa idea. Entonces, en un movimiento extraño de su alma, culpó a México y se volvió fascista. Yo creo que ya tenía elementos fascistoides en su persona, como el culto de él a su propia persona, pero todavía no se habían expresado. Después de todo, participó en unas elecciones; pero, al sentirse defraudado, se precipitó en el fascismo y luego en el nazismo, como queriendo dedicarse de manera persistente a destruir la estatua que él mismo se había construido.


AR: Caso contrario es el de Paz, quien va del pensamiento marxista a la democracia. Pero me llamó mucho la atención el señalamiento que justamente Vasconcelos le hizo a El laberinto de la soledad: se olvidaba del pensamiento democrático de Madero.

EK: Qué raro, ¿verdad? Porque es muy raro que Vasconcelos, en 1949-1950, al leer el libro de Paz, le dice, con toda razón, que se le olvida el pensamiento democrático. Entonces, tenemos a un Vasconcelos, que para entonces no es un demócrata, recordando con nostalgia el maderismo democrático, y reclamándole al joven Paz, con mucho afecto y admiración, que lo hubiese olvidado, cosa que es verdad. Paz desdeñaba entonces el pensamiento democrático; usted no va a encontrar elogios al pensamiento democrático en El laberinto de la soledad.

Curiosamente, el hombre de izquierda, Paz, y el hombre de derecha, Vasconcelos, tenían puntos en común en cuanto a ser dos radicales; pero digamos que la flama democrática en Vasconcelos todavía brillaba un poco y acabó por extinguirse, mientras que en Octavio Paz esa flama todavía tardó en aparecer, pero lo hizo finalmente en los años sesenta y setenta, y luego fue la convicción que guió por décadas su extraordinario trabajo intelectual y político.

Entonces, digamos que en el contrapunto de esos dos mexicanos extraordinarios hay un tema sobre el que vale mucho la pena reflexionar.


AR: ¿Cómo fue esa transición a la democracia por parte de Octavio Paz? Porque parece que la izquierda mexicana también parece haber pasado del marxismo a la democracia.

EK: Bueno, yo creo que buena parte de esa izquierda todavía no pasa porque todavía tiene unas pulsiones dogmáticas y caudillistas fuertes. Pero digamos que sí, que una parte importante siguió la trayectoria de un Heberto Castillo, ese hombre ejemplar, o de Cuauhtémoc Cárdenas, a quien —hay que decirlo— hay que rendirle homenaje tan merecido porque ya se trata de la transición clara, allí sí impecable, de la izquierda hacia la democracia.

Paz se adelantó a todos ellos, eso es lo que hay que decir. Él entendió el desastre que eran las revoluciones soviética y china, y luego la cubana, y a los 60 años llegó a México con el objetivo de convencer a mi generación de que había que volverse democráticos, con lo cual él quería decir, básicamente, abrirse a la crítica, a la autocrítica y al diálogo. Mi generación no lo entendió, y lo que hizo fue vituperarlo. De haber existido entonces Facebook y Twitter, lo hubieran llenado de frases soeces y excrementicias, de improperios.

Pero él resistió firmemente porque tenía la convicción, nacida de la experiencia y de la verdad: eran millones las víctimas de esas revoluciones a manos de sus propios caudillos. La revolución, entendida como se entendió en el siglo XX, no conducía más que al desastre, a la opresión y a la pobreza. Esto no lo hizo desembocar en el liberalismo económico (esto hay que subrayarlo). Paz siempre creyó que había un lugar para el Estado, y que teníamos que llegar a un acuerdo de un régimen, yo le diría a usted, muy parecido al de Brasil ahora: una democracia con crecimiento económico y con justicia social. Más o menos eso que hizo la revolución mexicana; pero el problema de ésta fue que no era democrática. Ahora nuestro gran desafío es llegar a un acuerdo, a un marco democrático con crecimiento económico y justicia social, pero con instituciones y un respeto a la ley propios de una democracia. Es lo que quería Octavio Paz.

Él se adelantó; él y el grupo de Vuelta defendimos (debo decirlo) la democracia mucho antes que ninguno. Ahora los jóvenes no se acuerdan, pero en los ochenta estábamos defendiendo la democracia cuando nadie lo hacía porque era la hora de la revolución.

Entonces, ese es el mérito de Octavio Paz y por eso hay que seguir recordándolo; por eso y muchas otras cosas más.


AR: En el libro hay una anécdota de José Luis Martínez, que le dijo a Paz que no fue revolucionario, a lo que éste reaccionó enojado.

EK: Bueno, le dijo: “Octavio, tú realmente así como revolucionario no lo fuiste”.


AR: Siguiendo esa anécdota, ¿hasta dónde fue revolucionario Paz?

EK: El no perteneció al Partido Comunista; lo que pasa es que tenía admiración por los revolucionarios franceses. Le voy a contestar a usted directamente: en “Piedra de sol” hay una mención a Trotski y una a Robespierre; o sea, hay una admiración, un embeleso por la revolución, y yo le puedo decir a usted que cuando vino el derrumbe del Muro de Berlín y la idea de revolución —entendida como se le había entendido durante dos siglos— entró en el ocaso ya definitivo, en Europa al menos, a Octavio Paz le quedó como un remanente de nostalgia por el espíritu revolucionario. Yo le decía a él, y era uno de los temas de diálogo entre nosotros, es que yo no admiraba la revolución francesa más que al principio, y que me parecía horroroso todo lo que había pasado después; yo reivindicaba a Edmund Burke, lo que a Octavio le parecía horrible, y decía que no, que finalmente fue gloriosa la revolución: tenía una visión como romántica.

Bueno, digamos que él venía de una tradición romántica, mientras que también hubo una visión mucho menos romántica, una tradición distinta como es la inglesa, que no se emociona tanto con esos episodios de la humanidad porque sabe que finalmente la revolución, esa y todas, terminaron por devorar a sus propios hijos.


AR: Varios de los escritores que trata en el libro consideraron fundamental su trabajo como editores, como Martí, Vasconcelos, José Carlos Mariátegui. ¿Cuál es la importancia de este aspecto en su pensamiento y práctica política?

EK: Qué bien que lo diga usted. Fue muy importante también para Paz y, como quiera, García Márquez también quiso hacer e hizo algunas revistas; Vargas Llosa ha escrito en muchas, aunque no ha sido editor.

Yo creo que el trabajo editorial, el hacer revistas, es la forma natural de la cultura libre. Las revistas son el punto de encuentro entre el periodismo y la vida editorial, ya que no tienen la prisa del periodismo ni la pausa del libro, y tienen una periodicidad mensual o bimensual.

Hacer revistas o libros para estos hombres fue la forma de entrar a un mercado que les permitía ser libres y decir libremente lo que pensaban. Yo admiro a estos hombres que, advierta usted, no fueron profesores, que creyeron en la cultura libre, que se define como la cultura que va del autor o de los autores al público, no al aula, no a los alumnos: los discípulos son los lectores.

Yo mismo creo en eso y le he dedicado mi vida, y Octavio Paz lo creía también. Fue una desgracia para Martí que esta posibilidad material, real de la cultura libre de hacer revistas no pudiese arraigar en su tiempo. Él hizo La edad de oro, hizo revistas preciosas que ahora son célebres y leemos con enorme admiración, pero no duraron. ¿Por qué? Porque no había público; yo sostengo que si Martí hubiera tenido un poco más de tiempo de vida, tal vez hubiera podido volverse un gran editor latinoamericano. Pero sus ideas y su pasión editorial fueron una flor fuera de estación.


AR: Otro elemento presente en algunos de los redentores es la violencia, como son los casos del Che, el subcomandante Marcos e incluso de Samuel Ruiz.

EK: Yo creo que en todos ellos la pasión redentora tiene una secreta o abierta fascinación con la violencia. Es verdad: hay redentores pacifistas, como Gandhi o Mandela, pero yo creo aquí estamos hablando más de liderazgos, porque ninguno de los dos, tan relacionados entre sí, tenían propiamente una doctrina sobre el poder; más bien tenían una doctrina sobre el no poder.

En cambio, el marxismo, el fascismo o el nacionalismo son doctrinas de poder; es decir, “vamos a fortalecernos nosotros para enfrentarnos a ellos”, y eso supone el redentor. Entonces, hay que distinguir entre el liderazgo democrático o cívico, y redentorismo político.

Yo creo que los nacionalismos y los fascismos dieron en el siglo XX las figuras de Adolfo Hitler y Benito Mussolini, y también la doctrina marxista, encarnada en el Jefe, en el redentor de un pueblo, condujo a las figuras de Lenin, Stalin, Castro y Mao.

Fíjese usted cómo los reformadores y los líderes tienen muchos menos el perfil redentorista: Deng Xiao Ping, el gran líder chino, no practicó el culto a la personalidad, y observe todo lo que logró con su liderazgo: cambiar a China de un país atrasado en donde morían decenas de millones, a ser la segunda, y quizá pronto la primera potencia económica mundial, sacando a centenares de millones de personas de la pobreza. Con todos los defectos que tiene eso, allí tiene usted un liderazgo. Eso no es redención, es mejoría.

También India, siendo un país democrático, ha salido, en cierta medida aunque no del todo, por supuesto, de la condición de enorme pobreza generalizada que tenía. Dígame usted qué redentor lo hizo: ninguno, lo hizo el sistema democrático, con líderes responsables.

Por eso, yo creo que la moraleja del cuento es que, como se decía en mis años mozos, hay que desconfiar del redentorismo histórico, y hay que confiar en un liderazgo plenamente institucional y responsable.


AR: Recuerdo que usted prologó el libro de Mark Lilla Pensadores temerarios. ¿Usted encuentra paralelismos entre las teologías políticas europeas con las ideas que usted presenta en su libro?

EK: Bueno, aquél libro es sobre el intelectual filotiránico. Sí, Lilla y yo hemos trabajado en ello con métodos parecidos y por eso lo prologué. Él es más historiador puro de las ideas y más filosófico, en el mejor sentido de la palabra, más en el estudio de las ideas mismas que de los personajes, aunque no deja de hablar de éstos (Martin Heidegger, Carl Schmitt, Walter Benjamin, Michel Foucault).

Yo creo que algo tiene de parecido este libro, por ejemplo en el caso del texto de Gabriel García Márquez, quien no es un pensador sino un inmenso escritor. Pero en este inmenso escritor, en su vida pero también en su obra, se ha colado esa tentación filotiránica: él no aceptaría que Castro es un tirano, pero digamos está muy solo en esa convicción, porque, después de estar cincuenta y tantos años en el poder, ¿quién puede dudar que Castro es un dictador, en una isla en la que los únicos que tiene libertades son él y su hermano? No existen las libertades de prensa, de expresión, de creencia, de ideología y ya no digamos libertad política.

Entonces sí, hay algo de parentesco entre esos libros.


AR: Al final del libro menciona que la redención busca llegar a un nuevo orden, pero a la vez es la nostalgia por un orden antiguo que tiene dos pilares: la monarquía y la Iglesia.

EK: Sí, la fe.


AR: ¿Qué pervive de eso?, ¿se puede rescatar algo de ello?

EK: Yo pienso que no podemos volver, que ya no vamos a volver a ello; que estamos en un largo trecho de incertidumbre y de desconcierto, y es obvio que no podemos volver a un orden de concentración del poder total porque sabemos, a pesar de Chávez, de Evo Morales y de Castro, que eso está en el pasado.

Tampoco podemos imaginar que va a haber una sola creencia que predomine. En otras palabras, yo no soy, a pesar del desconcierto y de la incertidumbre, pesimista. Yo creo que ese desencanto de las grandes ideologías y de los poderosos es un buen fundamento para la reconstrucción de una sociedad democrática.

De alguna forma pienso que todo esto que estamos viviendo, con todas sus incógnitas, con ese malestar que sentimos diariamente, puede llevarnos a algo bueno, a volvernos individuos más responsables de nuestras propias vidas y de las vidas de nuestra sociedad, ya curados un poco de mitologías, de fanatismos y de cultos a la personalidad que no vienen ya al caso.


AR: Al final usted hace una pregunta: ¿redención o democracia? Por supuesto, usted se decanta por la segunda. En este libro nos ha presentado a redentores, pero ¿quiénes son los demócratas?

EK: Allí están Lula, Lagos y muchos otros que por su propia naturaleza no son tan conocidos. Los demócratas están en todas partes, en toda América Latina; los demócratas somos usted y yo. Los demócratas son los que dirigen los periódicos, los que entienden la participación cívica (Javier Sicilia es un demócrata), todos los que se movilizan individualmente con un esfuerzo para mejorar a la sociedad son demócratas; los que creen en los votos son demócratas; los que ejercen la crítica son demócratas.

La democracia ha ido arraigando en América Latina, y la prueba es que en todas las encuestas que se hacen en la región no existe más que una minoría muy pequeña que piensa todavía que hay sistemas preferibles a la democracia.

Pero la democracia, repito, supone fuertes y claros liderazgos, pero no liderazgos redentores.



*Entrevista publicada en M Semanal, núm. 731, 7 de noviembre de 2011.

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