La tentación de la redención
Entrevista con Enrique Krauze*
por Ariel Ruiz Mondragón
En la incierta trayectoria histórica
de América Latina, han aparecido numerosos personajes que, en las ideas o en la
acción, han soñado con llevar por la ruta de la liberación a sus pueblos y han
pretendido tener a la mano las grandes respuestas a los vastos problemas que
los países de la región han enfrentado. Sin embargo, acabaron por desempeñar el
papel del caudillo, que con su autoritarismo y negación de las libertades sólo
lograron sembrar pobreza, violencia y atraso en las sociedades latinoamericanas.
La redención concluyó en desastre.
A través de un recorrido histórico
por las ideas y prácticas que sobre el redentorismo han tenido 12 personajes de
la región que han vivido entre fines del siglo XIX y la actualidad (escritores,
políticos, guerrilleros), Enrique Krauze nos presenta en su libro más reciente,
Redentores. Ideas y poder en América
Latina (México, Debate, 2011) una dura crítica de quienes aún creen y pretenden
que el futuro de nuestros países se encuentre en manos de monarcas, héroes o
caudillos.
Sobre ese volumen sostuvimos una
charla con el autor, quien es ingeniero industrial por la UNAM y doctor en Historia por
El Colegio de México. Miembro de la Academia Mexicana
de la Historia
y de El Colegio Nacional, autor de cerca de 30 libros, fue secretario de
redacción y subdirector de la revista Vuelta,
y actualmente dirige Letras Libres.
Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué publicar hoy un libro como el suyo?, ¿por qué
reflexionar hoy sobre las ideas y el poder tomando como referencia a un grupo
de personajes muy diferentes entre sí?
Enrique Krauze (EK): En primer lugar es una obra de historiador; a mí me interesa el pasado
por el pasado mismo, y me interesan las ideas, las personas, las biografías
políticas, intelectuales y literarias, de modo que es, primero, por el interés
intrínseco que para mí tiene el tema.
Pero es cierto que uno hace las
cosas también por exigencias del presente, y yo creo que también es el hecho de
que América Latina no ha terminado por superar la tentación redentora en su
vida política. Pienso que es una tentación que ha demostrado ya en muchos casos
—desde el peronismo de derecha hasta el castrismo de izquierda, terminando por
el chavismo en el siglo XXI— que, traducida en un régimen político, es una
receta del desastre.
Entonces, yo defino el redentorismo
como la convergencia entre una doctrina rígida y el culto al caudillo. Esas dos
cosas juntas son una receta del desastre. Y supongo que en ese sentido mi libro
ha querido ser una especie de advertencia a los lectores de lo que en América
Latina ese problema ha significado y puede todavía significar.
AR: El libro es atravesado por las ideas nacionalistas y por el
hispanoamericanismo; en la configuración de estas ideas y prácticas, que van
desde José Martí y llegan hasta Hugo Chávez, hay una presencia siempre amenazante:
Estados Unidos. ¿Qué papel ha tenido este país en la formación de los
nacionalismos hispanoamericanos? En estas páginas aprecia la idea de él como
Calibán, el mirador de Próspero, el imperio.
EK: Estados
Unidos, en tanto potencia en ascenso en el siglo XIX, y además de religión
protestante, siempre fue vista con mucha desconfianza y rechazo por parte de
las elites conservadoras en América Latina; en cambio, las elites liberales
siempre vieron a Estados Unidos con admiración, como son los casos de Domingo
Faustino Sarmiento, de Justo Sierra o del propio José Martí. Pero en el gozne
de los siglos XIX y XX, con el ascenso del imperialismo norteamericano a
propósito de la guerra de Estados Unidos contra España en Cuba y Filipinas, el
liberalismo latinoamericano tuvo una convergencia con el conservadurismo en un
terreno común que fue el nacionalismo iberoamericano, el que sería como la
piedra de fundación de la pasión revolucionaria en el siglo XX. Primero fue un
nacionalismo cultural, sobre todo en el cono sur, con José Enrique Rodó (su
libro Ariel fue muy importante) y con
muchos pensadores muy francófilos y muy adversos a Estados Unidos.
Pero poco a poco se fue
desarrollando cada vez más como un sentimiento político, ya no cultural ni
intelectual sino político y militante que desembocó naturalmente en la guerra,
en la revolución cubana y en todo lo que ha venido después.
De modo que sí, digamos que la
piedra de fundación de la pasión revolucionaria en América Latina es el
nacionalismo iberoamericano entendido como oposición a todo lo que venga de
Estados Unidos.
AR: También veo que entre los que son escritores y poetas hay una fuerte
influencia del pensamiento europeo, como es la que proviene de, por ejemplo y
por mencionar sólo a algunos, Shakespeare, Ernest Renan, Thomas Carlyle, Kart Marx.
¿Cuál es la importancia de Europa en la constitución de las ideas nacionalistas
en América Latina?
EK: En
particular, creo que en el nacionalismo iberoamericano fue muy importante la
obra de Renan, y que es su idea de la nación como un plebiscito cotidiano, muy
enraizada en las identidades y contenidos culturales: la lengua, la historia,
el paisaje. Pero, a su vez, esta idea francesa tuvo su origen en el
romanticismo alemán, en pensadores como Johann Gottlieb Fichte en sus famosos Discursos a la nación alemana. Es un
tema vasto, pero el nacionalismo, como lo entendemos ahora y como se entendió
en el siglo XX, yo diría que tiene su origen en la cultura alemana: en la
defensa y exaltación de los valores y de la historia, de los mitos, de la
lengua y de la literatura específicamente alemana.
Curiosamente, uno de los autores que
más hizo en el mundo sajón por transmitir la cultura alemana y por exaltarla,
fue Carlyle, quien es uno de los autores que en el siglo XIX fue muy leído en
América Latina. Pero este autor, que vindicaba el nacionalismo alemán, también
concibió la idea del culto a los héroes, que fue algo que también arraigó mucho
también en Latinoamérica.
Si usted a ese panorama le aumenta a
Marx, otro pensador alemán importantísimo, pero que es más bien el creador de
la doctrina del determinismo histórico, de la dialéctica y de la importancia
del tránsito del capitalismo al comunismo, pues tiene buena parte de la
ensalada de la influencia europea en América Latina.
Como ve usted, la influencia alemana
finalmente fue muy importante.
AR: En ese sentido, ¿cómo se cruza la idea de Carlyle sobre los héroes con
la idea del monarca, que da lugar al caudillo?
EK: A Carlyle
nadie lo recuerda en Inglaterra ni en Estados Unidos ni en el mundo. Yo lo
traje a cuento no por una curiosidad sino porque creo que tuvo mucha influencia
en América Latina —y en esto David Brading, el gran historiador inglés, estuvo
de acuerdo. Por ejemplo, en Venezuela muchos historiadores eminentes le
llamaban “hombre de Carlyle” al dictador Juan Vicente Gómez. No faltó quien
comparara a Porfirio Díaz con la figura del gran héroe carlyleano: el gran
hombre de poder en cuya biografía se destilaba y concentraba la biografía de
todo el país.
Esta idea de que la biografía de un
país se concentra y encarna en la vida de sus héroes es una idea de Carlyle. Yo
creo que es una idea que puede confundirse con el género biográfico; pero yo no
creo que el género biográfico sea un género heroico, son dos cosas distintas.
Mis redentores no son héroes, sino personas
de carne y hueso; en cambio, Carlyle pensaba que los grandes hombres poderosos son
héroes. Y creo que esto arraigó al grado de que todavía es algo que distingue a
Hugo Chávez o a Fidel Castro.
AR: Una de las cosas que me pareció más interesante del libro es la
forma en que usted vincula la vivencia personal con las experiencias intelectual
y política. ¿Cómo se vinculan ambos aspectos? Usted señala en muchos casos la
vida familiar, de la presencia o la ausencia del padre, del abuelo, la madre o
los hijos.
EK: En todos
los casos ocurre; por ejemplo, vamos a tomar el caso de Martí: si uno nada más
analiza a Martí desde el punto de vista de sus ideas y proyectos políticos sin
ver su biografía, pues se pierde una dimensión central para entender de dónde
salieron esas ideas. Éstas no surgieron de la nada, sino que las concibieron
personas de carne y hueso.
En el caso de Martí, yo, en vez de
entrar en las santísimas biografías que existen sobre el personaje —porque fue
enormemente prolijo este hombre, este gran escritor, quien tuvo, por cierto, su
etapa mexicana muy interesante, durante la cual rompió algunos corazones y también
le rompieron el suyo— encontré que Martí tuvo la desgracia de tener un mal
matrimonio y vivió casi toda su vida y murió joven lejos de su único hijo. En
un hombre de la sensibilidad y de la capacidad de amor que se refleja, por
ejemplo, en los poemas de La edad de oro,
esa experiencia desgarradora tuvo que reflejarse en sus posiciones e incluso en
su angustia política. Entonces uno entiende cómo a veces la política es el
único medio de escape que algunas personas encuentran a sus situaciones
personales que, a veces, no tienen salida. Pero también puede serlo, a veces,
la poesía, o la poesía militante, como en el caso de Octavio Paz, quien, cuando
murió el padre, inmediatamente se precipitó en un amor torrencial y en una experiencia
política muy intensa, pero que de alguna manera mitigaba el terrible dolor de
la pérdida que tuvo.
Entonces, en todas estas biografías he
tratado de acercarme —en algunos casos más, en otros menos— a la vida de ellos
buscando esos momentos, ese punto eje en donde la vida cambia y donde nace un
impulso creativo en la existencia, en la literatura o en el pensamiento.
AR: En ese sentido, también me atrajo, en varios de los casos de los que
usted se ocupa, la experiencia de la soledad: Martí, Paz, José Vasconcelos…
EK: Es
decir, están los individuos confrontados consigo mismos. Está también la
soledad de ese niño que fue Mario Vargas Llosa tiranizado por el padre, o la
soledad que podría implicar, supongo, en el Che Guevara esa condena de la
enfermedad del asma que tuvo toda su vida.
Son sentimientos y pasiones humanas
como el resentimiento, el rencor, los celos que todo hemos sentido. Hablar de
la historia de las ideas, como a veces se hace académicamente, como si las
ideas ocurrieran en la estratósfera, como si fueran nubes, pues no lo son, o en
todo caso son nubes que nacen de la respiración y de las pasiones humanas.
AR: En varios casos también observamos la frustración, como en los ejemplos
de Vasconcelos y del Che Guevara.
EK: En el
caso de Vasconcelos, la frustración política de 1929 proviene de que tenía una
visión —por decirlo piadosamente— tan mesiánica de sí mismo, y, al ver que no
ocurría nada tras las elecciones lo que hizo fue, sencillamente, entrar en una
zona de rabia, de rencor muy grande hacia su propio pueblo, pero que era en el
fondo un rencor y también un coraje contra sí mismo por no haber estado a la
altura del destino sacrificial que él mismo se había impuesto; él dijo: “Ya me
llegó la hora”, como Martí, pero no estuvo a la altura de esa idea. Entonces,
en un movimiento extraño de su alma, culpó a México y se volvió fascista. Yo
creo que ya tenía elementos fascistoides en su persona, como el culto de él a
su propia persona, pero todavía no se habían expresado. Después de todo, participó
en unas elecciones; pero, al sentirse defraudado, se precipitó en el fascismo y
luego en el nazismo, como queriendo dedicarse de manera persistente a destruir
la estatua que él mismo se había construido.
AR: Caso contrario es el de Paz, quien va del pensamiento marxista a la
democracia. Pero me llamó mucho la atención el señalamiento que justamente
Vasconcelos le hizo a El laberinto de la
soledad: se olvidaba del pensamiento democrático de Madero.
EK: Qué
raro, ¿verdad? Porque es muy raro que Vasconcelos, en 1949-1950, al leer el
libro de Paz, le dice, con toda razón, que se le olvida el pensamiento
democrático. Entonces, tenemos a un Vasconcelos, que para entonces no es un
demócrata, recordando con nostalgia el maderismo democrático, y reclamándole al
joven Paz, con mucho afecto y admiración, que lo hubiese olvidado, cosa que es
verdad. Paz desdeñaba entonces el pensamiento democrático; usted no va a
encontrar elogios al pensamiento democrático en El laberinto de la soledad.
Curiosamente, el hombre de
izquierda, Paz, y el hombre de derecha, Vasconcelos, tenían puntos en común en
cuanto a ser dos radicales; pero digamos que la flama democrática en
Vasconcelos todavía brillaba un poco y acabó por extinguirse, mientras que en
Octavio Paz esa flama todavía tardó en aparecer, pero lo hizo finalmente en los
años sesenta y setenta, y luego fue la convicción que guió por décadas su
extraordinario trabajo intelectual y político.
Entonces, digamos que en el
contrapunto de esos dos mexicanos extraordinarios hay un tema sobre el que vale
mucho la pena reflexionar.
AR: ¿Cómo fue esa transición a la democracia por parte de Octavio Paz? Porque
parece que la izquierda mexicana también parece haber pasado del marxismo a la
democracia.
EK: Bueno,
yo creo que buena parte de esa izquierda todavía no pasa porque todavía tiene
unas pulsiones dogmáticas y caudillistas fuertes. Pero digamos que sí, que una
parte importante siguió la trayectoria de un Heberto Castillo, ese hombre
ejemplar, o de Cuauhtémoc Cárdenas, a quien —hay que decirlo— hay que rendirle
homenaje tan merecido porque ya se trata de la transición clara, allí sí
impecable, de la izquierda hacia la democracia.
Paz se adelantó a todos ellos, eso
es lo que hay que decir. Él entendió el desastre que eran las revoluciones
soviética y china, y luego la cubana, y a los 60 años llegó a México con el
objetivo de convencer a mi generación de que había que volverse democráticos,
con lo cual él quería decir, básicamente, abrirse a la crítica, a la
autocrítica y al diálogo. Mi generación no lo entendió, y lo que hizo fue
vituperarlo. De haber existido entonces Facebook y Twitter, lo hubieran llenado
de frases soeces y excrementicias, de improperios.
Pero él resistió firmemente porque
tenía la convicción, nacida de la experiencia y de la verdad: eran millones las
víctimas de esas revoluciones a manos de sus propios caudillos. La revolución,
entendida como se entendió en el siglo XX, no conducía más que al desastre, a
la opresión y a la pobreza. Esto no lo hizo desembocar en el liberalismo
económico (esto hay que subrayarlo). Paz siempre creyó que había un lugar para
el Estado, y que teníamos que llegar a un acuerdo de un régimen, yo le diría a
usted, muy parecido al de Brasil ahora: una democracia con crecimiento económico
y con justicia social. Más o menos eso que hizo la revolución mexicana; pero el
problema de ésta fue que no era democrática. Ahora nuestro gran desafío es
llegar a un acuerdo, a un marco democrático con crecimiento económico y
justicia social, pero con instituciones y un respeto a la ley propios de una
democracia. Es lo que quería Octavio Paz.
Él se adelantó; él y el grupo de Vuelta defendimos (debo decirlo) la
democracia mucho antes que ninguno. Ahora los jóvenes no se acuerdan, pero en
los ochenta estábamos defendiendo la democracia cuando nadie lo hacía porque
era la hora de la revolución.
Entonces, ese es el mérito de
Octavio Paz y por eso hay que seguir recordándolo; por eso y muchas otras cosas
más.
AR: En el libro hay una anécdota de José Luis Martínez, que le dijo a
Paz que no fue revolucionario, a lo que éste reaccionó enojado.
EK: Bueno,
le dijo: “Octavio, tú realmente así como revolucionario no lo fuiste”.
AR: Siguiendo esa anécdota, ¿hasta dónde fue revolucionario Paz?
EK: El no
perteneció al Partido Comunista; lo que pasa es que tenía admiración por los
revolucionarios franceses. Le voy a contestar a usted directamente: en “Piedra
de sol” hay una mención a Trotski y una a Robespierre; o sea, hay una
admiración, un embeleso por la revolución, y yo le puedo decir a usted que
cuando vino el derrumbe del Muro de Berlín y la idea de revolución —entendida
como se le había entendido durante dos siglos— entró en el ocaso ya definitivo,
en Europa al menos, a Octavio Paz le quedó como un remanente de nostalgia por
el espíritu revolucionario. Yo le decía a él, y era uno de los temas de diálogo
entre nosotros, es que yo no admiraba la revolución francesa más que al
principio, y que me parecía horroroso todo lo que había pasado después; yo
reivindicaba a Edmund Burke, lo que a Octavio le parecía horrible, y decía que
no, que finalmente fue gloriosa la revolución: tenía una visión como romántica.
Bueno, digamos que él venía de una
tradición romántica, mientras que también hubo una visión mucho menos
romántica, una tradición distinta como es la inglesa, que no se emociona tanto con
esos episodios de la humanidad porque sabe que finalmente la revolución, esa y
todas, terminaron por devorar a sus propios hijos.
AR: Varios de los escritores que trata en el libro consideraron
fundamental su trabajo como editores, como Martí, Vasconcelos, José Carlos Mariátegui.
¿Cuál es la importancia de este aspecto en su pensamiento y práctica política?
EK: Qué bien
que lo diga usted. Fue muy importante también para Paz y, como quiera, García
Márquez también quiso hacer e hizo algunas revistas; Vargas Llosa ha escrito en
muchas, aunque no ha sido editor.
Yo creo que el trabajo editorial, el
hacer revistas, es la forma natural de la cultura libre. Las revistas son el
punto de encuentro entre el periodismo y la vida editorial, ya que no tienen la
prisa del periodismo ni la pausa del libro, y tienen una periodicidad mensual o
bimensual.
Hacer revistas o libros para estos
hombres fue la forma de entrar a un mercado que les permitía ser libres y decir
libremente lo que pensaban. Yo admiro a estos hombres que, advierta usted, no
fueron profesores, que creyeron en la cultura libre, que se define como la
cultura que va del autor o de los autores al público, no al aula, no a los
alumnos: los discípulos son los lectores.
Yo mismo creo en eso y le he
dedicado mi vida, y Octavio Paz lo creía también. Fue una desgracia para Martí
que esta posibilidad material, real de la cultura libre de hacer revistas no
pudiese arraigar en su tiempo. Él hizo La
edad de oro, hizo revistas preciosas que ahora son célebres y leemos con
enorme admiración, pero no duraron. ¿Por qué? Porque no había público; yo
sostengo que si Martí hubiera tenido un poco más de tiempo de vida, tal vez
hubiera podido volverse un gran editor latinoamericano. Pero sus ideas y su
pasión editorial fueron una flor fuera de estación.
AR: Otro elemento presente en algunos de los redentores es la violencia,
como son los casos del Che, el subcomandante Marcos e incluso de Samuel Ruiz.
EK: Yo creo
que en todos ellos la pasión redentora tiene una secreta o abierta fascinación
con la violencia. Es verdad: hay redentores pacifistas, como Gandhi o Mandela,
pero yo creo aquí estamos hablando más de liderazgos, porque ninguno de los dos,
tan relacionados entre sí, tenían propiamente una doctrina sobre el poder; más
bien tenían una doctrina sobre el no poder.
En cambio, el marxismo, el fascismo
o el nacionalismo son doctrinas de poder; es decir, “vamos a fortalecernos
nosotros para enfrentarnos a ellos”, y eso supone el redentor. Entonces, hay
que distinguir entre el liderazgo democrático o cívico, y redentorismo
político.
Yo creo que los nacionalismos y los
fascismos dieron en el siglo XX las figuras de Adolfo Hitler y Benito Mussolini,
y también la doctrina marxista, encarnada en el Jefe, en el redentor de un
pueblo, condujo a las figuras de Lenin, Stalin, Castro y Mao.
Fíjese usted cómo los reformadores y
los líderes tienen muchos menos el perfil redentorista: Deng Xiao Ping, el gran
líder chino, no practicó el culto a la personalidad, y observe todo lo que
logró con su liderazgo: cambiar a China de un país atrasado en donde morían
decenas de millones, a ser la segunda, y quizá pronto la primera potencia
económica mundial, sacando a centenares de millones de personas de la pobreza.
Con todos los defectos que tiene eso, allí tiene usted un liderazgo. Eso no es
redención, es mejoría.
También India, siendo un país
democrático, ha salido, en cierta medida aunque no del todo, por supuesto, de
la condición de enorme pobreza generalizada que tenía. Dígame usted qué
redentor lo hizo: ninguno, lo hizo el sistema democrático, con líderes
responsables.
Por eso, yo creo que la moraleja del
cuento es que, como se decía en mis años mozos, hay que desconfiar del
redentorismo histórico, y hay que confiar en un liderazgo plenamente
institucional y responsable.
AR: Recuerdo que usted prologó el libro de Mark Lilla Pensadores temerarios. ¿Usted encuentra
paralelismos entre las teologías políticas europeas con las ideas que usted
presenta en su libro?
EK: Bueno,
aquél libro es sobre el intelectual filotiránico. Sí, Lilla y yo hemos
trabajado en ello con métodos parecidos y por eso lo prologué. Él es más
historiador puro de las ideas y más filosófico, en el mejor sentido de la palabra,
más en el estudio de las ideas mismas que de los personajes, aunque no deja de
hablar de éstos (Martin Heidegger, Carl Schmitt, Walter Benjamin, Michel
Foucault).
Yo creo que algo tiene de parecido
este libro, por ejemplo en el caso del texto de Gabriel García Márquez, quien
no es un pensador sino un inmenso escritor. Pero en este inmenso escritor, en
su vida pero también en su obra, se ha colado esa tentación filotiránica: él no
aceptaría que Castro es un tirano, pero digamos está muy solo en esa convicción,
porque, después de estar cincuenta y tantos años en el poder, ¿quién puede
dudar que Castro es un dictador, en una isla en la que los únicos que tiene
libertades son él y su hermano? No existen las libertades de prensa, de
expresión, de creencia, de ideología y ya no digamos libertad política.
Entonces sí, hay algo de parentesco
entre esos libros.
AR: Al final del libro menciona que la redención busca llegar a un nuevo
orden, pero a la vez es la nostalgia por un orden antiguo que tiene dos pilares:
la monarquía y la Iglesia.
EK: Sí, la
fe.
AR: ¿Qué pervive de eso?, ¿se puede rescatar algo de ello?
EK: Yo
pienso que no podemos volver, que ya no vamos a volver a ello; que estamos en un
largo trecho de incertidumbre y de desconcierto, y es obvio que no podemos volver
a un orden de concentración del poder total porque sabemos, a pesar de Chávez,
de Evo Morales y de Castro, que eso está en el pasado.
Tampoco podemos imaginar que va a
haber una sola creencia que predomine. En otras palabras, yo no soy, a pesar
del desconcierto y de la incertidumbre, pesimista. Yo creo que ese desencanto
de las grandes ideologías y de los poderosos es un buen fundamento para la
reconstrucción de una sociedad democrática.
De alguna forma pienso que todo esto
que estamos viviendo, con todas sus incógnitas, con ese malestar que sentimos
diariamente, puede llevarnos a algo bueno, a volvernos individuos más
responsables de nuestras propias vidas y de las vidas de nuestra sociedad, ya
curados un poco de mitologías, de fanatismos y de cultos a la personalidad que
no vienen ya al caso.
AR: Al final usted hace una pregunta: ¿redención o democracia? Por
supuesto, usted se decanta por la segunda. En este libro nos ha presentado a
redentores, pero ¿quiénes son los demócratas?
EK: Allí
están Lula, Lagos y muchos otros que
por su propia naturaleza no son tan conocidos. Los demócratas están en todas
partes, en toda América Latina; los demócratas somos usted y yo. Los demócratas
son los que dirigen los periódicos, los que entienden la participación cívica (Javier
Sicilia es un demócrata), todos los que se movilizan individualmente con un
esfuerzo para mejorar a la sociedad son demócratas; los que creen en los votos
son demócratas; los que ejercen la crítica son demócratas.
La democracia ha ido arraigando en
América Latina, y la prueba es que en todas las encuestas que se hacen en la
región no existe más que una minoría muy pequeña que piensa todavía que hay
sistemas preferibles a la democracia.
Pero la democracia, repito, supone
fuertes y claros liderazgos, pero no liderazgos redentores.
*Entrevista publicada en M Semanal, núm. 731, 7 de noviembre de 2011.
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