martes, septiembre 18, 2012

Crónica de la nueva cotidianidad mexicana. Entrevista con Juan Villoro




Crónica de la nueva cotidianidad mexicana
Entrevista con Juan Villoro*

Por Ariel Ruiz Mondragón

La incursión de los literatos a filas del periodismo a través de la páginas editoriales de diarios y revistas es una tradición que en México se remonta, cuando menos, al siglo XIX con José Joaquín Fernández de Lizardi. En sus columnas han desarrollado lo mismo la crónica que el artículo de opinión, la reseña que el obituario. Hay quienes le han dado lustre a dicha labor, aunque Salvador Novo haya dicho “que no se puede alternar el santo ministerio de la maternidad que es la literatura con el ejercicio de la prostitución que es el periodismo”.
Entre los autores literarios que en los últimos tres lustros han desarrollado de manera más constante su tarea de editorialista en periódicos está Juan Villoro, quien en su más reciente libro, ¿Hay vida en la Tierra? (México, Almadía, 2012), ha reunido 100 de sus artículos periodísticos (o “articuentos”) en los que da cuenta de la nueva vida cotidiana de los mexicanos, “un retrato íntimo de lo que ocurre”.
Acerca de dicho volumen conversamos con Villoro (Distrito Federal, 1956), quien es autor de más de 20 libros, dedicados a géneros tan diversos  como la novela, el ensayo, la crónica, el cuento y la literatura infantil. Ha colaborado en diversas publicaciones periódicas, como Nexos, Letras Libres, El País, Reforma, Proceso y La Jornada, entre muchas otras. Ha recibido varios premios, como el IBBY (1994), el Xavier Villaurrutia (1999), el Mazatlán de Literatura (2001), el Herralde de Novela (2004), el Vázquez Montalbán (2006) y el Internacional de Periodismo Rey de España (2010).      

Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué publicar esta recopilación de buena parte de sus artículos periodísticos de cerca de una década?
Juan Villoro (JV): De más, ya que son como 17 años en total. Yo creo que hay cosas que sólo tienen sentido como libro; a lo largo de los años yo he tenido una escritura continua y dispersa en distintos medios periodísticos, y allí, de cuando en cuando, he jugado un poco el papel como de observador de lo cotidiano, tratando de encontrar historias espontáneas en la realidad. Todas estas historias, si se articulan en un libro, crean un cuadro de costumbres. La verdad, no creo que nadie haya leído todas mis colaboraciones a lo largo de 17 años; escogí aquellas en donde lo individual y lo íntimo de pronto nos dan una idea del comportamiento general de la gente, del país y de nuestra época. Este retrato común es el libro ¿Hay vida en la Tierra?

AR: En la historia del periodismo y de la literatura mexicana hay una larga tradición del ingreso de los literatos a las páginas editoriales de los diarios y de revistas. ¿Cómo ha sido este tránsito, especialmente el suyo?
JV: Depende de cada quién. Creo que el criterio para estar en una página editorial es el de responder a una de las urgencias del presente. Cuando empecé a escribir en Reforma, Carlos Monsiváis me dijo: “Ten cuidado”; yo acababa de escribir un texto sobre la importancia cultural de las narices en nuestra época, y a él le pareció que, si yo me iba por allí, probablemente me iban a decir: “Oye, pues tú no estás escribiendo de nada de actualidad”. Afortunadamente existían ejemplos como el de Jorge Ibargüengoitia, quien podía escribir del PRI, del país, de la relación entre los intelectuales y el poder o de algún amigo escritor, pero también de cuestiones tan cotidianas como el claxon, el tráfico, el pulque, los viajes, la cacería, sus tías de Guanajuato, su sirvienta Eudoxia, etcétera.
Yo he tratado de hacer algo más o menos equivalente. En mi presencia en las páginas editoriales pues aparecen la política, temas culturales, obituarios de gente que ha valido la pena y memorias personales, pero también ciertos relatos de lo cotidiano que creo que le toman el pulso a la forma en que vivimos. Reunidos todos éstos, reescritos para libro o retrabajados, creo que integran este mosaico que nos permite entender cómo es nuestro tiempo. Probablemente los antropólogos del porvenir encontrarán aquí la forma gozosa y disparatada en que nosotros vivíamos la vida cotidiana.

AR: ¿Cuál es la relevancia de la vida cotidiana para el periodismo? Porque generalmente se piensa que el periodismo sólo busca las cuestiones más relevantes.
JV: En el prólogo yo digo que hay dos tipos de periodismo: uno de necesidad y otro de tentación. El primero cubre las urgencias básicas que tienen que ver con la agenda política, con la Iglesia, con la educación, con los resultados de los deportes, con la seguridad y el crimen, etcétera. Pero a lo largo de todas las épocas también ha habido periodistas que nosotros leemos no tanto por la noticia que nos dan como una exclusiva, sino por la forma en que lo hacen, por la manera en que ellos nos revelan un misterio del mundo en que vivimos. Este tipo de periodismo es de tentación, porque de pronto nosotros leemos algo que nos interesa de salud, de vida cotidiana, de algún aspecto cultural, etcétera. Para que esto funcione, a mi modo de ver sí debe haber una relación bastante clara entre los personajes de la historia que cuento y una realidad reconocible; es decir, en responder a una época, a formas de comportamiento determinadas.
Cuando escribes una novela o un cuento, buscas lo único, lo irrepetible: buscas que tu personaje se desmarque de los demás y sea literario; lo mismo sucede con una historia. En cambio, en este caso yo buscaba que mis relatos fueran representativos de una época y de una realidad, que nosotros pudiéramos leerlos como un corte en el tiempo de lo que en alguna época fue común: la manera de intoxicarnos, de enamorarnos, de trabajar, de ilusionarnos, de tener mascotas, de criar a los hijos, de irritarnos, de desplazarnos. Todos estos comportamientos generan historias que aparecen aquí.

AR: También registra algunas transformaciones que ha habido en la vida cotidiana. ¿Cuáles son los cambios más notables que ha apreciado usted que hayan sido provocados por la tecnología?
JV: Una característica de nuestra época es que la experiencia del mundo nos llega filtrada por estímulos que no necesariamente controlamos: a través de nuestro teléfono nos llegan noticias que no esperábamos recibir; al abrir un sitio de Internet estamos continuamente en contacto con informaciones que tampoco pensábamos tener, y nuestra vida también prosigue de manera espectral en las redes.
Muchas veces tenemos una conducta distinta cuando mandamos un tuit, cuando escribimos en un blog o cuando mandamos un comentario a un periódico, que la que tenemos fuera de la red. En ocasiones, incluso nuestra identidad es usurpada en la red: hay gente que puede abrir una cuenta con nuestro nombre (a mí me ha sucedido en Facebook), nuestros datos pueden estar equivocados en Wikipedia y nos pueden calumniar en Twitter, de modo que tenemos una existencia espectral.
Hay formas de comportamiento objetivas, como, por ejemplo, tener una cuenta bancaria, lo que nos obliga a dominar passwords y un pin, de modo que nuestra identidad está siendo filtrada continuamente. En este mundo, donde existimos digitalmente y en donde recibimos tantos estímulos que son formas de representación, ¿dónde queda la realidad? ¿Qué pasó con lo cotidiano? Eso que antes nos articulaba de manera tan inmediata, que era lo obvio, se ha difuminado. Tú llegas a un restorán y te encuentras a una pareja, y ella está mandando mensajes de texto y él está hablando por el celular, y durante toda la comida no se dirigen la palabra. En un sentido cultural, esas dos personas no están allí, están en otro sitio, en las redes en las que están entrando.
Estos cambios de comportamiento hacen que uno se replantee cuál es el papel de lo cotidiano, dónde queda. La literatura costumbrista había caído en desuso porque se consideraba demasiado tradicional, porque por definición lo que hace es reiterar la costumbre, es decir, hablar de la tradición. Hoy en día esto es muy difícil, porque no tenemos una idea clara de dónde está viviendo la gente: si lo hace en la realidad virtual o en la vida cotidiana.
Este libro es una exploración de eso que nos queda tan cerca y, al mismo tiempo, tan lejos, que es la vida íntima, cotidiana. A veces, por ejemplo, las parejas graban sus relaciones sexuales en video, y hemos visto varias en YouTube. Y uno dice: ¿por qué la gente hace eso? Bueno, hay personas que sienten que sólo existen si son filmadas. Hemos llegado ya a ese sentido de la despersonalización. Entonces, por eso digo yo que este libro trata de una región remota que es nuestra vida privada, a la que no le damos la misma importancia que le dábamos antes. Entonces, es una nueva manera de trabajar la literatura de costumbres.

AR: Veo un perfil muy ibargüengoitiano en su veta humorística.
JV: Sí, ojalá…

AR: Por supuesto, un humor muy crítico. ¿Cómo utiliza el humor como elemento crítico?
JV: Una característica de la vida reciente en México es que la realidad, en un sentido general, nos parece muy insatisfactoria. Yo creo que cualquier mexicano lúcido sabe que un país con 50 mil muertos en los últimos cinco años, con desigualdad social, con terribles problemas de corrupción, con una crisis de la clase política pues es un país que no se la está pasando bien en un sentido general. Y, sin embargo, a pesar de esta gran decepción de lo que es la vida en común, en lo particular, en lo familiar, en lo amistoso nos la pasamos bastante bien; es decir, los mexicanos tenemos fiestas, reuniones, ilusiones.
Yo quería contrastar eso: es decir, cómo nuestra vida general es un desastre, un tanto apocalíptica, y al mismo tiempo la pachanga va bastante bien y tenemos costumbres rocambolescas extrañas que nos hacen llevadera la realidad.
Entonces, yo creo que en el libro el humor tiene una función de criticar —porque el humor siempre es crítico porque ridiculiza lo que está mal—, pero al mismo tiempo de hacer llevadero eso mismo que critica; o sea, a través del humor nosotros nos acabamos riendo de las cosas que no nos gustan.
Creo que el punto de partida de todos estos textos es la irritación: hay cosas que a mí no me gustan de la vida cotidiana, nos damos mucha lata. Tú vas a una oficina de gobierno y te la pasas mal; estás cuatro horas en el tráfico y te la pasas mal, y, sin embargo, allí puede haber una historia. Cuando encuentras una historia en estos lugares, le das sentido a esa realidad.
Yo creo que la literatura surgió para darle un sentido distinto al sufrimiento, al dolor; grandes temas como la muerte, la enfermedad, el exilio, la soledad, encontraron en la literatura una manera no sólo de expresarse sino de que eso se volviera placentero. Una paradoja del arte es que el dolor, las lágrimas, se pueden convertir en música, en gozo. En este caso no se trata de grandes temas ni de literatura de ficción sino de buscar en las latas, en las irritaciones, en las molestias cotidianas historias que nos las hagan llevaderas, encontrar estampas que nos permitan entender eso de otra manera y encontrar que la vida es un poco más risueña de lo que pensamos.

AR: Hay otra dualidad de los mexicanos (por decirlo así) que se ve en sus textos: por una parte hay la desconfianza que nos prodigamos unos a otros, pero, por otra parte, también existe ese espíritu gregario del relajo. ¿Cómo se mezclan estos dos aspectos?
JV: Corren en pareja por lo siguiente: porque en principio los desconocidos nos dan desconfianza, y tenemos dichos como “música pagada toca mal son”: el hecho de que nosotros paguemos por adelantado siempre es peligroso. También nos referimos a una persona como “se ganó mi confianza”, cuando esa persona ya ha dado pruebas; en otros países, la confianza no es algo que se gana sino que se pierde: lo normal es tenerle confianza a un carpintero, y si éste se porta mal, esa confianza se pierde. En México partes de la desconfianza con los desconocidos.
Al mismo tiempo, para protegerte tienes relaciones muy tribales o comunitarias muy intensas; entonces, el mexicano se siente muy cómodo en relaciones familiares, amistosas, comunitarias, en las que la complicidad es muy grande, y eso es muy importante; pero pierde esta confianza cuando llega con un desconocido, porque éste es el que puede poner en peligro la comunidad, es el que busca algo, es el “colado”, es el intruso, “¿qué quiere de nosotros?”, etcétera.
Entonces, creo que la vida mexicana tiene mucho que ver con la desconfianza hacia los desconocidos y una necesidad irrestricta de mantenernos en comunidad para sentirnos protegidos.

AR: En ese sentido de la crítica y de esta desconfianza me atraen algunos personajes que desfilan por el libro: Frank, de una crítica dura, amarga, y que, a partir de que se autorreprobó, puede juzgar a los demás; Paco, crítico de cine que ya no publica sus reseñas porque no le entienden, y finalmente Rendón, el crítico de todo. ¿Qué expresan para usted estos personajes?
JV: Estas tres son figuras críticas, y representan distintas maneras de analizar la realidad. Frank es un personaje que existe, con el que yo estudié el bachillerato — porque prácticamente todas las historias son reales, y a veces están reacomodadas. A mí me sorprendió mucho cuando en los años setenta se puso de moda esta costumbre, un tanto hippie, de que nosotros no debíamos estudiar por obtener un beneficio externo, que era una calificación que nos daban, sino por una gratificación interna. Un profesor dijo: “Ustedes ya son responsables; evalúense a sí mismos”, y este amigo se reprobó. A todos nos sorprendió que corriera el riesgo de reprobarse y se perjudicara de esa manera; acto seguido, él se separó de nosotros desde un punto de vista simbólico porque fue el único que se atrevió a reprobarse, y esto le dio a él como una licencia para criticarnos a nosotros; o sea, él ya se había juzgado a sí mismo con tanta dureza que podía juzgarnos a nosotros. Es un poco lo que ocurre con la religión: un sacerdote tiene un sacramento, entonces es alguien que ha sufrido, que ha pasado ayunos, que no está casado, que vive en soledad y por lo tanto se desmarca de la tribu para poder juzgarte. De manera espontánea eso puede ocurrir en nuestra vida, y es ese caso el que yo planteaba.
El caso de Paco es distinto porque es un crítico de cine que a mí me parece curioso: conozco a varios críticos que no escriben porque aprecien el género sino porque lo detestan; o sea, en el fondo odian ese género y descargan allí toda su ira. Al mismo tiempo, algunas de estas personas son buenísimas en otras áreas de su vida: hacen pedazos una película, pero luego son muy tiernos y cariñosos en otras áreas. Entonces, este es el caso de una persona que es incluso cursi, tierna, pero que necesita desfogar su sentido crítico. A veces yo pienso que el cariño que tenemos por algo es, en el fondo, un odio que se pudo reconvertir o que se pudo sublimar, y es este caso: esta persona deja de ser crítico porque se siente incomprendido, pero sigue escribiendo como desfogue porque para él es como hacer yoga. Es como una actividad intelectual que lo relaja, y es otro modo de la crítica.
Luego, por otro lado, está el crítico paranoico o que siempre considera que las cosas son peores, y que siempre sabe algo de las cosas, pero siempre sabe algo negativo, y que si no sabe ésto siente que no sabe; el valor establecido, aceptado, le parece mal, y él siempre tiene una actitud conspiratoria hacia la sabiduría. Para él, vale la pena aprender algo para criticarlo, para destruirlo.
Entonces, quería mostrar estas tres variantes de la crítica que me parecen elocuentes. Me gusta mucho que las hayas agrupado, porque efectivamente en este libro se podrían hacer familias de críticos, de locos, de extravagantes, de gente incapaz, etcétera.

AR: Hay otra idea en el libro que me parece muy cierta y que usted postula de la siguiente manera: “Vivimos en un país donde la utilidad de los proyectos consiste en no realizarlos”.
JV: Las ilusiones compensan la realidad, y en un país donde la realidad es deficiente las ilusiones tienden a perfeccionarse. Si nosotros tuviéramos una realidad muy grata, no necesitaríamos soñar tanto, ser tan esotéricos, confiar tanto en la suerte y tener tantos proyectos. Pero como nuestra realidad suele ser bastante defectuosa, la mejoramos a través de ilusiones y proyectos.

AR: Hay por allí algunas metáforas, de la cual me gustó la que sugiere del país con la descripción que del árbol del Tule hizo Italo Calvino. ¿De verdad sirve para nuestro país?
JV: Calvino, que fue un gran observador de la realidad, al llegar al árbol del Tule trató de describir las nudosidades, las ramas que se habían ido desarrollando a lo largo de dos mil años; el árbol del Tule tiene la edad de Cristo, y llama la atención que un organismo vivo pueda haber perdurado tanto. Cuando yo releí la historia de Calvino luego de haber ido a Oaxaca, me di cuenta de que la descripción del árbol es la de un país confuso, en lucha consigo mismo, que perdura pero no sabe bien cómo hacerlo, y lo es de una manera caótica, con muñones que no acaban de ser ramas, muy parecido al árbol del Tule.
Esto lo escribí yo después de ver una escena en el aeropuerto de Oaxaca que nuevamente está calcada de la realidad, y fui testigo de ella: una niña que estaba siendo llevada a Estados Unidos sin sus papás, y que lloraba de forma inconsolable; era llevada por un pariente que no sabía cómo se llamaba la niña, cosa que me pareció a mí verdaderamente escalofriante. Él también se asustó y pensó que yo podía sospechar de él, y hasta me enseñó sus documentos. Todo eso lo cuento. ¿Cómo explicar esta realidad? Y digo: “Hay un árbol que lo está explicando por nosotros: el del Tule, descrito por Calvino, que es un mapa perfecto de la realidad contradictoria, terrible y al mismo tiempo resistente que tenemos”.

AR: Hay un artículo fascinante, que es el de “La cofradía de la merienda del Tlacoyo”, esa reunión de personajes que se juntan para celebrar su condición de cultos, pero aún más sus contactos en el gobierno. ¿Usted considera que entre nuestros intelectuales y académicos haya muchos de estos personajes?
JV: Sí. Por desgracia es una variante bastante típica de la intelectualidad el de la gente extraordinariamente pedante que se elogia mucho a sí misma, que establece un tráfico de influencias —muchas veces con presupuestos públicos— y que se beneficia de manera descarada, y que cuando tiene que rendir cuentas lo único que hace es celebrar su propia importancia. Es gente que se asocia para concederse premios, y que han escrito unas cuantas obras, muchas de ellas irrelevantes, y lo que hacen es, con mucha pompa y circunstancia, agrandarlas.
Creo que hay muchos casos de ese tipo; en ese artículo yo no quise aludir en especial a muchas personas reales, pero digamos que es una parodia de una situación real que yo viví, y que tiene que ver con una franja de la intelectualidad mexicana que, desgraciadamente, es muy criticable. Lo hacía Ibargüengoitia en sus crónicas: él hablaba, por ejemplo, de ciertas figuras, como de los hombres más sabios de Cuévano, y que eran figuras que nadie sabía bien lo que habían hecho, pero que se daban ínfulas de ser gente muy importante. Obviamente, estas figuras sólo pueden existir en coro: unos elogian a los otros, y así se van pasando la estafeta.


*Entrevista publicada en M Semanal, núm. 751, 2 de abril de 2012.

1 comentario:

atopías dijo...

Excelente entrevista!