Pensar
el amor
Entrevista
con Manuel Cruz*
por Ariel
Ruiz Mondragón
Una experiencia y una pasión como el amor no
podía menos que ser un motivo de reflexión para los pensadores de todos los
tiempos, e incluso hay quienes quieren ver en aquel una piedra de toque de la
filosofía. Por ello es que el tema sigue y seguirá siendo abordado y debatido durante
mucho tiempo.
Recientemente el filósofo español Manuel Cruz escribió
Amo, luego existo. Los filósofos y el
amor (México, Espasa, 2011), texto con el que ganó el Premio Espasa de
Ensayo 2010 y en el que hace un recorrido histórico por la idea occidental del
amor a través del pensamiento y las vivencias de filósofos que van desde Platón
hasta Michel Foucault, pasando por San Agustín, Baruch Spinoza, Friedrich Nietszche,
Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir y Hannah Arendt, entre otros.
El autor charló con nosotros acerca de las
permanencias, cambios y amenazas a la idea del amor desde la Antigüedad hasta el
mundo posmodernos, así como de las concepciones y experiencias del amor de
diversos filósofos.
Cruz es profesor de Filosofía Contemporánea en la Universidad de
Barcelona, y ha sido profesor visitante en muchas otras universidades: Nacional
Autónoma de México y Autónoma Metropolitana (México), de Buenos Aires, La Plata y Rosario (Argentina),
de La Habana
(Cuba), y de Trieste y Parma (Italia). Autor de más de una decena de libros, en
2005 ganó el Premio Anagrama de Ensayo con Las
malas pasadas del pasado. Director de la revista Barcelona Metrópolis, ha colaborado en diversos medios, como El País y La
Vanguardia , de España, y Clarín y La Nación , de
Argentina.
Ariel
Ruiz (AR): ¿Por qué escribir hoy un libro acerca del amor?
Manuel
Cruz (MC): Razones para hablar
del amor siempre las ha habido, pero yo creo que una buena razón para hablar
hoy del amor es precisamente por la especificidad del momento por el que
estamos pasando; quiero decir: no creo en absoluto que éstos sean los mejores
tiempos para el amor, sino más bien al contrario. Creo que las transformaciones
que hay en nuestra sociedad, en nuestro mundo, en nuestra manera de vivir, han
hecho que se haya puesta cada vez más cuesta arriba amar.
AR:
Al principio usted presenta un alegato para fundamentar la filosofía en el amor.
¿Por qué el amor hace posible la filosofía?
MC: Hay una especie de afirmación clásica que en
último término procede de Platón y Aristóteles que tiende a dar por descontado
que en el origen de la filosofía lo que hay es el asombro. Cuando se plantea esta
premisa, el problema es que la consecuencia es dar por descontado que si lo que
hay en el origen de la filosofía es el asombro, la respuesta ante éste es el
conocimiento, la razón. De alguna manera esta premisa posibilita o facilita una
concepción casi primordialmente racionalista de la filosofía y del pensar,
mientras que yo tiendo a pensar, junto con otros autores, que pueden ser
diversos los estímulos que hacen que el hombre arranque a pensar, que reaccione
frente al mundo. El asombro puede ser uno de ellos; por ejemplo, en los
clásicos griegos la desmesura de la naturaleza, clásico motivo de asombro. Pero
puede haber otros elementos que nos desafíen, y yo creo que el amor es uno de
los elementos que más nos mueve a pensar, porque es una de las experiencias más
abarcadoras que tiene un ser humano. Precisamente porque nos sacude por entero,
a primera vista puede parecernos incomprensible: el que se enamora por vez
primera se extraña ante lo que le está pasando.
En ese sentido, la experiencia amorosa es también
una experiencia que nos mueve a pensar.
AR:
Su recorrido histórico de la idea del amor va desde la Antigüedad clásica
hasta la sociedad posmoderna. ¿Hay algunas líneas de continuidad en la idea del
amor entre los filósofos en ese periplo de siglos?
MC: Sin duda. Podría poner como prueba de ello en
primera instancia lo más obvio, lo más espontáneo, y es el hecho de que
nosotros, cuando leemos las reflexiones de los clásicos sobre el amor o las
experiencias sobre el amor en la poesía clásica, nosotros tenemos la sensación
de que lo estamos entendiendo. Así que en algún sentido estamos hablando de lo
mismo; pero, por otro lado, también es evidente que hay formas y modulaciones
del amor en las que hay algunos cambios absolutamente radicales. Podemos poner
un ejemplo que es muy claro y simple: nosotros hoy entendemos la relación
amorosa en unos términos de igualdad entre los amantes, que en ningún caso se
daban en una sociedad de hace siglos. Hoy damos por hecho que la plenitud de
una relación amorosa entre hombre y mujer incluye toda una serie de aspectos
que en ningún caso en algunas generaciones anteriores se hubieran dado por
descontados. Por ejemplo, si hoy una pareja heterosexual tiene problemas y va
con un terapeuta a intentar que le ayude, muy probablemente éste les empezará haciendo
un tipo de preguntas que a nuestros abuelos y abuelas les hubieran puesto la
cabeza del revés: les preguntará a los dos si tienen una relación sexual
satisfactoria, si tienen orgasmos placenteros, si tienen una comunicación
intensa, si hablan de las cosas, si discuten, si no solamente se hablan sino si
se sienten comprendidos, etcétera.
Este tipo de cosas, que hace simplemente dos
generaciones no se daban por descontadas, son las que están probando que la forma
que va adoptando el amor, sin ninguna duda, cambia. Pero, obviamente, sigue
habiendo algo que subsiste y existen cosas que podemos describir, que sabemos
cuáles son y que son las que permanecen.
AR:
Veo en el libro que ha habido cierto menosprecio por la mujer en la relación
amorosa: por ejemplo, en la sociedad griega en la época de Platón, pero también
en la relación de Hannah Arendt y Martin Heidegger. ¿Se ha considerado a la
mujer, cuando menos hasta hace poco, simplemente como el otro de los varones?
MC: Sin ninguna duda. Pero cuando eso empieza a
variar es, evidentemente, en la modernidad, ya incluso en el caso de la
relación entre Lou Andreas-Salomé y Friedrich Nietzsche, cuando el amor ya
empieza a ser un elemento de fricción.
Pero aquello ocurría en la Antigüedad, sin
ningún género de duda. Hay una cita —apócrifa, obviamente— de Jenofonte, que
atribuye a Sócrates la frase: “¿Hay alguien con quien hables menos que con tu
mujer?”. Se entendía que la mujer era un ser absolutamente subalterno, y que el
tipo de relación que hoy nosotros esperamos de nuestras parejas, en la antigua
Grecia y durante muchísimos siglos, si acaso se tenían con otros varones, con
los jóvenes, pero en ningún caso con las mujeres.
Claro, esa posición de la mujer es la expresión
de una posición objetiva en la sociedad, no es sólo una posición ideológica; el
lugar subalterno que ha estado ocupando en la sociedad y por tanto en la
cultura la mujer ha durado durante muchísimos siglos, y de hecho todavía llega
hasta hoy incluso en sociedades desarrolladas.
La lucha del feminismo tiene que ver,
obviamente, con el hecho de que no se ha alcanzado, en absoluto, una igualdad.
Pero qué duda cabe que el modelo de relación amorosa en la que pensamos hoy,
cuando menos idealmente, es uno en el que a la mujer se le reconoce y se espera
de ella toda una serie de cosas. Quiero decir: el hecho mismo de que hoy un
varón pueda expresar como un elemento de crítica o decepción en su relación
amorosa, que su mujer o compañera no lo comprende, es la otra cara de la moneda;
es decir, está indicándonos que esa expectativa ya ha empezado a existir. En el
varón de hace un siglo, ya se daba por descontado que su mujer no lo iba a
comprender, por lo que no formaba parte de su expectativa amorosa.
AR:
El libro también comienza y termina con anotaciones acerca del amor homosexual
e incluso sobre paidofilia, que es en los casos de Grecia y de Michel Foucault.
¿Qué tanta legitimidad ha tomado el amor homosexual?
MC: Son dos temas distintos, apasionantes ambos.
En relación al amor homosexual está claro que Michel Foucault abre una
reflexión ciertamente muy interesante. Una de las razones por las que él
insiste en las virtualidades revolucionarias del amor homosexual es
precisamente porque piensa que en la medida en que no hay códigos heredados y que
es un modelo amoroso que está por inventar, en cierto modo podría nacer limpio
de, por ejemplo, lo que comentamos de qué es lo que ocurre con el modelo
patriarcal de la relación heterosexual, que arrastra vicios de subordinación,
de subalternidad, de dominio, de poder en todos los campos (incluido el sexual)
que lastran mucho la posibilidad de un amor heterosexual distinto, nuevo, a la
altura de los tiempos. Esto reaparece una y otra vez, y nosotros lo vemos en las
sociedades mexicana y española: en cuanto uno se descuida reaparecen los
comportamientos sexistas, incluso entre los adolescentes supuestamente educados
en el respeto hacia el otro sexo.
¿Qué es lo que dice Michel Foucault? Que en ese
sentido, en la relación amorosa homosexual, precisamente porque ha estado históricamente
reprimida, no hay tradición, no hay cultura, no hay vicios adquiridos y hay
posibilidad de empezar desde cero, empezar de una manera limpia y desprejuiciada,
y en ese sentido es en el que dice Foucault que la relación homosexual podría
ser un modelo para una nueva relación heterosexual.
AR:
¿Cómo han entendido los filósofos la relación entre el amor y la política?
MC: En este campo se podría simplificar mucho. Por
hacer una especie de esquema un poco tosco, habría dos planteamientos: uno
inequívocamente político, que es el de Foucault, quien en este sentido es un
teorizador, un precursor de muchos de los puntos de vista de las luchas de las
feministas y de los homosexuales. Debo señalar que esa esfera no es, como se ha
planteado la cultura tradicional, una esfera privada, sino que es una esfera
que transcurre en un ámbito privado, pero que es inequívocamente pública porque
es política, porque en realidad la sexualidad es un episodio de la construcción
social de la subjetividad, de los individuos. La sexualidad no es una esfera
íntima, a salvo, no contaminada; lo privado es público, ya que lo que tomamos
por íntimo es absolutamente universal, es tan construido como lo más público.
Entonces cuando Foucault empieza a llamar la
atención sobre las formas de sexualidad de la Antigüedad o de la era
contemporánea, lo que está mostrando es que los modos sociales de control de la
sexualidad son modos políticos de control de la subjetividad, y no tienen que ver
con una esfera íntima en la que nadie se puede meter, sino que desde el mismo
origen están expresando la estructura de la sociedad y las formas de dominación
sobre los individuos de la propia sociedad. Esto para Foucault es clarísimo.
Pero está el segundo planteamiento,
representado por Hannah Arendt, quien piensa exactamente lo contrario: el amor
es un territorio no político, es lo no político por excelencia. En la relación
amorosa los amantes se trasladan a un mundo propio, construyen una especie de
microcosmos absolutamente a salvo de cualquier contaminación, donde no puede
entrar nada; tan es así, dice Arendt, que no puede entrar ni siquiera el hijo.
Cuando éste entra, en ese sentido esa relación cerrada, el microcosmos de los
amantes se rompe, y si acaso, dice con una frase enigmática, tienen que volver
a reconstruir esa relación.
Es decir, que en el siglo XX han coexistido dos
puntos de vista: los de quienes querían pensar el amor como un territorio
absolutamente a salvo de la política, y quienes consideraban, como Foucault,
que era precisamente una herramienta privilegiada, por poco visible, de la
política.
AR:
¿Qué papel juega la sexualidad, el amor carnal en esta historia de la idea del
amor? Usted ya hizo una referencia muy clara a Foucault, pero hay ejemplos
contrarios, como San Agustín o el de Abelardo y Eloísa. Usted afirma que los
amantes no sólo se deberían jurar amor eterno, sino también deseo eterno. Es
donde usted hace la hermosa cita de André Gorz a propósito de su esposa de 82
años.
MC: El tema del deseo en la relación amorosa en la
historia del pensamiento occidental tiene varios puntos de inflexión claros.
Hay que empezar diciendo que en Platón la relación estrictamente carnal no es
algo que sea condenado como malo, sino que es algo que es condenado por
insuficiente. Lo que él dice es que aquella persona que en la relación amorosa
simplemente se quede en el goce del cuerpo de la amada no está haciendo
realmente todo el recorrido del amor; ésta pasa por allí y está bien, pero
tiene que ir más allá y tender hacia la belleza.
Es con San Agustín —al que no en vano llamaban
“el Platón cristiano”— cuando se introduce de forma feroz esa idea de la culpa
sobre el deseo, que es una idea que tutela buena parte del pensamiento
occidental. Hoy, en nuestros días, habría que decir que eso ya ha ido variando
de una forma clarísima, y eso tiene que ver con lo que hablábamos de Foucault.
Hasta hace relativamente poco, en sociedades
muy influidas por el catolicismo, como la española y tal vez la mexicana, hasta
los años sesenta y setenta había una expresión que utilizaba la gente más
conservadora y católica cuando hablaba de los jóvenes: “Es un joven muy sano”.
¿Qué querían decir con esta expresión? Que no estaba contaminado por la
sexualidad, que no pensaba en el sexo; a eso equivalía ser sano. ¿Hoy en día
qué expresión utilizamos? “Tiene una sexualidad sana”. Es decir, aceptamos abiertamente
la sexualidad, pero la tipificamos como sana, frente a otra sexualidad que
sería la insana, por ejemplo la pedofilia, que sería lo insano, la perversión,
el vicio. Pero ¿qué significa eso? No significa que antes viviéramos en una
represión absoluta de la sexualidad y ahora vivamos en la liberación de la
sexualidad. No, significa que las normas con las que se rige la sexualidad se
han ido desplazando, han ido variando y han ido haciéndose más abiertas
—aparentemente.
AR:
Creo que un problema que atraviesa las relaciones de pareja en los casos que
usted toma, como los de Friedrich Nietszche y Lou Andreas-Salomé, Jean-Paul Sartre
y Simone de Beauvoir , y Hannah Arendt y Martin Heidegger es el de la libertad
individual. En ese sentido, ¿el amor limita la libertad, la autonomía
individual, el ser dueño de sí mismo?
MC: Sin ninguna duda. Yo creo que en esto Sartre
hace unos planteamientos que están muy bien, cuando él hace referencia a esta
necesidad que siente el enamorado (y valdría también para la enamorada) de
apropiarse de la libertad del otro, y que el otro acepte libremente perder su
libertad. Esto me parece extremadamente interesante porque nosotros podemos
encontrar en Lucrecio expresiones análogas de que el amante lo que quiere es
quedarse con la libertad de la amada; pero no decía la segunda parte, y es que
la amada aceptara libremente dejar de ser libre. Esta paradoja, “libremente
dejar de ser libre”, Lucrecio no la contemplaba. ¿Por qué? Porque vivía en una
época en la que se daba por descontado que la mujer no era libre, sino que
tenía que ser fagocitada por el amor del hombre.
En el siglo XX la reflexión de Sartre y varios
autores es que es claro que hay una renuncia a la libertad. Lo que constituye
al amor es precisamente la manera de asumir esa renuncia.
Ya sé que había muchos planteamientos románticos
o romanticoides que han visto esto como una limitación; por ejemplo, Sören Kierkegaard
cuando habla del estadio estético y del estadio ético del amor. El primero es
el estadio juvenil, bohemio, de la absoluta disponibilidad, de estar siempre
preparado para el amor con quien sea, cuando sea, donde sea y como sea. Después,
el estadio ético implica expresiones hoy un poco en desuso —hay que reconocerlo—,
como compromiso, por ejemplo. Pero es evidente que en una relación amorosa, sin
ninguna duda, hay renuncias. Lo que hay que determinar es cuáles son esas
renuncias, en nombre de qué y qué forma adoptan. Pero por definición las
incluye.
AR: Usted
hace algunas anotaciones sobre los casos de De Beauvoir y de Arendt, y las
relaciones que sostuvieron con Sartre y con Heidegger, respectivamente. Una de
ellas es que el amor las llevó a ciertas incongruencias con sus propias ideas.
MC: En el caso de Simone de Beauvoir lo veo
extremadamente claro, y en el de Arendt también, pero por otros motivos. El
primero lo prueba o lo acredita la relación que ella tuvo con Nelson Algren, el
escritor americano al que ella llamó su “amor trasatlántico”. Es curioso,
porque cuando conoció a este hombre ella tuvo una relación no solamente emotiva
sino también sexual, y reconoció que, por vez primera, a ella le salió una
especie de ramalazo monógamo que no le había aparecido nunca; por eso hace un
momento yo te decía lo importante que es no la renuncia, sino en nombre de qué se
renuncia. Es muy llamativo en nombre de qué Simone de Beauvoir no continuó con
este relación: bueno, en nombre de la relación que tenía con Sartre, pero sobre
todo en nombre de la posición que ella tenía estando con éste: ella lo que no
quiere es renunciar a todo lo que esto significa —su vida en Francia, su
posición destacadísima como intelectual europea, etcétera—, o cuando menos en
principio los indicios son esos.
AR:
Eso a pesar de que Sartre también tenía una relación fuerte con Dolores Vanetti.
MC: Sí. Bueno, Sartre mantuvo relaciones con
muchísimas mujeres; en aquel momento, efectivamente, la coincidencia es con esta
mujer. Da la sensación, por lo que nosotros sabemos reconstruyendo su
correspondencia, que esa especie de pacto o contrato que le propuso Sastre a
Simone de Beuvoir fue un acuerdo que a ella le resultó mucho más difícil de
sobrellevar que a él. Él parecía llevarlo con una especie de desparpajo enorme,
no parecía crearle un gran problema, mientras que a ella sí parecía
provocárselo, ya que parece que el caso de Algren sí se lo creaba. Esto, por el
lado de Simone de Beauvoir.
El caso de Arendt es de una intensidad
dramática e histórica mucho mayor: hablamos del encuentro y el reencuentro
entre un filósofo nazi y una filósofa judía, antes y después del Holocausto.
Esto es extremadamente importante, porque ha habido muchos y muchas arendtianas
que han intentado desactivar esta relación, rebajar su importancia y tipificarla
como la mera fascinación de una joven estudiante destacada ante un joven
profesor de prestigio. Hasta el año 1930 eso se puede aceptar; pero lo que
ocurrió fue un reencuentro, que se produjo en 1950, después de que Arendt había
sido detenida por la policía francesa, internada en un campo de concentración, y
que había tenido que huir a través de Francia, España, Portugal y Estados
Unidos. Había conocido los errores y los horrores del nazismo. Sin embargo, después
de eso, en 1950, cuando Heidegger había sido expulsado de la universidad por su
pasado nazi, la primera vez que ella fue a Alemania lo buscó y nunca dejó de
mantener una relación con él.
Allí creo que hay un elemento trágico: si Simone
de Beauvoir siempre salió en la foto —por utilizar esta expresión coloquial— al
lado de Sartre, y se benefició de la luz pública que emanaba de éste, con
Arendt ocurría lo contrario: ella se tuvo que labrar su propio prestigio. Pero
al mismo tiempo era evidente que Heidegger era uno de los grandes filósofos del
siglo XX, y para ella era extremadamente importante no sólo haber sido
interlocutora de Heidegger, que ya lo había sido en la primera etapa, sino ser
luego reconocida como filósofa por éste, y probablemente ésa era la diferencia.
Pero Heidegger siempre quiso tenerla en ese papel, en el fondo subalterno, que
es decir: “Tú eres mi musa, tú eres quien me ha inspirado, tú eres quien mejor
me ha leído”; pero él nunca aceptaba ser interlocutor de ella, ser su lector.
Solamente una vez hizo un comentario de La
condición humana, casi protocolario: “Está muy bien, está muy interesante”,
y poca cosa más. Hubo una electricidad en el caso de Heidegger y Arendt por
establecer esa especie de relación de igual a igual; pero claro, fue una
relación muy tensa, complicada, muy difícil, porque los dos conocen lo que
significa la soledad del pensamiento. Son dos grandes pensadores que saben que
el pensar es la actividad solitaria por excelencia; necesitan más la compañía de
alguien con quien puedan compartir el pensar.
La relación entre Heidegger y Arendt, en ese
sentido, es una relación que tiene la dimensión del vértigo del pensamiento
extremadamente fuerte, una especie de electricidad de los espíritus, que
aparece con una claridad, con un deslumbramiento que quizá no se dio tanto en
el caso de Sartre y de Simone de Beauvoir.
AR:
Hay una imagen que usted menciona, que es la de la última noche que en un lecho
pasó Simone de Beauvoir con el cadáver de Sartre. ¿Qué significado le atribuye
usted a esta imagen?
MC: A mí la imagen que me parece más potente del
libro, lo reconozco, es la imagen de Sartre y de Simone de Beauvoir, y creo que
hay un elemento muy auténtico y muy veraz: cuando uno ama, también ama al
cuerpo del otro. No se puede experimentar ningún tipo de reacción de rechazo o de
temor, aun cuando en ese cuerpo ya no haya vida. Es decir, cuando alguien no ha
vivido la experiencia de la muerte de un ser querido, y lee esto por primera
vez esta anécdota, como a mí me ocurrió hace muchos años, le parecerá una
anécdota casi macabra. Años después, y por razones que no hacen al caso, la he
entendido perfectamente, y comprendo que cuando alguien ama a otro, también ama
a ese cuerpo, incluso lo que quede de ese cuerpo, pues uno ha de amar hasta los
restos mortales. Y sería contradictorio con el amor mismo que eso no se diera.
AR:
Al final del libro usted menciona que hay un cuestionamiento del mundo
posmoderno a la herencia de la idea del amor. ¿En qué consiste?
MC: Creo que si lo tuviera que simplificar
radicalmente, diría que tiene que ver con la crisis del concepto de sujeto y de
subjetividad. Es decir, ese estallido del sujeto, ese defender la idea de la no
existencia de la identidad, de decir que en realidad no somos más que un haz de
sensaciones, impresiones y estados, que es la actitud típica del pensamiento
posmoderno, de alguna manera imposibilita la relación amorosa. Está muy bien
para hablar de la pasión, de la experiencia amorosa más fugaz, vernos como
seres que nos disolvemos en la experiencia amorosa, que no sabemos quiénes
somos y que no somos más que un agregado de impresiones, recuerdos, etcétera.
Pero a eso no se ama: uno ama a una persona con una identidad, y eso es lo que
la posmodernidad no quiere pensar. No quiere pensar en términos de sujeto ni de
personas.
AR:
Una pregunta anecdótica para el caso de México: al inicio del libro presenta
usted tres epígrafes, uno de ellos un fragmento de la canción de Álvaro
Carrillo conocida como “La mentira” o “Se te olvida”. ¿Por qué la incluyó?
MC: He de confesar que tengo una debilidad
personal por los bolerazos, porque creo que introducen también una especie de
elemento de duda, de temor, que es también muy característico del amor: no hay
enamorado feliz del todo. El enamorado siempre tiene miedo, pero ¿a qué le tiene
miedo? A perder el amor. En este sentido, los boleros han tematizado el
desamor, que es siempre lo que está amenazando al amor mismo.
En todo caso, ya que esta es una entrevista para
México, espero que este libro encuentre allá lectores, porque por mi
experiencia viajando a ese país y por mis amigos mexicanos, creo que allá sobrevive
una cultura del amor que, sinceramente, en muchos momentos me parece
envidiable.
*Entrevista publicada en Replicante, febrero de 2012.
1 comentario:
Saludos!! Te escribe Victoria Carrasco, Directora de la Estación de radio por internet de corte filosófico "Radiosofando"; esta muy interesante tu entrevista, si la tienes en audio y si así lo deseas, puedes enviarnosla en formato MP3 para que la subamos a la transmisión habitual de neustras dos emisoras: www.radiosofando.com y www.radiosofando.com.mx
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