miércoles, junio 19, 2013

La mexicanidad: entre el resentimiento y la solidaridad. Entrevista con Leonardo da Jandra


La mexicanidad: entre el resentimiento y la solidaridad
Entrevista con Leonardo da Jandra*
Por Ariel Ruiz Mondragón
La discusión acerca de la identidad de los mexicanos continúa siendo intensa y desde los más diversos enfoques. Actualmente, ante el asalto de las tendencias globalizadoras y las visiones tradicionales, se están buscando caminos para definir nuestro enigma identitario frente a los retos contemporáneos, y de esa manera poder proyectarnos de mejor manera para enfrentar los desafíos planetarios que nos plantea el futuro.
Más allá de los viejos estereotipos y desde el ámbito del pensamiento fuertemente enraizado en la filosofía y la historia, Leonardo Da Jandra (Pichucalco, Chiapas, 1951) aporta su versión de la identidad de nuestro país en su libro La mexicanidad: fiesta y rito (Oaxaca, Almadía, 2012), en el que expone la tesis de que esos dos elementos, estrechamente vinculados, son “lo que define el ser más duradero y profundo de la Hispanidad y, por ende, de la Mexicanidad.” Además, agrega que lo que suceda en México y en Hispanoamérica es lo que “determinará el curso no sólo de la Hispanidad sino de la Cristiandad toda”.
Sobre este libro Replicante conversó con Da Jandra, quien realizó estudios de Filosofía en Santiago de Compostela y en la Universidad Complutense de Madrid; posteriormente cursó el doctorado en Filosofía de las Matemáticas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Ganador del Premio Nacional de Literatura IMPAC, es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte y autor de más de una docena de libros.
 
Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué escribir y publicar hoy un libro como el suyo? ¿Por qué volver hoy al problema de la identidad del mexicano, incluso llegando a hurgar en la propia hispanidad, como es su caso?
Leonardo Da Jandra (LJ): Hay culturas que no se han hecho un conflicto con su identidad porque carecen de un pasado mítico. El caso de México y de la mexicanidad es justamente lo opuesto: es una cultura que está enraizada en una mitología que, para sobrevivir al embate lineal de la historia, se ha hecho arte, el que ha desbordado el comportamiento cotidiano de los mexicanos. Lo vemos en nuestra gastronomía, en nuestras fiestas, en nuestros ritos.
Entonces, cada vez que el mexicano se inferioriza ante una expresión cultural que enfatiza lo tecnocrático sobre lo estético recurre a su identidad, y la confronta y la contrasta, y suele ser (y uso una metáfora un poco vulgar) una herida abierta que continúa supurando.
Yo creo que la identidad es un proceso histórico; tiene que alcanzar su máximo y tiene que desaparecer, porque, como diría el doctor Johnson, no podemos pasar por alto que la identidad ha sido el refugio no sólo de los sinvergüenzas sino de los políticos perversos. Cuando los políticos se sienten exhibidos ante su sociedad y la sociedad los percibe en su dinámica corruptora y perversa, entonces recurren a este concepto de nacionalismo identitario para asegurar su permanencia en el poder.

AR: Aunque usted trata con muchas pinzas el nacionalismo a lo largo del libro. Por otra parte, ¿de alguna manera la idea de hispanidad que usted defiende podríamos calificarla como antimoderna? Digo esto en tanto usted llega a confrontarla con los valores de la Ilustración, la razón, la producción, la técnica e inclusive la ciencia.
LJ: A mí el término modernidad no me dice nada, francamente, porque todas las presentanidades pasan por ese proceso de modernización. Prefiero usar un término que me produce otras inquietudes y que tiene mayores posibilidades de apertura: yo creo que la identidad es antievolutiva más que antimoderna, y con ello quiero enfatizarla como un refugio permanente de un complejo que va de la inferioridad al resentimiento y que potencia más la víscera que el intelecto.
La identidad no es el refugio de la inteligencia sino de la emoción, de la relación del hombre con la tierra, no con el cielo. Y creo que al mismo tiempo que produce orgullo también produce ceguera, al mismo tiempo que potencia también lastra. Por eso digo que es un fenómeno histórico, y que cuanto más rápido las culturas superen esa identidad, más posibilidades tienen de ejercer un papel protagónico en el contexto planetario.
Yo creo que la identidad mexicana, que es una de las identidades más fuertes que existen, está lastrada por una cantidad de negatividad infinita, por decirlo así. Pero hay que entender también que es una de las pocas opciones que tenemos frente al embate global.
Entonces, estamos en esa dualidad, como un dios bifronte: por un lado está la luz, por el otro la oscuridad; por un lado está el “como México no hay dos”, pero por el otro está el que necesitamos ya dejarnos de ese “como México no hay dos” de corrupción, perversión, suciedad, miseria y decadencia, y acceder a un Primer Mundo digno, tecnologizado, racionalizado. Es esa dualidad la que vive el mexicano.

AR: En ese sentido, ¿cómo es la mezcla de las dos excesividades de las que usted habla, la española y las de las antiguas culturas prehispánicas, y que, creo, fundamentan muchos de los aspectos negativos que usted menciona?
LJ: Aquí recurriría a un planteamiento teórico. De un tiempo para acá vengo trabajando en la teoría de los complementarios, que pretendo que es una opción sustitutiva de la teoría de la contradicción hegeliano-marxista. Yo no percibo que el hombre y la mujer, el obrero y el empresario, el ciudadano y el gobernante sean opuestos y confrontativos. Yo creo que si ambos desempeñan la función genuina para la que existen deberían ser complementarios. Entonces, la cultura española y la cultura mesoamericana son culturas genuinamente complementarias, porque han sufrido el embate de múltiples otras culturas; es decir, España es un resultado de una mescolanza inverosímil desde los tiempos míticos hasta los históricos, y hay un punto de discontinuidad radical que es la parte religiosa.
Los aztecas, sobre todo, que fueron la expresión más tardía de las culturas mesoamericanas, eran demasiado violentos, y llevaron su violencia como cultura nomádica guerrera a su panteón divino; entonces, los dioses aztecas son igual de sanguinarios que los guerreros aztecas. Y en el caso de los españoles, hay que entender que en el momento en que se da la conquista el aparato religioso usufructuaba casi el 80 por ciento del ingreso del país, y era una costra parasitaria, como un sudario; pero éste, al mismo tiempo, tenía sobre sus espaldas un gran foco de luz que era el dios amoroso que perdona y salva, frente al dios del Antiguo Testamento, que castiga y juzga. Eso hizo muy atractivo para la cultura mesoamericana, que estaba acostumbrada a los sacrificios, al autoflagelo y a dioses sangrientos, a este dios de amor que perdona y se sacrifica por los demás.
Entonces, allí es donde se dio el gran núcleo confrontativo pero, al mismo tiempo, con una posibilidad enorme de riqueza, porque la religión no sobrevive en las castas privilegiadas, sino como la cultura de los estamentos sociales más bajos. Las culturas siempre tienden a ser asimiladas desde arriba para abajo, no de abajo para arriba. Por ejemplo, nosotros lo vemos muy claramente en nuestras clases elevadas, que son las que primero se globalizan, se desidentifican, y queda nuestra identidad en ese remanente de barbarie. Lo mismo sucede con la espiritualidad.
Allí es donde se dio esta complementación entre estas dos culturas, que fue muy distinta a la que se dio, por ejemplo, en Estados Unidos, donde no hubo mestizaje, y aquí sí lo hubo. Entonces, una de las características fundamentales de la complementación es la interrelación, el mestizaje.

AR: De alguna manera, la idea de la raza cósmica…
LJ: Sí, de José Vasconcelos.

AR: Me llama la atención esto, porque en el libro hace menciones de las condiciones sociales en España y en las culturas prehispánicas, y también durante la Colonia y durante la Independencia con la división en clases y en estamentos. ¿Esas condiciones sociales cómo han influido en la definición de la mexicanidad? Porque también en el libro se aprecia un choque con las elites, que querían controlar las fiestas…
LJ: Bueno, hay que entender que la guerra santa y el concepto de casta son semíticos; fundamentalmente están enraizados en una cultura como la hebraica, que tiene una alta autoestima y un sentido muy decantado de la diferencia hacia el otro, con el otro.
Las peores formas de segregación que hay son las religiosas, porque se entiende que religar es unir; entonces, si desde allí se separa ya comienza a generarse una brecha social muy acentuada. Y luego también hay que ver lo que sucedió con la pureza de sangre, que es una de las características de la guerra santa, y cómo permea el concepto religioso a la determinación biológica: ya se comienza a ver cuál es el pasado de una persona, a ver si en su árbol genealógico hay alguna contaminación de sangre, y esta idea ya se extiende a tal nivel que permea todo el estamento social. Entonces, si una persona tiene contaminación de sangre, ya es impura y por lo tanto ya no puede tener acceso a los estamentos de poder que exigen pureza de sangre.
Esto viene acá, como lo vio muy bien el padre José Antonio Gay en la historia de Oaxaca: los indígenas se aficionaron al pleito al ver que los españoles pleiteaban permanentemente entre ellos. ¿Por qué el mexicano es tan pleitista y pelea por todo? En Oaxaca, que en este sentido es, como en muchos otros, el corazón identitario de México; es increíble la mala vecindad que hay y al mismo tiempo el delirio permanente por estar pleiteando.
Oaxaca tuvo una doble fundación: la del marquesado, con Cortés, y la del centro de Oaxaca, que es en donde están la Catedral y el Zócalo con los comerciantes artesanos. Los indígenas vieron que todo lo resolvían allá, con el Emperador en España, y que eran pleitos y pleitos. A partir de allí viene ese afán pleiteador del mexicano, que pelea con su sombra ya que necesita estar peleando con alguien.
Pero, como genera peleas gratuitas, las pierde, y luego se inferioriza al perder; esto es lo que estudió Samuel Ramos. Se pone metas que no puede lograr, que ya vienen de principio con el estigma de la derrota, y luego se asume como un ser derrotado; entonces se inferioriza y viene toda esa especie de crucifixión, de calvario, de la degradación del “soy un chingón” al “soy un pendejo”.

AR: O un “chingado”.
LJ: Sí; bueno, no dije “hijo de la chingada” por no caer como Octavio Paz.

AR: A usted no lo convence ese asunto de “la chingada”, como lo dice en el libro.
LJ: No. Lo que no podemos hacer es asimilar un complejo de culpa en base a determinaciones históricas y genéticas que no tienen que ver con nuestra presentanidad. Es decir, si mi abuelo o mi padre fue un asesino, yo no tengo por qué cargar con su culpabilidad. Ése fue uno de los grandes defectos de Pablo: que metió el complejo de culpa en el cristianismo; Cristo jamás tocó ese complejo del pecado original, que es un invento de Pablo y que se lo cargó a la mujer, Eva, porque era misógino. Cristo estaba rodeado de mujeres, tenía 70 sacerdotisas que lo acompañaban en sus giras; en cambio, Pablo expulsó a la mujer, impuso el celibato y, además, impuso el estigma de la mujer como dinámica pecaminosa (esto es muy importante entenderlo), y de allí se extrapola toda esta dinámica del complejo de culpa: nuestros primeros padres cometieron la culpa original, entonces nos chingamos todos.
Eso es muy dado a asimilarlo el mexicano: tener complejo de culpa y siempre empieza por deslindarse: el gachupín que viene y nos chinga, y luego es el cabrón francés, después el gringo, posteriormente los marcianos. Siempre hay alguien que va a chingarnos. Yo le quito eso porque Octavio Paz lo enfatizó demasiado con la Malinche; Paz no entendió bien esto a pesar de que fue un hombre luminoso. La Malinche no era aliada de los aztecas, sino que los aztecas eran enemigos de la Malinche; ella salió con los enemigos de sus enemigos y no traicionó para nada a los aztecas, porque no eran su causa; al contrario, eran una causa contraria a ella.
Entonces, no es la hija de la chingada que nos traicionó, que se fue con el conquistador y que por lo tanto nos dejó un estigma y todos somos hijos de esa chingada. Ése es un rollo poético-metafórico que funciona en ese nivel nada más, porque a nivel histórico es una ruindad. Desde el punto de vista del pensamiento, el mexicano no es hijo de ninguna chingada; el mexicano ni siquiera tiene el estigma de lo que hicieron las generaciones pasadas. Debemos quitarnos ya eso de que el mexicano es flojo, traicionero, huevón, pendenciero, y compararlo con el norteamericano trabajador, serio, metódico. Esos son procesos que no se pueden generalizar, definitivamente.

AR: Pero a este seudomito, como usted le llama, opone la imagen de la Virgen de Guadalupe que es, como usted dice, “la creación más luminosa de la Colonia”.
LJ: Bueno, yo sí creo que por supuesto que es un invento, pero partamos de la base de que todo lo que pueda hacer el ser humano es defectivo, es finito y no puede abarcar lo infinito; entonces, a mí no me interesa discutir en lo más mínimo sobre la condición histórica del mito de la Virgen de Guadalupe.
Lo que me parece fundamental es su papel en el contexto del padre universal, hijo creador y espíritu materno; representa el espíritu materno en la cultura mexicana. No sólo hay que entender aquí el culto a la tierra, a la diosa madre dadora de vida, sino también de protección: es la madre la que ha sido asimilada de las culturas mesoamericanas hasta la llegada de una cultura patriarcal autoritaria. Los españoles trataron de imponer, primero, al numen que es para ellos el estandarte de la expulsión de los árabes, que fue Santiago Matamoros, y no funcionó; quisieron imponer a san José como patriarca, y tampoco pudieron. Los españoles eran patriarcalistas autoritarios y guerreros.
Aquí había una cultura muy arraigada, muy apegada a la tierra, y las culturas de la tierra han sido las genuinamente creadoras del matriarcado. Pienso en Démeter y Perséfone, en Isis y Osiris, Atis y Cibeles, y Cristo y María. Siempre el hijo que se sacrifica, el héroe, la semilla que va al inframundo, rebrota y trae la vida y el sustento, ha estado relacionado con ese halo de protección. Entonces, el mito más importante de la mexicanidad es justamente esa relación entre Guadalupe, el mito colonial, y Tonantzin, la sagrada madre que sigue vigente. Jamás le va a doler a un mexicano que le digamos “Ve a chingar a tu padre”; pues sí, ¿y a mí qué? Pero que le digas “chinga a tu madre” es guerra. Lo tenemos y ya es casi como un fenómeno de filogénesis asimilado a nuestras células a partir de la cultura.

AR: Cuando usted habla de tres notorios exponentes de la búsqueda identitaria mexicana como Samuel Ramos, Octavio Paz y Guillermo Bonfil, pone mucho acento en el carácter de la negatividad, esa construcción de la identidad a partir de negaciones. ¿Por qué generalmente para definir al mexicano se destacan los aspectos negativos?
LJ: Aunque hay otras imágenes; por ejemplo, ahora está vigente la de Roger Bartra, que es ese ser anfibológico, dual: el ajolote. Pero lo que pasa es que estas visiones son de la herida abierta (como yo les llamo), desde el resentimiento, y resentir es sentir dos veces. Entonces, cuando uno resiente necesariamente le da determinación a las vísceras sobre el intelecto, y la víscera secreta, inevitablemente, negatividad; es un aparato digestivo destructivo degradativo. La sustancia que se va decantando de eso suele ser un remanente de resentimiento, de odio, de rencor, de “¿por qué yo no pude ser lo que quiero ser?”, y se busca la culpa en el otro. Si se hiciera el examen de autoreflexión, no se tendría que estar clamando ni se tendría que abrir la herida; pero el abrir la herida es como un grito, como una manifestación de presencia en el mundo como negatividad: “Yo soy esta herida y exijo que se me reconozca como tal”. Ocurre como con estos “escritores malditos” que hacen de la autoexclusión su forma de creatividad. Entonces, el mexicano ha hecho del resentimiento su forma de sentir la historia. Pero creo que esto ya está pasando esto; era un sarampión, un proceso histórico inevitable, y no es cuestión de decir si es malo o es bueno.
Yo creo que la historia no evoluciona en línea recta; se pueden dar saltos para atrás, para adelante, en fin. Lo que hay que tener presente es que las culturas que no tienen un pasado fuerte tienen muy pocas posibilidades de competir en el ámbito futuro, y la mexicanidad tiene un pasado muy fuerte; pero ese pasado ha estado, fundamentalmente, determinado por mucha víscera, mucha negatividad, mucho resentimiento, mucho odio. Ya es tiempo de que dejemos de mirar hacia atrás; no le echemos la culpa a nadie y reconozcámonos como lo que somos, con nuestros límites.
Es como nos lo señala la Olimpiada, que para mí es un escaparate genial, porque no es que el mexicano no tenga posibilidades genéticas de triunfar; lo que pasa es que no hemos tenido la visión, desde la perspectiva de gobierno, para dedicarle al deporte y a las juventudes el dinero, la energía y la sabiduría necesarias para forjar competidores y ganadores. No lo hemos hecho, y entonces decimos “es que no ganamos”, “es que somos de la chingada”. En la medida en que no se asimile que sin método, sin racionalidad y sin sacrificio no hay logro, no vamos a lograrlo, aunque habrá chiripas, como ha pasado hasta ahora con nuestra cultura.

AR: Ahora quisiera que nos destacara algunos de los aspectos positivos de lo que son la hispanidad y la mexicanidad. En el caso de la primera lo veo muy claramente donde usted habla, por ejemplo, de la disciplina y la idea del sacrificio.
LJ: Hay una diferencia básica: en los orígenes de la civilizaciones hay tres grandes derivas, que son: la guerrera nomádica, que no enraíza en nada y va detrás del sustento, sea recolección o matanza de animales, y tras los animales de acuerdo a la determinación climática; la pastoril, que ya es la domesticación del animal, que significa un gran paso adelante, y que es la forma más genuina de interiorización de la mujer, que es vista como un vientre más, y que son las culturas semíticas; luego viene la gran base de las culturas que es la agricultura, que es cuando se domestica la espiga y surge la religiosidad fundamental. No hay ningún proceso civilizatorio que no se haya hecho en base a la agricultura.
Pero España no era una cultura agrícola; es una cultura que fue sometida constantemente a invasiones de guerreros: los cartagineses, los romanos, las oleadas germánicas y los árabes. Aunque hubo un momento en que la migración semítica de judíos y árabes hizo que los segundos se encargaran de las huertas y los primeros de todo el aparato comercial, financiero y parte de la naciente ciencia, sobre todo la medicina. Pero la cultura del hidalgo español era guerrear, era la espada, darle vuelta a la espada y convertirla en cruz cuando le convenía.
Pero la cultura mesoamericana es una de raigambre agrícola, fundamentalmente; cada 20 días había una fiesta de agradecimiento a la naturaleza por la vida, y todo en base al maíz; entonces, le llamaban la fiesta de las veintenas. Ese contacto y esa sacralidad del mexicano con la tierra es una de las características de su posibilidad de supervivencia frente a una cultura profana, como la angloamericana. El hombre que se separa de la naturaleza se profana, se vuelve superficial, arrogante, engreído, y el mexicano sigue arraigado a la tierra.
Entonces, en el cultivo de la tierra es en donde está la forma más pura de humanismo y de religiosidad, y ése es uno de los grandes dones que tiene el mexicano a través de toda la historia: la relación íntima con la tierra.

AR: Quisiera que habláramos del aspecto político; por ejemplo, usted menciona que una de las herencias más nefastas de la conquista fue que nos trajo el poder y todas sus perversiones. Políticamente ¿cuáles han sido los efectos de la hispanidad y la mexicanidad? En España había reyes y tiranos, y aquí había gobiernos que algunos han llamado despóticos. ¿Cómo han ayudado esas herencias en la conformación de la mexicanidad?
LJ: Pues en realidad no han ayudado. Paz lo vio muy claramente cuando notó la diferencia entre la Reforma en Estados Unidos y la Contrarreforma acá. El conquistador español que llegó acá venía demasiado lastrado por siglos de intolerancia política y religiosa. El aspecto más oscuro que trajo la hispanidad aquí fue la Santa Inquisición, que para mí es la Maldita Inquisición, porque no es nada más la imposibilidad de tener un pensamiento religioso propio, no es la coerción total de cualquier expresión ideológica, sino la carencia de libertad, y no puede fructificar el ser humano en condiciones de cautiverio. Por momentos la adversidad te potencia, pero una adversidad que se prolonga y se hace colectiva condena a la sociedad a la caída inevitable. ¡Fuera intelecto!, ¡fuera capacidad de ejercer el libre albedrío!, y llegó la contraparte: el sometimiento. Entonces, se condenó al nuevo ser, que es engendro de todas estas culturas y estas mezcolanzas, a algo que ha sido pernicioso y que ha alcanzado su máxima expresión nociva en el político, que es la ladinidad. El hacerte ladino: ver la manera de estar siempre saltándote las trancas, de darle la vuelta a las leyes, de evitar la constitucionalidad, de dar a la razón todos los retorcimientos necesarios para beneficio propio.
Entonces, no hay respeto, no hay convivencia cívica. ¿Qué triunfa? La astucia: el animal de colmillo y garra; regresamos a la pradera y viene el fingimiento, que es una de las características que hay que entender que posibilita el arte, porque el arte es una forma de enmascarar la realidad. Este enmascaramiento del mexicano ha alcanzado su forma más perniciosa en la política: el político mexicano vive en permanente carnaval; la carnavalidad se caracteriza por la transgresión de todos los valores, y no sabemos si los que están gobernando son estos pordioseros que andan en la calle o son realmente los reyes que tienen un estamento divino. Como que fluctúan entre estos ámbitos hasta que, gracias a los medios, vemos su verdadera dimensión: que son personajes ruines que tienen la característica de mendigos, porque están pidiéndonos permanentemente nuestros impuestos pero en su propio beneficio. Como divinidad: la característica de la divinidad es dar; la del político pernicioso es robar, quitar, que es muy distinto.
Gracias a los medios los mexicanos van comprendiendo la ruindad del poderosos, del hombre que está en el poder, del que toma las decisiones y ejerce una desconfianza generalizada, y eso se transmite de arriba para abajo: desconfían del gobernante, de los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Entonces, buscan enmascararse frente a esos poderes para que no les llegue su sombra; pero en su propio microámbito, desde su hogar ejercen también esa ladinez: entonces, engañan a su mujer, ejercen el despotismo con sus hijos, llegan al trabajo y fingen que trabaja y se joden al que está abajo, le dan las nalgas al que está arriba… En fin.
De allí viene toda esta perversión.

AR: Pasando a la revisión histórica que usted hace de la mexicanidad, hay una visión muy crítica de los líderes de la Independencia, de la Reforma y el Porfiriato ¿Las élites políticas, en su afán de modernidad, de progreso, han atentado contra la identidad mexicana, la mexicanidad?
LJ: No podemos ser tan desagradecidos con estos personajes; lo que ocurre es que pienso que debemos ser críticos y rigurosos en la medida de la significación histórica de los personajes que acometemos. Una de las perversiones más grandes que tenemos en México es la “procerofilia”: sacrificamos a los creadores en vida y una vez muertos les ponemos sus nombres a las plazas, les levantamos monumentos, les rendimos homenajes, les dedicamos libros. Lo vemos ahora, cuando una generación que es incapaz de enfrentar su destino se dedica (como pasa con la mayoría de los literatos actuales) a reescribir la vida de los próceres pasados; a mí eso ya me trae hasta la coronilla. Que los próceres descansen en paz, ¡muera la procerofilia!
En Oaxaca eso es terrible: todos, cualquier déspota que llega, desde Ulises Ruiz hasta el pobre Gabino Cué, quiere ser Benito Juárez. Y ves un personaje como Vasconcelos, que no tiene ni una biblioteca, ni una casa, ni una calle, nada. En cambio, hasta Porfirio Díaz, con lo que significa históricamente, es celebrado, homenajeado. Por eso yo enfatizo la crítica a estos personajes, pero yo no creo que hayan sido antimexicanos ni mucho menos.
Lo que pasa es que era un México que estaba realmente en la periferia de la periferia; entonces, desde allí no tenían una visión, no había lecturas, no tenían conocimiento de otros procesos históricos para poder establecer una pauta de relacionalidad con lo que sucedía aquí. Entonces Benito Juárez dijo: “A ver, yo vengo de lo más bajo: el estamento indígena perseguido, desplazado. ¿Cómo subí yo? A partir de todos estos procesos de incorporación a un sistema que no era el mío, a una cosmovisión que no era la mía, pero es la que está vigente, la que está en el poder. Yo pude llegar; si yo pude llegar, ellos también tienen que llegar”. Pero si, en lugar de abrir con claridad esta vía de acceso, de superación, la rompo y digo: “No, hay que recuperar las cosmogonías indígenas”, entonces quedo en el pasado. Y esto es lo que querían evitar.
Había este concepto mal entendido de modernidad y de progreso a ultranza. Entonces, el indígena representaba el pasado oscuro, había que dejarlo atrás a como diera lugar, y de allí la apelación a Europa, que se derramó por Estados Unidos. Se decía que desde los Pirineos para abajo todo era África. Entonces Europa fue lo que llegó de Inglaterra, Irlanda, y todo eso se fue a Estados Unidos, lo que dio origen a la gran polémica: ¿por qué allá sí hay desarrollo, evolución, industria, tecnología, una constitucionalidad que se respeta, y en México no? ¿Quién carajos tiene la culpa? Pues el indígena. Siempre hay que buscar un culpable. Entonces, estos próceres, en lugar de valorar ese pasado como todo un sustrato identitario, de darle la necesaria autonomía que requerían esas expresiones para enriquecer el todo, las censuraron, las reprimieron, y todo lo que reprimes, como sucede ahora con la mentada droga, es incentivado.

AR: Al final de uno de los capítulos dice usted que hay que voltear más allá de las fronteras de México para definir la mexicanidad, como mirar al Imperio del Norte. ¿Qué papel tienen en la definición de mexicanidad actual fenómenos como los chicanos? ¿Qué pueden aportar al desarrollo de la mexicanidad, la hispanidad y la propia cristiandad?
LJ: Yo acabo de estar en la feria del libro de Los Ángeles, y me criticaban algunos amigos que decían: “¿Cómo pones el futuro de la hispanidad en esa oleada, en esa barbarie que estamos impulsando de ejidatarios, comuneros?”. Pues ahora lo fui a confirmar. La tesis del libro es plena y vigente. Una de las características de los movimientos sectarios es la desigualdad, la exclusión del otro, y el estigma genuino de los movimientos protestantes es la negación del papel de la mujer, empezando por la Sagrada Madre: niegan el papel de la Virgen, a la que le niegan la posibilidad de divinidad por ser mujer, entre otras cosas, y allí volvemos a Pablo.
Las posibilidades religiosas están realizadas con las posibilidades de la familia: una religiosidad que nuclea a la familia tiene mil veces más posibilidades de sobrevivir que una que la conflictúa. Lo que yo he visto allí es que no hay homeless en la calle de origen hispano. Es muy importante enfatizar esto.
Estábamos en el hotel Biltmore, que es un hotel mítico de las celebridades de Hollywood, donde están las paredes llenas de luminarias efímeras, y afuera había ciento de negros tirados en la calle. Dice uno: “¿Por qué no los levantan?”. Allí está todo el tiradero, pero no hay un hispano, porque la familia hispana no permite que un familiar, sangre de su sangre, llegue a la inmundicia de estar tirado en la calle. No puede aceptar eso; entonces lo ayudan, lo llevan, lo protegen.
Este contexto no es gratuito porque se da en la ritualidad y en la fiesta. Los anglonorteamericanos y los afronorteamericanos están sufriendo un proceso de desmembramiento familiar terrible; el hispano no. En la adversidad, se une la familia hispana, y esa unidad familiar se da en torno a los ritos y las fiestas: nacimientos, cumpleaños, quince años. Toda esa ritualidad invoca y convoca: vienen todos los parientes, los amigos y allí se hacen las alianzas; el anglonorteamericano no tiene esas alianzas sino intereses, que es muy distinto. Todos los intereses caen dentro del utilitarismo, y éste es la base del egocentrismo, no del sociocentrismo.
Como ejemplo de esa cultura hispana está la oaxaqueña: hay 300 mil oaxaqueños en Los Ángeles, e incluso le llaman “Oaxacalifornia”. Todos se ayudan, todos se unen. Pero un negro, ¿por qué tiene que ayudar a otro? ¿Un anglo, por qué ayuda a otro? El mexicano y, fundamentalmente, el hispano, llega y busca esa hermandad; ningún francés le va a decir a otro francés: “¿Qué pasó, hermano?”. Jamás; en cambio, un mexicano dice: “Quiubo, manito, ¿cómo estás?”. Pero no es una pose, no es una impostura, sino algo que está enraizado, que mamamos desde el hogar. Entonces, la solidez y solidaridad de la familia mexicana es una de las garantías para que nosotros podamos (cuando menos yo lo veo con una claridad abrumadora) tomar cartas en el asunto.
Hay que entender que la verdadera lucha se está dando allá, no aquí. Esto es la trastienda, con lo del narco y todas estas ruindades, esta inmundicia en que vivimos; pero la lucha está allá. En el momento en que los nietos y los bisnietos de estos migrantes, ya con orgullo y con todo su pasado vivo, lleguen a los puestos de poder, entonces vamos a ver lo que es la mexicanidad. Entonces, por eso yo propongo que el futuro es Mexamérica.

AR: Para concluir: usted, basado en Toynbee y en Ortega y Gasset, dice que a veces las culturas a veces entran en decadencia a partir de sus propios elementos internos. En esa dirección, ¿usted cuáles cree que sean las principales amenazas que tiene la construcción de la mexicanidad?
LJ: A mí no me gustan los términos optimismo ni pesimismo; es simplemente ver proyecciones del conocimiento acumulado, la experiencia propia, y yo veo que México está, cada vez más, desempeñando un papel determinante en el contexto histórico planetario. No importa que no ganemos medallas en los Juegos Olímpicos, ni que nuestras empresas sean absorbidas, empresas fundadas por hombres que se partieron la madre, y que sus hijos y sus nietos venden para andar dilapidando el dinero en vicio y pendejadas. El punto importante para mí es ver cómo la identidad mexicana, con todos esos contextos de ritos, costumbres, tradiciones, fiestas, a donde quiera que va desplaza a las otras. ¿Y cómo se mete en las otras como un alien (con razón los gringos dicen “el alien”)? Pero no lo hace de una forma coercitiva: no es una imposición, es una seducción.
Entonces, esta posibilidad seductora de la mexicanidad la vemos en las fiestas: en donde están tres mexicanos ya hubo pachanga. En cambio, hay 400 gringos y están allí todos separados, cada quien a la defensiva, a la expectativa, con temor…
El mexicano es muy imprudente, pero precisamente esa imprudencia le posibilita estar siempre abriendo nuevo horizontes; el mexicano no está a la defensiva, y nuestra característica está en esos chispazos de genialidad.
El mayor peligro, para mí, ya está quedando atrás: es la violencia, casi congénita, de nuestra cultura. Queremos sustituir la revolución por la evolución, la violencia por la mediación racional. Ése es el paso que debemos dar. Eso no tiene que ver con tolerancia o intolerancia, porque somos muy tolerantes; eso tiene que ver con las posibilidades de estructurar un sistema donde el respeto sea determinante. Eso es algo que a mí me parece crucial; lo anterior lo vimos todavía ahora con las elecciones: el no querer perder, el no aceptar que el otro triunfe… Todavía viene este pasado, resurge y dice: “¿Para qué vas a ir a las urnas? Resuélvelo a machetazos, cabrón”.
Todavía está ese México bronco allí, pero ya es como una reliquia. Lo que necesitamos es que nuestros intelectuales, nuestros empresarios y nuestros políticos comprendan que están allí para derramar su conocimiento y su experiencia sobre la sociedad, no para parasitar a la sociedad. Ése es el cambio que se tiene que dar.
Hasta entonces la sociedad va a creer en sus líderes; ahora no creemos en nuestros líderes: no tenemos intelectuales íntegros, ni empresarios éticos; tenemos empresarios voraces que buscan la mayor utilidad en el menor tiempo posible, y tenemos políticos rapaces, corruptos.
Entonces, en la medida que cambie todo ese aparato vamos a ver una sociedad que funciona en armonía y con una posibilidad de competitividad planetaria.

*Entrevista publicada en Replicante, septiembre de 2012.

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