La
mexicanidad: entre el resentimiento y la solidaridad
Entrevista
con Leonardo da Jandra*
Por
Ariel Ruiz Mondragón
La
discusión acerca de la identidad de los mexicanos continúa siendo
intensa y desde los más diversos enfoques. Actualmente, ante el
asalto de las tendencias globalizadoras y las visiones tradicionales,
se están buscando caminos para definir nuestro enigma identitario
frente a los retos contemporáneos, y de esa manera poder
proyectarnos de mejor manera para enfrentar los desafíos planetarios
que nos plantea el futuro.
Más
allá de los viejos estereotipos y desde el ámbito del pensamiento
fuertemente enraizado en la filosofía y la historia, Leonardo Da
Jandra (Pichucalco, Chiapas, 1951) aporta su versión de la identidad
de nuestro país en su libro La
mexicanidad: fiesta y rito
(Oaxaca, Almadía, 2012), en el que expone la tesis de que esos dos
elementos, estrechamente vinculados, son “lo que define el ser más
duradero y profundo de la Hispanidad y, por ende, de la Mexicanidad.”
Además, agrega que lo que suceda en México y en Hispanoamérica es
lo que “determinará el curso no sólo de la Hispanidad sino de la
Cristiandad toda”.
Sobre
este libro Replicante
conversó con Da Jandra, quien realizó estudios de Filosofía en
Santiago de Compostela y en la Universidad Complutense de Madrid;
posteriormente cursó el doctorado en Filosofía de las Matemáticas
en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Ganador del Premio
Nacional de Literatura IMPAC, es miembro del Sistema Nacional de
Creadores de Arte y autor de más de una docena de libros.
Ariel
Ruiz (AR): ¿Por qué escribir y publicar hoy un libro como el suyo?
¿Por qué volver hoy al problema de la identidad del mexicano,
incluso llegando a hurgar en la propia hispanidad, como es su caso?
Leonardo
Da Jandra (LJ):
Hay culturas que no se han hecho un conflicto con su identidad porque
carecen de un pasado mítico. El caso de México y de la mexicanidad
es justamente lo opuesto: es una cultura que está enraizada en una
mitología que, para sobrevivir al embate lineal de la historia, se
ha hecho arte, el que ha desbordado el comportamiento cotidiano de
los mexicanos. Lo vemos en nuestra gastronomía, en nuestras fiestas,
en nuestros ritos.
Entonces,
cada vez que el mexicano se inferioriza ante una expresión cultural
que enfatiza lo tecnocrático sobre lo estético recurre a su
identidad, y la confronta y la contrasta, y suele ser (y uso una
metáfora un poco vulgar) una herida abierta que continúa supurando.
Yo
creo que la identidad es un proceso histórico; tiene que alcanzar su
máximo y tiene que desaparecer, porque, como diría el doctor
Johnson, no podemos pasar por alto que la identidad ha sido el
refugio no sólo de los sinvergüenzas sino de los políticos
perversos. Cuando los políticos se sienten exhibidos ante su
sociedad y la sociedad los percibe en su dinámica corruptora y
perversa, entonces recurren a este concepto de nacionalismo
identitario para asegurar su permanencia en el poder.
AR:
Aunque usted trata con muchas pinzas el nacionalismo a lo largo del
libro. Por otra parte, ¿de alguna manera la idea de hispanidad que
usted defiende podríamos calificarla como antimoderna? Digo esto en
tanto usted llega a confrontarla con los valores de la Ilustración,
la razón, la producción, la técnica e inclusive la ciencia.
LJ:
A mí el término modernidad no me dice nada, francamente, porque
todas las presentanidades pasan por ese proceso de modernización.
Prefiero usar un término que me produce otras inquietudes y que
tiene mayores posibilidades de apertura: yo creo que la identidad es
antievolutiva más que antimoderna, y con ello quiero enfatizarla
como un refugio permanente de un complejo que va de la inferioridad
al resentimiento y que potencia más la víscera que el intelecto.
La
identidad no es el refugio de la inteligencia sino de la emoción, de
la relación del hombre con la tierra, no con el cielo. Y creo que al
mismo tiempo que produce orgullo también produce ceguera, al mismo
tiempo que potencia también lastra. Por eso digo que es un fenómeno
histórico, y que cuanto más rápido las culturas superen esa
identidad, más posibilidades tienen de ejercer un papel protagónico
en el contexto planetario.
Yo
creo que la identidad mexicana, que es una de las identidades más
fuertes que existen, está lastrada por una cantidad de negatividad
infinita, por decirlo así. Pero hay que entender también que es una
de las pocas opciones que tenemos frente al embate global.
Entonces,
estamos en esa dualidad, como un dios bifronte: por un lado está la
luz, por el otro la oscuridad; por un lado está el “como México
no hay dos”, pero por el otro está el que necesitamos ya dejarnos
de ese “como México no hay dos” de corrupción, perversión,
suciedad, miseria y decadencia, y acceder a un Primer Mundo digno,
tecnologizado, racionalizado. Es esa dualidad la que vive el
mexicano.
AR:
En ese sentido, ¿cómo es la mezcla de las dos excesividades de las
que usted habla, la española y las de las antiguas culturas
prehispánicas, y que, creo, fundamentan muchos de los aspectos
negativos que usted menciona?
LJ:
Aquí recurriría a un planteamiento teórico. De un tiempo para acá
vengo trabajando en la teoría de los complementarios, que pretendo
que es una opción sustitutiva de la teoría de la contradicción
hegeliano-marxista. Yo no percibo que el hombre y la mujer, el obrero
y el empresario, el ciudadano y el gobernante sean opuestos y
confrontativos. Yo creo que si ambos desempeñan la función genuina
para la que existen deberían ser complementarios. Entonces, la
cultura española y la cultura mesoamericana son culturas
genuinamente complementarias, porque han sufrido el embate de
múltiples otras culturas; es decir, España es un resultado de una
mescolanza inverosímil desde los tiempos míticos hasta los
históricos, y hay un punto de discontinuidad radical que es la parte
religiosa.
Los
aztecas, sobre todo, que fueron la expresión más tardía de las
culturas mesoamericanas, eran demasiado violentos, y llevaron su
violencia como cultura nomádica guerrera a su panteón divino;
entonces, los dioses aztecas son igual de sanguinarios que los
guerreros aztecas. Y en el caso de los españoles, hay que entender
que en el momento en que se da la conquista el aparato religioso
usufructuaba casi el 80 por ciento del ingreso del país, y era una
costra parasitaria, como un sudario; pero éste, al mismo tiempo,
tenía sobre sus espaldas un gran foco de luz que era el dios amoroso
que perdona y salva, frente al dios del Antiguo Testamento, que
castiga y juzga. Eso hizo muy atractivo para la cultura
mesoamericana, que estaba acostumbrada a los sacrificios, al
autoflagelo y a dioses sangrientos, a este dios de amor que perdona y
se sacrifica por los demás.
Entonces,
allí es donde se dio el gran núcleo confrontativo pero, al mismo
tiempo, con una posibilidad enorme de riqueza, porque la religión no
sobrevive en las castas privilegiadas, sino como la cultura de los
estamentos sociales más bajos. Las culturas siempre tienden a ser
asimiladas desde arriba para abajo, no de abajo para arriba. Por
ejemplo, nosotros lo vemos muy claramente en nuestras clases
elevadas, que son las que primero se globalizan, se desidentifican, y
queda nuestra identidad en ese remanente de barbarie. Lo mismo sucede
con la espiritualidad.
Allí
es donde se dio esta complementación entre estas dos culturas, que
fue muy distinta a la que se dio, por ejemplo, en Estados Unidos,
donde no hubo mestizaje, y aquí sí lo hubo. Entonces, una de las
características fundamentales de la complementación es la
interrelación, el mestizaje.
AR:
De alguna manera, la idea de la raza cósmica…
LJ:
Sí, de José Vasconcelos.
AR:
Me llama la atención esto, porque en el libro hace menciones de las
condiciones sociales en España y en las culturas prehispánicas, y
también durante la Colonia y durante la Independencia con la
división en clases y en estamentos. ¿Esas condiciones sociales cómo
han influido en la definición de la mexicanidad? Porque también en
el libro se aprecia un choque con las elites, que querían controlar
las fiestas…
LJ:
Bueno, hay que entender que la guerra santa y el concepto de casta
son semíticos; fundamentalmente están enraizados en una cultura
como la hebraica, que tiene una alta autoestima y un sentido muy
decantado de la diferencia hacia el otro, con el otro.
Las
peores formas de segregación que hay son las religiosas, porque se
entiende que religar es unir; entonces, si desde allí se separa ya
comienza a generarse una brecha social muy acentuada. Y luego también
hay que ver lo que sucedió con la pureza de sangre, que es una de
las características de la guerra santa, y cómo permea el concepto
religioso a la determinación biológica: ya se comienza a ver cuál
es el pasado de una persona, a ver si en su árbol genealógico hay
alguna contaminación de sangre, y esta idea ya se extiende a tal
nivel que permea todo el estamento social. Entonces, si una persona
tiene contaminación de sangre, ya es impura y por lo tanto ya no
puede tener acceso a los estamentos de poder que exigen pureza de
sangre.
Esto
viene acá, como lo vio muy bien el padre José Antonio Gay en la
historia de Oaxaca: los indígenas se aficionaron al pleito al ver
que los españoles pleiteaban permanentemente entre ellos. ¿Por qué
el mexicano es tan pleitista y pelea por todo? En Oaxaca, que en este
sentido es, como en muchos otros, el corazón identitario de México;
es increíble la mala vecindad que hay y al mismo tiempo el delirio
permanente por estar pleiteando.
Oaxaca
tuvo una doble fundación: la del marquesado, con Cortés, y la del
centro de Oaxaca, que es en donde están la Catedral y el Zócalo con
los comerciantes artesanos. Los indígenas vieron que todo lo
resolvían allá, con el Emperador en España, y que eran pleitos y
pleitos. A partir de allí viene ese afán pleiteador del mexicano,
que pelea con su sombra ya que necesita estar peleando con alguien.
Pero,
como genera peleas gratuitas, las pierde, y luego se inferioriza al
perder; esto es lo que estudió Samuel Ramos. Se pone metas que no
puede lograr, que ya vienen de principio con el estigma de la
derrota, y luego se asume como un ser derrotado; entonces se
inferioriza y viene toda esa especie de crucifixión, de calvario, de
la degradación del “soy un chingón” al “soy un pendejo”.
AR:
O un “chingado”.
LJ:
Sí; bueno, no dije “hijo de la chingada” por no caer como
Octavio Paz.
AR:
A usted no lo convence ese asunto de “la chingada”, como lo dice
en el libro.
LJ:
No. Lo que no podemos hacer es asimilar un complejo de culpa en base
a determinaciones históricas y genéticas que no tienen que ver con
nuestra presentanidad. Es decir, si mi abuelo o mi padre fue un
asesino, yo no tengo por qué cargar con su culpabilidad. Ése fue
uno de los grandes defectos de Pablo: que metió el complejo de culpa
en el cristianismo; Cristo jamás tocó ese complejo del pecado
original, que es un invento de Pablo y que se lo cargó a la mujer,
Eva, porque era misógino. Cristo estaba rodeado de mujeres, tenía
70 sacerdotisas que lo acompañaban en sus giras; en cambio, Pablo
expulsó a la mujer, impuso el celibato y, además, impuso el estigma
de la mujer como dinámica pecaminosa (esto es muy importante
entenderlo), y de allí se extrapola toda esta dinámica del complejo
de culpa: nuestros primeros padres cometieron la culpa original,
entonces nos chingamos todos.
Eso
es muy dado a asimilarlo el mexicano: tener complejo de culpa y
siempre empieza por deslindarse: el gachupín que viene y nos chinga,
y luego es el cabrón francés, después el gringo, posteriormente
los marcianos. Siempre hay alguien que va a chingarnos. Yo le quito
eso porque Octavio Paz lo enfatizó demasiado con la Malinche; Paz no
entendió bien esto a pesar de que fue un hombre luminoso. La
Malinche no era aliada de los aztecas, sino que los aztecas eran
enemigos de la Malinche; ella salió con los enemigos de sus enemigos
y no traicionó para nada a los aztecas, porque no eran su causa; al
contrario, eran una causa contraria a ella.
Entonces,
no es la hija de la chingada que nos traicionó, que se fue con el
conquistador y que por lo tanto nos dejó un estigma y todos somos
hijos de esa chingada. Ése es un rollo poético-metafórico que
funciona en ese nivel nada más, porque a nivel histórico es una
ruindad. Desde el punto de vista del pensamiento, el mexicano no es
hijo de ninguna chingada; el mexicano ni siquiera tiene el estigma de
lo que hicieron las generaciones pasadas. Debemos quitarnos ya eso de
que el mexicano es flojo, traicionero, huevón, pendenciero, y
compararlo con el norteamericano trabajador, serio, metódico. Esos
son procesos que no se pueden generalizar, definitivamente.
AR:
Pero a este seudomito, como usted le llama, opone la imagen de la
Virgen de Guadalupe que es, como usted dice, “la creación más
luminosa de la Colonia”.
LJ:
Bueno, yo sí creo que por supuesto que es un invento, pero partamos
de la base de que todo lo que pueda hacer el ser humano es defectivo,
es finito y no puede abarcar lo infinito; entonces, a mí no me
interesa discutir en lo más mínimo sobre la condición histórica
del mito de la Virgen de Guadalupe.
Lo
que me parece fundamental es su papel en el contexto del padre
universal, hijo creador y espíritu materno; representa el espíritu
materno en la cultura mexicana. No sólo hay que entender aquí el
culto a la tierra, a la diosa madre dadora de vida, sino también de
protección: es la madre la que ha sido asimilada de las culturas
mesoamericanas hasta la llegada de una cultura patriarcal
autoritaria. Los españoles trataron de imponer, primero, al numen
que es para ellos el estandarte de la expulsión de los árabes, que
fue Santiago Matamoros, y no funcionó; quisieron imponer a san José
como patriarca, y tampoco pudieron. Los españoles eran
patriarcalistas autoritarios y guerreros.
Aquí
había una cultura muy arraigada, muy apegada a la tierra, y las
culturas de la tierra han sido las genuinamente creadoras del
matriarcado. Pienso en Démeter y Perséfone, en Isis y Osiris, Atis
y Cibeles, y Cristo y María. Siempre el hijo que se sacrifica, el
héroe, la semilla que va al inframundo, rebrota y trae la vida y el
sustento, ha estado relacionado con ese halo de protección.
Entonces, el mito más importante de la mexicanidad es justamente esa
relación entre Guadalupe, el mito colonial, y Tonantzin, la sagrada
madre que sigue vigente. Jamás le va a doler a un mexicano que le
digamos “Ve a chingar a tu padre”; pues sí, ¿y a mí qué? Pero
que le digas “chinga a tu madre” es guerra. Lo tenemos y ya es
casi como un fenómeno de filogénesis asimilado a nuestras células
a partir de la cultura.
AR:
Cuando usted habla de tres notorios exponentes de la búsqueda
identitaria mexicana como Samuel Ramos, Octavio Paz y Guillermo
Bonfil, pone mucho acento en el carácter de la negatividad, esa
construcción de la identidad a partir de negaciones. ¿Por qué
generalmente para definir al mexicano se destacan los aspectos
negativos?
LJ:
Aunque hay otras imágenes; por ejemplo, ahora está vigente la de
Roger Bartra, que es ese ser anfibológico, dual: el ajolote. Pero lo
que pasa es que estas visiones son de la herida abierta (como yo les
llamo), desde el resentimiento, y resentir es sentir dos veces.
Entonces, cuando uno resiente necesariamente le da determinación a
las vísceras sobre el intelecto, y la víscera secreta,
inevitablemente, negatividad; es un aparato digestivo destructivo
degradativo. La sustancia que se va decantando de eso suele ser un
remanente de resentimiento, de odio, de rencor, de “¿por qué yo
no pude ser lo que quiero ser?”, y se busca la culpa en el otro. Si
se hiciera el examen de autoreflexión, no se tendría que estar
clamando ni se tendría que abrir la herida; pero el abrir la herida
es como un grito, como una manifestación de presencia en el mundo
como negatividad: “Yo soy esta herida y exijo que se me reconozca
como tal”. Ocurre como con estos “escritores malditos” que
hacen de la autoexclusión su forma de creatividad. Entonces, el
mexicano ha hecho del resentimiento su forma de sentir la historia.
Pero creo que esto ya está pasando esto; era un sarampión, un
proceso histórico inevitable, y no es cuestión de decir si es malo
o es bueno.
Yo
creo que la historia no evoluciona en línea recta; se pueden dar
saltos para atrás, para adelante, en fin. Lo que hay que tener
presente es que las culturas que no tienen un pasado fuerte tienen
muy pocas posibilidades de competir en el ámbito futuro, y la
mexicanidad tiene un pasado muy fuerte; pero ese pasado ha estado,
fundamentalmente, determinado por mucha víscera, mucha negatividad,
mucho resentimiento, mucho odio. Ya es tiempo de que dejemos de mirar
hacia atrás; no le echemos la culpa a nadie y reconozcámonos como
lo que somos, con nuestros límites.
Es
como nos lo señala la Olimpiada, que para mí es un escaparate
genial, porque no es que el mexicano no tenga posibilidades genéticas
de triunfar; lo que pasa es que no hemos tenido la visión, desde la
perspectiva de gobierno, para dedicarle al deporte y a las juventudes
el dinero, la energía y la sabiduría necesarias para forjar
competidores y ganadores. No lo hemos hecho, y entonces decimos “es
que no ganamos”, “es que somos de la chingada”. En la medida en
que no se asimile que sin método, sin racionalidad y sin sacrificio
no hay logro, no vamos a lograrlo, aunque habrá chiripas, como ha
pasado hasta ahora con nuestra cultura.
AR:
Ahora quisiera que nos destacara algunos de los aspectos positivos de
lo que son la hispanidad y la mexicanidad. En el caso de la primera
lo veo muy claramente donde usted habla, por ejemplo, de la
disciplina y la idea del sacrificio.
LJ:
Hay
una diferencia básica: en los orígenes de la civilizaciones hay
tres grandes derivas, que son: la guerrera nomádica, que no enraíza
en nada y va detrás del sustento, sea recolección o matanza de
animales, y tras los animales de acuerdo a la determinación
climática; la pastoril, que ya es la domesticación del animal, que
significa un gran paso adelante, y que es la forma más genuina de
interiorización de la mujer, que es vista como un vientre más, y
que son las culturas semíticas; luego viene la gran base de las
culturas que es la agricultura, que es cuando se domestica la espiga
y surge la religiosidad fundamental. No hay ningún proceso
civilizatorio que no se haya hecho en base a la agricultura.
Pero
España no era una cultura agrícola; es una cultura que fue sometida
constantemente a invasiones de guerreros: los cartagineses, los
romanos, las oleadas germánicas y los árabes. Aunque hubo un
momento en que la migración semítica de judíos y árabes hizo que
los segundos se encargaran de las huertas y los primeros de todo el
aparato comercial, financiero y parte de la naciente ciencia, sobre
todo la medicina. Pero la cultura del hidalgo español era guerrear,
era la espada, darle vuelta a la espada y convertirla en cruz cuando
le convenía.
Pero
la cultura mesoamericana es una de raigambre agrícola,
fundamentalmente; cada 20 días había una fiesta de agradecimiento a
la naturaleza por la vida, y todo en base al maíz; entonces, le
llamaban la fiesta de las veintenas. Ese contacto y esa sacralidad
del mexicano con la tierra es una de las características de su
posibilidad de supervivencia frente a una cultura profana, como la
angloamericana. El hombre que se separa de la naturaleza se profana,
se vuelve superficial, arrogante, engreído, y el mexicano sigue
arraigado a la tierra.
Entonces,
en el cultivo de la tierra es en donde está la forma más pura de
humanismo y de religiosidad, y ése es uno de los grandes dones que
tiene el mexicano a través de toda la historia: la relación íntima
con la tierra.
AR:
Quisiera que habláramos del aspecto político; por ejemplo, usted
menciona que una de las herencias más nefastas de la conquista fue
que nos trajo el poder y todas sus perversiones. Políticamente
¿cuáles han sido los efectos de la hispanidad y la mexicanidad? En
España había reyes y tiranos, y aquí había gobiernos que algunos
han llamado despóticos. ¿Cómo han ayudado esas herencias en la
conformación de la mexicanidad?
LJ:
Pues en realidad no han ayudado. Paz lo vio muy claramente cuando
notó la diferencia entre la Reforma en Estados Unidos y la
Contrarreforma acá. El conquistador español que llegó acá venía
demasiado lastrado por siglos de intolerancia política y religiosa.
El aspecto más oscuro que trajo la hispanidad aquí fue la Santa
Inquisición, que para mí es la Maldita Inquisición, porque no es
nada más la imposibilidad de tener un pensamiento religioso propio,
no es la coerción total de cualquier expresión ideológica, sino la
carencia de libertad, y no puede fructificar el ser humano en
condiciones de cautiverio. Por momentos la adversidad te potencia,
pero una adversidad que se prolonga y se hace colectiva condena a la
sociedad a la caída inevitable. ¡Fuera intelecto!, ¡fuera
capacidad de ejercer el libre albedrío!, y llegó la contraparte: el
sometimiento. Entonces, se condenó al nuevo ser, que es engendro de
todas estas culturas y estas mezcolanzas, a algo que ha sido
pernicioso y que ha alcanzado su máxima expresión nociva en el
político, que es la ladinidad. El hacerte ladino: ver la manera de
estar siempre saltándote las trancas, de darle la vuelta a las
leyes, de evitar la constitucionalidad, de dar a la razón todos los
retorcimientos necesarios para beneficio propio.
Entonces,
no hay respeto, no hay convivencia cívica. ¿Qué triunfa? La
astucia: el animal de colmillo y garra; regresamos a la pradera y
viene el fingimiento, que es una de las características que hay que
entender que posibilita el arte, porque el arte es una forma de
enmascarar la realidad. Este enmascaramiento del mexicano ha
alcanzado su forma más perniciosa en la política: el político
mexicano vive en permanente carnaval; la carnavalidad se caracteriza
por la transgresión de todos los valores, y no sabemos si los que
están gobernando son estos pordioseros que andan en la calle o son
realmente los reyes que tienen un estamento divino. Como que fluctúan
entre estos ámbitos hasta que, gracias a los medios, vemos su
verdadera dimensión: que son personajes ruines que tienen la
característica de mendigos, porque están pidiéndonos
permanentemente nuestros impuestos pero en su propio beneficio. Como
divinidad: la característica de la divinidad es dar; la del político
pernicioso es robar, quitar, que es muy distinto.
Gracias
a los medios los mexicanos van comprendiendo la ruindad del
poderosos, del hombre que está en el poder, del que toma las
decisiones y ejerce una desconfianza generalizada, y eso se transmite
de arriba para abajo: desconfían del gobernante, de los poderes
Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Entonces, buscan enmascararse
frente a esos poderes para que no les llegue su sombra; pero en su
propio microámbito, desde su hogar ejercen también esa ladinez:
entonces, engañan a su mujer, ejercen el despotismo con sus hijos,
llegan al trabajo y fingen que trabaja y se joden al que está abajo,
le dan las nalgas al que está arriba… En fin.
De
allí viene toda esta perversión.
AR:
Pasando a la revisión histórica que usted hace de la mexicanidad,
hay una visión muy crítica de los líderes de la Independencia, de
la Reforma y el Porfiriato ¿Las élites políticas, en su afán de
modernidad, de progreso, han atentado contra la identidad mexicana,
la mexicanidad?
LJ:
No podemos ser tan desagradecidos con estos personajes; lo que ocurre
es que pienso que debemos ser críticos y rigurosos en la medida de
la significación histórica de los personajes que acometemos. Una de
las perversiones más grandes que tenemos en México es la
“procerofilia”: sacrificamos a los creadores en vida y una vez
muertos les ponemos sus nombres a las plazas, les levantamos
monumentos, les rendimos homenajes, les dedicamos libros. Lo vemos
ahora, cuando una generación que es incapaz de enfrentar su destino
se dedica (como pasa con la mayoría de los literatos actuales) a
reescribir la vida de los próceres pasados; a mí eso ya me trae
hasta la coronilla. Que los próceres descansen en paz, ¡muera la
procerofilia!
En
Oaxaca eso es terrible: todos, cualquier déspota que llega, desde
Ulises Ruiz hasta el pobre Gabino Cué, quiere ser Benito Juárez. Y
ves un personaje como Vasconcelos, que no tiene ni una biblioteca, ni
una casa, ni una calle, nada. En cambio, hasta Porfirio Díaz, con lo
que significa históricamente, es celebrado, homenajeado. Por eso yo
enfatizo la crítica a estos personajes, pero yo no creo que hayan
sido antimexicanos ni mucho menos.
Lo
que pasa es que era un México que estaba realmente en la periferia
de la periferia; entonces, desde allí no tenían una visión, no
había lecturas, no tenían conocimiento de otros procesos históricos
para poder establecer una pauta de relacionalidad con lo que sucedía
aquí. Entonces Benito Juárez dijo: “A ver, yo vengo de lo más
bajo: el estamento indígena perseguido, desplazado. ¿Cómo subí
yo? A partir de todos estos procesos de incorporación a un sistema
que no era el mío, a una cosmovisión que no era la mía, pero es la
que está vigente, la que está en el poder. Yo pude llegar; si yo
pude llegar, ellos también tienen que llegar”. Pero si, en lugar
de abrir con claridad esta vía de acceso, de superación, la rompo y
digo: “No, hay que recuperar las cosmogonías indígenas”,
entonces quedo en el pasado. Y esto es lo que querían evitar.
Había
este concepto mal entendido de modernidad y de progreso a ultranza.
Entonces, el indígena representaba el pasado oscuro, había que
dejarlo atrás a como diera lugar, y de allí la apelación a Europa,
que se derramó por Estados Unidos. Se decía que desde los Pirineos
para abajo todo era África. Entonces Europa fue lo que llegó de
Inglaterra, Irlanda, y todo eso se fue a Estados Unidos, lo que dio
origen a la gran polémica: ¿por qué allá sí hay desarrollo,
evolución, industria, tecnología, una constitucionalidad que se
respeta, y en México no? ¿Quién carajos tiene la culpa? Pues el
indígena. Siempre hay que buscar un culpable. Entonces, estos
próceres, en lugar de valorar ese pasado como todo un sustrato
identitario, de darle la necesaria autonomía que requerían esas
expresiones para enriquecer el todo, las censuraron, las reprimieron,
y todo lo que reprimes, como sucede ahora con la mentada droga, es
incentivado.
AR:
Al final de uno de los capítulos dice usted que hay que voltear más
allá de las fronteras de México para definir la mexicanidad, como
mirar al Imperio del Norte. ¿Qué papel tienen en la definición de
mexicanidad actual fenómenos como los chicanos? ¿Qué pueden
aportar al desarrollo de la mexicanidad, la hispanidad y la propia
cristiandad?
LJ:
Yo acabo de estar en la feria del libro de Los Ángeles, y me
criticaban algunos amigos que decían: “¿Cómo pones el futuro de
la hispanidad en esa oleada, en esa barbarie que estamos impulsando
de ejidatarios, comuneros?”. Pues ahora lo fui a confirmar. La
tesis del libro es plena y vigente. Una de las características de
los movimientos sectarios es la desigualdad, la exclusión del otro,
y el estigma genuino de los movimientos protestantes es la negación
del papel de la mujer, empezando por la Sagrada Madre: niegan el
papel de la Virgen, a la que le niegan la posibilidad de divinidad
por ser mujer, entre otras cosas, y allí volvemos a Pablo.
Las
posibilidades religiosas están realizadas con las posibilidades de
la familia: una religiosidad que nuclea a la familia tiene mil veces
más posibilidades de sobrevivir que una que la conflictúa. Lo que
yo he visto allí es que no hay homeless
en la calle de origen hispano. Es muy importante enfatizar esto.
Estábamos
en el hotel Biltmore, que es un hotel mítico de las celebridades de
Hollywood, donde están las paredes llenas de luminarias efímeras, y
afuera había ciento de negros tirados en la calle. Dice uno: “¿Por
qué no los levantan?”. Allí está todo el tiradero, pero no hay
un hispano, porque la familia hispana no permite que un familiar,
sangre de su sangre, llegue a la inmundicia de estar tirado en la
calle. No puede aceptar eso; entonces lo ayudan, lo llevan, lo
protegen.
Este
contexto no es gratuito porque se da en la ritualidad y en la fiesta.
Los anglonorteamericanos y los afronorteamericanos están sufriendo
un proceso de desmembramiento familiar terrible; el hispano no. En la
adversidad, se une la familia hispana, y esa unidad familiar se da en
torno a los ritos y las fiestas: nacimientos, cumpleaños, quince
años. Toda esa ritualidad invoca y convoca: vienen todos los
parientes, los amigos y allí se hacen las alianzas; el
anglonorteamericano no tiene esas alianzas sino intereses, que es muy
distinto. Todos los intereses caen dentro del utilitarismo, y éste
es la base del egocentrismo, no del sociocentrismo.
Como
ejemplo de esa cultura hispana está la oaxaqueña: hay 300 mil
oaxaqueños en Los Ángeles, e incluso le llaman “Oaxacalifornia”.
Todos se ayudan, todos se unen. Pero un negro, ¿por qué tiene que
ayudar a otro? ¿Un anglo, por qué ayuda a otro? El mexicano y,
fundamentalmente, el hispano, llega y busca esa hermandad; ningún
francés le va a decir a otro francés: “¿Qué pasó, hermano?”.
Jamás; en cambio, un mexicano dice: “Quiubo, manito, ¿cómo
estás?”. Pero no es una pose, no es una impostura, sino algo que
está enraizado, que mamamos desde el hogar. Entonces, la solidez y
solidaridad de la familia mexicana es una de las garantías para que
nosotros podamos (cuando menos yo lo veo con una claridad abrumadora)
tomar cartas en el asunto.
Hay
que entender que la verdadera lucha se está dando allá, no aquí.
Esto es la trastienda, con lo del narco y todas estas ruindades, esta
inmundicia en que vivimos; pero la lucha está allá. En el momento
en que los nietos y los bisnietos de estos migrantes, ya con orgullo
y con todo su pasado vivo, lleguen a los puestos de poder, entonces
vamos a ver lo que es la mexicanidad. Entonces, por eso yo propongo
que el futuro es Mexamérica.
AR:
Para concluir: usted, basado en Toynbee y en Ortega y Gasset, dice
que a veces las culturas a veces entran en decadencia a partir de sus
propios elementos internos. En esa dirección, ¿usted cuáles cree
que sean las principales amenazas que tiene la construcción de la
mexicanidad?
LJ:
A mí no me gustan los términos optimismo ni pesimismo; es
simplemente ver proyecciones del conocimiento acumulado, la
experiencia propia, y yo veo que México está, cada vez más,
desempeñando un papel determinante en el contexto histórico
planetario. No importa que no ganemos medallas en los Juegos
Olímpicos, ni que nuestras empresas sean absorbidas, empresas
fundadas por hombres que se partieron la madre, y que sus hijos y sus
nietos venden para andar dilapidando el dinero en vicio y pendejadas.
El punto importante para mí es ver cómo la identidad mexicana, con
todos esos contextos de ritos, costumbres, tradiciones, fiestas, a
donde quiera que va desplaza a las otras. ¿Y cómo se mete en las
otras como un alien
(con razón los gringos dicen “el alien”)?
Pero no lo hace de una forma coercitiva: no es una imposición, es
una seducción.
Entonces,
esta posibilidad seductora de la mexicanidad la vemos en las fiestas:
en donde están tres mexicanos ya hubo pachanga. En cambio, hay 400
gringos y están allí todos separados, cada quien a la defensiva, a
la expectativa, con temor…
El
mexicano es muy imprudente, pero precisamente esa imprudencia le
posibilita estar siempre abriendo nuevo horizontes; el mexicano no
está a la defensiva, y nuestra característica está en esos
chispazos de genialidad.
El
mayor peligro, para mí, ya está quedando atrás: es la violencia,
casi congénita, de nuestra cultura. Queremos sustituir la revolución
por la evolución, la violencia por la mediación racional. Ése es
el paso que debemos dar. Eso no tiene que ver con tolerancia o
intolerancia, porque somos muy tolerantes; eso tiene que ver con las
posibilidades de estructurar un sistema donde el respeto sea
determinante. Eso es algo que a mí me parece crucial; lo anterior lo
vimos todavía ahora con las elecciones: el no querer perder, el no
aceptar que el otro triunfe… Todavía viene este pasado, resurge y
dice: “¿Para qué vas a ir a las urnas? Resuélvelo a machetazos,
cabrón”.
Todavía
está ese México bronco allí, pero ya es como una reliquia. Lo que
necesitamos es que nuestros intelectuales, nuestros empresarios y
nuestros políticos comprendan que están allí para derramar su
conocimiento y su experiencia sobre la sociedad, no para parasitar a
la sociedad. Ése es el cambio que se tiene que dar.
Hasta
entonces la sociedad va a creer en sus líderes; ahora no creemos en
nuestros líderes: no tenemos intelectuales íntegros, ni empresarios
éticos; tenemos empresarios voraces que buscan la mayor utilidad en
el menor tiempo posible, y tenemos políticos rapaces, corruptos.
Entonces,
en la medida que cambie todo ese aparato vamos a ver una sociedad que
funciona en armonía y con una posibilidad de competitividad
planetaria.
*Entrevista
publicada en Replicante,
septiembre de 2012.
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