La
cultura francesa bajo el nazismo
Entrevista
con Alan Riding*
Por
Ariel Ruiz Mondragón
Tras
una rápida y contundente campaña militar, la Alemania nazi logró
vencer al Ejército francés y la Wehrmacht hizo su entrada triunfal
en París el 14 de junio de 1940. Tras la pronta y humillante
derrota, un mes después se formó un gobierno colaboracionista con
el invasor, encabezado por el mariscal Henri Philippe Pétain y con
sede en Vichy, que se mantuvo hasta agosto de 1944.
La
invasión alemana provocó una severa división en la sociedad
francesa, que se vio partida principalmente entre quienes apoyaban al
gobierno de Vichy y aquellos que decidieron oponerse decididamente a
la ocupación nazi.
Esa
división también tuvo consecuencias entre los escritores,
intelectuales, académicos y artistas galos, quienes tuvieron que
encontrar formas de sobrevivencia y desarrollo bajo el dominio
militar de la Alemania de Adolfo Hitler. Las posiciones de aquellos
variaron mucho: muchos, especialmente judíos y comunistas, tuvieron
que huir o encontrar la muerte; algunos optaron por resistir ante el
poder invasor, y otros prefirieron colaborar con éste.
Pese
a todo, la vida cultural e intelectual francesa continuó siendo muy
activa; la intensidad de la opresión de uno de los Estados
totalitarios más implacables del siglo XX no fue tanta como para
ahogar las diversas y ricas manifestaciones culturales galas, si no
es que buscó animarlas para que la vida cotidiana de los parisinos
se normalizara.
Sobre
la experiencia intelectual francesa ante la invasión de la Alemania
hitleriana trata el libro de Alan Riding Y siguió la fiesta. La
vida cultural en el París ocupado por los nazis (México,
Crítica, 2012), volumen en el que se hace una detallada y amena
crónica de los diversos ámbitos culturales parisinos durante la
Segunda Guerra Mundial. De ello el autor deriva algunas conclusiones
polémicas sobre el papel de la intelligentsia en la sociedad.
Sobre
ese libro Etcétera
conversó con Riding, quien estudió Economía y después Leyes en
Inglaterra. Durante 20 años fue corresponsal en América Latina de
medios como el Financial Times,
The Economist y The
New York Times. En México publicó el
importante libro Vecinos distantes. Un retrato
de los mexicanos (México, Joaquín Mortiz,
1986). Por Y siguió la fiesta...
ganó los premios Internacional de Ensayo Josep Palau i Fabre y el
Spear's Book Award for Social History.
Ariel
Ruiz Mondragón (ARM): ¿Cuál fue el motivo por el que escribió
este libro sobre los artistas e intelectuales franceses durante la
ocupación de su país por los nazis?
Alan
Riding (AR): Fue un interés que nació en
los años que cubría América Latina para The
New York Times, por la relación entre la
cultura y la política, entre el artista, el escritor, la vida
pública y la sociedad en general.
Entendí,
porque me tocaron años muy feos en Latinoamérica, de dictaduras,
guerras y situaciones muy desagradables, como, por ejemplo, los
desaparecidos, y vi que en muchos casos el que daba una cierta
orientación moral, ética, era el escritor, que, obviamente, no
tomaba las armas pero sí mantenía un prestigio y la gente lo oía,
muchas veces desde el exterior si estaba en el exilio.
Me
di cuenta de que en aquellos momentos había una relación, sobre
todo en América Latina, entre el prestigio que tenía un escritor,
un intelectual serio, los privilegios que eso traía (halagos,
premios, discursos, aplausos) y las responsabilidades que tenían.
En
general, en los 20 años de mi vida que me tocó cubrir América
Latina sentí que, en general, el intelectual había cumplido esas
responsabilidades, su función. Yo tenía muchos amigos que eran
escritores, y me ayudaban mucho a entender lo que estaba pasando en
los países, siempre y cuando estos escritores (obviamente a los que
seguía, conocía o que, cuando menos, oía) no tuvieran un
compromiso ideológico, que en América Latina era casi siempre hacia
la izquierda.
Pero
el intelectual tenía que ser una persona con una mente
independiente, hasta capaz de cambiar sus propias ideas frente a lo
que pasaba, como fue el caso de algunos importantes con la Revolución
Cubana, la que ganó mucha simpatía entre ellos; pero después para
cierta gente fue hasta difícil cambiar de posición porque
inmediatamente se pasaba a ser enemigo de aquella, aunque se fuera
amigo crítico. Pero varios al menos preservaron su independencia
(estoy pensando, por ejemplo, en Carlos Fuentes, Octavio Paz, Mario
Vargas Llosa y otros, que desde los inicios de los años setenta se
separaron del compromiso total con la Revolución Cubana).
Yendo
a Europa, siempre existía interés por los escritores e
intelectuales, porque la gente los oía, porque tenían una posición
especial: salían en la prensa, opinaban sobre cualquier cosa. En el
caso de Francia, por ejemplo, Jean-Paul Sartre había sido parte de
mi época (obviamente yo estaba lejos, en América Latina)...
ARM:
Sartre estuvo un rato embelesado con la Revolución Cubana...
AR:
Sí; él tenía unos compromisos políticos que hoy en día, con el
paso del tiempo, le cobra mucho la opinión pública.
Pero
lo que veía yo era que había una expectativa de que un escritor
tome una posición y dé una orientación, equivocada o no, pero que
de todos modos participara. Entonces me quedé pensando en la
ocupación nazi, en el momento más difícil del siglo XX de París y
de Francia, sin duda, porque aquello empezó con la humillación
total, y era el inicio de una gran división en ese país.
¿Qué
pasó en ese momento? Eso me interesaba.
ARM:
Hablemos de la Francia de la preguerra que usted describe, y que me
parece que estaba en una situación un poco similar a la de la España
previa a la Guerra Civil, e incluso con la Alemania de la República
de Weimar: países muy fragmentados, con severos problemas
económicos, con democracias poco funcionales y con una juventud
desencantada. Lo que también observo es que allí había ya un caldo
de cultivo con organizaciones ya fascistas, con intelectuales
antisemitas, por ejemplo. ¿Cómo era la Francia previa a la
ocupación nazi? Porque parece que estaba puesta para la invasión
alemana.
AR:
Sí, efectivamente, era una manzana pronta a caer. Yo creo que nunca
se recuperó bien de la Primera Guerra Mundial, y la clase política
logró retomar el poder, un poco la posesión del manejo del Estado.
Esta clase política trabajaba totalmente por sí misma y eso se
notaba (por ejemplo, menciono los 34 gobiernos que hubo entre 1918 y
1940), y los cargos eran una especie de pasaje (varios políticos
fueron tres o cuatro veces Primer Ministro).
La
desilusión fue aumentando con la depresión económica que también
tardó en llegar, pero que después golpeó a Francia muy fuerte, lo
que hacía que, poco a poco, nadie creyera más en la democracia, que
ya no servía. Entonces llegaron las opciones utópicas, las
ideologías y la tentación intelectual hacia las soluciones
perfectas (hay cierta fascinación del francés por la teoría, que
tiene que ser perfecta).
En
este sentido, ni hablar del número de veces que he oído decir: “No,
es que el estalinismo es una mala aplicación de la teoría perfecta
de Marx”. Yo creo que eso también viene en Francia, en América
Latina, con su fuerte tradición católica: queremos creencias
totales, y las ideologías, todos los “ismos”, las ofrecen. Yo
creo que (saltando al día de hoy) por eso los americanos se asustan
tanto con la idea de socialismo europeo, que no es nada sino una
calidad de vida mejor que la de Estados Unidos.
Había
una enorme división entre los intelectuales franceses, porque unos
decían “nuestra versión va a salvar Francia”, y cuando llega la
ocupación, la extrema derecha decide que su versión ha ganado y que
era hora de aplicarla en Europa.
ARM:
Algo que me llamó mucho la atención es que los alemanes trataron
con muchísimo respeto a los franceses (por supuesto, a los que les
iba muy mal era a los judíos y a los comunistas). Y, efectivamente,
siguió la fiesta, incluso en sentido estricto, como las de la casa
de Florence Gould; además, Sartre podía tomar vacaciones, se
estrenaban obras de teatro, se abrieron los cabarets. ¿Cómo fue que
un Estado totalitario permitió todo esto?
AR:
Es increíble. Primero, creo que desde el inicio los alemanes tenían
una ambivalencia: por un lado, tenían una admiración por la cultura
francesa; pero, por otro, también le tenían envidia y resentimiento
por la arrogancia de los galos ante el resto de Europa.
Los
que estaban manejando la cultura y parte de la política de la
ocupación del lado de los nazis eran personas que tenían simpatía
por la cultura francesa: había un embajador casado con una francesa,
otra con un jefe del instituto alemán, el censor Gerhard Heller,
etcétera.
Entonces
hubo este grupo de personas que sentían admiración por Francia. Al
mismo tiempo Joseph Goebbels quería que se normalizara la vida
cotidiana, que la gente se divirtiera, que no pensara en la
ocupación, pero también buscó que la cultura francesa ya no
tuviera impacto fuera de sus fronteras, y que fuera, sobre todo,
ligera, de entretenimiento y nada nacionalista, nada projudío,
probritánico o antialemán.
Goebbels
llegó tres meses después de la ocupación y se quejó de que en la
ciudad faltaba vida. Pero ya para el primer invierno se fueron
llenando los teatros y presentando las orquestas.
Después
los alemanes quisieron impresionar a los franceses con su cultura,
pero había un problema: el idioma. Estaba la música: llegó la
Filarmónica de Berlín, estaba Herbert von Karajan, y todo mundo
feliz. Pero si dejamos aparte la música, el teatro era imposible y
el cine era muy difícil de introducir en Francia. Los alemanes
también tenían un acuerdo con el sindicato de editores para hacer
traducción, y algunos como Bernard Grasset estaban buscando quedar
bien con aquellos porque pensaban que se iban a poder vender bien los
libros.
Entonces,
aparte de la música los alemanes no tuvieron impacto.
La
situación cultural se fue normalizando y la gente iba al teatro y a
cenar. Los artistas querían eso también, ya que tenían que
trabajar: una bailarina de 20 años no tenía otro trabajo y vivía
del salario que tenía de la ópera. A ella le llamaban y le decían:
“El miércoles empezamos los ensayos para la gala de apertura”, e
iban. Y claro, sí querían mostrar que tampoco había derrota
cultural.
También
estuvo el caso extraño de la Comédie Francaise con Jean Yonnel,
el rumano judío que era tan grande que
tuvieron que traerlo de regreso.
De
esa forma uno piensa que las líneas están totalmente claras, pero
se ve que no, que son borrosas: había colaboracionistas que ayudaron
a sus amigos y miembros de la Resistencia que estaban publicando
libros. También estaba Alfred Greven, nazi que estaba manejando la
cinematografía, quien dijo: “¿Dónde están los judíos? ¿Cómo
se pueden hacer películas sin judíos? Traigan algunos”. Entonces
había dos judíos que cambiaron de nombre y estaban trabajando con
los alemanes, pero que después estaban en la Resistencia.
Entonces
no es por nada que el público al final no entendía mucho, porque
los que se pusieron como jueces en el mundo de la literatura, como
Camus, como Sartre y muchos otros, estaban publicando; pero estaban
también los malos, los que, lamentablemente, en gran parte eran
periodistas.
ARM:
Tras la lectura de su libro me quedo con la idea de que hubo tres
posiciones principales de los intelectuales franceses ante la
ocupación nazi: por supuesto, la Resistencia, en la que podemos
meter a Camus; el colaboracionismo, que estaba muy bien ejemplificado
con Pierre Drieu de la Rochelle, y algunos que estaban esperando que
la liberación viniera por parte de Estados Unidos, como sería el
caso de André Malraux. ¿Así era?
AR:
Pero fue una especie orgánica que fue cambiando con el tiempo,
porque a una persona como François
Mauriac, quien al inicio publicó un libro y agradeció a Gerhard
Heller porque le dio más papel, después se mostró arrepentido por
haberlo hecho, y más aún cuando Heller enseñaba la copia del libro
con dedicatoria. Pero era una persona decente, no cabe duda.
También
hubo una nota durísima de Paul Claudel, en su diario, al final de
1940, cuando escribió: “Bueno, ya acabó aquella mierda de la
democracia. Aquellos profesores, sindicatos, sinvergüenzas, todo
hedía”. Él, que no fue un hombre político, acababa escribiendo
más o menos un elogio a Pétain; a los dos años se retiró de
cualquier posición pública.
La
confusión de André Gide al inicio de la ocupación es fascinante:
“Yo no me atrevo a abrir la boca porque no sé qué voy a decir y
después me voy a arrepentir”.
ARM:
Pero eso fue a partir de su experiencia con la Unión Soviética, muy
probablemente...
AR:
Ya había pasado por eso, que también es fascinante. Eso se vio en
España y se ha visto en todos lados, en Cuba, en Nicaragua: cómo el
que critica es defenestrado porque trató de decir “soy amigo, y lo
que estoy diciendo es como amigo”. Es como cuando a alguien le
dices: “Mira, honestamente, como tu cuate: estás bebiendo mucho, y
veo que sales peleado y todo, debes dejarlo un rato”, y te
responden: “¡Vete a la chingada, cabrón, no te metas en mi
vida!”.
El
pobre Gide publicó en las primeras ediciones de la Nouvelle
Revue Française,
y después se arrepintió y escribió “¡Ay, ay, ay!”. Pero la
pregunta se queda así: ¿qué haría yo, cómo hubiera sido yo en
esa situación?
ARM:
En ese sentido hay una parte del libro donde se recrea la discusión
que hubo tras la liberación sobre a quién se debería de procesar
como “traidor”, entre quienes fueron colaboracionistas y no
colaboracionistas. A partir de lo que me ha dicho, ¿cuál fue esa
línea divisoria? En este caso las condenas incluso implicaban pena
de muerte.
AR:
La variable más importante parece haber sido el tiempo; si lograbas
que no te agarraran en el mero inicio, con el tiempo tu probabilidad
de salvar el pellejo y después de ganar una amnistía era mayor. Hay
una frase de un viejo cínico que dijo: “¡Oh, Drieu, si se hubiera
quedado escondido dos años ya sería ministro!”. Eso capta el
cinismo del asunto.
El
problema, como decía, era que algunos que estaban en la Resistencia
también estaban en la vida pública, y ellos tenían que convencer a
la opinión pública de que ellos eran los buenos, y si por suerte
habían escrito en Les Lettres Françaises,
después casi tenían que decir que ellos no fueron.
Entonces
era un proceso muy interior, casi una batalla de clases entre ellos,
y el objetivo final yo creo que era salvar la reputación del
escritor, del intelectual engagé:
la idea de que todos seguimos con el derecho de opinar porque aunque
hemos probado que aunque muchos fueron malos y se equivocaron,
nosotros no.
ARM:
También al respecto hubo una intensa polémica entre Camus y
Mauriac, entre la justicia y la caridad.
AR:
Exactamente; el hecho de que al final no solamente era Camus sino
Jean Paulhan, una figura fascinante...
ARM:
Efectivamente: era gaullista pero colaboraba con Drieu de La
Rochelle...
AR:
Estaban lado a lado, pero estaba en la Resistencia y La Rochelle lo
sacó de la cárcel aunque lo odiaba. Él dijo cuando se estaban
llevando a los judíos: “No olviden a los niños, llévenlos
también”.
Pero
viene la cosa porque en América Latina y en muchos lados, cuando
ocurre una época autoritaria que se acaba con una revolución o una
liberación, vienen unas reglas que acaban con la transición y que
ya son otras. Estuve hace poco en Brasil justo en el momento en que
la Comisión de la Verdad estaba siendo nombrada por Dilma Rousseff;
hubo una tardanza de 30 años en atreverse a tocar el tema, y de
España ni hablar.
ARM:
En el libro también se habla de actos heroicos, de grandes ejemplos
de amistad, como, por ejemplo, donde habla del norteamericano Varian
Fry, quien salvó a muchos intelectuales de la persecución nazi,
pero también de estas relaciones entre los intelectuales franceses
que, pese a tener posiciones políticas contrarias, se respetaron y
no se denunciaron, como fue el caso de Marguerite Duras y Ramon
Fernandez...
AR:
Quien era hijo de mexicanos...
ARM:
...quienes hacían sus reuniones de la Resistencia y de los
fascistas, respectivamente, apenas separados por un piso.
AR:
Y la amistad entre Gide y André Malraux, por ejemplo, y la enemistad
entre Drieu de la Rochelle y Louis Aragon, quienes habían sido
grandes amigos. Estos son los peores, son como conversos religiosos.
También está el hecho de que quien salva la reputación y el
pellejo de Maurice Chevalier es Aragon; pero para eso le dijo:
“¿Cantas un poquito en las reuniones del Partido Comunista?”,
“¡Okey!”.
Es
fascinante e increíble, pero son ejemplos de la humanidad de los
hombres: así somos.
ARM:
Otra anotación que usted hace es que en medio de esta confusión, de
esa carencia de divisiones tajantes...
AR:
Yo cubrí la revolución nicaragüense durante un buen tiempo, y era
la cosa más sencilla que jamás he cubierto: allí estaban los
“buenos” y los “malos”. Claro, después del “día del
triunfo”, como le llamaron, ya no era así, pero hasta aquel
momento era la cosa más fácil del mundo. Yo estaba sujeto a
amenazas de muerte, pero era fácil.
ARM:
A lo que yo iba es a una mención de un editor en el libro, que decía
que en este florecimiento de la cultura, pese a la ocupación, hubo
también intereses comerciales.
AR:
Por eso es también que el mundo editorial estaba tan ansioso por
volver al negocio; los editores aceptaron el acuerdo con los alemanes
de ejercer la autocensura, cuando los alemanes ya habían cerrado
editoriales, pero no tenían los censores suficientes para la máquina
industrial editorial francesa. Esto lo hicieron los editores, quienes
aceptaron, también empujados por los autores que querían publicar.
ARM:
Hay otro personaje fascinante que es casi el único escritor alemán
que aparece: Ernst Jünger, quien escribió un libro en el que
alababa la cultura francesa.
AR:
Era un hombre fascinante; creo que llegó a los 100 años. Era un
héroe de la Primera Guerra Mundial y el que más medallas ganó,
además de que escribió un gran libro, Tempestades
de acero. Pero él se mantuvo a cierta
distancia; nunca se peleó con los nazis, estaba en la Wehrmacht y
conocía a muchos de los escritores, y andaba como pez en el agua.
Tenía mucha información que se quedó para él mismo.
También
hablo del salón literario de Florence Gould, porque allí entraban
nazis, fascistas, los de la Resistencia, y Jünger estaba muy
presente.
ARM:
Una de los temas que me atrajo del libro es que la chispa de la
resistencia entre los intelectuales franceses provino de etnólogos
que se organizaron alrededor del Museo del Hombre, y que no eran
propiamente escritores duros y maduros. ¿A qué se debió esto?
AR:
Yo creo que son las coincidencias extraordinarias de gente que había
estado afuera y que llegaron. La chispa de este grupo fue un ruso,
Boris Vildé, que se había medio naturalizado francés; llegó
herido después de haber escapado de la Wehrmacht, y que fue quien
empezó a decir: “Tenemos que hacer algo, ¿qué vamos a hacer?”.
Es impresionante aquel grupo.
ARM:
La conclusión a la que llega usted sobre los intelectuales se me
hace muy dura. Dice: “El caso francés ofrece una interesante
lección. Probablemente ningún otro país ilustra tan bien el
peligro que entraña una población educada para venerar las teorías,
que se convierten en terreno abonado para los extremismos”. Y al
final dice que hay que disminuir la importancia de los intelectuales
y de las ideas en el mundo.
AR:
Bueno, es que yo siento que el intelectual y el escritor mantienen su
importancia y su prestigio siempre y cuando mantengan su
independencia y libertad de pensamiento. Eso se pierde cuando empieza
a hacer compromisos ideológicos, lo que implica una pérdida de su
independencia, o cuando comienza a dejarse cooptar de manera que está
perdiendo su libertad. Este sería el caso que yo vi en mi
experiencia en México: experimenté la manera en que el gobierno
trataba de cooptar a los corresponsales extranjeros, y uno no se daba
cuenta hasta que la mano había llegado a las rodillas.
Entonces,
son dos peligros: la cooptación por la vanidad y por una especie de
ceguera ideológica. Pero uno puede decir, hoy en día, que en
México, que es un país mucho más abierto y libre, el papel de los
intelectuales, periodistas, escritores, es fundamental, porque la
clase política obviamente ha demostrado que no es capaz de producir
las ideas, las semillas para reformar el país, que lo modernice y
que lo haga viable.
Pese
a lo anterior, el país existe y funciona; hay muchas ideas, y no hay
necesariamente los grandes Fuentes o Paz, pero hay muchos nombres de
gente que está trabajando sobre las ideas de una manera
independiente, interesante, no siguiendo la línea.
*Entrevista
publicada en Etcétera,
núm. 150, mayo de 2013.
1 comentario:
Excelente entrevista, interesante y amena. Útil a mas no poder para los críticos de la cultura y para los historiadores.
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