Entrevista
con Leonardo Valdés Zurita
Por Ariel Ruiz
Mondragón
La transformación
política que en clave democrática ha experimentado México ha
llevado a la conformación de un sistema de partidos mucho más
complejo y elecciones más competidas que las que tuvo el país
durante la época del autoritarismo. El pluralismo político ha
tenido que ser encauzado mediante sucesivas reformas acordadas por la
clase política, lo que ha desembocado en la necesidad de buscar
amplios consensos para procurar políticas públicas que ayuden a
solucionar los problemas del país.
Justamente
sobre nuestro proceso democratizador Este
País
sostuvo una entrevista con Leonardo Valdés Zurita, actual Presidente
del Consejo General del Instituto Federal Electoral, quien se ha
dedicado desde la academia al estudio de los comicios en México.
Valdés Zurita es
doctor en Ciencia Social por El Colegio de México. Miembro del
Sistema Nacional de Investigadores, ha sido profesor titular en las
universidades Autónoma Metropolitana y de Guanajuato, así como
presidente de la Sociedad Mexicana de Estudios Electorales. También
formó parte del Consejo General del Instituto Electoral del Distrito
Federal.
Ariel
Ruiz (AR): Hace 20 años usted caracterizaba al sistema de partidos
mexicano, siguiendo a Giovanni Sartori, como de partido hegemónico
pragmático, cuya época clásica habría sido de 1958 a 1988. Desde
entonces hasta hoy, ¿cuáles han sido los principales cambios que
usted aprecia en ese sistema?
Leonardo
Valdés Zurita (LVZ):
Siguiendo al propio Sartori, hay que entender que las
transformaciones de los sistemas de partidos se producen por dos
vías: la endógena, las cuestiones internas, y las exógenas,
asuntos que suceden en el medio ambiente que están fuera del sistema
de partidos y que lo obligan a transformarse.
En
nuestro país se han presentado elementos tanto endógenos como
exógenos. Una de las características del partido hegemónico
señaladas por Sartori es que, además de que nunca pierde las
elecciones, tampoco se divide. Logra consolidar su hegemonía porque
logra mantenerse unido en torno a un proyecto, a un programa, a una
visión de la sociedad. En su libro, publicado a mediados de los años
setenta, Sartori ponía como ejemplos de sistema de partido
hegemónico al mexicano y al de Polonia.
Pero
en 1976 sucedió algo que empezó a impulsar cambios, algunos de
ellos endógenos. Hubo una crisis del Partido Acción Nacional (PAN),
por la que no postuló candidato a la Presidencia de la República, y
el Partido Revolucionario Institucional (PRI) presentó un candidato
al que se adhirieron el Partido Popular Socialista y el Partido
Auténtico de la Revolución Mexicana. Así fuimos a la primera
elección presidencial en la que oficialmente hubo un solo candidato
reconocido, quien ganó la elección porque no podía perderla. Esa
es la regla máxima del sistema de partido hegemónico.
Pero
también hubo un cambio exógeno: otra formación política, el
Partido Comunista Mexicano, que no tenía reconocimiento ni formaba
parte del sistema de partidos, decidió postular a Valentín Campa
como su candidato presidencial y logró una presencia nacional. Nunca
se pudo saber cuántos votos obtuvo Campa porque, al no ser un
candidato registrado, no se hizo el cómputo de los votos obtenidos.
Pero eso se convirtió en un elemento exógeno que llamó la atención
en el sentido de que había algún conglomerado social que no se
sentía representado por los partidos legalmente reconocidos y que
querían participar en el sistema de partidos.
Por
eso la reforma electoral de 1977 fue una reforma muy importante:
abrió el sistema de partidos a esas presiones exógenas para
incorporar nuevas fuerzas partidarias, de tal suerte que allí hubo
un momento de quiebre del sistema de partido hegemónico no por una
crisis sino por esta combinación de factores endógenos y exógenos.
Después
vino un segundo momento de quiebre que se dio en 1988, cuando ya
había más partidos políticos legalmente reconocidos y ya estaban
incorporados nuevos contingentes sociales a la lucha electoral. Fue
entonces cuando vino el proceso de postulación de candidato
presidencial del PRI.
Los
sistemas de partidos son sistemas de competencia de doble nivel: uno
interno, cuando los precandidatos compiten al interior de su partido
para definir quién es el candidato, y el segundo es cuando ya todos
los partidos tienen su candidato y van a la competencia por el cargo
de elección.
En
1988, en el partido hegemónico surgió la posibilidad de una
competencia interna para la selección de su candidato presidencial,
pero no tenía los recursos institucionales para darle cauce a un
proceso de competencia de esa naturaleza. Al final se tomó la
decisión de postular un candidato presidencial, y el otro
participante, el ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas, decidió separarse
del partido. Sartori dice: el partido hegemónico se mantiene como
tal porque no se divide, y sucedió que en 1988 hubo una división
del partido hegemónico, lo que hizo que se presentara otro elemento
endógeno de cambio en el sistema de partidos.
Yo
diría que todo este proceso de transformación ha tenido dos motores
y un resultado. Uno de los primeros ha sido la implantación del
pluralismo político en nuestra sociedad. Hasta los años setenta y
quizá los ochenta, el partido que nació de la Revolución Mexicana,
con la legitimidad que le dio el ser impulsor de las transformaciones
sociales de este país como producto del programa revolucionario,
acaparó la preferencia electoral de la gran mayoría de los
ciudadanos mexicanos, y cuando tenía algún riesgo de perder la
elección con una ley que no era muy equitativa, siempre tuvo
posibilidades de cometer, incluso en el límite, algún fraude en las
elecciones.
Pero
no se puede ocultar que ese partido tenía el apoyo mayoritario de la
población. Había una vocación unanimista en el pueblo mexicano
que, insisto, es totalmente comprensible: hubo un partido que
enarboló las banderas de una revolución social que transformó
significativamente este país. Pero eso, que se podría decir que fue
válido por varias décadas, empezó a hacer crisis en los años
sesenta con los movimientos médico y estudiantil, en los años
setenta con la guerrilla, en los años ochenta con la división del
propio partido hegemónico, y lo que empezamos a observar es que se
fue implantando el pluralismo político, lo que fue impulsando los
cambios.
El
otro motor es que nuestra clase política se dio cuenta de que era
necesario hacer modificaciones institucionales para darle cauce a ese
nuevo pluralismo político, y logró construir los acuerdos y los
consensos para ir modificando la Constitución, para reconocer nuevos
partidos y darles espacio a través de la representación
proporcional, primero en la Cámara de Diputados, después en los
ayuntamientos y después incluso en el Senado de la República, así
como para darles prerrogativas a los partidos políticos, para crear
un nuevo padrón electoral y el Instituto Federal Electoral (IFE)
después de la crisis de 1988.
Esto
es muy importante, porque en los países en los que no se han
sincronizado ese tipo de motores lo que tenemos es que el resultado
ha sido muy distinto al de México. En algunos países de Europa del
Este, cuando cayó el muro de Berlín y apareció un pluralismo
social que existía pero que no era reconocido, y no hicieron las
adecuaciones institucionales para darles cauce, se produjeron
movilizaciones sociales, revoluciones, desintegración de países y
la desaparición del socialismo real. Esto fue porque no se encendió
el motor del cambio institucional y no hubo instituciones para lograr
que esta pluralidad política de la sociedad pudiera expresarse en el
ámbito institucional.
En
otras naciones, como en una larga etapa en la India, hubo cambios
institucionales y en las normas que hicieron más competitivas las
elecciones, más equitativas y más justas, con autoridades más
imparciales, pero en donde la vocación unanimista o mayoritaria se
mantuvo sólida y un partido que tiene un origen que lo consolida
política e ideológicamente sigue gobernando. Así ocurrió allí
con el Partido del Congreso, que es la organización que surgió del
logro de la independencia de la India; nunca fue un partido
hegemónico, pero sí fue (y sigue siendo en alguna medida) un
partido dominante que gana la gran mayoría de las elecciones en un
ambiente institucional bastante equitativo, justo e imparcial, en una
democracia muy grande (un padrón electoral de 720 millones de
votantes). Ese partido se mantiene a pesar de las crisis y a pesar de
que han sido asesinados Indira Gandhi y después su hijo cuando eran
primeros ministros.
En
nuestro país sucedió, no por suerte sino por la evolución
histórica y, también hay que decirlo, por la inteligencia y el
compromiso democrático de un segmento importante de nuestra clase
política, que a ese desarrollo del pluralismo correspondiera un
cambio institucional que le ha ido dando cauce y que nos ha permitido
llegar a lo que hoy tenemos.
¿Qué
es lo que tenemos? Un sistema plural de partidos competitivo, que
cumple con el requisito básico de la democracia, como también
Sartori lo pone en su libro: donde no hay alternancia no hay
democracia. Y aun se va más lejos: no alternancia de facto, pero
alternancia como una posibilidad. ¿Qué quiere decir esto? Bueno,
donde se pone en juego el poder político en las elecciones, y los
ciudadanos deciden quien lo detenta, estamos hablando de una
democracia. Donde esto no ocurre entonces estamos hablando de otra
cosa que no es democracia.
De
tal suerte que tengo la convicción, no sólo como académico sino
como ciudadano y como funcionario electoral, que de los años setenta
del siglo pasado a la segunda década del siglo XXI hemos logrado una
transformación radical en términos de pasar de un sistema
hegemónico, en el que no había democracia en el sentido de la
posibilidad de la alternancia, a un sistema democrático en el que la
posibilidad de la alternancia en la Presidencia de la República, en
las gubernaturas, en las presidencias municipales, en las mayorías
en los congresos tanto federal como locales, es una realidad.
Nuestros
ciudadanos, creo yo, ya aprendieron que pueden votar en libertad, y
que al usar su voto pueden cambiar de gobierno si es que no están de
acuerdo con lo que éste, en una coyuntura histórica, está
proponiendo y realizando.
Eso
es un avance importante, pero además es expresado en una
conformación pluripartidista; no creamos un bipartidismo, quizá
porque México es tan grande y heterogéneo que no da para un sistema
bipartidista. Tenemos tres partidos muy fuertes, y a nivel nacional
otros cuatro que tienen presencia, y a nivel estatal tenemos 25
partidos políticos locales que reciben una cantidad de votos que les
permite mantenerse como opciones en ese nivel de competencia
política.
Creo
que en México no podemos confiarnos, pero podemos estar satisfechos
de lo que nos ha tocado vivir en este cambio histórico de ya varias
generaciones.
AR:
Sobre la transición democrática, en 1994 usted escribía que para
hablar del fin de la transición se requería que las elecciones
fueran procesos básicamente incuestionables, por lo cual deberían
tener, por una parte, validez legal, y credibilidad social, por la
otra. A partir de los cuestionamientos que ha habido en las
elecciones presidenciales de 2006, especialmente, y de 2012, ¿aquello
se ha logrado? Hace un año usted escribía sobre la falta de
credibilidad de los resultados por parte de los derrotados.
LVZ:
En los años noventa, cuando yo hacía ese alegato, las encuestas de
opinión estaban iniciándose. Las mediciones sobre la confianza en
el resultado de la elección todavía no existían, o por lo menos no
se publicaban, no había acceso a ese tipo de información. Hoy
existen, se publican, se debaten, y hoy uno de los argumentos para
decir que no hay credibilidad en las elecciones se basa en el hecho
de que las encuestas reportan ciertos porcentajes de desconfianza. Yo
diría que entonces a lo mejor eran mayores los porcentajes, nada más
que no lo sabíamos.
Hay
otras cosas que hay analizar con mucho cuidado; por ejemplo, que ese
reporte de encuesta es sobre un estado de ánimo que no siempre
informa sobre las acciones de la gente. Para ponerlo en términos muy
claros: con cierta frecuencia hay encuestas latinoamericanas que
dicen: “Los ciudadanos mexicanos no valoran la democracia;
preferirían otro régimen distinto al democrático si se resuelve el
problema social”. Es una llamada de atención; pero cuando usted
convoca por millones a los ciudadanos a ser funcionarios electorales,
ellos aceptan la capacitación y el día de las elecciones van e
instalan las casillas, reciben la votación, la cuentan, llenan las
actas y entregan los paquetes.
AR:
Otros se presentan como representantes de los partidos en las
casillas…
LVZ:
En la elección de 2012 hubo un millón de funcionarios de casilla y
dos millones de representantes de los partidos políticos, y más de
50 millones de ciudadanos de un padrón de 74 millones participaron
como votantes.
Entonces
la encuesta dice cosas, refleja el estado de ánimo, pero las
estadísticas de participación y de votación dicen otras cosas,
como que a lo mejor nos hemos vuelto más críticos y quisiéramos
que las cosas estuvieran mejor. Lo cierto es que estamos mejor
informados y que, también como producto de la democratización, hoy
podemos expresar nuestras opiniones con mayor libertad. Así, esa
legitimidad electoral de principios de los noventa, cuando apenas
habíamos pasado el tránsito del viejo sistema electoral que hizo
crisis en 1988, era una cosa, y otra es lo que hoy tenemos, que a mí
me parece que sí está vinculada con la otra cuestión que usted
señalaba y que es muy relevante.
Justo
en 1994 vino Felipe González a México y dio una conferencia
magistral en el IFE. Él había sido presidente del gobierno español
y recientemente había perdido la reelección. En aquella ocasión
dijo: “La aceptabilidad de la derrota, condición de la
democracia”. Era una reflexión sobre su propia experiencia; había
perdido y había tenido dos opciones: aceptar o no aceptar, y había
decidido lo primero. Posiblemente en esa elección pudo haber, como
en todas las elecciones, algunos niveles de conductas que no se
apegan a derecho. No hay elección que sea ciento por ciento aséptica
porque la elección es pasión, porque dependiendo de lo cerrada que
sea la competencia esa pasión arrolla no solamente a los candidatos
sino también a sus simpatizantes, a sus seguidores, a sus votantes.
Yo
les decía a mis alumnos cuando era profesor: las elecciones, en
primer lugar, son pasión, y en última instancia son mucha pasión.
El proceso electoral son movilizaciones de masas, la
retroalimentación que tiene el candidato con sus seguidores, y es
lógico que piense que puede ganar pues hace concentraciones muy
grandes. Normalmente el candidato no se enfrenta con quienes no están
de acuerdo con él, y entonces piensa que todos están de acuerdo con
él, y es cierto: son todos los que van a sus eventos, a sus mítines;
pero de los que no van, es posible que la gran mayoría no estén de
acuerdo con él y acepten otra opción.
Entonces
el aceptar la derrota es un ingrediente democratizador porque es lo
que le permite a un sistema resolver institucionalmente esas pasiones
que se desatan en los procesos electorales. También decía Sartori:
los sistemas de partidos se constituyen cuando las facciones dejan de
serlo y empiezan a ser partidos. Eso quiere decir: cuando dejan de
perseguir el interés de sus agremiados y empiezan a perseguir el
interés de la nación, definido por ese partido, que no es el mismo
que define otro partido. En ese momento, en su interpretación de
cuál es el interés de la nación tiene que entender que ese partido
es parte de un todo que lo supera, que hay otros que tienen otra
visión, otro proyecto que es tan válido como el propio, y que en la
democracia los proyectos pueden ir alternándose en función de su
capacidad de obtener el apoyo de los ciudadanos en elecciones libres
y justas. Y en ese proceso aceptar la derrota es fundamental porque
eso le da continuidad al sistema y le permite que fluya la
competencia democrática, y no sólo eso, sino que también se den
condiciones de democracia consensual en donde quien ganó tenga que
escuchar las propuestas de quien perdió y haga un esfuerzo por
incorporar sus demandas a un programa de gobierno que permita el
desarrollo y la estabilidad.
Hoy,
siendo legales nuestras elecciones, tienen todavía un pequeño
déficit de legitimidad vinculado con un déficit de cultura cívica
de nuestras elites políticas y de una parte de la ciudadanía que,
efectivamente, todavía no se incorpora a la cultura democrática que
reconoce la diferencia, que acepta la pluralidad, que cultiva la
tolerancia, que persigue el estado de derecho, que acata la norma y
que cumple con sus obligaciones.
La
cultura política es algo que se transforma pero en plazos muy
largos, que no se agotan en 20 o 30 años; en Europa, en Estados
Unidos, en Canadá, costó cientos de años ir construyendo esa
cultura democrática.
AR:
En un artículo del año pasado escribió usted que nuestra
democracia aún no ha dado resultados tangibles en el ámbito de la
resolución de los grandes problemas del país. ¿Por qué ha
ocurrido esto?
LVZ:
Hay que tomar en cuenta dos cosas: primera, la democracia no está
pensada ni diseñada para resolver otros problemas sociales, sino
para resolver un problema: quién gobierna, y si ese gobernante va a
hacerlo a partir de la legalidad y va a tener un ejercicio legítimo.
Yo creo que en eso hemos avanzado.
Segunda,
considero que 2006 es una clara muestra de que se nos desincronizaron
los motores del cambio político. El pluralismo avanzó tanto que
llegamos a una elección de 0.56 por ciento de diferencia; ¿qué
elección más plural y competida que esa elección presidencial,
donde la diferencia fue tan estrecha? Pero desde 1996 el cambio
institucional se había detenido, estaba como apagado el motor del
cambio institucional; no se consideró, después de la alternancia
presidencial de 2000, la necesidad de hacer reformas electorales para
actualizar el sistema en materias tan sensibles como la participación
de los medios de comunicación (que cada vez son más importantes) y
la fiscalización de los recursos que utilizan los partidos
políticos. Por eso en 2007 se le volvió a dar marcha al motor del
cambio institucional y tenemos una reforma constitucional en 2007 y
al Cofipe en 2008, una reforma muy profunda que atacó justamente
aquellos temas.
Así,
se estableció que el IFE no se detendrá por secretos bancarios,
fiscales o fiduciarios en esa materia; que habría una unidad técnica
especializada con autonomía de gestión para llevar a cabo ese
trabajo de fiscalización en el IFE; cambió el modelo de
comunicación política (se prohibió comprar tiempo a los partidos y
a los particulares en la radio y la televisión, y se les otorgó
acceso gratuito a esos medios a través del tiempo oficial); se le
dio al IFE la facultad de administrar el tiempo en radio y televisión
para las campañas electorales; se estableció un procedimiento
especial sancionador para que las quejas que presenten los partidos
políticos se resuelvan rápido y no se acumulen y agreguen agravios
que después ya no se pueden resolver cuando se está calificando la
elección, entre otros aspectos. Esto fue volver a sincronizar el
motor del cambio institucional con el motor de la implantación del
pluralismo.
Lo
que nos ha producido este fenómeno es que ahora las elecciones sean
más competidas, y los márgenes entre primero, segundo y tercer
lugar sean cada vez más estrechos. Las alternancias son ahora mucho
más frecuentes en todos los niveles gubernamentales, y también está
el fenómeno que empezó desde 1997 con la elección de la Cámara de
Diputados y es el de los gobiernos divididos: el partido del
Presidente no tiene la mayoría de los diputados ni de los senadores.
Eso en las democracias más tradicionales se convierte en una
limitación para tomar decisiones, porque si el Presidente tiene como
proyecto una ley fiscal, pero su partido es minoritario en el
Congreso, pues no se va a aprobar.
Un
poco de eso estuvimos viviendo desde la alternancia en la Presidencia
hasta hace muy poco tiempo. El nuestro no es un sistema bipartidista
sino pluripartidista, y la pluralidad está expresada en los órganos
legislativos, y en este tipo de sistemas ¿cuál es la solución? Lo
que en teoría política llamamos democracia consensual, donde para
gobernar no basta tener mayoría sino que hay que construir la
mayoría más amplia posible, lo que quiere decir que quien gana se
sienta a negociar con los que perdieron.
Yo
creo que el Pacto por México, que se firmó el año pasado, es un
primer intento de democracia consensual en este país. Me da la
impresión de que el Presidente, que no tiene mayoría en el
Congreso, se dio cuenta de que, para darle gobernabilidad al sistema,
necesita construir un programa de gobierno con las otras fuerzas
políticas, porque soportarse solo en su fuerza política no le da
gobernabilidad y sobre todo no le permite aprobar o proponer las
reformas para resolver otros problemas que tiene el país. De lo que
está en el pacto algunas eran propuestas originales del presidente
Enrique Peña Nieto y de su partido, pero otras no, que son
propuestas del PAN y del PRD que se han conformado en un programa de
gobierno por lo menos a corto plazo, y que permitirán ir avanzando
en la solución de los problemas de esta nación.
También
hay que ser equitativos y objetivos: hubo en los sexenios anteriores
reformas constitucionales trascendentes para la gobernabilidad de
nuestro país y para los derechos de los ciudadanos, que se lograron
a pesar de que el partido del Presidente no tenía mayoría en el
Congreso de la Unión ni de 2000 a 2006 ni de 2006 a 2012. Me
refiero, por ejemplo, a toda la reforma de transparencia y la
creación del IFAI, a poner a disposición de la ciudadanía
información sensible, sobre todo del uso de los recursos públicos
por parte de las instituciones gubernamentales, lo que fue un avance
significativo que está alineado con un tema que es fundamental en la
democracia: la rendición de cuentas.
En
2011 también hubo un avance fundamental en la reforma al artículo
primero de la Constitución para darle un nuevo nivel a los derechos
humanos, de tal suerte que, a pesar de que estábamos en una
situación de gobierno dividido y de que seguimos en ella, la
experiencia de los dos sexenios anteriores es que en algunos temas
sensibles para nuestra población se logró avanzar.
Ahora
estamos, con este nuevo ensayo de democracia consensual, ante la
posibilidad de que se avance más, sobre todo en aquellas decisiones
institucionales que ayuden a establecer los cimientos de nuevas
políticas públicas que resuelvan los problemas de educación, del
empleo, de la vivienda, del desarrollo económico, problemas que
tenemos desde que nos constituimos como nación en el siglo XIX.
AR:
¿Cuáles son los principales problemas de la democracia mexicana en
la actualidad? Por ejemplo, usted ha abordado uno crucial: la
educación cívica.
LVZ:
Prefiero plantearlos como déficits, lo que están en tres áreas:
primero, el tema de la cultura democrática, de esta perspectiva de
educación cívica en la que se generen, desarrollen y profundicen
los valores democráticos, el reconocimiento y el respeto a la
diversidad de puntos de vista, el esfuerzo por no solamente tolerar
la opinión diferente sino por integrarla en la opinión propia.
Ese
pluralismo político se logra consolidar bien en los sistemas
democráticos cuando va acompañado también del pluralismo cultural,
societal, cuando a la persona no se le discrimina por el color de su
piel, por su origen étnico, por su preferencia sexual, cuando se
permiten las expresiones culturales diversas.
Ese
es un ingrediente fundamental de todo sistema democrático e,
insisto, en México estamos apenas dando los primeros pasos en esa
materia. En nuestro país hasta hace poco tiempo no se podían
debatir temas tan importantes como los derechos de las mujeres a
decidir sobre su maternidad, y en muchos estados de la República
sigue siendo un delito la interrupción del embarazo cuando es un
derecho fundamental de una mujer el decidir sobre su reproducción.
Nos
toca a todos, a las autoridades gubernamentales, al IFE, a las
universidades, a los medios de comunicación, a las oenegés, a las
organizaciones sindicales y patronales fomentar la reflexión acerca
de cómo hacer nuestros los valores democráticos y cómo vivir en la
diversidad social, cultural, política y religiosa.
Segundo:
nuestro sistema de partidos. Ya tenemos uno plural, y ya tenemos que
se participa en el segundo nivel de competencia en términos
equitativos y democráticos; pero el primer nivel de competencia no
está resuelto: seguimos sin tener una ley de partidos que obligue a
estos a observar principios y procedimientos democráticos en la
elección de sus candidatos, de sus dirigentes.
Desde
mi punto de vista, lo que necesitamos es una ley de partidos que
resuelva temas como la cuota de género no en el registro de
candidatos, sino en sus procesos internos de selección, y que además
estos se ajusten a los principios democráticos: que tengan padrón
de militantes auditable, que los precandidatos tengan la posibilidad
de hacer sus campañas y transmitir su mensaje.
El
tercer déficit es el que tiene que ver con el procesamiento del
segundo nivel de competencia, que es no solamente respetar las reglas
de la competencia, aceptar los resultados y reconocer las derrotas
cuando se presenten, sino después de eso entender que hay
posibilidades de participar en los consensos, pero no sólo como
voluntad de los dirigentes políticos sino también en el marco
institucional. A mí me parece que las democracias consensuales se
consolidan incluso en regímenes presidenciales que tienen algunos
elementos de parlamentarismo, como cuando el Presidente elige a su
secretario pero lo ratifica un órgano legislativo, de tal suerte que
el postulado deberá tener competencias técnicas y políticas para
el cargo al está siendo propuesto. Si a esto le agregamos un buen
servicio civil de carrera en las administraciones públicas federal y
locales, podríamos tener que ese último nivel de la democracia, en
donde ya no estamos pensando solo en cómo se elige al gobernante
sino en cómo gobierna, cuál es el mandato que tiene que satisfacer,
podríamos encontrar también incentivos institucionales para que se
resuelvan los problemas, para que se construyan decisiones y sobre
todo para que se dé confianza de que efectivamente quienes están en
los cargos de responsabilidad son personas competentes,
En
este aspecto hay que revisar el tema de la reelección de los
diputados y de los senadores; no creo que sea el momento de pensar en
la de Presidente de la República y de gobernadores, porque tenemos
periodos muy largos de ejercicio (seis años). Sería conveniente que
en el caso de los diputados se pensara en dos reelecciones después
de una primera elección para que pudieran tener un periodo de hasta
nueve años si hacen bien su trabajo y de presentarse a la reelección
para rendir cuentas.
Para
los senadores, que hoy tienen un periodo de seis años, habría que
pensar que con una reelección podrían llegar hasta a 12 años en
esa posición; en el caso de los presidentes municipales, que tienen
periodos muy cortos de tres años, habría que pensar no en dos sino
hasta en tres reelecciones sucesivas. Eso le daría solidez a un
sistema democrático con rendición de cuentas, que es uno de los
requisitos de la democracia.
AR:
¿Qué opina de la propuesta de creación del Instituto Nacional de
Elecciones?
LVZ:
Yo creo que es una buena idea. Observo que el Pacto por México es un
primer ensayo de democracia consensual, y yo lo celebro porque es un
estadio superior del desarrollo democrático de nuestro país y creo
que es una decisión inteligente por parte de las fuerzas políticas.
Están clarísimos los 95 puntos, y entre ellos uno es la creación
de un Instituto Nacional de Elecciones, propuesta que va acompañada
de la Ley Nacional de Elecciones y de una Ley General de Partidos
Políticos.
Yo
creo que son tres elementos que se tienen que pensar integralmente,
no podemos avanzar solamente en uno de ellos; habría que pensar en
que es un trípode para el desarrollo del sistema electoral mexicano.
Además
diría que si se resuelven bien los temas torales de la Ley de
Partidos y se impulsa la democratización de los partidos, es una
aportación importante; si en una Ley Nacional de Elecciones logramos
homogeneizar las condiciones de competencia para la Presidencia de la
República pero también para las presidencias municipales y todo lo
que hay en medio, y establecemos condiciones de equidad para la
competencia, será un aporte importante. Con esas dos leyes una
autoridad electoral nacional podría hacerse cargo de una buena
conducción y organización de las elecciones y de dar confianza a
los ciudadanos de que los votos se cuentan bien y de que cuentan en
las decisiones de gobierno
Esto,
además, tendría un ingrediente: sí habría un ahorro presupuestal,
quizá no demasiado grande pero sí lo habría, lo que nunca es
despreciable y menos en un país como el nuestro, con tantas
carencias y que necesita de tantas inversiones para resolver
problemas.
Finalmente
hay que decir que ese instituto nacional electoral puede aprovechar
la experiencia institucional del IFE y su servicio profesional, que
es un activo de la democracia mexicana. Se trata de funcionarios que
están permanentemente en procesos de capacitación y de evaluación,
siempre procurando que sus acciones sean profesionales y totalmente
imparciales, lo que genera menos litigios en términos de la
conducción de los procesos electorales. También que los partidos
políticos, pero sobre todo los ciudadanos, tengan confianza en que
en el proceso electoral hubo condiciones de equidad, que se pudo
votar en libertad y que quien la mayoría haya decidido que debe
ocupar una posición por un plazo determinado será quien la ocupará.
*Una
versión un poco más breve de esta entrevista se publicó en Este
País, núm. 270, octubre de 2013.
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