miércoles, diciembre 04, 2013

Hacia una democracia consensual. Entrevista con Leonardo Valdés Zurita

 Hacia una democracia consensual
Entrevista con Leonardo Valdés Zurita
Por Ariel Ruiz Mondragón
La transformación política que en clave democrática ha experimentado México ha llevado a la conformación de un sistema de partidos mucho más complejo y elecciones más competidas que las que tuvo el país durante la época del autoritarismo. El pluralismo político ha tenido que ser encauzado mediante sucesivas reformas acordadas por la clase política, lo que ha desembocado en la necesidad de buscar amplios consensos para procurar políticas públicas que ayuden a solucionar los problemas del país.
Justamente sobre nuestro proceso democratizador Este País sostuvo una entrevista con Leonardo Valdés Zurita, actual Presidente del Consejo General del Instituto Federal Electoral, quien se ha dedicado desde la academia al estudio de los comicios en México.
Valdés Zurita es doctor en Ciencia Social por El Colegio de México. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores, ha sido profesor titular en las universidades Autónoma Metropolitana y de Guanajuato, así como presidente de la Sociedad Mexicana de Estudios Electorales. También formó parte del Consejo General del Instituto Electoral del Distrito Federal.

Ariel Ruiz (AR): Hace 20 años usted caracterizaba al sistema de partidos mexicano, siguiendo a Giovanni Sartori, como de partido hegemónico pragmático, cuya época clásica habría sido de 1958 a 1988. Desde entonces hasta hoy, ¿cuáles han sido los principales cambios que usted aprecia en ese sistema?
Leonardo Valdés Zurita (LVZ): Siguiendo al propio Sartori, hay que entender que las transformaciones de los sistemas de partidos se producen por dos vías: la endógena, las cuestiones internas, y las exógenas, asuntos que suceden en el medio ambiente que están fuera del sistema de partidos y que lo obligan a transformarse.
En nuestro país se han presentado elementos tanto endógenos como exógenos. Una de las características del partido hegemónico señaladas por Sartori es que, además de que nunca pierde las elecciones, tampoco se divide. Logra consolidar su hegemonía porque logra mantenerse unido en torno a un proyecto, a un programa, a una visión de la sociedad. En su libro, publicado a mediados de los años setenta, Sartori ponía como ejemplos de sistema de partido hegemónico al mexicano y al de Polonia.
Pero en 1976 sucedió algo que empezó a impulsar cambios, algunos de ellos endógenos. Hubo una crisis del Partido Acción Nacional (PAN), por la que no postuló candidato a la Presidencia de la República, y el Partido Revolucionario Institucional (PRI) presentó un candidato al que se adhirieron el Partido Popular Socialista y el Partido Auténtico de la Revolución Mexicana. Así fuimos a la primera elección presidencial en la que oficialmente hubo un solo candidato reconocido, quien ganó la elección porque no podía perderla. Esa es la regla máxima del sistema de partido hegemónico.
Pero también hubo un cambio exógeno: otra formación política, el Partido Comunista Mexicano, que no tenía reconocimiento ni formaba parte del sistema de partidos, decidió postular a Valentín Campa como su candidato presidencial y logró una presencia nacional. Nunca se pudo saber cuántos votos obtuvo Campa porque, al no ser un candidato registrado, no se hizo el cómputo de los votos obtenidos. Pero eso se convirtió en un elemento exógeno que llamó la atención en el sentido de que había algún conglomerado social que no se sentía representado por los partidos legalmente reconocidos y que querían participar en el sistema de partidos.
Por eso la reforma electoral de 1977 fue una reforma muy importante: abrió el sistema de partidos a esas presiones exógenas para incorporar nuevas fuerzas partidarias, de tal suerte que allí hubo un momento de quiebre del sistema de partido hegemónico no por una crisis sino por esta combinación de factores endógenos y exógenos.
Después vino un segundo momento de quiebre que se dio en 1988, cuando ya había más partidos políticos legalmente reconocidos y ya estaban incorporados nuevos contingentes sociales a la lucha electoral. Fue entonces cuando vino el proceso de postulación de candidato presidencial del PRI.
Los sistemas de partidos son sistemas de competencia de doble nivel: uno interno, cuando los precandidatos compiten al interior de su partido para definir quién es el candidato, y el segundo es cuando ya todos los partidos tienen su candidato y van a la competencia por el cargo de elección.
En 1988, en el partido hegemónico surgió la posibilidad de una competencia interna para la selección de su candidato presidencial, pero no tenía los recursos institucionales para darle cauce a un proceso de competencia de esa naturaleza. Al final se tomó la decisión de postular un candidato presidencial, y el otro participante, el ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas, decidió separarse del partido. Sartori dice: el partido hegemónico se mantiene como tal porque no se divide, y sucedió que en 1988 hubo una división del partido hegemónico, lo que hizo que se presentara otro elemento endógeno de cambio en el sistema de partidos.
Yo diría que todo este proceso de transformación ha tenido dos motores y un resultado. Uno de los primeros ha sido la implantación del pluralismo político en nuestra sociedad. Hasta los años setenta y quizá los ochenta, el partido que nació de la Revolución Mexicana, con la legitimidad que le dio el ser impulsor de las transformaciones sociales de este país como producto del programa revolucionario, acaparó la preferencia electoral de la gran mayoría de los ciudadanos mexicanos, y cuando tenía algún riesgo de perder la elección con una ley que no era muy equitativa, siempre tuvo posibilidades de cometer, incluso en el límite, algún fraude en las elecciones.
Pero no se puede ocultar que ese partido tenía el apoyo mayoritario de la población. Había una vocación unanimista en el pueblo mexicano que, insisto, es totalmente comprensible: hubo un partido que enarboló las banderas de una revolución social que transformó significativamente este país. Pero eso, que se podría decir que fue válido por varias décadas, empezó a hacer crisis en los años sesenta con los movimientos médico y estudiantil, en los años setenta con la guerrilla, en los años ochenta con la división del propio partido hegemónico, y lo que empezamos a observar es que se fue implantando el pluralismo político, lo que fue impulsando los cambios.
El otro motor es que nuestra clase política se dio cuenta de que era necesario hacer modificaciones institucionales para darle cauce a ese nuevo pluralismo político, y logró construir los acuerdos y los consensos para ir modificando la Constitución, para reconocer nuevos partidos y darles espacio a través de la representación proporcional, primero en la Cámara de Diputados, después en los ayuntamientos y después incluso en el Senado de la República, así como para darles prerrogativas a los partidos políticos, para crear un nuevo padrón electoral y el Instituto Federal Electoral (IFE) después de la crisis de 1988.
Esto es muy importante, porque en los países en los que no se han sincronizado ese tipo de motores lo que tenemos es que el resultado ha sido muy distinto al de México. En algunos países de Europa del Este, cuando cayó el muro de Berlín y apareció un pluralismo social que existía pero que no era reconocido, y no hicieron las adecuaciones institucionales para darles cauce, se produjeron movilizaciones sociales, revoluciones, desintegración de países y la desaparición del socialismo real. Esto fue porque no se encendió el motor del cambio institucional y no hubo instituciones para lograr que esta pluralidad política de la sociedad pudiera expresarse en el ámbito institucional.
En otras naciones, como en una larga etapa en la India, hubo cambios institucionales y en las normas que hicieron más competitivas las elecciones, más equitativas y más justas, con autoridades más imparciales, pero en donde la vocación unanimista o mayoritaria se mantuvo sólida y un partido que tiene un origen que lo consolida política e ideológicamente sigue gobernando. Así ocurrió allí con el Partido del Congreso, que es la organización que surgió del logro de la independencia de la India; nunca fue un partido hegemónico, pero sí fue (y sigue siendo en alguna medida) un partido dominante que gana la gran mayoría de las elecciones en un ambiente institucional bastante equitativo, justo e imparcial, en una democracia muy grande (un padrón electoral de 720 millones de votantes). Ese partido se mantiene a pesar de las crisis y a pesar de que han sido asesinados Indira Gandhi y después su hijo cuando eran primeros ministros.
En nuestro país sucedió, no por suerte sino por la evolución histórica y, también hay que decirlo, por la inteligencia y el compromiso democrático de un segmento importante de nuestra clase política, que a ese desarrollo del pluralismo correspondiera un cambio institucional que le ha ido dando cauce y que nos ha permitido llegar a lo que hoy tenemos.
¿Qué es lo que tenemos? Un sistema plural de partidos competitivo, que cumple con el requisito básico de la democracia, como también Sartori lo pone en su libro: donde no hay alternancia no hay democracia. Y aun se va más lejos: no alternancia de facto, pero alternancia como una posibilidad. ¿Qué quiere decir esto? Bueno, donde se pone en juego el poder político en las elecciones, y los ciudadanos deciden quien lo detenta, estamos hablando de una democracia. Donde esto no ocurre entonces estamos hablando de otra cosa que no es democracia.
De tal suerte que tengo la convicción, no sólo como académico sino como ciudadano y como funcionario electoral, que de los años setenta del siglo pasado a la segunda década del siglo XXI hemos logrado una transformación radical en términos de pasar de un sistema hegemónico, en el que no había democracia en el sentido de la posibilidad de la alternancia, a un sistema democrático en el que la posibilidad de la alternancia en la Presidencia de la República, en las gubernaturas, en las presidencias municipales, en las mayorías en los congresos tanto federal como locales, es una realidad.
Nuestros ciudadanos, creo yo, ya aprendieron que pueden votar en libertad, y que al usar su voto pueden cambiar de gobierno si es que no están de acuerdo con lo que éste, en una coyuntura histórica, está proponiendo y realizando.
Eso es un avance importante, pero además es expresado en una conformación pluripartidista; no creamos un bipartidismo, quizá porque México es tan grande y heterogéneo que no da para un sistema bipartidista. Tenemos tres partidos muy fuertes, y a nivel nacional otros cuatro que tienen presencia, y a nivel estatal tenemos 25 partidos políticos locales que reciben una cantidad de votos que les permite mantenerse como opciones en ese nivel de competencia política.
Creo que en México no podemos confiarnos, pero podemos estar satisfechos de lo que nos ha tocado vivir en este cambio histórico de ya varias generaciones.

AR: Sobre la transición democrática, en 1994 usted escribía que para hablar del fin de la transición se requería que las elecciones fueran procesos básicamente incuestionables, por lo cual deberían tener, por una parte, validez legal, y credibilidad social, por la otra. A partir de los cuestionamientos que ha habido en las elecciones presidenciales de 2006, especialmente, y de 2012, ¿aquello se ha logrado? Hace un año usted escribía sobre la falta de credibilidad de los resultados por parte de los derrotados.
LVZ: En los años noventa, cuando yo hacía ese alegato, las encuestas de opinión estaban iniciándose. Las mediciones sobre la confianza en el resultado de la elección todavía no existían, o por lo menos no se publicaban, no había acceso a ese tipo de información. Hoy existen, se publican, se debaten, y hoy uno de los argumentos para decir que no hay credibilidad en las elecciones se basa en el hecho de que las encuestas reportan ciertos porcentajes de desconfianza. Yo diría que entonces a lo mejor eran mayores los porcentajes, nada más que no lo sabíamos.
Hay otras cosas que hay analizar con mucho cuidado; por ejemplo, que ese reporte de encuesta es sobre un estado de ánimo que no siempre informa sobre las acciones de la gente. Para ponerlo en términos muy claros: con cierta frecuencia hay encuestas latinoamericanas que dicen: “Los ciudadanos mexicanos no valoran la democracia; preferirían otro régimen distinto al democrático si se resuelve el problema social”. Es una llamada de atención; pero cuando usted convoca por millones a los ciudadanos a ser funcionarios electorales, ellos aceptan la capacitación y el día de las elecciones van e instalan las casillas, reciben la votación, la cuentan, llenan las actas y entregan los paquetes.

AR: Otros se presentan como representantes de los partidos en las casillas…
LVZ: En la elección de 2012 hubo un millón de funcionarios de casilla y dos millones de representantes de los partidos políticos, y más de 50 millones de ciudadanos de un padrón de 74 millones participaron como votantes.
Entonces la encuesta dice cosas, refleja el estado de ánimo, pero las estadísticas de participación y de votación dicen otras cosas, como que a lo mejor nos hemos vuelto más críticos y quisiéramos que las cosas estuvieran mejor. Lo cierto es que estamos mejor informados y que, también como producto de la democratización, hoy podemos expresar nuestras opiniones con mayor libertad. Así, esa legitimidad electoral de principios de los noventa, cuando apenas habíamos pasado el tránsito del viejo sistema electoral que hizo crisis en 1988, era una cosa, y otra es lo que hoy tenemos, que a mí me parece que sí está vinculada con la otra cuestión que usted señalaba y que es muy relevante.
Justo en 1994 vino Felipe González a México y dio una conferencia magistral en el IFE. Él había sido presidente del gobierno español y recientemente había perdido la reelección. En aquella ocasión dijo: “La aceptabilidad de la derrota, condición de la democracia”. Era una reflexión sobre su propia experiencia; había perdido y había tenido dos opciones: aceptar o no aceptar, y había decidido lo primero. Posiblemente en esa elección pudo haber, como en todas las elecciones, algunos niveles de conductas que no se apegan a derecho. No hay elección que sea ciento por ciento aséptica porque la elección es pasión, porque dependiendo de lo cerrada que sea la competencia esa pasión arrolla no solamente a los candidatos sino también a sus simpatizantes, a sus seguidores, a sus votantes.
Yo les decía a mis alumnos cuando era profesor: las elecciones, en primer lugar, son pasión, y en última instancia son mucha pasión. El proceso electoral son movilizaciones de masas, la retroalimentación que tiene el candidato con sus seguidores, y es lógico que piense que puede ganar pues hace concentraciones muy grandes. Normalmente el candidato no se enfrenta con quienes no están de acuerdo con él, y entonces piensa que todos están de acuerdo con él, y es cierto: son todos los que van a sus eventos, a sus mítines; pero de los que no van, es posible que la gran mayoría no estén de acuerdo con él y acepten otra opción.
Entonces el aceptar la derrota es un ingrediente democratizador porque es lo que le permite a un sistema resolver institucionalmente esas pasiones que se desatan en los procesos electorales. También decía Sartori: los sistemas de partidos se constituyen cuando las facciones dejan de serlo y empiezan a ser partidos. Eso quiere decir: cuando dejan de perseguir el interés de sus agremiados y empiezan a perseguir el interés de la nación, definido por ese partido, que no es el mismo que define otro partido. En ese momento, en su interpretación de cuál es el interés de la nación tiene que entender que ese partido es parte de un todo que lo supera, que hay otros que tienen otra visión, otro proyecto que es tan válido como el propio, y que en la democracia los proyectos pueden ir alternándose en función de su capacidad de obtener el apoyo de los ciudadanos en elecciones libres y justas. Y en ese proceso aceptar la derrota es fundamental porque eso le da continuidad al sistema y le permite que fluya la competencia democrática, y no sólo eso, sino que también se den condiciones de democracia consensual en donde quien ganó tenga que escuchar las propuestas de quien perdió y haga un esfuerzo por incorporar sus demandas a un programa de gobierno que permita el desarrollo y la estabilidad.
Hoy, siendo legales nuestras elecciones, tienen todavía un pequeño déficit de legitimidad vinculado con un déficit de cultura cívica de nuestras elites políticas y de una parte de la ciudadanía que, efectivamente, todavía no se incorpora a la cultura democrática que reconoce la diferencia, que acepta la pluralidad, que cultiva la tolerancia, que persigue el estado de derecho, que acata la norma y que cumple con sus obligaciones.
La cultura política es algo que se transforma pero en plazos muy largos, que no se agotan en 20 o 30 años; en Europa, en Estados Unidos, en Canadá, costó cientos de años ir construyendo esa cultura democrática.

AR: En un artículo del año pasado escribió usted que nuestra democracia aún no ha dado resultados tangibles en el ámbito de la resolución de los grandes problemas del país. ¿Por qué ha ocurrido esto?
LVZ: Hay que tomar en cuenta dos cosas: primera, la democracia no está pensada ni diseñada para resolver otros problemas sociales, sino para resolver un problema: quién gobierna, y si ese gobernante va a hacerlo a partir de la legalidad y va a tener un ejercicio legítimo. Yo creo que en eso hemos avanzado.
Segunda, considero que 2006 es una clara muestra de que se nos desincronizaron los motores del cambio político. El pluralismo avanzó tanto que llegamos a una elección de 0.56 por ciento de diferencia; ¿qué elección más plural y competida que esa elección presidencial, donde la diferencia fue tan estrecha? Pero desde 1996 el cambio institucional se había detenido, estaba como apagado el motor del cambio institucional; no se consideró, después de la alternancia presidencial de 2000, la necesidad de hacer reformas electorales para actualizar el sistema en materias tan sensibles como la participación de los medios de comunicación (que cada vez son más importantes) y la fiscalización de los recursos que utilizan los partidos políticos. Por eso en 2007 se le volvió a dar marcha al motor del cambio institucional y tenemos una reforma constitucional en 2007 y al Cofipe en 2008, una reforma muy profunda que atacó justamente aquellos temas.
Así, se estableció que el IFE no se detendrá por secretos bancarios, fiscales o fiduciarios en esa materia; que habría una unidad técnica especializada con autonomía de gestión para llevar a cabo ese trabajo de fiscalización en el IFE; cambió el modelo de comunicación política (se prohibió comprar tiempo a los partidos y a los particulares en la radio y la televisión, y se les otorgó acceso gratuito a esos medios a través del tiempo oficial); se le dio al IFE la facultad de administrar el tiempo en radio y televisión para las campañas electorales; se estableció un procedimiento especial sancionador para que las quejas que presenten los partidos políticos se resuelvan rápido y no se acumulen y agreguen agravios que después ya no se pueden resolver cuando se está calificando la elección, entre otros aspectos. Esto fue volver a sincronizar el motor del cambio institucional con el motor de la implantación del pluralismo.
Lo que nos ha producido este fenómeno es que ahora las elecciones sean más competidas, y los márgenes entre primero, segundo y tercer lugar sean cada vez más estrechos. Las alternancias son ahora mucho más frecuentes en todos los niveles gubernamentales, y también está el fenómeno que empezó desde 1997 con la elección de la Cámara de Diputados y es el de los gobiernos divididos: el partido del Presidente no tiene la mayoría de los diputados ni de los senadores. Eso en las democracias más tradicionales se convierte en una limitación para tomar decisiones, porque si el Presidente tiene como proyecto una ley fiscal, pero su partido es minoritario en el Congreso, pues no se va a aprobar.
Un poco de eso estuvimos viviendo desde la alternancia en la Presidencia hasta hace muy poco tiempo. El nuestro no es un sistema bipartidista sino pluripartidista, y la pluralidad está expresada en los órganos legislativos, y en este tipo de sistemas ¿cuál es la solución? Lo que en teoría política llamamos democracia consensual, donde para gobernar no basta tener mayoría sino que hay que construir la mayoría más amplia posible, lo que quiere decir que quien gana se sienta a negociar con los que perdieron.
Yo creo que el Pacto por México, que se firmó el año pasado, es un primer intento de democracia consensual en este país. Me da la impresión de que el Presidente, que no tiene mayoría en el Congreso, se dio cuenta de que, para darle gobernabilidad al sistema, necesita construir un programa de gobierno con las otras fuerzas políticas, porque soportarse solo en su fuerza política no le da gobernabilidad y sobre todo no le permite aprobar o proponer las reformas para resolver otros problemas que tiene el país. De lo que está en el pacto algunas eran propuestas originales del presidente Enrique Peña Nieto y de su partido, pero otras no, que son propuestas del PAN y del PRD que se han conformado en un programa de gobierno por lo menos a corto plazo, y que permitirán ir avanzando en la solución de los problemas de esta nación.
También hay que ser equitativos y objetivos: hubo en los sexenios anteriores reformas constitucionales trascendentes para la gobernabilidad de nuestro país y para los derechos de los ciudadanos, que se lograron a pesar de que el partido del Presidente no tenía mayoría en el Congreso de la Unión ni de 2000 a 2006 ni de 2006 a 2012. Me refiero, por ejemplo, a toda la reforma de transparencia y la creación del IFAI, a poner a disposición de la ciudadanía información sensible, sobre todo del uso de los recursos públicos por parte de las instituciones gubernamentales, lo que fue un avance significativo que está alineado con un tema que es fundamental en la democracia: la rendición de cuentas.
En 2011 también hubo un avance fundamental en la reforma al artículo primero de la Constitución para darle un nuevo nivel a los derechos humanos, de tal suerte que, a pesar de que estábamos en una situación de gobierno dividido y de que seguimos en ella, la experiencia de los dos sexenios anteriores es que en algunos temas sensibles para nuestra población se logró avanzar.
Ahora estamos, con este nuevo ensayo de democracia consensual, ante la posibilidad de que se avance más, sobre todo en aquellas decisiones institucionales que ayuden a establecer los cimientos de nuevas políticas públicas que resuelvan los problemas de educación, del empleo, de la vivienda, del desarrollo económico, problemas que tenemos desde que nos constituimos como nación en el siglo XIX.

AR: ¿Cuáles son los principales problemas de la democracia mexicana en la actualidad? Por ejemplo, usted ha abordado uno crucial: la educación cívica.
LVZ: Prefiero plantearlos como déficits, lo que están en tres áreas: primero, el tema de la cultura democrática, de esta perspectiva de educación cívica en la que se generen, desarrollen y profundicen los valores democráticos, el reconocimiento y el respeto a la diversidad de puntos de vista, el esfuerzo por no solamente tolerar la opinión diferente sino por integrarla en la opinión propia.
Ese pluralismo político se logra consolidar bien en los sistemas democráticos cuando va acompañado también del pluralismo cultural, societal, cuando a la persona no se le discrimina por el color de su piel, por su origen étnico, por su preferencia sexual, cuando se permiten las expresiones culturales diversas.
Ese es un ingrediente fundamental de todo sistema democrático e, insisto, en México estamos apenas dando los primeros pasos en esa materia. En nuestro país hasta hace poco tiempo no se podían debatir temas tan importantes como los derechos de las mujeres a decidir sobre su maternidad, y en muchos estados de la República sigue siendo un delito la interrupción del embarazo cuando es un derecho fundamental de una mujer el decidir sobre su reproducción.
Nos toca a todos, a las autoridades gubernamentales, al IFE, a las universidades, a los medios de comunicación, a las oenegés, a las organizaciones sindicales y patronales fomentar la reflexión acerca de cómo hacer nuestros los valores democráticos y cómo vivir en la diversidad social, cultural, política y religiosa.
Segundo: nuestro sistema de partidos. Ya tenemos uno plural, y ya tenemos que se participa en el segundo nivel de competencia en términos equitativos y democráticos; pero el primer nivel de competencia no está resuelto: seguimos sin tener una ley de partidos que obligue a estos a observar principios y procedimientos democráticos en la elección de sus candidatos, de sus dirigentes.
Desde mi punto de vista, lo que necesitamos es una ley de partidos que resuelva temas como la cuota de género no en el registro de candidatos, sino en sus procesos internos de selección, y que además estos se ajusten a los principios democráticos: que tengan padrón de militantes auditable, que los precandidatos tengan la posibilidad de hacer sus campañas y transmitir su mensaje.
El tercer déficit es el que tiene que ver con el procesamiento del segundo nivel de competencia, que es no solamente respetar las reglas de la competencia, aceptar los resultados y reconocer las derrotas cuando se presenten, sino después de eso entender que hay posibilidades de participar en los consensos, pero no sólo como voluntad de los dirigentes políticos sino también en el marco institucional. A mí me parece que las democracias consensuales se consolidan incluso en regímenes presidenciales que tienen algunos elementos de parlamentarismo, como cuando el Presidente elige a su secretario pero lo ratifica un órgano legislativo, de tal suerte que el postulado deberá tener competencias técnicas y políticas para el cargo al está siendo propuesto. Si a esto le agregamos un buen servicio civil de carrera en las administraciones públicas federal y locales, podríamos tener que ese último nivel de la democracia, en donde ya no estamos pensando solo en cómo se elige al gobernante sino en cómo gobierna, cuál es el mandato que tiene que satisfacer, podríamos encontrar también incentivos institucionales para que se resuelvan los problemas, para que se construyan decisiones y sobre todo para que se dé confianza de que efectivamente quienes están en los cargos de responsabilidad son personas competentes,
En este aspecto hay que revisar el tema de la reelección de los diputados y de los senadores; no creo que sea el momento de pensar en la de Presidente de la República y de gobernadores, porque tenemos periodos muy largos de ejercicio (seis años). Sería conveniente que en el caso de los diputados se pensara en dos reelecciones después de una primera elección para que pudieran tener un periodo de hasta nueve años si hacen bien su trabajo y de presentarse a la reelección para rendir cuentas.
Para los senadores, que hoy tienen un periodo de seis años, habría que pensar que con una reelección podrían llegar hasta a 12 años en esa posición; en el caso de los presidentes municipales, que tienen periodos muy cortos de tres años, habría que pensar no en dos sino hasta en tres reelecciones sucesivas. Eso le daría solidez a un sistema democrático con rendición de cuentas, que es uno de los requisitos de la democracia.

AR: ¿Qué opina de la propuesta de creación del Instituto Nacional de Elecciones?
LVZ: Yo creo que es una buena idea. Observo que el Pacto por México es un primer ensayo de democracia consensual, y yo lo celebro porque es un estadio superior del desarrollo democrático de nuestro país y creo que es una decisión inteligente por parte de las fuerzas políticas. Están clarísimos los 95 puntos, y entre ellos uno es la creación de un Instituto Nacional de Elecciones, propuesta que va acompañada de la Ley Nacional de Elecciones y de una Ley General de Partidos Políticos.
Yo creo que son tres elementos que se tienen que pensar integralmente, no podemos avanzar solamente en uno de ellos; habría que pensar en que es un trípode para el desarrollo del sistema electoral mexicano.
Además diría que si se resuelven bien los temas torales de la Ley de Partidos y se impulsa la democratización de los partidos, es una aportación importante; si en una Ley Nacional de Elecciones logramos homogeneizar las condiciones de competencia para la Presidencia de la República pero también para las presidencias municipales y todo lo que hay en medio, y establecemos condiciones de equidad para la competencia, será un aporte importante. Con esas dos leyes una autoridad electoral nacional podría hacerse cargo de una buena conducción y organización de las elecciones y de dar confianza a los ciudadanos de que los votos se cuentan bien y de que cuentan en las decisiones de gobierno
Esto, además, tendría un ingrediente: sí habría un ahorro presupuestal, quizá no demasiado grande pero sí lo habría, lo que nunca es despreciable y menos en un país como el nuestro, con tantas carencias y que necesita de tantas inversiones para resolver problemas.
Finalmente hay que decir que ese instituto nacional electoral puede aprovechar la experiencia institucional del IFE y su servicio profesional, que es un activo de la democracia mexicana. Se trata de funcionarios que están permanentemente en procesos de capacitación y de evaluación, siempre procurando que sus acciones sean profesionales y totalmente imparciales, lo que genera menos litigios en términos de la conducción de los procesos electorales. También que los partidos políticos, pero sobre todo los ciudadanos, tengan confianza en que en el proceso electoral hubo condiciones de equidad, que se pudo votar en libertad y que quien la mayoría haya decidido que debe ocupar una posición por un plazo determinado será quien la ocupará.
*Una versión un poco más breve de esta entrevista se publicó en Este País, núm. 270, octubre de 2013.

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