lunes, enero 20, 2014

El alma del sicario. Entrevista con Alejandro Almazán



 El alma del sicario
Entrevista con Alejandro Almazán

Por Ariel Ruiz Mondragón

La llamada “guerra contra el narcotráfico” ha tenido múltiples facetas que lo mismo pueden abarcar desde los infructuosos intentos de personas por ingresar a tan pingüe y arriesgado negocio hasta los exagerados gastos de los delincuentes que han triunfado en ese medio, pasando por el uso de mujeres y niños como asesinos, la implementación de políticas de seguridad pública que atentan contra la legalidad y el constante acoso y continuas agresiones contra los periodistas.
Varias de esas aristas y muchas más han sido reporteadas por Alejandro Almazán (Distrito Federal, 1971) en diversas publicaciones. Ahora varios de sus textos de la última década han sido reunidos en Chicas Kaláshnikov y otras crónicas (México, Océano, 2013), libro que es un buen recorrido por sus principales preocupaciones respecto al tema.
Sobre temas derivados de ese volumen conversamos con el autor, quien estudió Comunicación en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Ha colaborado en publicaciones como Macrópolis, Reforma, Milenio, El Universal, Emeequis y Gatopardo, entre otras. Es autor de siete libros, entre los que se incluyen un par de novelas: Entre perros y El más buscado. Ha recibido diversos premios: tres veces el Nacional de Periodismo en la categoría de crónica (2003, 2004 y 2006) y el Nacional de Periodismo Rostros de la Discriminación (2008), además de una mención honorífica en el Fernando Benítez (2011). También fue reconocido por la Sociedad Interamericana de Prensa (2010).

Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué reunir y publicar en libro estas crónicas? ¿Por qué te interesó el tema del narcotráfico? En el prólogo dices que no puedes desdeñar tu entorno y que sientes como obligación hablar de él.
Alejandro Almazán (AA): Como digo a manera de introducción en el libro, éste tiene que ver con mi alrededor, con lo que he vivido: crecí en un barrio súper peligroso aquí en el Distrito Federal, y la Sinaloa que conocí de muy joven me hizo entender que la vida así no funciona, dándote un balazo para conquistar algún espacio. Creo que a la mejor en mi barrio entienden que la vida es así, pero yo no; cuando sales de allí te das cuenta de que la vida es más sencilla de lo que parece.
Esa es una parte; la otra también tiene que ver con los amigos que tienes de chico, de joven, y que por alguna razón se desviaron (vamos a poner esa palabra) en el sentido de que ellos un día traían unos Nike, un carro, motos, pero se murieron a los 20 años. Yo tengo 41 años, y a mí me costó más trabajo tener unos tenis, un auto.
Siento que esta parte es una búsqueda personal: ¿por qué mis amigos, con los que fui a la escuela, con los que tuve a la mejor la misma novia, sí lograron jalar del gatillo y yo no?
Una razón más es que creo que el narco no se reduce solamente a rancheros, a tipos de la sierra que bajan con una pistola y que nos intimidan. El narco va más allá: es un gran negocio en el que el Estado está involucrado. Eso es también lo que tenemos que contar: que no es solamente una guerrita entre sicarios, entre cárteles, sino que también participa el Estado. Al final, como yo digo, a mí me parece que no es una guerra contra las drogas sino por las drogas, y en ésta todo mundo pelea por su tajada y no la van a perder fácilmente.
Yo creo que el periodista tiene la oportunidad de contar estas historias. En mi caso las hago porque se me facilita. ¿En qué sentido? Por andar de pata de perro desde siempre tengo amigos regados en el país, y de pronto me topo con un amigo conoce a un narco o a un sicario, o que él mismo está metido. Entonces los trato, los contacto, y si se puede hacer algo con ellos, genial.
Yo me acuerdo que hace un par de años, en una Navidad, en lugar de estar entre la familia, platicando, un primo llevó a dos de sus amigos que se dedicaban a cortar cabezas. Entonces mi Navidad fue extraña, pero son historias que me caen. A veces ni las busco, créeme que llegan. Tengo un buen amigo que se llama Hugo Martínez, quien trabaja en Proceso, y me dice: “Es que a ti las historias te persiguen”. Luego me quedo pensando, y digo: “Puta, sí es cierto. Yo no quiero contar esta historia, y sin embargo está allí, se me atraviesa y sí hay que contarla”.
Entonces me animo; hay unas historias que me cuestan más trabajo, mucho tiempo para poder convencer a los victimarios, porque no son fáciles. A veces tienen que pasar dos, tres, cuatro semanas en lo que te dicen “no”. Okey, está bien; entonces ese texto ya no cuajó y se va a la basura, o sí se va a hacer pero dentro de seis meses, mientras te dedicas a hacer otras historias.

AR: En el prólogo dices que has querido contar lo mal que la hemos pasado desde los tiempos de Vicente Fox y también reprobar la guerra que se le ocurrió a Felipe Calderón. ¿Qué pasó antes? Porque el narco es un problema que viene de lejos. ¿Qué pasó también con lo que llamas “el dulce orden de la muerte”?
AA: El narco mexicano surge por una necesidad gringa de amapola porque les cerraron las fronteras en Afganistán, en Turquía, y requerían heroína para sus soldados que estaban en guerra. Descubrieron que, sobre todo Sinaloa, es una tierra donde si avientas una miada, allí va a crecer algo. Es una gran tierra la de Sinaloa, y allí mandaron a chinos. Desde un principio el narco fue controlado por los militares, y después de los chinos a la gente sierreña (ellos dicen “sierreña” y no “serrana”) se le fue obligando, poco a poco y de alguna manera, a entender que esa tenía que ser su vida. Una vez que eso pasó, el sinaloense entendió el negocio del narco: vamos a sembrar y hay que mandar toda la droga a Estados Unidos. Así vinieron capos como Pedro Avilés, Miguel Ángel Félix Gallardo o el propio Amado Carrillo.
Creo que toda esta gente entendió que había que hacer negocio, y creo que a Carrillo fue al primero que se le ocurrió hacer realmente un emporio. Pienso que el sinaloense y también el de Tijuana, de Juárez (aunque todos provienen finalmente de Sinaloa) llevaban esta vieja escuela de ser filantrópicos, aunque fueran violentos, y respetaban a la familia. Había códigos, este “dulce orden de la muerte”, donde se mataba a una persona porque se había quedado con un cargamento, porque quería hacer transa en una negociación, porque deseaba ser el jefe, porque se metía con la mujer equivocada, le había hecho algo a la familia o algo no iba bien en el negocio. Punto, hasta ahí.
Pero considero que cuando llegaron los Zetas éstos traían una dinámica distinta: entendían que había que provocar miedo para ir consolidando su liderazgo. Ellos deformaron la violencia y nos enseñaron que puede ser infinita, y así empezamos a ver todas estas fotografías que empezaron a circular en internet y que son muy sangrientas.
Creo que entonces fue cuando se rompió aquel orden y ya había que matar porque había que matar, como si la gente estorbara; había que meterse con la familia, llegar a un restaurante y, si aventamos 300 balas, los que se mueran no importan; iban por uno y ese se tenía que morir y no importaban los daños colaterales.
Yo creo que el sinaloense también rompió los antiguos códigos porque tuvo ya una competencia y no les costó nada ser violentos: ya lo eran, pero ahora también iban a ser sangrientos, y todo se comenzó a convertir en una matadera.
El año 2001 es clave en la historia del narco en el sentido de que hubo la fuga de El Chapo Guzmán y el cártel de Sinaloa empezó a reestructurarse y a ganar toda esta fuerza que hasta ahora tiene. No sé (porque yo no estoy metido en ese mundo), pero por lo menos le puede hacer competencia a las mafias rusa y china, así como a la yakuza. Eso sí me queda claro.
Empezó a haber una competencia desde el 2001. Hubo una reestructuración del narco en la que a algunos se les ocurrió hacer la Federación, un solo cártel; dijeron: “Ya dejémonos de violencia y vamos a hacer lo que siempre hemos hecho, que es mandar la droga a Estados Unidos, y vamos a mandarla también a Europa; pero el negocio hay que hacerlo para allá”.
Sin embargo, creo que a ciertos cárteles, como el de Juárez y los Zetas, no les gustó la idea de que alguien tomara ese control, sobre todo El Chapo Guzmán, El Mayo Zambada y El Azul; dijeron “si él puede, yo también”. Allí es donde se quebró todo. Y aunque Fox ahora se lava las manos y dice “en mi sexenio no pasó nada”, yo quiero recordar que en mayo del 2004 fue la primera vez que aventaron unas cabezas en un bar de Uruapan, lo que fue como decir “sí, estamos ante la barbarie”. Ya no era el típico sicario que respetaba ciertas reglas, sino que ya estábamos frente a unas bestias con las que hay que tener cuidado.
Por eso el primer texto que tomo para Chicas Kaláshnikov es el de El June: para mí en ese momento fue el descubrimiento de los Zetas, que son parte fundamental de lo que hemos vivido en los últimos sexenios.

AR: ¿Le darías algún tipo de connotación política a esa transformación? Muchos opinan que con la pérdida del poder por el PRI se rompieron muchas amarras con los grupos del narco. ¿Cómo se vincula el boom del narcotráfico con los avances democráticos del país?
AA: Los cárteles nacieron bajo el sistema priista, y creo que, de alguna manera, los priistas, inteligente, perversamente (como quieras llamarle) tenían el control de los cárteles. Cuando asesinaron al cardenal Posadas pronto agarraron al Chapo Guzmán. Ellos metían en cintura a los que se les salían del corral.
Creo que cuando llegaron los panistas, más allá de realmente querer cambiar el país vinieron a hacer su negocio. Tenían el poder y debían aprovecharlo; no sabían cuánto tiempo iban a tener la Presidencia. No fueron nada patrióticos; su idea del poder fue distinta, y allí también es donde la transición a la democracia no tiene avance, porque ellos se dedicaron más a ver de dónde jalaban dinero que a realmente gobernar y a darle un cauce a la democracia.
Cuando llegó Felipe Calderón, esa transición ya estaba dañada porque Fox nunca se deshizo en realidad de los priistas. Además, yo tengo la teoría de que cuando entró el PAN, una gran parte de esos viejos priistas sabían que ya no iban a tener las riendas del narco y que, entonces, necesitaban crear su propio negocio. Creo que una parte de los priistas (no tengo pruebas, es simplemente una teoría) empezaron a apoyar a otros grupos, como los Zetas, y vino todo un revoltijo porque fulanito de tal había pactado con el cártel de Sinaloa, pero menganito apoyaba a los Zetas; el mismo Ejército se dividió y de pronto una parte apoyaba a un cártel y otra a alguno distinto.
Cuando llegó Calderón creo que ese revoltijo ya existía; creo que él lanzó una guerra para legitimar su frágil victoria electoral por 0.56 por ciento, y además con una serie de escándalos de que a la mejor habían metido votos de más, la ayuda de Elba Esther Gordillo, etcétera.
Creo que cuando él lanzó esa guerra sin mayor estrategia no se dio cuenta de que entre los gobernantes cada uno estaba viendo por su beneficio y que van a ayudarle a X o a Y grupo.
Yo nunca he visto una guerra del Ejército contra los sicarios sino una guerra de sicarios contra sicarios, y de repente entre policías y soldados; pero yo no vi realmente una guerra en la que el Estado se parara ante lo que ellos decían que eran los “malos”. Llevamos seis o siete años de una “guerra”, y yo creo que los narcos al final no tendrían la capacidad para vencer a un Ejército, a pesar de que puedan reclutar a miles de jóvenes. Esto te habla de que también en el Ejército hubo esa corrupción.
Entonces, creo que la democracia termina sangrando; esta escena que nos muestra la película El infierno cuando asesinan a un político y se ve el escudo mexicano sangrando es una gran metáfora de lo que le ocurrió a la democracia mexicana: un águila y una serpiente sanguinolentas porque todo mundo lucha por una ambición de poder.
Ahora han regresado los priistas, y supongo que harán los mismos pactos de siempre; con todo eso ellos lograron que en los primeros años ochenta y parte de los noventa conviviéramos con el narco. Yo creo que tiene que pasar lo mismo: volver a coexistir con el narcotráfico, ir calmando la violencia. Pero creo que tienen un problema llamado los Zetas, los Beltrán, el cártel de Juárez, que no están con el cártel de Sinaloa. Lo que puede ocurrir es un exterminio de estos grupos para consolidar a los sinaloenses.

AR: Una de las preocupaciones recurrentes en tu libro son los periodistas. ¿Cuáles son los principales riesgos que has enfrentado para hacer tu trabajo? Desde el principio mencionas amenazas y que no publicas todo lo que reporteas. Entrevistaste a sicarios, recibiste mensajes de los Zetas, amenazas cuando investigabas el caso de Lino Portillo, etcétera.
AA: Yo creo que desde que naces siempre traes un miedo a algo: a que se mueran tus padres, a que no tengas qué comer, a no tener empleo, a que la niña que te gusta te bateé, etcétera. Creo que ese miedo te ayuda de alguna manera en estos temas. Sin embargo, el miedo no es suficiente para cuidarte; te alumbra, te dice por dónde tienes que ir, pero a veces no es suficiente, y por alguna razón te ves inmerso en alguna situación que parece que no tiene salida.
En el caso de la entrevista con Lino Portillo todo salió mal, y la publiqué; de lunes a jueves asesinaron a casi una veintena de sus familiares, y a mí me llamaron para decirme que me iban a matar, y no entendía; dije: “¿Qué fue lo que pasó? Creo que yo no estoy dando nombres de más, traté de cuidarme, ¿por qué estoy metido en esta situación?”. Luego, cuando pasa el tiempo y atas cabos, te das cuenta de que el narco, si está enojado, va a ir por ti, te va a dar un balazo y adiós; pero el político, el funcionario no, y allí es donde creo que vienen los mayores riesgos.
A veces nos hemos sentado compañeros que estamos metidos en estos textos, y hemos llegado a la conclusión de que le tememos más al narcopolítico que al sicario, al narco en sí. ¿Por qué? El narco, el sicario sabe que es malo y ya no tiene que cuidar ninguna reputación sino al contrario, acrecentarla: debe ir creando una leyenda en torno a él. El político no: vive de su imagen, y cuando tú lo señalas, cuando le estás pisando un poco los callos viene su reacción: “¿Cómo este reporterillo va a manchar mi nombre? Sí, yo puedo ser el capo de capos, pero esto no se tiene que saber, tengo que estar siempre tras bambalinas”. Allí es cuando viene el problema.
Ese es el mayor riesgo del periodista: no sabe a cuál político está dañando en ese momento porque se esconden muy bien, y entonces a veces no sabes. Yo sí te puedo decir que a veces he saludado a diputados y senadores, y digo: “Estos tipos traen cuerno de chivo, sí matan”. No tienes las pruebas, pero lo intuyes, y por rumores y todo lo que te van contando dices: “¡Ups!”.
Otro riesgo es el propio medio en el que estás. Hay editores, directores y dueños que quieren historias, y entonces te mandan a hacerlas a sabiendas de que no tienes seguro de vida, de que tu salario es miserable, y cuando te pasa algo y vas con el director, con el dueño, terminan corriéndote porque no quieren comprar esa bronca tuya.
A mí, en el caso de El Universal, cuando ocurrió lo de Lino, puedo decir que hubo un apoyo de Roberto Rock y del dueño del periódico, pero esta no es la constante.
Yo he visto a muchos compañeros en los estados a los que sus medios los dejan a la deriva y han tenido que emigrar a otras ciudades, a la Ciudad de México, a Estados Unidos porque sus medios no les dieron ese chance de decirles “a ver, espérate”. Esto no lo hay.
Hay otro riesgo con tus colegas: hay algunos que por presión, por dinero, por la razón que tú quieras, son infiltrados del narco y te señalan, o te dan información con un propósito, por ejemplo.
Entonces, armar estos textos no es fácil...

AR: En tu carta sobre los periodistas incluyes a los militares...
AA: Sí, claro. Yo he estado en pueblos de Sinaloa con parientes y veo cómo los soldados les han ayudado a cortar marihuana y amapola. Perdón, pero a mí no me pueden decir que son “salvadores de la patria” cuando están ayudando a empaquetar la marihuana. Entonces, también estás en un riesgo frente a ellos porque no sabes para quién están trabajando. O sea, ya no es el soldado que te va a cuidar (a la mejor esa idea la teníamos en los años noventa, pero ya no existe). Los marinos y los policías son igual, y los policías también.
De entre el 60 y 70 por ciento de los asesinatos que ha habido de periodistas, los últimos testimonios te dicen que hubo un policía por allí, o que uno de ellos fue el que “levantó” al reportero. Entonces, obviamente los policías también están involucrados, y sabemos que están en la nómina del narco, queriendo o no; tampoco puedes confiar en ellos.
¿Qué hace, entonces, un reportero cuando sabe que todo está cercado? Sólo te quedan tu instinto y tenerle confianza a tu fuente, a tus amigos, a tus conocidos y, bueno, decir “aquí no me va a pasar nada”.
A veces, aunque confías en tu fuente, te pueden pasar cosas malas; yo recuerdo cuando un día estaba haciendo cosas en Juárez, y mi fuente no estaba en esos días, se había ido a Estados Unidos; pero me encargó con un amigo, que muy buena onda me dijo: “Tienes que hablar con fulanito”, quien luego me dijo: “Yo te puedo dar información; tenemos que ir casi a las afueras de Juárez, donde hay gente que nos puede ayudar”. Yo dije “bueno, está bien, va” (el periodismo es un acto de fe).
Entonces fui, y pues era como un “cuatro”: unos tipos llegaron conmigo, evidentemente armados; ellos ya más o menos sabían lo que yo andaba buscando en Juárez, y me dijeron que mejor me fuera. Te estoy hablando de 2002, 2003, cuando todavía no era tan rápido jalar el gatillo y venía la advertencia; cuando ésta llegó, yo fui por mis cosas al hotel, tomé un avión y me regresé.
Todo esto que te estoy contando es el mundo con el que te enfrentas como reportero.
Incluso también tienes el riesgo de que cuando estás tecleando digas un nombre que no debe ir; no que te equivoques en la información sino que a lo mejor digas algo más que no tenías que decir.
Fíjate, para mí es muy curioso, porque cuando estoy tecleando y trato de ser lo más honesto posible, sale el texto y siempre hay estos críticos que dicen: “¡Ah, esto no es verdad, esto lo inventó!”, o “¡Está haciendo apología!”. Yo no discuto; simplemente me quedo pensando “ojalá que ellos hicieran un texto de estos, que fueran a reportear a Torreón, a Durango, a la sierra”. Yo creo que no podrían ni conseguir información, porque además todos estos comentócratas lo que hacen cuando van a estos lugares dizque a reportear es ir con el gobernador, con el Ejército, cuidados por la policía, y desde una situación muy cómoda te dicen cómo está la situación, una que no existe y nada más traen la versión oficial.
Yo sí creo, como Diego Osorno, que hay que ir a la línea de fuego porque allí entendemos más el problema; que los victimarios tal vez sean unos hijos de puta pero que también hay toda una problemática social, económica, educativa atrás de esos personajes. O sea, a estos tipos no les quedó otra oportunidad más que la vida misma, porque en sus ranchos no había trabajo, no había escuela ni hospitales; no había nada, y esto es responsabilidad del Estado.
Esto no es para justificarlos pero sí para entender un poco más el problema, más allá de que el narco se reduce a unos tipos medio locos que bajan de la sierra con pistolas; no, este es un problema incluso del modelo económico. Podríamos ahondar en estos rollos medio locos, filosóficos, pero yo sí creo que si al tipo que nace rodeado de marihuana y de amapola le das oportunidades en la vida, él las va a tomar. Hay un pueblo en la sierra de Sinaloa, cerca de Badiraguato, que aunque está rodeado de amapola y de marihuana dice “no, nosotros no nos vamos a dedicar a eso”. Entre la misma sociedad y un alcalde que estuvo por allí crearon empleos, toda una infraestructura para que la gente no se metiera, y ésta no entró al negocio del narco.
Entonces sí hay gente que quiere ser buena, pero el modelo económico, la falta de una política social, económica los hace estar de aquel lado y los narcos terminan convirtiéndose en la Sedesol...

AR: Como se ve en el caso, por ejemplo, de El June...
AA: Claro; ellos son los que llevan la pavimentación, la luz, las escuelas, los hospitales, las iglesias. Es obvio que cuando un personaje así te da lo que el Estado no te ha dado, sin duda vas a tener una complicidad con él.

AR: Para seguir con la vertiente del periodismo me interesa que en la parte dedicada a Ríodoce rescatas algunos señalamientos muy críticos de Ismael Bojórquez acerca de la cobertura que hacen los medios nacionales: “No hay interés real siquiera de entender el fenómeno narco”, dice. ¿Cómo han cubierto los grandes medios el fenómeno del narcotráfico?
AA: Yo creo que, salvo Proceso, que ha estado machacando sobre el tema y sí nos ha tratado de medio explicar qué es lo que está pasando, el resto solamente está contando muertos, agarrando a personajes a los que les puedes exprimir sus miserias o están lucrando con las víctimas.
Yo creo que eso es lo que están haciendo. Yo coincidiría plenamente con lo que platicaba con Ismael: en efecto, yo creo que no hay, no les está importando explicar, decir “a ver, el narco está así”.
Si quisieran explicarlo, entonces ahora hubiera notas diarias sobre Genaro García Luna, por ejemplo, y para explicar cuál fue su papel, qué ganó con la guerra contra el narco (se compraron patrullas, uniformes, armas) porque hubo mucho dinero, y sin embargo no está reporteado. O sea, no lo estamos comprendiendo.
Por eso yo sí creo que gente como Diego (Osorno), como Marcela Turati, Daniela Rea (y se me van más nombres) estamos tratando de explicarlo. No se trata solamente, como te decía hace rato, de estos rancheritos, sino que es más complicado porque es un negocio y el Estado está involucrado. Yo creo que por allí va.
Unos sí lo están tratando de entender pero los grandes medios no: “Hoy hubo tres muertos en Acapulco”, pero no te dice porque allí. Sería padre que alguien te dijera: “Mira, en Acapulco lo que pasó es que siempre fue tierra de los Beltrán Leyva; cuando vino la ruptura de ellos con el cártel de Sinaloa empezó una guerra, pero a la vez los Beltrán tuvieron la escisión de La Barbie, y entonces se empezaron a pelear. Por si fuera poco, Acapulco logra algo que no había conseguido ninguna pequeña ciudad, que es la creación de su propio cártel: el Independiente de Acapulco”. ¡Guau!
“Entonces empiezan a crearse muchísimos grupitos, muchos cárteles, y hoy hay cuatro o cinco grupos peleándose en Acapulco, lo que ha llevado a que sea considerada la ciudad más violenta”. Y encima de eso también hay que decir: “Alguna autoridad ayudó a que estos tipos estuvieran aquí, que pudieran pasear por la playa, que pudieran andar por la costera Miguel Alemán en motoneta; o sea, a alguien compraron”.
A mí me encantaría ver ahora una historia (porque yo no tengo dinero y no puedo ir) como la siguiente: “¿Por qué en Juárez dejó de haber 11 muertos al día? Aún hay, pero son dos al día. ¿Cuál es el milagro, qué pasó allí? ¿Tiene que ver con el teniente coronel Julián Leyzaola? Tal vez; se habla de que está involucrado con un grupo (yo no tengo las pruebas) y de que fue a limpiar Ciudad Juárez. A la mejor es también porque el cártel de Sinaloa ganó la guerra allí”. Bueno, pues hay que entender eso y no que te digan que hay un milagro en Juárez y que la sociedad se levantó; no, no fue tan de cuento de hadas.
Cerati decía que ya no hay fábulas y, en efecto, ya no las hay: hay una historia real de qué fue lo que pasó: simplemente la parte sur es del cártel de Sinaloa y la norte del de Juárez. Así quedó dividida la ciudad y cada uno está trabajando en su zona; seguro llegaron a acuerdos de quién se queda con el trasiego, con el narcomenudeo, por dónde pasar la droga, qué sé yo. Después de miles de muertes llegaron a un arreglo, y eso es, creo yo, lo que tenemos que explicar en los medios, y no veo en ninguno una explicación de esas.
A Tijuana fui en septiembre y esta súper fresa, ya no es la de los Arellano; es otra ciudad, donde la avenida Revolución revivió después de que en 2006, 2007 y 2008 todos los negocios cerraron, y hoy está otra vez en boga, los gringos empiezan a ir nuevamente. Sí hay asesinatos, pero dices: “Algo pasó en Tijuana y hay que entenderlo”.
Entonces te empiezan a decir: “Pues mira, se dice que el teniente Leyzaola anduvo limpiando el terreno”; ah, bueno, pues vamos a ver si es cierto o no; vamos a investigar, vamos a platicar con la gente, y vamos a descubrir que en Tijuana lo que pasó es que el cártel de Sinaloa también ganó la guerra. Esas historias, creo yo, son las que nos hacen falta en los medios.
Me parece que Ríodoce; Zeta, de Tijuana; el Por Esto!, en Cancún; Proceso; en su momento, el Diario, de Juárez, han tratado de explicar, y por eso se ha golpeado tanto a esos medios.

AR: En el libro hay dos crónicas sobre experiencias municipales en seguridad pública: la del teniente coronel Leyzaola en Tijuana, y la de Mauricio Fernández en San Pedro Garza García. Fueron políticas al filo de la legalidad, de la falta de respeto a los derechos humanos. Son casos autoritarios, pero que tienen no poco respaldo social (mencionas el apoyo de empresarios en ambos casos, por ejemplo). ¿Hay alguna lección rescatable de esas experiencias en seguridad pública?
AA: Yo creo que Leyzaola y Mauricio son antihéroes, y al serlo tienen simpatías y detractores. Quizá si yo tuviera que escoger un bando, para mí sería muy difícil hacerlo, te soy honesto. Prefiero ponerme en medio para decir: “No, algunas cosas de las que hacen estos tipos están mal”. No puedes combatir el crimen con violencia. Pero a la vez te preguntas: “Bueno, pero es que, a la mejor, tampoco había otra salida”.
Entonces estás siempre como en un pro y en un contra; en mi caso es así. Sé que estos tipos son antihéroes, pero creo que no dejan mayor experiencia para controlar la violencia. Ellos simplemente hicieron lo que se les ocurrió, a la mejor cumpliendo compromisos con algún grupo; y sí, a la mejor controlaron el crimen, pero también bajo qué costo.
Cuando estos personajes se van ya son muchos los cadáveres que hay que enterrar. Todos ellos terminan haciendo más daño que realmente un plan de seguridad viable. Yo sí creo que con la cultura, educación y ofertas de trabajo puedes ir bajando esta criminalidad. Yo sí creo en los derechos humanos, y por eso es que me perturban.

AR: También mencionas el reportaje de Ríodoce sobre Chuy Toño (Jesús Antonio Aguilar Íñiguez), jefe de Policía que supuestamente secuestraba a familiares de secuestradores para negociar con ellos...
AA: Te digo: si a mí me secuestraran a alguien, a un familiar, créeme, al final haces todo. A la mejor hay que estar en los zapatos de la víctima, de que a la mejor el funcionario, el policía pueden ayudar a detener al que secuestró, robó o asesinó a tu familiar. En estos arrebatos eres capaz de hacer lo que sea, pero lo tienes que ver con una cabeza fría, de decir: “A ver, espérate: existen los derechos humanos, y hay que ver qué es lo que se puede hacer bajo estas condiciones”. No ser tú el justiciero, no ser el Robin Hood, no ser el vengador de “estos mataron a mi familia, yo también los voy a matar”, porque solamente estás generando más odio. Creo que a esta sociedad lo que le hace falta es ser feliz y no tener toda esta amargura que hemos juntado durante todos estos años.

AR: Hablemos de la sociedad: en el libro recuerdas en un par de ocasiones una frase de Charles Bowden acerca de Chihuahua: “La gente puede convivir con los asesinatos y saber que las personas desaparecen a plena luz del día, y seguir tan campante diciendo: 'Bueno, eran malas personas'”. ¿Qué nos dice esto de la sociedad mexicana?
AA: Yo creo que hay tres tipos de sociedad mexicana: a la que le importa, que quiere más información y entender un poco más cómo es que llegamos a esto, que es la menos numerosa. En esta franja hay muchas víctimas que también quieren saber y están preocupadas; lamentablemente, hasta que les ocurrió algo fue que se interesaron.
Después está la apática, que dice “mientras a mí no me ocurra nada, no me importa. Sinaloa, Chihuahua, Durango: eso queda a miles de kilómetros de mi casa”. Digo esto sobre todo porque ocurre mucho con el chilango; por fortuna en el DF no tenemos de aquellas muertes, aunque ya empieza a haber. Pero no crecimos con eso. Entonces, como que al chilango le importa menos; a mí me sorprende, porque el chilango hace manifestaciones a favor de las moscas, y, sin embargo, no hace una para decir “ya basta de tanta muerte en el norte, en el sur, en Michoacán, en Guerrero”. Eso no le importa a esta sociedad porque ellos no son los que están siendo perjudicados.
Y están los que creen que los narcos son ángeles de la guarda, y que hay que cuidarlos, que son buenas personas porque el Día de Reyes les traen juguetes, el Día de las Madres les hacen bailes, además de que les hicieron una iglesia, les pusieron la luz, les dieron trabajo a sus hijos. Es esta gente la que ha mitificado a los narcos.
Creo que entre los que han mitificado el narco y los apáticos forman la mayoría.
Entonces hay que ir poco a poco abriendo brecha para que los que nos interesa saber qué es lo que está pasando en estos momentos seamos la mayoría, y que los apáticos sean los menos, y los que mitifican a los narcos dejen de hacerlo.
Yo no creo que un tipo que es capaz de asesinar sea buena persona. Entonces, vamos a ponerlos en la justa dimensión; claro, hay que entender por qué ese personaje es lo que es, pero tampoco hay que celebrarle sus triunfos, sus asesinatos. Eso ya está mal.
Yo hice una novela, El más buscado, basada en lo poco que sabemos de la vida del Chapo Guzmán; a mí me llama mucho la atención cómo la gente que acaba de leerla se enamora del Chalo Gaytán: “Yo quiero que sea el padrino de mi boda”, y todo eso. Allí te das cuenta de cómo la gente tiene esta fascinación, esta debilidad por los malos, por el antihéroe. Lamentablemente así ha ocurrido; no en balde las series que tratan sobre el tema del narcotráfico tienen un gran rating en nuestro país, porque hay un morbo, una mitificación del narco.

AR: Allí hay una cosa muy interesante sobre el mito del narco: muchas veces se habla de los jóvenes que se meten al narco, hacen fortuna, viven bien y mueren pronto. Hay un reportaje que presentas, el de Jota Erre, un hombre que ha hecho de todo para estar en el narcotráfico, desde ser achichincle hasta sicario. Sin embargo, le ha ido muy mal y está muy alejado de aquel estereotipo. ¿Son frecuentes los fracasos como los del Jota Erre?
AA: Sí, y creo que son la mayoría. El problema es que a los chicos les han vendido la idea de que de allí vas a salir de la pobreza, y además vas a ser un tipo rico y poderoso. Pero la verdad es que eso no es cierto. Yo agarré el caso de Jota Erre porque era una especie de reflejo de lo que yo vi con algunos amigos con los que crecí. Estos amigos creyeron que meterse al mundo de las drogas era ya prácticamente haberse ganado el Nobel y vivir de la fama. Sí, en efecto, tuvieron muchas cosas, las disfrutaron en muy poco tiempo y los mataron.
Eso es muy cotidiano, y sí creo que el narco solamente es negocio para el capo, no para los ayudantes, no para el achichincle, quienes son los que van a terminar muertos. Últimamente muchos jóvenes, incluyendo casi niños de 14 o 15 años, están muriendo: terminan asesinados a la vieja usanza: con las manos amarradas, el tiro de gracia, etcétera.
Es un mito eso de que siendo narco te va a ir bien; no, no sucede. Creo que más bien son muy raros los casos en los que eso se logra. Cuando te metes a ese negocio, si llegas a sobrevivir más de 10 años es porque haces otro tipo de tareas que son menos arriesgadas o eres muy protegido por el capo. Pero te puedo asegurar que si te dedicas al sicariato 10 años es muchísimo; es como decir que vas a vivir un siglo: hay altas probabilidades de que eso no vaya a ocurrir. Pero los chicos no lo entienden; lo que ellos quieren es comer, presumir que tienen dinero, tener mujeres como las tienen sus amigos, y lo van a hacer a cualquier costo. Y los padres de repente dicen: “Está bien, el hijo nos está ayudando”.
Tengo amigas que andan con narquillos, con buchones, y los padres dicen: “Está bien; le están pagando la universidad, a nosotros nos da dinero”; “Pues está bien, señora; ¿pero si en algún momento quieren matar a ese tipo y su hija va en su auto?”, “No, Dios no lo quiera”. “Bueno, esto tampoco hay que dejárselo a Dios; es una cuestión de razonamiento, de lógica. Si usted quiere jugar o espera que Dios juegue a los dados, seguramente le va a ir mal a su hija”.
Pero es esta sociedad que también se acostumbró porque, además, los narcos crearon su clase social, que es grotesca, exagerada. Hay mucha gente a la que, lamentablemente, le fascina el dinero, ese mundo, y quiere estar en esa clase social. Si los ricos, en algún momento, les hubieran dicho “nosotros no te queremos en esta clase social”, como pasó en algún momento en Tijuana, seguramente los narcos no estarían tan inmersos en la sociedad. Pero se metieron por todos lados y hasta a los grandes millonarios los fascinaron y están en todos lados. En Culiacán hay zonas residenciales en las que te dicen “aquí no vive ningún narco, investigamos a todos”; hay colegios que te dicen “investigamos a los padres”. Puras mentiras.
Sabes que eso no es cierto porque los que tienen el dinero son los narcos; si quieres vender una casa que está costando 10 millones de pesos, el que la va a comprar va a ser un narco, no un tipo de clase media que trabaja ocho horas diarias, no nos hagamos pendejos.

AR: Concluyo: desde el inicio del libro te planteas hablar de las víctimas pero también de los victimarios. Dices querer saber qué ronda por la cabeza de los victimarios y si tienen alma. Tras estos reportajes, ¿qué has encontrado al respecto?
AA: La sobrevivencia: para comer, darle dinero a tus hijos. Personas que no tienen nada se lanzan a ese vacío, y creo que después van razonando qué fue lo que los llevó a eso, además de una necesidad económica. A la mejor esas personas traen frustraciones, tal vez tuvieron un padre alcohólico que les pegó, que las violó y hay un resentimiento hacia el ser humano, o puede ser un tipo que tiene esquizofrenia.
Pero a mí me parece que lo principal que le he encontrado a todos es esa necesidad de sobrevivir, y encima de ellos cada uno le va poniendo su adorno: “Yo quería poder”, “Yo quería ser rico y poderoso”, “Yo quería tener viejas como aquel cabrón”.
Pero el primer salto es “no tengo dinero”, y que ellos mismos se cierran a encontrar una oportunidad, o la buscaron y no la obtuvieron en ningún lado, y entonces sólo les quedó el otro camino. Paul Medrano, un gran amigo mío, tiene una novela titulada Dos caminos, y empieza muy chingón diciendo que en la vida sólo hay dos vías: fiesta o funeral, día o noche, plata o plomo.
Entonces, yo creo que la gente que termina involucrándose en el narco también tiene dos caminos, como tú y yo los tuvimos cuando fuimos jóvenes o hasta la fecha, y creo que siempre hemos tratado de escoger el más correcto, el que no tenga que ver con problemas, con sangre. Nuestra vida quiere ser tranquila. La de ellos pues no; dijeron: “Este camino se me cerró; bueno, me voy por este otro”, que es el que se les abrió. Así de fácil.
¿Tienen alma? Yo creo que sí: tienen sentimientos, sufren igual que uno. Esa es la otra parte; considero que al narco o al victimario también hay que desmitificarlo. No es este diablo que nos enseñan las autoridades, vestidos con camisas polo, riéndose a la cámara, no; ellos también tienen miedo, y hay que mostrarlo. También son seres humanos y tienen debilidades, como nosotros; hay que ver éstas para saber cómo se les puede atacar, y no necesariamente a través de la violencia.

*Entrevista publicada en Replicante, junio de 2013.

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