La política del hambre
Entrevista con Martín Caparrós*
Por
Ariel Ruiz Mondragón
En
un reporte de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la
Agricultura (FAO), fechado en septiembre de 2014, se informó que 805 millones
de personas todavía sufren subalimentación crónica, que significan 100 millones
menos que la década anterior. Son seres humanos que a diario tienen que
enfrentar la carencia de alimentos en su mesa, muchas veces sin éxito: cada día
mueren 25 mil personas por causas relacionadas con el hambre. Lo perverso es
que, al mismo tiempo, gracias a los avances técnicos y tecnológicos, la
agricultura mundial puede alimentar a 12 mil millones de personas, casi el
doble de la población actual.
El
estado actual de ese problema es tratado por Martín Caparrós (Buenos Aires,
1957) en su más reciente libro, El hambre
(México, Planeta, 2014), una suerte de gran reportaje de 600 páginas en las que
el autor no sólo relata las dramáticas vivencias cotidianas de personas a las
que les falta alimento, sino que intenta comprender y explicar las diversas aristas
de ese problema mundial.
Para
realizar su investigación el escritor y periodista argentino viajó por Níger
(“comer la bola de mijo todos los días es vivir a pan y agua. Pasar hambre”),
India (“el décimo país más rico del mundo —y el primero en cantidad de
desnutridos”), Bangladesh (“Hijos de madres malnutridas, cada año 110.000 bebés
se mueren cuando nacen: uno cada cinco minutos”), Estados Unidos (“el hambre
Usa (sic) consiste en eso: no en no tener comida; en no tener la propiedad —el
derecho a disponer como te plazca— de esa comida”), Argentina (país en el que miles
de sus habitantes están condenados a revolver basura para buscar comida), Sudán
del Sur (“un país que no tiene, por ahora, más de cien kilómetros de asfalto,
que no tiene tendido de electricidad, que no tiene agua corriente ni cloacas”)
y Madagascar (donde grandes inversionistas acaparan las tierras productivas a
costa de las comunidades).
De
esa forma, el amplio recorrido de Caparrós lo llevó desde pequeñas comunidades
agrarias miserables, pasando por las villamiserias y basureros donde apenas se
sortea el hambre, hasta la Bolsa de Chicago, en donde se hace dinero, mucho
dinero (y se decide el destino de miles de personas) con la especulación en el
negocio de los alimentos.
Sobre
las causas del hambre, Caparrós destaca en su libro que la falta de comida ya
no es una de ellas: “El mundo produce más comida que la que necesitan sus
habitantes; todos sabemos quiénes no tienen suficiente; mandarles lo que
necesitan puede ser cuestión de horas.
“Esto
es lo que hace que el hambre actual sea, de algún modo, más brutal, más
horrible que el (sic) de hace cien años o mil años”.
Y
remata: “Más que nunca, no comer es la consecuencia de un mercado mundial que
dirige, concentra, excluye: hambrea”.
Sobre
ese libro conversamos con Caparrós, quien es licenciado en Historia por La
Sorbona; ha dirigido publicaciones como El Porteño, Babel, Página/30 y Cuisine & Vins, además de que ha colaborado en
medios como The New York Times, Le Monde, El País y Le Nouvel Observateur. Ha publicado 25 libros y
que ha recibido los premios Internacional de Periodismo Rey de España (1992),
Planeta Latinoamérica (2004), Herralde de Novela (2011) y en dos ocasiones el
Konex (2004 y 2014).
Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué escribir
hoy un libro como el suyo? Usted dice en las primeras páginas que “es un
fracaso” sobre el “mayor fracaso del género humano”, y más adelante afirma que
de parte suya hubo falta de valentía e incluso llega a hablar de cobardía.
Martín Caparrós (MC):
Quizás tiene que ver con la frase que puse al empezar el libro: “Inténtalo de
nuevo y fracasa mejor”. Estoy a favor de esa idea, que trato de desarrollar al
final: lo que vale la pena es intentar las cosas sin que tengas ninguna
garantía de que vayas a conseguir el resultado. A veces se obtiene, a veces no,
pero no hay que depender del resultado sino hacer las cosas que uno cree que no
puede dejar de hacer porque se sentiría peor si no las hiciera. Y este libro,
obviamente, era un problema del tamaño de 900 millones de personas que no comen.
Imagínese qué importancia puede tener un libro que yo publique sobre eso.
Sin
embargo, sabiendo que es una pequeñísima gota de tinta en el mar, lo quiero
hacer porque me importa haberlo hecho. Me importa intentarlo aunque sea para
fracasar.
AR: ¿Qué cobertura le han dado los
medios de comunicación a este problema? Recuerda que en la Inglaterra del siglo
XIX Friedrich Engels y a William Stead sí le dieron relevancia. Pero también
destaca que, por ejemplo, los diarios lo abordan cuando se trata de desastres
espectaculares como las hambrunas. Pero la lucha cotidiana de la gente más
pobre que está luchando por apenas sobrevivir no aparece en los periódicos.
MC:
Lo que pasa es que en el siglo XIX los hambrientos formaban parte de las
sociedades más ricas: había hambre en Inglaterra, por ejemplo, después de la
Revolución Industrial, cuando era la sociedad más rica de su tiempo. Los
obreros no siempre conseguían comida suficiente, como cuenta Engels en ese
texto sobre las clases laboriosas en ese país.
La
diferencia es que ahora, en general, los hambrientos están tan perfectamente
excluidos que ya no forman parte de nuestro paisaje cotidiano ni son una
amenaza directa. Están fuera; están, si acaso, en las periferias de las grandes
ciudades o en zonas rurales alejadas. Aunque estén a 100 kilómetros de aquí, ya
no están incluidos dentro del aparato productivo.
Es
mucho más fácil cerrar los ojos a esos excluidos, no contar sus historias y no
hacerles caso. El mecanismo más habitual de este problema no es la explosión de
la hambruna, cuando miles de personas se quedan súbitamente sin nada de comer,
sino esta hambre sostenida y silenciosa que dura vidas y generaciones, y que
mata porque produce cuerpos tan debilitados que cualquier enfermedad que a otra
persona no le haría nada, a alguien que sí está desnutrido le resulta fatal.
Esto es muy poco espectacular, y entre esto y el hecho de que quienes lo sufren
están excluidos de nuestras sociedades, pues los medios muy cómodamente pueden
no ocuparse del asunto.
AR: Usted viajó por lugares muy
pobres del mundo. ¿Cuáles fueron los riesgos que usted corrió al hacer esta
investigación? Usted cuenta en el libro cuando estuvo enfermo en Níger, cuando
estuvo en peligro de ser agredido en los basureros de Argentina, un terremoto
en Bangladesh, por ejemplo.
MC:
Fueron riesgos infinitamente menores que los que corre todos los días
cualquiera de las personas que me contaron su historia. Son riesgos muy controlados,
aunque, obviamente, todo puede salir mal de pronto y puedes joderte, como también
te puede salir mal usar la avenida Revolución.
Pero
no es importante el tema de los riesgos, al menos a mí no me lo resulta. No
creo que un trabajo periodístico sea mejor o peor porque el que lo hace corre
riesgos; me parece que es mejor o peor si consigue contar lo que quiere contar,
si consigue entender lo que quiere entender. Los riesgos no tienen ningún
mérito.
AR: Hay un dato que usted menciona que
es relevante: los alimentos sólo ocupan el 6 por ciento de la economía mundial,
10 veces menos que los servicios, pero de aquellos depende el resto de la
economía. ¿Por qué se le da tan poca atención si es la estructura de todo lo
demás?
MC:
Es una explicación compleja porque lo que pasa es que, en general, los
productores de alimentos suelen no ser los países más ricos, o no son los
sectores ricos de los países más ricos. Llevamos unos cuantos años, 30 o 40, en
los que los precios de los alimentos habían bajado mucho porque se producía
mucho, más que nunca. Entonces dejó de ser atractivo para los grandes
capitalistas invertir en ellos, y prefirieron invertir en tantas otras cosas,
que, además, efectivamente producen beneficios mucho más importantes:
industrias de punta, servicios, bancos, especulación.
La
producción de alimentos es modesta en cuanto a sus retornos, pero en cualquier
caso esa tendencia cambió porque ahora está la idea relativamente nueva de que
no va a ser fácil expandirla más y por lo tanto ha llegado a una especie de
techo, y eso ha hecho crecer bastante los precios. Entonces eso ha hecho que
vuelva a ser atractivo para grandes capitales este tipo de negocio y, por otro
lado, ha hecho que mucha gente no pueda comprar comida porque los precios
subieron.
Entonces,
aunque últimamente hubo un cambio en cuanto a la consideración que tiene el
negocio alimentario en el mundo, sigue siendo una parte menor porque,
efectivamente, toda la industria, tanto de grandes máquinas como de tecnologías
de punta y demás es mucho más eficaz generando plusvalía.
AR: Usted describe algunos efectos
perversos que tuvieron los cambios técnicos y tecnológicos, por ejemplo la
Revolución Verde, que llevó a muchos campesinos de los países más pobres a ser
todavía más pobres…
MC:
Es un doble movimiento: la Revolución Verde consiguió multiplicar la producción
agraria por mucho, y gracias a esa mejora técnica ahora el mundo produce más
alimentos que los que se necesitan, lo cual no hace que todos tengan los
alimentos que requieren porque hay un grado de apropiación de esa riqueza muy
fuerte por parte de los más ricos. Pero por primera vez en la historia el mundo
produce más alimentos de los que necesita, y eso es un dato muy fuerte.
Al
mismo tiempo, la Revolución Verde efectivamente fue usada en muchos lugares
para expulsar campesinos, concentrar producciones agrarias de mayor superficie,
con más máquinas, menos mano de obra y con más beneficio para las corporaciones
que las tienen. Pero esto no es culpa de la técnica sino de todo el mecanismo
político y económico que usa esas técnicas.
Creo
que lo mismo pasa con las semillas transgénicas, que son muy eficaces para
producir alimento, pero cuyo problema grave no es el eventual daño que pueden
hacer a los suelos (lo cual tampoco está del todo probado; en última instancia
habría que elegir si uno prefiere que el suelo esté dañado o que se mueran
millones de personas porque no tienen comida), sino que esa eficacia y ese
incremento de la producción no benefician a todo el mundo sino al señor Monsanto
o a cualquiera de esas grandes corporaciones.
Entonces,
una vez más, el problema no es la técnica sino cómo se usa, quién se beneficia
de ella. Eso se constituye, insisto, en un problema político: quién tiene el
poder de decir usa esas semillas, que está muy bien, pero no hay ninguna razón
para que usted sea el que se lleve todo el beneficio, que pertenecen a todo el
conjunto de las personas, y todos tendrán el derecho de plantarlas, a usarlas,
a mejorarlas.
AR: Acerca de las entrevistas que
usted hizo para el libro, me atrajeron un par de ellas que contrastan por la
forma en que abordan el asunto de la producción de alimentos y sus beneficios.
Por un lado está Vandana Shiva, quien defiende los cultivos tradicionales y
ataca las formas modernas de producción, y por el otro un corredor de Bolsa de
Chicago que se dedica a especular (lo cual también ya hacen máquinas
electrónicas) con los alimentos y decide desde allí el futuro de miles de
personas.
MC:
Yo no lo sabía y me impresionó eso de las máquinas que hacen inversiones todo
el tiempo y que van ganando grandes cantidades de dinero sólo haciendo
operaciones de segundos o milisegundos, lo cual me pareció delirante, la
especulación más pura que uno se puede imaginar: no hay ningún objeto ni nada
en el medio, sino pura tecnología al servicio de producir dinero con dinero con
dinero con dinero...
Son
distintos aspectos del asunto, pero a mí me sorprende cómo muchas veces la
izquierda se ha vuelto tan conservadora en el sentido de reivindicar
tradiciones, como estas agrarias, de viejas formas de cultivo que no alcanzaban
para que comiera ni la mitad de la población. En la India la gente se moría de
hambre en serio con esas viejas formas tradicionales; entonces, ¿cómo puede ser
que ahora las reivindique? No alcanzarían para alimentar pero ni a la mitad de
la población de mil 300 millones de personas. Me hizo gracia que encontré esa
frase de Marx en la que habla de la India en su época tradicional y dice que es
el país más reaccionario del mundo, más autoritario, más esclavista; entonces
ese es el tipo de sociedad que cierta izquierda reivindica.
Yo
no lo entiendo; creo que hay una especie de reacción frente a los cambios
técnicos que los llevan a pensar que todo tiempo pasado fue mejor, cuando se
suponía que el papel básico de la izquierda consistía en pensar cómo van a ser
mejores los tiempos que vienen, lo que han abandonado en muchos casos.
AR: En el asunto del hambre hay un
coctel muy rico y variado, en el cual hay varios aspectos culturales: por
ejemplo, usted destaca algunos prejuicios, como el machismo, cierto
nacionalismo, la resistencia a la medicina moderna, el respeto a las
tradiciones, a la religión. Muchos de sus entrevistados, incluso en la
situación desesperada en la que se encuentran, no quieren rebelarse contra el
orden imperante…
MC:
El hambre es uno de esos focos en el que uno puede pararse y desde allí mirar
una cantidad de fenómenos distintos; en este caso parece como más legítimo
porque la mayoría de estos fenómenos sociales están atravesados por este
problema. Y para retomar solamente algo de lo que decía, está la cuestión de la
religiosidad de los hambrientos, que me impresionó mucho. Buscaba ateos y no
los encontraba, a ver si alguien me decía “yo no creo en Dios, no creo en nada,
yo lo que quiero es conseguir la comida que necesito”, o lo que sea que dijera.
Pero no, todos sacaban a relucir algún Dios. Por supuesto, no hay ninguna idea
tan bruta como la hindú del karma, en la que el problema es culpa tuya: si te
va mal es culpa tuya, porque en una vida anterior pisaste una cucaracha. Pero
la verdad eso es como un refinamiento perverso.
Pero
no por eso hay que menospreciar la habilidad del islam o de la Iglesia católica
para convencerte de que no puedes hacer nada, que tienes que soportar lo que te
toca; como decía la Madre Teresa de Calcuta, “qué bonito ver cómo sufren los
pobres”, “cómo soportan los pobres su destino”, una cosa así.
AR: ¿Qué relación ha habido entre
los regímenes políticos y los países donde hay hambre y donde ha habido hambrunas?
Hay ejemplos en el libro: por ejemplo cuando usted recuerda el caso de Ucrania
bajo Stalin, El Gran Salto hacia Adelante de Mao Tse-Tung, hasta llegar al
Consenso de Washington.
MC:
Eso es tremendo, yo no lo tenía tan claro; es otra cosa que descubrí trabajando
para este libro: cómo las más grandes catástrofes, las hambrunas del siglo XX, fueron
todas causadas por un régimen político autoritario: Stalin en Georgia en los
años veinte, Hitler en Europa del Este en los cuarenta, Mao en China a finales
de los cincuenta y principios de los sesenta, caso en los que murieron millones
de personas.
A
mí siempre me incomodó esa idea de asimilar Stalin a Hitler o a Mao, pero en
esto hay que reconocer que los efectos que produjeron son muy parecidos, y
entre los tres se llevan el podio absoluto de las catástrofes del hambre del
siglo XX. Son ejemplos de cómo un gobierno con todo el poder a su disposición
puede hacer desastres absolutos.
En
cambio, para mirar un poco del otro lado, digo por allí que no estoy para nada
de acuerdo con esta idea tan famosa de Amartya Sen de que la forma de evitar el
hambre es la democracia. Debería ver que su propio país, la India, es el que
tiene más hambrientos del mundo y es, al mismo tiempo, la mayor democracia del
mundo. Simplemente comparar dos frases simples sobre su país desmiente esa
supuesta genialidad del señor Sen.
AR: Uno de los casos más
extraordinarios, bárbaros y salvajes que también recuerdo fue el de los jemeres
rojos en Camboya…
MC:
También hubo una gran cantidad de muertos, pero como es un país más chiquito no
podían competir con China, con la Unión Soviética o con Europa del Este, pero
también hicieron lo mismo.
AR: Un caso de los que relata le
tocó de manera familiar, que fue el del gueto de Varsovia creado por los nazis.
¿Cómo lo recuerda?
MC:
Yo eso lo escuché mucho después; yo nací 16 años después de eso, y mi abuelo,
que era el hijo de la bisabuela Gustava, que aparece en el libro, nunca quiso
hablar de eso. Es algo que los familiares fuimos reconstruyendo después por
distintos medios.
Me
impresiona haber tenido una relación de sangre con una de esas grandes hambres
del siglo, y también me impresiona mucho la historia que cuento sobre los
médicos judíos que sabían que estaban condenados porque estaban en el gueto y que
los iban a matar. Aun así, decidieron hacer algo para un futuro que no verían:
estudiar a sus pacientes, sabiendo que iba a ser difícil reunir tantos casos
sobre desnutrición, para dejar a quienes pudieran retomarlo algún saber que les
permitiera trabajar sobre casos semejantes en el futuro. Esto me emociona.
AR: Es una situación desesperante
en la que viven 800 millones de personas, pero tras sus viajes y su extenso
relato, ¿dónde encuentra la esperanza para resolver este problema?, ¿en dónde
encontró humanidad, la que usted reivindica?
MC:
En muchos lugares, movimientos que se van apareciendo y que se van juntando;
hay algunos que consiguen algo, otros fracasan. Pero una imagen que ahora me
viene a la cabeza es la de una chica en un pueblito de Madagascar, en donde una
empresa se instaló y les están sacando sus tierras de cultivo. Los hombres
tratan de convencerse de que no importa mucho, que, bueno, de todas maneras
pasaría, etcétera; ella, que en su condición de mujer no tendría derecho a
hablar, los increpa y les dice que si no se dan cuenta de que se van a quedar
sin comida y sin agua. Es ella, la mujer, la que tendría que quedarse callada,
la que intenta despertar a sus vecinos, a sus amigos.
Una
chica como esa es una de tantas personas o situaciones que me dan la esperanza.
AR: ¿Cuál es la relación del hambre
con la violencia? Históricamente parece haber una relación con revueltas y
revoluciones, que viene cuando menos de la Revolución Francesa hasta la
Primavera Árabe. Pero también anota que en su recorrido encontró mucha gente
que, a pesar de su situación desesperada, no tenía ninguna intención de
rebelarse y que más bien acepta el maltrato y el engaño.
MC:
Me parece que no siempre las mismas causas producen los mismos efectos; si no,
la vida de las sociedades sería tan mecánica como el ascensor que sube y baja.
En muchos casos la gente que tiene hambre sufre, al mismo tiempo, una especie
de recorte de sus posibilidades que le impide imaginarse de otra manera, pensar
cómo hacer para salir de esa situación, porque, entre otras cosas, junto con el
hambre viene muy fuerte el discurso de que la única solución es que traigan una
bolsa de granos, que no hay solución fuera de eso.
Pero
de vez en cuando ese malestar difuso llega a una especie de masa crítica que
cristaliza este tipo de revueltas. Muchas veces tampoco llegan a nada después,
son simplemente una revuelta, una explosión de cólera que a veces hasta voltea
un gobierno pero no es capaz de construir otro. Pero a veces sí; es como una
acumulación de efectos que de vez en cuando llegan al punto en el que realmente
cambian algo. Muchas veces no llegan a ese punto: fracasar de nuevo, fracasar
mejor.
AR: Es interesante la crítica que
usted hace al final del libro: estamos viviendo en un mundo en el que ya no hay
proyectos y lo único que tenemos es la defensiva: los indignados, la
antiglobalización. Usted plantea que ya hay que pasar de la defensa al ataque,
y para hacerlo hay que tener propuestas, un proyecto. ¿Qué ideas, por vagas y
preliminares, pueden comenzar a dar forma a ese proyecto?
MC:
No lo sé suficientemente. Digo al final del libro que a mí me gustaría buscar
una forma moral de la economía, que produzca una distribución mayor de los
bienes y del poder, pero que no sabemos cuál es la forma política que
acompañaría o sustentaría esta forma de la economía.
Creo,
a muy grandes rasgos, que eso tiene que relacionarse con la idea de la
distribución del poder, y que hay formas que avanzan cada vez más para hacerlo.
Estos sistemas de delegación llamados democracia tenían todo su sentido hace
100 años, cuando consultar las voluntades populares era muy complicado, y entonces
había que hacerlo cada tanto y producir delegados que supuestamente las
llevaran a cabo pero que nunca lo hacían. Ya no hay ninguna razón para que esto
sea así, porque estamos en condiciones técnicas de autogobernarnos de algún
modo, de tener delegados que consulten cada una de sus decisiones importantes,
por supuesto.
Creo
que esa sería la tendencia que me gustaría encontrar: formas en que el poder se
disemine y todos pudiéramos ejercer nuestra parte de poder en vez de
entregárselo a un sector pequeño de hombres fuertes económica y políticamente.
AR: Justamente al final del libro
hay un par de ideas que usted desarrolla para intentar resolver el hambre: la
vanguardia y la rebeldía. ¿Qué significado les atribuye hoy?
MC:
Hace muchos años hice una crítica muy intensa a la idea de vanguardia, de que
hay un grupo que supuestamente sabe más que los demás qué es lo que todos
necesitan. Es una idea que me parece que fue muy dañina durante todos los
procesos de rebeldía de la última parte del siglo XX, porque en general lo que
hizo fue terminar en este tipo de regímenes muy autoritarios, de los que creían
que sabían lo que había que hacer y hacían que todos hicieran lo que ellos
creían.
Fui
parte de eso y fui muy crítico, pero al mismo tiempo me pregunto (y esa es mi
perplejidad actual, por eso tengo más preguntas que respuestas) que si por
definición la mayoría piensa lo que está aceptado (y lo aceptado es esto que
vivimos), cómo se hace para cambiar esas ideas si no es porque hay un pequeño
sector de inadaptados que quieren pensar distinto. Y eso es lo que llamábamos “vanguardia”:
ese sector de inadaptados que buscaba más allá.
El
desafío, entonces, como digo en el libro, sería encontrar alguna forma de
aceptar que pensar distinto no te da derecho al poder, no te da derecho de
conducir a nadie. Si acaso a proponer, pero no a mandar.
No
es fácil porque, en general, es difícil declinar el poder cuando uno cree que
tiene algún derecho a tenerlo. Pero sería una de las premisas básicas para
poder pensar en forma distinta los cambios políticos.
*Entrevista publicada en Este País, num. 287, marzo de 2015.
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