sábado, agosto 01, 2015

La política del hambre. Entrevista con Martín Caparrós




La política del hambre
Entrevista con Martín Caparrós*
Por Ariel Ruiz Mondragón

En un reporte de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), fechado en septiembre de 2014, se informó que 805 millones de personas todavía sufren subalimentación crónica, que significan 100 millones menos que la década anterior. Son seres humanos que a diario tienen que enfrentar la carencia de alimentos en su mesa, muchas veces sin éxito: cada día mueren 25 mil personas por causas relacionadas con el hambre. Lo perverso es que, al mismo tiempo, gracias a los avances técnicos y tecnológicos, la agricultura mundial puede alimentar a 12 mil millones de personas, casi el doble de la población actual.
El estado actual de ese problema es tratado por Martín Caparrós (Buenos Aires, 1957) en su más reciente libro, El hambre (México, Planeta, 2014), una suerte de gran reportaje de 600 páginas en las que el autor no sólo relata las dramáticas vivencias cotidianas de personas a las que les falta alimento, sino que intenta comprender y explicar las diversas aristas de ese problema mundial.
Para realizar su investigación el escritor y periodista argentino viajó por Níger (“comer la bola de mijo todos los días es vivir a pan y agua. Pasar hambre”), India (“el décimo país más rico del mundo —y el primero en cantidad de desnutridos”), Bangladesh (“Hijos de madres malnutridas, cada año 110.000 bebés se mueren cuando nacen: uno cada cinco minutos”), Estados Unidos (“el hambre Usa (sic) consiste en eso: no en no tener comida; en no tener la propiedad —el derecho a disponer como te plazca— de esa comida”), Argentina (país en el que miles de sus habitantes están condenados a revolver basura para buscar comida), Sudán del Sur (“un país que no tiene, por ahora, más de cien kilómetros de asfalto, que no tiene tendido de electricidad, que no tiene agua corriente ni cloacas”) y Madagascar (donde grandes inversionistas acaparan las tierras productivas a costa de las comunidades).
De esa forma, el amplio recorrido de Caparrós lo llevó desde pequeñas comunidades agrarias miserables, pasando por las villamiserias y basureros donde apenas se sortea el hambre, hasta la Bolsa de Chicago, en donde se hace dinero, mucho dinero (y se decide el destino de miles de personas) con la especulación en el negocio de los alimentos.
Sobre las causas del hambre, Caparrós destaca en su libro que la falta de comida ya no es una de ellas: “El mundo produce más comida que la que necesitan sus habitantes; todos sabemos quiénes no tienen suficiente; mandarles lo que necesitan puede ser cuestión de horas.
“Esto es lo que hace que el hambre actual sea, de algún modo, más brutal, más horrible que el (sic) de hace cien años o mil años”.
Y remata: “Más que nunca, no comer es la consecuencia de un mercado mundial que dirige, concentra, excluye: hambrea”.

Sobre ese libro conversamos con Caparrós, quien es licenciado en Historia por La Sorbona; ha dirigido publicaciones como El Porteño, Babel, Página/30 y Cuisine & Vins, además de que ha colaborado en medios como The New York Times, Le Monde, El País y Le Nouvel Observateur. Ha publicado 25 libros y que ha recibido los premios Internacional de Periodismo Rey de España (1992), Planeta Latinoamérica (2004), Herralde de Novela (2011) y en dos ocasiones el Konex (2004 y 2014).






Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué escribir hoy un libro como el suyo? Usted dice en las primeras páginas que “es un fracaso” sobre el “mayor fracaso del género humano”, y más adelante afirma que de parte suya hubo falta de valentía e incluso llega a hablar de cobardía.
Martín Caparrós (MC): Quizás tiene que ver con la frase que puse al empezar el libro: “Inténtalo de nuevo y fracasa mejor”. Estoy a favor de esa idea, que trato de desarrollar al final: lo que vale la pena es intentar las cosas sin que tengas ninguna garantía de que vayas a conseguir el resultado. A veces se obtiene, a veces no, pero no hay que depender del resultado sino hacer las cosas que uno cree que no puede dejar de hacer porque se sentiría peor si no las hiciera. Y este libro, obviamente, era un problema del tamaño de 900 millones de personas que no comen. Imagínese qué importancia puede tener un libro que yo publique sobre eso.
Sin embargo, sabiendo que es una pequeñísima gota de tinta en el mar, lo quiero hacer porque me importa haberlo hecho. Me importa intentarlo aunque sea para fracasar.

AR: ¿Qué cobertura le han dado los medios de comunicación a este problema? Recuerda que en la Inglaterra del siglo XIX Friedrich Engels y a William Stead sí le dieron relevancia. Pero también destaca que, por ejemplo, los diarios lo abordan cuando se trata de desastres espectaculares como las hambrunas. Pero la lucha cotidiana de la gente más pobre que está luchando por apenas sobrevivir no aparece en los periódicos.
MC: Lo que pasa es que en el siglo XIX los hambrientos formaban parte de las sociedades más ricas: había hambre en Inglaterra, por ejemplo, después de la Revolución Industrial, cuando era la sociedad más rica de su tiempo. Los obreros no siempre conseguían comida suficiente, como cuenta Engels en ese texto sobre las clases laboriosas en ese país.
La diferencia es que ahora, en general, los hambrientos están tan perfectamente excluidos que ya no forman parte de nuestro paisaje cotidiano ni son una amenaza directa. Están fuera; están, si acaso, en las periferias de las grandes ciudades o en zonas rurales alejadas. Aunque estén a 100 kilómetros de aquí, ya no están incluidos dentro del aparato productivo.
Es mucho más fácil cerrar los ojos a esos excluidos, no contar sus historias y no hacerles caso. El mecanismo más habitual de este problema no es la explosión de la hambruna, cuando miles de personas se quedan súbitamente sin nada de comer, sino esta hambre sostenida y silenciosa que dura vidas y generaciones, y que mata porque produce cuerpos tan debilitados que cualquier enfermedad que a otra persona no le haría nada, a alguien que sí está desnutrido le resulta fatal. Esto es muy poco espectacular, y entre esto y el hecho de que quienes lo sufren están excluidos de nuestras sociedades, pues los medios muy cómodamente pueden no ocuparse del asunto.

AR: Usted viajó por lugares muy pobres del mundo. ¿Cuáles fueron los riesgos que usted corrió al hacer esta investigación? Usted cuenta en el libro cuando estuvo enfermo en Níger, cuando estuvo en peligro de ser agredido en los basureros de Argentina, un terremoto en Bangladesh, por ejemplo.
MC: Fueron riesgos infinitamente menores que los que corre todos los días cualquiera de las personas que me contaron su historia. Son riesgos muy controlados, aunque, obviamente, todo puede salir mal de pronto y puedes joderte, como también te puede salir mal usar la avenida Revolución.
Pero no es importante el tema de los riesgos, al menos a mí no me lo resulta. No creo que un trabajo periodístico sea mejor o peor porque el que lo hace corre riesgos; me parece que es mejor o peor si consigue contar lo que quiere contar, si consigue entender lo que quiere entender. Los riesgos no tienen ningún mérito.

AR: Hay un dato que usted menciona que es relevante: los alimentos sólo ocupan el 6 por ciento de la economía mundial, 10 veces menos que los servicios, pero de aquellos depende el resto de la economía. ¿Por qué se le da tan poca atención si es la estructura de todo lo demás?
MC: Es una explicación compleja porque lo que pasa es que, en general, los productores de alimentos suelen no ser los países más ricos, o no son los sectores ricos de los países más ricos. Llevamos unos cuantos años, 30 o 40, en los que los precios de los alimentos habían bajado mucho porque se producía mucho, más que nunca. Entonces dejó de ser atractivo para los grandes capitalistas invertir en ellos, y prefirieron invertir en tantas otras cosas, que, además, efectivamente producen beneficios mucho más importantes: industrias de punta, servicios, bancos, especulación.
La producción de alimentos es modesta en cuanto a sus retornos, pero en cualquier caso esa tendencia cambió porque ahora está la idea relativamente nueva de que no va a ser fácil expandirla más y por lo tanto ha llegado a una especie de techo, y eso ha hecho crecer bastante los precios. Entonces eso ha hecho que vuelva a ser atractivo para grandes capitales este tipo de negocio y, por otro lado, ha hecho que mucha gente no pueda comprar comida porque los precios subieron.
Entonces, aunque últimamente hubo un cambio en cuanto a la consideración que tiene el negocio alimentario en el mundo, sigue siendo una parte menor porque, efectivamente, toda la industria, tanto de grandes máquinas como de tecnologías de punta y demás es mucho más eficaz generando plusvalía.

AR: Usted describe algunos efectos perversos que tuvieron los cambios técnicos y tecnológicos, por ejemplo la Revolución Verde, que llevó a muchos campesinos de los países más pobres a ser todavía más pobres…
MC: Es un doble movimiento: la Revolución Verde consiguió multiplicar la producción agraria por mucho, y gracias a esa mejora técnica ahora el mundo produce más alimentos que los que se necesitan, lo cual no hace que todos tengan los alimentos que requieren porque hay un grado de apropiación de esa riqueza muy fuerte por parte de los más ricos. Pero por primera vez en la historia el mundo produce más alimentos de los que necesita, y eso es un dato muy fuerte.
Al mismo tiempo, la Revolución Verde efectivamente fue usada en muchos lugares para expulsar campesinos, concentrar producciones agrarias de mayor superficie, con más máquinas, menos mano de obra y con más beneficio para las corporaciones que las tienen. Pero esto no es culpa de la técnica sino de todo el mecanismo político y económico que usa esas técnicas.
Creo que lo mismo pasa con las semillas transgénicas, que son muy eficaces para producir alimento, pero cuyo problema grave no es el eventual daño que pueden hacer a los suelos (lo cual tampoco está del todo probado; en última instancia habría que elegir si uno prefiere que el suelo esté dañado o que se mueran millones de personas porque no tienen comida), sino que esa eficacia y ese incremento de la producción no benefician a todo el mundo sino al señor Monsanto o a cualquiera de esas grandes corporaciones.
Entonces, una vez más, el problema no es la técnica sino cómo se usa, quién se beneficia de ella. Eso se constituye, insisto, en un problema político: quién tiene el poder de decir usa esas semillas, que está muy bien, pero no hay ninguna razón para que usted sea el que se lleve todo el beneficio, que pertenecen a todo el conjunto de las personas, y todos tendrán el derecho de plantarlas, a usarlas, a mejorarlas.

AR: Acerca de las entrevistas que usted hizo para el libro, me atrajeron un par de ellas que contrastan por la forma en que abordan el asunto de la producción de alimentos y sus beneficios. Por un lado está Vandana Shiva, quien defiende los cultivos tradicionales y ataca las formas modernas de producción, y por el otro un corredor de Bolsa de Chicago que se dedica a especular (lo cual también ya hacen máquinas electrónicas) con los alimentos y decide desde allí el futuro de miles de personas.
MC: Yo no lo sabía y me impresionó eso de las máquinas que hacen inversiones todo el tiempo y que van ganando grandes cantidades de dinero sólo haciendo operaciones de segundos o milisegundos, lo cual me pareció delirante, la especulación más pura que uno se puede imaginar: no hay ningún objeto ni nada en el medio, sino pura tecnología al servicio de producir dinero con dinero con dinero con dinero...
Son distintos aspectos del asunto, pero a mí me sorprende cómo muchas veces la izquierda se ha vuelto tan conservadora en el sentido de reivindicar tradiciones, como estas agrarias, de viejas formas de cultivo que no alcanzaban para que comiera ni la mitad de la población. En la India la gente se moría de hambre en serio con esas viejas formas tradicionales; entonces, ¿cómo puede ser que ahora las reivindique? No alcanzarían para alimentar pero ni a la mitad de la población de mil 300 millones de personas. Me hizo gracia que encontré esa frase de Marx en la que habla de la India en su época tradicional y dice que es el país más reaccionario del mundo, más autoritario, más esclavista; entonces ese es el tipo de sociedad que cierta izquierda reivindica.
Yo no lo entiendo; creo que hay una especie de reacción frente a los cambios técnicos que los llevan a pensar que todo tiempo pasado fue mejor, cuando se suponía que el papel básico de la izquierda consistía en pensar cómo van a ser mejores los tiempos que vienen, lo que han abandonado en muchos casos.

AR: En el asunto del hambre hay un coctel muy rico y variado, en el cual hay varios aspectos culturales: por ejemplo, usted destaca algunos prejuicios, como el machismo, cierto nacionalismo, la resistencia a la medicina moderna, el respeto a las tradiciones, a la religión. Muchos de sus entrevistados, incluso en la situación desesperada en la que se encuentran, no quieren rebelarse contra el orden imperante…
MC: El hambre es uno de esos focos en el que uno puede pararse y desde allí mirar una cantidad de fenómenos distintos; en este caso parece como más legítimo porque la mayoría de estos fenómenos sociales están atravesados por este problema. Y para retomar solamente algo de lo que decía, está la cuestión de la religiosidad de los hambrientos, que me impresionó mucho. Buscaba ateos y no los encontraba, a ver si alguien me decía “yo no creo en Dios, no creo en nada, yo lo que quiero es conseguir la comida que necesito”, o lo que sea que dijera. Pero no, todos sacaban a relucir algún Dios. Por supuesto, no hay ninguna idea tan bruta como la hindú del karma, en la que el problema es culpa tuya: si te va mal es culpa tuya, porque en una vida anterior pisaste una cucaracha. Pero la verdad eso es como un refinamiento perverso.
Pero no por eso hay que menospreciar la habilidad del islam o de la Iglesia católica para convencerte de que no puedes hacer nada, que tienes que soportar lo que te toca; como decía la Madre Teresa de Calcuta, “qué bonito ver cómo sufren los pobres”, “cómo soportan los pobres su destino”, una cosa así.

AR: ¿Qué relación ha habido entre los regímenes políticos y los países donde hay hambre y donde ha habido hambrunas? Hay ejemplos en el libro: por ejemplo cuando usted recuerda el caso de Ucrania bajo Stalin, El Gran Salto hacia Adelante de Mao Tse-Tung, hasta llegar al Consenso de Washington.
MC: Eso es tremendo, yo no lo tenía tan claro; es otra cosa que descubrí trabajando para este libro: cómo las más grandes catástrofes, las hambrunas del siglo XX, fueron todas causadas por un régimen político autoritario: Stalin en Georgia en los años veinte, Hitler en Europa del Este en los cuarenta, Mao en China a finales de los cincuenta y principios de los sesenta, caso en los que murieron millones de personas.
A mí siempre me incomodó esa idea de asimilar Stalin a Hitler o a Mao, pero en esto hay que reconocer que los efectos que produjeron son muy parecidos, y entre los tres se llevan el podio absoluto de las catástrofes del hambre del siglo XX. Son ejemplos de cómo un gobierno con todo el poder a su disposición puede hacer desastres absolutos.
En cambio, para mirar un poco del otro lado, digo por allí que no estoy para nada de acuerdo con esta idea tan famosa de Amartya Sen de que la forma de evitar el hambre es la democracia. Debería ver que su propio país, la India, es el que tiene más hambrientos del mundo y es, al mismo tiempo, la mayor democracia del mundo. Simplemente comparar dos frases simples sobre su país desmiente esa supuesta genialidad del señor Sen.

AR: Uno de los casos más extraordinarios, bárbaros y salvajes que también recuerdo fue el de los jemeres rojos en Camboya…
MC: También hubo una gran cantidad de muertos, pero como es un país más chiquito no podían competir con China, con la Unión Soviética o con Europa del Este, pero también hicieron lo mismo.

AR: Un caso de los que relata le tocó de manera familiar, que fue el del gueto de Varsovia creado por los nazis. ¿Cómo lo recuerda?
MC: Yo eso lo escuché mucho después; yo nací 16 años después de eso, y mi abuelo, que era el hijo de la bisabuela Gustava, que aparece en el libro, nunca quiso hablar de eso. Es algo que los familiares fuimos reconstruyendo después por distintos medios.
Me impresiona haber tenido una relación de sangre con una de esas grandes hambres del siglo, y también me impresiona mucho la historia que cuento sobre los médicos judíos que sabían que estaban condenados porque estaban en el gueto y que los iban a matar. Aun así, decidieron hacer algo para un futuro que no verían: estudiar a sus pacientes, sabiendo que iba a ser difícil reunir tantos casos sobre desnutrición, para dejar a quienes pudieran retomarlo algún saber que les permitiera trabajar sobre casos semejantes en el futuro. Esto me emociona.

AR: Es una situación desesperante en la que viven 800 millones de personas, pero tras sus viajes y su extenso relato, ¿dónde encuentra la esperanza para resolver este problema?, ¿en dónde encontró humanidad, la que usted reivindica?
MC: En muchos lugares, movimientos que se van apareciendo y que se van juntando; hay algunos que consiguen algo, otros fracasan. Pero una imagen que ahora me viene a la cabeza es la de una chica en un pueblito de Madagascar, en donde una empresa se instaló y les están sacando sus tierras de cultivo. Los hombres tratan de convencerse de que no importa mucho, que, bueno, de todas maneras pasaría, etcétera; ella, que en su condición de mujer no tendría derecho a hablar, los increpa y les dice que si no se dan cuenta de que se van a quedar sin comida y sin agua. Es ella, la mujer, la que tendría que quedarse callada, la que intenta despertar a sus vecinos, a sus amigos.
Una chica como esa es una de tantas personas o situaciones que me dan la esperanza.

AR: ¿Cuál es la relación del hambre con la violencia? Históricamente parece haber una relación con revueltas y revoluciones, que viene cuando menos de la Revolución Francesa hasta la Primavera Árabe. Pero también anota que en su recorrido encontró mucha gente que, a pesar de su situación desesperada, no tenía ninguna intención de rebelarse y que más bien acepta el maltrato y el engaño.
MC: Me parece que no siempre las mismas causas producen los mismos efectos; si no, la vida de las sociedades sería tan mecánica como el ascensor que sube y baja. En muchos casos la gente que tiene hambre sufre, al mismo tiempo, una especie de recorte de sus posibilidades que le impide imaginarse de otra manera, pensar cómo hacer para salir de esa situación, porque, entre otras cosas, junto con el hambre viene muy fuerte el discurso de que la única solución es que traigan una bolsa de granos, que no hay solución fuera de eso.
Pero de vez en cuando ese malestar difuso llega a una especie de masa crítica que cristaliza este tipo de revueltas. Muchas veces tampoco llegan a nada después, son simplemente una revuelta, una explosión de cólera que a veces hasta voltea un gobierno pero no es capaz de construir otro. Pero a veces sí; es como una acumulación de efectos que de vez en cuando llegan al punto en el que realmente cambian algo. Muchas veces no llegan a ese punto: fracasar de nuevo, fracasar mejor.

AR: Es interesante la crítica que usted hace al final del libro: estamos viviendo en un mundo en el que ya no hay proyectos y lo único que tenemos es la defensiva: los indignados, la antiglobalización. Usted plantea que ya hay que pasar de la defensa al ataque, y para hacerlo hay que tener propuestas, un proyecto. ¿Qué ideas, por vagas y preliminares, pueden comenzar a dar forma a ese proyecto?
MC: No lo sé suficientemente. Digo al final del libro que a mí me gustaría buscar una forma moral de la economía, que produzca una distribución mayor de los bienes y del poder, pero que no sabemos cuál es la forma política que acompañaría o sustentaría esta forma de la economía.
Creo, a muy grandes rasgos, que eso tiene que relacionarse con la idea de la distribución del poder, y que hay formas que avanzan cada vez más para hacerlo. Estos sistemas de delegación llamados democracia tenían todo su sentido hace 100 años, cuando consultar las voluntades populares era muy complicado, y entonces había que hacerlo cada tanto y producir delegados que supuestamente las llevaran a cabo pero que nunca lo hacían. Ya no hay ninguna razón para que esto sea así, porque estamos en condiciones técnicas de autogobernarnos de algún modo, de tener delegados que consulten cada una de sus decisiones importantes, por supuesto.
Creo que esa sería la tendencia que me gustaría encontrar: formas en que el poder se disemine y todos pudiéramos ejercer nuestra parte de poder en vez de entregárselo a un sector pequeño de hombres fuertes económica y políticamente.

AR: Justamente al final del libro hay un par de ideas que usted desarrolla para intentar resolver el hambre: la vanguardia y la rebeldía. ¿Qué significado les atribuye hoy?
MC: Hace muchos años hice una crítica muy intensa a la idea de vanguardia, de que hay un grupo que supuestamente sabe más que los demás qué es lo que todos necesitan. Es una idea que me parece que fue muy dañina durante todos los procesos de rebeldía de la última parte del siglo XX, porque en general lo que hizo fue terminar en este tipo de regímenes muy autoritarios, de los que creían que sabían lo que había que hacer y hacían que todos hicieran lo que ellos creían.
Fui parte de eso y fui muy crítico, pero al mismo tiempo me pregunto (y esa es mi perplejidad actual, por eso tengo más preguntas que respuestas) que si por definición la mayoría piensa lo que está aceptado (y lo aceptado es esto que vivimos), cómo se hace para cambiar esas ideas si no es porque hay un pequeño sector de inadaptados que quieren pensar distinto. Y eso es lo que llamábamos “vanguardia”: ese sector de inadaptados que buscaba más allá.
El desafío, entonces, como digo en el libro, sería encontrar alguna forma de aceptar que pensar distinto no te da derecho al poder, no te da derecho de conducir a nadie. Si acaso a proponer, pero no a mandar.
No es fácil porque, en general, es difícil declinar el poder cuando uno cree que tiene algún derecho a tenerlo. Pero sería una de las premisas básicas para poder pensar en forma distinta los cambios políticos.

*Entrevista publicada en Este País, num. 287, marzo de 2015.

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