lunes, noviembre 16, 2015

La Revolución mexicana, más acá de la utopía. Entrevista con Alan Knight


La Revolución mexicana, más acá de la utopía
Entrevista con Alan Knight*
Por Ariel Ruiz Mondragón

Durante la década de los ochenta del siglo pasado fueron publicados grandes libros que pretendieron dar una explicación general del movimiento armado que inició en nuestro país en 1910. Entre ellos descollaba uno: La Revolución mexicana. Del Porfiriato al nuevo régimen constitucional (México, Fondo de Cultura Económica, 2010; publicado originalmente en inglés en 1986), del investigador británico Alan Knight (Londres, 1946), quien, tras confrontar polémicamente a los historiadores revisionistas, postuló que la nuestra fue una revolución “en esencia popular y agraria”, como antes lo había enunciado Frank Tannenbaum.
Además, y ante los notables avances de la historia regional, local y de la microhistoria, Knight postuló en esa obra que nuestra revolución fue un fenómeno nacional, y que por ello mismo merecía una historia nacional. De allí que, muy probablemente, su libro sea la última gran síntesis de ese proceso histórico que definió al México moderno.
Esa magna historia concluía en 1920; sin embargo, en opinión del investigador, la revolución “como proyecto nacional y generación histórica” no concluyó en ese año sino que “llegó a su fin en la década de 1940”, como explica en el prólogo de Repensar la Revolución mexicana (México, El Colegio de México, 2013), dos volúmenes que contienen 23 ensayos escritos entre 1984 y 2010.
Durante una visita que Knight realizó a la Ciudad de México en enero de 2014 para presentar esta nueva publicación tuvimos la oportunidad de conversar con él acerca de ambas obras.
Knight es doctor en Historia por el Nuffield College de Oxford, Inglaterra; ha sido profesor en la Universidad de Oxford, donde también fue director del Centro de Estudios Latinoamericanos. Con su libro La Revolución mexicana ganó los premios Albert Beveridge, otorgado por la Asociación Histórica Americana, y Bolton, galardón de la Conferencia sobre Historia Americana. En 2010 el gobierno mexicano le otorgó la Orden del Águila Azteca, y en 2012 recibió el doctorado honoris causa por la Universidad Veracruzana.

Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué decidió estudiar el proceso revolucionario de México? En la introducción de Repensar la Revolución mexicana comenta el problema del etnocentrismo en Inglaterra, y que el gobierno inglés, a partir de la Revolución Cubana, estuvo muy interesado en estudiar estos movimientos en Latinoamérica. Menciona usted que fue delimitando su objeto de estudio: primero América Latina, después México y su revolución.
Alan Knight (AK): Fue un proceso un poco al azar, no fue un plan muy bien pensado. Por buena suerte llegué a México y hallé la revolución, pero también otras posibilidades. El interés del gobierno británico fue muy reducido, pero hubo un poco de apoyo a los estudios latinoamericanos; aproveché eso y conseguí una beca.
Me interesaron cuestiones como el imperialismo, la expansión de Europa y la inversión en el Tercer Mundo a fines de los años sesenta, cuando había cierto romanticismo que tenía que ver con las revoluciones en los países tercermundistas. Después de leer y platicar con gente decidí enfocarme en México porque tiene una historia muy rica, compleja y que parece trágica. La revolución me pareció un asunto muy interesante no sólo en México sino también en la historia de las grandes potencias. Entonces entré un poco con la historia de fuera, ya que México fue un ejemplo de la rivalidad norteamericana, alemana y británica. Después de algún tiempo me convertí más en historiador de México, de dentro, porque creo que no se puede entender la revolución enfocándose demasiado en Alemania, Gran Bretaña e incluso Estados Unidos, países de los que, creo, su poder ha sido un poco exagerado. Así, poco a poco me convertí en especialista en la revolución.

AR: Usted dice de la Revolución mexicana que “el cambio llegó sin que sus protagonistas principales lo planearan o previeran”. A la vez menciona que su decisión de estudiar México fue algo aleatoria, y que tuvo que ir ajustando su enfoque. ¿Cómo se relacionaron ambos aspectos?
AK: Creo que muchos aspectos de la vida son aleatorios. A veces la gente piensa que la historia depende de los planes y de los próceres que están proyectando el futuro del país. Pero creo que en muchos casos hay lo que los economistas llaman “las consecuencias imprevistas”: hay un plan o un proyecto, pero lo que resulta es muy diferente. Eso no quiere decir que no hay estructuras en la historia; pienso que es muy importante tratar de entender cierta lógica y comprender por qué una revolución es comparable con otras revoluciones. Hay que hacer un esfuerzo de análisis y comparación, pero poniéndose en la posición de los actores: ellos a veces no tenían mucha idea de a dónde iban, cuál sería el futuro, y tomaban sus decisiones en medio de la revolución. Creo que eso fue muy difícil porque, por ejemplo, cuando la división entre Francisco Villa y Venustiano Carranza, es un problema saber porque hay gente que fue carrancista (como Lázaro Cárdenas y Francisco J. Múgica, que fueron radicales) y otra que no.
Entonces las explicaciones muy precisas, ideológicas, a veces no sirven; hay que mirar otras. El hecho es que la gente a veces tuvo que tomar decisiones en una situación de gran incertidumbre, y es nuestra tarea como historiadores tratar de explicar por qué las tomaron pero tratando de entender sus dilemas y sus problemas.

AR: La época en que apareció en Cuadernos Políticos su revisión historiográfica, y poco después su obra sobre la Revolución mexicana, fue una de grandes libros sobre el tema: recuerdo, por ejemplo, los de John Mason Hart, Hans Werner Tobler y François-Xavier Guerra, entre otros. Desde entonces no hay un trabajo individual que pretenda ser una gran síntesis de la Revolución mexicana, una historia, como usted dice, nacional. ¿A qué lo atribuye?
AK: No lo había pensado, pero creo que tiene razón. Hubo un momento en los años ochenta cuando salieron varios libros de gran tamaño y además con una visión más nacional. En los últimos años no ha habido muchos de esa índole, en parte porque, quizá y obviamente, hacerlo es cada vez más difícil porque ahora tenemos un sinnúmero de monografías, estudios muy detallados y muy buenos sobre aspectos de la revolución como las fábricas textiles de Orizaba, el proceso en un municipio, las microhistorias al estilo de Luis González, por ejemplo.
Tenemos una gran cantidad de conocimiento, y por eso es cada vez más difícil armar una síntesis. Esto se puede hacer de una manera muy sencilla; por ejemplo, yo pienso que algunas interpretaciones de John Hart son un poco del estilo de que para hacer su síntesis presentó una imagen algo sencilla de la revolución, muy xenofóbica, muy anti-Estados Unidos, pero en donde este país es un factor muy determinante. Yo no comparto esa opinión.
Otro aspecto es que los historiadores más jóvenes han avanzado en sus intereses; es decir, hoy la revolución, especialmente la armada, no está tan de moda. La mayoría de los jóvenes que conozco, tanto en México como en Estados Unidos, están más interesados en las cuestiones culturales: ha habido un aumento en los estudios de los conflictos Estado-Iglesia y sobre la educación socialista, por ejemplo; pero también hay más interés en el periodo más reciente, sobre asuntos como el PRI, la contracultura y los estudiantes del 68, que ahora son los temas de investigación de doctorado.
Entonces creo que, lógicamente, la frontera historiográfica avanza cada tanto, y hoy quizás la revolución no es el gran reto historiográfico como lo fue hace 30 o 40 años.

AR: Buena parte de su obra, como se puede ver en La Revolución mexicana y en Repensar la Revolución mexicana, está hecha en abierta polémica con lo que usted llama el revisionismo histórico. ¿Qué méritos le reconoce a esta corriente historiográfica?
AK: Yo creo que eso fue un poco en mi juventud irresponsable; estaba de turco joven y quería hacer mis opiniones. Quizás hoy en día sea más maduro, un poco más relajado.
Considero que el debate sí es importante; quizás un poco de polémica ayuda a salpicar el debate, porque creo que, como muchas otras disciplinas, sin él la historia es menos interesante. Obviamente siempre hay diferentes opiniones y hay que expresarlas.
Me llama la atención, por ejemplo, que en Estados Unidos (trabajé varios años allá) hay una suerte de ambiente profesional muy cortés, donde nadie quiere criticar a nadie abiertamente. En Inglaterra es otro el ambiente: tenemos una tradición de debate, de pelear en público, pero sin rencores personales; después podemos ir a la taberna para compartir una cerveza.
En México también hay más tradición de debate, y ha habido muchos sobre la revolución y otros temas. Yo creo que realmente la historiografía lo necesita para aclarar las posiciones, saber cómo y dónde los historiadores discrepan porque con esto hay un poco de avance historiográfico.
Un poco de polémica quizá ayuda porque es entretenida.

AR: Pero ¿cuáles han sido los aportes de los revisionistas al estudio de la revolución?
AK: Ellos siempre han pensado en el por qué de las corrientes historiográficas; obviamente, una cosa es tratar de entender la historia y otra cosa entender por qué en un momento dado hay una nueva interpretación. Puede ser que alguien haya descubierto un nuevo archivo, pero normalmente no tiene tanto que ver con eso sino más bien con que debido al ambiente contemporáneo la gente está pensando diferente y hay nuevas preguntas.
Creo que probablemente la gran ola revisionista, que más o menos observo de los años setenta en adelante, tiene que ver con cierto desprestigio del sistema político en México. El hecho de que el PRI en esos años estaba pasando, con Luis Echeverría y después con José López Portillo, muchos problemas con la inflación y con las crisis, generó cierta falta de legitimidad. Entonces la gente, lógicamente, pensó que todo ese sistema estaba podrido, y entonces lo estaban también el PRI y la revolución.
Considero que hubo una tendencia a cuestionar la revolución, lo cual fue muy bueno porque en muchas cosas que los revisionistas dicen tienen razón: que no hubo una sola revolución sino muchas, y toda la obra regional que mencionamos fue muy positiva. Pero fue una tendencia para ir más allá: la revolución en armas fue violencia, oportunismo y corrupción. Es decir, fue como si el PRI fuera el heredero lógico y natural de la revolución. Para mí el partido fue corrupto, pero el México del PRI no fue el de la revolución: los priistas no fueron los revolucionarios sino que hubo muchos cambios a través de muchas décadas.
Entonces yo creo que fue probablemente el ambiente político de ese entonces el que provocó ese cuestionamiento, que es bueno, pero también cierto repudio exagerado de la revolución como un factor positivo en la historia de México.

AR: Buena parte de ese revisionismo histórico estaba justamente enderezado contra una de las versiones más difundidas de la Revolución Mexicana que era la de Frank Tannenbaum, la cual usted recupera y defiende, por ejemplo, en su artículo sobre la importancia sobre la gran hacienda. ¿Por qué recuperarla cuando parecía que ya estaba superada?
AK: Recientemente he leído mucho de Tannenbaum para un coloquio. Pienso que su obra inicial fue muy buena; él vino a México a principios de 1920, viajó por todos lados y recogió mucha información. Su primer libro sobre México, que fue su tesis de doctorado, The Mexican Agrarian Revolution, tiene muchos datos buenos e incluso destaca su argumento de que la revolución fue campesina, rural, de gente bastante anónima, que no había ningún partido hegemónico y que fue muy descentralizada. En cierto sentido estaba anticipando las muchas revoluciones o la revolución en las regiones. Todo eso se ve en el Tannenbaum temprano.
Después Tannenbaum se volvió mucho más, no diría conservador, sino más asociado con el régimen, mucho más apologista. Creo que hubo líderes mexicanos, como Cárdenas, que fueron muy inteligentes en su manera de manipularlo. En sus trabajos de los años sesenta, por ejemplo Peace by Revolution y otros, estuvo diciendo cosas como que el régimen de Miguel Alemán fue muy progresista. Incluso más tarde en ese periodo sus escritos sobre América Latina fueron un poco afectados por la Guerra Fría.
Si nos enfocamos en las obras iniciales de Tannenbaum de los años veinte, cuando era un testigo, yo creo que son bastante útiles y tienen cierta verdad en cuanto a la revolución popular, agraria, campesina; después, para mí comenzó a perder su pista.



AR: Ahora quiero ir por esta vertiente: ha habido muchos buenos trabajos de historia regional, de microhistoria (varios de los cuales usted recuperó en su libro); allí ponían el acento los revisionistas que señalaban que parecían pequeñas rebeliones en diversas partes de la República, desconectadas entre sí. ¿Cómo pudo usted, a partir de esta gran diversidad de historias locales, construir una historia nacional?
AK: Es un gran reto porque hay que respetar todas las variaciones, pero al mismo tiempo no hay que caer en la idea de que la historia es una maldita cosa después de otra, nada más un rompecabezas totalmente sin patrón. Entonces considero que es importante tener ciertos conceptos organizadores y maneras de entender; por ejemplo, yo escribí un ensayo, que está en el nuevo libro, sobre la revolución en su totalidad. Para mí, la revolución incluye los años veinte y treinta porque no se podía entender nada más en la violencia de los años diez.
Se pueden ver corrientes en la revolución: el maderismo liberal, democrático, burgués; el zapatismo, y no solamente este sino otros movimientos agrarios, populares, a veces muy descentralizados; el huertismo en la reacción conservadora, que perdió; lo que llamo “el jacobinismo al estilo francés” de Plutarco Elías Calles, que es la formación del Estado fuerte en contra de la Iglesia —porque la Iglesia fue gran competidora y rival del Estado, con mucho énfasis en la educación, en la necesidad, como dijo Calles en su Grito de Guadalajara, de apropiarse de los cerebros de los chicos, es decir, de una revolución de tipo cultural—, y por último el cardenismo, en el que hay algo más: no era el socialismo en sentido estricto, pero sí tenía rasgos de socialización de medios de producción con los ejidos colectivos y con la expropiación petrolera.
Para mí, tras revisar todo el conjunto de la revolución, creo que en cierto sentido la visión callista fue la que tuvo más éxito en el largo plazo. Madero fracasó y terminó en tragedia; los zapatistas sí tuvieron algunos logros con la reforma agraria, pero tuvieron que aceptar la autoridad de un Estado que no estaba en su preferencia, y el cardenismo tuvo muchos éxitos pero también muchos fracasos, y después, en los años cuarenta, generó rechazo. Pero considero que el callismo —es decir, la formación de un Estado fuerte, con un partido hegemónico y mucho énfasis en la educación y en la formación de los mexicanos— tuvo éxito aun después del destierro de Calles, quien murió en 1945 y entonces no pudo ver al PRI, que nació un año después. Pero yo creo que si Calles hubiera vivido 20 años más hubiera pensado que quizás el PRI fue una solución bastante aceptable para los problemas que él quería resolver.
Entonces, creo que de las varias corrientes de la revolución (porque estamos todos de acuerdo que no hubo una sola revolución) la visión callista es quizás la que tuvo más éxito en cuanto a la formación eventual de México y su política.

AR: ¿Cuál fue el peso y el resultado del liberalismo en la revolución mexicana? Hay dos corrientes principales que lo enarbolaban: la radical, de los Flores Magón, y la constitucional, defendida por Madero. De este, por ejemplo, dice usted que los maderistas no lograron convencer, con sus ideales elevados y abstractos, a vastos sectores de la población.
AK: El liberalismo fue muy importante, y hay muchos historiadores del siglo XIX (que no es mi área) que enfatizan, y yo creo que con razón, la fuerza del liberalismo, incluso popular, en México con Juárez, por ejemplo. El liberalismo tiene esta fuerte asociación con el patriotismo, la resistencia contra Maximiliano y la intervención francesa, etcétera.
Era un liberalismo muy fuerte, y en la revolución había muchísimos liberales pero de distintas índoles: Álvaro Obregón, si uno lee sus memorias Ocho mil kilómetros en campaña, siempre se refiere a sí mismo como liberal: “Somos los liberales”. No dice los marxistas, los socialistas o los anarquistas, sino “los revolucionarios”; en cuanto a su ideología, su etiqueta preferida era liberal.
Los zapatistas también tuvieron cierta reverencia para Juárez, al que se refieren en sus manifiestos.
Así, el liberalismo fue muy importante, pero había muchos liberalismos: por ejemplo, los había populares más agraristas, y los había más al estilo de Obregón y Calles, el que se volvió jacobino, es decir, que quería armar un Estado muy fuerte, lo cual quizá no era muy liberal pero era su manera de imponer valores liberales.
Los Flores Magón fueron diferentes: antes de la revolución, y como se ve en el Plan de San Luis Misuri, su liberalismo tiene muchos aspectos anarquistas, anarcosindicalistas; entonces eran liberales pero muy diferentes de Madero. Este fue un liberal clásico en el sentido tradicional, decimonónico, de sufragio efectivo, no reelección. Pero fracasó.
Es interesante ver cómo el nombre de Madero reaparece con líderes del PAN. Cuando este partido llegó al poder obviamente repudió la revolución para oponerse a Cárdenas. Pero incluso en el PAN hay un aspecto que todavía tiene el contenido del liberalismo revolucionario.
Pero el problema es que hay tantas variaciones que a veces son liberalismos en pugna.

AR: Algo de estos actores que me llamó la atención en uno de los ensayos de Repensar la Revolución mexicana es la cuestión de quiénes fueron los revolucionarios. En alguna parte usted cita a Arnaldo Córdova, quien dice que el revolucionario tiene una visión y un proyecto a futuro, así como una visión nacional. Pero usted matiza este tema. En su obra ¿quiénes son revolucionarios?
AK: Acuérdese de que para mí el hecho de ser revolucionario obviamente tiene rasgos ideológicos, pero lo importante, especialmente en una revolución así, real, es la actuación; por ejemplo, los zapatistas: si uno nada más lee el Plan de Ayala, que fue como la gran declaración de los zapatistas, no es muy revolucionario, no hay nada de comunismo. Había referencias al pasado, a Juárez, a Dios; en cierto sentido es más bien un manifiesto algo tradicional. Pero el zapatismo, para mí, claramente fue revolucionario porque quería derrocar a Porfirio Díaz, quería cambiar la estructura del poder en Morelos, quería repartir tierras y destruir las plantaciones azucareras. Entonces, en cuanto a su actuación fue claramente revolucionario, aunque teóricamente su bandera, su manifiesto no lo fue tanto.
Entonces para mí es más importante lo que la gente hace que lo que dice; “hechos, no dichos”, como a veces dicen en manifestaciones.

AR: Usted hace una a crítica a varios historiadores que postulaban que la única revolución digna de tal nombre era una que fuera socialista. ¿Cuál es su concepto de revolución?
AK: Yo creo que revolución es un concepto que necesitamos porque hay coyunturas en la historia en que hay cambios rápidos, radicales y con cierta violencia. Hay quienes hablan de “la revolución de terciopelo” en Europa Oriental, pero es algo diferente: lo fue quizás en cuanto a sus resultados, pero hubo muy poca violencia.
Para mí, en México antes de la revolución hubo un periodo de conflicto y organización en el que hubo grupos en pugna, con sus ideologías y sus visiones distintas, con mucha gente involucrada en el proceso; no es un pequeño cuartelazo de nada más una brigada de soldados sino algo mucho más amplio en la sociedad. Después, si la revolución tenía éxito (porque a veces hubo grupos que fueron aplastados por otras fuerzas contrarrevolucionarias) entonces había consecuencias revolucionarias: hubo un proceso y hubo resultados.
Para mí el caso de la Revolución mexicana sí alcanza el grado de proceso y tuvo las consecuencias necesarias para considerarse revolución; no cambió el modo de producción totalmente, porque, además, no se puede decir que México fuera feudal, después capitalista y luego socialista, sino que fue un proceso mucho más complicado y variable. Ramón Eduardo Ruiz utilizó la Revolución francesa como modelo, pero creo que no entendió muy bien: si uno lee sobre ese proceso, no hubo un cambio de modo de producción aunque sí aceleró ciertos cambios en el mundo político: obviamente, derrocó una monarquía para instaurar una República. En México había república antes y después, pero hubo un cambio en la formación política, su modo de hacer la política, en la cultura política, en la propiedad, en la estructura de tenencia de la tierra, en los sindicatos (que apenas existían y tuvieron un papel importante).
Dos pruebas de lo anterior: si tomamos el México de Lázaro Cárdenas y hacemos una comparación con el Porfiriato, es muy diferente, no en todos los aspectos pero en muchos hay diferencias muy marcadas y son debidas a la revolución, que no es un proceso incremental.
Por otro lado, si comparamos el México de los años veinte y treinta con Brasil, Perú o Guatemala, en aquél hay cambios que no se ven en estos otros países; hubo diferencias precisamente debidas a la revolución. Para mí eso es suficiente para llamarla revolución, sin requerir una forma de cambio al estilo de Stalin: si no hay socialismo, si no hay Partido Comunista, entonces no es revolución. Esto me parece muy dogmático.

AR: Eso me pareció muy interesante en la explicación que da de la revolución: en la crítica que hace a estos historiadores radicales (llamémosles así) dice usted que le apuestan al nocaut, y que usted considera que se trata más bien de una sucesión de golpes con los que se van construyendo los cambios. En este sentido, ¿cuál es su concepción del cambio revolucionario en México? Porque me parece una visión más bien reformista…
AK: Es un proceso de unos 30 años; es decir, no es solamente lo que pasó durante la revolución armada. Durante los años diez más bien hubo la destrucción del Ejército federal, el debilitamiento de la clase terrateniente, la expulsión de Porfirio Díaz, los científicos y varios caciques porfiristas. Entonces hubo una obra de destrucción quizás necesaria para después comenzar a forjar un nuevo régimen con muchas dificultades. A través de los años veinte y treinta se ve un nuevo Estado, con bases diferentes, con varios partidos al principio y después un solo partido dominante, hegemónico —no fue una política totalitaria—, reforma agraria y sindical, presencia de las masas en la política en cierto sentido y expropiación petrolera.
Para mí todas estas políticas, en su conjunto, son suficientes para decir que eso sí fue una revolución, aunque no fue un nocaut, no fue la construcción del comunismo. Pero si uno mira lo que estaba pasando en otros países, incluso socialistas, a veces los cambios no fueron tan bruscos; a veces fueron más lentos, más incrementalesque lo que se supone desde fuera.
Pienso que el gran problema en México y en América Latina es que se utilizan estos modelos de fuera, de los europeos, chinos y japoneses. Sin embargo, creo que a veces los modelos son el problema porque son demasiado sencillos.
También he leído a esta tendencia de historiadores recientes que dicen que en México realmente no hubo una guerra al estilo de la Primera Guerra Mundial, sino una fiesta de las balas. No fue así: la mortalidad fue enorme, en términos de porcentaje fue igual que en muchos países de aquella.
Entonces hay que tener modelos correctos y no siempre decir que los mexicanos no pudieron armar una revolución o una guerra. Hay una forma de utilizar un modelo muy dogmático y abstracto para criticar el proceso histórico real.

AR: Sobre los cambios me llama la atención la distinción que usted hace entre lo que llama los cambios formales (por ejemplo, de Constitución, leyes, decretos, etcétera) y los informales, que yo entiendo como la disputa por el Estado entre los diferentes grupos de poder. ¿Cómo se relacionaron estos dos tipos de transformaciones?
AK: Creo que en el caso de México, y de algunos otros países también, normalmente los cambios informales a veces son más importantes. Se puede decir que los políticos están encargados de los cambios formales (las leyes, las constituciones), pero a veces tienen mucho menos capacidad, menor influencia de lo que se supone; obviamente, en sus memorias les gusta decir “yo, el estadista, promulgué esta Constitución, esta ley, las cosas mejoraron”, etcétera.
Pero yo he querido ir un poco más a fondo, y considero que el cambio viene de otras determinantes. Por ejemplo, yo creo que el hecho de que mucha gente iba a la guerra, que adquirió sus caballos y sus 30-30, que tenía cómo pelear, cambió la cultura política en México. Entonces fue muy difícil para los políticos de los años veinte o treinta hacer caso omiso de sus demandas porque la voluntad popular, en ciertos casos, se impuso con cierto nivel de violencia. Incluso en la economía la destrucción de la hacienda nunca fue total, pero hubo un cambio estructural muy importante en el que los grandes latifundios porfiristas desaparecieron cada vez más. Eso también no es solamente un producto de leyes agrarias sino también tiene que ver con la destrucción, con tomas de tierras por los campesinos, falta de mercados y los exilios de los propios terratenientes. Entonces hubo un proceso de destrucción informal antes de la reforma agraria.
Yo creo que hay muchos otros ejemplos, no solamente en México, donde hay que prestar más atención al cambio informal que a lo que los políticos están planeando (recuerde que tengo una baja opinión de los políticos en cuanto a sus ambiciones y sus logros, que a veces son tan distantes).

AR: En su libro señala algunas paradojas o aparentes contradicciones, y hay algunas que me parecen muy importantes sobre el liderazgo revolucionario: dice que tuvo la capacidad para conducir el movimiento popular a los objetivos que, cuando menos, parecían antitéticos a él: la construcción del Estado y el desarrollo capitalista. ¿Cómo se resolvió esta contradicción?
AK: Ese comentario viene al final de La Revolución mexicana. Yo creo que entre las cosas que hace tiempo escribí en ese libro hay algo que quisiera matizar: yo terminé más o menos en 1920, en parte porque estaba un poco cansado y había que publicar este monstruo. Entonces yo terminé en 1920, año lógico por la última rebelión exitosa de Obregón, la de Agua Prieta, contra Carranza, y mi argumento para terminar el análisis fue por el estilo de que estos nuevos líderes carrancistas, los sonorenses, ya habían llegado al poder, y que su idea fue controlar y en, cierto sentido, utilizar las fuerzas campesinas, como las zapatistas, que ya estaban bastante agotadas.
Creo que probablemente exageré: habiendo estudiado un poco más los años veinte y treinta, pienso que hay que tomar en cuenta todo lo que pasó después. Considero que hubo movimientos populares muy importantes en esos años, especialmente con el cardenismo, y por tanto tienes razón: hubo una contradicción, una tensión entre, por un lado, forjar el nuevo Estado —al estilo jacobino, quizás— y reconstruir la economía —principalmente entran los capitalistas porque, es obvio, especialmente en los años veinte y un poco menos en los treinta, todavía México tenía una economía capitalista con su lugar en la economía mundial, no como la Unión Soviética bajo Stalin—, pero al mismo tiempo los líderes tenían que tomar en cuenta esta presión de abajo, de los exzapatistas y de otros movimientos populares, como los nuevos sindicatos (CROM, CTM, etcétera).
Yo creo que los líderes revolucionarios, que fueron producto de la revolución —que fue una escuela muy dura—, fueron políticos bastante capaces. Obregón, Calles y Cárdenas son un triunvirato muy impresionante por su capacidad; que yo sepa, no ha habido después ningún otro de esta calidad en la historia de México. Yo creo que tuvieron cierto éxito en manejar este balance; por ejemplo, con Cárdenas hubo un crecimiento económico bastante impresionante, la recuperación de la depresión —más exitosa que en Estados Unidos, por ejemplo—. Los empresarios regiomontanos estaban en contra de Cárdenas pero prosperaron durante los años treinta: debido al crecimiento industrial, que fue muy impresionante en esos años, ellos prosperaron. Pero al mismo tiempo Cárdenas quería satisfacer demandas populares y campesinas.
Había tensiones debido a eso, y yo creo que son las que se dan en toda economía capitalista: por un lado se necesita confianza para los empresarios, para invertir, y por otro lado hay que responder a las quejas populares, las elecciones, motines, etcétera. Pero en México, en los años veinte y treinta, fue más aguda la tensión porque precisamente se había vivido una revolución, y entonces el pueblo tenía sus armas, su organización, en cierto sentido su propia capacidad. Después, con la paz priista y el milagro económico, el balance iba más por el lado del capitalismo y los empresarios, mientras que el movimiento popular se debilitó, aunque hubo protestas y brotes como los de Rubén Jaramillo y Lucio Cabañas. Pero estos estuvieron más bien al margen, fueron reprimidos muy duramente, y yo creo que el balance había cambiado notablemente de los años sesenta en adelante.

AR: Hay otra paradoja que señala y que me parece dramática: “Realmente la revolución mexicana benefició a los recién llegados, a los seguidores más tibios (yo diría casi arribistas), y que desdeñó justamente a muchos de sus precursores, que eran masas declinantes y amenazadas”, proceso que terminó con la modernización y el desarrollo que, justamente, ellas habían resistido. ¿A qué se debió esto?
AK: Eso también es algo quizá para matizar: es claro que los precursores, por ejemplo los magonistas, no tuvieron éxito en términos prácticos; es decir, fueron importante como para armar un programa, una ideología y su difusión a través de su periódico Regeneración. Eso fue importante en los años anteriores a la revolución, pero cuando ésta inició los magonistas fueron desplazados y algunos entraron en otros movimientos, como el maderista. Pero su importancia no tiene que ver tanto con la actuación o con el hecho de haber luchado y ganado el poder, sino más bien por su ejemplo ideológico, mientras que los que llegaron al poder, por ejemplo los sonorenses como Obregón, no fueron pioneros ni estuvieron entre los primeros maderistas.
Sin embargo, yo creo que hay que matizar un poco esta perspectiva, que fue muy de los años de la revolución armada, y pensar un poco más en el largo plazo, en los años veinte y treinta también. Yo no sé si se puede decir que los precursores fueron, en todo caso, desplazados por los advenedizos. Hay que pensar un poco más en qué medida esto tiene razón.

AR: Termino con dos preguntas: al final de La Revolución mexicana recuerda usted un comentario de Sorel, quien dijo: “Hay que reconocer que las imágenes encantadoras de los inicios de la revolución que sedujeron a los precursores no se parecen finalmente al desarrollo revolucionario”. ¿Por qué los resultados no se ajustan tanto a esas imágenes originales?
AK: Tiene que ver con dos cosas que hemos mencionado: por un lado, la diferencia entre el cambio formal e informal. Muchas veces los cambios informales, que no han sido planeados, son más importantes; son asuntos que pasan sin tener ninguna planeación, no son a propósito. En las novelas de Mariano Azuela la gente habla de cómo la revolución es un huracán y va como hojas en el viento, no sabemos a dónde; hay un sentido de fuerzas incontrolables que dominan la situación.
También tiene que ver con otro hecho que hemos mencionado: los planes políticos a veces tienen muy buenas y bonitas ideas, pero cuando llega la hora de su ejecución es otra cosa.
Quiero concluir con esa cita porque me gustó en el sentido de sugerir que mirando todos los cambios en la revolución después de 10 años, los pioneros iniciales, como Madero y los antirreeleccionistas parecen muy ingenuos, como niños entrando en el jardín y que no previeron lo que iba a pasar. Querían un cambio pacífico hacia elecciones libres y fue muy bonito, pero abrieron la puerta al jardín (siguiendo la metáfora), y después vinieron cosas que ellos nunca habían previsto debido, en parte, a todas las tensiones sociales, con el zapatismo, por ejemplo. Después hubo la reacción conservadora con Victoriano Huerta, quien aumentó las apuestas y causó una gran polarización en la sociedad entre la minoría porfirista-huertista y la mayoría revolucionaria en una lucha muy feroz, brutal, con gran pérdida de vidas y destrucción.
La utopía o el sueño maderista se esfumó porque México ya estaba en otra situación de movilización y organización enorme en una guerra sangrienta muy costosa.
Entonces, mirando atrás, a los principios de la revolución, uno ve a los maderistas, por ejemplo, como estas personas muy humanas, muy idealistas, pero cuyos objetivos fueron realmente poco realizados debido a todo lo que vino después: las consecuencias imprevistas de la revolución. Seguro que eso pasa en muchos otros lados: si uno mira las revoluciones francesa y rusa, al principio hay unos sueños a veces liberales, pero en la revolución las cosas cambian radicalmente.

AR: Quiero terminar con otra cita que usted hizo al final de una revisión historiográfica, y que corresponde a Mao Tse Tung…
AK: Quien no está muy de moda hoy en día…

AR: Cuando le preguntaron cuál era su balance de la Revolución Francesa, dijo: “Aún es muy pronto para saberlo”. Hoy, casi a 30 años de la publicación de La Revolución mexicana y ahora con la edición de Repensar la Revolución mexicana, ¿cuál es su balance de este proceso histórico?
AK: Creo que hemos tocado muchos aspectos. Mi opinión sería, como dije en el primer libro, que sí fue una revolución; pero ese volumen tiene que ver con la revolución armada, es decir, con el proceso, el conflicto, la destrucción del antiguo régimen. Después, lo que no está en este libro y que se ve mucho más en el nuevo, tiene más que ver con los años veinte y treinta: la formación del nuevo Estado y las reformas. Yo creo que no se puede entender la totalidad de la revolución sin entrar también en todo esto, porque la revolución es todavía el periodo de una generación, más o menos, de gente, de esfuerzos y de proyectos.
En cuanto al balance, hace un par de años di una ponencia precisamente sobre eso: fue un éxito la Revolución mexicana. Mi conclusión es que fue un éxito parcial: obviamente hubo mucho desengaño, decepción y fracaso —Madero fue un fracaso, y el propio Cárdenas también acabó decepcionado en muchos aspectos, en parte por lo que vino después, en parte por sus propias dificultades para imponer la reforma agraria, la que en Yucatán fue un fracaso, por ejemplo.
El gran historiador británico Edward Gibbon dijo que la historia nada más es de los crímenes, maldades y locuras de la humanidad, toda está llena de cosas malas. Tomando en cuenta esta perspectiva, un poco pesimista, yo creo que la revolución mexicana sí tuvo logros en cuanto a estabilidad, crecimiento, cierto mejoramiento de la población en, por ejemplo, educación y reforma agraria (con fracasos en ciertas regiones pero con éxito en otras).
Entonces, hay que comparar con el mundo real, por ejemplo, con otros países de América Latina, y no hacer comparaciones con utopías que son irreales. Así, si uno compara a México con Guatemala, con Bolivia, con Brasil, con Perú, yo creo que el récord de la revolución en los 30 años de reconstrucción fue un éxito parcial, y eso es quizá todo lo que se puede esperar de hombres y mujeres en el mundo real, no de utopías ideológicas que no tienen ninguna realidad.




*Entrevista publicada en Nexos, núm. 446, febrero de 2015.

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