La Revolución mexicana, más acá de
la utopía
Entrevista con Alan Knight*
Por
Ariel Ruiz Mondragón
Durante
la década de los ochenta del siglo pasado fueron publicados grandes libros que
pretendieron dar una explicación general del movimiento armado que inició en
nuestro país en 1910. Entre ellos descollaba uno: La Revolución mexicana. Del Porfiriato al nuevo régimen constitucional
(México, Fondo de Cultura Económica, 2010; publicado originalmente en inglés en
1986), del investigador británico Alan Knight (Londres, 1946), quien, tras
confrontar polémicamente a los historiadores revisionistas, postuló que la
nuestra fue una revolución “en esencia popular y agraria”, como antes lo había enunciado
Frank Tannenbaum.
Además,
y ante los notables avances de la historia regional, local y de la
microhistoria, Knight postuló en esa obra que nuestra revolución fue un
fenómeno nacional, y que por ello
mismo merecía una historia nacional.
De allí que, muy probablemente, su libro sea la última gran síntesis de ese proceso
histórico que definió al México moderno.
Esa
magna historia concluía en 1920; sin embargo, en opinión del investigador, la
revolución “como proyecto nacional y generación histórica” no concluyó en ese año
sino que “llegó a su fin en la década de 1940”, como explica en el prólogo de Repensar la Revolución mexicana (México,
El Colegio de México, 2013), dos volúmenes que contienen 23 ensayos escritos
entre 1984 y 2010.
Durante
una visita que Knight realizó a la Ciudad de México en enero de 2014 para
presentar esta nueva publicación tuvimos la oportunidad de conversar con él
acerca de ambas obras.
Knight
es doctor en Historia por el Nuffield College de Oxford, Inglaterra; ha sido
profesor en la Universidad de Oxford, donde también fue director del Centro de
Estudios Latinoamericanos. Con su libro La
Revolución mexicana ganó los premios Albert Beveridge, otorgado por la
Asociación Histórica Americana, y Bolton, galardón de la Conferencia sobre
Historia Americana. En 2010 el gobierno mexicano le otorgó la Orden del Águila
Azteca, y en 2012 recibió el doctorado honoris causa por la Universidad
Veracruzana.
Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué decidió
estudiar el proceso revolucionario de México? En la introducción de Repensar la Revolución mexicana comenta el
problema del etnocentrismo en Inglaterra, y que el gobierno inglés, a partir de
la Revolución Cubana, estuvo muy interesado en estudiar estos movimientos en Latinoamérica.
Menciona usted que fue delimitando su objeto de estudio: primero América
Latina, después México y su revolución.
Alan Knight (AK):
Fue un proceso un poco al azar, no fue un plan muy bien pensado. Por buena
suerte llegué a México y hallé la revolución, pero también otras posibilidades.
El interés del gobierno británico fue muy reducido, pero hubo un poco de apoyo
a los estudios latinoamericanos; aproveché eso y conseguí una beca.
Me
interesaron cuestiones como el imperialismo, la expansión de Europa y la
inversión en el Tercer Mundo a fines de los años sesenta, cuando había cierto
romanticismo que tenía que ver con las revoluciones en los países
tercermundistas. Después de leer y platicar con gente decidí enfocarme en
México porque tiene una historia muy rica, compleja y que parece trágica. La
revolución me pareció un asunto muy interesante no sólo en México sino también
en la historia de las grandes potencias. Entonces entré un poco con la historia
de fuera, ya que México fue un ejemplo de la rivalidad norteamericana, alemana
y británica. Después de algún tiempo me convertí más en historiador de México,
de dentro, porque creo que no se puede entender la revolución enfocándose
demasiado en Alemania, Gran Bretaña e incluso Estados Unidos, países de los que,
creo, su poder ha sido un poco exagerado. Así, poco a poco me convertí en
especialista en la revolución.
AR: Usted dice de la Revolución mexicana
que “el cambio llegó sin que sus protagonistas principales lo planearan o
previeran”. A la vez menciona que su decisión de estudiar México fue algo aleatoria,
y que tuvo que ir ajustando su enfoque. ¿Cómo se relacionaron ambos aspectos?
AK:
Creo que muchos aspectos de la vida son aleatorios. A veces la gente piensa que
la historia depende de los planes y de los próceres que están proyectando el
futuro del país. Pero creo que en muchos casos hay lo que los economistas
llaman “las consecuencias imprevistas”: hay un plan o un proyecto, pero lo que
resulta es muy diferente. Eso no quiere decir que no hay estructuras en la
historia; pienso que es muy importante tratar de entender cierta lógica y comprender
por qué una revolución es comparable con otras revoluciones. Hay que hacer un
esfuerzo de análisis y comparación, pero poniéndose en la posición de los
actores: ellos a veces no tenían mucha idea de a dónde iban, cuál sería el
futuro, y tomaban sus decisiones en medio de la revolución. Creo que eso fue
muy difícil porque, por ejemplo, cuando la división entre Francisco Villa y Venustiano
Carranza, es un problema saber porque hay gente que fue carrancista (como
Lázaro Cárdenas y Francisco J. Múgica, que fueron radicales) y otra que no.
Entonces
las explicaciones muy precisas, ideológicas, a veces no sirven; hay que mirar
otras. El hecho es que la gente a veces tuvo que tomar decisiones en una
situación de gran incertidumbre, y es nuestra tarea como historiadores tratar
de explicar por qué las tomaron pero tratando de entender sus dilemas y sus
problemas.
AR: La época en que apareció en Cuadernos Políticos su revisión
historiográfica, y poco después su obra sobre la Revolución mexicana, fue una
de grandes libros sobre el tema: recuerdo, por ejemplo, los de John Mason Hart,
Hans Werner Tobler y François-Xavier Guerra, entre otros. Desde entonces no hay
un trabajo individual que pretenda ser una gran síntesis de la Revolución mexicana,
una historia, como usted dice, nacional.
¿A qué lo atribuye?
AK:
No lo había pensado, pero creo que tiene razón. Hubo un momento en los años
ochenta cuando salieron varios libros de gran tamaño y además con una visión
más nacional. En los últimos años no ha habido muchos de esa índole, en parte
porque, quizá y obviamente, hacerlo es cada vez más difícil porque ahora
tenemos un sinnúmero de monografías, estudios muy detallados y muy buenos sobre
aspectos de la revolución como las fábricas textiles de Orizaba, el proceso en
un municipio, las microhistorias al estilo de Luis González, por ejemplo.
Tenemos
una gran cantidad de conocimiento, y por eso es cada vez más difícil armar una
síntesis. Esto se puede hacer de una manera muy sencilla; por ejemplo, yo pienso
que algunas interpretaciones de John Hart son un poco del estilo de que para
hacer su síntesis presentó una imagen algo sencilla de la revolución, muy
xenofóbica, muy anti-Estados Unidos, pero en donde este país es un factor muy
determinante. Yo no comparto esa opinión.
Otro
aspecto es que los historiadores más jóvenes han avanzado en sus intereses; es
decir, hoy la revolución, especialmente la armada, no está tan de moda. La
mayoría de los jóvenes que conozco, tanto en México como en Estados Unidos,
están más interesados en las cuestiones culturales: ha habido un aumento en los
estudios de los conflictos Estado-Iglesia y sobre la educación socialista, por
ejemplo; pero también hay más interés en el periodo más reciente, sobre asuntos
como el PRI, la contracultura y los estudiantes del 68, que ahora son los temas
de investigación de doctorado.
Entonces
creo que, lógicamente, la frontera historiográfica avanza cada tanto, y hoy
quizás la revolución no es el gran reto historiográfico como lo fue hace 30 o
40 años.
AR: Buena parte de su obra, como se
puede ver en La Revolución mexicana y
en Repensar la Revolución mexicana,
está hecha en abierta polémica con lo que usted llama el revisionismo
histórico. ¿Qué méritos le reconoce a esta corriente historiográfica?
AK:
Yo creo que eso fue un poco en mi juventud irresponsable; estaba de turco joven
y quería hacer mis opiniones. Quizás hoy en día sea más maduro, un poco más
relajado.
Considero
que el debate sí es importante; quizás un poco de polémica ayuda a salpicar el
debate, porque creo que, como muchas otras disciplinas, sin él la historia es
menos interesante. Obviamente siempre hay diferentes opiniones y hay que
expresarlas.
Me
llama la atención, por ejemplo, que en Estados Unidos (trabajé varios años
allá) hay una suerte de ambiente profesional muy cortés, donde nadie quiere
criticar a nadie abiertamente. En Inglaterra es otro el ambiente: tenemos una
tradición de debate, de pelear en público, pero sin rencores personales;
después podemos ir a la taberna para compartir una cerveza.
En
México también hay más tradición de debate, y ha habido muchos sobre la
revolución y otros temas. Yo creo que realmente la historiografía lo necesita
para aclarar las posiciones, saber cómo y dónde los historiadores discrepan
porque con esto hay un poco de avance historiográfico.
Un
poco de polémica quizá ayuda porque es entretenida.
AR: Pero ¿cuáles han sido los
aportes de los revisionistas al estudio de la revolución?
AK:
Ellos siempre han pensado en el por qué de las corrientes historiográficas;
obviamente, una cosa es tratar de entender la historia y otra cosa entender por
qué en un momento dado hay una nueva interpretación. Puede ser que alguien haya
descubierto un nuevo archivo, pero normalmente no tiene tanto que ver con eso
sino más bien con que debido al ambiente contemporáneo la gente está pensando
diferente y hay nuevas preguntas.
Creo
que probablemente la gran ola revisionista, que más o menos observo de los años
setenta en adelante, tiene que ver con cierto desprestigio del sistema político
en México. El hecho de que el PRI en esos años estaba pasando, con Luis Echeverría
y después con José López Portillo, muchos problemas con la inflación y con las crisis,
generó cierta falta de legitimidad. Entonces la gente, lógicamente, pensó que todo
ese sistema estaba podrido, y entonces lo estaban también el PRI y la
revolución.
Considero
que hubo una tendencia a cuestionar la revolución, lo cual fue muy bueno porque
en muchas cosas que los revisionistas dicen tienen razón: que no hubo una sola
revolución sino muchas, y toda la obra regional que mencionamos fue muy
positiva. Pero fue una tendencia para ir más allá: la revolución en armas fue
violencia, oportunismo y corrupción. Es decir, fue como si el PRI fuera el
heredero lógico y natural de la revolución. Para mí el partido fue corrupto,
pero el México del PRI no fue el de la revolución: los priistas no fueron los
revolucionarios sino que hubo muchos cambios a través de muchas décadas.
Entonces
yo creo que fue probablemente el ambiente político de ese entonces el que
provocó ese cuestionamiento, que es bueno, pero también cierto repudio
exagerado de la revolución como un factor positivo en la historia de México.
AR: Buena parte de ese revisionismo
histórico estaba justamente enderezado contra una de las versiones más
difundidas de la Revolución Mexicana que era la de Frank Tannenbaum, la cual
usted recupera y defiende, por ejemplo, en su artículo sobre la importancia
sobre la gran hacienda. ¿Por qué recuperarla cuando parecía que ya estaba
superada?
AK:
Recientemente he leído mucho de Tannenbaum para un coloquio. Pienso que su obra
inicial fue muy buena; él vino a México a principios de 1920, viajó por todos
lados y recogió mucha información. Su primer libro sobre México, que fue su
tesis de doctorado, The Mexican Agrarian Revolution,
tiene muchos datos buenos e incluso destaca su argumento de que la revolución
fue campesina, rural, de gente bastante anónima, que no había ningún partido
hegemónico y que fue muy descentralizada. En cierto sentido estaba anticipando
las muchas revoluciones o la revolución en las regiones. Todo eso se ve en el
Tannenbaum temprano.
Después
Tannenbaum se volvió mucho más, no diría conservador, sino más asociado con el
régimen, mucho más apologista. Creo que hubo líderes mexicanos, como Cárdenas,
que fueron muy inteligentes en su manera de manipularlo. En sus trabajos de los
años sesenta, por ejemplo Peace by Revolution
y otros, estuvo diciendo cosas como que el régimen de Miguel Alemán fue muy
progresista. Incluso más tarde en ese periodo sus escritos sobre América Latina
fueron un poco afectados por la Guerra Fría.
Si
nos enfocamos en las obras iniciales de Tannenbaum de los años veinte, cuando era
un testigo, yo creo que son bastante útiles y tienen cierta verdad en cuanto a
la revolución popular, agraria, campesina; después, para mí comenzó a perder su
pista.
AR: Ahora quiero ir por esta
vertiente: ha habido muchos buenos trabajos de historia regional, de
microhistoria (varios de los cuales usted recuperó en su libro); allí ponían el
acento los revisionistas que señalaban que parecían pequeñas rebeliones en
diversas partes de la República, desconectadas entre sí. ¿Cómo pudo usted, a
partir de esta gran diversidad de historias locales, construir una historia
nacional?
AK:
Es un gran reto porque hay que respetar todas las variaciones, pero al mismo
tiempo no hay que caer en la idea de que la historia es una maldita cosa después
de otra, nada más un rompecabezas totalmente sin patrón. Entonces considero que
es importante tener ciertos conceptos organizadores y maneras de entender; por
ejemplo, yo escribí un ensayo, que está en el nuevo libro, sobre la revolución
en su totalidad. Para mí, la revolución incluye los años veinte y treinta
porque no se podía entender nada más en la violencia de los años diez.
Se
pueden ver corrientes en la revolución: el maderismo liberal, democrático,
burgués; el zapatismo, y no solamente este sino otros movimientos agrarios,
populares, a veces muy descentralizados; el huertismo en la reacción
conservadora, que perdió; lo que llamo “el jacobinismo al estilo francés” de Plutarco
Elías Calles, que es la formación del Estado fuerte en contra de la Iglesia —porque
la Iglesia fue gran competidora y rival del Estado, con mucho énfasis en la
educación, en la necesidad, como dijo Calles en su Grito de Guadalajara, de apropiarse de los cerebros de los chicos,
es decir, de una revolución de tipo cultural—, y por último el cardenismo, en
el que hay algo más: no era el socialismo en sentido estricto, pero sí tenía rasgos
de socialización de medios de producción con los ejidos colectivos y con la
expropiación petrolera.
Para
mí, tras revisar todo el conjunto de la revolución, creo que en cierto sentido
la visión callista fue la que tuvo más éxito en el largo plazo. Madero fracasó
y terminó en tragedia; los zapatistas sí tuvieron algunos logros con la reforma
agraria, pero tuvieron que aceptar la autoridad de un Estado que no estaba en
su preferencia, y el cardenismo tuvo muchos éxitos pero también muchos fracasos,
y después, en los años cuarenta, generó rechazo. Pero considero que el callismo
—es decir, la formación de un Estado fuerte, con un partido hegemónico y mucho
énfasis en la educación y en la formación de los mexicanos— tuvo éxito aun
después del destierro de Calles, quien murió en 1945 y entonces no pudo ver al
PRI, que nació un año después. Pero yo creo que si Calles hubiera vivido 20
años más hubiera pensado que quizás el PRI fue una solución bastante aceptable
para los problemas que él quería resolver.
Entonces,
creo que de las varias corrientes de la revolución (porque estamos todos de
acuerdo que no hubo una sola revolución) la visión callista es quizás la que
tuvo más éxito en cuanto a la formación eventual de México y su política.
AR: ¿Cuál fue el peso y el
resultado del liberalismo en la revolución mexicana? Hay dos corrientes
principales que lo enarbolaban: la radical, de los Flores Magón, y la constitucional,
defendida por Madero. De este, por ejemplo, dice usted que los maderistas no
lograron convencer, con sus ideales elevados y abstractos, a vastos sectores de
la población.
AK:
El liberalismo fue muy importante, y hay muchos historiadores del siglo XIX
(que no es mi área) que enfatizan, y yo creo que con razón, la fuerza del
liberalismo, incluso popular, en México con Juárez, por ejemplo. El liberalismo
tiene esta fuerte asociación con el patriotismo, la resistencia contra
Maximiliano y la intervención francesa, etcétera.
Era
un liberalismo muy fuerte, y en la revolución había muchísimos liberales pero
de distintas índoles: Álvaro Obregón, si uno lee sus memorias Ocho mil kilómetros en campaña, siempre
se refiere a sí mismo como liberal: “Somos los liberales”. No dice los
marxistas, los socialistas o los anarquistas, sino “los revolucionarios”; en
cuanto a su ideología, su etiqueta preferida era liberal.
Los
zapatistas también tuvieron cierta reverencia para Juárez, al que se refieren
en sus manifiestos.
Así,
el liberalismo fue muy importante, pero había muchos liberalismos: por ejemplo,
los había populares más agraristas, y los había más al estilo de Obregón y
Calles, el que se volvió jacobino, es decir, que quería armar un Estado muy
fuerte, lo cual quizá no era muy liberal pero era su manera de imponer valores
liberales.
Los
Flores Magón fueron diferentes: antes de la revolución, y como se ve en el Plan
de San Luis Misuri, su liberalismo tiene muchos aspectos anarquistas,
anarcosindicalistas; entonces eran liberales pero muy diferentes de Madero.
Este fue un liberal clásico en el sentido tradicional, decimonónico, de
sufragio efectivo, no reelección. Pero fracasó.
Es
interesante ver cómo el nombre de Madero reaparece con líderes del PAN. Cuando
este partido llegó al poder obviamente repudió la revolución para oponerse a
Cárdenas. Pero incluso en el PAN hay un aspecto que todavía tiene el contenido
del liberalismo revolucionario.
Pero
el problema es que hay tantas variaciones que a veces son liberalismos en
pugna.
AR: Algo de estos actores que me
llamó la atención en uno de los ensayos de Repensar
la Revolución mexicana es la cuestión de quiénes fueron los revolucionarios.
En alguna parte usted cita a Arnaldo Córdova, quien dice que el revolucionario
tiene una visión y un proyecto a futuro, así como una visión nacional. Pero
usted matiza este tema. En su obra ¿quiénes son revolucionarios?
AK:
Acuérdese de que para mí el hecho de ser revolucionario obviamente tiene rasgos
ideológicos, pero lo importante, especialmente en una revolución así, real, es
la actuación; por ejemplo, los zapatistas: si uno nada más lee el Plan de
Ayala, que fue como la gran declaración de los zapatistas, no es muy
revolucionario, no hay nada de comunismo. Había referencias al pasado, a
Juárez, a Dios; en cierto sentido es más bien un manifiesto algo tradicional.
Pero el zapatismo, para mí, claramente fue revolucionario porque quería
derrocar a Porfirio Díaz, quería cambiar la estructura del poder en Morelos,
quería repartir tierras y destruir las plantaciones azucareras. Entonces, en
cuanto a su actuación fue claramente revolucionario, aunque teóricamente su
bandera, su manifiesto no lo fue tanto.
Entonces
para mí es más importante lo que la gente hace que lo que dice; “hechos, no
dichos”, como a veces dicen en manifestaciones.
AR: Usted hace una a crítica a
varios historiadores que postulaban que la única revolución digna de tal nombre
era una que fuera socialista. ¿Cuál es su concepto de revolución?
AK:
Yo creo que revolución es un concepto que necesitamos porque hay coyunturas en la
historia en que hay cambios rápidos, radicales y con cierta violencia. Hay
quienes hablan de “la revolución de terciopelo” en Europa Oriental, pero es
algo diferente: lo fue quizás en cuanto a sus resultados, pero hubo muy poca
violencia.
Para
mí, en México antes de la revolución hubo un periodo de conflicto y
organización en el que hubo grupos en pugna, con sus ideologías y sus visiones
distintas, con mucha gente involucrada en el proceso; no es un pequeño
cuartelazo de nada más una brigada de soldados sino algo mucho más amplio en la
sociedad. Después, si la revolución tenía éxito (porque a veces hubo grupos que
fueron aplastados por otras fuerzas contrarrevolucionarias) entonces había consecuencias
revolucionarias: hubo un proceso y hubo resultados.
Para
mí el caso de la Revolución mexicana sí alcanza el grado de proceso y tuvo las consecuencias
necesarias para considerarse revolución; no cambió el modo de producción
totalmente, porque, además, no se puede decir que México fuera feudal, después
capitalista y luego socialista, sino que fue un proceso mucho más complicado y
variable. Ramón Eduardo Ruiz utilizó la Revolución francesa como modelo, pero
creo que no entendió muy bien: si uno lee sobre ese proceso, no hubo un cambio
de modo de producción aunque sí aceleró ciertos cambios en el mundo político:
obviamente, derrocó una monarquía para instaurar una República. En México había
república antes y después, pero hubo un cambio en la formación política, su modo
de hacer la política, en la cultura política, en la propiedad, en la estructura
de tenencia de la tierra, en los sindicatos (que apenas existían y tuvieron un
papel importante).
Dos
pruebas de lo anterior: si tomamos el México de Lázaro Cárdenas y hacemos una
comparación con el Porfiriato, es muy diferente, no en todos los aspectos pero
en muchos hay diferencias muy marcadas y son debidas a la revolución, que no es
un proceso incremental.
Por
otro lado, si comparamos el México de los años veinte y treinta con Brasil,
Perú o Guatemala, en aquél hay cambios que no se ven en estos otros países;
hubo diferencias precisamente debidas a la revolución. Para mí eso es
suficiente para llamarla revolución, sin requerir una forma de cambio al estilo
de Stalin: si no hay socialismo, si no hay Partido Comunista, entonces no es
revolución. Esto me parece muy dogmático.
AR: Eso me pareció muy interesante
en la explicación que da de la revolución: en la crítica que hace a estos
historiadores radicales (llamémosles así) dice usted que le apuestan al nocaut,
y que usted considera que se trata más bien de una sucesión de golpes con los
que se van construyendo los cambios. En este sentido, ¿cuál es su concepción
del cambio revolucionario en México? Porque me parece una visión más bien
reformista…
AK:
Es un proceso de unos 30 años; es decir, no es solamente lo que pasó durante la
revolución armada. Durante los años diez más bien hubo la destrucción del
Ejército federal, el debilitamiento de la clase terrateniente, la expulsión de
Porfirio Díaz, los científicos y varios caciques porfiristas. Entonces hubo una
obra de destrucción quizás necesaria para después comenzar a forjar un nuevo
régimen con muchas dificultades. A través de los años veinte y treinta se ve un
nuevo Estado, con bases diferentes, con varios partidos al principio y después
un solo partido dominante, hegemónico —no fue una política totalitaria—,
reforma agraria y sindical, presencia de las masas en la política en cierto
sentido y expropiación petrolera.
Para
mí todas estas políticas, en su conjunto, son suficientes para decir que eso sí
fue una revolución, aunque no fue un nocaut, no fue la construcción del
comunismo. Pero si uno mira lo que estaba pasando en otros países, incluso
socialistas, a veces los cambios no fueron tan bruscos; a veces fueron más
lentos, más incrementalesque lo que se supone desde fuera.
Pienso
que el gran problema en México y en América Latina es que se utilizan estos
modelos de fuera, de los europeos, chinos y japoneses. Sin embargo, creo que a
veces los modelos son el problema porque son demasiado sencillos.
También
he leído a esta tendencia de historiadores recientes que dicen que en México
realmente no hubo una guerra al estilo de la Primera Guerra Mundial, sino una
fiesta de las balas. No fue así: la mortalidad fue enorme, en términos de
porcentaje fue igual que en muchos países de aquella.
Entonces
hay que tener modelos correctos y no siempre decir que los mexicanos no
pudieron armar una revolución o una guerra. Hay una forma de utilizar un modelo
muy dogmático y abstracto para criticar el proceso histórico real.
AR: Sobre los cambios me llama la
atención la distinción que usted hace entre lo que llama los cambios formales
(por ejemplo, de Constitución, leyes, decretos, etcétera) y los informales, que
yo entiendo como la disputa por el Estado entre los diferentes grupos de poder.
¿Cómo se relacionaron estos dos tipos de transformaciones?
AK:
Creo que en el caso de México, y de algunos otros países también, normalmente
los cambios informales a veces son más importantes. Se puede decir que los
políticos están encargados de los cambios formales (las leyes, las
constituciones), pero a veces tienen mucho menos capacidad, menor influencia de
lo que se supone; obviamente, en sus memorias les gusta decir “yo, el estadista,
promulgué esta Constitución, esta ley, las cosas mejoraron”, etcétera.
Pero
yo he querido ir un poco más a fondo, y considero que el cambio viene de otras
determinantes. Por ejemplo, yo creo que el hecho de que mucha gente iba a la
guerra, que adquirió sus caballos y sus 30-30, que tenía cómo pelear, cambió la
cultura política en México. Entonces fue muy difícil para los políticos de los
años veinte o treinta hacer caso omiso de sus demandas porque la voluntad
popular, en ciertos casos, se impuso con cierto nivel de violencia. Incluso en
la economía la destrucción de la hacienda nunca fue total, pero hubo un cambio
estructural muy importante en el que los grandes latifundios porfiristas desaparecieron
cada vez más. Eso también no es solamente un producto de leyes agrarias sino
también tiene que ver con la destrucción, con tomas de tierras por los
campesinos, falta de mercados y los exilios de los propios terratenientes. Entonces
hubo un proceso de destrucción informal antes de la reforma agraria.
Yo
creo que hay muchos otros ejemplos, no solamente en México, donde hay que prestar
más atención al cambio informal que a lo que los políticos están planeando (recuerde
que tengo una baja opinión de los políticos en cuanto a sus ambiciones y sus
logros, que a veces son tan distantes).
AR: En su libro señala algunas
paradojas o aparentes contradicciones, y hay algunas que me parecen muy
importantes sobre el liderazgo revolucionario: dice que tuvo la capacidad para
conducir el movimiento popular a los objetivos que, cuando menos, parecían
antitéticos a él: la construcción del Estado y el desarrollo capitalista. ¿Cómo
se resolvió esta contradicción?
AK:
Ese comentario viene al final de La
Revolución mexicana. Yo creo que entre las cosas que hace tiempo escribí en
ese libro hay algo que quisiera matizar: yo terminé más o menos en 1920, en
parte porque estaba un poco cansado y había que publicar este monstruo.
Entonces yo terminé en 1920, año lógico por la última rebelión exitosa de
Obregón, la de Agua Prieta, contra Carranza, y mi argumento para terminar el
análisis fue por el estilo de que estos nuevos líderes carrancistas, los
sonorenses, ya habían llegado al poder, y que su idea fue controlar y en,
cierto sentido, utilizar las fuerzas campesinas, como las zapatistas, que ya
estaban bastante agotadas.
Creo
que probablemente exageré: habiendo estudiado un poco más los años veinte y
treinta, pienso que hay que tomar en cuenta todo lo que pasó después. Considero
que hubo movimientos populares muy importantes en esos años, especialmente con
el cardenismo, y por tanto tienes razón: hubo una contradicción, una tensión
entre, por un lado, forjar el nuevo Estado —al estilo jacobino, quizás— y
reconstruir la economía —principalmente entran los capitalistas porque, es
obvio, especialmente en los años veinte y un poco menos en los treinta, todavía
México tenía una economía capitalista con su lugar en la economía mundial, no
como la Unión Soviética bajo Stalin—, pero al mismo tiempo los líderes tenían
que tomar en cuenta esta presión de abajo, de los exzapatistas y de otros
movimientos populares, como los nuevos sindicatos (CROM, CTM, etcétera).
Yo
creo que los líderes revolucionarios, que fueron producto de la revolución —que
fue una escuela muy dura—, fueron políticos bastante capaces. Obregón, Calles y
Cárdenas son un triunvirato muy impresionante por su capacidad; que yo sepa, no
ha habido después ningún otro de esta calidad en la historia de México. Yo creo
que tuvieron cierto éxito en manejar este balance; por ejemplo, con Cárdenas
hubo un crecimiento económico bastante impresionante, la recuperación de la
depresión —más exitosa que en Estados Unidos, por ejemplo—. Los empresarios
regiomontanos estaban en contra de Cárdenas pero prosperaron durante los años
treinta: debido al crecimiento industrial, que fue muy impresionante en esos
años, ellos prosperaron. Pero al mismo tiempo Cárdenas quería satisfacer
demandas populares y campesinas.
Había
tensiones debido a eso, y yo creo que son las que se dan en toda economía
capitalista: por un lado se necesita confianza para los empresarios, para invertir,
y por otro lado hay que responder a las quejas populares, las elecciones,
motines, etcétera. Pero en México, en los años veinte y treinta, fue más aguda
la tensión porque precisamente se había vivido una revolución, y entonces el
pueblo tenía sus armas, su organización, en cierto sentido su propia capacidad.
Después, con la paz priista y el milagro económico, el balance iba más por el
lado del capitalismo y los empresarios, mientras que el movimiento popular se
debilitó, aunque hubo protestas y brotes como los de Rubén Jaramillo y Lucio
Cabañas. Pero estos estuvieron más bien al margen, fueron reprimidos muy
duramente, y yo creo que el balance había cambiado notablemente de los años
sesenta en adelante.
AR: Hay otra paradoja que señala y
que me parece dramática: “Realmente la revolución mexicana benefició a los
recién llegados, a los seguidores más tibios (yo diría casi arribistas), y que
desdeñó justamente a muchos de sus precursores, que eran masas declinantes y
amenazadas”, proceso que terminó con la modernización y el desarrollo que,
justamente, ellas habían resistido. ¿A qué se debió esto?
AK:
Eso también es algo quizá para matizar: es claro que los precursores, por
ejemplo los magonistas, no tuvieron éxito en términos prácticos; es decir, fueron
importante como para armar un programa, una ideología y su difusión a través de
su periódico Regeneración. Eso fue
importante en los años anteriores a la revolución, pero cuando ésta inició los
magonistas fueron desplazados y algunos entraron en otros movimientos, como el
maderista. Pero su importancia no tiene que ver tanto con la actuación o con el
hecho de haber luchado y ganado el poder, sino más bien por su ejemplo
ideológico, mientras que los que llegaron al poder, por ejemplo los sonorenses
como Obregón, no fueron pioneros ni estuvieron entre los primeros maderistas.
Sin
embargo, yo creo que hay que matizar un poco esta perspectiva, que fue muy de
los años de la revolución armada, y pensar un poco más en el largo plazo, en
los años veinte y treinta también. Yo no sé si se puede decir que los
precursores fueron, en todo caso, desplazados por los advenedizos. Hay que
pensar un poco más en qué medida esto tiene razón.
AR: Termino con dos preguntas: al
final de La Revolución mexicana
recuerda usted un comentario de Sorel, quien dijo: “Hay que reconocer que las
imágenes encantadoras de los inicios de la revolución que sedujeron a los
precursores no se parecen finalmente al desarrollo revolucionario”. ¿Por qué
los resultados no se ajustan tanto a esas imágenes originales?
AK:
Tiene que ver con dos cosas que hemos mencionado: por un lado, la diferencia
entre el cambio formal e informal. Muchas veces los cambios informales, que no
han sido planeados, son más importantes; son asuntos que pasan sin tener
ninguna planeación, no son a propósito. En las novelas de Mariano Azuela la
gente habla de cómo la revolución es un huracán y va como hojas en el viento,
no sabemos a dónde; hay un sentido de fuerzas incontrolables que dominan la
situación.
También
tiene que ver con otro hecho que hemos mencionado: los planes políticos a veces
tienen muy buenas y bonitas ideas, pero cuando llega la hora de su ejecución es
otra cosa.
Quiero
concluir con esa cita porque me gustó en el sentido de sugerir que mirando
todos los cambios en la revolución después de 10 años, los pioneros iniciales,
como Madero y los antirreeleccionistas parecen muy ingenuos, como niños
entrando en el jardín y que no previeron lo que iba a pasar. Querían un cambio
pacífico hacia elecciones libres y fue muy bonito, pero abrieron la puerta al
jardín (siguiendo la metáfora), y después vinieron cosas que ellos nunca habían
previsto debido, en parte, a todas las tensiones sociales, con el zapatismo,
por ejemplo. Después hubo la reacción conservadora con Victoriano Huerta, quien
aumentó las apuestas y causó una gran polarización en la sociedad entre la
minoría porfirista-huertista y la mayoría revolucionaria en una lucha muy
feroz, brutal, con gran pérdida de vidas y destrucción.
La
utopía o el sueño maderista se esfumó porque México ya estaba en otra situación
de movilización y organización enorme en una guerra sangrienta muy costosa.
Entonces,
mirando atrás, a los principios de la revolución, uno ve a los maderistas, por
ejemplo, como estas personas muy humanas, muy idealistas, pero cuyos objetivos
fueron realmente poco realizados debido a todo lo que vino después: las
consecuencias imprevistas de la revolución. Seguro que eso pasa en muchos otros
lados: si uno mira las revoluciones francesa y rusa, al principio hay unos
sueños a veces liberales, pero en la revolución las cosas cambian radicalmente.
AR: Quiero terminar con otra cita
que usted hizo al final de una revisión historiográfica, y que corresponde a
Mao Tse Tung…
AK:
Quien no está muy de moda hoy en día…
AR: Cuando le preguntaron cuál era
su balance de la Revolución Francesa, dijo: “Aún es muy pronto para saberlo”.
Hoy, casi a 30 años de la publicación de La
Revolución mexicana y ahora con la edición de Repensar la Revolución mexicana, ¿cuál es su balance de este
proceso histórico?
AK:
Creo que hemos tocado muchos aspectos. Mi opinión sería, como dije en el primer
libro, que sí fue una revolución; pero ese volumen tiene que ver con la
revolución armada, es decir, con el proceso, el conflicto, la destrucción del
antiguo régimen. Después, lo que no está en este libro y que se ve mucho más en
el nuevo, tiene más que ver con los años veinte y treinta: la formación del
nuevo Estado y las reformas. Yo creo que no se puede entender la totalidad de
la revolución sin entrar también en todo esto, porque la revolución es todavía
el periodo de una generación, más o menos, de gente, de esfuerzos y de
proyectos.
En
cuanto al balance, hace un par de años di una ponencia precisamente sobre eso: fue
un éxito la Revolución mexicana. Mi conclusión es que fue un éxito parcial:
obviamente hubo mucho desengaño, decepción y fracaso —Madero fue un fracaso, y el
propio Cárdenas también acabó decepcionado en muchos aspectos, en parte por lo
que vino después, en parte por sus propias dificultades para imponer la reforma
agraria, la que en Yucatán fue un fracaso, por ejemplo.
El
gran historiador británico Edward Gibbon dijo que la historia nada más es de
los crímenes, maldades y locuras de la humanidad, toda está llena de cosas
malas. Tomando en cuenta esta perspectiva, un poco pesimista, yo creo que la
revolución mexicana sí tuvo logros en cuanto a estabilidad, crecimiento, cierto
mejoramiento de la población en, por ejemplo, educación y reforma agraria (con
fracasos en ciertas regiones pero con éxito en otras).
Entonces,
hay que comparar con el mundo real, por ejemplo, con otros países de América
Latina, y no hacer comparaciones con utopías que son irreales. Así, si uno
compara a México con Guatemala, con Bolivia, con Brasil, con Perú, yo creo que
el récord de la revolución en los 30 años de reconstrucción fue un éxito
parcial, y eso es quizá todo lo que se puede esperar de hombres y mujeres en el
mundo real, no de utopías ideológicas que no tienen ninguna realidad.
*Entrevista publicada en Nexos, núm. 446, febrero de 2015.
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