domingo, enero 17, 2016

El laboratorio literario. Entrevista con Jorge F. Hernández


El laboratorio literario
Entrevista con Jorge F. Hernández*
Ariel Ruiz Mondragón
Desde el año 2000 hasta el 2014 la columna “Agua de azar”, de Jorge F. Hernández (Ciudad de México, 1962), apareció los jueves en las páginas de Milenio Diario. Durante esos años, como comenta el propio autor, sólo faltó en cuatro ocasiones “por razones de verdaderas causas mayores”.
Actualmente ese espacio se encuentra un interregno, ya que el autor decidió tomarse un descanso. Para aliviar tal carencia, ahora Hernández presenta el libro Solsticio de infarto (Almadía, 2015), en el que reúne 73 de los textos que publicó en su columna entre julio de 2010 y septiembre de 2012.
Otro buen motivo para esta recopilación es el recuerdo del solsticio del corazón que el autor sufrió el 13 de junio de 2011, “un infarto mayúsculo del que me salvé de milagro”, según escribe el propio Hernández.
Sobre ese volumen Etcétera conversó con Hernández, quien realizó estudios de doctorado en Historia en la Universidad Complutense de Madrid. Ha sido profesor en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, en el Instituto Tecnológico Autónomo de México y en la Universidad Anáhuac. Autor de más de 25 libros, ha desempeñado diversos cargos en el Fondo de Cultura Económica. Ha colaborado en diversos medios, como Milenio, Reforma, El País, Vuelta, Estudios, Artes de México y Letras Libres. También ha sido miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte y ganador de premios como el Nacional de Historia Regional Banamex Anastasio G. Saravia y el Nacional de Cuento Efrén Hernández.

Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué publicar un libro como el suyo?, ¿por qué recopilar estos textos que publicó en Milenio Diario entre 2010 y 2012?
Jorge F. Hernández (JFH): Eso era cada ocho días: los jueves no son jueves sin “Agua de azar”. La idea fue no la vanidad sino que hay algunos textos que no merecen convertirse en papel amarillo. Normalmente cuando uno escribe en periódicos estos se convierten en un tapete para educar perros o un móvil para envolver aguacate o vasos cuando tienes una mudanza. Pero lo que escribimos los que hacemos o intentamos hacer literatura en la prensa es muy distinto a lo que hace un reportero, y no necesariamente son crónicas. Es lo que Juan Villoro llama “literatura con prisa”.
Entonces, por ejemplo, recuerdo la manera en que yo me despedí de Eliseo Alberto, Lichi, mi hermano mayor. Yo decía: “Eso tiene que quedar en un libro”. Yo sé que hubo gente que recortó ese texto, que se llama “Tu eternidad”, e incluso ya me tocó ver a un loquito que lo enmarcó.

AR: En aquellos días últimos de Eliseo Alberto usted le dedicó tres textos.
JFH: Sí, porque además yo me tomé el atrevimiento, a petición de Eliseo y de acuerdo con instrucciones de Carlos Marín, de hacer por él la última columna de Lichi cuando ya estaba hospitalizado.
Pero también destaco el prólogo, que es un texto que publicó Juan Villoro en Reforma, que es un texto bellísimo…

AR: Un obituario suyo, inconcluso, por supuesto…
JFH: Sin fecha de defunción, y que ahora ya quedó como prólogo.
Lo que le dan los libros a ciertos párrafos es intemporalidad, y yo creo que por eso valía la pena antologar “Agua de azar”.
Además, yo tenía muchas ganas, como muchos escritores, de publicar en Almadía, que ahora ya es también mi casa, y de que me diseñara Alejandro Magallanes, porque lo admiro profundamente. Yo siempre cargo una libreta y siempre ando haciendo dibujitos, y lo que fue una travesura inesperada fue que Magallanes agarró una de mis libretas, escaneó los dibujos y los publicó.
Esa es la historia: por eso existe el libro.

AR: Empezó a publicar “Agua de azar” en Milenio Diario desde el 2000, y duró 14 años. Usted venía de la historia académica y de la literatura. ¿Por qué tener una columna en un periódico?, ¿cómo ha mezclado la historia, la literatura y el periodismo?
JFH: De chamaco había leído a Adolfo Bioy Casares, que decía que el mejor medio para soltar la pluma era tener una columna en un periódico, y más si te dan libertad de publicar algún cuento o hacer un comentario sin censuras sobre un partido de futbol, acerca de una modelo o de una diva de la ópera.
La primera columna que tuve fue “Espejo de historias”, en Reforma. La antología de esa columna la hizo Carlos Monsiváis, quien quedó de entregar el prólogo y nunca lo hizo. Hasta la fecha lo sigo esperando; a ver si entre los pinches papeles que dejó con los gatos aparece ese texto.
En esa columna presentaba historias apócrifas de historiadores inexistentes. Era una manera de desahogarme, como historiador, de los historiadores que me caían mal y burlarme un poco de la historiografía, pero no metía mucha literatura en el tema.
Luego, cuando se fundó Milenio, me invitaron, de lo que me sentía y me siento muy honrado hasta la fecha. Mi primer entusiasmo al respecto se debe a que cuando yo estudiaba en España conocí a Milenio como revista y guardé muchos ejemplares. Era una manera de estar cerca de México. Esto fue antes del internet; apenas empezaba este desmadre. Antes, acuérdate del síndrome del Jamaicón: te da por extrañar hasta los pinches tacos de suadero.
Cuando se fundó el periódico y me ofrecieron el espacio entramos dos Hernández: Francisco y yo. Una primera antología de mis textos, publicada por Trilce, se llama Escribo a ciegas, y se hizo con un prólogo de Antonio Muñoz Molina.
De esta nueva etapa, tras el infarto que sufrí, lo que noto es que creo que agarré más callo; por ejemplo, le atiné mejor a la duración de las crónicas, aunque de vez en cuando yo tenía problemas de pasarme de caracteres porque yo más bien transcribo, porque, en realidad, las “Aguas de azar” están a mano. A lo largo de los años lo que descubrí fue que me volví muy ducho en medir las sobremesas. Yo ya me doy cuenta si cuando alguien me está contando algo se está pasando de tiempo, y entonces digo: “Eso ya no es una columna, eso ya es un chisme, cabrón. Ya mejor hazlo cuento”. Si la queja es muy largototota, eso ya es un novelón.
Entonces es un laboratorio, en el que yo pude, más o menos, poner en orden la profesión de historiador con la vocación de escritor. Pero, sobre todo, soy lector: a mí lo que me gusta es leer. Entonces ha sido tener una pequeña ventanita para decirle a alguien “esto es lo que estoy leyendo”. Casi siempre para bien; rara vez digo “estoy leyendo esto, es una mierda y el autor es un pendejo”. Yo no escribo para eso; mejor escribo para elogiar, para tener gratitud en todo el sentido de la palabra.
Concretamente, la respuesta a la pregunta de cómo le hago es: pues por azar.

AR: Para su ejercicio periodístico me llamaron la atención dos referencias fundamentales que hace en el libro: primero, Montaigne, quien, como dice Hazlitt, fue “el primero que tuvo el valor de firmar como autor lo que pensaba y sentía como hombre”. Segundo, Benito Pérez Galdós, y recuerda que usted “soñaba todavía algún día con una columna periodística llamada ‘Agua de azar’ e intentar combinar la locura de las novelas y cuentos con el oficio semanal de ciertas crónicas, emulando con idolatría a Galdós”. ¿Qué le dieron estos dos autores para su ejercicio periodístico?
JFH: Uff, todavía me dan. Yo soy montaignista gracias a Adolfo Castañón…
AR: Y a Julián Meza…
JFH: Y a Julián Meza, quien fue mi maestro y amigo.
Fíjate, yo no daba crédito a que un cuate escribiera encuerado en una torre redonda y que mandó poner frases célebres donde le pegara la gana. En Montaigne hay un ensayo muy serio que tiene que ver con política o con la organización social, y luego se le ocurrió escribir sobre el dedo pulgar porque es en lo que estaba pensando ese día. Eso lo heredó Chesterton, por ejemplo: cuando a él se le ocurrió publicar en periódicos ingleses fue como un “denme chance de escribir: a veces tengo ganas de hacerlo sobre una vieja, y otras veces sobre la religión, pero también hay días en que el tren se retrasa y eso es imperdonable y quiero quejarme de los ferrocarriles”.
Eso, que se llama ensayo, según Juan José Arreola viene de probar la comida: a los monarcas se les ensayaba la comida para que no estuviera envenenada. Pero también parece ser que essai en francés viene de calar lo hondo de un río. También eso significa Mark Twain, quien se llamaba Samuel Langhorne Clemens; era la marca de agua que se ponía en el Misisipi para decirle al barco “no te acerques aquí porque aquí sí te atoras y vas a fondear”. Y yo cada ocho días tenía oportunidad de fondear.
En el caso de Galdós, yo viví en Madrid —y lo vivo todavía todas las madrugadas—, en un barrio donde vivió don Benito, que es el de Argüelles. Cuando yo llegué a España me propuse leer El Quijote cada año, y leer todo Galdós. ¿Cómo lo logré? Yo había publicado un cuento en El Semanario Cultural, suplemento del periódico Novedades, con Pepe de la Colina. Éste, muy tramposamente, un día me dijo: “Para el próximo jueves necesito que leas Miau”. Fui para ver si mi abuelo tenía ese libro. No me fue fácil conseguirlo, y entonces lo leí, pero no me acordé si Pepe me dijo que hiciera una reseña o qué. Entonces llegué el jueves y le dije: “Ya lo leí”. Me contestó: “Ahora, en lugar de una semana, en dos semanas procura leer Fortunata y Jacinta”. Lo cumplí. Mientras tanto, le entregué un cuento mío que no publicaba y no publicaba, y cada que le preguntaba, me decía: “Pérate, ahora vamos a empezar con los Episodios nacionales”. Y un día mi papá me dijo: “¿Por qué estás leyendo a Galdós?”, y le respondí: “Es que Pepe de la Colina me lo está encargue y encargue, a veces para ocho días y a veces para quince”. Cuando pasaron creo que 58 semanas, más de un año, no publicaba mi cuento, y entonces le dije: “Ya acabé todo Galdós”. Me dijo: “¿Qué tal?”, “¿Como que qué tal?”, “Sí, ¿qué te pareció?”, “Pues una maravilla, me fascinó. ¿Qué hago con eso?”. “Nada; el chiste era que lo leyeras. Por cierto, tu cuento se publica el domingo”.
O sea, fue como un pasaporte. Y lo que heredé es que hay distintas temperaturas para la ficción, para la novela, para la historia, la historiografía y para la columna. No puedes retacarle de citas un texto a un lector de periódico…
AR: Ni citas al cuadrado.
JFH: Ni citas al cuadrado, como decía el ratero este.

AR: Quiero referir otra vertiente clásica del libro: usted hace una lectura anual de El Quijote. En algunos textos lo recupera para, por ejemplo, hablar del enfrentamiento entre las letras y las armas, de las lecciones de gobierno que el Quijote da a Sancho Panza sobre cómo gobernar la Ínsula Barataria. ¿Qué le puede decir El Quijote a un lector de periódico?
JFH: Yo empecé a hacer la lectura anual porque, en el primer año que yo hacía el doctorado en Madrid, Carlos Fuentes fue a visitar España y tuve una conversación con él. Me preguntó cómo iba mi doctorado, y le contesté: “Va bien, pero yo lo que me propuse es leer por lo menos El Quijote. Porque yo vengo de Guanajuato, de una familia en la que todos han intentado leerlo y nadie lo ha leído en realidad. La mayoría de mis primos, cuando hablan de El Quijote hablan de la película de Cantinflas, y luego dicen escenas que no están en el libro sino que salen en la película”.
Eso le dio mucha risa, y me dijo: “Pues yo lo leo cada año. Te reto a que tú lo hagas”. Le dije: “Órale”, y he cumplido mi palabra. Pero la idea no es original de él: eso lo hacía William Faulkner, quien lo leía en inglés cada año.
Evidentemente, lo que a mí me llamaba la atención hace 28 años es muy diferente a lo que me llama la atención ahora. En aquel entonces me quería comer el mundo a puños, y me llamaba mucho más la atención conquistar a Dulcinea, y ahora ya no estoy tan preocupado por conquistarla sino que estoy muy interesado en otros párrafos de la realidad.
Yo creo que El Quijote le diría hoy al lector de periódico, en primer lugar, todo eso que estamos viendo que parece cosa de encantamiento y que, como diría Bernal Díaz del Castillo, efectivamente es cosa de encantamiento. Es increíble que haya políticos analfabetas, empresarios abusadores que siguen azotando a inocentes, divas que creen que por su sola belleza merecen habitar un palacio blanco.
Pero también le diría, creo yo, que sí vale la pena tratar de derribar los gigantes aunque ya sabemos que son molinos. Hay años en que leo esa escena, y me da la impresión de que hay una parte de él en la saliva, que dice: “Pues a la mejor sí son molinos, porque nunca los había visto”. Como historiador tengo ese pequeño defecto: sí sé que cuando Flandes se volvió española, Felipe II mandó traer los molinos. Fueron la gran novedad. En el campo de Criptana todavía existen hay como 40 o 50 de ellos. Pero en aquel entonces, el que veía que los estaban instalando era Sancho, o los Sanchos, porque son gente que anda en la calle, en el campo, que trabaja. En cambio, un orate que siempre está encerrado en su torre, sobre todo leyendo, era muy poco probable que hubiera visto un molino.
Yo he hecho la ruta del Quijote tres veces, una vez en verano, lo cual es una pendejada porque son 40 o 42 grados de sol quemante, y además se me descompuso el aire acondicionado del pinche coche que me habían prestado. Iba con mis hijos, y el mayor de ellos dijo: “¿Te imaginas andar aquí con armadura?”. Respondí: “¡Uta, imagínate! Ya no digas en La Mancha: ponte la armadura con Cortés en Coatzacoalcos, que hasta los moscos penetraban la malla y cosían a mordidas a él y a sus hombres”.
Andas en esa peda, le metes un poco de vino tinto, y vas allí con un güey que ya engañaste diciéndole “acompáñame, cabrón, tú eres mi escudero”, y de pronto ves esa madre que nunca has visto. Entonces parecería que Alonso Quijano o el propio Cervantes le puede decir hoy al lector del periódico: “Pues sí es insólito, pero es real: Lagrimita quiere ser alcalde, Carmen Salinas va a ser diputada. Eso, que parecía que ya te lo sabías de memoria, pues resulta que es cierto: te están robando. Se cultiva amapola en Guerrero, un chingo; los 43 estaban metidos en un pedo (no todos, pero algunos de ellos estaban metidos en un pedo de eso), y por lógica parecería que el jefe del Ejecutivo va a ir a dar el pésame a los familiares, pero le va a echar la culpa al partido opositor que gobierna allí. Pero no: tomó el avión y se fue a la China”.
Entonces Cervantes diría hoy: la razón de la sinrazón que a mi razón acompaña.

AR: Para seguir por esta vertiente política, me atrajeron un par de artículos del libro: primero, el del canto de los esclavos de la ópera Nabucco, de Verdi, en una presentación en 2011 dirigida por Riccardo Muti, que entona el público en forma de protesta con un Berlusconi presente…
JFH: El video es conmovedor.


 AR: Y también el recuerdo que hace de Cicerón por sus discursos contra Marco Aurelio, lo que al final le costó la vida. ¿Cuál fue la intención de este par de textos?
JFH: El propósito del “Agua de azar” es tratar de hacer una coincidencia o una sincronicidad. En el caso del coro de esclavos, creo que fue la primera vez que menciono la URL o la dirección para que lo que tú leas lo puedas ver en YouTube. A lo mejor ese es el futuro del periodismo y de los libros: que estés leyendo y con tu iPhone veas el video de Mark Twain bailando tap. Entonces yo quería hacer un servicio a la comunidad, primero para que escucharan el coro de esclavos porque me encanta, y que en alguna época se discutió si iba a ser el himno de Italia.
También quería que en “Agua de azar” se reflejara lo importante que es que seamos conscientes de que no es lo mismo aumentar el precio de la leche que cerrar un teatro. Es dañino lo primero porque hay más niños que se van a quedar sin tomar leche, pero también es muy dañino que este país se quede sin museos. Es muy doloroso ver otro video que es el último concierto de la Orquesta Nacional de Grecia: 78 familias de músicos, más los técnicos, más los de cable y sonidistas, en total 150 familias que ese día se fueron al carajo, de los cuales la mitad se iban a dedicar a robar en la calle tras haber sido violinistas. Y todo el público llorando, cinco mil personas afuera de Radio Nacional de Grecia.
Entonces yo decía: “Ojo ¿en realidad a México le conviene que cierren las pirámides o que se las vendan a la Coca Cola?”.
En el caso del otro texto, el de Cicerón, yo creo que a veces el “Agua de azar” permite contagiar lecturas, y yo creo que Cicerón es poco leído. Y como ahora hay ediciones baratas, lo que yo quería hacer era: si tienen oportunidad, lean esto, porque parecería que le está hablando al político de hoy. Ojo: no se roba, no se miente, no se hace eso, haz esto, procura el bien. Por eso lo hice.

AR: En el libro está muy presente la muerte, como el solsticio del corazón. El de Juan Villoro es un obituario inconcluso, y por allí usted recuerda que hacía algunos obituarios para el Fondo de Cultura Económica…
JFH: Sí, le llaman “zopiloteo”…

AR: ¿Cómo le ha animado a escribir la muerte? Muchos textos son obituarios, textos sobre personas que acababan de morir, desde, por ejemplo, Armando Jiménez hasta Eliseo Alberto.
JFH: Para mí escribir es torear; entonces trato de torear en el centro del ruedo, lejos del callejón. Muchas cosas que yo toreo, que escribo, son párrafos que hago sin importarme qué haga el tendido, sin mirar al tendido. Eso me ha permitido ver que hay otros güeyes que escriben muy pegaditos a las tablas, muy despegaditos, y que siempre está su papá o Alfonso Reyes para hacerles un quite. Dentro del oficio, cuando ya estás metido en esta onda, de pronto llegas a reconocer cuando un güey se la juega y torea de a de veras o canta de verdad, o se enamora de Yoko valiéndole madre que está pinchísima. Este tipo de héroes no merecen quedar en el olvido: Lichi toreaba en el centro del Universo y se jugaba la vida; lloraba mucho porque le costaba un trabajo enorme digerir la nostalgia. Entonces yo decía: no vale la pena que se pierdan en la amnesia.
Armando Jiménez fue un verdadero minero, un gambusino del alma de México, del albur, de las pintas en los baños. Es de los autores más vendidos. Cuando se murió me dije: “Tengo que hacerle un homenaje, carajo”.
¿Por qué está tan presente la muerte? Pues cuando estás metido en esto de escribir e historiar, lo que tienes que superar cada jueves es el pavor de que se dé un jueves en el que ya no vas a publicar porque ya no estás.

AR: Para terminar: sobre su salud habla del solsticio en el que cayó su corazón. ¿Cómo cambió esto su escritura? Habla del cobijo que entonces le brindaron sus amigos. Me llamó la atención su comentario a un texto de Diane Ackerman, autora de Cien nombres del amor, sobre cómo ayudó a su esposo, víctima de un infarto cerebral, a recuperarse a través de las palabras. ¿Cómo fue su relación con la escritura después de aquel solsticio?
JFH: En mi caso, ya no dejo nada para mañana: aunque no duerma, pero el cuento que empecé y que quiero cuajar, lo debo terminar. Ya no soy tan huevón como antes. He traicionado la dieta, pero eso no tiene que ver con la escritura.
Respecto a la escritura, tengo más ollas al mismo tiempo en la mesa porque estoy haciendo una novela, un libro de cuentos y estoy terminando otro de ensayos.
Me volví mucho más consciente de que tengo que estar a la altura del afecto que me profesan las personas que me quieren, y tengo también que ser muy cuidadoso con la gente a la que le miento la madre: si me voy a enojar con los plagiarios es porque de verdad se lo merecen.
Entonces, como escritor trato de ser mejor en la medida en que también creo que con el infarto me volví mejor lector.
Creo que este es el primer libro donde siento que no es que me dé la alternativa Villoro sino que siento que ya no soy novillero sino que ya soy matador de toros. Ya no soy un jovencito. Tengo que ser muy responsable y, cuando vuelva a Milenio, estar muy consciente de que para mí es muy importante estar en ese periódico porque es estar con lectores cada jueves, pero no para chacotear sino porque esto va en serio. Y a ver qué pasa con eso.


*Entrevista publicada en Etcétera, núm. 175, junio de 2015.

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