El laboratorio literario
Entrevista con Jorge F. Hernández*
Ariel
Ruiz Mondragón
Desde
el año 2000 hasta el 2014 la columna “Agua de azar”, de Jorge F. Hernández
(Ciudad de México, 1962), apareció los jueves en las páginas de Milenio Diario. Durante esos años, como
comenta el propio autor, sólo faltó en cuatro ocasiones “por razones de
verdaderas causas mayores”.
Actualmente
ese espacio se encuentra un interregno, ya que el autor decidió tomarse un
descanso. Para aliviar tal carencia, ahora Hernández presenta el libro Solsticio de infarto (Almadía, 2015), en
el que reúne 73 de los textos que publicó en su columna entre julio de 2010 y
septiembre de 2012.
Otro
buen motivo para esta recopilación es el recuerdo del solsticio del corazón que
el autor sufrió el 13 de junio de 2011, “un infarto mayúsculo del que me salvé
de milagro”, según escribe el propio Hernández.
Sobre
ese volumen Etcétera conversó con
Hernández, quien realizó estudios de doctorado en Historia en la Universidad
Complutense de Madrid. Ha sido profesor en la Facultad de Ciencias Políticas y
Sociales de la UNAM, en el Instituto Tecnológico Autónomo de México y en la
Universidad Anáhuac. Autor de más de 25 libros, ha desempeñado diversos cargos
en el Fondo de Cultura Económica. Ha colaborado en diversos medios, como Milenio, Reforma, El País, Vuelta, Estudios, Artes de México
y Letras Libres. También ha sido
miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte y ganador de premios como el
Nacional de Historia Regional Banamex Anastasio G. Saravia y el Nacional de
Cuento Efrén Hernández.
Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué publicar
un libro como el suyo?, ¿por qué recopilar estos textos que publicó en Milenio Diario entre 2010 y 2012?
Jorge F. Hernández (JFH):
Eso era cada ocho días: los jueves no son jueves sin “Agua de azar”. La idea
fue no la vanidad sino que hay algunos textos que no merecen convertirse en
papel amarillo. Normalmente cuando uno escribe en periódicos estos se convierten
en un tapete para educar perros o un móvil para envolver aguacate o vasos cuando
tienes una mudanza. Pero lo que escribimos los que hacemos o intentamos hacer
literatura en la prensa es muy distinto a lo que hace un reportero, y no
necesariamente son crónicas. Es lo que Juan Villoro llama “literatura con prisa”.
Entonces,
por ejemplo, recuerdo la manera en que yo me despedí de Eliseo Alberto, Lichi, mi hermano mayor. Yo decía: “Eso
tiene que quedar en un libro”. Yo sé que hubo gente que recortó ese texto, que
se llama “Tu eternidad”, e incluso ya me tocó ver a un loquito que lo enmarcó.
AR: En aquellos días últimos de
Eliseo Alberto usted le dedicó tres textos.
JFH:
Sí, porque además yo me tomé el atrevimiento, a petición de Eliseo y de acuerdo
con instrucciones de Carlos Marín, de hacer por él la última columna de Lichi cuando ya estaba hospitalizado.
Pero
también destaco el prólogo, que es un texto que publicó Juan Villoro en Reforma, que es un texto bellísimo…
AR: Un obituario suyo, inconcluso,
por supuesto…
JFH:
Sin fecha de defunción, y que ahora ya quedó como prólogo.
Lo
que le dan los libros a ciertos párrafos es intemporalidad, y yo creo que por
eso valía la pena antologar “Agua de azar”.
Además,
yo tenía muchas ganas, como muchos escritores, de publicar en Almadía, que
ahora ya es también mi casa, y de que me diseñara Alejandro Magallanes, porque
lo admiro profundamente. Yo siempre cargo una libreta y siempre ando haciendo
dibujitos, y lo que fue una travesura inesperada fue que Magallanes agarró una
de mis libretas, escaneó los dibujos y los publicó.
Esa
es la historia: por eso existe el libro.
AR: Empezó a publicar “Agua de azar”
en Milenio Diario desde el 2000, y duró
14 años. Usted venía de la historia académica y de la literatura. ¿Por qué
tener una columna en un periódico?, ¿cómo ha mezclado la historia, la literatura
y el periodismo?
JFH:
De chamaco había leído a Adolfo Bioy Casares, que decía que el mejor medio para
soltar la pluma era tener una columna en un periódico, y más si te dan libertad
de publicar algún cuento o hacer un comentario sin censuras sobre un partido de
futbol, acerca de una modelo o de una diva de la ópera.
La
primera columna que tuve fue “Espejo de historias”, en Reforma. La antología de esa columna la hizo Carlos Monsiváis,
quien quedó de entregar el prólogo y nunca lo hizo. Hasta la fecha lo sigo
esperando; a ver si entre los pinches papeles que dejó con los gatos aparece ese
texto.
En
esa columna presentaba historias apócrifas de historiadores inexistentes. Era
una manera de desahogarme, como historiador, de los historiadores que me caían
mal y burlarme un poco de la historiografía, pero no metía mucha literatura en
el tema.
Luego,
cuando se fundó Milenio, me
invitaron, de lo que me sentía y me siento muy honrado hasta la fecha. Mi
primer entusiasmo al respecto se debe a que cuando yo estudiaba en España
conocí a Milenio como revista y
guardé muchos ejemplares. Era una manera de estar cerca de México. Esto fue
antes del internet; apenas empezaba este desmadre. Antes, acuérdate del
síndrome del Jamaicón: te da por
extrañar hasta los pinches tacos de suadero.
Cuando
se fundó el periódico y me ofrecieron el espacio entramos dos Hernández:
Francisco y yo. Una primera antología de mis textos, publicada por Trilce, se
llama Escribo a ciegas, y se hizo con
un prólogo de Antonio Muñoz Molina.
De
esta nueva etapa, tras el infarto que sufrí, lo que noto es que creo que agarré
más callo; por ejemplo, le atiné mejor a la duración de las crónicas, aunque de
vez en cuando yo tenía problemas de pasarme de caracteres porque yo más bien
transcribo, porque, en realidad, las “Aguas de azar” están a mano. A lo largo
de los años lo que descubrí fue que me volví muy ducho en medir las sobremesas.
Yo ya me doy cuenta si cuando alguien me está contando algo se está pasando de
tiempo, y entonces digo: “Eso ya no es una columna, eso ya es un chisme,
cabrón. Ya mejor hazlo cuento”. Si la queja es muy largototota, eso ya es un novelón.
Entonces
es un laboratorio, en el que yo pude, más o menos, poner en orden la profesión
de historiador con la vocación de escritor. Pero, sobre todo, soy lector: a mí
lo que me gusta es leer. Entonces ha sido tener una pequeña ventanita para
decirle a alguien “esto es lo que estoy leyendo”. Casi siempre para bien; rara
vez digo “estoy leyendo esto, es una mierda y el autor es un pendejo”. Yo no escribo
para eso; mejor escribo para elogiar, para tener gratitud en todo el sentido de
la palabra.
Concretamente,
la respuesta a la pregunta de cómo le hago es: pues por azar.
AR: Para su ejercicio periodístico
me llamaron la atención dos referencias fundamentales que hace en el libro: primero,
Montaigne, quien, como dice Hazlitt, fue “el primero que tuvo el valor de
firmar como autor lo que pensaba y sentía como hombre”. Segundo, Benito Pérez
Galdós, y recuerda que usted “soñaba todavía algún día con una columna
periodística llamada ‘Agua de azar’ e intentar combinar la locura de las
novelas y cuentos con el oficio semanal de ciertas crónicas, emulando con idolatría
a Galdós”. ¿Qué le dieron estos dos autores para su ejercicio periodístico?
JFH:
Uff, todavía me dan. Yo soy montaignista gracias a Adolfo Castañón…
AR: Y a Julián Meza…
JFH:
Y a Julián Meza, quien fue mi maestro y amigo.
Fíjate,
yo no daba crédito a que un cuate escribiera encuerado en una torre redonda y que
mandó poner frases célebres donde le pegara la gana. En Montaigne hay un ensayo
muy serio que tiene que ver con política o con la organización social, y luego
se le ocurrió escribir sobre el dedo pulgar porque es en lo que estaba pensando
ese día. Eso lo heredó Chesterton, por ejemplo: cuando a él se le ocurrió
publicar en periódicos ingleses fue como un “denme chance de escribir: a veces
tengo ganas de hacerlo sobre una vieja, y otras veces sobre la religión, pero
también hay días en que el tren se retrasa y eso es imperdonable y quiero quejarme
de los ferrocarriles”.
Eso,
que se llama ensayo, según Juan José Arreola viene de probar la comida: a los
monarcas se les ensayaba la comida para que no estuviera envenenada. Pero
también parece ser que essai en
francés viene de calar lo hondo de un río. También eso significa Mark Twain, quien se llamaba Samuel
Langhorne Clemens; era la marca de agua que se ponía en el Misisipi para
decirle al barco “no te acerques aquí porque aquí sí te atoras y vas a
fondear”. Y yo cada ocho días tenía oportunidad de fondear.
En
el caso de Galdós, yo viví en Madrid —y lo vivo todavía todas las madrugadas—,
en un barrio donde vivió don Benito, que es el de Argüelles. Cuando yo llegué a
España me propuse leer El Quijote
cada año, y leer todo Galdós. ¿Cómo lo logré? Yo había publicado un cuento en El Semanario Cultural, suplemento del
periódico Novedades, con Pepe de la
Colina. Éste, muy tramposamente, un día me dijo: “Para el próximo jueves
necesito que leas Miau”. Fui para ver
si mi abuelo tenía ese libro. No me fue fácil conseguirlo, y entonces lo leí,
pero no me acordé si Pepe me dijo que hiciera una reseña o qué. Entonces llegué
el jueves y le dije: “Ya lo leí”. Me contestó: “Ahora, en lugar de una semana,
en dos semanas procura leer Fortunata y
Jacinta”. Lo cumplí. Mientras tanto, le entregué un cuento mío que no
publicaba y no publicaba, y cada que le preguntaba, me decía: “Pérate, ahora
vamos a empezar con los Episodios
nacionales”. Y un día mi papá me dijo: “¿Por qué estás leyendo a Galdós?”,
y le respondí: “Es que Pepe de la Colina me lo está encargue y encargue, a
veces para ocho días y a veces para quince”. Cuando pasaron creo que 58
semanas, más de un año, no publicaba mi cuento, y entonces le dije: “Ya acabé
todo Galdós”. Me dijo: “¿Qué tal?”, “¿Como que qué tal?”, “Sí, ¿qué te
pareció?”, “Pues una maravilla, me fascinó. ¿Qué hago con eso?”. “Nada; el
chiste era que lo leyeras. Por cierto, tu cuento se publica el domingo”.
O
sea, fue como un pasaporte. Y lo que heredé es que hay distintas temperaturas
para la ficción, para la novela, para la historia, la historiografía y para la
columna. No puedes retacarle de citas un texto a un lector de periódico…
AR: Ni citas al cuadrado.
AR: Quiero referir otra vertiente
clásica del libro: usted hace una lectura anual de El Quijote. En algunos textos lo recupera para, por ejemplo, hablar
del enfrentamiento entre las letras y las armas, de las lecciones de gobierno
que el Quijote da a Sancho Panza sobre cómo gobernar la Ínsula Barataria. ¿Qué
le puede decir El Quijote a un lector
de periódico?
JFH:
Yo empecé a hacer la lectura anual porque, en el primer año que yo hacía el
doctorado en Madrid, Carlos Fuentes fue a visitar España y tuve una
conversación con él. Me preguntó cómo iba mi doctorado, y le contesté: “Va
bien, pero yo lo que me propuse es leer por lo menos El Quijote. Porque
yo vengo de Guanajuato, de una familia en la que todos han intentado leerlo y
nadie lo ha leído en realidad. La mayoría de mis primos, cuando hablan de El Quijote hablan de la película de
Cantinflas, y luego dicen escenas que no están en el libro sino que salen en la
película”.
Eso
le dio mucha risa, y me dijo: “Pues yo lo leo cada año. Te reto a que tú lo
hagas”. Le dije: “Órale”, y he cumplido mi palabra. Pero la idea no es original
de él: eso lo hacía William Faulkner, quien lo leía en inglés cada año.
Evidentemente,
lo que a mí me llamaba la atención hace 28 años es muy diferente a lo que me
llama la atención ahora. En aquel entonces me quería comer el mundo a puños, y
me llamaba mucho más la atención conquistar a Dulcinea, y ahora ya no estoy tan
preocupado por conquistarla sino que estoy muy interesado en otros párrafos de
la realidad.
Yo
creo que El Quijote le diría hoy al
lector de periódico, en primer lugar, todo eso que estamos viendo que parece
cosa de encantamiento y que, como diría Bernal Díaz del Castillo, efectivamente
es cosa de encantamiento. Es increíble que haya políticos analfabetas,
empresarios abusadores que siguen azotando a inocentes, divas que creen que por
su sola belleza merecen habitar un palacio blanco.
Pero
también le diría, creo yo, que sí vale la pena tratar de derribar los gigantes
aunque ya sabemos que son molinos. Hay años en que leo esa escena, y me da la
impresión de que hay una parte de él en la saliva, que dice: “Pues a la mejor
sí son molinos, porque nunca los había visto”. Como historiador tengo ese
pequeño defecto: sí sé que cuando Flandes se volvió española, Felipe II mandó
traer los molinos. Fueron la gran novedad. En el campo de Criptana todavía
existen hay como 40 o 50 de ellos. Pero en aquel entonces, el que veía que los
estaban instalando era Sancho, o los Sanchos, porque son gente que anda en la
calle, en el campo, que trabaja. En cambio, un orate que siempre está encerrado
en su torre, sobre todo leyendo, era muy poco probable que hubiera visto un
molino.
Yo
he hecho la ruta del Quijote tres veces, una vez en verano, lo cual es una
pendejada porque son 40 o 42 grados de sol quemante, y además se me descompuso
el aire acondicionado del pinche coche que me habían prestado. Iba con mis
hijos, y el mayor de ellos dijo: “¿Te imaginas andar aquí con armadura?”. Respondí:
“¡Uta, imagínate! Ya no digas en La Mancha: ponte la armadura con Cortés en
Coatzacoalcos, que hasta los moscos penetraban la malla y cosían a mordidas a
él y a sus hombres”.
Andas
en esa peda, le metes un poco de vino tinto, y vas allí con un güey que ya
engañaste diciéndole “acompáñame, cabrón, tú eres mi escudero”, y de pronto ves
esa madre que nunca has visto. Entonces parecería que Alonso Quijano o el
propio Cervantes le puede decir hoy al lector del periódico: “Pues sí es
insólito, pero es real: Lagrimita
quiere ser alcalde, Carmen Salinas va a ser diputada. Eso, que parecía que ya
te lo sabías de memoria, pues resulta que es cierto: te están robando. Se
cultiva amapola en Guerrero, un chingo; los 43 estaban metidos en un pedo (no
todos, pero algunos de ellos estaban metidos en un pedo de eso), y por lógica
parecería que el jefe del Ejecutivo va a ir a dar el pésame a los familiares,
pero le va a echar la culpa al partido opositor que gobierna allí. Pero no:
tomó el avión y se fue a la China”.
Entonces
Cervantes diría hoy: la razón de la sinrazón que a mi razón acompaña.
AR: Para seguir por esta vertiente
política, me atrajeron un par de artículos del libro: primero, el del canto de
los esclavos de la ópera Nabucco, de
Verdi, en una presentación en 2011 dirigida por Riccardo Muti, que entona el
público en forma de protesta con un Berlusconi presente…
JFH: El
video es conmovedor.
AR: Y también el recuerdo que hace de Cicerón por sus discursos contra Marco Aurelio, lo que al final le costó la vida. ¿Cuál fue la intención de este par de textos?
AR: Y también el recuerdo que hace de Cicerón por sus discursos contra Marco Aurelio, lo que al final le costó la vida. ¿Cuál fue la intención de este par de textos?
JFH:
El propósito del “Agua de azar” es tratar de hacer una coincidencia o una
sincronicidad. En el caso del coro de esclavos, creo que fue la primera vez que
menciono la URL o la dirección para que lo que tú leas lo puedas ver en YouTube.
A lo mejor ese es el futuro del periodismo y de los libros: que estés leyendo y
con tu iPhone veas el video de Mark Twain bailando tap. Entonces yo quería
hacer un servicio a la comunidad, primero para que escucharan el coro de
esclavos porque me encanta, y que en alguna época se discutió si iba a ser el
himno de Italia.
También
quería que en “Agua de azar” se reflejara lo importante que es que seamos
conscientes de que no es lo mismo aumentar el precio de la leche que cerrar un
teatro. Es dañino lo primero porque hay más niños que se van a quedar sin tomar
leche, pero también es muy dañino que este país se quede sin museos. Es muy
doloroso ver otro video que es el último concierto de la Orquesta Nacional de
Grecia: 78 familias de músicos, más los técnicos, más los de cable y sonidistas,
en total 150 familias que ese día se fueron al carajo, de los cuales la mitad
se iban a dedicar a robar en la calle tras haber sido violinistas. Y todo el
público llorando, cinco mil personas afuera de Radio Nacional de Grecia.
Entonces
yo decía: “Ojo ¿en realidad a México le conviene que cierren las pirámides o
que se las vendan a la Coca Cola?”.
En
el caso del otro texto, el de Cicerón, yo creo que a veces el “Agua de azar”
permite contagiar lecturas, y yo creo que Cicerón es poco leído. Y como ahora
hay ediciones baratas, lo que yo quería hacer era: si tienen oportunidad, lean
esto, porque parecería que le está hablando al político de hoy. Ojo: no se
roba, no se miente, no se hace eso, haz esto, procura el bien. Por eso lo hice.
AR: En el libro está muy presente
la muerte, como el solsticio del corazón. El de Juan Villoro es un obituario
inconcluso, y por allí usted recuerda que hacía algunos obituarios para el
Fondo de Cultura Económica…
JFH:
Sí, le llaman “zopiloteo”…
AR: ¿Cómo le ha animado a escribir
la muerte? Muchos textos son obituarios, textos sobre personas que acababan de
morir, desde, por ejemplo, Armando Jiménez hasta Eliseo Alberto.
JFH:
Para mí escribir es torear; entonces trato de torear en el centro del ruedo,
lejos del callejón. Muchas cosas que yo toreo, que escribo, son párrafos que
hago sin importarme qué haga el tendido, sin mirar al tendido. Eso me ha
permitido ver que hay otros güeyes que escriben muy pegaditos a las tablas, muy
despegaditos, y que siempre está su papá o Alfonso Reyes para hacerles un
quite. Dentro del oficio, cuando ya estás metido en esta onda, de pronto llegas
a reconocer cuando un güey se la juega y torea de a de veras o canta de verdad,
o se enamora de Yoko valiéndole madre que está pinchísima. Este tipo de héroes
no merecen quedar en el olvido: Lichi
toreaba en el centro del Universo y se jugaba la vida; lloraba mucho porque le
costaba un trabajo enorme digerir la nostalgia. Entonces yo decía: no vale la
pena que se pierdan en la amnesia.
Armando
Jiménez fue un verdadero minero, un gambusino del alma de México, del albur, de
las pintas en los baños. Es de los autores más vendidos. Cuando se murió me
dije: “Tengo que hacerle un homenaje, carajo”.
¿Por
qué está tan presente la muerte? Pues cuando estás metido en esto de escribir e
historiar, lo que tienes que superar cada jueves es el pavor de que se dé un
jueves en el que ya no vas a publicar porque ya no estás.
AR: Para terminar: sobre su salud
habla del solsticio en el que cayó su corazón. ¿Cómo cambió esto su escritura?
Habla del cobijo que entonces le brindaron sus amigos. Me llamó la atención su comentario
a un texto de Diane Ackerman, autora de Cien
nombres del amor, sobre cómo ayudó a su esposo, víctima de un infarto
cerebral, a recuperarse a través de las palabras. ¿Cómo fue su relación con la
escritura después de aquel solsticio?
JFH:
En mi caso, ya no dejo nada para mañana: aunque no duerma, pero el cuento que
empecé y que quiero cuajar, lo debo terminar. Ya no soy tan huevón como antes.
He traicionado la dieta, pero eso no tiene que ver con la escritura.
Respecto
a la escritura, tengo más ollas al mismo tiempo en la mesa porque estoy
haciendo una novela, un libro de cuentos y estoy terminando otro de ensayos.
Me
volví mucho más consciente de que tengo que estar a la altura del afecto que me
profesan las personas que me quieren, y tengo también que ser muy cuidadoso con
la gente a la que le miento la madre: si me voy a enojar con los plagiarios es
porque de verdad se lo merecen.
Entonces,
como escritor trato de ser mejor en la medida en que también creo que con el
infarto me volví mejor lector.
Creo
que este es el primer libro donde siento que no es que me dé la alternativa
Villoro sino que siento que ya no soy novillero sino que ya soy matador de toros.
Ya no soy un jovencito. Tengo que ser muy responsable y, cuando vuelva a Milenio, estar muy consciente de que
para mí es muy importante estar en ese periódico porque es estar con lectores
cada jueves, pero no para chacotear sino porque esto va en serio. Y a ver qué
pasa con eso.
*Entrevista publicada en Etcétera, núm. 175, junio de 2015.
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