viernes, julio 01, 2016

Política de seguridad de Estado, déficit de la transición. Entrevista con Luis Astorga


Política de seguridad de Estado, déficit de la transición
Entrevista con Luis Astorga*
Ariel Ruiz Mondragón
Desde el inicio de su gobierno, Felipe Calderón Hinojosa expresó con gran claridad que la inseguridad era “el principal problema de estados, ciudades y regiones enteras”, por lo cual una de sus tres grandes prioridades sería recuperar la seguridad pública y la legalidad.
Y así obró de inmediato: el 11 de diciembre de 2006 inició la Operación Conjunta Michoacán, en la que participaron destacadamente el Ejército y la Marina, lo que sería una constante desde entonces en el combate a la delincuencia organizada, especialmente de las bandas dedicadas al narcotráfico. Ya a principios de 2007, el Presidente la República comenzó a denominar esa lucha como una guerra, la que mantuvo durante su gobierno con resultados muy dudosos y con costos elevados, como las decenas de miles de muertes que generó.
Una revisión de esa política la ofrece Luis Astorga en su más reciente libro, “Qué querían que hiciera?”. Inseguridad y delincuencia organizada en el gobierno de Felipe Calderón (México, Grijalbo, 2015), en el que establece que ese problema era real y analiza las diversas responsabilidades de actores tanto políticos como sociales en la guerra contra el crimen.
Acerca de ese volumen conversamos con Astorga (Culiacán, 1953), quien es doctor en Sociología del Desarrollo por la Universidad de la Sorbona, París I. Investigador del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM, se encuentra en el nivel II del Sistema Nacional de Investigadores. Ha coordinado la Cátedra Unesco Transformaciones económicas y sociales relacionadas con el problema internacional de las drogas. Autor de cinco libros, también ha escrito capítulos para otros 18 títulos y ha colaborado en publicaciones como Nexos, Letras Libres, Revista Mexicana de Sociología, El Cotidiano y la Revista Internacional de Ciencias Sociales, entre otras.

Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué hoy un libro como el suyo, sobre todo ya a más de dos años del término de la administración de Felipe Calderón?
Luis Astorga (LA): Yo soy académico, y entonces no me rijo por los tiempos de los periodistas. Los académicos tenemos tiempos distintos, y el tipo de análisis que hacemos también requiere de una mayor profundidad.
Este libro es la continuación de una serie de trabajos que he realizado en años anteriores, y es parte de un proyecto de investigación que yo inicié a finales de los años ochenta, por el que he analizado la sociohistoria del tráfico de drogas en México. Mi trabajo parte de un poco antes de las prohibiciones, el momento de ellas y cómo se ha desarrollado la relación entre los campos de la política y del tráfico de drogas a lo largo de un siglo, más o menos.
Entonces, este libro es el capítulo del sexenio de Felipe Calderón. En libros anteriores he tratado de cubrir esa historia desde finales del siglo XIX hasta nuestros días.

AR: Un asunto muy interesante que usted señala es que tanto Calderón como sus asesores e incluso muchos otros analistas ignoraron cómo era la configuración de la relación entre el poder político y el crimen organizado, en particular el narcotráfico. ¿Cómo era ese arreglo antes de la democratización del país?
LA: Con base en mis investigaciones anteriores lo que he podido observar es que el surgimiento del campo del tráfico de drogas con las prohibiciones coincide con los inicios del Estado posrevolucionario en México. Desde un poco antes ya se empezaba a ver el control político del tráfico de drogas desde los años de la Revolución, sólo que en esos años no estaba prohibido.
Con el Estado posrevolucionario en México vinieron las primeras prohibiciones, que son las de la mariguana en 1920 y de la amapola en 1926, que se habían establecido previamente en Estados Unidos en 1914. Esto configuró el mercado ilegal de las drogas entre ambos países, y por lo tanto se creó una figura que no existía anteriormente: la del traficante de drogas ilegales. Entonces se fue conformando ese campo, cuya particularidad en el caso mexicano es que nació subordinado al poder político. Así continuó durante toda la etapa del sistema de partido de Estado.
Después hubo transformaciones en los dos campos y en la relación entre ambos: pasamos de un esquema de subordinación a otro de una mayor autonomía relativa del tráfico de drogas respecto del campo político. Ésta tiene que ver con el resquebrajamiento del sistema autoritario y la transición a la democracia, cuando distintos partidos políticos empezaron a tener posiciones de poder, primeramente en municipios en los años ochenta, a finales de esa década la primera gubernatura y después otras, hasta llegar finalmente al año 2000 con la alternancia en la Presidencia de la República.
Lo que en la práctica se provocó fue fragmentar el poder que tenía el Estado autoritario, lo que implicó una debilidad de las instituciones porque algunas de ellas fueron diseñadas para que funcionaran en el autoritarismo, pero en el nuevo esquema ya resultaron obsoletas, inoperantes, ineficaces.
Además, en esa transición política se pactaron ciertos acuerdos electorales pero no otros temas clave para la gobernabilidad: por ejemplo, una política de seguridad de Estado y un Poder Judicial autónomo, fuerte, que pudiera representar un contrapeso eficaz a los otros dos poderes. Recordemos que en el sistema de partido de Estado los poderes Legislativo y Judicial estaban subordinados al Ejecutivo federal. Pero eso cambió con la nueva configuración del poder político: el Poder Ejecutivo federal obviamente sigue teniendo un peso fuerte, pero ya no el que tuvo durante los 70 años de hegemonía de un solo partido.
Los grupos criminales también se reconfiguraron, lo cual también tuvo que ver con los mercados de las drogas ilegales a nivel internacional. Lo que implicó esto fue una acumulación económica muy acelerada de esas organizaciones. En un contexto político en el que el Estado se fragmentaba y tenía mayor debilidad fue una oportunidad muy grande para ellas porque ya no iban a tener encima un solo poder muy fuerte sino que iban a tener a varios y que no necesariamente iban a estar por encima de ellas. Entonces se presentó la oportunidad de establecer un nuevo tipo de relación con esos poderes políticos, que es lo que hemos venido viendo en la etapa de transición.
Lo anterior ha implicado, por un lado, la lucha por la hegemonía en el campo criminal, en el que hay un subcampo, que es el de la delincuencia organizada, y dentro de este hay otro que es el del tráfico de drogas ilegales.
Las organizaciones dedicadas a las drogas ilegales son las más fuertes. Además, han ampliado su renta criminal hacia otros delitos como la extorsión, el secuestro, el tráfico de indocumentados, el robo de hidrocarburos, etcétera, delitos contemplados en la Ley contra la Delincuencia Organizada. Entonces hay una lucha muy intensa entre organizaciones por la hegemonía, pero, a la vez, hay una lucha de éstas para establecer relaciones distintas con las fuerzas del Estado, llámense federales, estatales o municipales.
Entonces se dispara la violencia por esa lucha por la hegemonía, donde ya no hay un Estado que tenga la capacidad de subordinar a esos grupos delincuenciales.

AR: Usted señala que cuando Felipe Calderón asumió la Presidencia tenía tres opciones: la inacción, el contubernio o construir una alianza político-social para una política de seguridad. ¿Por qué no pudo construir este acuerdo para una política de Estado al respecto?
LA: Creo que las opciones no eran nada más para Calderón sino para toda la clase política (pienso en gobernadores, presidentes municipales, diputados y senadores que son de distintos partidos políticos y que ocupan posiciones de poder en el Estado mexicano).
No se dio, a mi parecer, porque desde un inicio no hubo un pacto entre la clase política y las partes más organizada de la sociedad civil para crear una política de seguridad de Estado, que implica un tipo de acuerdo en el que todos se comprometen a respetarlo y a que haya sanciones para quien no los cumpla. En materia de seguridad y de procuración de justicia eso es clave para la gobernabilidad de cualquier Estado. Pero no lo hubo y no lo hay.
¿Por qué no lo hubo en el periodo de Calderón? Por la manera en que estaba configurado el poder político: el PAN ganó la Presidencia, pero la mayor parte de las gubernaturas, presidencias municipales y mayorías en los congresos locales las siguió teniendo el PRI.
También hubo una parte de la población que no aceptó el resultado de las elecciones, identificada con el PRD y Andrés Manuel López Obrador en ese momento, y que continuó con esa actitud durante todo el sexenio. Para esa parte de la población el presidente no era legítimo; para el resto, según las encuestas durante todo el sexenio, el presidente no sólo era legítimo sino que apoyaba la estrategia de seguridad que se implementó durante todo el sexenio, con altibajos pero siempre arriba del 50 por ciento e incluso llegó hasta el 80 por ciento en algunos momentos.
¿Quiénes apoyaban la estrategia? Empresarios nacionales y extranjeros, dirigencias políticas (líderes importantes de partidos políticos, como Marcelo Ebrard, quien se pronunció a favor) y una gran parte de la población. Así, el argumento de que Calderón decidió sacar a los calles a las fuerzas federales, principalmente los militares, para realizar operativos y así legitimarse, creo que no se sostiene porque una parte importante de la población sí le dio esa legitimidad, y no sólo ella sino también países extranjeros, empezando por Estados Unidos.
En la práctica, en el día con día, para ejercer el poder lo que cuenta es eso, no que un grupo de cientos de miles de personas que son minoría decidan que algo no es legítimo.
También hay que tener en cuenta que en las tres últimas convenciones de Naciones Unidas sobre drogas se ha establecido una serie de lineamientos que han seguido la mayor parte de sus países miembro. Está la relación con Estados Unidos y lo que ha significado toda la historia de las relaciones bilaterales.
Entonces era de esperarse que, por lo menos, aquella parte que no reconoció a Calderón como legítimo no iba a acatar los lineamientos emanados del Ejecutivo federal.
Pero Calderón tenía apoyos, por ejemplo, de la Conferencia Nacional de Gobernadores, en la que están representados gobernantes de todos los partidos políticos. Todos los operativos que vimos en el sexenio pasado fueron bajo gobiernos de distintos partidos políticos, y los gobernadores fueron los que pidieron las fuerzas federales, la participación de los militares y apoyaron la estrategia. Yo no recuerdo y no he conocido, hasta el momento, ninguna declaración de ningún gobernador de aquel momento que haya dicho que los operativos militares le fueron impuestos por el Ejecutivo federal.
Lo anterior quería decir que los gobernadores no podían con la situación, que sus policías no estaban lo suficientemente preparadas y fuertes, lo cual era su responsabilidad, y por lo tanto pedían el apoyo del gobierno federal, no sólo con la Policía Federal sino con el Ejército y la Marina.
Hubo momentos de tensión fuerte entre gobernadores de un partido político distinto al del presidente, y diputados federales. Hubo ocasiones en que los primeros decían a los legisladores: “Vénganse a vivir acá y luego hablamos”.
No hubo pactos previamente, y aunque gobernadores de distintos signos políticos solicitaron el apoyo de las fuerzas federales porque no confiaban en sus propias policías, en la práctica no había una colaboración ni una cooperación, por lo que había muchos cortocircuitos para la implementación de una política de seguridad que había sido diseñada desde el gobierno central.

AR: Allí hay un asunto interesante: Calderón le reclamaba a estos gobernadores que no se pusieran a vigilar a sus policías, a profesionalizarlas. ¿Qué ocurrió con los gobernadores, que pedían al Ejército pero no avanzaban en la profesionalización de sus policías?
LA: Fue una posición muy cómoda de parte de los gobernadores, y no se diga de los presidentes municipales. Tenemos municipios muy ricos y otros realmente paupérrimos, pero en el caso de los gobernadores, los subsidios para sus policías no fueron utilizados o fueron mal usados. Y para ellos era muy fácil, ante su ineficacia, jugar al ping-pong y tirarle la pelota siempre al gobierno federal.
Eso les funcionó; si vemos, la mayor parte de las críticas estaban centradas en el Poder Ejecutivo federal, no en los gobiernos estatales y locales, cuando una gran parte de la responsabilidad, por ejemplo, de averiguar los delitos en flagrancia es de ellos. Muchos de esos delitos sucedieron en las narices de las policías locales, que mejor se daban la vuelta o estaban en contubernio con los grupos criminales que operaban en sus regiones.
Había y sigue habiendo un cinismo impresionante, una dilapidación de recursos y una gran irresponsabilidad política. Los avances que debería haber habido dados los subsidios que se otorgaron y los compromisos que firmaron esos gobernadores era para que a estas alturas tuviéramos policías por lo menos medianamente aceptables. El retraso que hay en esto, según las evaluaciones que se han hecho por ONG, es francamente decepcionante. Los gobernadores están esperando siempre que el gobierno federal los saque de problemas con el Ejército y la policía federal. Eso no puede ser: comparativamente, en términos numéricos las fuerzas federales son muy pocas comparadas con el resto de las fuerzas policiales del país.
Imaginemos una situación ideal, en la que todos los partidos políticos y la gente a la que llevaron al poder realmente se comprometan a aplicarles la ley a los delincuentes. Con esa capacidad, con esa unión de instituciones policiales, más otras cosas que habría que solucionar o reparar, tendríamos una situación de violencia mucho más baja que la que hemos tenido en los últimos años.

AR: Vayamos sobre los haberes y los deberes de la política de Calderón. ¿En qué acertó? Por lo que se ve en el libro, parece que no tenía otra más que entrara el Ejército al combate contra el crimen, y también se menciona la Ley de Víctimas e incluso algunos discursos que en los que el Presidente pidió revisar el prohibicionismo. También estaba su advertencia de que en la lucha contra el crimen iba a haber muertos.
También ¿qué quedó a deber? Usted es muy crítico en cuanto a los resultados.
LA: Evidentemente el único que tiene autoridad para movilizar a las fuerzas armadas es el Presidente, el Comandante Supremo de las Fuerzas Armadas. Entonces una de las opciones era no hacer nada, y la otra era llegar a arreglos con los grupos criminales a cambio de una reducción de la violencia y un cierto autocontrol. Esas opciones no se dieron.
Para mí lo que cuenta no es lo que pudo haber sido y no fue, como lo digo en el libro, sino lo que se dio. En el mundo ideal todos podemos tener una visión maravillosa de cómo hubiéramos querido que las cosas se dieran. No se dieron así.
Los resultados de lo anterior no son imputables a una sola persona. La decisión de enviar a las fuerzas armadas a la calle es de una sola persona, que es la que tiene la autoridad legítima para hacerlo. Pero la participación de las fuerzas armadas en la destrucción de cultivos ilegales en México data, por lo menos, de los años treinta, según los registros que tiene el gobierno de Estados Unidos. En el sexenio de Ernesto Zedillo la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) dictaminó, en seis tesis de jurisprudencia, que la participación de las fuerzas armadas en seguridad pública no era anticonstitucional. Entonces, el argumento de que la orden que Calderón dio para que salieran las fuerzas armadas a las calles era inconstitucional, pues no lo era porque en México quien puede decidir qué es constitucional o no es la SCJN, y fuera de ella no hay ninguna otra instancia legal que pueda determinarlo.
Lo que sí es cierto es que en términos jurídicos no es el mejor de los escenarios. Desde el sexenio pasado las fuerzas armadas han estado insistiendo en que para darles mayor certeza jurídica, lo que es necesario es que haya leyes muy claras en las que estén bien delimitadas sus funciones, en qué condiciones, cómo, cuándo y por qué, tiempos, etcétera, para que no se sigan desgastando.
Eso no está en manos del Ejército ni de la Marina sino del Congreso de la Unión, que es el que puede definir esas leyes. Es responsabilidad de él, y mientras no la asuma, el marco jurídico en el que se van a seguir moviendo las fuerzas armadas van a ser aquellas tesis de jurisprudencia de la SCJN.
¿Dónde está la pelota? En distintos campos. El presidente ¿qué hace? Le dicen los gobernadores: “Oye, mándanos a las fuerzas federales porque no podemos, y tú eres el único autorizado para enviarlas”. Y el presidente dijo “pues allí van. Pero no me digan después que ustedes no las pidieron porque hay testimonios, está firmado. Y tampoco me digan ustedes y su gente que se están haciendo las cosas contra la Constitución cuando tienen responsabilidad en el Congreso de la Unión y no han hecho su trabajo”. Es un juego muy perverso.
Los pros: en términos institucionales, a lo que se dedicó mayor financiamiento de la Iniciativa Mérida fue en el fortalecimiento de la policía federal y a las policías para darles perfil civil, proporcionarles mejor entrenamiento, capacitación, equipamiento, etcétera.
En términos numéricos sí hubo un incremento importante de la policía federal: al inicio eran como seis mil elementos y pasamos como a 35 mil al final del sexenio. Es un incremento importante.
¿Sigue habiendo corrupción? Sí, pero creo que comparativamente con la policía judicial federal que hubo anteriormente sí hubo algunos cambios importantes; si la comparamos con las policías estatales y municipales, pues la diferencia es abismal. No es que haya sido algo fabuloso pero es algo que es posible recuperar. En ese sentido creo que sí hubo algunos avances.
En cuanto a la capacidad de inteligencia del gobierno federal (no hablemos del Estado mexicano porque es, además. mucho más grande y fragmentado), creo que sigue habiendo fallas. Pasamos de la época del pasado autoritario en la que la Dirección Federal de Seguridad era una pieza clave político-policiaca que concentraba muchas atribuciones legales y extralegales, a un esquema de desarticulación cuando Miguel de la Madrid la desapareció en 1985, y a una serie de instituciones que no se han podido articular para conformar una “comunidad de inteligencia”, como le llaman en Estados Unidos.
Lo anterior quiere decir, por ejemplo, que se articulen la inteligencia militar con la civil y que uno pueda decir que están operando como la comunidad de inteligencia del Estado mexicano y no del partido que llega a la Presidencia. Esa es una de las fallas que no se han podido solucionar, tampoco en el sexenio de Calderón. Incluso considero que ese apoyo tan fuerte que le dio a la Secretaría de Seguridad Pública (SSP) creó más fricciones con las demás instituciones de seguridad, por ejemplo con las secretarías de la Defensa Nacional y de Marina, y con la propia Procuraduría General de la República, que prácticamente desapareció frente a la SSP.
Ese tipo de tensiones también tenían que ver con que la política de seguridad del Ejecutivo Federal no lograra sus objetivos. No sólo se trató de que los poderes locales pusieron trabas para una mejor coordinación y cooperación, aparte de los nexos de grupos políticos, empresariales y policiacos locales con distintas organizaciones criminales, sino también ciertos sectores de las instituciones de seguridad federales tuvieron cierto tipo de relación non sancta con las bandas de delincuentes. Eso fue parte también de los problemas que se presentaron.
Entonces, en términos de avances pues no parece haber habido muchos. ¿En qué aspecto? En el de la seguridad y de la inteligencia. Podemos decir que la ley contra el tráfico al menudeo, que no logró pasar en el sexenio de Fox porque el mismo presidente la vetó por presiones del gobierno estadounidense, pasó en el sexenio de Calderón. No es la mejor ley posible: según los conocedores del mercado de las drogas a nivel micro, las cantidades aprobadas de las distintas drogas para uso personal son muy bajas, lo cual implica que la probabilidad de que detengan a una persona consumidora, no traficante y que la detengan como traficante al menudeo son muy altas todavía. Pero comparado con lo que había antes, cuando el juez decidía cuál era la dosis personal, pues al menos ya se ponía un límite claro.
También está la manera en que se concebía al adicto, como persona con ciertos problemas, con una categorización de distintas modalidades para que el enfoque de salud fuera un poco más claro.
Todavía hay muchísimas cosas qué hacerle a esa ley: por ejemplo, hay declaraciones de la secretaria de Salud en las que, por lo menos en el discurso, está adquiriendo una posición más en sintonía con las que se toman en foros de las Naciones Unidas acerca de cómo hay que considerar a los consumidores no como criminales, y que hay que insistir en una política de salud, no en una punitiva.
Allí ha habido ligeros avances. Eso no depende ya tanto de la voluntad del Ejecutivo federal, que puede enviar iniciativas, incluso algunas que en abstracto pueden ser muy buenas, pero no olvidemos que en el Congreso ningún partido tiene la mayoría absoluta, por lo cual todo se tiene que negociar. Esto también sigue siendo responsabilidad de diputados federales y de senadores.

AR: El libro tiene toda una parte dedicada a Estados Unidos, que va desde las alabanzas que hizo Barack Obama al comparar a Calderón con Eliot Ness, hasta la Iniciativa Mérida, e incluye el conflicto que hubo con el embajador Carlos Pascual. ¿Cómo participó Estados Unidos en esta guerra y cuál es su responsabilidad?
LA: La responsabilidad fundamental es que Estados Unidos ha sido el principal instigador de la política prohibicionista a nivel mundial desde inicios del siglo XX, y desde entonces viene la insistencia de su gobierno sobre México para que destruya cultivos ilegales y que esta producción no llegue a sus consumidores. Por ejemplo, las primeras campañas de destrucción de cultivos en México fueron financiadas al ciento por ciento por el gobierno estadounidense.
Desde un principio su lógica dice que es mejor destruir los cultivos ilegales donde se encuentren que tener el producto terminado dentro de sus fronteras. Esto es más costoso para ellos, y entonces transfieren los costos a los países productores.
Esa lógica ha venido cambiando en el discurso en los últimos años, pero no en la práctica: el aspecto punitivo es el más importante para ellos y no el preventivo.
De esa forma, Iniciativa Mérida fue diseñada para que el aspecto punitivo estuviera por encima del preventivo. Así se puede ver cuando se comparan, por ejemplo, las partidas para equipamiento militar y policiaco con las dedicadas a formación de jueces para los juicios orales, para impulsar a las ONG de derechos humanos, que no sólo vigilarían que se respetaran éstos sino también que la parte del financiamiento dedicada a la formación y equipamiento de las policías efectivamente fuera utilizada para eso.
En una primera etapa de Iniciativa Mérida la mayor parte de los fondos se fue para equipamiento, del cual lo más costoso son los Blackhawk. En una segunda etapa estaba pensado que el enfoque estuviera más concentrado en los aspectos de mejor formación de los jueces y de los policías, así como a la cuestión de las ONG de derechos humanos, pero esto siguió siendo una mínima parte.
Otro aspecto importante es que con la descoordinación que había en el propio gabinete de seguridad en el gobierno de Calderón hubo muchas puertas que se les abrieron en México a las agencias de seguridad estadounidenses. A mí me parece que el enojo de Calderón no fue que se hayan ventilado cables de la Embajada estadounidense a través de WikiLeaks, sino que parecería que lo que en ellos se mostraba era que lo que estaba haciendo el embajador Pascual era jugar con esa descoordinación de las instituciones de seguridad. No olvidemos que, finalmente, el principal interés de un embajador de Estados Unidos en México es su país y no el nuestro, y entonces aprovechó esas diferencias para jugar con la Semar en contra de la Sedena —ésta, históricamente, ha sido más reacia a tener un contacto más directo con sus contrapartes estadounidenses, mientras que los marinos no—. También otras agencias jugaban más con la SSP que con la Defensa. Eso contribuyó a exacerbar las tensiones dentro del propio gabinete de seguridad en México.
Entonces dio la impresión de que Pascual había tensado demasiado la cuerda, por lo que el presidente Calderón probablemente pensó: “Ya les abrimos muchas puertas, pero no sólo quieren eso sino más, y me están creando más problemas de los que ya tengo”. Entonces Calderón aprovechó la publicación de WikiLeaks para decir “hasta aquí llegamos. Te quisiste despachar con la cuchara grande, y pues no. Hay límites también para eso”.

AR: ¿Cuál fue la participación de la sociedad civil en la materia durante el gobierno de Calderón? Usted cita varias veces, por ejemplo, a Alejandro Martí, destaca los encuentros de Calderón con Javier Sicilia, recoge declaraciones de Alejandro Solalinde.
LA: Hablemos de los grupos organizados, que fueron los que tuvieron mayor visibilidad y presencia, y que lograron incidir en algunos puntos.
Somos un país plural, entonces hay organizaciones que van desde las más radicales hasta las más colaboracionistas. Pero también hay otras, muy importantes, que han tenido una posición muy constructiva en el sentido de crear puentes entre posiciones extremas que nunca van a querer sentarse en la misma mesa.
Algunas de esas organizaciones surgieron a raíz de que familiares muy cercanos de sus integrantes fueron atacados por organizaciones criminales. Entonces miembros prominentes de la sociedad civil o del mundo empresarial fueron los que en un momento determinado decidieron tener una participación más activa y tratar de crear esos puentes.
En el caso de Martí, recordemos aquella intervención histórica en 2008 en Palacio Nacional en una reunión de donde salieron acuerdos que todo mundo firmó. Allí estaban la clase política, la empresarial, las Iglesias, las ONG, y todos se comprometieron a realizar un montón de cosas, pero no había ninguna cláusula que estipulara sanciones para quien no las cumpliera. En la práctica se tomaron la foto, pero después la mayoría hizo lo que se le pegó la gana. Allí hubo un reconocimiento importante, y fue que no existía una política de seguridad de Estado. Eso, para alguna parte de la sociedad más optimista, representó en algún momento un buen signo de que, por fin, se iba a diseñar y a acordar una política de seguridad de Estado, no se iban a tirar la pelota unos a otros, y donde la corresponsabilidad iba a tener realmente sustento e iba a haber sanciones para quien no cumpliera.
Pero eso fue una llamarada de petate, desafortunadamente. Fue un momento que pudo haber sido otra cosa; no lo fue. Allí fue donde Martí dijo: “Si no pueden, renuncien”. Y hasta la fecha vemos que si no pueden, no renuncian: se aferran como perros al hueso hasta que ya no es posible sostenerlos o hasta que los detienen y los meten a la cárcel, en algunos casos (muy pocos, por cierto).
Algunas organizaciones de la sociedad civil han permanecido, otras no. Por ejemplo, esa coalición que Sicilia logró articular en algún momento desapareció. No es fácil sostener una organización de la sociedad civil con fuerza a nivel nacional. Para todo se necesita dinero, y en México no hay muchos filántropos. En Inglaterra, en Estados Unidos, etcétera, sí hay muchos y sostienen a esas ONG, y muchas de ellas han hecho un trabajo extraordinario no sólo dentro de Estados Unidos sino en otros países.
Es necesario que haya más organizaciones de la sociedad civil de esa naturaleza. El problema es que no las hay y que hay mucho miedo. No es una simple percepción sino el vivir el día a día en situaciones de violencia extrema.
Por eso el reclamo de muchos ciudadanos de lugares como Tamaulipas cuando leen a ciertos articulistas de la prensa radicados en el Distrito Federal, a los que les dicen en las respuestas a sus artículos: “Ustedes dicen que saquen a las fuerzas armadas mañana; vénganse a vivir para acá unos días y vamos a ver si es igual”. O tenemos posiciones como las de las autoridades del gobierno del DF diciendo que prácticamente aquí es Disneylandia, que no hay delincuencia organizada. Así, el procurador va con las cámaras de televisión a la Condesa a preguntarles en directo a los empresarios si están siendo extorsionados o no, y pues hay que estar medio loco para decir que sí frente a las cámaras. Obviamente, ese es un tipo de intimidación también.
Entonces dice uno: ¿de qué país estamos hablando? ¿La delincuencia organizada es problema de un solo partido? No, es de todos, tienen corresponsabilidad; lo que pasa es que no la quieren asumir o quieren hacer como que los problemas no existen cuando la gente los está viviendo todos los días.

AR: Para terminar: en el libro usted recuerda una declaración del entonces gobernador del Estado de México, Enrique Peña Nieto, quien decía: “El PRI está a favor de la lucha que hace el Estado mexicano para combatir al crimen organizado”. En lo que llevamos del actual gobierno federal, ¿qué cambios y qué continuidades observa respecto a la política de Calderón?
LA: Creo que Peña Nieto ha sido consecuente con lo que dijo y en los apoyos que dio a la política del gobierno federal en el sexenio pasado; lo que ha modificado es el discurso. Si tomamos en cuenta, por ejemplo, las declaraciones del general Cienfuegos cuando dijo “todos los días están en la calle entre 35 mil y 45 mil militares”, ¿cuántos estaban en la calle en los operativos en el sexenio pasado? Una cifra similar. En ese sentido no se ha modificado.
Cuando era presidente Calderón, un día sí y el otro también, hablaba de guerra, enemigos, etcétera. Peña Nieto no habla de eso. La concentración de atribuciones en una sola institución, la Secretaría de Gobernación, y la desaparición de la SSP implica un intento de control político y del discurso. Si uno ve, por ejemplo, quiénes son las personas autorizadas del gobierno federal para decir cosas sobre delincuencia organizada, son muy pocas, y el discurso es más o menos homogéneo, y las palabras están más cuidadas. Pero eso se hace siempre pensando en lo que se hizo en el sexenio pasado para distanciarse de él, pero no necesariamente de la práctica.
Es muy probable que piensen que percepción es creencia: tú repites mucho un discurso y quienes no están viviendo la violencia piensan que efectivamente es así. Quienes lo viven de otra manera van a ver inmediatamente cuál es la distancia entre el discurso y la realidad.
Son juegos de percepción: la probabilidad de aquel que tiene la posibilidad de estar todos los días, a cualquier hora, en los medios de manera sistemática, imponga la percepción, es mucho mayor que la de quien no la tiene. Es una regla básica.
En ese sentido ha habido cambios. Los datos oficiales de reducción de la violencia no empiezan en este sexenio sino en 2011: el pico de la violencia fue entre 2008 y 2011, y después comenzó a bajar levemente. Entonces, recordemos que al principio de este sexenio los nuevos gobernantes querían atribuir el descenso de la violencia a que ellos ya habían cambiado las cosas.
El discurso es muy elocuente: cada vez que pueden dicen que se captura o se detiene a alguien sin un solo disparo, como diciendo: “En el sexenio anterior se detenía a alguien con miles de disparos, si es que se le detenía. Nosotros tenemos inteligencia, cooperación y coordinación entre los tres niveles de gobierno”. Pero en el caso de Jalisco, por ejemplo, no se vio ni la inteligencia ni la coordinación ni la confianza entre las fuerzas federales y las locales. Ese es uno de los ejemplos más claros, aunque hay muchos otros.
Hay muchas de esas detenciones que han sido logradas sin un solo disparo, como se dice en el discurso oficial, y hay otras en las que las circunstancias en las que se han dado resultan por lo menos dudosas, hasta que no se lleven a cabo las investigaciones hasta sus últimas consecuencias.
Pero lo que sí es cierto es que no sólo Peña Nieto sino Manlio Fabio Beltrones y líderes de otros partidos políticos, desde el sexenio pasado tenían claro que las fuerzas militares iban a seguir en las calles por la situación de las policías locales, no por una cuestión de gusto sino de cómo logras contener a ciertos grupos criminales que cuentan con armamento muy poderoso, aunque no más que el de las fuerzas armadas, porque éstas no pueden utilizar el tipo de armamento que tienen para una guerra convencional. Hay quienes dicen que los delincuentes están mejor armados que los militares; no, no lo están, sólo que estos también tienen límites para usar cierto tipo de armamento que tienen, y en muy raras ocasiones han utilizado un armamento no convencional para este tipo de conflictos.
Entonces hay una situación que no es de mero gusto sino de cuáles son las herramientas con las que cuenta un Estado determinado para tratar de contener a esos grupos delictivos.
La insistencia de las ONG sobre la vigilancia y el respeto por los derechos humanos por supuesto que es necesaria, y es importante documentar aquellas situaciones en las que pueda haber violaciones a ellos por parte de las fuerzas no sólo federales sino locales, para que sean casos fuertes frente a los jueces.
Pero no podemos decir que este gobierno sea el más transparente. Hay una cerrazón y falta de transparencia en cuanto a información, y eso no ayuda a tener una situación de mayor confianza de la ciudadanía en las instituciones, por más que hayan cambiado el discurso.


*Entrevista publicada en Metapolítica, núm. 92, enero-marzo de 2016.

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