La frustración de los milagros
Entrevista con Ugo Pipitone*
Ariel
Ruiz Mondragón
En
distintas etapas de su historia México ha tenido la gran promesa de alcanzar
una prosperidad que permita a sus habitantes lograr el bienestar social y un
gobierno democrático que cuente con instituciones eficaces en la resolución de
los problemas colectivos.
La
esperanza de que eso ocurra se ha encendido al inicio de cada sexenio, con la ascensión
de un nuevo personaje a la Presidencia de la República, en quien se depositan
grandes expectativas de transformación. Sin embargo estas han terminado en decepción:
los sueños de la esperanza han engendrado los monstruos de la frustración. Así,
los problemas fundamentales permanecen casi sin cambios.
Sobre
cuatro episodios emblemáticos (los gobiernos de Miguel Alemán, Carlos Salinas,
Vicente Fox y Enrique Pela Nieto) de esa cíclica historia trata el libro Un eterno comienzo. La trampa circular del
desarrollo mexicano (México, Taurus, CIDE, 2017), de Ugo Pipitone.
Sobre ese recorrido de decepción
conversamos con el autor, quien es graduado en Economía y Comercio por la
Universidad de Roma, además de contar con estudios de posgrado en el
Instituto de Investigación de Economía Aplicada con especialización en Economía
Internacional, en Italia. Profesor-investigador del Centro de
Investigación y Docencia Económicas y miembro del Sistema Nacional de
Investigadores, ha escrito 15 libros.
Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué escribir
y publicar hoy un libro como el suyo, en el que son analizados cuatro
gobiernos, cambios sexenales que, como usted dice, “exorcizan una renovada impotencia”,
esa “renovación de una confianza que será cíclicamente defraudada”?
Ugo Pipitone (UP):
En el caso de México hay un contraste entre la aparente renovación de la
política y la continuación de elementos que se reproducen en el tiempo, aunque
sea en forma distinta. En cada sexenio hay la impresión de que el país
desarrolla la esperanza de poder enfrentar con eficacia sus problemas para
descubrir después, al final de cada gobierno, que éstos permanecen
sustancialmente intactos.
¿A
cuáles problemas me refiero, que caracterizan de manera muy específica a México
desde hace décadas, y yo diría que desde hace varias generaciones? El primero
es la muy aguda desigualdad social. A pesar de nuestra pretendida herencia
revolucionaria, somos uno de los países más desiguales del mundo, más que la
India con todo y castas, que China y, quizá con la única excepción de
Sudáfrica, de la gran mayoría de los países africanos. Esto debería obligarnos
a una reflexión, que es lo que intento hacer en el libro.
El
otro elemento de continuidad que no es roto por la renovación de las esperanzas
sexenales es la mala calidad de las instituciones, entendidas como
administración pública. La frecuencia con que ocurren en este país episodios de
corrupción, clientelismo y patrimonialismo en el terreno de las instituciones
da como resultado su escasa credibilidad social.
Yo
diría que la mala calidad institucional y la desigualdad social son dos heridas
que México renueva en forma distinta, lo que explica el título, “un eterno
comienzo”. Da la impresión de que estamos frente a un país que se mueve en
círculos, que no puede desarrollar la capacidad para enfrentar eficazmente esos
dos graves lastres.
AR: En el libro usted pone acento
en la alta segmentación social y la baja calidad institucional. ¿Cómo se han
relacionado ambos aspectos?
UP:
Debo partir de una constatación: los dos problemas están interrelacionados. No
es que lo diga yo: lo están desde el punto de vista de la observación
estadística. Si nosotros hacemos un ejercicio de secciones cruzadas a nivel
internacional, y para cada país indicamos su calidad institucional y su nivel
de desigualdad, encontramos que los países más desiguales al mismo tiempo son
países con baja calidad institucional. Por el contrario, los países con mayores
niveles de equidad social son los países con mayor calidad institucional. Para
ser explícitos, entre los países más desiguales del mundo y con peor calidad
institucional están México, Nigeria, varios países latinoamericanos, Rusia,
etcétera.
En
el otro extremo encontramos a países que representan una frontera en términos
de equidad social: en ninguna otra parte del mundo encontramos una mejor distribución
del ingreso y al mismo tiempo mejor calidad institucional. Me refiero a países
como Holanda, Suecia, Dinamarca, Bélgica, etcétera.
El
punto es que cuando los dos fenómenos (mala calidad institucional y aguda
desigualdad social) se presentan conjuntamente, se plantea el problema que
usted me propone: cuál es la variable dependiente y cuál es la variable
independiente, cuál es la causa y cuál es el efecto. Yo no sabría darle una
respuesta a esa pregunta.
Creo
que probablemente las explicaciones son distintas en los diferentes países, y
quizá incluso son distintas en el mismo país por distintos periodos históricos.
El punto es: la mala calidad de las instituciones favorece la mala distribución
por el hecho de que el Estado es dominado, o propende a serlo, por sectores
sociales de carácter oligárquico que tienden a reproducir sus propios
privilegios, sus redes clientelares y a través de eso refuerzan la desigualdad.
Entonces la desigualdad conspira en contra de un espíritu de interés colectivo,
lo que favorece un escaso control por parte de la sociedad sobre las
instituciones y permite a estas ser escasamente eficaces y recorridas por la
corrupción.
Yo
diría que el problema está abierto; no le busco una solución en el libro, pero
sí planteo la copresencia y la codeterminación de esos dos aspectos, cuando menos
en el caso de México.
AR: Uno de los rasgos que ha sido
apreciado como virtud del régimen político mexicano ha sido la estabilidad
política. Sin embargo, en el libro usted menciona que no ha sido precisamente
lo mejor, sino que ha resultado hasta dañina para el crecimiento y el
bienestar. ¿Cuáles son los efectos negativos que ha tenido la estabilidad y a
qué se han debido?
UP:
La estabilidad es, ciertamente, un valor positivo, sobre todo si uno lo compara
con el contexto latinoamericano, que se caracterizó en parte del siglo pasado
por la inestabilidad social, golpes de Estado (como en Brasil y Chile) y en
algunos casos guerras civiles (la guerrilla en Colombia).
En
esta perspectiva, evidentemente la estabilidad es un valor positivo; sin
embargo, en la medida en que consolide un mismo grupo dirigente en el control
del poder político se corre el riesgo (que creo que en México ha ocurrido y con
él vive) de aislar a ese grupo de la sociedad, de permitirle volver cada vez
más sofisticado el sistema de control, de penetración de la sociedad, de tal
manera que ésta no pueda ejercer una presión ni control sobre sus propias
instituciones.
Eso
ha desarrollado en el sistema político una forma de autoritarismo populista o
de populismo autoritario, cualquiera que sea el término dominante de ese
sistema binario. Octavio Paz lo decía de una manera muy clara cuando insistía
sobre la simulación como rasgo dominante del sistema político mexicano, una
especie de sistema cortesano revolucionario que reviste de cinismo el
reconocimiento explícito de los problemas: la pobreza extendida —que abarca en
la actualidad a la mitad de la población—, la criminalidad organizada y la
descomposición de la capacidad del Estado para hacer frente a esos problemas. Es
la consolidación de un grupo político hegemónico que se ha encerrado en una
especie de impunidad, resultado de su capacidad cada vez más sofisticada de
manipulación de la sociedad.
También
es cierto que hay una excepción a la regla que hemos tenido después de más de
70 años del mismo partido en el gobierno: en los primeros 12 años del siglo dos
presidentes de México provenían de otro partido y, sin embargo, fueron
incapaces de desmantelar el sistema político priista. Este es dominado por dos
elementos que han continuado, incluso con el PAN en el gobierno: un
presidencialismo aislado de la capacidad de control de los otros poderes del
Estado, y una organización social de bases corporativas que no se entiende si
son una forma para expresar necesidades de la sociedad o para controlarla e
impedir la expresión de sus intereses reales.
AR: En su libro usted destaca el
presidencialismo, y también a los presidentes, como un importante factor para
que las cosas sigan igual. En ese sentido, ¿cómo se han combinado la
institución presidencial y el carácter personal de estos presidentes para dar el
resultado de una continuidad que no permite crecer al país?
UP:
Es un fenómeno que debería ser objeto de estudio y de observación. Hay que
reconocerlo: el sistema político mexicano se ha basado en el presidencialismo,
sobre una visión y una centralidad presidencial anómala. Al presidente en este
país se le reconocen rasgos carismáticos y proféticos que no le hacen bien ni a
la pluralidad ni a la democracia, ni tampoco a la capacidad de un país de
mirarse en el espejo y de reconocerse en sus virtudes y, sobre todo, en sus
problemas irresueltos. En ese sentido el presidencialismo ha sido y continúa
siendo un espejo deformado, en el cual el país se refleja y no puede
reconocerse a sí mismo de manera medianamente decente.
El
otro problema del presidencialismo es que ha renovado sexenalmente una promesa
que finalmente ha quedado incumplida. En el libro reflexiono, aunque sea de
manera ensayística, rapsódica, digamos, sobre cuatro ciclos presidenciales que
prometían milagros, cambios radicales en la vida económica y social del país, y
que finalmente quedaron en frustraciones colectivas.
En
primer lugar, Miguel Alemán, quien a mediados de los años cuarenta con la
industrialización parecía haber descubierto la clave de la modernización de
largo plazo de México, la clave para que la sociedad mexicana alcanzara niveles
de bienestar parangonables con Estados Unidos. Después de 40 años Carlos Salinas
de Gortari reconoció que el proyecto no tuvo los resultados deseados, y prometió
con la apertura comercial y con las privatizaciones un nuevo milagro, que, otra
vez, no se cumplió.
El
tercer intento, en el 2000, siempre en nombre de un presidencialismo de valor
casi mesiánico, fue el de Vicente Fox, quien, sin embargo, no tuvo la capacidad
de hacer grandes cambios. En medio de agudísimas dificultades (recordemos que
Fox gobernó el país teniendo tanto al PRI como al PRD en contra: una especie de
Santa Alianza para impedirle gobernar), y si a eso añadimos sus propias
debilidades, timideces e incapacidades, otra vez falló el sueño de encontrar
las raíces, los mecanismos, los resortes para construir una economía más
dinámica y una sociedad más justa.
Finalmente,
desde 2012 Enrique Peña Nieto propuso reformas económicas que debían modernizar
al país, y sin embargo otra vez (para volver al tema de la simulación de Paz)
no se reconoció la centralidad del problema de la criminalidad organizada, de
la descomposición, de la escasa coherencia interna, de la poca confiabilidad de
las instituciones públicas mexicanas, y al final de su sexenio (al cual nos
acercamos), otra vez en nombre del presidencialismo entramos en una nueva fase
de frustración.
El
presidencialismo es la eterna encarnación de un comienzo frustrado en el
camino. Parece que cada cierto ciclo de años este país renueva sus esperanzas
sin la capacidad de llevarlas a un cumplimiento medianamente decente. Mientras
tanto el Estado funciona mal, o experimenta fenómenos de clara descomposición,
como sigue siendo dramáticamente evidente en algunas partes del país
(Tamaulipas, Guerrero y Veracruz, por ejemplo), y continuamos con altísimos
niveles de desigualdad social.
Asimismo,
el presidencialismo ha sido a los largo del siglo XX una forma de encubrir esos
problemas.
Para
concluir, eso me hace pensar (yo sé que le voy a decir una aparente barbaridad)
en algo similar a un porfirismo renovado: a finales del siglo XIX Porfirio Díaz
encarnaba al presidente y había llevado al país (aunque este no lo quisiera) a
su modernización. Era el encargado personal, en virtud de su prestigio, de hacerlo.
Desde entonces hemos repetido ese sueño con sus consiguientes frustraciones. Me
da la impresión de que no tenemos una clave para salir del problema.
AR: Quiero ir ahora sobre los
presidentes que analiza en el libro. Usted comenta que Miguel Alemán marcó el
cambio del reformismo revolucionario a la revolución institucionalizada, con la
industrialización y con el control corporativo de la sociedad. ¿Cuál fue la
herencia del gobierno alemanista? ¿Qué es lo que pervive de él?
UP:
Cuando Alemán, tras el final de la Segunda Guerra Mundial, llegó al gobierno, se
había agotado el momento de mayor dinamismo reformador de la Revolución
mexicana, y lo había hecho al interior de contradicciones que el propio Lázaro Cárdenas
no había sabido resolver.
¿A
qué me refiero? A que el ejido colectivo era una gran idea, pero para su
implementación requería de una administración pública eficaz. El sistema de
crédito ejidal era una pieza esencial para que funcionara, pero fue una cueva
de corrupción inagotable. La nacionalización del ferrocarril y la creación de
Pemex dieron origen a empresas dentro de las cuales la corrupción y el
liderismo sindical (dos fenómenos muy entrecruzados hasta la actualidad) habían
bloqueado el potencial que estas medidas audaces de Cárdenas podían implicar.
Cuando
Alemán llegó al gobierno lo hizo sobre el agotamiento de este empuje reformador.
La clave era socialmente neutra; así, mientras Cárdenas ligó explícitamente el
progreso de México a una opción de clase, de que el Estado mexicano estaba del
lado de los campesinos y de los trabajadores, Alemán convirtió la
industrialización en una especie de deus
ex machina de clave universal que resolvería todos los problemas, incluso
los que él, como representante del sistema político priista, no podía
reconocer.
El
resultado del sexenio de Alemán fue, sin duda, una importante aceleración de la
industrialización, pero que fue una industrialización protegida que no podía
ser exitosa en el largo plazo. No lo podía ser por una razón muy sencilla y muy
clara: si el factor dinámico para la industria del país era un mercado interno
protegido, se requería de un mercado en el cual mayores grupos de población
llegaran progresivamente a niveles de consumo más altos.
Sin
embargo, durante el sexenio de Alemán una parte muy importante de la población
mexicana (me refiero al campesinado) estaba condenada al abandono, a una
subsistencia precaria. No podía ser exitoso un sistema de industrialización
protegida cuando más de la mitad del mercado mexicano no podía acceder al
consumo moderno. Ese sistema de industrialización protegida lo conservamos
hasta tiempos de Salinas; en él evidentemente se crearon elementos de freno de
la economía pero al mismo tiempo de control corporativo.
A
esto hay que añadir lo que ocurrió hacia el final del periodo de Alemán: el nivel
de corrupción pública. Se trató verdaderamente de un saqueo impune de recursos
públicos que dejó un mensaje político devastador justamente por su impunidad,
porque desde entonces resultó claro el mensaje: ser corrupto no significa ser
perseguido. Tuvimos una familia presidencial que se enriqueció de manera
escandalosa y no hubo ninguna consecuencia. A partir de allí la corrupción se
convirtió en una especie de pecado original, que el sistema priista ha llevado
hasta la actualidad en términos de escasa credibilidad social y de muy baja
coherencia interna del sistema en términos de administración pública.
AR: El siguiente intento
modernizador que usted analiza es el de Carlos Salinas, en el cual, según
comenta, se dio una mezcla entre la tecnocracia y la demagogia, entre el
liberalismo económico y la vieja nomenclatura política. ¿Cómo pudieron convivir
estos aspectos que incluso nos pudieran parecer contradictorios?, ¿cuáles
fueron los resultados de esta modernización?
UP:
Salinas tenía dos elementos a su favor, uno personal y el otro colectivo,
social. El primero era su encanto carismático, su inteligencia, y además de eso
su diabólica habilidad política. Estamos hablando de un animal político en el
sentido griego clásico: se sabía mover muy bien y con un pedigrí académico que,
además, le daba un prestigio desacostumbrado en el mundo priista.
En
el otro lado Salinas tenía a su favor el cansancio después de años en que había
resultado evidente el agotamiento de un modelo de desarrollo, y el cansancio
frente a la crisis de los años ochenta, de la deuda externa, la austeridad, las
privatizaciones, etcétera.
La
sociedad mexicana vio en Salinas una doble capacidad y lo hizo beneficiario de
una apuesta: por un lado, que con él el país pudiera encontrar un nuevo
mecanismo de desarrollo económico, y, por el otro, una renovación del sistema
político. No ocurrió ninguna de las dos cosas en el largo plazo: ese es el
triste balance final de este sexenio.
Aparte
de algunos éxitos que se revelaron transitorios, como el control de la
inflación, con Salinas, sin embargo, el sistema fue capaz de renovar, cuando
menos, si no su estructura política, si su forma, los mecanismos y la
ingeniería del control social. En esto no hubo ningún cambio ni sustantivo ni
marginal, aunque sí fue capaz renovar su estrategia económica.
La
reforma completa, plena, fue, justamente, lo que hoy tenemos como objeto de
discusión: el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). Ahora
quiero anotar que en los últimos 20 años, durante esta fase de experimentación
de la nueva estrategia abierta al comercio internacional, México ha sido el
país de menor crecimiento del producto interno bruto per cápita de América
Latina, con la mayor excepción de Venezuela. Así que incluso el TLCAN, que en
general era una opción obligada, no dio los resultados esperados. Dicho en
pocas palabras: al final de un largo ciclo histórico nos encontramos con una
economía que no cumple los requerimientos que podrían esperarse de ella en
términos de bienestar, de creación de empleos, de fortalecimiento de la economía
regional y local, ni tampoco tenemos una política de mayor transparencia, de
mayor equilibrio entre los poderes, etcétera.
A
la conclusión de varios ciclos presidenciales, México sigue enfrentado a
problemas en términos de dinamismo económico, de equidad social y de calidad
del Estado.
AR: El siguiente proyecto de
modernización fue la llegada de Vicente Fox a la Presidencia de la República. Usted
hace una anotación muy fuerte sobre él: dice que fue una pieza esencial en el
tránsito mexicano desde la voluntad de cambio a la nostalgia de aquel régimen que
le habían dejado atrás. ¿Cómo se dio este desencanto con la democracia?, ¿qué
fue lo que pasó con Fox?, ¿por qué falló al cubrir la expectativas?
UP:
Ese es un tema de actualidad sobre el que todavía nos hace falta mucha
reflexión, mucho estudio, revisión de archivos, de documentos, y nos falta
perspectiva histórica. Pero yo no puedo de dejar de reconocer dos aspectos que
son sobre los que insisto más en el libro: uno es la excesiva confianza del
presidente Fox en los automatismos virtuosos asociados al cambio del partido
del gobierno. Parecía pensar que era suficiente quitar al PRI del camino para que
el futuro de México se abriera en forma luminosa. Evidentemente las cosas eran
mucho más complejas, y Fox fue un extraordinario candidato a la Presidencia
para convertirse en un muy mediocre presidente.
¿Por
qué mediocre? Porque se trató de una presidencia muy mediática que anunciaba
programas muy ambiciosos pero después no tenía la capacidad para darles continuidad
y consistencia en el tiempo. Insisto: tuvimos un candidato brillante y un
presidente mediocre, con graves defectos de coherencia y de consistencia
personal.
El
fracaso de esa transición anunciada no se resuelve solamente en la personalidad
del presidente: también hubo una sacra alianza entre PRI y PRD. El primero consideraba
que el gobierno del país era un derecho casi de nacimiento, y que la llegada de
otro partido al gobierno era prácticamente una traición a la historia
revolucionaria mexicana. Entonces, para el PRI había que hacer cualquier cosa
que fuera posible para subsanar esa afrenta intolerable.
Por
su parte el PRD consideraba que una transición que no ocurriera por la
izquierda no sería una verdadera transición.
Esas
dos fuerzas políticas se coaligaron en el Congreso para hacerle la vida
imposible a la reforma fiscal, para lo que crearon un clima político que
recordaba mucho a la República Restaurada en tiempo de Benito Juárez: un clima
de enfrentamiento, de guerrilla parlamentaria continua en un contexto en el
cual el presidente no tenía todas las luces de su lado ni un proyecto
verdaderamente consistente ni la capacidad para enfrentar los problemas.
Considero
que esos dos problemas terminaron por coaligarse y crear un contexto en el cual
la transición en realidad traicionó sus propias expectativas y el país se
mantuvo embarazosamente demasiado igual a sí mismo. Los mexicanos terminaron
por pensar que, con o sin PRI en el gobierno, las cosas en realidad no habían
cambiado mucho. El país volvió otra vez a esa especie de cinismo de escasa
confianza en sí mismo, de autoironía, de autosarcasmo, pero sin una apuesta
real, audaz sobre su capacidad de reconstruirse, y allí se agotó el intento de
abrir un nuevo camino en la historia de México.
AR: Hay una anotación que usted
hace en la parte dedicada a Fox en donde dice que la transición democrática no
había representado un valor añadido en el desempeño económico. Para usted, a
grandes rasgos, ¿cuál ha sido la evaluación económica de la transición
democrática?
UP:
No me da la impresión de que haya habido cambios fundamentales. Hubo algún
crecimiento económico, sin duda, pero también es cierto que el sexenio
coincidió con momentos difíciles de la economía internacional. El TLCAN no
cumplió las promesas que estaban asociadas a él, ni hubo iniciativas
importantes en el terreno de la recuperación de la economía local y regional,
lo que hubiera implicado una acción pública mucho más consistente en dos
terrenos estratégicos que, desde mi punto de vista, fallaron: uno, en el
terreno de la agricultura y de la pequeña y medianas empresas ligadas al
desarrollo rural y local; otro es la reforma fiscal propuesta por Fox, que por
lo menos era un intento para dotar al Estado de una mayor capacidad de gasto
público.
Los
dos intentos de reforma fiscal que propuso Fox fueron boicoteados tanto por el
PRI como por el PRD, y sin un apoyo especialmente entusiasta de su propio
partido. El resultado es que no hubo resultados, que a final de cuentas México
no encontró ni en el terreno de la política (salvo en el cambio del partido en
el gobierno) ni en el terreno de una nueva perspectiva económica de alto crecimiento,
de mayor capacidad de distribución. No hubo en realidad cambios sustantivos. El
milagro anunciado, en el cual muchos creyeron (tanto así que votaron por él) no
se materializó.
AR: Sobre el regreso del PRI al
poder, usted dice que podría parecer como una necesidad de refugio
paternalista, una predisposición, una especie de “autoritarismo democrático”.
¿La vuelta del PRI ha sido un retroceso en términos democráticos?
UP:
No podría darle una respuesta contundente. Ciertamente lo mínimo que podemos decir
es que no fue un acto de audacia política del pueblo mexicano. En el 2000 hubo,
en el voto a favor de Fox, una apuesta sobre el futuro; en el 2012 ciertamente
no tuvimos una audacia política.
Entendámonos:
Peña Nieto llegó a la presidencia con el 38 por ciento de los votos; o sea, por
mayoría relativa que es una minoría social que fue suficiente para llevar al
PRI al gobierno. Digamos que hay una especie de refugio, de búsqueda de una
seguridad en un contexto de gran turbulencia. El país no estaba creciendo como
se había esperado, y además estaba envuelto en un problema de criminalidad
devastador con episodios sistemáticos de una crueldad solamente comparable en
la historia contemporánea de México a lo que sucedió durante la Revolución
mexicana.
Frente
a una criminalidad sin frenos, sin control por parte de las instituciones,
México buscó su propia seguridad en el retorno del PRI, como si este fuera una
garantía de orden, del restablecimiento de la ley. En esos años, que van desde
2012 hasta la actualidad, se ha demostrado que ese era un sueño: los problemas
que Fox heredó y dejó a las sucesivas administraciones siguen irresueltos: la
desigualdad y la debilidad institucional.
La
criminalidad es una especie de temblor que, si el edificio estuviera construido
bien, no tendría mayores afectaciones; pero estaba mal construido, y hoy tiene varias
grietas frente al reto de una criminalidad poderosa.
El
edificio institucional mexicano está revelando, frente a ese temblor exógeno,
todas sus fallas. Tenemos que ponernos el problema y reconocer su existencia, el
que, insisto, viene de la desigualdad pero también de la mala construcción
institucional.
AR: Sobre ellos usted hace otro
apunte interesante: el sistema político mexicano garantizó por un largo trecho
la estabilidad institucional pero no su calidad. ¿Por qué estuvieron
divorciados estos dos aspectos, por qué la estabilidad no fue utilizada para la
construcción de instituciones?
UP:
Quizá porque las instituciones encontraron una forma fácil de obtener la estabilidad
social, que fue la fórmula del nacionalismo revolucionario, esa combinación
retórica pero efectiva de presidencialismo y corporativismo. Durante décadas las
instituciones no enfrentaron un reto por parte de la sociedad que las obligara
a renovarse, a mejorarse. Entonces la propia estabilidad terminó por ser un
factor de estancamiento y autosatisfacción de las instituciones, que no se
sintieron obligadas a ser más transparentes, a dar resultados mejores en
términos económicos porque habían encontrado la fórmula para conservar la
estabilidad social sin renovarse.
Pero
esa estabilidad favoreció, por ejemplo, la corrupción y el liderismo sindical (que
es un aporte revolucionario; para decirlo con toda la triste ironía del caso,
es una contribución de México a la historia mundial contemporánea: en pocos
países del mundo hay sindicalistas millonarios como los que hay en nuestro país).
Lo
anterior no es sino un ejemplo; pero recordemos también la famosa parábola de
Hank González: “Un político pobre es un pobre político”. Es una frase de un
cinismo inalcanzable que ningún político decente debería atreverse a formular;
en México no solamente fue dicha sino que encarnó un espíritu de una clase
media que encontró en la política una forma rápida e impune de enriquecimiento
sin cuestionamiento social.
Todo
esto ha contribuido a conservar un sistema que hoy presenta toda su fragilidad
frente a retos para los cuales no tiene respuestas, que son los que le he
mencionado. El más dramático y cruel es el de la criminalidad: somos un país
que vive en el miedo, por el que ya no deja a sus hijos salir a la calle a
jugar futbol. México está engarrotado en el temor a sí mismo, en el asesinato,
en el secuestro, en los robos, los asaltos, y por un sistema político que no es
capaz de reconocer la gravedad de la situación, y mucho menos tiene la
capacidad para convocar a la sociedad civil a un examen crítico abierto.
AR: Allí hay un problema que
quisiera que usted desarrollara: ¿a qué se debe esta debilidad de las presiones
sociales, organizadas e independientes?
UP:
Un problema que veo es que el sistema de un partido en el gobierno a los largo
de muchas décadas implicó su capacidad, de sus varias organizaciones
campesinas, obreras, de clases medias, etcétera, de penetrar la sociedad civil,
la que solo marginal, ocasional y localmente tenía la capacidad para manifestar
su angustia, su malestar, sus necesidades. Incluso, en muchas ocasiones ese
malestar se canalizaba mediante los propios mecanismos reproductores del sistema
político.
Si
razonamos en términos clásicos, de la Ilustración, la sociedad civil es la
sociedad libre de curas, militares y políticos. En el caso mexicano, dejando de
lado a los militares y los curas, tenemos una sociedad civil penetrada,
contaminada por la política. Entonces en realidad no lo es, o no puede serlo de
manera plena, y en ese sentido no solamente no ejerce una fuerte presión sobre
el sistema político para forzarlo a su propia renovación, sino que no puede ni
reconocerse a sí misma como tal.
AR: Quiero concluir con una
pregunta: ¿cómo emprender la reconstrucción institucional? Al final del libro
usted cita ejemplos históricos, incluso de países asiáticos y europeos. ¿Y qué
fuerzas políticas, sociales e incluso culturales encuentra que puedan
impulsarla?
UP:
Honestamente no tengo una respuesta. Pero lo peor no es que yo no tenga una
respuesta sino que no la veo madurar. La historia tiene eso de fascinante: es
muy a menudo el nacimiento imprevisto de lo nuevo, que a veces no se anuncia:
ocurre.
Los
radares pobres que tengo no me permiten detectar novedades que me permitan
algún grado de optimismo a corto o mediano plazo. Déjeme decirlo de manera muy
sencilla: del PRI no espero novedades, porque ha sido una eterna novedad desde
hace casi un siglo y ha eternizado la desigualdad y la corrupción del sistema
político mexicano. Del PAN, de la derecha mexicana, tampoco, porque ha
demostrado, con los dos presidentes que ha tenido, timidez, incapacidad de
reformas. Hemos visto, a la hora del gobierno, una derecha timorata, temerosa,
sin audacia, sin capacidad de proponer al país grandes objetivos e
instrumentarlos.
Por
otro lado, de parte del PRD veo una especie de PRI de izquierda, una visión
presidencial y corporativa del nacionalismo revolucionario revisitado, como si
los problemas de este país pudieran enfrentarse con la lógica y la cultura
política de los años treinta, con esa mezcla de presidencialismo y
corporativismo.
Por
parte de Morena lo que veo es la aparición en México de una cultura de
populismo latinoamericano: el jefe carismático que anuncia una nueva profecía,
como si la honestidad y la buena voluntad del presidente fuera la clave
resolutiva de los problemas de México. Eso verdaderamente me parece, para decir
lo mínimo, primitivo. Me parece una forma políticamente muy arcaica y que
entrega a la moralidad de una persona la capacidad para resolver problemas que
se han acumulado por lo menos durante todo el siglo XX.
Estos
requieren una lucidez que no tienen la izquierda ni la derecha ni el PRI (que,
como decía sabiamente Luis Echeverría, no es de izquierda ni de derecha sino
todo lo contrario, lo cual es absolutamente cierto: es un partido de poder y
punto). No veo de ninguno de estos sectores ni la capacidad analítica ni la
voluntad democrática para crear grandes convergencias sociales proyectadas al
México que los mexicanos merecen, que es uno con instituciones medianamente
confiables y no tan escandalosamente desigual como el que hemos heredado.
En
México nos vendría muy bien desprovincianizarnos un poco, no mirarnos como si
fuéramos un caso único en la historia universal, y comenzar a intentar aprender
de la historia económica y política de otros países (lo cual es
extraordinariamente complejo). Estoy pensando en China, en los países del
oriente asiático y en los que llegaron tarde a la modernidad a través de
fórmulas democráticas, como los países escandinavos, como Suecia o Dinamarca,
que hace poco más de un siglo eran profundamente atrasados, y que en materia de
la política o de la economía tienen mucho que decirnos. Claro, todas esas cosas
tenemos que procesarlas en el contexto de nuestra historia, que sin duda es
única, como la de cualquier país, pero no tanto que no podamos aprender de
otras experiencias.
Concluyo:
México está obligado a aprender hoy en un contexto internacional único y de
extraordinaria dificultad. Con la presidencia de Donald Trump en Estados Unidos
estamos obligados a aprender en el momento más incómodo y más dramático de
nuestra historia reciente. No tenemos otras opciones sino acelerar nuestro
proceso de aprendizaje para encontrar alguna posibilidad de salida a un
contexto internamente dramático, y desde el punto de vista exterior
especialmente hostil. Es el momento en que hay que tomar decisiones y reconocer
la gravedad de los problemas.
*Entrevista publicada en Etcétera, núm. 199, junio de 2017.
1 comentario:
Gracias Ariel por esta entrevista, muy bien aprovechado el momento con el autor, interesantes tus preguntas.
Y gracias a Pipitone, por su inteligencia, integridad, por ser honesto, y claro en lo que dice, por su independencia de mente y por su sentido del humor.
Su libro lo debería leer mucha gente, especialmente los políticos de todos los partidos y también los intelectuales, a algunos les urge darse cuenta y que alguien del calibre de el profesor Pipitone diga las cosas, debería aprovecharse, vale mucho.
Felicidades.. Y a mi profesor le mando un saludo afectuoso y abrazos. Aprendi mucho con él.
Es todo un personaje siempre supe.
Beatriz Acuña
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