lunes, febrero 01, 2010

La decapitación de la razón. Entrevista con Sergio González Rodríguez


La decapitación de la razón
Entrevista con Sergio González Rodríguez

Ariel Ruiz Mondragón

En los años más recientes, con la guerra contra y dentro del crimen organizado se desató una ola de ejecuciones que muchas veces fueron culminadas con uno de los actos más atroces que puede cometer un ser humano: la decapitación. Ese hecho significa un aterrador mensaje y un ritual primitivo se unen para dar una severa advertencia de la descomposición social y política del país.

Si en Huesos en el desierto Sergio González Rodríguez relató y formuló hipótesis sobre los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez, ahora retoma el camino de la reflexión sobre hechos criminales en su libro más reciente, El hombre sin cabeza (México, Anagrama, 2009), en el que destaca las graves implicaciones que actos tan bárbaros tienen para la sociedad mexicana. Sobre esa obra charlamos con el autor acerca de los siguientes temas: el simbolismo político y religioso que rodea a la decapitación, las formas del miedo y los caminos para combatirlo, el perfil social de los decapitadotes, la situación del Estado mexicano y el futuro del país.

González Rodríguez se cuenta entre los principales narradores, críticos y ensayistas mexicanos de la actualidad. Es autor de libros como Los bajos fondos (1988), El Centauro en el paisaje (1992), obra que fue finalista ex aequo del Premio Anagrama de Ensayo; El triángulo imperfecto (2003), El plan Schreber (2004), La pandilla cósmica (2005), De sangre y de sol (2006) y El vuelo (2008),entre otros. Ganó el Premio Nacional de Periodismo Cultural Fernando Benítez en 1995. En dos ocasiones ha sido becario de la Fundación Rockefeller y miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte.

Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué publicar un libro como el suyo?

Sergio González Rodríguez (SGR): Tiene que ver con un trabajo continuo de análisis de la realidad mexicana, de lo que generalmente se toma como un asunto de nota roja con impacto emotivo. Se trata de temas vinculados a la violencia inmediata, pero que son tratados sin análisis de fondo ni contexto histórico, prácticamente despolitizados. Yo creo que esas cuestiones tienen que abordarse de otra manera.

De allí la idea de plantear en El hombre sin cabeza una reflexión sobre la violencia contemporánea y sus usos extremos, texto que, por lo demás, sigue con el trabajo de Huesos en el desierto, un libro de hace siete años, cuando investigué los homicidios sistemáticos contra mujeres en la frontera de México y Estados Unidos.

AR: Uno de los asuntos que más me atrajo de su libro es la mezcla de historias de decapitación tan violentas, con sus recuerdos familiares, muchos de ellos de enfermedad, de padecimiento, de dolor. ¿Cómo hizo esta amalgama?

SGR: Yo tengo la idea de que los libros son producto de una observación específica, y que el tratamiento formal de los temas tiene también que ser distinto en cada uno de ellos. Para Huesos en el desierto realicé una investigación muy exhaustiva basada en documentos, testimonios y datos, y hasta el final del libro yo aparecía con mi voz personal.

En el caso de este libro invertí el procedimiento: la voz personal entra desde el principio, porque, a mi juicio, es la vía de vinculación más eficiente con los lectores en busca de una reflexión conjunta. De allí que el libro se plantee formalmente en tres niveles: el de la crónica-reportaje de los hechos; otro, el análisis ensayístico de temas culturales y políticos vinculados a la violencia extrema, y por último la voz personal, que es mi testimonio de cómo se transforma la propia persona cuando está experimentando este tipo de vivencias con la violencia visual, cotidiana, con los hechos más cercanos que nos tocan en la vida diaria.
Por eso me parecía importante unir todo esto: para tener una cercanía con el lector.

AR: ¿Cuál es el significado general que le atribuye a la decapitación?

SGR: Como yo lo estudio, se trata de un acto de enorme carga simbólica: el uso delincuencial de la decapitación lleva como finalidad el mensaje del miedo, del pánico generalizado a todos los que pueden ver un video a través de internet o las fotografías que reproducen diarios y revistas donde se muestran esos hechos.

El efecto es crear una ola de miedo en el público y, desde luego, también lleva destinatarios específicos: policías, funcionarios y los rivales del crimen organizado. Creo que es un acto por el que se busca desposeer a la persona de su estatuto humano, y presentarlo como un objeto carente de cualquier respeto o valor.
Cuando observamos una escalada de decapitaciones como las que vivimos meses atrás en México, estamos viendo una estrategia delincuencial de alto impacto en toda la sociedad.

AR: En el libro usted hace menciones a los medios de comunicación, que sirven como amplificadores de las escenas de humillación y tortura, las que son presentadas como entretenimiento por quienes las perpetran. ¿Cómo deben abordar los medios el tema de las decapitaciones?

SGR: Me parece que los medios de comunicación deben presentar estos hechos en toda su crudeza, ya que es parte de la realidad que vivimos. Tratar de ocultarlo es una idea equivocada, a mi juicio —con la salvedad de que los niños o menores atestigüen estos hechos, lo que es un asunto estrictamente legal. Me parece que los medios tienen que mostrar esto.

Yo no tengo la idea de que tengan que censurarse este tipo de contenidos; al contrario, tenemos que divulgarlos para llegar a ser concientes de la extrema gravedad de esos hechos. Ocultarlos es la negación del análisis profundo de lo que está pasando en términos de degradación social, política y cultural en México, para no hablar del aspecto económico.

AR: Usted señala que lógica del miedo se ha impuesto, y que ha tenido transformaciones recientes. En este sentido, ¿cuáles son las nuevas modalidades que ha adquirido el miedo en las sociedades actuales?

SGR: Creo, sobre todo, que el miedo está en la realidad y que es consustancial a la condición humana. Pero en los tiempos contemporáneos, al miedo se le trata de erradicar de la vida inmediata; se vive en la fantasía de un mundo de seguridad. De hecho, en sociedades que tienen una situación de mayor control sobre los riesgos de la violencia, esto se ve muy claramente.

En el caso de México, tenemos un 99 por ciento de impunidad en los delitos y los más altos índices de violencia jamás vistos en la historia contemporánea. Así, el miedo se configura también como una manera de control político en la medida en que inhibe la participación de las personas y de la sociedad, en que provoca la indiferencia o la parálisis, en que la gente prefiere olvidar los hechos violentos y el miedo propio para sumirse en un estado de olvido y de cancelación del dolor que no tiene nada que ver con la realidad que estamos contemplando.

El miedo llega a ser también un arma política, de modo que hay que contradecir todos estos usos. Hay que reconocer que el factor miedo es parte de la construcción de nuestro estatuto de civilidad, pero que tiene que ser, desde luego, sujeto a normas. Vivimos en un Estado que presume ser de derecho, y no hay tal. Tenemos que entender que entonces el miedo se está convirtiendo en una forma emergente de control político, y hay que combatirlo.

AR: ¿Cómo se puede hacer esto?

SGR: Primero que nada, con el conocimiento más exacto posible de la realidad circundante; por otro lado, con el cuestionamiento permanente de la postura oficial sobre los asuntos de seguridad pública y de los asuntos generales de la política.

En México tenemos la idea heredada de siete décadas bajo un presidencialismo autoritario y de régimen de partido único, de una versión oficial única e incuestionable. Hoy estamos viendo que tenemos que cuestionar esta versión oficial a fondo, en todos los niveles.

Necesitamos mejorar nuestras formas de participación y de análisis, de auditoría de los actos de las autoridades, sobre todo en lo más extremo, como son los sistemas estratégicos de seguridad pública, protección civil y salud, por ejemplo, los que hemos visto colapsarse en estos últimos meses en episodios extremadamente dramáticos, en los que se vio que las autoridades no tienen la capacidad de enfrentar situaciones de emergencia. No tienen protocolos estructurados, y sólo manejan la realidad a partir de los medios de comunicación: crean expectativas que son absolutamente falsas, que conducen a medidas y acciones políticas que son absolutamente desmesuradas respecto de la realidad inmediata, porque no tienen el conocimiento preciso de los hechos para actuar. Todo se estructura como una política de control de riesgos.

No hay información suficiente porque la inteligencia de Estado no funciona, porque las instituciones encargadas de áreas estratégicas son inoperantes o ineptas, y entonces tenemos situaciones que verdaderamente rebasan su marco. Esto lleva a que la situación se vuelva caótica.

Yo creo que nuestra obligación para contrarrestar todo este miedo es conocerlo y cuestionarlo.

AR: En el libro también usted repasa concepciones y hechos de diversas culturas respecto a la decapitación, que van desde el cristianismo hasta el terrorismo musulmán, pasando por la guillotina y la guerra de Vietnam. ¿Qué de ello se manifiesta en el descabezamiento?

SGR: Yo lo atribuyo a una vuelta del primitivismo en el momento de un alto desarrollo de la tecnología; vuelven, en diversas culturas y sociedades, los usos y costumbres premodernos, que son acciones que no atraviesan por los sistemas de valoración contemporáneos, y que pueden ser vistos como instrumentos de una forma emergente de participar en las sociedades actuales.

Ese es el rasgo común que yo detecto en la violencia extrema de los fundamentalistas musulmanes o en los narcotraficantes mexicanos, quienes ideológicamente no comparten los mismos presupuestos, desde luego, ni sus acciones van conducidas hacia los mismos fines. Pero sí los une este regreso a lo primitivo y el aprovechamiento del desarrollo tecnológico para esa vuelta.

AR: En otra parte del libro hay una descripción psicológica de los decapitadores en México. ¿Podría dar una descripción social de ellos?

SGR: Al respecto no hay ningún misterio: México está repleto de ciudades llenas de personas que no tienen trabajo, que están desplazadas, que no tienen posibilidades de desarrollo personal; que están esperando la oportunidad de la supervivencia, y esto hace que haya un enorme número potencial de delincuentes comunes y de soldados del crimen organizado.

No hay ningún misterio en el tema de los decapitadores: son personas que por ganarse un salario se incrustan en una estructura delincuencial que les da protección, supervivencia, grupo de pertenencia, prestaciones y oportunidades de desarrollo profesional. No hay ningún misterio en ello, porque México es una sociedad sumamente contrastada, con enormes márgenes de pobreza —estamos hablando de poco menos de la mitad de la población mexicana que vive en pobreza extrema de acuerdo a estudios internacionales. Por lo tanto, abundan las personas que están en posibilidades de convertirse en soldados del crimen organizado, y realizar, puesto que es una carrera que se realiza a partir del uso de la violencia, los actos extremos más abominables que se les puedan pedir, con tal de seguir en el grupo o ascender en su estructura.

AR: Comenta usted también el problema de la justicia por propia mano, y lo atribuye a la debilidad del Estado. ¿Cuál es el estado del Estado mexicano hoy, así como de la convivencia social?

SGR: Fundamentalmente, cuando el Estado no cumple las obligaciones, las responsabilidades por las que tiene sentido de ser, en esta medida el campo está abierto a cualquier irrupción contraria a las normas y a las instituciones. Ese es el problema, y en México vivimos una enorme crisis del Estado de derecho.

A mi juicio, no estamos en un Estado de derecho; formalmente podemos estarlo, pero el formalismo en la vida contemporánea cada vez se aleja más de las realidades, y por lo tanto tenemos dos países: uno, el que sigue las reglas y las normas que presumen ser Estado de derecho y democracia; otro es la realidad, que contradice lo anterior, de manera que esta esquizofrenia institucional tenemos que enfrentarla, pero no podemos avanzar mientras no reconozcamos esta enorme brecha entre nuestros deseos ideales, y las realidades tangibles, hirientes en que vive nuestro país.

AR: También hay un señalamiento sobre el cariz religioso que adoptan las actividades de grupos del crimen organizado, especialmente por el culto a la Santa Muerte. De ésta dice usted: “la implantación de este culto supone un plan criminal de cariz jerárquico basado en el secreto compartido.” ¿La Santa Muerte tiene una raíz criminal?

SGR: Fundamentalmente los grupos que adoptan este tipo de creencias tienen finalidades muy específicas: control territorial, dominio y explotación. La idea es: la máxima ganancia posible. Esto mueve a todos los grupos del crimen organizado del mundo, desde la Camorra y la Mafia siciliana, hasta la Yakuza japonesa. Todos se basan en aquellos fines. De modo que cuando uno enfrenta los fenómenos desde el punto de vista de estas organizaciones, entiende que son absolutamente contrarias al estatuto que nosotros en la vida real respetamos o vivimos. En esta medida volvemos a las dos realidades que están confrontándose continuamente en la vida cotidiana.

Creo que la idea de estos grupos es establecer, además de esos grandes objetivos, mecanismos específicos para lograrlos, que implican, desde luego, estructuras paramilitares y creencias o ideologías que los van uniendo en una suerte de fraternidad que, a su vez, aglutina al grupo delincuencial. Esto es lo más importante, porque se vuelve una ideología, se vuelve una fe y también un fanatismo.

La emergencia de la creencia en la Santa Muerte empezó en los márgenes de la sociedad mexicana hace treinta o cuarenta años, y en realidad reproduce creencias —muy probablemente decimonónicas— cuyo génesis se ha rastreado, aunque actualmente los mismos creyentes en ese culto le atribuyen una antigüedad hasta prehispánica. Esto se llama ideología, y esto les permite avanzar en su quehacer delincuencial. Por eso es tan importante estudiar los fenómenos a los que se les da un tratamiento anecdótico.

Tenemos la idea de que el crimen organizado en México en realidad es una suerte de actividades contrarias a la ley, pero que pueden ser resueltas en el imaginario colectivo como simple folclor, anécdotas de color, historias chistosas y trivialización de la violencia —como los corridos. Pero todo esto no son sino derivaciones culturales o subculturales de aquellas actividades.

Por lo tanto no avanzamos en el entendimiento de estos fenómenos si los dejamos en el plano de lo caricaturesco, de lo folclórico, de lo chistoso. Es un asunto de tremenda gravedad para la coexistencia colectiva, y que hay que tratar incluso en su mínimo nivel.

AR: ¿Cómo define, en términos políticos y culturales, la decapitación? En el libro se menciona la implantación del terror, el rechazo tanto a la vida como a la razón.

SGR: Yo lo atribuiría a la metáfora que me llevo a ponerle el título al libro, que es la pérdida de la razón. Es la idea de que el principio de destrucción debe de reinar, así como esa negatividad permanente que implican todas las actividades del crimen organizado y de la delincuencia común, que es un efecto contra la vida y que significa la irrupción de deidades ocultas como la Santa Muerte. Todo ello implica lo mismo: la idea de que deben triunfar la destrucción y la muerte por encima del principio vital.

Creo que la defensa de la vida, el estatuto de la persona, el respeto a los débiles, la defensa de la cultura, el respeto a normas y fundamentos que hemos establecido, es lo más importante ahora. Por eso tenemos que combatir la idea de negatividad radical que hay en esos cultos y ritos.

AR: Al final usted hace un recuerdo de su niñez, el “Pozo Meléndez”, una falla geológica ubicada en Guerrero, una grieta que devora todo y que considera destino para el hombre sin cabeza. Siguiendo la metáfora, ¿México puede ser devorado por el Pozo Meléndez?

SGR: Yo creo que la grieta está devorando ya a México, lo está succionando. Hay que pensar, por ejemplo, en la cantidad de jóvenes que en todas las ciudades del país carecen de perspectivas. Las grietas están debajo de su vida, en su supervivencia, y se los están tragando día con día. No hay trabajo, no hay infraestructura urbana que les de servicios, no hay futuro para ellos, y mucho menos para los adultos —México, en pocos años, va a ser una sociedad de viejos: para la década de los cuarenta o cincuenta el país va a ser, mayoritariamente, un país de ancianos.

Esto es a lo que yo llamo "la grieta", y no solamente es en el sentido de crimen organizado y de la delincuencia común: en ese principio negativo se van cerrando las posibilidades de desarrollo de las personas. Se está devorando a todos ahora en México, y no queremos advertirlo, que es lo más increíble; se prefiere vivir en un estado de mentira, en una situación engañosa, sostenido por medios de comunicación que dan emotividad, deporte, espectáculo, que crean una sustancia entre anestésica y amnésica para la gente y logran que se aparte del protagonismo político. Es una sociedad a la que solamente se convoca para el ridículo acto de la votación, que no va a tener efecto en su vida. Esto es lo lamentable, ésa es la grieta que está devorando a todo el país.

De seguir como está, México está en absoluta vía de extinción; no tiene ningún futuro, a menos que nosotros le demos alguno. Nosotros, los mexicanos, tenemos futuro si sabemos hallarlo.

Para mí es una situación muy difícil, y no se quiere contemplar la situación tal como es: muy grave.