Estados Unidos, la locura y la
ruptura
Entrevista con Andy Robinson*
Ariel
Ruiz Mondragón
Estados
Unidos es un país extremadamente complejo, diverso y desigual en el que
conviven múltiples realidades: una gran riqueza que se encuentra enormemente
concentrada, lo que encuentra en la pobreza su otro rostro; una mezcla
extraordinaria de grupos étnicos que también está acompañada por el racismo y
la discriminación; una democracia que cuenta con fuertes rasgos oligárquicos
(una “dolarocracia”); el auge y predominio de grandes lobbies corporativos al lado de luchas sociales por mejores
condiciones de vida; el goce de las libertades al lado de fuertes tendencias
represivas (y no sólo de los gobiernos), etcétera.
Los
anteriores son algunos de los aspectos que el periodista Andy Robinson ha
encontrado y relatado durante varios años, tras amplias estadías y recorridos
por diversos lugares de Estados Unidos: ha visitado desde Las Vegas hasta Vermont,
de Arizona a Nueva York, de Miami a San Francisco, de Phoenix a Detroit.
El
reportero británico ha reunido en su libro Off the Road. Miedo asco y esperanza en EE. UU. (México, Ariel, 2016) una serie
de crónicas, una “road movie con
tintes apocalípticos” (como señala el autor en el libro) que deja ver los
desastres que ha dejado la “dolarocracia” estadunidense, ahora muy lejana de la
democracia que tanto alabó Alexis de Tocqueville. En tiempos de la elección y
presidencia de Donald Trump es pertinente leer estas historias.
Conversamos
con Robinson (Liverpool, Inglaterra, 1960), quien es licenciado en Ciencias
Económicas y Sociología por la London School of Economics y en Periodismo por
la Universidad Autónoma de Madrid-El País. Ha sido corresponsal de La Vanguardia en Nueva York, y ha
colaborado en medios como Business Week,
The Guardian, The New Statesman, Ajo Blanco,
The Nation, Cinco Días, Blue Print, Vogue y El Món.
Ariel Ruiz Mondragón (ARM): ¿Por
qué reunir y publicar estas crónicas de viaje por Estados Unidos, de San
Francisco a Vermont, esta “road movie
con tintes apocalípticos” (como le llama usted)?
Andy Robinson (AR):
En realidad son muchos viajes. Estuve viviendo muchos años en Nueva York, de
2001 a 2009, trabajando de corresponsal para La Vanguardia. Desde entonces hice un trabajo itinerante; he pasado
bastante tiempo en Estados Unidos y también he hecho viajes muy frecuentes. La
última serie de viajes la hice en 2014 a Detroit, Las Vegas, San Francisco y
otros lugares, pero no es que sea un libro sobre los seis meses en los que
viajé a todos estos sitios, sino uno sobre una relación que he tenido durante
muchos años con Estados Unidos.
Hay
muchos flashbacks: tienes escenas en
Arizona con la gente en una feria comercial, en un lobby industrial de seguridad fronteriza, con ese nuevo muro
tecnológico, cuando estuvieron los minutemen,
para tratar de crear un contexto para entender un poco, y que tiene que ver con
el fenómeno Donald Trump.
Así
que hice una especie de selección de cuáles viajes me iban a permitir plantear
una narrativa sobre este momento muy extraño en Estados Unidos, que creo que es
de ruptura. Lo que trato de hacer es un retrato de un país en un momento de
extrema desigualdad, ante el reto del cambio climático en una parte del sureste
de Arizona, Nuevo México y California, de una política fragmentada y, en cierta
medida, un poco desquiciada. Hay una frase allí de Mike Taibbi que fue
importante para que yo entendiera qué es eso de que llevamos tanto tiempo
comprando productos que ahora hasta nos hemos convertido en un pueblo que
compra su propia realidad.
Creo
que esto empieza a permitirnos entender lo que es el fenómeno de Trump, y pensar
cómo puede ser que en el siglo XXI haya gente que está dispuesta a escuchar a
una persona que dice que el cambio climático no existe, que Barack Obama no es
norteamericano, que quiere prohibir la entrada de musulmanes a Estados Unidos porque
son malas personas, etcétera. Creo que hay segmentos de la sociedad
estadounidense que están en comunidades creadas también por las redes sociales,
y que se convierten en cajas de resonancia de ideas cada vez más extremas.
Lo
anterior es difícil de entender, y por eso estos viajes son pinceladas que
quizá ayuden a comprenderlo, o por lo menos a plantear más preguntas para tratar
de entender algo tan complejo como Estados Unidos.
ARM: Desde el título y en varias
partes, especialmente al principio, están citados Jack Kerouac y Hunter S.
Thompson, de quienes se reconoce que les tocó otro Estados Unidos, que parecía
que iba a ser más próspero. Kerouac era muy contracultural, Thompson muy
rebelde. Por allí se pregunta usted: ¿ahora quién quiere ser periodista gonzo? Al respecto, ¿cómo se expresan en
su libro esas dos influencias y qué tan aplicables son ahora? Usted expresa
ciertas reticencias porque ahora hay otra realidad.
AR:
Creo que en el subtítulo la referencia al periodismo gonzo es obvia a Miedo y asco
en Las Vegas, de Thompson. Soy partidario de esta idea de que la realidad
es mucho más compleja de lo que parece, y por lo tanto es mejor tener una
reflexión más subjetiva para reconocer esa subjetividad a la hora de tratar de
describir la realidad porque si no llevas al engaño. Esto está en un ensayo de
Thompson que vale la pena leer en el contexto de la última campaña presidencial
estadounidense, que se llama Fear and
Loathing: On the Campaign Trail ‘72, con Nixon, y que creo que no se ha
publicado en español. Se trata de momentos parecidos de crispación social, en
aquel entonces con la guerra de Vietnam y la estrategia del sur racista del
Partido Republicano.
Thompson
dijo: “Para mí el periodismo objetivo es una pretenciosa contradicción de
términos”. Hizo un comentario interesante al decir que había perseguido un
objetivo principal cuando estuvo viendo una cámara para detectar ladrones en un
supermercado; decía que toda la gente sólo miraba la pantalla, y cuando entró
uno que era obviamente un ladrón, al ver la cámara decidió comprar, en vez de
robar, un paquete de tabaco. Con su estilo, Thompson estaba diciendo que la
presencia de la cámara alteró el comportamiento del ladrón. Entonces el
periodismo es un poco lo mismo: son nuestros dilemas a la hora de acercarnos a
la realidad cuando formamos parte de ella. Creo que en el libro existo como
sujeto, y trato de describir, de una manera bastante subjetiva, lo que estoy
viendo, igual que Thompson.
Considero
que un componente del humor gamberro y la ironía de Thompson permite describir
un momento político y social de Estados Unidos que parece de ficción. Thompson
podría ser un personaje de una novela de Thomas Wolfe, otro representante del
nuevo periodismo.
Todo
esto es un periodismo un poco desquiciado, que quizá es bueno para reflejar un
momento en el cual la locura se está convirtiendo en lo más normal en la
sociedad estadounidense.
Así
que Off the Road es también una
referencia a On the Road, al viaje.
Tuve una larga discusión con los editores en España sobre ese título, que es en
inglés para un libro en castellano. Yo pensaba que Off the Road, aparte de ser comprensible para un lector y que,
quizá, tenga cierta gracia que sea en inglés (yo soy inglés), también da una
idea de cómo muchos de los viajes me han alejado de lo que es el circuito
típico de los medios de comunicación. Gracias a la libertad que me ha dado La Vanguardia he ido a sitios muy
remotos, como el Northeast Kingdom, Vermont, y evidentemente también hay un
poco de significado metafórico en Off the
Road acerca de una sociedad descarrilada y de que no sabemos dónde parará
el tren. Pero el libro de Kerouac es menos relevante para mí, lo que creo que
es útil.
Aunque
el mío no es un libro gonzo, me
gustaba pensar en ese estilo de hacer periodismo cuando escribía, porque yo
creo que es importante tratar la realidad con sátira: ser satírico en estos
momentos es una buena forma de hacer crítica.
ARM: En el libro dice que en
Estados Unidos hay una dolarocracia con tres elementos fundamentales: los lobbies empresariales, los políticos y
los medios de comunicación. ¿Qué papel han tenido estos en ese sistema? En el
libro hay un capítulo muy curioso en el que incluso se habla de la posibilidad
de que los robots lleguen a sustituir a los periodistas, y hay una visión muy
crítica de la prensa norteamericana y de su, como dice usted, “circo mediático”:
su tendencia al sensacionalismo, textos cortos, refritos de otros periódicos,
ideas banales, lenguaje infantil, textos sin sentido.
AR:
Eso es muy interesante, y no sólo se trata de Estados Unidos porque en muchos
comentarios que hago sobre periodismo me refiero también a España y a
Inglaterra. Es una tendencia a la cual es muy difícil frenar. Evidentemente
tiene que ver con el poder del dinero, de los grandes grupos mediáticos; creo
que la televisión por cable fue una influencia muy nefasta en general en las
comunicaciones: cuando nos vimos obligados todos a seguir a Anderson Cooper, de
la CNN, porque hay un Breaking News y
todos tenemos que ir como corderos siguiendo ese circo mediático. Es un
fenómeno que yo he vivido en diversos momentos.
Hay
un caso que ejemplifica: las protestas en respuesta al asesinato de Michael
Brown por la policía y el importante asunto del Black Lives Matter, que en su
momento llamaron mucho la atención en agosto de 2014, cuando cientos de
periodistas estaban acampados en un shopping
mall de las afueras de San Luis, todos con sus uniformes de guerra, con
cascos y cámaras, con policías y mil manifestantes dando vueltas. Tenías allí a
los medios, que eran el motivo por el cual se mantenía la manifestación. Pero
¿qué tipo de información dábamos sobre aquello? Era repetida, un poco
superficial, sin entender la realidad de ese conflicto. Esto pasa de mil
formas.
Luego
hay otras referencias al periodismo en el capítulo sobre Nueva York; yo había
vivido allí durante los años de Bush, y la ciudad es como la pantalla en la
cual casi todo el mundo proyecta sus fantasías. Vayas a donde vayas,
actualmente todo mundo piensa que Nueva York es una ciudad fantástica porque es
una fábrica cultural, entre otras cosas.
Pero
estando en allí siempre maldecía eso porque cada día me pedían temas sobre estilo
de vida, un género periodístico que trata como qué tipo de yoga hacen los
neoyorquinos, a qué tipo de restaurante de fusión mexicana-asiática van. Me
resultaba frustrante porque pasaban muchas más cosas, y por eso hice el
capítulo de Nueva York, que aborda las luchas del alcalde Bill de Blasio y de
los trabajadores de fast food por
mejorar sus salarios, y pensé: si Nueva York puede convertirse en punto de
referencia para una nueva izquierda, pues entonces estaríamos por el buen
camino porque es mucho más fácil hablar de ella como ejemplo que, por ejemplo,
de Caracas.
Pero
es cuestión de utilizar de alguna manera las formas de un nuevo mundo de
entretenimiento para decir cosas serias. No nos podemos permitir el lujo de
simplemente pasar de largo a esa tendencia de frivolidades, de estilo de vida,
etcétera, sino que tienes que buscar manera de utilizarla para comunicar algo
que consideres importante. Ese capítulo de Nueva York es un artículo sobre la
hamburguesa y sobre la gastronomía…
ARM: Que deja ver una desigualdad
enorme…
AR:
Sí. A veces tienes que buscar el formato y escribir un artículo con un
componente crítico y serio en un artículo sobre gastronomía o moda, porque es
algo que difícilmente vamos a poder cambiar.
ARM: O incluso el arte, en el caso
de Miami…
AR:
Sí, el caso del street art de Miami,
que es un poco preocupante porque hay grandes promotores inmobiliarios que utilizan
a grafiteros para dar valor a sus promociones en colaboración con grandes
marcas de lujo, como Prada y Louis Vuitton. En Barcelona y Madrid pasa lo
mismo: el arte aparentemente reivindicativo y crítico formas alianzas con
grandes negocios inmobiliarios. Uno dice: ¿cómo pueden hacer esto cuando el
objetivo inmobiliario es expulsar a la comunidad de toda la vida, de gente de
bajos ingresos? No sé si se puede ser cómplice de eso sin que te provoque
ciertos dilemas éticos.
ARM: Sigamos con la dolarocracia.
¿Cuáles son las consecuencias de esta democracia gobernada por una oligarquía
(un choque clásico de términos), con lobbies
empresariales que financian campañas de políticos (como hacen Sheldon Adelson y
los hermanos Koch)? ¿Cómo funciona ese sistema y cuáles son sus efectos
sociales? Porque la concentración de la riqueza parece verse también en la
concentración del poder. Al final del libro hace usted una anotación sobre
Clinton y Trump, de quien dice que es la dolarocracia llevada hasta sus últimas
consecuencias.
AR:
En la sociedad produce un rechazo, que es cada vez más radical porque la gente
piensa que el sistema está amañado, y lo está. Trump utiliza ese término en
inglés que es fired, de manera
constante y de manera muy inteligente; todo mundo dice que es un ignorante pero
no lo es: es que su forma de hablar es muy directa. La percepción que la gente tiene
del sistema en el que vive es un poco como lo que tenéis en México desde hace
mucho tiempo: que no es una democracia, y que uno forma parte de ello. Es
terrible ser excluido del reparto del poder. Quizá para entender lo que está
pasando en Estados Unidos es muy interesante estudiar México porque se acerca a
una especie de relación endogámica entre la oligarquía y la clase política,
totalmente a espaldas de lo que es la voluntad de los votantes.
Diría
yo que esto está saltando por los aires ahora mismo, que la gente ya está
buscando alternativas; Trump es una de ellas y Sanders también. La idea de que
Hillary Clinton era la alternativa es totalmente falsa; es la raíz del problema,
porque es la personificación de ese sistema de intercambio de favores, un
sistema político que sólo respondía a los intereses de las grandes corporaciones,
que van a Davos cada año, hacen sus planes y sus intercambios de favores, y
abrían las puertas giratorias que pasaban del sector corporativo a la política.
Así los bancos de Wall Street, con sus poderosos lobbies, han podido crear una situación en la cual ellos, después
de haber hundido la economía mundial, negociaron grandes rescates con dinero
público y siguen allí. Encima tratan de desmantelar la legislación creada para
tratar de prevenir otra crisis financiera.
Yo
creo que la gente no es tan ignorante sino que lo que ve es un sistema que le
ha engañado y sometido a una estructura económica que ha creado un
estancamiento del poder adquisitivo del trabajador medio desde hace 25 años, y
está buscando soluciones.
La
gente está reaccionando contra eso, y desafortunadamente una parte de ese
rechazo al modelo está canalizándose a través de la xenofobia y críticas muy
fuertes a la inmigración, por ejemplo.
Pero
creo que todo puede definirse como un rechazo a la globalización, tal y como se
ha definido en torno a la idea de que cada país tiene que desmantelar sus
estructuras de protección comercial y también sus fronteras, y todo eso se
junta: la inmigración, el TLC, etc. Por eso la idea de Trump es una amenaza
para ese establishment y que en su
discurso sobre China y México los principales amenazados sean los inmigrantes
mexicanos. Eso también amenaza, en cierta medida, a las empresas que están
fabricando en México; cuando Trump critica el déficit comercial que tiene
Estados Unidos con México no suele decir que las beneficiarias son empresas
estadounidenses. Y lo mismo pasa con China.
Yo
tengo dos formas esquizofrénicas de ver esto: por un lado Trump me da auténtico
pavor, pero por otro veo que representa a quien está agrietando una ideología
que se pretende indestructible, esa especie de ideología Davos, de que esto va
a ser para siempre y que la gente, mientras le están robando, además tiene que
decir que es buena.
Algo
ha cambiado y la cuestión es tratar de girar ese discurso; es bueno que la
gente esté rechazando el TLC en Estados Unidos. Espero que en México la
izquierda no acabe defendiéndolo porque Trump está en contra de él; esa sería,
para mí, una respuesta muy equivocada. El TLC, tal y como está diseñado, es
malo para la gran mayoría de los mexicanos y de los estadounidenses. Es un poco
la forma de hacer una respuesta a Trump.
ARM: Me llamó la atención lo que
menciona un especialista en el libro: que hay un Estado policial, que la guerra
en Oriente Próximo se vino a la frontera, que en Ferguson el problema fue
militarizado, y dice que la inversión para la Policía y el Ejército significa
el decremento de recursos para el bienestar social. También está el caso de las
cárceles, que son grandes negocios privados. ¿Cómo interpreta usted ese Estado
policiaco, que no es tanto de seguridad como de negocio, como se apunta en el
libro?
AR:
Creo que el capítulo sobre la frontera puede significarlo porque es el
microcosmos de tendencias más federales. Se ve nítidamente y es interesante. En
Phoenix estuve en una feria comercial de esa nueva industria que se dedica a la
seguridad fronteriza, que es tan delicada con sus sistemas de vigilancia,
muchos de ellos con contenidos importantes de tecnología. Son grandes empresas,
las sospechosas habituales de la Guerra Fría: Lockheed Martin y Grumman, entre
otras. Se pone uno a pensar qué extraño.
Pasa
lo mismo con las cárceles; las estuve viendo desde fuera en Arizona y parecen
campos de concentración metidos en el desierto, sin aire acondicionado, donde
obligan a cientos de miles de indocumentados en vías de deportación a quedarse
meses y hasta años. Esos centros pertenecen a grandes empresas que cotizan en
la bolsa de Nueva York y que cobran al Estado por cama ocupada. No es una
teoría de la conspiración y no es que esto se hace únicamente por beneficiar a
esas empresas; es más complejo que eso. No cabe duda de que esas compañías se
ven beneficiadas por ese Estado penitenciario, por la guerra contra las drogas
(por la que hay que encarcelar a tanta gente), etcétera.
Evidentemente
Estados Unidos no es un Estado policial: cualquiera que haya estado en Chile en
los años setenta sabe lo que sí lo es. Pero digamos que hay elementos de él que
se ven en esas operaciones de la policía de migración que aparecen y detienen a
cientos de trabajadores de una fábrica y los deportan directamente, sin que
siquiera puedan ver a sus hijos.
ARM: Allí cuenta que los niños se
quedan solos.
AR:
Ahora está pasando menos por Obama, quien al inicio estaba llevando esas políticas
que había empezado Bush, pero desde hace tres años eso no ocurre tanto. Pero
con Trump esto podría ser espeluznante.
Quizá
es interesante resaltar que todo lo que dice Trump ya existe: el muro, ya
militarizado, lo cual es un perfecto ejemplo de cómo el sistema político genera
negocio para esas empresas, que se ven beneficiadas mediante leyes por las que
se dedican miles de millones de dólares a la militarización de la frontera. Ellas
presionan, mediante el financiamiento de las campañas de políticos, para que se
gaste más en el muro. Es muy parecido a lo que pasaba en el complejo
militar-industrial.
Siempre
hay diferencias y matices, y hay que evitar ser demasiado esquemático, pero
creo que eso te da una perspectiva distinta respecto al muro y la nación. Es
muy relevante eso para México, y por eso lo último que quieren todas esas
empresas de tecnología es que Trump obligue a los mexicanos a pagar el muro,
porque si pagan los mexicanos igual dan contratos a otras empresas.
ARM: Quiero concluir con la parte
de la esperanza. Usted habla del trabajador mexicano de la empresa de pizzas
que organiza a los empleados, de los ciudadanos de Vermont, está el alcalde De
Blasio, algunos jóvenes que piden socialismo. ¿Dónde encuentra usted la
esperanza de que pueda cambiar el orden de cosas tan injusto que usted
describe?
AR:
En ese mexicano, José Sánchez, quien trabaja de repartidor de pizzas de la
empresa Domino’s, en Washington Heights, en Nueva York, y en cierta medida, al alcalde
De Blasio y a la campaña Fast Food Forward. Sánchez se convirtió en un
activista a favor de subir el salario mínimo, después de haber sido un
inmigrante sin papeles, de Guerrero, sin ninguna experiencia de organización
sindical ni nada.
Había
irregularidades en la franquicia de Domino’s, y a Sánchez lo intentaron
despedir porque había protestado contra el hecho de que los empleados estuvieran
obligados a trabajar horas extra sin cobrar. Le echaron, pero todos sus
compañeros —la mayoría de Oaxaca y Guerrero— salieron a la calle con él. Luego
buscaron el apoyo de aquel sindicato y la campaña contaba con el apoyo de De
Blasio. Se convirtió en una campaña importante, y tuvo final feliz porque
consiguieron que subiera su salario mínimo hasta el doble —cuando yo comencé a
escribir ese capítulo cobraban a 8 dólares la hora.
Ese
es motivo de esperanza, y eso demuestra que, por mucho que diga Trump que la
mano de obra mexicana es desleal y está compitiendo contra trabajadores
sindicalizados blancos, no es verdad; es que los sindicatos en este momento son
hispanos, los que están organizándose son los trabajadores mexicanos.
Es
importante tener esto en cuenta; en realidad, el futuro tiene que ver con una
organización que existe dentro de la comunidad hispana. Esto es esperanzador.