domingo, mayo 21, 2017

Estados Unidos, la locura y la ruptura. Entrevista con Andy Robinson



Estados Unidos, la locura y la ruptura

Entrevista con Andy Robinson*

Ariel Ruiz Mondragón

Estados Unidos es un país extremadamente complejo, diverso y desigual en el que conviven múltiples realidades: una gran riqueza que se encuentra enormemente concentrada, lo que encuentra en la pobreza su otro rostro; una mezcla extraordinaria de grupos étnicos que también está acompañada por el racismo y la discriminación; una democracia que cuenta con fuertes rasgos oligárquicos (una “dolarocracia”); el auge y predominio de grandes lobbies corporativos al lado de luchas sociales por mejores condiciones de vida; el goce de las libertades al lado de fuertes tendencias represivas (y no sólo de los gobiernos), etcétera.

Los anteriores son algunos de los aspectos que el periodista Andy Robinson ha encontrado y relatado durante varios años, tras amplias estadías y recorridos por diversos lugares de Estados Unidos: ha visitado desde Las Vegas hasta Vermont, de Arizona a Nueva York, de Miami a San Francisco, de Phoenix a Detroit.

El reportero británico ha reunido en su libro Off the Road. Miedo asco y esperanza en EE. UU. (México, Ariel, 2016) una serie de crónicas, una “road movie con tintes apocalípticos” (como señala el autor en el libro) que deja ver los desastres que ha dejado la “dolarocracia” estadunidense, ahora muy lejana de la democracia que tanto alabó Alexis de Tocqueville. En tiempos de la elección y presidencia de Donald Trump es pertinente leer estas historias.

Conversamos con Robinson (Liverpool, Inglaterra, 1960), quien es licenciado en Ciencias Económicas y Sociología por la London School of Economics y en Periodismo por la Universidad Autónoma de Madrid-El País. Ha sido corresponsal de La Vanguardia en Nueva York, y ha colaborado en medios como Business Week, The Guardian, The New Statesman, Ajo Blanco, The Nation, Cinco Días, Blue Print, Vogue y El Món.

 

Ariel Ruiz Mondragón (ARM): ¿Por qué reunir y publicar estas crónicas de viaje por Estados Unidos, de San Francisco a Vermont, esta “road movie con tintes apocalípticos” (como le llama usted)?

Andy Robinson (AR): En realidad son muchos viajes. Estuve viviendo muchos años en Nueva York, de 2001 a 2009, trabajando de corresponsal para La Vanguardia. Desde entonces hice un trabajo itinerante; he pasado bastante tiempo en Estados Unidos y también he hecho viajes muy frecuentes. La última serie de viajes la hice en 2014 a Detroit, Las Vegas, San Francisco y otros lugares, pero no es que sea un libro sobre los seis meses en los que viajé a todos estos sitios, sino uno sobre una relación que he tenido durante muchos años con Estados Unidos.

Hay muchos flashbacks: tienes escenas en Arizona con la gente en una feria comercial, en un lobby industrial de seguridad fronteriza, con ese nuevo muro tecnológico, cuando estuvieron los minutemen, para tratar de crear un contexto para entender un poco, y que tiene que ver con el fenómeno Donald Trump.

Así que hice una especie de selección de cuáles viajes me iban a permitir plantear una narrativa sobre este momento muy extraño en Estados Unidos, que creo que es de ruptura. Lo que trato de hacer es un retrato de un país en un momento de extrema desigualdad, ante el reto del cambio climático en una parte del sureste de Arizona, Nuevo México y California, de una política fragmentada y, en cierta medida, un poco desquiciada. Hay una frase allí de Mike Taibbi que fue importante para que yo entendiera qué es eso de que llevamos tanto tiempo comprando productos que ahora hasta nos hemos convertido en un pueblo que compra su propia realidad.

Creo que esto empieza a permitirnos entender lo que es el fenómeno de Trump, y pensar cómo puede ser que en el siglo XXI haya gente que está dispuesta a escuchar a una persona que dice que el cambio climático no existe, que Barack Obama no es norteamericano, que quiere prohibir la entrada de musulmanes a Estados Unidos porque son malas personas, etcétera. Creo que hay segmentos de la sociedad estadounidense que están en comunidades creadas también por las redes sociales, y que se convierten en cajas de resonancia de ideas cada vez más extremas.

Lo anterior es difícil de entender, y por eso estos viajes son pinceladas que quizá ayuden a comprenderlo, o por lo menos a plantear más preguntas para tratar de entender algo tan complejo como Estados Unidos.

 

ARM: Desde el título y en varias partes, especialmente al principio, están citados Jack Kerouac y Hunter S. Thompson, de quienes se reconoce que les tocó otro Estados Unidos, que parecía que iba a ser más próspero. Kerouac era muy contracultural, Thompson muy rebelde. Por allí se pregunta usted: ¿ahora quién quiere ser periodista gonzo? Al respecto, ¿cómo se expresan en su libro esas dos influencias y qué tan aplicables son ahora? Usted expresa ciertas reticencias porque ahora hay otra realidad.

AR: Creo que en el subtítulo la referencia al periodismo gonzo es obvia a Miedo y asco en Las Vegas, de Thompson. Soy partidario de esta idea de que la realidad es mucho más compleja de lo que parece, y por lo tanto es mejor tener una reflexión más subjetiva para reconocer esa subjetividad a la hora de tratar de describir la realidad porque si no llevas al engaño. Esto está en un ensayo de Thompson que vale la pena leer en el contexto de la última campaña presidencial estadounidense, que se llama Fear and Loathing: On the Campaign Trail ‘72, con Nixon, y que creo que no se ha publicado en español. Se trata de momentos parecidos de crispación social, en aquel entonces con la guerra de Vietnam y la estrategia del sur racista del Partido Republicano.

Thompson dijo: “Para mí el periodismo objetivo es una pretenciosa contradicción de términos”. Hizo un comentario interesante al decir que había perseguido un objetivo principal cuando estuvo viendo una cámara para detectar ladrones en un supermercado; decía que toda la gente sólo miraba la pantalla, y cuando entró uno que era obviamente un ladrón, al ver la cámara decidió comprar, en vez de robar, un paquete de tabaco. Con su estilo, Thompson estaba diciendo que la presencia de la cámara alteró el comportamiento del ladrón. Entonces el periodismo es un poco lo mismo: son nuestros dilemas a la hora de acercarnos a la realidad cuando formamos parte de ella. Creo que en el libro existo como sujeto, y trato de describir, de una manera bastante subjetiva, lo que estoy viendo, igual que Thompson.

Considero que un componente del humor gamberro y la ironía de Thompson permite describir un momento político y social de Estados Unidos que parece de ficción. Thompson podría ser un personaje de una novela de Thomas Wolfe, otro representante del nuevo periodismo.

Todo esto es un periodismo un poco desquiciado, que quizá es bueno para reflejar un momento en el cual la locura se está convirtiendo en lo más normal en la sociedad estadounidense.

Así que Off the Road es también una referencia a On the Road, al viaje. Tuve una larga discusión con los editores en España sobre ese título, que es en inglés para un libro en castellano. Yo pensaba que Off the Road, aparte de ser comprensible para un lector y que, quizá, tenga cierta gracia que sea en inglés (yo soy inglés), también da una idea de cómo muchos de los viajes me han alejado de lo que es el circuito típico de los medios de comunicación. Gracias a la libertad que me ha dado La Vanguardia he ido a sitios muy remotos, como el Northeast Kingdom, Vermont, y evidentemente también hay un poco de significado metafórico en Off the Road acerca de una sociedad descarrilada y de que no sabemos dónde parará el tren. Pero el libro de Kerouac es menos relevante para mí, lo que creo que es útil.

Aunque el mío no es un libro gonzo, me gustaba pensar en ese estilo de hacer periodismo cuando escribía, porque yo creo que es importante tratar la realidad con sátira: ser satírico en estos momentos es una buena forma de hacer crítica.

 

ARM: En el libro dice que en Estados Unidos hay una dolarocracia con tres elementos fundamentales: los lobbies empresariales, los políticos y los medios de comunicación. ¿Qué papel han tenido estos en ese sistema? En el libro hay un capítulo muy curioso en el que incluso se habla de la posibilidad de que los robots lleguen a sustituir a los periodistas, y hay una visión muy crítica de la prensa norteamericana y de su, como dice usted, “circo mediático”: su tendencia al sensacionalismo, textos cortos, refritos de otros periódicos, ideas banales, lenguaje infantil, textos sin sentido.

AR: Eso es muy interesante, y no sólo se trata de Estados Unidos porque en muchos comentarios que hago sobre periodismo me refiero también a España y a Inglaterra. Es una tendencia a la cual es muy difícil frenar. Evidentemente tiene que ver con el poder del dinero, de los grandes grupos mediáticos; creo que la televisión por cable fue una influencia muy nefasta en general en las comunicaciones: cuando nos vimos obligados todos a seguir a Anderson Cooper, de la CNN, porque hay un Breaking News y todos tenemos que ir como corderos siguiendo ese circo mediático. Es un fenómeno que yo he vivido en diversos momentos.

Hay un caso que ejemplifica: las protestas en respuesta al asesinato de Michael Brown por la policía y el importante asunto del Black Lives Matter, que en su momento llamaron mucho la atención en agosto de 2014, cuando cientos de periodistas estaban acampados en un shopping mall de las afueras de San Luis, todos con sus uniformes de guerra, con cascos y cámaras, con policías y mil manifestantes dando vueltas. Tenías allí a los medios, que eran el motivo por el cual se mantenía la manifestación. Pero ¿qué tipo de información dábamos sobre aquello? Era repetida, un poco superficial, sin entender la realidad de ese conflicto. Esto pasa de mil formas.

Luego hay otras referencias al periodismo en el capítulo sobre Nueva York; yo había vivido allí durante los años de Bush, y la ciudad es como la pantalla en la cual casi todo el mundo proyecta sus fantasías. Vayas a donde vayas, actualmente todo mundo piensa que Nueva York es una ciudad fantástica porque es una fábrica cultural, entre otras cosas.

Pero estando en allí siempre maldecía eso porque cada día me pedían temas sobre estilo de vida, un género periodístico que trata como qué tipo de yoga hacen los neoyorquinos, a qué tipo de restaurante de fusión mexicana-asiática van. Me resultaba frustrante porque pasaban muchas más cosas, y por eso hice el capítulo de Nueva York, que aborda las luchas del alcalde Bill de Blasio y de los trabajadores de fast food por mejorar sus salarios, y pensé: si Nueva York puede convertirse en punto de referencia para una nueva izquierda, pues entonces estaríamos por el buen camino porque es mucho más fácil hablar de ella como ejemplo que, por ejemplo, de Caracas.

Pero es cuestión de utilizar de alguna manera las formas de un nuevo mundo de entretenimiento para decir cosas serias. No nos podemos permitir el lujo de simplemente pasar de largo a esa tendencia de frivolidades, de estilo de vida, etcétera, sino que tienes que buscar manera de utilizarla para comunicar algo que consideres importante. Ese capítulo de Nueva York es un artículo sobre la hamburguesa y sobre la gastronomía…

 

ARM: Que deja ver una desigualdad enorme…

AR: Sí. A veces tienes que buscar el formato y escribir un artículo con un componente crítico y serio en un artículo sobre gastronomía o moda, porque es algo que difícilmente vamos a poder cambiar.

ARM: O incluso el arte, en el caso de Miami…

AR: Sí, el caso del street art de Miami, que es un poco preocupante porque hay grandes promotores inmobiliarios que utilizan a grafiteros para dar valor a sus promociones en colaboración con grandes marcas de lujo, como Prada y Louis Vuitton. En Barcelona y Madrid pasa lo mismo: el arte aparentemente reivindicativo y crítico formas alianzas con grandes negocios inmobiliarios. Uno dice: ¿cómo pueden hacer esto cuando el objetivo inmobiliario es expulsar a la comunidad de toda la vida, de gente de bajos ingresos? No sé si se puede ser cómplice de eso sin que te provoque ciertos dilemas éticos.

 

ARM: Sigamos con la dolarocracia. ¿Cuáles son las consecuencias de esta democracia gobernada por una oligarquía (un choque clásico de términos), con lobbies empresariales que financian campañas de políticos (como hacen Sheldon Adelson y los hermanos Koch)? ¿Cómo funciona ese sistema y cuáles son sus efectos sociales? Porque la concentración de la riqueza parece verse también en la concentración del poder. Al final del libro hace usted una anotación sobre Clinton y Trump, de quien dice que es la dolarocracia llevada hasta sus últimas consecuencias.

AR: En la sociedad produce un rechazo, que es cada vez más radical porque la gente piensa que el sistema está amañado, y lo está. Trump utiliza ese término en inglés que es fired, de manera constante y de manera muy inteligente; todo mundo dice que es un ignorante pero no lo es: es que su forma de hablar es muy directa. La percepción que la gente tiene del sistema en el que vive es un poco como lo que tenéis en México desde hace mucho tiempo: que no es una democracia, y que uno forma parte de ello. Es terrible ser excluido del reparto del poder. Quizá para entender lo que está pasando en Estados Unidos es muy interesante estudiar México porque se acerca a una especie de relación endogámica entre la oligarquía y la clase política, totalmente a espaldas de lo que es la voluntad de los votantes.

Diría yo que esto está saltando por los aires ahora mismo, que la gente ya está buscando alternativas; Trump es una de ellas y Sanders también. La idea de que Hillary Clinton era la alternativa es totalmente falsa; es la raíz del problema, porque es la personificación de ese sistema de intercambio de favores, un sistema político que sólo respondía a los intereses de las grandes corporaciones, que van a Davos cada año, hacen sus planes y sus intercambios de favores, y abrían las puertas giratorias que pasaban del sector corporativo a la política. Así los bancos de Wall Street, con sus poderosos lobbies, han podido crear una situación en la cual ellos, después de haber hundido la economía mundial, negociaron grandes rescates con dinero público y siguen allí. Encima tratan de desmantelar la legislación creada para tratar de prevenir otra crisis financiera.

Yo creo que la gente no es tan ignorante sino que lo que ve es un sistema que le ha engañado y sometido a una estructura económica que ha creado un estancamiento del poder adquisitivo del trabajador medio desde hace 25 años, y está buscando soluciones.

La gente está reaccionando contra eso, y desafortunadamente una parte de ese rechazo al modelo está canalizándose a través de la xenofobia y críticas muy fuertes a la inmigración, por ejemplo.

Pero creo que todo puede definirse como un rechazo a la globalización, tal y como se ha definido en torno a la idea de que cada país tiene que desmantelar sus estructuras de protección comercial y también sus fronteras, y todo eso se junta: la inmigración, el TLC, etc. Por eso la idea de Trump es una amenaza para ese establishment y que en su discurso sobre China y México los principales amenazados sean los inmigrantes mexicanos. Eso también amenaza, en cierta medida, a las empresas que están fabricando en México; cuando Trump critica el déficit comercial que tiene Estados Unidos con México no suele decir que las beneficiarias son empresas estadounidenses. Y lo mismo pasa con China.

Yo tengo dos formas esquizofrénicas de ver esto: por un lado Trump me da auténtico pavor, pero por otro veo que representa a quien está agrietando una ideología que se pretende indestructible, esa especie de ideología Davos, de que esto va a ser para siempre y que la gente, mientras le están robando, además tiene que decir que es buena.

Algo ha cambiado y la cuestión es tratar de girar ese discurso; es bueno que la gente esté rechazando el TLC en Estados Unidos. Espero que en México la izquierda no acabe defendiéndolo porque Trump está en contra de él; esa sería, para mí, una respuesta muy equivocada. El TLC, tal y como está diseñado, es malo para la gran mayoría de los mexicanos y de los estadounidenses. Es un poco la forma de hacer una respuesta a Trump.

 

ARM: Me llamó la atención lo que menciona un especialista en el libro: que hay un Estado policial, que la guerra en Oriente Próximo se vino a la frontera, que en Ferguson el problema fue militarizado, y dice que la inversión para la Policía y el Ejército significa el decremento de recursos para el bienestar social. También está el caso de las cárceles, que son grandes negocios privados. ¿Cómo interpreta usted ese Estado policiaco, que no es tanto de seguridad como de negocio, como se apunta en el libro?

AR: Creo que el capítulo sobre la frontera puede significarlo porque es el microcosmos de tendencias más federales. Se ve nítidamente y es interesante. En Phoenix estuve en una feria comercial de esa nueva industria que se dedica a la seguridad fronteriza, que es tan delicada con sus sistemas de vigilancia, muchos de ellos con contenidos importantes de tecnología. Son grandes empresas, las sospechosas habituales de la Guerra Fría: Lockheed Martin y Grumman, entre otras. Se pone uno a pensar qué extraño.

Pasa lo mismo con las cárceles; las estuve viendo desde fuera en Arizona y parecen campos de concentración metidos en el desierto, sin aire acondicionado, donde obligan a cientos de miles de indocumentados en vías de deportación a quedarse meses y hasta años. Esos centros pertenecen a grandes empresas que cotizan en la bolsa de Nueva York y que cobran al Estado por cama ocupada. No es una teoría de la conspiración y no es que esto se hace únicamente por beneficiar a esas empresas; es más complejo que eso. No cabe duda de que esas compañías se ven beneficiadas por ese Estado penitenciario, por la guerra contra las drogas (por la que hay que encarcelar a tanta gente), etcétera.

Evidentemente Estados Unidos no es un Estado policial: cualquiera que haya estado en Chile en los años setenta sabe lo que sí lo es. Pero digamos que hay elementos de él que se ven en esas operaciones de la policía de migración que aparecen y detienen a cientos de trabajadores de una fábrica y los deportan directamente, sin que siquiera puedan ver a sus hijos.

 

ARM: Allí cuenta que los niños se quedan solos.

AR: Ahora está pasando menos por Obama, quien al inicio estaba llevando esas políticas que había empezado Bush, pero desde hace tres años eso no ocurre tanto. Pero con Trump esto podría ser espeluznante.

Quizá es interesante resaltar que todo lo que dice Trump ya existe: el muro, ya militarizado, lo cual es un perfecto ejemplo de cómo el sistema político genera negocio para esas empresas, que se ven beneficiadas mediante leyes por las que se dedican miles de millones de dólares a la militarización de la frontera. Ellas presionan, mediante el financiamiento de las campañas de políticos, para que se gaste más en el muro. Es muy parecido a lo que pasaba en el complejo militar-industrial.

Siempre hay diferencias y matices, y hay que evitar ser demasiado esquemático, pero creo que eso te da una perspectiva distinta respecto al muro y la nación. Es muy relevante eso para México, y por eso lo último que quieren todas esas empresas de tecnología es que Trump obligue a los mexicanos a pagar el muro, porque si pagan los mexicanos igual dan contratos a otras empresas.

 

ARM: Quiero concluir con la parte de la esperanza. Usted habla del trabajador mexicano de la empresa de pizzas que organiza a los empleados, de los ciudadanos de Vermont, está el alcalde De Blasio, algunos jóvenes que piden socialismo. ¿Dónde encuentra usted la esperanza de que pueda cambiar el orden de cosas tan injusto que usted describe?

AR: En ese mexicano, José Sánchez, quien trabaja de repartidor de pizzas de la empresa Domino’s, en Washington Heights, en Nueva York, y en cierta medida, al alcalde De Blasio y a la campaña Fast Food Forward. Sánchez se convirtió en un activista a favor de subir el salario mínimo, después de haber sido un inmigrante sin papeles, de Guerrero, sin ninguna experiencia de organización sindical ni nada.

Había irregularidades en la franquicia de Domino’s, y a Sánchez lo intentaron despedir porque había protestado contra el hecho de que los empleados estuvieran obligados a trabajar horas extra sin cobrar. Le echaron, pero todos sus compañeros —la mayoría de Oaxaca y Guerrero— salieron a la calle con él. Luego buscaron el apoyo de aquel sindicato y la campaña contaba con el apoyo de De Blasio. Se convirtió en una campaña importante, y tuvo final feliz porque consiguieron que subiera su salario mínimo hasta el doble —cuando yo comencé a escribir ese capítulo cobraban a 8 dólares la hora.

Ese es motivo de esperanza, y eso demuestra que, por mucho que diga Trump que la mano de obra mexicana es desleal y está compitiendo contra trabajadores sindicalizados blancos, no es verdad; es que los sindicatos en este momento son hispanos, los que están organizándose son los trabajadores mexicanos.

Es importante tener esto en cuenta; en realidad, el futuro tiene que ver con una organización que existe dentro de la comunidad hispana. Esto es esperanzador.

 


*Entrevista publicada en Etcétera, núm. 196, marzo de 2017.

lunes, mayo 01, 2017

El PRI, ese instrumento del poder. Entrevista con Rogelio Hernández Rodríguez



El PRI, ese instrumento del poder

Entrevista con Rogelio Hernández Rodríguez*

Ariel Ruiz Mondragón

El Partido Revolucionario Institucional (PRI) ha sido la organización política más importante de México: ninguna otra ha dominado durante tanto tiempo el poder en sus distintos niveles, con los beneficios y las desventajas que de ello deriva, lo que ha generado que se le alabe o se le denueste casi sin matices.

Uno de los esfuerzos más completos por comprender de forma integral la compleja trayectoria y desarrollo de esa organización es el publicado por Rogelio Hernández Rodríguez en su libro Historia mínima del PRI (El Colegio de México, 2016).

Etcétera conversó con Hernández Rodríguez, quien es doctor en Ciencia Política por la Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM y profesor-investigador del Centro de Estudios Internacionales de El Colegio de México. Es autor de cinco libros y ha colaborado en publicaciones como Foro Internacional y Mexican Studies/Estudios mexicanos.

 

Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué hoy investigar, escribir y publicar un libro que resume la historia del partido de Estado mexicano, esta, como dice usted, explicación integral de la organización?

Rogelio Hernández Rodríguez (RHR): El PRI como tal, el partido que nació en 1947, no ha tenido estudios que expliquen su desarrollo, su evolución, su funcionamiento, etcétera. Lo que tenemos son explicaciones parciales sobre eventos, circunstancias específicas que, dependiendo de la coyuntura, dan una idea de cómo funcionaba el partido en ese momento, en esa circunstancia, pero no tenemos una explicación cabal de cuál era ese procedimiento.

Es importante porque ese partido tiene dos antecedentes: el Partido Nacional Revolucionario (PNR) y el Partido de la Revolución Mexicana (PRM), que sí han sido bastante bien explicados. Entonces, mientras tenemos una clara historia de los orígenes del partido, no tenemos una explicación de qué pasó después. Creo que en términos académicos es necesario que sepamos qué es lo que ha ocurrido para poder entender el funcionamiento de ese partido.

Esa es la razón principal para haberlo hecho, junto con la iniciativa que en su momento tuvo el entonces presidente de El Colegio de México, Javier Garciadiego, para promover las historias de los tres partidos más grandes. Este es el primero en salir y esperemos que pronto salgan los otros dos.

 

AR: Usted anota que no ha habido historias puntuales, con profundidad, minuciosidad y rigor analítico, principalmente del sector académico. ¿Cómo se explica esto? Yo recuerdo algunos estudios parciales, como los de Robert Furtak, Luis Javier Garrido, José Antonio Crespo y el libro compilado por Miguel González Compeán, por ejemplo. ¿Por qué siendo tan importante el PRI no fue estudiado ampliamente desde la academia?

RHR: Considero que hay al menos dos razones: la primera tiene que ver con una tendencia equivocada de suponer que estudiar al PRI significa un compromiso o una defensa de él, y este temor ideológico ha hecho que muchas veces no se haga. Junto con él va de la mano el hecho de que el PRI supone siempre una posición política: o se le estudia para defenderlo o para criticarlo, y eso tiene que ver más con una posición de orden electoral y partidario que con un interés académico.

Del lado de la academia como tal, pienso que ha habido un error en términos de suponer que el partido ha hecho lo mismo desde que nació y hasta el día de hoy. Entonces creo que la academia ha pecado de subestimar al partido.

No es el único caso: la academia ha subestimado muchos aspectos de la política nacional, y eso ha hecho que tengamos muchos huecos en su historia que en algún momento debemos llenar. Tenemos muchos prejuicios y lugares comunes en la explicación; creo que el PRI ha sido observado desde una perspectiva muy electoral y política, o desde el lugar común en el que ya no hay nada que explicar: todos son priistas, el PRI es el PRI y no hay nada que explicar.

Esas son las sorpresas que siempre tienen la academia y la política cuando se habla del PRI.

 

AR: Sobre el nacimiento del PRI: desde el principio menciona una característica que destaca usted: la de que el PNR, a diferencia de la gran mayoría de los partidos en el mundo, no buscaba alcanzar el poder sino retenerlo. ¿Cómo marcó esto la historia del partido de la Revolución?

RHR: La marcó decisivamente porque el partido en su más antigua versión, que es el PNR, tenía el propósito muy claro de controlar a los diferentes grupos y caudillos de la época. En 1929 el país no tenía —contra muchas de las versiones que se tienen— una autoridad central, no contaba con un procedimiento civilizado para poder acercarse al poder. Lo que había eran grupos, caudillos, muchas fuerzas políticas, militares, etcétera, que competían por el poder porque no había una lógica de participación. Eso no quiere decir que no hubiera muchos partidos; la verdad es que la historia nacional muestra que había más de mil partidos en aquella época. Pero todos los partidos eran efímeros o eran dirigidos por un interés muy inmediato del caudillo que lo estaba conduciendo.

En 1929 la idea de Calles simplemente fue tratar de encontrar un canal civilizado que reuniera a los caudillos y diera paso a la competencia; pero en la medida en que la iniciativa procedió del entonces presidente, por lo tanto utilizando toda la autoridad del Estado, fue hacer desde el principio un partido que condujera los procesos y no que compitiera por el poder.

Esto marcó al partido desde el inicio: desde entonces y hasta que empezó a tener conflictos en los años ochenta, siempre fue un partido sometido a la figura presidencial (todavía lo vemos ahora). El partido tiene como principal debilidad el no tener un liderazgo propio, una dirección propia, sino estar siempre sujeto a las decisiones de la autoridad presidencial. Sus principales problemas ocurrieron precisamente cuando esto se debilitó a partir de los años ochenta y noventa del siglo pasado, aunque ahora ha tenido alguna recuperación.

Pero el partido siempre fue un instrumento del Estado para controlar el poder, y esto debilitó naturalmente su capacidad de respuesta política: no fue una entidad que respondiera políticamente a las circunstancias, a las organizaciones, etcétera, sino que se conducía por el interés presidencial. Esto fue diferente en los años ochenta y noventa, lo que lo hizo demasiado estático frente a las coyunturas políticas, lo que es un elemento que explica en buena medida su derrota en el año 2000.

 

AR: Usted dice que el que inició esto fue Calles; sin embargo, él lo utilizó para su poder personal. ¿Cuál es la variación que hubo con Lázaro Cárdenas, que llegó a someter al partido a la institución presidencial?

RHR: A pesar de que realmente fue el constructor de una gran cantidad de instituciones políticas del país (muchas de ellas sobreviven), Calles utilizó al partido y muchos de esos instrumentos para consolidar su propia influencia política. Esto, naturalmente, rompía con su propio propósito institucional.

Cárdenas advirtió no sólo el peligro de este poder no institucionalizado, personalizado, que en mucho recordaba los problemas del siglo anterior con el Porfiriato, sino también que ya el poder de los caudillos estaba declinando. Él enfrentó la última rebelión de los caudillos, que fue la de Saturnino Cedillo, expulsó a Calles del poder y entendió muy bien que lo que ya estaba presente eran las instituciones, entre ellas las organizaciones sociales.

Cárdenas no tenía nada de ingenuo, y aunque ha pasado a la historia como el bien portado de la política nacional, no tenía nada de esto. De lo que se dio cuenta es de que las corporaciones eran muy fuertes, decisivas en la política y que no se podía dejarlas libres. Por eso es el que creó el concepto real, en la práctica, de las corporaciones, y las llevó al terreno del propio partido. El partido siguió siendo instrumental: de la misma manera que Calles, Cárdenas lo ratificó instrumental, con una diferencia: que no ya no eran caudillos sino las organizaciones las que fueron incorporadas al partido. A éstas no les iba a permitir que se quedaran libres y que participaran políticamente donde quisieran: se les llevó al partido del Estado. A las organizaciones obreras que ya existían pues simplemente las ordenó, pero él se encargó de crear la organización campesina y de la burocracia (él produjo la Ley de Administración Pública, de Responsabilidades, y también los sindicatos al servicio del Estado). Toda esa estructura era para no dejarlas libres. Esto es algo que quienes adoran a Cárdenas ocultan o le perdonan; pero no tiene nada de perdonable: fue un procedimiento de incorporación de los trabajadores de las organizaciones al servicio del Estado.

 

AR: En el libro hay una parte donde pone mucho acento en que el PRI se volvía una maquinaria electoral. ¿Qué pasó con las corporaciones, que tuvieron una participación más intensa en el cardenismo, que ya después vino a menos con Manuel Ávila Camacho?, ¿cómo se incorporaron a esta maquinaria electoral?

RHR: Es un procedimiento muy complejo, pero para tratar de sintetizar se encamina a dos asuntos: el primero es que no solamente era controlar a las organizaciones sino darles espacios políticos de representación directa, que es lo que después se conoció como “cuotas” en los puestos de elección popular. Pero si esto satisfacía los intereses de los líderes sindicales, ¿cómo le hizo para satisfacer las necesidades de los trabajadores? Esto lo desarrolló el propio Estado mediante sus políticas sociales.

A partir de los años cuarenta, cuando ya políticamente el país estaba tranquilo y empezaba a caminar por la estabilidad política, comenzó a desarrollar los programas económicos que le fueron bastante exitosos entre los años cuarenta y sesenta. Lo que hizo el Estado era que tenía los recursos suficientes para desarrollar una política social lo suficientemente amplia y satisfactoria para que no sólo los trabajadores sino la población mexicana se viera sin necesidad de demandar otras cosas en el terreno político.

Eso fue lo que hizo que desde los años cuarenta hasta los sesenta México transitara por una gran estabilidad política pero también por un significativo desarrollo económico y social.

Entonces fueron dos vías: una, la satisfacción social claramente desarrollada por los gobiernos mexicanos en aquella época, y el reparto de beneficios electorales y políticos a las corporaciones. De esa manera solucionó el conflicto político.

 

AR: Otro aspecto importante es que hay una idea monolítica del PRI y cómo ha manejado el poder nacional, pero el libro deja ver los poderes locales, de los estados, de las regiones, que van desde los caudillos hasta la sobrevivencia del PRI después del 2000 con el poder de los gobernadores. ¿Cuál ha sido la influencia de estos poderes locales en la historia del PRI?

RHR: La explicación tiene que ver con que el PRI más bien se adaptó a una situación histórica clara; en realidad, así como usted dice de que tenemos una idea muy equivocada de que el PRI era monolítico y vertical, también hemos tenido la idea de que las entidades de la República han sido las víctimas permanentes de la centralización política, que el Estado nacional, la Federación, el centro ha victimizado a los estados.

La verdad es que no es así: los estados han sido enormemente autónomos en términos políticos, y han desarrollado liderazgos políticos que son muy fuertes. La centralización que se desarrolló en México en realidad fue una respuesta para controlar ese enorme poder y capacidad de autonomía de las entidades de la República. Los líderes políticos, los gobernadores o los caudillos, como lo quiera ver en su versión menos institucionalizada, fueron realmente actores muy importantes que controlaron a su arbitrio los estados. No es que ahora veamos demasiadas arbitrariedades de esos personajes y parece que el país simplemente se nos está desmoronando; la verdad es que en el pasado también los hubo, tan violentos e ignorantes como los podemos encontrar ahora. La diferencia es que la centralización era lo suficientemente fuerte como para controlarlos y, en su caso, quitarlos del puesto cuando la barbarie era excesiva. Eso fue lo que hizo el priismo: delegó el control político a los mandatarios, y que fue lo que hizo que el PRI en realidad no fuera tan nacional como lo hemos visto, sino que operara como maquinarias estatales dirigidas por los gobernadores.

Este fue un acuerdo —por decirlo de alguna manera— que en el fondo lo que representaba era delegación de funciones. El Estado mexicano jamás ha sido tan fuerte como para controlar todas las entidades de la República, y esto no se debe tanto a una debilidad intrínseca como a las enormes diferencias económicas, sociales y culturales que tienen los estados y la enorme distancia que tiene con éstos.

Esto simplemente llevó a que el gobierno federal delegara en los estados la función política a cambio de que los gobernadores no tuvieran ni intervención en la sucesión propia ni tuvieran manejo económico de los recursos para poder hacer una obra personalizada. Esta fue la centralización que durante tanto tiempo hubo en México.

¿A qué nos llevó? Bueno, esa fue la época (hablando de los años cuarenta, cincuenta y sesenta del siglo pasado) en la que el gobierno federal era el que diseñaba la obra social, la obra pública, y lo hacía con un carácter nacional. Tenemos la muy mala costumbre de pensar que lo hacía con criterios nacionales, pero la verdad es que no: la obra pública se desarrollaba no por intereses de gobernadores y de estados sino en términos de interés nacional. Es así como se hacían las presas, las carreteras, etcétera.

A cambio los gobernadores se encargaban, fundamentalmente, de la estabilidad política. ¿Cómo lo corregía el gobierno federal en aquellos años de priismo dominante? Pues por la vía de la informalidad: a un gobernador que no era capaz de gobernar, de mantener la estabilidad, se le retiraba del cargo y punto. No quiero decir que esto haya sido bueno sino que era la manera de corregirlo.

Ahora lo que tenemos es exactamente lo contrario: los gobernadores tienen recursos, no tenemos un sistema de vigilancia adecuado, la obra pública se hace a criterio personal, estrictamente para promoverse y por eso es que ahora los vemos muy bien.

Esto nos ha llevado a que ahora todos los gobernadores, sean del PRI, del PRD o del PAN, tengan una enorme discrecionalidad para utilizar los recursos públicos en interés de su futuro político, de su grupo y, sobre todo, personal. Esto en el pasado no ocurría; ahora lo que tenemos son gobernadores arbitrarios, sin un mecanismo de control legal o informal.

Lo que el PRI hacía es que delegaba, lo que, a final de cuentas, al partido lo que le ha significado es que sus maquinarias sobreviven, a diferencia de otros partidos. Depende de la habilidad y capacidad del gobernador encontrar a los grupos para que las cosas funcionen adecuadamente, y ya no tanto del partido como tal.

 

AR: Otro tema que está presente en todo el libro es la vinculación del desarrollo del partido, de su vida interna y electoral, con la economía nacional. Usted traza algunas líneas que van desde la revolución hacendaria hecha por Iturriaga hasta el neoliberalismo impuesto por los tecnócratas, pasando por la sustitución de importaciones, el desarrollo estabilizador y las políticas económicas de Luis Echeverría y José López Portillo. ¿Cómo se ha vinculado la vida interna del PRI, su éxito y sus debilidades justamente con la economía nacional?

RHR: Ese es un excelente punto porque quizá esta sea la mejor demostración del carácter instrumental del PRI durante toda su vida. El PRI en realidad pudo manejar política y electoralmente las cosas, socialmente a los grupos y a sus agremiados, precisamente porque el Estado mexicano desarrolló una política económica y social exitosa en términos generales.

Evidentemente hubo desequilibrios en el reparto de los beneficios, pero el Estado se preocupó durante mucho tiempo por cubrir esas cosas. Hoy estamos acostumbrados a culparlo de todo, pero en realidad la obra social y económica del país la ha desarrollado el Estado mexicano: las políticas educativa, de atención médica, de vivienda, de crédito, etcétera. Hubo momentos en que lo hizo mejor, indudablemente, cuando hubo un desarrollo económico sostenido, y ahora tiene dificultades, pero muchas de esas instituciones han sobrevivido gracias al Estado mexicano.

Naturalmente el PRI se benefició de eso: el apoyo electoral que recibía el priismo se debía a la obra social y económica del Estado, no a la suya. Esta es una de las maneras más claras de demostrar su carácter instrumental: en realidad no hizo nada, sino que recibía los beneficios electorales que la política social y económica le daba a la sociedad mexicana.

Entonces el PRI se volvió el beneficiario instrumental, y esta es la vinculación que se hizo durante mucho tiempo. Una de las características de México es que desde el Porfiriato y después en la Revolución con el nuevo régimen nunca han desaparecido las elecciones; sabemos que en el pasado se hacían con un sistema electoral diseñado para que no perdiera el PRI, pero lo interesante del asunto es que siempre se hicieron elecciones, y el PRI competía con alguien formalmente, y ganaba abrumadoramente. Esto habituó a los ciudadanos mexicanos a que las elecciones no eran nada extraño, y por más que supiéramos que los que no quisieran estar con el PRI iban a perder, de todas maneras se participaba. El PRI simplemente se sentía el beneficiario natural de la obra del Estado mexicano.

Esto, curiosamente, no solamente el PRI lo ha reproducido sino que lo hacen todos los competidores: los gobernadores panistas hacen promoción de la obra pública para beneficio del PAN; el PRD hace promoción todos los días de la obra de gobierno para beneficio del partido. Esto es algo que se ha reproducido naturalmente: los partidos parecen ser los beneficiarios naturales de la obra que no es suya sino del gobierno, en concreto, y del Estado en general.

 

AR: Hace usted en el libro un comentario interesante: cuando salieron del PRI Cuauhtémoc Cárdenas y la Corriente Democrática, formaron el Frente Democrático Nacional y luego el Partido de la Revolución Democrática (PRD), y llega usted a decir que se trató de un PRI tradicional que enfrentaba al PRI tecnocrático. ¿Cómo fue este paso de la izquierda que se convirtió al priismo?

RHR: Eso es, particularmente para el PRI, uno de los eventos más importantes de la política mexicana. Fue en 1987, en la sucesión presidencial, y ocurrió precisamente durante el primer gobierno conocido como tecnocrático, el de Miguel de la Madrid. El proyecto económico se convirtió en el principal motivo de la disputa y de la salida del partido de lo que en ese momento fue la Corriente Democrática; la selección del candidato presidencial era un asunto secundario. Para este grupo lo que realmente debía discutirse era el modelo económico, porque evidentemente estaba conduciéndose hacia otro terreno que no era el que el nacionalismo revolucionario había mantenido: el Estado interventor, las políticas sociales, etcétera.

La tecnocracia se caracteriza, entre otras muchas cosas, por un estricto control de las finanzas públicas y del gasto, y, por lo tanto, de todos los beneficios sociales que no estén justificados por un equilibrio macroeconómico. Esto es lo que llevó a que Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo encabezaran la separación. La discusión, entonces, tenía que ver con el modelo económico.

Ya sabemos cómo terminó el asunto en 1987-1988 y cómo terminaron las elecciones presidenciales. Lo que ocurrió es que Cárdenas y Muñoz Ledo se quedaron con un proyecto que es estrictamente el del viejo priismo, del nacionalismo revolucionario. Ellos, después de las elecciones de 1988, se propusieron crear un partido propio: tenían el capital, la estructura, los apoyos suficientes para hacerlo. Fue la izquierda, el Partido Mexicano Socialista, la que le ofreció el registro. El hecho es que la izquierda le pidió al viejo priismo que se ocupara de ella, y lo que tuvimos es el desastre de la izquierda mexicana. ¿Por qué? Pues porque en estricto sentido, desde 1989, cuando se fundó el PRD, es un partido que no encuentra una identidad ideológica. En realidad se convirtió en el partido que recibía todo lo que el priismo ya no quería física e ideológicamente.

El PRI desdeñaba el nacionalismo revolucionario y el PRD lo asumía; el PRI desdeñaba la intervención del Estado en la economía, y el PRD la reivindicaba, etcétera. El PRD recibía toda la herencia revolucionaria del PRI. Mientras que éste ha tenido la capacidad de mantenerse a la mitad de todo: es un partido que se mantiene, en algunos casos, muy semejante a la derecha, sobre todo, por ejemplo, en el manejo de la economía nacional, y en otras cosas se maneja en un terreno muy social cuando le conviene. Eso es lo que hace que el PRI se mantenga en esta especie de centrismo que capta votos de la derecha pero también de la izquierda, mientras que el PRD se mantiene siempre en un discurso la verdad muy viejo, que sigue hablando de la intervención del Estado, del gasto social, de los pobres, etcétera, lo que la hace no ser una izquierda auténticamente liberal, como en otros países.

La izquierda mexicana sigue teniendo como principal limitación ser muy medieval en muchos de sus planteamientos.

 

AR: Una de las partes más interesantes del libro es la dedicada a uno de los grandes éxitos sociales del Estado mexicano: el crecimiento de las clases medias. Usted habla de un periodo de letargo del PRI, que va de los años cincuenta a los setenta, en el que no pudo incorporarlas, abrir espacios políticos para ellas. ¿Qué ocurrió?, ¿por qué no supo capitalizar ese éxito social notable del Estado mexicano?

RHR: Son varias las razones. Una de ellas, para regresar a lo que habíamos platicado, tiene que ver con el carácter instrumental del partido y con su definición desde los años cuarenta como maquinaria electoral que básicamente dejaba de hacer política. El partido nunca se dio cuenta, como organización, de que en la sociedad mexicana había transformaciones políticas y sociales muy importantes; no lo sabía, entre otras cosas, porque no le interesaba y porque nunca desarrolló un cuerpo analítico para poderlo hacer. Aquel viejo instituto que tenía, el Instituto de Estudios Políticos, Económicos y Sociales, era más ficción que realidad porque no tenía la capacidad de analizar ni de adelantarse, sobre todo porque el gobierno mexicano no se lo permitía: en estricto sentido y para decirlo rápidamente, el PRI no estaba para pensar sino para actuar, y por ello no tenía que analizar muchas cosas.

Lo que el PRI siempre recibía era la alimentación de la intelectualidad mexicana, la que analizaba social y políticamente al país, y de eso se aprovechaba el priísmo para medio actualizarse.

El problema es que ni el PRI ni la academia mexicana estuvieron lo suficientemente alertas como para entender que había cambios sociales y políticos muy importantes en México en los años sesenta, y que estaban vinculados a la obra del gobierno mexicano en los años cuarenta, cincuenta y sesenta, que fueron los de mayor expansión económica y social de México. Unas de las principales beneficiarias, indudablemente, fueron las clases medias, que recibieron los provechos de la educación, de la salud pública, de la vivienda, del ingreso, lo que les permitió un enorme crecimiento. Las clases medias son enormemente activas, o más bien diría reactivas, y enormemente pasivas cuando reciben los beneficios. Esa es una característica de las clases medias: guardan silencio cuando les va muy bien, y critican mucho cuando empiezan a no estar bien.

Durante los años cuarenta y cincuenta a las clases medias les fue enormemente bien, recibieron todos los beneficios, pero estaban dependiendo, básicamente, del desarrollo económico. Cuando, a finales de los años sesenta, éste empezó a hacer agua en México, las principales perjudicadas fueron las clases medias, y su manera de expresarlo fue la inconformidad, una que no estuvo ni organizada ni tuvo un proyecto propio. Como buenas clases medias, que son fragmentadas, con multiplicidad de intereses y de grupos, fue imposible organizarlas en México y en el mundo. No tienen un solo canal de expresión, y tampoco están interesadas en organizarse.

Entonces el priismo no solamente no entendió qué pasaba sino que tampoco tuvo la capacidad para incorporarlas, y por eso lo que vemos en los años sesenta no es la acción del partido sino la del gobierno —o del Estado mexicano si se quiere ver en un sentido más amplio— para enfrentar las movilizaciones de las clases medias. Lo sabemos muy bien: en los años sesenta no fueron los trabajadores los que se movilizaron sino básicamente las clases medias, cuyas movilizaciones no tenían un solo interés o un solo proyecto —es más, no tienen proyecto. Ahora que está muy de moda decir cuándo empezó la democracia en México, pues hay quienes dicen que allí inició.

La verdad es que si somos muy exigentes y buscamos dónde estaban las propuestas, no las hay: los médicos tenían demandas económicas, de organización propia; los maestros siguen teniendo un interés particular, su ingreso y su organización, y los movimientos más conocidos, que tienen que ver con los estudiantiles, tienen multiplicidad de demandas, incluido el histórico de 1968.

Entonces no hay un proyecto de las clases medias, lo que quiere decir que hay una rigidez social que logran capitalizar y expresar simplemente porque ellas fueron las principales beneficiarias del desarrollo. El caso fundamental tiene que ver con la educación, que es, aquí y en todas partes del mundo, la principal causa de movilidad social. En los años sesenta esto se cerró, y naturalmente impactó a las universidades, a la juventud.

Naturalmente los jóvenes son los principales exponentes de lo anterior, los que están más sensibilizados para poder entender las demandas sociales aunque no las puedan expresar claramente, como lo vemos todos los días en cualquier circunstancia.

 

AR: En el libro se reseña brevemente cómo evolucionó el sistema electoral mexicano, con los diputados de partido de 1964 y la reforma política de 1977, por ejemplo. En todo este proceso democratizador, ¿cuál fue el papel del PRI? Se tiende a pensar que fue el de tratar de detenerlo.

RHR: De nuevo: su carácter instrumental fue el que lo limitó enormemente para poder participar, tener capacidad y un papel ya no digo protagónico sino simplemente determinante, y esto tiene que ver con el proceso mismo de los cambios políticos. Las reformas electorales en México datan, si nos vamos muy para atrás, de la primera y más importante en los años cuarenta, y la segunda, la de López Mateos en 1964, con los diputados de partido.

Si uno ve la historia de las reformas electorales en México hay dos periodos: uno demasiado largo en el que hay tres o cuatros reformas, que va desde los años cuarenta hasta los setenta, y un periodo casi frenético de reformas electorales que ocupa toda la década de los ochenta. No solamente hay una distinción en términos de la cantidad de reformas sino también de quién las promovió: las primeras reformas, de los años cuarenta hasta finales de los setenta, incluidas las de 1973 y 1976 (ésta histórica) no las promovió la oposición sino el gobierno mexicano, y lo hizo porque el PRI se estaba quedando solo en la discusión y necesitaba tener más participantes. Las reformas estaban encaminadas a ampliar la participación de los ciudadanos, de los partidos y a ampliar la representación de los partidos en las instituciones del país. Esta fue la primera etapa.

La segunda etapa de las reformas es la de los años ochenta, con un cambio notable: ya no era el gobierno el que necesariamente las promovía sino que se vio obligado a aceptarlas, y lo único que le quedó es tratar de conducirlas. En este terreno quien llevaba la discusión no era el PRI sino el gobierno mexicano, y por eso de nuevo el PRI fue espectador en este proceso de reformas. Esto le impactó, naturalmente, en los procesos internos, no en su participación externa. Reaccionó y entró en conflictos permanentes: había grupos que lo tratan de conducir de una manera, otros lo tratan de detener, etcétera. En fin, el PRI no fue un protagonista fuera sino interno, y eso es lo que lo llevó a que hacia los años ochenta el PRI se viera contra su presidente.

 

AR: El proceso democratizador se puede engarzar con la llegada de los tecnócratas al partido, quienes prácticamente se ponen contra él; el que más lo hizo fue Ernesto Zedillo, que es con quien se rompe el vínculo con la Presidencia de la República. ¿Cómo impactó el proceso democratizador al partido, y cómo lo afectó la llegada de la tecnocracia?

RHR: Cambió de manera radical. Los tecnócratas han tenido no solamente un papel delicado en la economía nacional y en nuestro futuro sino también tuvieron un impacto real en el partido. A los tecnócratas nunca, hasta hace muy poco tiempo, les ha llevado mucho tiempo entenderlo: son poco afectos a la política, no la entienden y no saben para qué sirve, y creen que todo tiene que ser aceptado por la sociedad mexicana. Para ellos el modelo económico es racional y por lo tanto tiene que ser aceptado sin discusión. Ya están las consecuencias en México y en el mundo de lo que en términos generales se conoce como neoliberalismo, esta racionalidad excesiva en la que no se quieren aceptar discusiones ni que se cometen errores.

Esto lo llevaron los tecnócratas mexicanos al terreno de la política de manera muy obvia, y lo llevaron hasta a tratar de entender que el PRI debía ser, de nuevo, sometido y no actor, con una diferencia enorme: para ese entonces el partido estaba perdiendo elecciones, por lo que más de un priísta tuvo que darse cuenta de que había que componer las cosas. Ya había antecedentes: como lo muestro en el libro, Carlos Madrazo fue de los pocos que se dio cuenta de que se debían reformar las cosas, y la respuesta que le dieron fue la expulsión. Esto es una repetición constante en la historia del priísmo: cuando hay estos intentos de modificación, la respuesta es la expulsión, como les ocurrió a Madrazo y después a la Corriente Democrática.

Los tecnócratas no entienden la política, por lo que empezó a haber demasiados conflictos; el caso de Salinas es el más importante de todos. Él supuso que debía haber una reforma para destruir ese viejo PRI, y trató de hacer modificaciones que no logró materializar. Invirtió cuatro años de su sexenio en un conflicto permanente contra los priístas, y lo único que consiguió es que le dio espacio a los líderes reales del priísmo, que son los gobernadores, en la estructura. Esto terminó, como ya lo sabemos, en una situación crítica no solamente para el priísmo sino para la política mexicana en 1994; entonces llegó Zedillo por una desgracia política y personal para Luis Donaldo Colosio y compañía.

Lo que ocurrió es que Zedillo era el menos capacitado para entender la política nacional; entonces hubo un desencuentro en toda la política mexicana. Fue claro que, con todos los conflictos que ya conocemos, la política se volvió un problema para el Presidente de la República, y también se volvió un problema su relación con el partido. Zedillo malinterpretó personalmente lo que quería decir la relación con el partido, y fue cuando inventó su idea de “la sana distancia”, que en realidad era una conveniencia porque se acercaba o distanciaba del partido cuando le convenía, lo que llevó a que el partido asumiera que ya no tenía a su líder natural, que era el Presidente de la República.

Los peores problemas que tuvo el priísmo con el Ejecutivo fueron exactamente en el periodo de Zedillo, quien intentó imponer condiciones y no lo logró.

 

AR: Recuerdo especialmente el choque con Roberto Madrazo en Tabasco.

RHR: Ese fue el principal problema. Zedillo supuso que bastaba su decisión para remover gobernadores como en el pasado, con la única diferencia de que antes era posible porque en el priismo había un líder y porque había una homogeneidad política enorme en el país. Lo pudieron hacer Echeverría, Díaz Ordaz e incluso todavía Salinas, pero Zedillo evidentemente ya no. En 1994 el pluralismo político era enorme, afortunadamente, y ya los gobernadores no respondían al mismo criterio, ni panistas ni perredistas ni priístas, por lo que el presidente perdió autoridad política. La Presidencia de la República se deterioró, se debilitó enormemente, no tuvo los instrumentos para seguir manejando la política nacional, y no tuvo el talento ni la experiencia.

Ya para entonces la élite política había perdido una enorme calidad en su experiencia y en su capacidad para manejar las cosas. El gabinete del que se rodeó Zedillo es uno de los que han tenido menor capacidad y habilidad política, lo que vimos también los que siguieron, que no por ser panistas fueron mejores sino creo que todo lo contrario. Entonces hubo una pérdida neta de la capacidad para manejar la política.

Lo que hizo Zedillo fue abonar el camino para que el Presidente de la República, que históricamente era el líder natural del priísmo, se separara de él. Por eso, hacia el final lo que encontramos fue que Zedillo se enfrentó no a la oposición sino al PRI. Tuvo que inventar un mecanismo, que fueron sus elecciones primarias, y manipularlas para sacar adelante a un candidato, Francisco Labastida, que no era el mejor capacitado para enfrentar ya a una oposición muy avanzada y con un desprestigio social del priísmo, con un convencimiento de la sociedad de que podía participar y de que podía aprovechar las circunstancias para cambiar el régimen, y lo hizo.

 

AR: ¿Qué pasó después con el PRI? En el 2000 perdió la Presidencia de la República, en 2006 le fue muy mal, pero en 2012 regresó y ganó. ¿Qué hizo bien el PRI, qué aprovechó para regresar al poder? ¿Qué hicieron mal el PAN y el PRD?

RHR: Varias cosas importantes. Usted ya mencionó un dato revelador: lo que podríamos llamar “el fracaso de la alternancia”. En el 2000 sacamos al PRI de Los Pinos pensando que el que llegaría iba a hacer un gobierno mejor, que lo que nos estaba ofreciendo era mejor en términos políticos, económicos y sociales; es más, me atrevería a decir que más de uno —y allí la academia tuvo una fuerte responsabilidad— le dijo a la gente que éticamente los partidos de oposición eran superiores al PRI. Bueno, creo que el resultado es un enorme fracaso. La alternancia, en ese sentido, ha sido decepcionante. Los partidos que siguieron al PRI —incluido el PRD, aunque no ha llegado a la Presidencia pero sí a otros espacios— han demostrado que éticamente no son superiores, ni políticamente tampoco, ni han sido capaces de mostrarnos que hay una mejor opción económica. En ese sentido el fracaso es enorme.

Pero hay otra parte importante, y es que el PRI efectivamente perdió a su líder natural: el Presidente de la República, su dirigente propio, natural, del priísmo. Por eso es que de 2000 a 2006 literalmente el PRI perdió la brújula: no encontraba un camino, un dirigente, y sus respuestas fueron muy parcializadas: ganó en los estados, ganó algunas elecciones y perdió otras, y su fracaso de 2006 en términos de la Presidencia fue enorme: se fue a un lejano tercer lugar mientras la elección se concentraba en las opciones de izquierda y de derecha, con el resultado que ya conocemos.

Pero hubo una diferencia enorme: el PRI mantuvo sus maquinarias estatales. Incluso si uno compara 2003 con 2006, la diferencia es enorme: en el 2003 el PRI había recuperado enormemente su presencia política. ¿Dónde estuvo su error? En el candidato presidencial: Madrazo nunca debió haberlo sido. Fracturó al partido, a la maquinaria electoral: el PRI no apoyó a su candidato presidencial sino, dependiendo del lugar y de sus afinidades, a la derecha o a la izquierda.

Como lo dije antes, el PRI tiene la capacidad de moverse entre la derecha y la izquierda con mucha soltura; entonces, como lo demostró en 2006, fue capaz de apoyar a López Obrador o a Calderón dependiendo del gobernador. Esta es una ventaja para el PRI.

Otro asunto es que el PRI aprendió a competir. Ya sabemos que es un partido instrumental que se beneficiaba de la acción del Estado mexicano, y no tenía que saber competir, simplemente tenía que manejar una maquinaria. Pero si somos un poquito más exigentes, desde 1997 y básicamente en el 2000, con la pérdida de la Presidencia, el PRI aprendió a competir en nuevas condiciones de competencia y equidad abiertas. Ahora ya no podemos hablar de que el partido recibe beneficios indebidos, o por lo menos no nacionalmente, o por lo menos no de manera decisiva (todos los partidos lo hacen), y tenemos un sistema electoral suficientemente abierto, transparente y equitativo como para que nadie pueda acusar de fraude en las elecciones. En esas condiciones el PRI gana, lo que nos demuestra varios asuntos: uno, que es un partido que tiene una maquinaria electoral importante; dos, que sigue teniendo unos fuertes liderazgos que pueden movilizarlo, y tres, algo que la oposición no aprende: tiene apoyo electoral de la ciudadanía. Las elecciones de 2015 lo muestran con toda claridad: es el partido que tiene el mayor voto duro, que no le sirve en sí mismo para ganar ninguna elección, pero es el que tiene la mayor cantidad de simpatizantes y de seguidores.

Toda esta combinación de factores lo llevó a una cuarta característica: encontró un liderazgo fuerte (el caso de Enrique Peña Nieto lo demuestra) que fue importante dentro del priismo porque fue capaz de volverlo a unificar. Lo pongo de otra manera: la diferencia entre 2006 y 2012 tiene que ver con quién fue el candidato: Madrazó no concitó la unidad del partido, mientras que Peña Nieto sí, desde dos o tres años antes de la elección presidencial. El priísmo sabía que tenía un candidato muy fuerte, unificador y capaz, y así lo llevó. La combinación de factores llevó a su victoria, a lo que hay que agregar los errores de dos gobiernos panistas, el terrible problema de la seguridad, etcétera, y complementariamente, el enésimo fracaso de la izquierda para construir una auténtica opción. Todo esto llevó a que en 2012 el PRI lograra ganar la Presidencia de la República.

 


*Entrevista publicada en Etcétera, núm. 192, noviembre de 2016.