lunes, marzo 20, 2017

México y las drogas: de lo espiritual a lo bélico. Entrevista con Froylán Enciso


México y las drogas: de lo espiritual a lo bélico
Entrevista con Froylán Enciso*
Ariel Ruiz Mondragón

La trayectoria histórica de la relación entre la sociedad y los gobiernos mexicanos con las drogas ha pasado diversas etapas, en la que se ha ido desde su uso abierto y ritual, hasta su utilización recreativa y prohibida, periplo en el que también se ha pasado por una importante faceta médica.
En su libro Nuestra historia narcótica. Pasajes para (re)legalizar las drogas en México (México, Debate, 2015), Froylán Enciso presenta una serie de ensayos en los que relata episodios que han marcado y mostrado importantes etapas de nuestro trato con esas sustancias. De esa forma recorre desde finales del siglo XIX, con las primeras noticias sobre la hoja de coca, hasta la moderna guerra contra las drogas, para concluir con una propuesta de justicia transicional.
Conversamos con Enciso (Mazatlán, 1981), quien es licenciado en Relaciones Internacionales por El Colegio de México y realiza estudios de doctorado en la State University of New York at Stony Brook. Ha colaborado en publicaciones como Vice, Gatopardo, Los Angeles Times, Emeequis, El Universal y Río Doce. Mantiene el blog Postales fantásticas en la página web Nuestra Aparente Rendición.

Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué hoy publicar un libro como el suyo, esta colección de postales fantásticas e históricas sobre la convivencia mexicana con las drogas?
Froylán Enciso (FE): Me empecé a interesar en la historia del narcotráfico en mi natal Sinaloa; mucho antes de que éste fuera este drama nacional que estamos viviendo, sufrimos las consecuencias de la violencia y la corrupción de la guerra contra las drogas.
Cuando llegué en 1998 a estudiar la licenciatura en El Colegio de México, el tema me perseguía, me obsesionaba: la narcocultura y el narcotráfico. Desde aquellos años de juventud me interesé por ellos. Esa es mi motivación personal.
En la investigación, el diálogo con especialistas tanto de México como de Estados Unidos alrededor del narcotráfico me llevó a ampliar los aspectos tanto cronológico como temático: empecé a enterarme de que no todo era violencia y corrupción, como yo las había vivido en mi infancia y en mis primeros estudios, sino que nuestro país ha tenido otras maneras de aproximarse a estas sustancias que tanta destrucción han causado.
Fue entonces que comencé a ampliar el tema del narcotráfico hacia el de las drogas en general. Este libro, en específico, lo empecé a escribir en 2010, y muchos de los textos, en versiones anteriores, fueron publicados en el portal Nuestra Aparente Rendición. Abrí un blog en 2010 y empecé a soltar estas que yo llamaba “Postales fantásticas”.
Desde el principio empecé a editar en mi cabeza una visión general de la historia de las drogas. Yo soltaba los textos sueltos en la web, en medios digitales. Pero silenciosamente, durante cuatro años fui articulando una visión general, la cual me era muy difícil compartir por medios digitales. Entonces decidí juntar todos aquellos textos —muchos de ellos narrativos, otros ensayos e incluso un par de entrevistas— para proveer de una nueva interpretación del narcotráfico en México, la cual le pudiera abrir los ojos a los lectores de una manera sencilla y amena sobre otras formas en que los mexicanos nos hemos relacionado con las drogas. Éstas incluyen la relación espiritual de los pueblos indígenas con algunas sustancias, y la relación científica y de salud que hemos tenido con algunas otras sustancias desde principios del siglo XIX. Es así como arranca esta visión: en cómo estas aproximaciones espirituales, médicas y farmacológicas al peyote, al estafiate, a las sustancias que usaban los pueblos nativos de las Américas, y también a la cocaína, la heroína, la morfina y los alcaloides que trajeron químicos europeos en el siglo XIX, los cuales empezaron a regularse y a prohibirse a principios del XX.

AR: Y también a ser estudiados, por lo que se ve en el libro.
FE: Sí: en el siglo XIX y principios del XX, cuando las drogas todavía no eran un tema policiaco y mucho menos de seguridad nacional, los médicos tomaron la responsabilidad sobre el conocimiento de estas sustancias, algo que ya no ocurre debido a la prohibición. Entonces hubo muchos estudios de médicos sobre la morfina, la heroína…
AR: Y, por ejemplo, ésta servía para combatir la adicción a la morfina…
FE: Exacto. Muchos mexicanos empezaron a consumir esta sustancia primero por motivos médicos y después les gustó, así de fácil. Muchos de ellos se volvieron dependientes; algunos (que no todos) tuvieron un consumo problemático que preocupó a los médicos, quienes se pusieron a estudiar este proceso con lupa, con casos muy bien documentados y diseñados. Esto lo recupero en algunas de las narrativas de Nuestra historia narcótica. Fue ese otro momento en que se creaba conocimiento científico y en que los mexicanos no nada más nos matábamos los unos a los otros por la guerra contra las drogas.

AR: Quiero engarzar eso con lo que habla del estudiante Carlos Alatorre, quien hizo una explicación basada en la velocidad del trajín de la vida moderna que generaba la necesidad de las drogas. Anota usted que “nuestra historia narcótica ha sido una sucesión de acciones interiorizadas desde el poder para mantener el despojo espiritual al que nos han sometido para que naciera la modernidad”. ¿Cuál ha sido la relación entre la modernidad y el consumo y el tráfico de drogas?
FE: Creo que, sobre todo, nuestra relación con la marihuana tiene mucho que ver con el proceso de modernización de México, y junto con ella otras sustancias de los pueblos nativos. La primera vez que se prohibieron o se controlaron las drogas en México fue en el siglo XVII, con el edicto del peyote. En las fotografías de Nuestra historia narcótica incluí una copia porque ese documento que encontré en el Fondo Indiferente Virreinal del Archivo General de la Nación puede ser interpretado como el origen de nuestra tragedia.
¿En qué sentido el Edicto del Peyote y la regulación de las sustancias como la marihuana se relacionan con el nacimiento de la modernidad? Pues básicamente que fue en el contacto del Viejo Mundo con el Nuevo Mundo, es decir, con el origen de la modernidad, que empezaron las primeras regulaciones de estas sustancias.
La marihuana no es una planta nativa de las Américas; su producción empezó a expandirse en México por un programa de desarrollo industrial de la Corona española durante la Colonia. Trajeron la cannabis índica para producir fibras textiles, telas y cuerdas para los barcos. Entonces los reyes de España esparcieron la marihuana por todo el país para esos fines industriales.
En el camino hubo grupos originales —por ejemplo los tepehuas, de lo que hay registro en el siglo XIX— que se dieron cuenta de que la marihuana les ayudaba a acceder a dioses relacionados con la fecundidad, al igual que otras sustancias. Hay historiadores, como Isaac Campos, que especulan que quizá los pueblos que usaban el pipiltzintzintli, que se relacionaba con el dios del maíz tierno y se usaba en ritos matrimoniales, incorporaron e incluyeron en esa relación enteógena a la marihuana. Entonces en ese sentido es parte de la modernidad.
Ese proceso de modernización que se relaciona con las drogas se radicalizó en el siglo XIX, cuando químicos europeos empezaron a extraer los alcaloides, es decir, las sustancias activas de las plantas que se habían encontrado en el Nuevo Mundo.
Entre ellas, por ejemplo, estaba la hoja de coca. Cuento la historia de cómo en el siglo XIX estaban formando el acervo del Museo de Historia Natural de Viena, y la fragata Novara —la misma que trajo a Carlota y Maximiliano a México— recogió un montón de hoja de coca para ese acervo y al final sobraron muchas. Entonces una hoja se la dieron a un profesor de la Universidad de Gotinga, quien se lo dio a un estudiante de doctorado porque no tenía tema de tesis. Entonces este químico alemán sintetizó por primera vez el alcaloide de la hoja de coca, y le dio el nombre de cocaína. Fue el mismo científico que inventó el gas mostaza, que fue tan mortífero en la Primera Guerra Mundial. Pero yo creo que nunca se imaginó que la cocaína iba a producir todas las violencias, las guerras, los desplazamientos, las desapariciones y toda la tragedia que hay ahora.
La farmacéutica Merck compró la patente…
AR: También menciona a Bayer…
FE: Bayer fue más para opiáceos. Ellos eran los que distribuían la morfina y después la heroína (que supuestamente iba a curar a los enfermos de morfinomanía, una enfermedad moderna).
Pero a la coca Merck le inventó un montón de usos: el anestésico, que empezaron a usar para sacar muelas y también para hacer tónicos —soft drinks les llamaban entonces— como el Vin Mariani en Francia, que ayudaba para el spleen, lo que ahora conocemos como depresión.
Bayer distribuía expectorantes hechos con base en opio, por ejemplo; o sea, eran milagros de la medicina moderna, que los médicos mexicanos adoptaron y estudiaron con toda responsabilidad.
Estas farmacéuticas, sin embargo, nunca se hicieron responsables de las nuevas enfermedades que estaban creando con la dependencia a sus sustancias. En cambio diferentes gobiernos —entre ellos el de Gran Bretaña y el estadounidense, que participaron en reuniones multilaterales para controlar las drogas— se reunieron para categorizar diferentes usos de las drogas: los buenos (que eran los médicos) versus los malos (los recreacionales o incluso espirituales: los usos que les daban los indios los veían como muy inferiores).
Entonces muchos médicos, como Carlos Alatorre, estaban muy conscientes de que ellos eran parte de esta historia, de que al recetar estas sustancias ellos posiblemente tuvieran cierta responsabilidad al crear la dependencia de sus pacientes y la popularización de estas sustancias para fines recreacionales.

AR: Lo interesante también es que hubo médicos que lo advirtieron.
FE: Sí, lo vieron venir. Hasta los años treinta, por ejemplo, no se ponían de acuerdo si la marihuana era buena o mala para la salud, ni en cuál era la mejor manera de controlarla. Los médicos de Venustiano Carranza, como José María C. Rodríguez, y luego Luis G. Cervantes, la querían controlar con leyes, policías y persecución. Sin embargo hubo otros médicos, por ejemplo Leopoldo Salazar Viniegra, que no estaban de acuerdo y decían: “Creo que la marihuana no es tan mala para la salud, y no creo que sea un problema de salud”. Quizá era un problema disciplinario dentro del Ejército, porque, como todos sabemos, en la Revolución la cucaracha no tenía marihuana suficiente, decía el general Urquizo. Entonces él no estaba de acuerdo, e incluso llegó a convencer a Lázaro Cárdenas de que se legalizaran las drogas en 1940.

AR: ¿Cuál era la situación de la toxicomanía antes de la prohibición? A finales del siglo XIX, en 1898, había denuncias de los propios médicos acerca del desarrollo de la morfinomanía, del heroinismo. Y en la Revolución la marihuana era muy usada por las clases populares, e incluso entre los jóvenes de clases altas del Porfiriato…
FE: Sí, eso empezó a cambiar en los años treinta, y también los jóvenes acomodados comenzaron a fumar esa sustancia, que antes era de los soldados de rostro indígena, de las clases bajas.

AR: Entonces ¿cuál era la situación de la toxicomanía en México antes de la prohibición?
FE: Hubo un médico que hizo un censo de toxicómanos creo que a finales de los años veinte (me da pudor no tener el dato a la mano), en el que hizo una lista por nombre, apellido, profesión, edad y sustancias de las que eran dependientes los toxicómanos que estaban en las cárceles mexicanas. Los conté y eran como 500 y cacho en la Ciudad de México. Por la población de aquellos momentos en la ciudad, eso me dice que ya era un problema importante que estaba avanzando sobre todo en zonas urbanas, porque era un problema de la gente que tenía acceso a los servicios de salud; en las zonas rurales seguían dependiendo de la herbolaria, de la medicina alternativa, y no tenían estas enfermedades de las sustancias de la medicina moderna.
Los médicos estaban conscientes de que la toxicomanía estaba avanzando en aquellos momentos; pero era un tema que se podía estudiar y cuantificar con precisión, era manejable por los médicos, o por lo menos eso se refleja en el tipo de estudios que hacían. No era el problema que es hoy, por ejemplo, en zonas urbanas y rurales de Estados Unidos, o en algunas ciudades fronterizas de México, en las que el consumo de drogas es un problema de salud pública muy focalizado todavía pero importante.
Era un problema manejable, pero estas enfermedades de la modernidad estaban avanzando, como decía Alatorre. Dentro de la idea de que era manejable hubo políticas muy específicas, por ejemplo la fundación de un hospital de toxicómanos para tratar de ayudar a las personas que tenían este problema de salud en la Ciudad de México. Así, se hizo un anexo al manicomio de La Castañeda, del cual llegó a ser director el doctor Salazar Viniegra. Fue de la observación del tratamiento de los toxicómanos y de sus propios experimentos con marihuana que él llegó a la conclusión de que la vía policiaca y criminalizadora —que llevó a la guerra contra las drogas, como ahora sabemos— no era el problema principal sino que estas personas que tenían estas enfermedades modernas tuvieran acceso a servicios de salud que los ayudaran a salir de ellas.
Fue por eso y por la circunstancia tan localizada en esos momentos de la toxicomanía, que Salazar Viniegra propuso cambiar la política para hacer retroceder el proceso de criminalización, del uso de policías para perseguir a la toxicómanos…

AR: Allí es interesante que esa lucha fue incluso a nivel internacional: uno de los grandes diplomáticos de México, como Manuel Tello, fue a hablar de esto a foros internacionales. ¿Qué pasó con esta experiencia?
FE: Fueron a la segunda Conferencia Internacional del Opio, en Ginebra en 1939. Salazar Viniegra, a partir de su experimento y de su trabajo directo con toxicómanos, convenció a Tello de que fueran a esa reunión para presentar la idea de que tratar el tema de las drogas como asunto de salud tenía mucho más sentido que emprender una guerra en términos policiacos.
Se fue Tello a presentar esta postura basada en el conocimiento científico creado en México. En la conferencia no les fue muy bien debido a que algunos países se resistieron a estas propuestas mexicanas tan innovadoras y que eran demasiado para ellos.
Harry Anslinger, representante de Estados Unidos, emprendió una verdadera cruzada no sólo contra la propuesta de cambio de reforma de la política global de control de drogas, sino personalmente contra Salazar Viniegra. Ese fue el resultado.
Entonces no les fue muy bien: en la conferencia evidentemente no lograron convencer a los países del mundo, pero sentaron un precedente de discusión internacional sobre el tema.
En 1940 corrieron a Salazar Viniegra del Departamento de Salubridad porque a él se le vinculaba con los grupos almazanistas, enemigos del candidato oficial. Pero se quedó en ese cargo una persona que lo respetaba mucho: José Siurob, otro médico muy inteligente que logró convencer al presidente Lázaro Cárdenas en su último año de gobierno de que México tuviera una política propia frente a las drogas. Así fueron legalizadas las drogas en febrero de 1940. Fue una política que lograron mantener con mucho éxito con los dispensarios médicos, hasta que Estados Unidos, básicamente funcionarios como Anslinger y el Departamento de Estado, se enojaron y amenazaron a México con parar el suministro de medicamentos en medio de la Segunda Guerra Mundial.
Sin embargo, fueron unos meses en los que México logró terminar con el contrabando de drogas y la corrupción que ya empezaba a generar en los cuerpos policiacos y entre políticos.
Fue un periodo muy interesante del cual todos los mexicanos deberíamos estar conscientes, y es por eso que decidí contarlo en Nuestra historia narcótica de manera sencilla, asequible, para un público amplio.

AR: Vamos sobre la discusión que hubo en el Congreso Constituyente sobre las drogas, donde se presentó la iniciativa del diputado Rodríguez, el médico de Carranza. ¿Cómo se plasmó el prohibicionismo a nivel constitucional y cuál ha sido su evolución?
FE: En la Constitución de 1917 se crearon las instituciones de salud con las cuales se empezó el control de las drogas por motivos de política de salud, pero también por razones racistas. Para mí es muy importante que en cada parte de esta historia se reconozca la responsabilidad de la clase política, así como la que tenemos frente a este tema como mexicanos.
Entonces se crearon las instituciones de salud, y en los siguientes años se empezó reglamentar; en los años veinte, por ejemplo, hubo decretos en los que se prohibía la importación de ciertas sustancias; después los abogados, con la ayuda de ciertos médicos (sobre todo los carrancistas), inventaron una fórmula que en esos momentos era muy innovadora (aunque tenía antecedentes en el siglo XIX): los delitos contra la salud.
En el pasado, hasta el Código Penal de 1929, la salud era un asunto individual: uno se enfermaba, y como persona iba y buscaba tratamiento médico. Pues a estos médicos y abogados se les ocurrió una idea abstracta: la salud pública, es decir, la de la madre patria, de la nación, idea que estaba fundamentada en los principios del mejoramiento de la raza. Entonces la salud de la nación, no la salud de las personas, era un bien jurídico que el Código Penal tenía que cuidar. Así les comenzó a valer pepino la salud de las personas para defender esa abstracción. Y como las drogas, de manera abstracta, atentaban contra el mejoramiento de la raza, es decir, la salud de la patria, empezaron a perseguir a esas sustancias en lugar de cuidar a las personas.
Eso se quedó en el Código Penal de 1929, y lo venimos arrastrando hasta nuestros días. Así, hay gente a la que se le mete a la cárcel por delitos contra la salud.
Creo que la invención de la salud pública como bien jurídico fue lo que después llevó a políticas cada vez más alejadas del cuidado de los mexicanos como personas y más cercanas de la guerra por motivos de la salud abstracta de la madre patria. Fue un asunto muy raro que se inventó todavía con el régimen revolucionario.
Eso es lo que rescato del desarrollo jurídico, aunque hay muchísimos otros elementos del prohibicionismo mexicano que no desarrollo tanto en Nuestra historia narcótica, pero quizá lo haga en el futuro.

AR: ¿Cómo vincula lo anterior con el hecho de que en 1947 Salubridad dejó de hacerse cargo del tráfico de drogas y entró a ello la Procuraduría General de la República (PGR)?
FE: Hubo motivos estratégicos. Después de que los gringos lograron que Lázaro Cárdenas diera marcha atrás a la legalización de las drogas, durante toda la Segunda Guerra Mundial hubo muchas presiones por parte ellos para, por un lado, mantener sus insumos de morfina para los frentes de batalla, y por el otro, combatir la producción, los excedentes de mercado que se estaban produciendo en algunas regiones de México, especialmente en la zona de Badiraguato, en el Triángulo Dorado. Fue en los años cuarenta cuando empezaron los primeros operativos con el apoyo estadunidense.
Frente al declive del conocimiento médico y de salud empezó un ascenso de las intervenciones policiacas y militares apoyadas por Estados Unidos. Ya para 1949, cuando teníamos un gobierno mucho más conservador y un gobierno estadounidense mucho más agresivo en sus presiones para que adoptáramos la política de persecución policiaca de la oferta de drogas (no del consumo), los estadounidenses empezaron a promover que unos mexicanos persiguieran a otros. Para 1947 ya era evidente que la institución que iba a interactuar con los estadounidenses iba a ser la PGR. Es por eso que las instituciones policiacas se convirtieron en las principales encargadas del control y de la persecución de estas sustancias.
Esto tiene un desarrollo hasta los años setenta, cuando el regreso de los soldados de la guerra de Vietnam y el cierre de la ruta turco-francesa de heroína provocó que hubiera un nuevo auge de la producción de opio en el Triángulo Dorado en México. Entonces hubo una reacción conservadora por parte del presidente Richard Nixon, quien, por ejemplo, cerró la frontera en 1969. Además todos estos movimientos geoestratégicos de los mercados globales de drogas provocaron un auge terrible de la violencia y de la renovación de los métodos criminales para contrabandear drogas en Sinaloa.
Durante este periodo, también con el auspicio de Estados Unidos, inició la persecución militar de los campesinos que plantaban estas sustancias y, en el camino también, de los que no las plantaban, de estudiantes opositores al régimen, etcétera.
Entonces estos son los momentos institucionales: hay uno de regulación espiritual de la Santa Inquisición durante la Colonia; hay otro de generación de conocimiento científico y de regulación en el siglo XIX, que se extiende —ya con muchas dificultades por la oposición de la gente que quería que este tema fuera policiaco—, hasta 1940, cuando se legalizaron las drogas.
Posteriormente, a partir de 1947, se estableció que la relación principal del gobierno de México con las drogas sería por métodos policiacos, lo que, en los años setenta y con el apoyo de Estados Unidos, llegó a lo militar. Así, a finales de los años ochenta se empezó a conceptualizar como un problema de seguridad nacional.
Ese es más o menos el arco histórico. Es un tema muy complejo y es difícil sintetizar todo de una manera amable para los lectores, pero tampoco quiero ponerlo de manera que no se entienda, porque luego hay académicos que escribimos más para vernos nosotros muy inteligentes que para que el lector entienda. Es algo que no quiero que me pase.
Lo más importante para mí es que mi libro no fuera difícil sino de disfrute, incluso si uno no tiene mucho tiempo para dedicarle, y que se pueda leer aunque sea en el Metro, un capitulito entre estación y estación. Como autor ese es mi sueño: que la gente disfrute.

AR: De lo que ha estudiado, ¿el narcotráfico ha traído beneficios sociales y económicos a las comunidades donde se asienta? En el libro pone el caso de Badiraguato con su carretera, o de Culiacán, donde, dice, los narcos suplieron al gobierno en la provisión de algunos servicios e incluso se habla de códigos éticos.
FE: De lo que hablo es de una percepción. Si uno lo ve en términos macroeconómicos, te puedo asegurar que el narcotráfico no ha generado ningún beneficio para esas comunidades. Badiraguato sigue siendo el municipio más pobre y de mayor marginación de Sinaloa.
Entonces en términos macro no ha traído desarrollo comunitario, pero visto desde una perspectiva a la que los académicos llaman mesoeconómica, es decir, desde las comunidades, es un beneficio el hecho de que haya habido algún señor que quién sabe qué negocio tenía pero que dio el dinero para construir la iglesia, el centrito de salud, la escuelita, para remozar las calles, para permitir que a los pueblitos ya no sólo se llegara en avioneta y que hubiera aunque sea una carretera de terracería. Se trataba de varias generaciones de personas de esas regiones tan olvidadas no sólo por el gobierno sino también por la sociedad mexicana en su conjunto.
El hecho de que algunas generaciones no se hayan muerto de hambre ya es, desde la perspectiva de las comunidades, un beneficio. Así de fácil.
¿Es lo ideal? Por supuesto que no. No estoy diciendo, como historiador, que eso sea lo ideal sino lo contrario: debería haber políticas de desarrollo que no solamente se preocuparan por la percepción macroeconómica sino también por modificar la idea de que el narcotráfico es la única manera de ascensión social en estas comunidades, de que es la única forma en que los medios de comunicación, los especialistas y los políticos se van a interesar en estas comunidades.
En esas comunidades también hay resentimiento. El pueblo del Chapo Guzmán ha sido víctima de violaciones a los derechos humanos por parte de las policías federales y del Ejército. Parte de sus acciones, por lo menos, se deben explicar como cierto resentimiento de él y de estas comunidades frente al poder público, así como de cierto orgullo por haber logrado hablarse de tú a tú con la plutocracia nacional y al obtener un lugar en la lista de Forbes.

AR: Pero ese beneficio ha tenido costos muy altos. En ese sentido otro ensayo muy revelador tiene un dato importante: 1976 fue el año más violento en la historia de Culiacán, cuando hubo 543 homicidios. ¿Qué ocurrió en aquel entonces y cómo se detuvo aquella matanza?
FE: Explico ese año en términos estratégicos por el regreso de los soldados de Vietnam, el aumento del consumo de opiáceos en Estados Unidos y el cierre de la ruta turco-francesa, que provocó que el precio de la heroína negra mexicana se triplicara. Entonces muchos campesinos, los poquiteros, los gomeritos —como les llamaban en aquella época— comenzaron a obtener recursos que les permitían volverse patrones.
Ese aumento en los precios provocado por el aumento del consumo en Estados Unidos y por las estrategias militares y policiacas fueron mecanismos de mercado que provocaron esta guerra entre los diferentes grupos sociales que se estaban relacionados con el mercado internacional.
¿Qué es lo que siguió? Operativos militares: inició la Operación Cóndor. ¿Solucionó la violencia? No, sino todo lo contrario: no sólo incrementó silenciosas masacres en las comunidades campesinas, porque esa operación no fue parte de una guerra contra las drogas sino una operación anticampesina, en la cual, como se puede ver en la selección de fotos inéditas que logré rescatar de los archivos de los hermanos Mayo, no solamente se llevaron entre las patas a los campesinos sino también a muchos jóvenes estudiantes que participaban en aquellos momentos en movimientos opositores al régimen autoritario del PRI.
Entonces se iniciaron estos ciclos de violencia y, por supuesto, tuvimos este proceso de resentimiento de estas comunidades que después se nos regresó con la creación de liderazgos criminales globales épicos.
No se acabó la violencia: ésta tiene que ver con incentivos de mercado globales, y los operativos que vinieron después no acabaron con ella sino que iniciaron ciclos de violencia muchos más complejos y más dispersos en el país, porque muchos de los líderes del narco, cuya juventud la vivieron en medio de los operativos anticampesinos de los años setenta, se distribuyeron en todo el país, y después fundaron organizaciones criminales en Ciudad Juárez, Tijuana, Mexicali y en cada uno de los puntos de la frontera.
Tamaulipas se cuece aparte porque tiene su propia historia con las drogas, que tiene que ver más con la delimitación fronteriza y no tanto con los movimientos globales de Sinaloa. Pero sus líderes se esparcieron e iniciaron esta guerra atroz. La espiral de violencia terminó por envolver a todo México.

AR: También habla de la narcocultura: con ésta se enfrenta el riesgo, le da un valor organizacional y creo que otro aspiracional al oficio. Dice que, finalmente, esto tiene que ver con los mercados. ¿Cuál es el fondo y el significado económico de la narcocultura?
FE: Creo que la manera violenta y corrupta con que en México nos estamos relacionando con las drogas en la actualidad nos incluye a todos. Lo que yo quiero decir allí es que la narcocultura no se circunscribe a unos seres exóticos que son los narcos, que usan botas de piel de avestruz o de cocodrilo, cinto piteado, camisa Versace, pantalón atrincao Louis Vuitton y lentes Prada. Estos seres exóticos como que nos tranquilizan porque esos otros, que son muy diferentes a nosotros, son los responsables. Es la famosa leyenda negra de la que tanto se quejaban los intelectuales sinaloenses desde los años sesenta y setenta, por lo menos.
Lo que yo trato de decir es que el retrato del narco como un ser exótico es como un artefacto semiótico que usamos las clases intelectuales, las clases altas, para que lo que nosotros hacemos, la manera en que nos relacionamos con las drogas, no suenen a narcocultura. Lo que yo quiero decir con eso es que todo los mexicanos tenemos una relación directo o indirecta con esta tragedia, y cada uno debemos ir a recoger nuestro pedacito de responsabilidad.
La narcocultura no es un asunto de seres exóticos: es un sistema en el que todos estamos metidos, tanto las clases populares como las altas, las intelectuales, la plutocracia nacional y, por supuesto, los políticos.
La discusión pública de la corrupción política (lo que ahora llamamos “narcopolítica”) también es narcocultura, intercambio de significados alrededor de estas sustancias que tanto daño nos han hecho, y hay que asumirla como lo que es.
La publicación de un libro sobre nuestra historia narcótica también es narcocultura, que no es ni más ni menos importante para este sistema de cosas que el beber whisky Buchanans a granel o un narcocorrido. Si los mexicanos empezamos a vernos como parte de este sistema de cosas, que tiene varias funciones para el mercado global de drogas, yo creo que podemos empezar a recoger nuestro pedazo de responsabilidad y pensar en esos otros momentos en que nuestra relación con las drogas no sólo fue la violencia y la corrupción sino otras cosas: ideas espirituales, científicas, jurídicas y de la política internacional propias.
Por lo anterior propongo ver la narcocultura para empezarnos a acercar a nuestra propia historia, nuestras diferentes relaciones con las drogas y comencemos a participar en la sofisticación de esa cultura no sólo de manera funcional al mercado negro de drogas sino para crear nuevas ideas que nos permitan dejar de enriquecer a contrabandistas y políticos corruptos, y empezar a cuidar tanto a nuestros productores y a nuestros consumidores de productos legales o ilegales como connacionales, no como estos personajes lejanos y superexóticos.
A eso me refiero como la narcocultura: como un sistema en el que juegan en el mismo nivel la alta y la baja narcocultura, que es funcional al mercado negro de drogas, es decir, a lo que las agencias internacionales de seguridad y ahora nosotros llamamos “los cárteles”.

AR: Otro asunto es que está muy claro que ha habido vínculos de narcotraficantes con políticos. Habla usted, por ejemplo, de Alberto Sicilia Falcón, que tuvo incluso relaciones con la guerrilla. ¿Qué ha ocurrido con esta otra parte de vinculación política? Con los gobernantes está muy claro, pero ¿qué pasó en ese caso de la guerrilla, por ejemplo?
FE: Muy a pesar de la gente de pensamiento crítico desde la izquierda (y me ha sido difícil por mi formación personal e intelectual), hay que reconocer que el problema de las drogas ha provocado problemas no nada más en las derechas conservadoras sino también en las izquierdas.
Sí, es un reconocimiento que hay que hacer: sí ha habido movimientos opositores que no sólo han sido víctimas sino también partícipes de los mercados negros de las drogas, por necesidad si tú quieres, porque producir marihuana para los gringos era considerado como un acto antiimperialista. Entonces es un reconocimiento que hago allí con toda honestidad y con todo respeto por los ideales y luchas de las izquierdas.

AR: Casi para terminar: cuando usted habla del Chapo Guzmán señala que éste ha significado cambios y continuidades en el modelo de criminalidad mexicana, especialmente en la transición democrática. ¿Cuáles han sido esos cambios y continuidades?
FE: ¿Qué imagen del Chapo le dejo al lector en Nuestra historia narcótica (muy sin querer)? La primera imagen que vas a es que, antes de ser victimario, es decir, de provocar toda esta violencia, él y sus familiares fueron víctimas de la guerra contra las drogas en su pueblo, La Tuna.
Todo bandido tiene un acto de injusticia ejemplar: por ejemplo, a Pancho Villa le violaron a la hermana. En el caso del Chapo fue aquel operativo en La Tuna, y a partir de ese acto de injusticia ejemplar el Chapo se volvió victimario y también en héroe popular al mismo tiempo; es decir, un bandido.
Pero el Chapo creció como bandido bajo la égida del PRI autoritario, y es un asunto que debería sentarme a reconstruir con más detalle. Su carrera delictiva tiene que ver con los liderazgos de los años setenta en Sinaloa: fue de los que migraron a Guadalajara luego de los operativos militares, y desde allí participó en la articulación de lo que ya en los ochenta se conoció como el Cártel de Sinaloa, liderado por Miguel Ángel Félix Gallardo.
El Chapo, según la crónica de Jesús Blancornelas, fue enviado a Tecate y a Mexicali; aquí él retomó la vieja idea de los fumaderos de opio que se hacían en los subterráneos, y la llevó a unos niveles inusitados incluso desde los años ochenta, cuando empezó a construir túneles por la frontera.
Pero el Chapo no fue un sujeto político sólo de los gobiernos de la transición a la democracia, es decir, de los panistas, sino que formó sus grandes ideas empresariales con el PRI.
Eso es lo que refleja el Chapo ante el deseo que existe ahora de verlo como un capo sexenal (así hubo quien quiso verlo como el capo de Fox porque se le escapó, y después como el capo con el que se entendía Calderón porque no se persiguió al Cártel de Sinaloa en ese momento). Pero lo que yo quiero decir con estas pequeñas postalitas con breves pasajes de la vida del Chapo es que él, como personaje, está formado como parte de una larga historia de corrupción y de violencia.
También es una invitación a que dejemos de mitificarlo y empecemos a verlo como persona. Más allá de ser un superhéroe o un supervillano, lo que a mí me gustaría dejarle al lector son unos atisbos de humanidad que nos permitan ir desmontando todos los mitos de la narcocultura.

AR: Quiero concluir con eso e ir a la parte propositiva del libro: usted hace una crítica de varios movimientos porque muchas veces no han vinculado las políticas públicas respecto a las drogas, con los derechos de las víctimas. Al final dice que debemos imaginar y crear nuevas nociones de reparación de los daños, de justicia. Habla de formación de las comisiones de la verdad e incluso de una suerte de Plan Marshall. A grandes rasgos ¿cuáles son sus ideas acerca de esta reparación de daños y de justicia?
FE: Mi propuesta muy concreta es que el gobierno mexicano escuche tanto al movimiento de víctimas, del cual han sido parte Javier Sicilia, las madres de los desaparecidos, etcétera, como al movimiento por la reforma de la política de drogas, que hace propuestas de legalización, aunque ésta no es suficiente.
El daño que la guerra contra las drogas ha causado en nuestras comunidades campesinas, en nuestras zonas urbanas, el tratamiento de nuestros consumidores como criminales —que, en este sentido, también han sido víctimas de la guerra contra las drogas— ha sido en este país brutal, y merecería la colaboración de las grandes potencias prohibicionistas en la reconstrucción de México.
También tenemos que pensar en poner la justicia en el centro del desmantelamiento de la prohibición de las drogas.



*Entrevista publicada en Etcétera, núm. 188, julio de 2016.

miércoles, marzo 01, 2017

Las guerras, un continuo del Estado mexicano. Entrevista con Teresa Santiago y Carlos Illades


Las guerras, un continuo del Estado mexicano
Entrevista con Teresa Santiago y Carlos Illades*
Ariel Ruiz Mondragón
En los años setenta del siglo pasado el gobierno mexicano lanzó una gran campaña en contra de los grupos subversivos que operaban en distintos lugares del país, como Guerrero. Se trató de la llamada “guerra sucia”.
 Por esos mismos años, en buena medida a instancias de Estados Unidos, el Estado mexicano también inició una gran ofensiva contra la producción, distribución y comercialización de narcóticos ilegales.
Unas tres décadas después, ya en pleno proceso de transformación política del país, se lanzó otra guerra: en esta ocasión contra el crimen organizado, especialmente el dedicado al narcotráfico, una industria delictiva que ha tenido un auge por la democratización, la globalización y las duras circunstancias económicas y sociales.
La forma en que se han vinculado esos procesos bélicos ha sido analizada, desde la filosofía política y la historia social, por Teresa Santiago y Carlos Illades en su libro Estado de guerra. De la guerra sucia a la narcoguerra (México Ediciones Era, 2014).
Sobre ese libro conversamos con los autores. Teresa Santiago es doctora en Filosofía por la Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa, de la que también es profesora e investigadora. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores (SNI) nivel I, ha colaborado en publicaciones como Dianoia, Signos filosóficos y la Revista de la Universidad de México.
Carlos Illades es doctor en Historia por El Colegio de México y profesor-investigador en la UAM-Iztapalapa; además es miembro del SNI nivel III. Ha ganado diversos premios de investigación: el Marcos y Celia Maus (1995), que otorga la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM; en 1999, el de la Academia Mexicana de Ciencias, en el Área de Ciencias Sociales (1999); el Edmundo O’Gorman (2001), del INAH; el del Comité Mexicano de Ciencias Históricas (2002), y el Gastón García Cantú (2007), del INEHRM.
Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué escribir un libro como el suyo, en el que desde la filosofía política clásica y la historia analizan la guerra mexicana contra el narcotráfico?
Teresa Santiago (TS): No es el único libro que hay sobre la guerra contra el narco; ya hay varios y habrá muchos más, pero creo que lo que este libro tiene de diferente es que conjunta dos miradas: la de la filosofía política y la de la historia reciente en México. Creo que esa fue nuestra motivación más fuerte para escribirlo.
Los acontecimientos se dejaron venir desde el 2006, pero fue en 2011 cuando nació la inquietud de escribir algo sobre lo que estaba sucediendo a partir de estas dos perspectivas.
Carlos Illades (CI): Nos quedó la impresión, sobre todo por lo que leíamos en la prensa, de que estaban ausentes algunos conceptos importantes acerca de la guerra, o que aparecían nada más como esbozo en los análisis. Tampoco fueron muchos autores, pero vimos que estaba bordándose alrededor de la noción de “guerra justa”. Y entonces con Teresa, que es especialista en los temas de la guerra, empezamos a pensar: hay que decir algo desde la academia porque da la impresión de que hay percepciones y aproximaciones desde los medios, pero falta una serie de conceptos que den más precisión al análisis. Esto también nos llevó a escribir el texto.

AR: ¿Qué nos aporta hoy la filosofía política clásica para el análisis de nuestra situación?
TS: Creo que ayuda mucho para entender y, sobre todo, para llevar a cabo el análisis. Como dijo Carlos hace un momento, se utilizan conceptos que no están muy claramente definidos, pero para que se lleve a cabo un análisis más puntual y correcto es bueno empezar por este tipo de reflexión y de puntualización, y la filosofía política da herramientas para hacerlo.
Los clásicos, desde luego, pueden servir muchísimo; al principio del libro tomamos, por ejemplo, a Hobbes para abordar las ideas de Estado y de guerra, de cómo ésta tiene que entenderse a partir de la formación de un Estado que es, a final de cuentas, un ente político que los ciudadanos construyen para salir de la guerra de todos contra todos, lo que no quiere decir que el conflicto se elimine por completo porque siempre lo habrá.
Ese tipo de reflexión y de análisis que nos brinda la filosofía política ayuda muchísimo para que nosotros apliquemos esos conceptos a una situación concreta, como la guerra que se libra en México contra el crimen organizado.
CI: También notamos otro asunto cuando empezamos a hablar de hacer un libro: en 2011 poco se hablaba de los daños causados a la población por la guerra. Uno de los pocos éxitos que tuvo Felipe Calderón en la guerra que emprendió fue hacerle creer a la sociedad que el conflicto era entre criminales que se mataban entre ellos y que se autorregulaban como el mercado, como una ley natural. Esa era su perspectiva, y dentro del fracaso que representó su planteamiento acerca de la guerra, en eso fue exitoso.
La sociedad creyó, al menos durante algún tiempo, que el enfrentamiento era entre criminales, pero ahora lo que vemos ya muy frecuentemente en estudios serios es que ya se habla mucho más de desaparecidos, de desplazados, de gente que no tenía que ver con la guerra y que ahora la padece.
Justo también por eso nos resultó muy útil remitirnos a las nociones acerca de la guerra, de los acuerdos que tiene que haber en ella (el llamado ad bellum, el derecho de guerra) para ver todas sus posibles consecuencias y las derivas que puede tener y que, por supuesto, no fueron ni siquiera pensadas por la administración de Calderón a la hora de lanzarla. Esto es, que toda guerra tiene consecuencias para la población civil, las que quedaron ausentes, por un momento, en la perspectiva gubernamental y también en los primeros análisis.
Entonces para nosotros era importante decirlo, aunque ahora ya hay mucho más al respecto.

AR: En el libro hacen una distinción muy interesante entre lo que es la guerra civil y la interna. Pero también hay quienes han querido ver en esta guerra una suerte de insurgencia, por ejemplo. A partir de esas categorías, ¿qué tipo de conflicto es el que ha habido entre bandas del crimen organizado y entre ellas y el Estado?
TS: Nosotros lo caracterizamos como guerra interna; es un término que debe tener una explicación porque no basta nada más decir “esto se llama así”. Lo que encontramos es que esta guerra interna se parece a distintos tipos de conflicto: a la guerra civil, a la insurgencia y otros.
Por ejemplo, en los últimos tiempos la situación se parece mucho a la guerra sucia en cuanto a lo que ha llevado la militarización de este conflicto. Entonces le llamamos guerra interna porque es un enemigo interno que es combatido por el Estado y que ocupa un territorio.
También hay la discusión de si es una guerra o no lo es. En los primeros meses y etapas del conflicto muchos estuvieron en contra de que se le llamara “guerra”, pero ahora vemos que no es exagerado llamarla así porque hay justamente elementos que sí nos permiten hablar de guerra: el contrario que es designado por el Estado como un enemigo, se le combate con el Ejército y el enemigo ocupa territorios y en algunos casos incluso se hace del poder político. Esto también, por ejemplo, podría acercar este conflicto a la guerra civil.
Por lo anterior a nosotros nos pareció correcto llamarla guerra interna, aunque, repito, tiene toda esta complejidad y esta cantidad de elementos.
CI: Nada más por recordar un dato: en la guerra civil salvadoreña, en el momento de más fuerza del Frente Farabundo Martí, éste logró apoderarse de un tercio del territorio; si nosotros empezamos a sumar los estados y los municipios que están tomados por distintos grupos, llegaremos a la conclusión de que México no está tan lejos de que un segmento importante —no digo mayoritario— del territorio sea gobernado bajo reglas que no son las de una república o de un Estado legítimamente constituido. Esto me parece importante.
Otra asunto es que la guerra ha ido cambiando, y en algún momento, hace un par de años, cuando surgieron las autodefensas, en particular en Michoacán y Guerrero, sí hubo elementos de insurgencia ya que dentro de la lógica misma de la guerra algunos grupos desarrollaron esa perspectiva. Pienso que Mireles era una insurgencia civil, y de allí la preocupación y la acción estatal por pararla.

AR: Ustedes dicen que la narcoguerra tiene una lógica empresarial, sin reivindicaciones sociales ni políticas, además de que los grupos no buscan acabar con un orden que los beneficia. En este sentido ¿se puede decir que estas bandas de narcotraficantes, pese a intentos populistas como los de La Familia Michoacana y de los Templarios, son actores eminentemente conservadores?
TS: Yo creo que sí; no sería equivocado caracterizarlos como conservadores porque, en efecto, hasta ahora no tienen, salvo los Templarios y la Familia Michoacana, ningún intento de reivindicación social. Su bandera no es la justicia social, desde luego, e incluso en esos grupos, sobre todo los Templarios, más bien hay una cuestión medio religiosa, una especie de código moral que al principio publicaron.
A los grupos delincuenciales no les conviene tampoco que se desorganice demasiado el aspecto institucional del Estado. En ese sentido podríamos decir que sí son conservadores, aunque van totalmente con las leyes del mercado, que es lo que priva para ellos. Después está todo lo demás, incluso la vida humana, la protección de las poblaciones, etcétera. Eso va siempre en un segundo o último término.
CI: Esto último que señala Teresa es el capitalismo desregulado en su más cruda expresión: es maximizar las ganancias a costa de lo que sea. Entonces, claro, están fuera de la ley; pero dentro del marco de la ley y del imaginario colectivo lo que se fomenta es que hay que tener éxito a como dé lugar, hay que ganar lo más que se pueda y hay que saltarse las trabas. Es esta lógica de la sociedad actual: la maximización de la ganancia es la regla de oro.
Tampoco deberíamos extrañarnos de que procedan así; cuando se nos dice que la empresa del Chapo Guzmán, el Cártel de Sinaloa, funciona de manera muy eficiente y moderna, pues claro, es la expresión del orden que tenemos y es, finalmente, parte de un tipo de sociedad que premia este éxito a como dé lugar.

AR: En el libro vemos que se relacionan dos partes: primera, la política, la de los grupos subversivos (está mencionado desde el asalto al cuartel Madera en 1965, hasta las acciones del EPR), y la segunda es la acción militar, desde la guerra sucia de Mario Arturo Acosta Chaparro hasta la intervención militar en Guerrero debida al crimen organizado. ¿Cómo se han imbricado estas dos luchas: por una parte la lucha política, social, de grupos subversivos, guerrilleros, con la otra parte, la de la delincuencia organizada?
CI: De un lado está el Estado, y eso lo destaca mucho el libro. Estamos en un país que transita hacia la democracia, pero que no ha acabado con muchos de los rasgos autoritarios que vienen del primer priato —porque ya no sabemos cuánto dure el segundo—, y es un Estado que, al no haber revisado sus códigos, sus prácticas, etcétera, emprendió una guerra mucho más grande, contra un enemigo mucho más poderoso que las guerrillas: el crimen organizado. Pero lo hizo sin haberse depurado. Por esto establecemos una conexión entre la guerra sucia y la guerra contra el crimen organizado.
Lo anterior es parte de un continuo de un Estado autoritario que no se acaba de ir, que nunca supo aclarar lo de las víctimas de la guerra sucia y ahora no sabe ni siquiera contar las víctimas de la guerra contra el crimen organizado. Ese es un elemento fundamental.
Del lado de las fuerzas que se oponen al Estado, pensamos que la guerrilla sigue siendo un tanto marginal; es decir, puede ser que en algunas zonas se encuentren las guerrillas con los criminales y que incluso puede haber eventualmente un nexo, pero no es algo que todavía sea algo orgánico.
Creo que la guerrilla mexicana ha podido crecer un poco no gracias al crimen sino a partir de los movimientos sociales; es decir, vemos más una presencia colectiva o de masas de la guerrilla en asuntos tales como el movimiento magisterial, en particular en Guerrero, que en alianzas puntuales con el crimen organizado.
La guerrilla es marginal, pero no está en una mala época. Considero que está en una época en que, a veces, en algunos casos y en algunas regiones, como las autodefensas y en movimientos sociales, tiene ya una presencia más importante, no tanto por el lado del crimen —si no, la guerrilla tendría ya una mucho mayor capacidad de acción, de fuego, etcétera.

AR: Sobre la cuestión política hacen una anotación: “En la normalidad democrática se ha incrementado exponencialmente la barbarie, y con la globalización floreció el negocio del narcotráfico”. ¿Qué ocurrió con la democratización en estas dos guerras que tienen tantas similitudes?
TS: Pues yo creo que no se desmontaron muchos de los aparatos que sostenían al priato. Toda la expectativa que se tenía respecto a la alternancia muy pronto resultó ser una esperanza vana, porque no se hicieron las cosas que se deberían haber hecho. Recuerdo que Vicente Fox llegó con la bandera del cambio, y en realidad no cambió nada, simplemente se dedicó a nadar de a muertito para no tener muchos problemas. Fue en una época, además, en la que se pudieron hacer muchas cosas; por ejemplo, el petróleo estaba a muy buen precio, y todo eso se derrochaba, política y económicamente. Luego, con Felipe Calderón, muy pronto inició esta guerra sin pensar realmente en lo que podía traer como consecuencia.
Así la democratización no trajo lo que esperábamos. Quizá se avanzó en términos de organización de las elecciones, cómo se hacen y cómo los partidos se incorporaron, nada más. Si eso entendemos por democratización, me parece bastante pobre.
CI: Pensamos que Fox, en realidad, paró la transición; con la amplia votación que obtuvo, con las expectativas con que fue recibida su victoria, habría tenido la oportunidad de hacer avanzar efectivamente la transición. También habría tenido la oportunidad de hacer una reforma fiscal, lo que ahora estamos pagando. También desmanteló el Cisen; entonces Fox también tiene una responsabilidad en torno a la guerra que después emprendió Calderón, ya que no emprendió reformas pese a que tuvo unas circunstancias muy buenas en términos del precio del petróleo, del turismo, de las condiciones macroeconómicas que heredó para hacer avanzar el país. Se gastó las ganancias extraordinarias al repartirlas entre los gobernadores —que ahora son verdaderos virreyes— y en aumentar la burocracia, pero sin grandes beneficios en términos de reformar el Estado.
Pero hay otro elemento que consideramos importante: son paralelas las pistas de la democracia y de la guerra. La transición democrática es en el plano fundamentalmente político, y en cambio la guerra es en parte consecuencia de la política pero también es, en parte, consecuencia de la economía. La modernización del país, emprendida por lo menos desde los años noventa, deriva, por un lado, en un cambio democrático, pero también va destruyendo muchos de los amarres y de los vínculos sociales que hacían manejable el país.
Eso también influirá después en el desarrollo de la guerra, y en paralelo el estancamiento económico; es decir, un país que ha crecido en los últimos 25 años en un promedio de 2 o 2 y fracción por ciento, lo cual está muy por debajo de lo que se necesita para dar empleo a los jóvenes que demandan trabajo, lo que ha hecho que haya una cantidad de brazos inmensa entre la juventud que está dispuesta, ante la falta de oportunidades, a sumarse al crimen organizado.
Entonces ¿qué tenemos? De un lado, la democracia ha generado cierta pluralidad, más espacios de participación, pero, por otro, el manejo de la economía y la falta de una reforma del Estado ha hecho que se haya generado un deterioro muy grande, al que le agregamos la decisión de Felipe Calderón de emprender una guerra sin tener un cálculo más o menos sensato de los resultados que podría ocasionar. Eso explica, al menos en parte, la situación que tenemos ahora.
Otra de las tesis que manejamos en el libro es que Calderón se sentía bastante agobiado en el momento en el que llegó a la Presidencia, porque venía de una elección cerradísima y en la cual su rival no admitía el resultado. Además, siempre está la presión de Estados Unidos en el sentido de que la guerra se desarrolla en un espacio que no es el suyo, tras sus fronteras.
Pero todo eso ocurre cuando tenía conflictos tales como Oaxaca, Atenco y las protestas de los parientes de los mineros muertos en Pasta de Conchos. Entonces lo que percibía un gobernante tan conservador y tan católico era una situación de caos, con alguien que podría acaudillar aquellos movimientos, que había tenido 15 millones de votos y que no aceptaba el resultado. Entonces la manera de parar, también, una posible insurrección fue militarizar el país.
Pensamos que eso explica que tomó la decisión última, la más extrema y más conservadora: en lugar de mover otros resortes optó por militarizar, y así estableció cierto control sobre posibles brotes de rebeldía; tan es así que Calderón, durante buena parte de su gestión, tuvo más o menos apaciguados a los movimientos sociales. Éstos reaparecieron con fuerza pero ya cuando regresó el PRI.

AR: Otro tema interesante es la parte sobre las clases medias y la política en los gobiernos de Fox y Calderón. ¿Cuál ha sido la reacción de las clases medias respecto a esta guerra?
TS: Tienen un papel muy importante no de manera directa, pero sí ayudan a explicar la respuesta de Felipe Calderón para atajar al crimen organizado. Él se identificó con las clases medias: no con los millones que votaron por López Obrador sino con los que iban, por ejemplo, vestidos de blanco a las manifestaciones para pedir que se parara la violencia. Ese es el ámbito en el que Calderón se sintió aceptado, y a ellos fue a quienes les habló como un padre responsable y católico.
El discurso que utilizó Calderón para justificar su guerra es que las drogas no lleguen a tus hijos; es una cuestión muy conservadora y muy católica, y las clases medias aceptaron muy fácilmente ese discurso, y vieron bien la respuesta de Calderón al militarizar la lucha contra el crimen organizado.
De acuerdo con los principios de una guerra justa, una guerra es el último recurso; pero para Calderón fue el primero porque no se puso a pensar que podía tener otras maneras de atajar al crimen organizado —las que, de hecho, tampoco han sido utilizadas por el gobierno de Enrique Peña Nieto, como, por ejemplo, seguir las líneas del dinero sucio del narco.
En ese sentido creo que las clases medias desempeñan un papel no porque ellas sean las responsables de la guerra sino porque son el referente más directo y más próximo a lo que Calderón visualizó, por lo cual él respondió de esa manera al problema del crimen organizado.
CI: Calderón vio las encuestas poco antes de tomar posesión, y encontró que las clases medias demandaban seguridad, que estaban bastante espantadas y molestas de ver a los macheteros de Atenco como si fueran soldados villistas o zapatistas ocupando la ciudad en tiempos de Fox.
Todo eso lo leyó Calderón en la clave de que la demanda de las clases medias era orden, y eso es lo que trató de ofrecer.
Por otro lado Calderón, como buen católico conservador, creyó que podía acabar con el mal. También por eso se planteó la solución militar como una guerra que emprendía contra el mal. Este imaginario tiene algo de cruzado en términos de que había que combatir el mal hasta el último rincón, lo cual es parte de este desastre.
Todo lo que apunta la opinión pública en los últimos dos años es que hay soluciones mucho más sensatas hasta por el lado del consumo, pero eso a Calderón simplemente no se le ocurrió. Él pensaba, y creo que de manera auténtica, que prácticamente podía acabar con el enemigo. Eso es un referente conservador y, además, autoritario, de las clases medias, que ahora son vistas como el futuro de la humanidad; es un cambio de época: ahora la glorificación liberal a las clases medias las vuelve sujeto de todo (antes eran los trabajadores, ahora son ellas). Pero pueden ser terriblemente conservadoras: fueron las que permitieron en Europa el ascenso del fascismo. Entonces las clases medias exacerbadas pueden ser bastante intolerantes.

AR: ¿Cuál ha sido la reacción de la sociedad a esta guerra? Ustedes hacen una anotación muy severa: “La sociedad mexicana es la mejor para indignarse y la peor para pasar a la acción colectiva”.
TS: Creo que el rol ha sido bastante modesto, por decirlo de alguna manera. Es muy difícil pensar que si esto hubiera sucedido en otro tipo de sociedades entonces habría una reacción mucho más fuerte en contra, por ejemplo, de no estar de acuerdo con la solución que se le está dando al conflicto porque está causando una serie de resultados indeseables: muertes, víctimas. No lo sabemos porque sería un ejercicio meramente especulativo.
Lo que vemos en nuestra sociedad es que la reacción ha sido bastante modesta frente a lo que ha sucedido, pero también creo yo que es porque no estamos acostumbrados a reaccionar y por un régimen autoritario de muchísimo tiempo. Entonces tampoco creo que hubiera sido muy lógico pensar que la reacción de la sociedad hubiera sido otra porque no estamos acostumbrados a ese tipo de reacción y por la misma situación de falta de democratización, de una esfera pública en donde se debatan las cosas. Apenas ahora empiezan a abrirse esos espacios. La sociedad mexicana no está acostumbrada ni a debatir ni a reaccionar de una manera más fuerte.
Por otro lado está también lo que decía Carlos cuando hablaba de los pendientes que tenía Calderón cuando asumió el gobierno, por lo que quiso mostrar mucha fuerza con una reacción muy violenta, lo que también apaciguó a la sociedad: no es fácil que ésta responda cuando está viendo la fuerza que el gobierno puede tener en un momento dado. Eso aplacó también muchísimo los movimientos sociales.
CI: Tenemos una sociedad que le tiene miedo a los delincuentes, pero también al Estado. El tenerle miedo a quien debería ejercer la autoridad es un indicador muy importante de lo que no funciona de la democracia mexicana, que sirve para poner gobernantes pero no para gobernar. Para gobernar se necesita movilizar a la sociedad también a favor de ciertas políticas, y en México siempre hay un divorcio entre los gobernantes, así sean democráticamente electos, respecto de la sociedad.
Entonces eso lo tenemos muy marcado: una desconfianza o un temor.
Por otro lado y con una excepción muy importante, Ayotzinapa, sobre todo en las primeras etapas de las movilizaciones por la desaparición de los 43 estudiantes en Iguala, que fueron plurales, incluso interclasistas, muy sentidas ante una demanda que unificó a gente de muy distinta procedencia, en general las movilizaciones sociales mexicanas son más de índole sectorial o corporativa, como es el caso, por ejemplo, del movimiento magisterial.
Entonces las respuestas ante fenómenos que atañen a todos son mucho más difíciles; fundamentalmente son de grupos organizados que se mueven cuando ven afectados sus intereses o cuando tienen problemas en su relación con el Estado. Tenemos, en general, movimientos sociales bastante corporativizados.
Aunque sí habido reacción, como la hubo también en el movimiento de Javier Sicilia, no es el grueso de la sociedad el que se manifiesta, y sí es un segmento importante de ésta la que padece la violencia.
También nos llama mucho la atención la escasa resonancia que ha habido en la sociedad política. Aunque una de las razones por las que el PAN no ganó la elección de 2012 fue la guerra —aparte de que tenía una candidata muy débil, entre otras cuestiones—, nos sorprendió que en las campañas de ese año ni la izquierda ni el PRI hablaran de la guerra. Este tema estuvo y está absolutamente ausente; no se plantea ni siquiera por el interés de beneficiarse de uno de los descalabros de los otros.
Yo creo que eso es en parte por cuidar la relación con el Ejército, y lo pienso específicamente en el caso de López Obrador. Yo no he escuchado nada ni de la izquierda ni la derecha sobre Tlatlaya. Lo puede uno leer en la prensa, puede haber un comentarista indignado, pero en realidad no que sea un tema de debate entre los políticos.
Pienso que ello también tiene que ver con la idea de que el Estado es intocable, aunque haya corrupción.

AR: En buena medida estos conflictos vienen de más allá de nuestras fronteras: de las políticas anticomunista y antidroga de Estados Unidos, que por los años setenta estuvieron juntas. ¿Cuál ha sido la responsabilidad de Estados Unidos al respecto?
TS: No es poca, pero digamos que tampoco Estados Unidos es el único responsable de lo que está pasando aquí. Primero porque Estados Unidos siempre prefiere que los conflictos y el estallido se dé aquí y no en su territorio. Pero, además, toda la política que tiene respecto a América Latina en cuanto al combate a las drogas, Calderón la adoptó sin cuestionarla; también eso es responsabilidad del presidente en turno, aunque no es fácil negarse a las demandas de una nación tan poderosa como Estados Unidos.
Hay mucho relacionado con ello: la Iniciativa Mérida, por ejemplo, seguramente se hace por un intercambio de otras cosas, no es una cuestión aislada dentro de lo que son las relaciones entre Estados Unidos y México.
Entonces es difícil oponerse a los designios de Estados Unidos, y en esa medida sí hay una responsabilidad por lo menos compartida.
La manera como opera Estados Unidos (sus agentes de la CIA y la DEA) en México es con muchísima libertad, y no tenemos muy claro nunca dónde están o cómo llevan a cabo sus actividades. También de eso es responsable el gobierno mexicano.
CI: Allí se extraña algo: la soberanía, que se esgrime nada más desde ciertas posturas cuando se habla del petróleo, pero también la guerra es un asunto de soberanía, y allí sí nos vendría bien un debate nacional sobre cómo ejercerla en esto que nos daña tanto.

AR: Concluyo hacia adelante: desde lo que han estudiado, han visto, desde el terreno de las ideas, de los hechos, ¿dónde encuentran posibilidades de que esta situación sea transformada, de que haya seguridad y justicia?
TS: Eso nos lo han preguntado muchas veces y seguimos pasmados (risas). Realmente es difícil; salir de esta situación va a llevar mucho tiempo, aunque se encontrara una solución, que no puede ser unilateral sino que se tienen que hacer varias cosas que confluyan para lograr salir de esta situación tan lastimosa en términos de las víctimas.
Entre ellas: tiene que hacerse justicia, atender realmente a las víctimas y no nada más en términos de un discurso y de formar una comisión nacional sino que realmente eso se dé en los hechos. Si no hay justicia va a ser muy difícil que la situación pueda cambiar, porque entonces se va a repetir lo que ya sucedió en la guerra sucia.
Tiene que haber una revisión de quiénes son los verdaderos culpables de esta guerra, y se tiene que seguir el flujo de los capitales, de los dineros sucios del narco y de cómo se limpian. Esto por mencionar sólo dos cosas que serían indispensables para que la situación cambiara.
CI: Falta algo que está definido en la transición: una reforma del Estado. Se sigue hablando de que el problema son casi exclusivamente las policías, en particular las municipales, pero en realidad la que a veces pacta con el crimen es la clase política, y mientras no haya una reforma del Estado que haga que tenga que rendir cuentas, que comportarse de manera lo más transparente posible, las cosas tampoco van a cambiar mucho.
Hay otro problema en términos de la justicia, incluso de una que tiene que ser de excepción: la llamada justicia transicional. Finalmente las personas que se están matando en Michoacán o Guerrero, pues muchas son de allí mismo y a veces pertenecen a las mismas comunidades. Entonces la guerra no la vas a desmontar si no pactas con varios grupos y si no les das garantías a todos. Entonces tendría que haber, con el tiempo, una especie de perdón, que va a ser muy difícil con el nivel de encono que ha tenido el conflicto.
A lo que vamos es que la solución va a tardar y se van a tener que hacer cosas que son sumamente dolorosas y llegar a acuerdos para que las sociedades vuelvan a funcionar de manera normal.
Pero, primero, lo complicado va a ser desmontar la guerra; ahora sería irresponsable salirse de ella, decir que el Ejército regresa a los cuarteles. Tiene que ser una retirada ordenada, larga, y después esta transición que tiene que ver con la ley, con la justicia, que va a llevar mucho tiempo. Entonces en lo inmediato no hay soluciones rápidas ni fáciles.



*Entrevista publicada en Metapolítica, año 20, núm. 94, julio-septiembre de 2016.