La ventaja de no ser una buena
persona
Entrevista con Tedi López Mills*
Ariel
Ruiz Mondragón
Una
de las más destacadas poetas actuales de nuestro país es, sin duda, Tedi López
Mills (Ciudad de México, 1959), quien tiene ya una vasta obra en ese género.
Sin embargo ya también cuenta con una relevante obra ensayística, de la cual es
buena muestra Libro de las explicaciones
(México, Almadía, 2012), en el que a través de 13 textos plantea problemas que
van desde el yo hasta la poesía comprometida atravesando por los recuerdos
familiares.
Este País
conversó con la autora, quien estudió Filosofía en la UNAM y Literatura en la
Universidad de la Sorbona. Forma parte del Sistema Nacional de Creadores y es autora
de una decena de libros de poesía y un par de volúmenes de ensayo. Ha obtenido
premios como el Nacional de Poesía Efraín Huerta (1994), el Nacional de
Literatura José Fuentes Mares (2006), el Xavier Villaurrutia de Escritores para
Escritores (2009) y una mención honorífica del Iberoamericano de Poesía Jaime
Sabines 2009. Por Libro de las
explicaciones ganó el Premio de Narrativa Antonin Artaud (2013).
Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué publicar
un libro de ensayos como el suyo?
Tedi López Mills (TLM):
Es una pregunta que se resuelve sola porque solo podría publicarse ahora porque
los textos están inmersos en el contexto de hoy. Son todos contemporáneos de mi
vida, no digo que con la vida del mundo. Es casi una cronología: hay textos de
la adolescencia y al final hay textos incluso de política.
Desemboca
en una especie de perplejidad actual. También hay mucha rispidez al final del
libro, porque casi todas las discusiones políticas que tenemos ahora en México terminan
así: violentas y con acusaciones.
Al
final el libro refleja un poco este asunto de “¿y tú, qué estás haciendo por el
país?”, y que si no haces poemas sobre la violencia entonces eres cómplice y no
estás comprometido. Todas esas son discusiones que, además, no terminan porque sólo
se dan las acusaciones. Es como una puesta en escena.
AR: En el libro aparecen
continuamente algunos temas, como el de la búsqueda del yo. En este sentido,
¿qué tan autobiográfico es el libro?, ¿cómo le ha ayudado la escritura a
encontrar el yo?
TLM:
El libro, en cierta forma, es como la invención de un yo que empieza con mi
nombre, que ya plantea un yo muy extraño porque se tiene que estar explicando
todo el tiempo. Está el texto “El retrato de la lectora adolescente”, donde al
principio la del miedo no es nadie, y luego, tras una disciplina feroz, acaba en
una especie de autoanulación, al grado de ya no verse en los espejos y termina
siendo alguien más: una fabricación literaria, una falacia, un ser neutro que
es niño y niña. Es una especie de alucinación.
En
cierta forma la tesis de este libro es que el yo no es algo fijo sino que es
una ficción, una falacia, una hipótesis, una fuga, un accidente, una condición,
una circunstancia: muchas cosas a la vez.
También
en el texto sobre la conciencia y el tiempo hay una serie de teorías acerca del
yo: el yo de Hume, que es un yo de las sensaciones, y el yo de Rosset, que es
más bien algo que propone el otro, que el yo sólo es en sociedad. Entonces
¿quién es uno a solas? Es lo que yo me pregunto. Cuando yo estoy en mi casa
sola sí creo que soy alguien.
Entonces
es como una especie de teoría del yo pero que no queda definida. Incluso me
gusta la idea de no ser yo, de que el yo siempre tiene la posibilidad de ser
otra cosa.
AR: Es un asunto muy dinámico y no
hay propiamente una conclusión. Ante tantas transformaciones, ¿cómo se puede
hallar el yo?
TLM:
A mí siempre me ha asombrado la gente que dice que se conoce a sí misma. Yo
nunca he entendido qué conocen, porque a mí siempre el autoconocimiento (que,
además, es una divisa socrática: “Conócete a ti mismo”) me ha parecido un viaje
imposible. Pero eso, claro, puede ser un problema personal. Mi apuesta en este
libro es poner ese problema en la mesa y ver qué sucede con los demás: ¿tienen
esa misma experiencia?, ¿a los demás les ocurre lo mismo, o sí tienen un yo más
fijo?
Al
final del libro lo que planteo es una especie de desidentidad como el mejor
lugar para la especulación y para el campo de batalla. Quizás así podamos
discutir.
AR: Al yo lo vincula mucho con el
tiempo, y allí hace un juego con Borges. ¿Cómo se relacionan el yo, la
identidad y la desidentidad con el tiempo?
TLM:
Es como un experimento. Voy a plantear dos principios: el de la conciencia, que
interfiere en lo que uno vive (porque es cierto: estás bailando muy
tranquilamente, y de repente dices: “Estoy bailando”, y ya no lo haces tranquilamente).
Entonces ¿qué es eso de la conciencia? Porque detiene a la experiencia. Planteo
el caso de un amigo: lo que no le gustaba de hacer el amor era que durara mucho,
porque cuando es así interviene la conciencia y arruina todo.
El
segundo es la frase de Borges que dice que no le gustaba viajar sino haber
viajado. Lo que planteo es un viaje que yo hice pero como una reconstrucción
del viaje; mi teoría es que el viaje mismo interfiere y que sólo lo tienes
cuando regresas y te acuerdas de él.
AR: Eso está relacionado con
Cavafis.
TLM:
Sí, el regreso, cuando de veras sabes a dónde te fuiste. Ese es uno de los
planteamientos del tiempo, la conciencia y el yo.
AR: En el libro también hay relatos
de la intimidad, el recuerdo de los padres, las casas, los animales. ¿Cómo
entiende el papel de la familia en las definiciones anteriores?
TLM:
Hay una foto que tengo en mi estudio, en la que estoy recién llegada (tengo un
mes o dos meses, y están mis papás y mi hermana), la cual desata toda esa
reflexión acerca de mi papá y de mi mamá. También esa historia de las casas: por
locuras de mis padres nos corrieron de todas, hasta que intervino mi mamá y
ella se encargó de llevar la vida hacia cierta normalidad, porque mi papá nunca
pudo hacerlo.
Mi
padre era un hombre que siempre se estaba yendo a algún lugar, y mi mamá era la
que cuidaba el presente, que no hubiera tantas fugas. Cada quien tiene la
familia que le toca, ni modo, no la escoges.
Me
tocó así, y me llevó a no tener hijos; de algún modo, sí determinó mi decisión
de yo no querer incurrir en esa escenografía, en la que pierdes el control. Al
tener hijos ya no es enteramente tuyo el destino sino que ya se lo traspasas a
alguien más, y éste de alguna manera altera el tuyo y las decisiones ya son
caóticas. Eso que vi en mis papás no quise tenerlo yo.
AR: En la segunda parte del libro
destaco el texto que dedica a Cioran, que tiene un fuerte tono crítico. Se
refiere a sus orígenes conservadores, fascistas, a sus incongruencias, sus
caídas en el sentimentalismo. ¿Cuáles son los aspectos más criticables que le
encuentra a ese filósofo?
TLM:
A mí me cuesta mucho trabajo entender a un profeta del apocalipsis que se hace
famoso, como es el caso de Cioran. Se hizo famosísimo al denunciar la realidad,
diciendo que era una basura, que nada de esto valía la pena, y de repente se hizo
célebre y todos querían estar con él. ¿Qué pasó allí?
El
meollo del texto es que yo voy a defender el pesimismo, y de repente me doy
cuenta de que es absurdo hacerlo porque es una apuesta optimista que quiere que
el pesimismo salga bien. Es un optimismo perverso.
Lo
que digo es eso: en el caso de Cioran se convirtió en una especie de publicista
de sus propias ideas negativas y, entonces, de cierta forma le apostó a la
prosperidad, al optimismo, a la felicidad y al éxito. Entonces algo salió mal o
algo salió muy bien; si ocurrió esto último, desmiente todas sus teorías.
AR: También me gustó también el texto
de la mujer que es mala…
TLP:
¡Ahh, las buenas personas!
AR: Sí, de esa persona a la que no
se la da la bondad. Creo que es una visión muy crítica de la bondad como se
practica hoy, sobre todo en términos políticamente correctos. ¿Qué le encuentra
de criticable a este tipo de bondad?
TLM:
Sí, esa bondad automática. Este texto en que digo que no soy una buena persona
me permite colocarme en una posición tal que sí puedo pensar con claridad en
las cosas en las que quiero pensar, porque esta bondad automática es un lastre porque
de algún modo no puedes decir lo que piensas, porque si lo haces dejas de ser
bueno. Uno piensa de una manera muy matizada, muy ambigua, muy compleja, y no
todas las situaciones son “ay, qué maravilla, qué buena onda”. Pues no, tienes
reacciones mucho más complejas, pero como eres buena persona pues nada más puedes
decir una sola cosa, que es la comunicación de esta bondad automática.
Yo
me coloco en la posición contraria: yo no soy una buena persona, y por lo tanto
puedo mirar a las buenas personas y ver lo que hacen. Entre las cosas que veo,
por ejemplo, está la devoción por un líder: en México nace uno casi cada tercer
día, pues es un país desesperado. Y allí van todas las buenas personas tras ese
líder, y de repente ya no les gusta. Es el caso de Javier Sicilia, como lo digo
en el libro: de repente tiene la admiración y la idolatría, y luego ya no les gusta
y lo botan, y entonces hay que lincharlo. Luego ya estamos con otro líder.
Esa
forma de bondad yo no la puedo practicar; lo que yo pienso es que es un defecto
mío, una limitación. No tengo el entusiasmo para entregarme a estas causas
justas, espectaculares, colectivas, en que sales a la calle y te entregas. No
puedo porque no soy una buena persona.
Entonces
esa es como mi postura política esencial; no tiene que ver con izquierda o
derecha, es nada más que yo no soy una buena persona. A partir de allí digo lo
que pienso.
AR: Y a veces es dura: dice que en
esas luchas a veces avanza más el líder que la causa.
TLM:
Yo no he visto más que eso. En casi todos los casos, por lo menos cercanos que
yo he vivido, progresa el defensor y nunca la causa. El defensor se hace
popular, le dan premios, aparece en las revistas, viaja, está en todos los
congresos, vende libros… ¿Y la causa? Pues siguen matando y no pasa nada. Eso
es lo que le pasó un poco al subcomandante Marcos: se convirtió en víctima de su
propio éxito. Fue popularísimo, tenía su columna en el periódico, ¿y la causa?
Se quedó rezagada. Esa es mi perplejidad.
AR: Al contrario de estas causas,
¿cuál bondad sí es posible? Creo que se decanta por una más individual e
individualizada.
TLM:
Yo creo que es la bondad que va caso por caso, de que vas pensando y vas
actuando según lo que se va presentando en tu vida, en tu experiencia, y lo vas
pensando con ese cuidado que merece, sin tomar inmediatamente el partido porque
eres buena persona. Espérate un momentito y vamos a ver qué está pasando, y
sobre todo vamos a tomar en cuenta lo que es discordante y lo que no te gusta.
Incorpora en tu pensamiento lo que no te gusta y no lo excluyas para ser buena
persona. Es lo que yo trataría de hacer siempre, pero bajo el entendido de que
yo no soy automáticamente una buena persona; al contrario, soy una persona
ambigua y estoy colocada en una especie de no lugar. A partir de allí ya puedo
empezar a pensar.
AR: Plantea usted otra posición: el
escepticismo, aunque también es dura con éste.
TLM:
Es que nada parece salir, que es un poco la conclusión del libro. Cada
procedimiento que yo empleo no sale: el pesimismo no funciona, el escepticismo
tampoco. Como activista yo he sido un fracaso, no me sale, y en el caso del
escepticismo lo que sucede es que yo tiendo a él, pero me doy cuenta de que en
cualquier discusión para la persona no escéptica tú perteneces al bando
contrario y entonces te ve como un enemigo.
Este
diálogo idealmente socrático en el que yo te pregunto y tú me respondes y
viceversa, y todo tiene un tiempo, además, armónico, no se da jamás. La persona
no escéptica te coloca del lado contrario, y entonces te das cuenta de que tú
también quieres la autoridad del escéptico, y eso ya es una paradoja; por lo
tanto, el escepticismo ya no funcionó y es también como una no salida.
Por
eso acabo en una especie de extraño lugar donde intento fabricar una forma de
sabiduría, que sería como estoica: lo que no puedes controlar, lo que no está
en tus manos, déjalo en paz. Pero tampoco eso me sale. Entonces al final ya
planteo una especie de “mañana empiezo otra cosa a ver si me sale”. Y allí
termina el libro.
AR: Menciona la puñalada que le dan
al escéptico, a los no creyentes: “¿Tú que estás haciendo por el país? No estás
en las marchas y además criticas”. ¿Qué les responde?
TLM:
Mi forma de aclarar eso y de colocarme en una posición absolutamente realista,
es decir “yo no soy una buena persona”, y a partir de allí se pueden explicar
todas estas fallas.
En
efecto, a mí sí me ocurrió con un activista de mucho renombre, quien me dijo:
“¿Tú qué has hecho por el país?”. La verdad, yo no he hecho nada por el país; yo
no puedo decir que por México ya he hecho algo, salvo vivir aquí.
Entonces
cuando voy a algunas marchas me cuesta mucho trabajo gritar, levantar el puño.
No puedo hacerlo; no digo que sea malo hacerlo sino que a mí me cuesta un
enorme trabajo hacerlo. Soy una pésima activista, lo cual no significa que no
estoy absolutamente consternada, no excluye toda la parte moral, que esa la
compartimos creo que todos. La preocupación, el titubeo, la vacilación, la
perplejidad, el coraje, todo eso está. Cualquiera que lee los periódicos todos
los días o está al tanto tiene esos sentimientos, pero en mi caso no logro
pasar al movimiento.
AR: Usted es poeta, y hace una
crítica severa a la solución fácil que algunos adoptan para tener público:
meter en sus poemas a los pobres, a los muertos y a las víctimas. ¿Qué ocurre
con esa postura?
TLM:
Esa es la eterna discusión en la poesía, que no termina y siempre es muy
agresiva. Le pasó a los Contemporáneos (Guillermo Sheridan tiene un libro muy interesante
al respecto, y cito las inteligentísimas intervenciones de cada uno de ellos, e
incluso cómo se retractó Gorostiza de lo que él hizo).
Es
como el eterno debate entre poetas: el que le va a entrar de lleno a la guerra,
a la política, a la protesta, a la denuncia, y el que no lo va a hacer, pero
que no por eso no está comprometido con el predicamento moral. Entonces siempre
el poeta que le entra de lleno a la protesta y a la denuncia le reclama al
otro: “¿Y tú qué estás haciendo? Hay que escribir sobre la violencia”,
etcétera. Es allí donde yo planteo todo mi desacuerdo.
AR: Es la discusión sobre el arte
comprometido.
TLM:
Siempre, y que además no termina. Ahora entre los poetas existe; cuando pasó lo
de Javier Sicilia se convirtió en un problema de la poesía cuando era un
problema de homicidios, violencia, narco y justicia. De repente se convirtió en
un problema de la poesía y hubo un pleito entre los poetas. Yo lo observé, no
intervine (casi siempre observo, me cuesta mucho trabajo intervenir). Vi poetas
que se peleaban en el Zócalo por leer su poema sobre la violencia (es el sueño
de estar frente a un público enorme que clama cuando lees tu poema, lo que casi
nunca le pasa a un poeta: en su casa hay cinco personas escuchándolo, a menos
que ya seas muy famoso). Cuando esa víctima que incorporaste en tu poema se
convierte en un vehículo para tu propia fama es donde, para mí, entra el
dilema: ¿cuán real es el empleo de una circunstancia muy dolorosa que convierte
en un portavoz al poeta, quien de repente es famosísimo, que está en los
congresos y ahora nos va a leer su poema sobre los muertos? Ahí es donde yo
preguntó (y no respondería): ¿qué pasa?
*Entrevista publicada en Este País, núm. 298, marzo de 2016.