lunes, agosto 24, 2015

Sexo con humor. Entrevista con Antonio Garci




Sexo con humor
Entrevista con Antonio Garci*
Por Ariel Ruiz Mondragón
Una de las obsesiones humanas, pese a ser una actividad que no ha dejado de ser censurada y estigmatizada, es el sexo. Se trata de un tema que ha sido abordado de muy diversas formas, estudiado desde distintas disciplinas y expresado por las artes.
Ahora, aprovechando el impulso que al tema le han dado un libro y una película de moda, Antonio Garci lanza su cuarto a espadas en su libro Las 50 sobras de Garci. El sexo nunca había sido tan divertido (México, Diana, 2015), una suerte de novela en la que se da paso a diversas anécdotas de la historia de la sexualidad. La conclusión: no hay sexo sin humor.
Sobre tan espinoso y placentero asunto Etcétera conversó con Garci, quien estudió Comunicación Gráfica e Historia del Arte en la UNAM. Ha sido guionista y autor de una decena de libros, además de que ha colaborado en medios como El Financiero, La Revista de El Universal, Cambio, Maxim y Teleguía. En 1995 ganó el Premio Nacional de Periodismo en la categoría de Caricatura, además de que ha ganado otros como el International Salon of Press Drawings de Porto Alegre, Brasil (1996), el de Caricatura Domingo Pérez Piña, de Campeche, y el de Periodismo de la Asamblea de Representantes del Distrito Federal (1999).

Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué escribir hoy un libro sobre el sexo, un tema tan divulgado como controvertido?
Antonio Garci (AG): Justamente por lo mismo: porque está de moda. El asunto de hacer una parodia es que para que sea exitosa tienes que hacerla con algo que sea una gran referencia, que pueda ser conocida por todos. En este caso, Las 50 sobras de Garci son una parodiota de Las 50 sombras de Grey, que es, en parte, en lo que está inspirado mi libro.
La otra fuente de inspiración es una nota que le dio la vuelta al mundo: la historia de un líder del PRI en el Distrito Federal que había montado una red de prostitución con dinero público, y que en lugar de ser proxeneta era prixineta.
Esas dos fuentes son las que me inspiraron, aunque la obra finalmente termina siendo otra cosa.
La estructura está hecha así: como en Las mil y una noches, hay una chica que es una de las edecanes del partido (que es una cosa que se parece mucho al PRI pero que no es el PRI sino como un PRI de similares). Llega al Ministerio Público (MP) porque tienen que hacer una denuncia todas las muchachas después de que se descubre todo, pero ella está exactamente en contra de todo lo que dicen las demás. Ella, como Scherezada, empieza a contarle al MP algunas de las hazañas que tuvo que hacer con el señor G, que es el que la contrataba, que la instruyó y la formó. Se llama Rosa Mesa Alegre.
Cada una de esas hazañas da pie a otra parte del libro que es diferente: una pequeña monografía contada con humor sobre casos muy raros, locochones, extraños, freaks del sexo. Entonces, quien se engancha en la historia de folletín y en la parodia mala leche de Las 50 sombras de Grey allí tiene para entretenerse bien. Quien quiera los datos duros o una cosa más científica como por el morbo de “ay, no es posible que esto sí haya pasado”, tiene las fichas para entretenerse. Además, a quien le aburra cualquiera de las dos cosas, el libro está lleno de caricaturas, y puede ver un montón de monos de sexo, lo que siempre es muy divertido.

AR: En esta suerte de novela vinculas dos temas aparentemente muy distintos: Las 50 sombras de Grey y el affaire de Cuauhtémoc Gutiérrez. ¿Cómo hiciste esta amalgama tan rara?
AG: Estoy muy contento con la mezcla porque tiene como un swing diferente: por un lado, la posibilidad de hacer una historia paralela le da al lector mucho más suspenso, y, además, quienes quieran el relajo de la novela van a irse allí. Creo que están bien complementados porque de repente paso de la ensoñación de la novela y de los chistes de situación a los datos duros sobre temas bastante raros sobre el sexo —y mira que me faltaron un montón porque de esos no te la acabas.
Entonces era padre: intercalar esos temas en los capítulos novelados, porque estos me daban pie para entrar sabroso al tema. Me pareció que es un poco la lectura que puedes tener con los hipertextos de internet, que de repente tienes una palabra a la que le puedes picar y que te amplía mucho la información. Eso es, más o menos, lo que ocurre en el libro.
A mí me gustó mucho experimentar con este formato, y si tengo oportunidad yo creo que lo voy a volver a usar porque está muy chido.

AR: Ya que eres un estudioso del sexo, ¿por qué crees que siga tan estigmatizado si, como dices allí, tiene una historia de 390 millones de años, desde los placodermos?
AG: ¿Cómo es posible que no haya pasado de moda? En el libro comento un poco lo que es la historia jurídica de la sexualidad, que es quizá el tema más importante de toda la obra, porque además todo ocurre en un MP. El sexo, como cualquier otra actividad que hacemos, está regulado por leyes, y hay las que lo promueven, lo limitan o de plano lo prohíben, dependiendo de la época. Justamente el libro hace referencia a la historia de la sexualidad de la humanidad desde muchas culturas: aborígenes de Australia, cómo le ponían en el México prehispánico, la tradición cristiana mediterránea —que es de la que abreva nuestra cultura— y un montón de otros pueblos. Lo que es un hecho es que nunca pasará de moda.
Por otro lado, nuestra especie es la más sexual de todas las que existen. Nosotros básicamente podemos tener relaciones sexuales con quien sea y cuando sea, y eso es algo que no tiene ningún otro animal, que tiene que esperarse a una época y ciertas condiciones para que se dé un apareamiento; si no, nada. Para nosotros no hay tal.

AR: Le dedicas un capítulo  a los ritos de iniciación sexual. ¿Cuál te llamó más la atención?
AG: Algunos que practicaban en el norte de México. Los frailes evangelizadores decían que los naturales de las Californias eran los más sencillos salvajes, simples y silvestres de estas tierras. Tenían un juego que era una especie de “las trais” pero con final feliz. Cuando veían que los chamacos estaban en la edad de la punzada organizaban un juego de correr uno tras otro, y el hombre que lograra pellizcarle un pezón a una mujer la podía considerar su esposa y podía gozar de ella el resto de la noche.
Hay otras complejísimas, como en Nepal, en Katmandú, donde está la diosa Kumari. Es la tradición de los dioses vivientes, y hay personas que encarnan a la divinidad, y los reyes mismos descendientes directos de Krishna. Kumari es una niña de 12 o 13 años que es escogida y encarna a la diosa durante un año completo. El día en que le toca cambiar de periodo, cuando viene la nueva Kumari, todas las niñas de su generación son desfloradas en una piedra sagrada y ya se les considera mujeres.
Este tipo de transiciones tienen un gran sentido porque ayudan muchísimo a que las personas asuman que han cambiado y que han muerto el niño y la niña que eran y que ahora son hombres y mujeres. Es como el cambio de pantalón corto a pantalón largo, ese tipo de sutilezas que parecen un poco memas pero que sí son importantes.
Hay otro padrísimo: entre los aztecas, para comprobar que su mujer era pura y casta, el macehual la llevaba para que se la cogiera el sacerdote. Este le hacía el amor y ya después decía: “Efectivamente, era virgen. Ya puedes irte con ella”. Esto se parece muchísimo a cualquier trámite que hacemos en México, a cualquier certificación, como la verificación del carro.

AR: Veo que el sexo también es una cuestión de lenguaje. Haces referencia, por ejemplo, al sadomasoquismo, y mencionas que algún diccionario lo define como “práctica”, mientras que el diccionario de la Real Academia Española dice que es una perversión. También comentas el fallo de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) respecto a la palabra “puto”, el cual fue impugnado por la Academia Mexicana de la Lengua. ¿Por qué esas divergencias?
AG: El lenguaje ahora es un gran problema porque desde que las democracias pusieron la moda de lo políticamente correcto ha sido un gran problema decir palabras que antes no tenían mucha bronca, porque como que se vuelven como una carga que te condena.
Ahora la gran censura la ejercen las buenas conciencias liberales. Entonces pasan cosas como con la palabra “puto”, que es la única que está prohibida oficialmente por la SCJN como delito: decir esa palabra es un delito. Si eso no es una censura, no hay otra cosa que lo pueda ser. Te tienes que amparar para poder decirla, si quieres escribir en el baño “puto el que lo lea”, y ya no hablemos de los que dicen “¡eeeeeehhh, puto!” en el estadio porque en México es delito. Que, como con otras muchas leyes, no pase absolutamente nada, es otra cosa.
Pero como bien decían varios escritores y gente que sí utiliza el lenguaje académico: no pueden prohibir la expresión ni la creación limitando el uso de una palabra, por más connotaciones negativas que tenga. Eso es peor de aberrante que todo lo demás.
Varios escritores mandaron cartas impugnando a los jueces de la SCJN por lo que habían hecho. El gran problema es que justamente lo hicieron con los de la SCJN, y en términos legales no hay más allá, no tenemos otro tribunal. Lo único que les tenemos que agradecer es que con la ley que impusieron queriendo conciliarse con “las buenas conciencias” no hayan podido operar ningún tipo de censura y castigo. Pero eso no nos quita que un día se les ocurra que tienes que pasar a verificaciones y te tienes que lavar con jabón.
También tengo un capítulo dedicado al sexo y la política, que tienen mucho que ver porque ambas son artes de la seducción, en las que el lenguaje es el caballo de batalla que te hace ganar en esas arenas. Y ya lo dice el refrán: “Verbo mata carita”. Es absoluto, y en eso la política y el sexo son iguales.
Entonces abundo sobre los temas del lenguaje y política cuando se mezclan, que es eso justamente.

AR: Hay otra parte del libro que trata sobre el masoquismo. En ese sentido, ¿hasta dónde puede llegar la violencia en el sexo? Dices que la vida conyugal desarrolla el síndrome de Estocolmo.
AG: Todos los hombres casados lo desarrollamos. Incluso hay un chiste muy mala leche que dice que todos los que estamos casados tenemos una relación sadomasoquista, solo que ya sin sexo.
Lo más subversivo del fenómeno de las parejas sadomasoquistas es que todas las cosas que se hacen perfectamente califican, si se las llevas a los de Amnistía Internacional, como tortura. Por la décima parte de lo que hacen cualquiera de nosotros va al bote. Y ahorita que está la cosa de la igualdad de género y la equidad, no solo es un crimen sino que es abominable. Sin embargo, entre ellos así se llevan.
¿Qué pasa con la figura de violencia intrafamiliar en las parejas sadomasoquistas? La perspectiva que a mí me llama la atención y que me divierte es qué pasaría si hubiera marchas como la del orgullo homosexual pero de sadomasoquistas: si nos los reprimieran los granaderos se encabronarían o terminarían frustradísimos. Van a decir: “Pégame, pégame, soy tu esclavo”. Entonces a la mejor el Estado  termina jugando el rol del amo.
Esas supuestas transgresiones y disciplinas se hacen no por disciplinarse ni nada, sino por tener chance de volver a transgredirlas y volver a ser castigados verdaderamente en el fondo de su corazón. Está muy locochón porque un montón de parámetros que tenemos de lo que está bien y lo que está mal quedan totalmente fuera de lugar con los sadomasocos. Es lo más interesante, lo más subversivo de este grupo.

AR: Hablando de la política, ¿cómo se practica en ella el sadomasoquismo?
AG: Yo pensaba que el sistema que vivíamos, tan atroz, de trámites que no se pueden hacer, estaba hecho para que nos volviéramos corruptos, porque si lo hacías por la buena era imposible, y si lo hacías por la vía de la corrupción las cosas se podían. Esta forma de tener que volvernos corruptos para poder sobrevivir era un plan, según yo cuando era conspiranoico. Pero luego, cuando tuve oportunidad de conocer países que son infinitamente más corruptos que nosotros (y mira que nosotros somos algo brutalmente corrupto), me di cuenta de que no era aquella la intención: se lograba, pero no era el fin. Incluso si piensas que lo hacen porque nos odian, es poco: ningún rencor merece tanto esfuerzo para chingar a alguien. Entonces llegué a la conclusión de que no, que nuestros trámites son así porque nuestros gobernantes son sádicos: en la mente sienten un enorme placer viéndonos sufrir con las pendejadas que inventan para que las hagamos y que sea como la piedra de Sísifo nuestra vida burocrática. Esa perspectiva me hizo pensar que hay una dosis sádica en todo esto.
La explicación conspiranoica del libro de por qué razón el PRI estaba creando un grupo de edecanes sexoservidoras es que se trataba de un programa piloto para tomar el poder y ya nunca irse. Si ahorita mismo a todo el mundo lo tienen en ese asistencialismo que lo que busca es generar clientelas de votantes leales por una despensa, por unas viles chanclas o un tortillero, ¿qué lealtad no generará que te den un masaje con final feliz?

AR: Hay algunas referencias a los medios de comunicación en tu libro, por ejemplo a Aristerca y al linchamiento en las redes sociales. ¿Cómo observas que el sexo es tratado en los medios de comunicación y en redes sociales?
AG: Comento que antes el linchamiento lo ejercía en cierta medida la autoridad: te entregaba a la perrada para que hiciera de ti lo que quisiera: que te empalara, se burlara, te emplumara, te escupiera. Era parte de las penas públicas. A eso se dedican ahora las redes sociales, eso es un hecho: los que te trolean ahora antes eran los que te colgaban el sambenito, te echaban toneladas de caca, te pateaban en la calle o te aventaban verdura podrida.
En mi libro las peripecias van sucediendo y termina por ser una especie de comedia romántica, y a los personajes principales les pasan una serie de cosas, entre ellas las redes sociales, que son, además, los lugares donde la pornografía se difunde a puños. Yo soy de la generación cuando el agua era gratis y la pornografía era de paga. Eso ha cambiado totalmente, y nomás por eso celebro esfuerzos como los de Las 50 sombras de Grey, que intentan que la gente vuelva a pagar por el porno, aunque sea soft. No importa, porque esa industria está condenada. Y no dudes que ahora el porno sea gratis porque lo subsidien los políticos con las de programas estilo Solidaridad, Progresa, etcétera.

AR: ¿Cómo ha transformado la tecnología la sexualidad? Allí hablas de internet…
AG: El cibersexo, los teléfonos inteligentes para ponerle…

AR: Propones el bíper…
AG: Sí, para usarlo como supositorio. Es increíble que a todas las cosas que inventamos para comunicarnos siempre les encontramos una aplicación para coger. Cuando salió el teléfono y por primera vez las personas, a través de una operadora (estoy hablando de 1900) podían comunicarse con otra, tenían que pasar por un intermediario: una operadora. Había cuatro teléfonos, que generalmente manejaban hombres que tenían negocios importantes. Tenían que llamar a una central manejada por una operadora que generalmente era una mujer, y esta transfería la llamada. Se generó un escándalo porque se descubrió que el teléfono era usado por los hombres para hablar con una mujer que no conocían, le empezaban a coquetear y a arrimar el camarón, y a decirle “oye, reina, tienes muy bonita voz”, y finalmente se conocían y ligaban. Muchas sociedades de madres de familia se opusieron al teléfono porque podía ser el origen de que sus maridos conocieran a otras viejas y las dejaran, lo que era básicamente el primer gran problema. Otro era que los hombres solteros, es decir, sus hijos, pudieran andar hablando con quién sabe quién, que quién sabe qué cosas traía. Pero te juro que ni a Graham Bell ni a Marconi se les ocurrió que esa madre pudiera servir para andarle buscando chichis a las culebras.
Esa es la gran maravilla del ser humano: en todo le encontramos chichis a las culebras y después hacemos quesos, yogures con la leche que sacamos de esas chichis.
Por supuesto, ahora que estamos hipercomunicados y con tantas aplicaciones y movidas, doy una pasada por todos los gadgets que se han hecho con este fin.
Ahora hay una invención japonesa: el teléfono para relaciones sexuales en tiempo real.

AR: Hay una parte dedicada a las religiones y su concepción de la sexualidad, que van desde santa Teresa de Ávila hasta el ayatola Jomeini. ¿Cuál es su preferida?
AG: El que me gusta es el del orgasmo a través de la experiencia mística. Hay algunas pruebas de sensores térmicos que muestran que a las personas místicas, cuando están sumidas en un gran trance espiritual, se les encienden ciertas partes del cerebro. Y a las personas que están sumidas en un orgasmo se les prenden las mismas. Esto como que medio prueba el punto, y es una puerta por donde colarse. Por allí me metí para hacer varias analogías entre experiencias místicas que son colindantes con las sexuales. Allí vienen los versos de santa Teresa de Ávila que, si los lees, dices: “Es que está teniendo un orgasmo”. Y hay muchas místicas que han experimentado orgasmos, hablando clínicamente, mientras están rezando.
También está el caso de las monjas que supuestamente tenían el milagro de sentir en su lengua el prepucio del Niño Jesús. Esta adoración del Santo Prepucio fue prohibida hasta principios del siglo XX, porque justamente traía unas desviaciones sexuales, las que la Iglesia, en lugar de volverlas místicas, convirtió en motivo de preocupación.
A la luz de la psicología sí se veía muy raro que anduvieran metidos en esas cosas. Pero viene la anécdota de cómo Bernini hizo la estatua del éxtasis de santa Teresa, que es una de la piezas culminantes de la escultura barroca. Bernini, para lograr captar los momentos de éxtasis espiritual, tal y como los tenía santa Teresa, fue con mujeres a ver cómo hacen el amor (o él mismo se los hacía)  y cuando tenían el orgasmo trataba de captar justamente la expresión y el momento. Entonces ese arrobamiento místico es también sexual, y allí lo pongo.

AR: Otra parte interesante es la que dedicas a Wilhelm Reich. En ese sentido ¿cómo ha sido utilizado ideológicamente el sexo?
AG: Muchos grupos políticos del siglo XX han usado el sexo como bandera. Lo de Wilhelm Reich es extremo, pero los nazis tenían la onda de que estaban muy conscientes de que los arios eran muchos menos que el resto de los seres humanos. Si querían tener una población de arios lo suficientemente grande como para dominar al mundo, tenían que ponerse a coger como locos. Entonces ponerle era un deber del partido. Los de las SS desarrollaron una especie de granjas de arios donde a algunos los ponían como sementales con 8, con 10, con 20 o con las mujeres que fueran. De las prisioneras que iban agarrando en lugares conquistados, decían: “Esta como que tiene cara de que sí es de nuestra rodada”, y las llevaban a aquellas granjas para tener y tener hijos. Esto se hizo de maneras sistemática e industrial.
También tenían encuentros de juventudes y juntaban grupos de adolescentes y los llevaban al bosque a pasear. Tras terminar de pasear, todos los muchachos y muchachas terminaban haciendo el amor por Hitler. No es que les gustara o que les anduviera la punzada sino que tenían la obligación de procrear hijos arios. Les decía su mentor: “Muchachos: ya están aquí, ya saben lo que tienen que hacer para salvar Alemania”, y órale.
En el caso de Reich, a él se le ocurrió que la revolución proletaria para emanciparse del yugo burgués no iba a venir ni por las armas ni por el adoctrinamiento marxista sino por el sexo. Entonces comenzó a organizar unos clubes sexuales que se llamaban sexpol, sexo política del proletariado, que, básicamente, era una dorada de píldora muy densa para decir “encuérense y vamos a coger”. Él participaba y e inducía a sus seguidores, así como comuna hippie pero con el puño izquierdo levantado.
Así era la cosa, y operó durante bastante tiempo hasta que los soviéticos se espantaron. En aquella época, si no tenías el aval del Partido Comunista soviético ya no eras oficial.
Luego Reich intentó venderle esa onda a Trotsky, y vino a México a decirle: “¿Qué cree? ¿Quiere usted regresar a Rusia, quiere ser el dirigente del movimiento comunista mundial? ¡Póngase a coger, yo le digo cómo!”. El pobre Trotsky, que estaba todo atormentado porque, como le andaba poniendo ya con Frida Kahlo, no sabía si eso era heterosexualismo o bestialismo, dudaba espantosamente de su condición sexual. Pero también lo mandó a la goma, y Reich se fue dando retumbos hasta que finalmente abandonó lo del sexpol pero no lo del sexo.
Emigró a Estados Unidos e hizo el orgasmatrón, una máquina que podía medir el alma y otras condiciones humanas a través de los orgasmos. Fue con el aparato por todo ese país, y entre las personas que convenció para que se metieran a su aparato estuvo nada menos que Albert Einstein. Le dijo que él podía demostrar la teoría de la relatividad si se hacía ciertas jalaciones allá adentro y tenía un orgasmo dentro de su aparato. Y allí fue Einstein (al que, además, le encantaba coger, pero ¿a quién no, la verdad?).
Finalmente descubrieron que la máquina era un garlito que no servía para nada, lo demandaron y, para salvarse de la cárcel, se metió él mismo a un manicomio. Con eso demostró que no estaba nada loco, porque era eso o pagar dos millones de dólares. Así cualquiera dice “sí estoy loco”, y así se escapó de la cárcel y de la multota.

AR: En el libro hay un tema muy interesante y muy desconocido que es la historia de Alfonso Herrera López.
AG: Esa historia me conmovió. El zoológico de Chapultepec lleva su nombre porque él fue el que lo inventó y fue uno de los mexicanos más brillantes que jamás hayan existido. Con sus poquísimos medios, con los penosos recursos que tenía en la Preparatoria Nacional, en San Ildefonso, logró sintetizar por primera vez, en 1905, la vida artificial. Fue algo que todavía hoy dices “¡guau!”. Logró crear bacterias mezclando sustancias que existían, y con eso sacó su hipótesis: dijo que recreaba las condiciones de nuestro planeta hace no sé cuántos miles de millones de años, antes del inicio de la vida, y entonces, al sacar por primera vez vida de esa forma, lo publicó. Estaba orondo, feliz. Por lo mismo que él hizo, muchos años después un soviético recibió el Nobel y un gringo también, el primero porque lo enunció como teoría y el segundo porque, después de hacerlo como teoría en los años cincuenta, lo hizo en su superlaboratorio de la Universidad de Massachusetts. Pero las dos cosas ya las había hecho Herrera antes, en su cacerola con su mechero en San Ildefonso.
A Alfonso Herrera le pasó que cuando dio a conocer su descubrimiento se le echaron encima y lo quisieron matar, le quemaron la casa, lo corrieron de la chamba y se volvió un leproso social. Ya nadie quería volver a verlo porque había hecho vida artificial.
Allí cuento la historia de todo lo que le pasó por pasarse de listo.

AR: Finalmente ¿cuál es la relación entre el humor y el sexo?
AG: El humor tiene una cosa muy valiosa: es una incorrección, siempre y necesariamente. Es como un trastorno de la lógica y está en la fronterita de lo que debe ser y lo que no, y siempre la debe traspasar. Pero tiene una ventaja: esta forma de traspasar es legal, es aceptada por todos, y somos felices porque nos hace pensar y decir cosas que de otra manera no podemos decir. Hay cosas que son muy terribles, muy canijas, de las que de la única forma que podemos hablar es con humor. Hay cosas que son tabú que, sin humor, no son abordables, de plano.
Creo que el libro tiene una gran ventaja, porque el sexo es un tema que siempre nos genera angustia. Entonces, tratar temas con humor es siempre padre, y además en casos tan delicados y controversiales como el de las relaciones sadomasoquistas, por ejemplo. Ve este tema desde la perspectiva del humor, sin andar calificando si está bien o si está mal, y nada más por subrayar cosas absurdas y divertidas es una buena manera de acercarte a él.
Entonces el humor es como la gran herramienta de defensa y de aproximación. Es como tu tanque para entrar a lugares de fuego cruzado y que no te pase nada.
Fundamentalmente, la verdad es que este es un libro de humor. La única propuesta y lo único que yo busqué es que cuando la gente lo leyera se riera mucho. Si además les sirve para conocer el último círculo de la sexualidad extrema o para purgar sus demonios, o lo que sea, sería una ventaja adicional que yo nunca busqué.


*Entrevista publicada en Etcétera, núm. 173, abril de 2015.

sábado, agosto 01, 2015

La política del hambre. Entrevista con Martín Caparrós




La política del hambre
Entrevista con Martín Caparrós*
Por Ariel Ruiz Mondragón

En un reporte de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), fechado en septiembre de 2014, se informó que 805 millones de personas todavía sufren subalimentación crónica, que significan 100 millones menos que la década anterior. Son seres humanos que a diario tienen que enfrentar la carencia de alimentos en su mesa, muchas veces sin éxito: cada día mueren 25 mil personas por causas relacionadas con el hambre. Lo perverso es que, al mismo tiempo, gracias a los avances técnicos y tecnológicos, la agricultura mundial puede alimentar a 12 mil millones de personas, casi el doble de la población actual.
El estado actual de ese problema es tratado por Martín Caparrós (Buenos Aires, 1957) en su más reciente libro, El hambre (México, Planeta, 2014), una suerte de gran reportaje de 600 páginas en las que el autor no sólo relata las dramáticas vivencias cotidianas de personas a las que les falta alimento, sino que intenta comprender y explicar las diversas aristas de ese problema mundial.
Para realizar su investigación el escritor y periodista argentino viajó por Níger (“comer la bola de mijo todos los días es vivir a pan y agua. Pasar hambre”), India (“el décimo país más rico del mundo —y el primero en cantidad de desnutridos”), Bangladesh (“Hijos de madres malnutridas, cada año 110.000 bebés se mueren cuando nacen: uno cada cinco minutos”), Estados Unidos (“el hambre Usa (sic) consiste en eso: no en no tener comida; en no tener la propiedad —el derecho a disponer como te plazca— de esa comida”), Argentina (país en el que miles de sus habitantes están condenados a revolver basura para buscar comida), Sudán del Sur (“un país que no tiene, por ahora, más de cien kilómetros de asfalto, que no tiene tendido de electricidad, que no tiene agua corriente ni cloacas”) y Madagascar (donde grandes inversionistas acaparan las tierras productivas a costa de las comunidades).
De esa forma, el amplio recorrido de Caparrós lo llevó desde pequeñas comunidades agrarias miserables, pasando por las villamiserias y basureros donde apenas se sortea el hambre, hasta la Bolsa de Chicago, en donde se hace dinero, mucho dinero (y se decide el destino de miles de personas) con la especulación en el negocio de los alimentos.
Sobre las causas del hambre, Caparrós destaca en su libro que la falta de comida ya no es una de ellas: “El mundo produce más comida que la que necesitan sus habitantes; todos sabemos quiénes no tienen suficiente; mandarles lo que necesitan puede ser cuestión de horas.
“Esto es lo que hace que el hambre actual sea, de algún modo, más brutal, más horrible que el (sic) de hace cien años o mil años”.
Y remata: “Más que nunca, no comer es la consecuencia de un mercado mundial que dirige, concentra, excluye: hambrea”.

Sobre ese libro conversamos con Caparrós, quien es licenciado en Historia por La Sorbona; ha dirigido publicaciones como El Porteño, Babel, Página/30 y Cuisine & Vins, además de que ha colaborado en medios como The New York Times, Le Monde, El País y Le Nouvel Observateur. Ha publicado 25 libros y que ha recibido los premios Internacional de Periodismo Rey de España (1992), Planeta Latinoamérica (2004), Herralde de Novela (2011) y en dos ocasiones el Konex (2004 y 2014).






Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué escribir hoy un libro como el suyo? Usted dice en las primeras páginas que “es un fracaso” sobre el “mayor fracaso del género humano”, y más adelante afirma que de parte suya hubo falta de valentía e incluso llega a hablar de cobardía.
Martín Caparrós (MC): Quizás tiene que ver con la frase que puse al empezar el libro: “Inténtalo de nuevo y fracasa mejor”. Estoy a favor de esa idea, que trato de desarrollar al final: lo que vale la pena es intentar las cosas sin que tengas ninguna garantía de que vayas a conseguir el resultado. A veces se obtiene, a veces no, pero no hay que depender del resultado sino hacer las cosas que uno cree que no puede dejar de hacer porque se sentiría peor si no las hiciera. Y este libro, obviamente, era un problema del tamaño de 900 millones de personas que no comen. Imagínese qué importancia puede tener un libro que yo publique sobre eso.
Sin embargo, sabiendo que es una pequeñísima gota de tinta en el mar, lo quiero hacer porque me importa haberlo hecho. Me importa intentarlo aunque sea para fracasar.

AR: ¿Qué cobertura le han dado los medios de comunicación a este problema? Recuerda que en la Inglaterra del siglo XIX Friedrich Engels y a William Stead sí le dieron relevancia. Pero también destaca que, por ejemplo, los diarios lo abordan cuando se trata de desastres espectaculares como las hambrunas. Pero la lucha cotidiana de la gente más pobre que está luchando por apenas sobrevivir no aparece en los periódicos.
MC: Lo que pasa es que en el siglo XIX los hambrientos formaban parte de las sociedades más ricas: había hambre en Inglaterra, por ejemplo, después de la Revolución Industrial, cuando era la sociedad más rica de su tiempo. Los obreros no siempre conseguían comida suficiente, como cuenta Engels en ese texto sobre las clases laboriosas en ese país.
La diferencia es que ahora, en general, los hambrientos están tan perfectamente excluidos que ya no forman parte de nuestro paisaje cotidiano ni son una amenaza directa. Están fuera; están, si acaso, en las periferias de las grandes ciudades o en zonas rurales alejadas. Aunque estén a 100 kilómetros de aquí, ya no están incluidos dentro del aparato productivo.
Es mucho más fácil cerrar los ojos a esos excluidos, no contar sus historias y no hacerles caso. El mecanismo más habitual de este problema no es la explosión de la hambruna, cuando miles de personas se quedan súbitamente sin nada de comer, sino esta hambre sostenida y silenciosa que dura vidas y generaciones, y que mata porque produce cuerpos tan debilitados que cualquier enfermedad que a otra persona no le haría nada, a alguien que sí está desnutrido le resulta fatal. Esto es muy poco espectacular, y entre esto y el hecho de que quienes lo sufren están excluidos de nuestras sociedades, pues los medios muy cómodamente pueden no ocuparse del asunto.

AR: Usted viajó por lugares muy pobres del mundo. ¿Cuáles fueron los riesgos que usted corrió al hacer esta investigación? Usted cuenta en el libro cuando estuvo enfermo en Níger, cuando estuvo en peligro de ser agredido en los basureros de Argentina, un terremoto en Bangladesh, por ejemplo.
MC: Fueron riesgos infinitamente menores que los que corre todos los días cualquiera de las personas que me contaron su historia. Son riesgos muy controlados, aunque, obviamente, todo puede salir mal de pronto y puedes joderte, como también te puede salir mal usar la avenida Revolución.
Pero no es importante el tema de los riesgos, al menos a mí no me lo resulta. No creo que un trabajo periodístico sea mejor o peor porque el que lo hace corre riesgos; me parece que es mejor o peor si consigue contar lo que quiere contar, si consigue entender lo que quiere entender. Los riesgos no tienen ningún mérito.

AR: Hay un dato que usted menciona que es relevante: los alimentos sólo ocupan el 6 por ciento de la economía mundial, 10 veces menos que los servicios, pero de aquellos depende el resto de la economía. ¿Por qué se le da tan poca atención si es la estructura de todo lo demás?
MC: Es una explicación compleja porque lo que pasa es que, en general, los productores de alimentos suelen no ser los países más ricos, o no son los sectores ricos de los países más ricos. Llevamos unos cuantos años, 30 o 40, en los que los precios de los alimentos habían bajado mucho porque se producía mucho, más que nunca. Entonces dejó de ser atractivo para los grandes capitalistas invertir en ellos, y prefirieron invertir en tantas otras cosas, que, además, efectivamente producen beneficios mucho más importantes: industrias de punta, servicios, bancos, especulación.
La producción de alimentos es modesta en cuanto a sus retornos, pero en cualquier caso esa tendencia cambió porque ahora está la idea relativamente nueva de que no va a ser fácil expandirla más y por lo tanto ha llegado a una especie de techo, y eso ha hecho crecer bastante los precios. Entonces eso ha hecho que vuelva a ser atractivo para grandes capitales este tipo de negocio y, por otro lado, ha hecho que mucha gente no pueda comprar comida porque los precios subieron.
Entonces, aunque últimamente hubo un cambio en cuanto a la consideración que tiene el negocio alimentario en el mundo, sigue siendo una parte menor porque, efectivamente, toda la industria, tanto de grandes máquinas como de tecnologías de punta y demás es mucho más eficaz generando plusvalía.

AR: Usted describe algunos efectos perversos que tuvieron los cambios técnicos y tecnológicos, por ejemplo la Revolución Verde, que llevó a muchos campesinos de los países más pobres a ser todavía más pobres…
MC: Es un doble movimiento: la Revolución Verde consiguió multiplicar la producción agraria por mucho, y gracias a esa mejora técnica ahora el mundo produce más alimentos que los que se necesitan, lo cual no hace que todos tengan los alimentos que requieren porque hay un grado de apropiación de esa riqueza muy fuerte por parte de los más ricos. Pero por primera vez en la historia el mundo produce más alimentos de los que necesita, y eso es un dato muy fuerte.
Al mismo tiempo, la Revolución Verde efectivamente fue usada en muchos lugares para expulsar campesinos, concentrar producciones agrarias de mayor superficie, con más máquinas, menos mano de obra y con más beneficio para las corporaciones que las tienen. Pero esto no es culpa de la técnica sino de todo el mecanismo político y económico que usa esas técnicas.
Creo que lo mismo pasa con las semillas transgénicas, que son muy eficaces para producir alimento, pero cuyo problema grave no es el eventual daño que pueden hacer a los suelos (lo cual tampoco está del todo probado; en última instancia habría que elegir si uno prefiere que el suelo esté dañado o que se mueran millones de personas porque no tienen comida), sino que esa eficacia y ese incremento de la producción no benefician a todo el mundo sino al señor Monsanto o a cualquiera de esas grandes corporaciones.
Entonces, una vez más, el problema no es la técnica sino cómo se usa, quién se beneficia de ella. Eso se constituye, insisto, en un problema político: quién tiene el poder de decir usa esas semillas, que está muy bien, pero no hay ninguna razón para que usted sea el que se lleve todo el beneficio, que pertenecen a todo el conjunto de las personas, y todos tendrán el derecho de plantarlas, a usarlas, a mejorarlas.

AR: Acerca de las entrevistas que usted hizo para el libro, me atrajeron un par de ellas que contrastan por la forma en que abordan el asunto de la producción de alimentos y sus beneficios. Por un lado está Vandana Shiva, quien defiende los cultivos tradicionales y ataca las formas modernas de producción, y por el otro un corredor de Bolsa de Chicago que se dedica a especular (lo cual también ya hacen máquinas electrónicas) con los alimentos y decide desde allí el futuro de miles de personas.
MC: Yo no lo sabía y me impresionó eso de las máquinas que hacen inversiones todo el tiempo y que van ganando grandes cantidades de dinero sólo haciendo operaciones de segundos o milisegundos, lo cual me pareció delirante, la especulación más pura que uno se puede imaginar: no hay ningún objeto ni nada en el medio, sino pura tecnología al servicio de producir dinero con dinero con dinero con dinero...
Son distintos aspectos del asunto, pero a mí me sorprende cómo muchas veces la izquierda se ha vuelto tan conservadora en el sentido de reivindicar tradiciones, como estas agrarias, de viejas formas de cultivo que no alcanzaban para que comiera ni la mitad de la población. En la India la gente se moría de hambre en serio con esas viejas formas tradicionales; entonces, ¿cómo puede ser que ahora las reivindique? No alcanzarían para alimentar pero ni a la mitad de la población de mil 300 millones de personas. Me hizo gracia que encontré esa frase de Marx en la que habla de la India en su época tradicional y dice que es el país más reaccionario del mundo, más autoritario, más esclavista; entonces ese es el tipo de sociedad que cierta izquierda reivindica.
Yo no lo entiendo; creo que hay una especie de reacción frente a los cambios técnicos que los llevan a pensar que todo tiempo pasado fue mejor, cuando se suponía que el papel básico de la izquierda consistía en pensar cómo van a ser mejores los tiempos que vienen, lo que han abandonado en muchos casos.

AR: En el asunto del hambre hay un coctel muy rico y variado, en el cual hay varios aspectos culturales: por ejemplo, usted destaca algunos prejuicios, como el machismo, cierto nacionalismo, la resistencia a la medicina moderna, el respeto a las tradiciones, a la religión. Muchos de sus entrevistados, incluso en la situación desesperada en la que se encuentran, no quieren rebelarse contra el orden imperante…
MC: El hambre es uno de esos focos en el que uno puede pararse y desde allí mirar una cantidad de fenómenos distintos; en este caso parece como más legítimo porque la mayoría de estos fenómenos sociales están atravesados por este problema. Y para retomar solamente algo de lo que decía, está la cuestión de la religiosidad de los hambrientos, que me impresionó mucho. Buscaba ateos y no los encontraba, a ver si alguien me decía “yo no creo en Dios, no creo en nada, yo lo que quiero es conseguir la comida que necesito”, o lo que sea que dijera. Pero no, todos sacaban a relucir algún Dios. Por supuesto, no hay ninguna idea tan bruta como la hindú del karma, en la que el problema es culpa tuya: si te va mal es culpa tuya, porque en una vida anterior pisaste una cucaracha. Pero la verdad eso es como un refinamiento perverso.
Pero no por eso hay que menospreciar la habilidad del islam o de la Iglesia católica para convencerte de que no puedes hacer nada, que tienes que soportar lo que te toca; como decía la Madre Teresa de Calcuta, “qué bonito ver cómo sufren los pobres”, “cómo soportan los pobres su destino”, una cosa así.

AR: ¿Qué relación ha habido entre los regímenes políticos y los países donde hay hambre y donde ha habido hambrunas? Hay ejemplos en el libro: por ejemplo cuando usted recuerda el caso de Ucrania bajo Stalin, El Gran Salto hacia Adelante de Mao Tse-Tung, hasta llegar al Consenso de Washington.
MC: Eso es tremendo, yo no lo tenía tan claro; es otra cosa que descubrí trabajando para este libro: cómo las más grandes catástrofes, las hambrunas del siglo XX, fueron todas causadas por un régimen político autoritario: Stalin en Georgia en los años veinte, Hitler en Europa del Este en los cuarenta, Mao en China a finales de los cincuenta y principios de los sesenta, caso en los que murieron millones de personas.
A mí siempre me incomodó esa idea de asimilar Stalin a Hitler o a Mao, pero en esto hay que reconocer que los efectos que produjeron son muy parecidos, y entre los tres se llevan el podio absoluto de las catástrofes del hambre del siglo XX. Son ejemplos de cómo un gobierno con todo el poder a su disposición puede hacer desastres absolutos.
En cambio, para mirar un poco del otro lado, digo por allí que no estoy para nada de acuerdo con esta idea tan famosa de Amartya Sen de que la forma de evitar el hambre es la democracia. Debería ver que su propio país, la India, es el que tiene más hambrientos del mundo y es, al mismo tiempo, la mayor democracia del mundo. Simplemente comparar dos frases simples sobre su país desmiente esa supuesta genialidad del señor Sen.

AR: Uno de los casos más extraordinarios, bárbaros y salvajes que también recuerdo fue el de los jemeres rojos en Camboya…
MC: También hubo una gran cantidad de muertos, pero como es un país más chiquito no podían competir con China, con la Unión Soviética o con Europa del Este, pero también hicieron lo mismo.

AR: Un caso de los que relata le tocó de manera familiar, que fue el del gueto de Varsovia creado por los nazis. ¿Cómo lo recuerda?
MC: Yo eso lo escuché mucho después; yo nací 16 años después de eso, y mi abuelo, que era el hijo de la bisabuela Gustava, que aparece en el libro, nunca quiso hablar de eso. Es algo que los familiares fuimos reconstruyendo después por distintos medios.
Me impresiona haber tenido una relación de sangre con una de esas grandes hambres del siglo, y también me impresiona mucho la historia que cuento sobre los médicos judíos que sabían que estaban condenados porque estaban en el gueto y que los iban a matar. Aun así, decidieron hacer algo para un futuro que no verían: estudiar a sus pacientes, sabiendo que iba a ser difícil reunir tantos casos sobre desnutrición, para dejar a quienes pudieran retomarlo algún saber que les permitiera trabajar sobre casos semejantes en el futuro. Esto me emociona.

AR: Es una situación desesperante en la que viven 800 millones de personas, pero tras sus viajes y su extenso relato, ¿dónde encuentra la esperanza para resolver este problema?, ¿en dónde encontró humanidad, la que usted reivindica?
MC: En muchos lugares, movimientos que se van apareciendo y que se van juntando; hay algunos que consiguen algo, otros fracasan. Pero una imagen que ahora me viene a la cabeza es la de una chica en un pueblito de Madagascar, en donde una empresa se instaló y les están sacando sus tierras de cultivo. Los hombres tratan de convencerse de que no importa mucho, que, bueno, de todas maneras pasaría, etcétera; ella, que en su condición de mujer no tendría derecho a hablar, los increpa y les dice que si no se dan cuenta de que se van a quedar sin comida y sin agua. Es ella, la mujer, la que tendría que quedarse callada, la que intenta despertar a sus vecinos, a sus amigos.
Una chica como esa es una de tantas personas o situaciones que me dan la esperanza.

AR: ¿Cuál es la relación del hambre con la violencia? Históricamente parece haber una relación con revueltas y revoluciones, que viene cuando menos de la Revolución Francesa hasta la Primavera Árabe. Pero también anota que en su recorrido encontró mucha gente que, a pesar de su situación desesperada, no tenía ninguna intención de rebelarse y que más bien acepta el maltrato y el engaño.
MC: Me parece que no siempre las mismas causas producen los mismos efectos; si no, la vida de las sociedades sería tan mecánica como el ascensor que sube y baja. En muchos casos la gente que tiene hambre sufre, al mismo tiempo, una especie de recorte de sus posibilidades que le impide imaginarse de otra manera, pensar cómo hacer para salir de esa situación, porque, entre otras cosas, junto con el hambre viene muy fuerte el discurso de que la única solución es que traigan una bolsa de granos, que no hay solución fuera de eso.
Pero de vez en cuando ese malestar difuso llega a una especie de masa crítica que cristaliza este tipo de revueltas. Muchas veces tampoco llegan a nada después, son simplemente una revuelta, una explosión de cólera que a veces hasta voltea un gobierno pero no es capaz de construir otro. Pero a veces sí; es como una acumulación de efectos que de vez en cuando llegan al punto en el que realmente cambian algo. Muchas veces no llegan a ese punto: fracasar de nuevo, fracasar mejor.

AR: Es interesante la crítica que usted hace al final del libro: estamos viviendo en un mundo en el que ya no hay proyectos y lo único que tenemos es la defensiva: los indignados, la antiglobalización. Usted plantea que ya hay que pasar de la defensa al ataque, y para hacerlo hay que tener propuestas, un proyecto. ¿Qué ideas, por vagas y preliminares, pueden comenzar a dar forma a ese proyecto?
MC: No lo sé suficientemente. Digo al final del libro que a mí me gustaría buscar una forma moral de la economía, que produzca una distribución mayor de los bienes y del poder, pero que no sabemos cuál es la forma política que acompañaría o sustentaría esta forma de la economía.
Creo, a muy grandes rasgos, que eso tiene que relacionarse con la idea de la distribución del poder, y que hay formas que avanzan cada vez más para hacerlo. Estos sistemas de delegación llamados democracia tenían todo su sentido hace 100 años, cuando consultar las voluntades populares era muy complicado, y entonces había que hacerlo cada tanto y producir delegados que supuestamente las llevaran a cabo pero que nunca lo hacían. Ya no hay ninguna razón para que esto sea así, porque estamos en condiciones técnicas de autogobernarnos de algún modo, de tener delegados que consulten cada una de sus decisiones importantes, por supuesto.
Creo que esa sería la tendencia que me gustaría encontrar: formas en que el poder se disemine y todos pudiéramos ejercer nuestra parte de poder en vez de entregárselo a un sector pequeño de hombres fuertes económica y políticamente.

AR: Justamente al final del libro hay un par de ideas que usted desarrolla para intentar resolver el hambre: la vanguardia y la rebeldía. ¿Qué significado les atribuye hoy?
MC: Hace muchos años hice una crítica muy intensa a la idea de vanguardia, de que hay un grupo que supuestamente sabe más que los demás qué es lo que todos necesitan. Es una idea que me parece que fue muy dañina durante todos los procesos de rebeldía de la última parte del siglo XX, porque en general lo que hizo fue terminar en este tipo de regímenes muy autoritarios, de los que creían que sabían lo que había que hacer y hacían que todos hicieran lo que ellos creían.
Fui parte de eso y fui muy crítico, pero al mismo tiempo me pregunto (y esa es mi perplejidad actual, por eso tengo más preguntas que respuestas) que si por definición la mayoría piensa lo que está aceptado (y lo aceptado es esto que vivimos), cómo se hace para cambiar esas ideas si no es porque hay un pequeño sector de inadaptados que quieren pensar distinto. Y eso es lo que llamábamos “vanguardia”: ese sector de inadaptados que buscaba más allá.
El desafío, entonces, como digo en el libro, sería encontrar alguna forma de aceptar que pensar distinto no te da derecho al poder, no te da derecho de conducir a nadie. Si acaso a proponer, pero no a mandar.
No es fácil porque, en general, es difícil declinar el poder cuando uno cree que tiene algún derecho a tenerlo. Pero sería una de las premisas básicas para poder pensar en forma distinta los cambios políticos.

*Entrevista publicada en Este País, num. 287, marzo de 2015.