domingo, diciembre 15, 2019

Las maravillas de las historias perdidas. Entrevista a Aníbal Santiago







Las maravillas de las historias perdidas
Entrevista a Aníbal Santiago*
Ariel Ruiz Mondragón

México cuenta con muy diversas facetas que terminan por mostrarnos un conjunto por demás variopinto, con realidades muy contrastantes, fragmentadas, contradictorias, desiguales, enfrentadas, complementarias. Un país complejo y multiforme en el que los procesos de vida de sus habitantes parecen no sólo no tocarse sino ignorarse.
El periodismo es una herramienta muy útil para el reconocimiento que los mexicanos pueden y deben hacer de sí mismos. Por ello resulta muy pertinente la lectura del libro México, tierra inaudita. Relatos de un país inimaginable (segunda edición, México, Los libros del lince, 2018), de Aníbal Santiago, en el que se reúnen 19 historias muy diferentes entre sí que dan buena cuenta de la gran complejidad y extraordinaria diversidad de la sociedad mexicana. Así, aparecen desde un sabio dueño de una refaccionaria, Los Ángeles Azules, Octavio Paz y los placeres de Acapulco, hasta una chica víctima de la trata de personas, un niño suicida y mujeres que enfrentan día a día el hambre de su comunidad, entre otros personajes fascinantes.
Sobre esas historias conversamos con Santiago (La Plata, Argentina), quien ha colaborado en medios como Este País, Reforma, Chilango, Gatopardo, Esquire, Más por Más, Newsweek en español, Emeequis e Imagen Televisión. Por su trabajo periodístico ha obtenido premios como el Nacional de Periodismo y Rostros de la Discriminación.

Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué publicar hoy un libro como el tuyo, que reúne 19 historias muy variadas?
Aníbal Santiago (AS): Hace unos tres años yo había integrado muchas investigaciones. Originalmente eran 34, de las que se sacaron 15, Y que tratan problemas muy disímbolos, historias que yo sentía que pintaban bien a México. No eran estrictamente noticiosas, sino que hablan de una época, de un país, y se pueden leer ahora o dentro de 15 años. Valía la pena integrarlas.
Sentí que la diversidad podía enriquecer al libro: hay historias que tienen mucho que ver con la violencia, con el sufrimiento general del país, con el hambre, con la delincuencia, pero también otras que son más agradables, más digeribles, más felices. Quien lo lea se va a llevar una visión de un México de muchos contrastes.

AR: Sobre esa variedad y esa diversidad: ¿cómo llegaste a estos temas? ¿Te los sugirieron, los encontraste?, ¿cómo diste con el sabio de la refaccionaria, cómo llegaste a la Baby’O y con Jaime Camil, cómo conociste a las cocineras del hambre, por ejemplo?
AS: En general son ideas que a mí se me ocurren. Estoy muy pendiente de las noticias no tanto como un consumidor obsesivo, sino porque las notas duras dejan cabos sueltos y yo tengo que ir tras ellos. Salió, por ejemplo, una lista de los pueblos con más hambre del país. Vi que había uno en el Estado de México, muy cerca de la Ciudad de México, y fui allí a ver qué pasaba con las mujeres, que generalmente son las responsables de dar de comer a sus hijos, y cómo resuelven el problema del hambre: qué ocurre y cómo, con mínimos recursos, alimentan de una manera más o menos regular a sus familias.
Sobre lo de la discoteca Baby’O: en esa época empezaron a aparecer, por primera vez, cabezas humanas cortadas. Eso llamó mi atención porque me impresionaba que Acapulco tuviera ese contraste: seguía siendo el lugar de los poderosos y, por otro lado, el México sanguinario, atroz, descarnado.
Me llevaba bien con las editoras de la revista Quién, a las que les dije que necesitaba el teléfono de Jaime Camil. Así empecé a ubicar a los personajes emblemáticos del jet set acapulqueño, y al mismo tiempo me trasladé al otro Acapulco. Así presento un relato en el que vemos cómo conviven ambas partes.
Es escalofriante que a unos cuantos metros tengamos esos dos México tan distintos: el del placer, la ostentación, el lujo y el sexo, catapultados a la n potencia, y el del México real, terrible, tristísimo.
Así son mis historias: como ocurrencias y apuestas mías, y cuando tengo la idea, voy a los lugares.

AR: Del que yo no sabía nada es del señor que vende refacciones de coches de todas las épocas, y que conoce muy bien su historia. ¿Cómo llegaste a ese personaje? No sale en el periódico, por ejemplo.
AS: La revista Life & Style, de Grupo Expansión, me envío a Cancún a hacer una crónica de un museo del automóvil antiguo. Hice una crónica aspiracional, en la que hablaba de los modelos de autos, de su historia y de la riqueza del museo. Para hacerla pedí ir a la parte del taller para entrevistar a los mecánicos del museo. Al platicar con uno de ellos me dio unas bujías originales de un Ford de 1920 que no se habían abierto desde aquellos años. Le pregunté cómo las había conseguido, y me dijo que había un genio de las autopartes en Bucareli, un señor de casi 90 años que sabía toda la historia del automóvil. Me dijo: “Te puede contar la historia de México a través de los coches. Ha tenido contacto con personajes famosos y su conocimiento es absolutamente enciclopédico. Es un personaje maravilloso”.
Le pregunté dónde estaba, y me dio la dirección. Cuando volví a Ciudad de México tras escribir el reportaje del museo el siguiente paso fue acercarme a la esquina de Bucareli en la que me habían indicado buscar a este personaje. Es casi de ficción: es increíble que un hombre así, con ese brillo y con esa cultura, con tanta vida, exista en Ciudad de México.
Siento que eso es lo que intenta mi trabajo: buscar a los personajes que los otros medios no van a buscar bajo ninguna circunstancia, y encontrar la maravilla en esas historias perdidas.

AR: ¿Cuál es el hilo conductor de las historias que presentas?
AS: Esa fue una dificultad del libro: encontrarle nombre a algo tan raro. Había historias como la de Iguala, donde los profesores hablan de la violencia, de fosas y de los niños que conviven alrededor de ellas, o como la de un personaje que vende autopartes. Era muy difícil encontrar un título; el que se me ocurrió tenía que ser muy genérico. No había manera de concentrarlo, de dar algo muy preciso porque desvirtuaba el resto del libro.
Hablo de la violencia, pero la mitad del libro no la trata. Son historias que sacuden, conmueven, sorprenden, que hacen que la gente viaje a escenarios muy extraños, con personajes muy raros pero que en general son entrañables. Originalmente era “México insólito”, pero ya existía un libro con ese título; después sería “México inaudito”, pero había salido unas semanas antes México bizarro, de Julio Patán y Alejandro Rosas, y le dije a la editorial que le cambiáramos el nombre porque parecería su secuela. Finalmente, por los personajes que pueblan mis historias, fue México, tierra inaudita.

AR: Me llaman la atención las historias que relatas sobre emprendedores, como la de Jorge Mondragón, representante de artistas, y la de Súper Tarín, un señor que sale de la droga, es luchador y dirigente de comerciantes informales. ¿Qué nos dicen de México este par de relatos?
AS: Son historias muy escabrosas. Son emprendedores pero en terrenos muy originales, muy raros. Súper Tarín es rarísimo: hasta hoy me sorprende este hombre, luchador justiciero, líder de ambulantes, que se infiltra en las cárceles para hacer justicia y, al mismo tiempo, negocios.
Pienso que un país con un sistema de justicia y carcelario tan deficiente permite que surjan este tipo de personajes. Si tuviéramos una justicia que realmente reeduque, forme y readapte a los presos para que sean buenos ciudadanos, no tendrían que surgir líderes sociales de esas características, que resuelven, por ejemplo, las golpizas y las torturas adentro de las cárceles, o que acelera las audiencias cuando son demasiado largas, etcétera.
En México existe tal vacío en este ámbito que la realidad va empujando al surgimiento de gente que haga la labor que el Estado no cumple. México tiene personajes que en otros países muy probablemente serían más planos, pero Súper Tarín es un asunto de locos por todo lo que hace, dice, piensa, mueve, por sus características físicas.

AR: Para hacer tus historias compartes diversas experiencias con los personajes que tratas.
AS: En mis relatos no intento acercarme tanto a los personajes, a las fuentes, como un entrevistador plano. Me gusta provocar: a Súper Tarín le lanzaba buscapiés para que me contestara chistoso, para vivir cosas. Me gusta acompañar a los personajes en sus rutinas; casi siempre en mis historias les digo: “Te voy a entrevistar largo dos o tres veces, pero al mismo tiempo quiero vivir un poco contigo”. A muchos los acompaño porque de otra forma no puedo narrar.
Para estas historias largas tengo que vivir un poco con ellos; por ejemplo, con el reportero de Ecatepec fueron muchos días en que hablamos mañana, tarde y noche; viajé con Los Ángeles Azules, fui a sus ensayos, sesiones de fotos y a un concierto.
Por supuesto no vivo lo que viven ellos, pero ser un testigo de esas vidas permite que los relatos vayan en varios niveles: por momentos hay entrevista, en otros hay narración, y de pronto me voy al pasado y vuelvo al presente. Me gusta mezclar, y así logro desestructurar un poco la realidad.

AR: En el libro hay dos o tres historias de pequeños pueblos, como las de los 15 años de Rubí, las cocineras del hambre y la fábrica de mezcal, que se desarrollan en comunidades de 250 o 300 habitantes. Preguntaste a sus pobladores “¿aquí qué ha pasado?”, y te responden “aquí no ha pasado nada nunca”. ¿Por qué reportear en estos pueblos?
AS: Cuando fue lo de los 15 años de Rubí yo sabía que todos los medios iban a ir en masa a cubrir la fiesta. Hay cronistas buenos, malos, medianos, pero finalmente todos iban a hacer la crónica de la fiesta. Estuve machacando la idea: ¿cómo la cubro de manera diferente? Y dije: voy a llegar a la cruda.
Entonces fui cuando ya había acabado; no tuve oportunidad de ver nada de la fiesta, pero sí el basurero, la mendicidad, la pobreza. Vi donde iba a ser el concierto, y vi que en realidad el pueblo era Laguna Seca, y me lancé allí para ver qué había ocurrido. Después de una gigantesca fiesta, la más famosa que ha tenido México en los últimos años, algo iba a pasar, habría personajes, y yo lo iba a contar.
Me la jugué con un fotógrafo: nos fuimos, y llegamos a la mañana siguiente a ese pueblito de San Luis Potosí. Descubrí que ni siquiera podía guglear mucho Laguna Seca porque no había nada. Pues allí me metí a entrevistar a quienes me iba encontrando en la calle, tocaba la puertas de las casas, salían sus habitantes y unos me decían que sí y otros que no. Fuimos a dar a la fábrica de mezcal, y fui a hablar con el patrón. Estuve allí mucho tiempo y obtuve muchos testimonios. Así empecé a enriquecer mi idea. Y cuando llegué a México ya tenía un crisol de personajes y de retazos de la realidad como para escribir algo que fuera suficientemente complejo e interesante.
A mí eso me gusta y me maravilla de ese México silencioso, que no aparece, que aparentemente no tiene nada que decir y que encierra historias de película.

AR: Hay historias que son luminosas, de lucha, de esfuerzo, de resistir a muchas condiciones adversas. Por ejemplo, las de Los Ángeles Azules y la marchista Lupita González.
AS: También es un México con historias de personajes que saltaron a la fama. Hay un país que oprime, aplasta, que cierra puertas, que dice tu música no vale, pero la capacidad humana se refuerza y hay gente que lucha contra viento y marea para salir adelante y encontrarle la alegría a la vida en medio de ambientes de desolación, como los de Iztapalapa y el Estado de México.
También hay muchas personas solidarias que creen en la gente; en el caso de Lupita fue el entrenador que le decía “sigue, sigue, inténtalo”. Aunque estaba lesionada vio que tenía una capacidad, apostó y continuó.
En el caso de Los Ángeles Azules, hubo algunos empresarios que confiaron en ellos e intentaron que la cumbia resurgiera pese a que la onda grupera era lo que dominaba la radio. Y resurgió.
Es un caso interesante porque con Los Ángeles Azules la cumbia se metió al mundo del pop; así ocurrió en el Vive Latino, donde se iba a ver qué pasaba con ellos, que se habían visto marginados por una ola musical diferente. Fue un fenómeno increíble al punto de que ese fue el momento en que el grupo despegó en el sentido de su presencia pública.
Por supuesto, su trabajo valía desde mucho antes, pero en aquel momento su fama se catapultó, y gente que no estaba acostumbrada a escuchar cumbia se dio cuenta de su valor y empezó a bailarla, al mismo tiempo que bailaban a Cerati o a Ximena Sariñana.

AR: ¿Qué idea de la violencia te quedó después de relatar historias tan complicadas y duras como la del niño suicida, del propio Acapulco donde matan todo tipo de gente, de los profesores de Iguala que son amenazados, del reportero de Ecatepec que registra asesinatos?
AS: Sentí una responsabilidad de que el libro también tuviera esa parte porque es un México que no se puede hacer de lado. Está el de las comodidades y de una clase media consolidada, en la que normalmente vivimos, pero es una ínfima parte de la realidad nacional. La mayor parte de la vida transcurre del otro lado, con lo que pasa en Ecatepec, en Iguala.
Entonces sentí un compromiso con mi país, por lo que me tenía que acercar a esto. Tuve la sensación de mucho desasosiego, de desesperanza. Después de leer esto te queda poca esperanza de que las cosas cambien, o por lo menos de que a mí me toque verlas cambiar; siento que van a ser procesos larguísimos para ver un México distinto.
Vemos ahora el índice de homicidios y de violencia, y está disparado en el primer mes de Andrés Manuel; uno diría que entró con otro ánimo y con otra voluntad, y pese a ello tuvimos el enero más violento desde hace muchos años. No me puedo abstraer de eso, y vivo con la tristeza de ver a ese México terrible en el que se vive con feminicidios, pero al mismo tiempo sorprendido de cómo hay gente que sí logra hacer sus pequeñas islas de alegría, de compromiso y de lucha para que la vida tenga sentido.
Está el caso de Iván Montaño, el reportero de Ecatepec: cómo se compromete con su trabajo, sin horarios, y cómo encuentra la magia en el riesgo, lo cual la mayoría no haríamos, y lo realiza convencido de que eso quiere en su vida. Eso me parece increíble: él quiere seguir así, ver eso, de lo cual informa y con lo que sacude a la gente. Así que son emociones muy encontradas.

AR: Esa del reportero Iván Montaño es una historia fascinante: un chico que empieza en el reparto de periódicos, se vuelve cobrador y después toma una cámara y comienza a fotografiar y a reportear. Consigue incluso primeras planas en su medio, la Extra de Ecatepec. Ese pequeño universo, ¿que nos muestra de los problemas y posibilidades del periodismo nacional? Por ejemplo, hay mucho entusiasmo, pero mucha improvisación y condiciones de trabajo muy complicadas que acompañan el deseo de superación.
AS: Veo que los que viven bien son los privilegiados, los grandes opinadores, los presentadores de noticias que son famosos, y después está la inmensa mayoría, a la que veo empobrecida: periodistas que ganan muy mal. Para este libro viajé mucho a provincia, donde los reporteros cobran tres mil o cuatro mil pesos mensuales, que son dos sueldos mínimos para mantener a una familia. Justamente en una columna que saqué en el portal de Este País inicio hablando de los zapatos de los reporteros: rotos, desgastados, con lengüetas dañadas… No tienen ni siquiera para comprar calzado. Me imagino lo que será sostener una familia como reportero de un periódico en provincia.
A esa pauperización, que me parece atroz y dolorosísima, se suma la violencia; son gente que por vocación pone su vida en riesgo. ¿Qué tanto vas a investigar si, aparte de que vives de una manera tan jodida, corren riesgo tu vida y la de tu familia? ¿Para qué?
Veo una profesión que está en el filo de la navaja: ¿hasta dónde informo?, ¿cuándo ya no debo hacerlo?, ¿cuándo me la juego?, ¿esto puede molestar o no? Es como si el periodista estuviera siempre ante el abismo: camino hasta acá y no doy un paso más. Me acuerdo mucho de un libro que leí cuando empecé a ejercer de periodista en 1995: Territorio comanche, de Arturo Pérez-Reverte, en el que hablaba de que entre los reporteros de guerra que cubrían los Balcanes, había que darse cuenta, intuir y advertir las señales físicas de que ya no se podía avanzar porque si daban cinco pasos más los agarraba el fuego cruzado o explotaría un puente. Allí tu responsabilidad como periodista es decir “hasta aquí. No avanzo más aunque podría tener la nota, porque si no pierdo la vida”. Me parece que México se volvió un gran territorio comanche donde todo es riesgoso.

AR: En nuestro territorio comanche aún hay agresiones contra los periodistas. Al hacer estos reportajes, ¿qué riesgos y dificultades has enfrentado? Por ejemplo, cuando conversaste con un empresario en Acapulco y uno de sus ayudantes te empezó a tomar fotos. ¿Qué límites te pusiste para investigar estas historias?
AS: Por ejemplo, en la historia de los profesores de Iguala muchos de ellos me daban nombres de personajes que, según ellos, son los ejecutores de la violencia en ese lugar. Pero yo me ponía en riesgo porque sería señalar con el dedo, y también los pondría en riesgo a ellos, además de que no tenía pruebas ni acceso a esos personajes acusados de la violencia en Iguala: podía ser que sí, podía ser que no. ¿Lo informo? Pues no. Aunque citara su declaración, la vida de estas personas está en juego. Entonces dije: hasta aquí.
En Iguala me metí en territorios delicados y fue reportear más rápido, con miedo; tu piel no es igual, el ritmo de tu corazón es distinto. Maestros me habían advertido: “Puedes estar allí nada más un ratito y te sales rápido”. Esa zona está devastada por la violencia, es muy brava.
Respecto a lo de la cámara, no entendía qué estaba pasando cuando entrevisté a Igor Petit, director de una revista, y vi que alguien, escondiéndose, me estaba sacando fotos. ¿Por qué lo estaban haciendo? Creo que él lo hacía por protección, no era algo contra mí. No pasó absolutamente nada.
Pero es muy difícil establecer, no hay un manual al respecto.
La única vez que vi a Javier Valdez fue en un evento sobre el periodismo en condiciones de violencia, en el que él era uno de los ponentes sobre cómo reportear sin ponernos en riesgo, o por lo menos reducirlo. Y mira lo que le pasó.
Entonces es como una intuición particular, no hacer acusaciones sin base, no meterte más de la cuenta en ciertos asuntos, no dar nombres si no tienes pruebas. La labor del periodista también es saber decir “hasta aquí”.

AR: ¿Cómo llegaste a todos los lugares que cuentas?, ¿cómo entraste en contacto con los profesores de Guerrero, con las cocineras del hambre, con la chica que cae en una red de prostitución?
AS: No hay ningún secreto. Yo siempre llego y digo: ¨Soy Aníbal Santiago, vengo de tal publicación. Estoy haciendo un reportaje sobre esto y me gustaría entrevistarlo, robarle unos minutos”. Algunos me dicen que sí, otros que no; si me contestan negativamente, no insisto ni molesto porque la gente tiene derecho a no querer hablar.
Reporteo obsesivamente. Si voy a cubrir una historia, me llevo también muchísimas otras de personajes y vuelvo a Ciudad de México para estar en calma. Me meto mucho: dedico horas y horas a trabajar bajo el sol, reporteo con abundancia y pasión. A veces veo a reporteros que escuchan poco a sus fuentes, pero hay que escuchar y ver dónde hay algo. Tengo un ejercicio: pongo atención cuando hay un adjetivo; si alguien de un pueblo me dice “aquí está terrible la situación”, hay que preguntarse por qué. En general los adjetivos esconden historias, por lo que estoy a su caza.
Si hay un adjetivo, pregunto para que me lo cuenten: si me comentan “la estamos pasando muy mal”, entonces no preguntes otra cosa: ¿por qué la están pasando mal? Estoy muy alerta a las respuestas para ver dónde hay nuevos caminos que pueda explotar y que puedan traer asuntos interesantes.
Se trata de que no se me escape nada, y por eso soy muy de grabadora: me gusta mucho grabar porque me gusta reproducir cómo se dijeron las cosas. Muchos periodistas dicen que está mal porque la gente se condiciona con la grabadora, pero siento que soy mucho más justo, preciso y riguroso. Hay más respeto a la fuente si se plasman exactamente sus palabras. Tampoco es que le encaje la grabadora a las fuentes, pero siempre la tengo y la ven.
Me gano la confianza al decir la verdad, y como que la gente te agradece. “Oye, estoy haciendo un reportaje de tal asunto. Me gustaría saber tu opinión”, y en general recibo síes. La gente en México tiene muchas ganas de contar lo que le pasa; casi nadie (políticos, funcionarios y poderosos no lo hacen) escucha a los desamparados. Cuando estos ven que alguien los mira a los ojos, que es honesto y que quiere saber sus historias, en general dicen sí en un 90 por ciento.

AR: En el caso de Iguala uno de los maestros te dijo “yo sí quiero contar”…
AS: Incluso allí las puertas se abrían, al contrario de lo que uno pensaría de Iguala por la desaparición de los chicos de Ayotzinapa. Todo mundo quería hablar.

AR: Otra vertiente de tus historias: las autoridades casi no están. Esto me parece muy interesante. ¿Es deliberado?
AS: Considero que en nuestro periodismo eso es un problema grave desde hace muchos años. Los periodistas son, muchas veces, personajes que estiran el brazo para grabar lo que sea de un poderoso; eso es lo que se llevan a la redacción, eso es lo que quiere el jefe y con eso viven. Transcribo declaraciones de poderosos y le cambió las atribuciones: aseveró, manifestó, dijo, sostuvo, indicó, señaló… Es el único país que hace eso; es como para disimular una labor periodística que es vergonzosa.
Observo que si abres los periódicos, aún hoy 70 por ciento son declaraciones de funcionarios aburridos diciendo cosas aburridas, la mayoría de las veces mentiras con su lenguaje retorcido, falso. ¿Cómo a la gente le puede interesar leer eso? Eso es un problema de nuestro periodismo, pero hay que alejarlo y darnos cuenta de que la riqueza y la maravilla está en otros asuntos, no en la transcripción de declaraciones de la gente que tiene el poder.

AR: En muchos medios el reportero tiene que estar con la nota del día y cubrir las actividades del político, lo cual debe entregar muy rápido. Ninguno de los textos de tu libro fue hecho en un día. ¿Qué recursos has tenido para hacer este tipo de textos, que van desde que te concedan tiempo hasta los gastos que implican?
AS: En general he tenido suerte. Cuando he apostado por una historia, los medios en que he trabajado, como Chilango, Emeequis, Newsweek en español, y Gatopardo, en general, han apoyado aunque no con mucha lana. Si hay un hotelito de 300 pesos en Iguala, me voy, y que la comida no me salga en más de 180. Me voy en camión y con lo mínimo. Tenemos que acostumbrarnos a vivir con austeridad; hay gente que lo puede soportar y hay otra que no. A mí no me importa un pepino si estoy hospedado en una suite o si me transporto en primera clase. Mis valores y mis intereses en la vida no están en eso.
A veces me dicen: “Aníbal, no puedes irte tantos días. Intenta hacerlo en dos o tres”. Y hay que ajustarse. Pero la realidad es que nuestro periodismo está limitadísimo en el presupuesto.

AR: Pediste al reportero de Ecatepec que te contara la experiencia periodística que le marcó. Quiero planteártela a ti: de las historias que presentas en el libro, ¿cuál fue la que te marcó más?
AS: La historia del niño de 10 años que se suicidó. En esa lloré; no me había pasado. Cuando estaba escribiendo se me hacía un nudo en la garganta; pensaba: “Puta madre, en México los niños se suicidan por el hambre, por las acusaciones contra su padre por un crimen en el que al parecer no tuvo nada que ver, porque una mamá se quedó sola, desamparada, sin su esposo y teniendo que cuidar a varios niños prácticamente sin trabajo, en un pueblo perdido de Tlaxcala…”.
Esa historia dibuja al país; creo que se me va a quedar para siempre en la sangre. Dios mío, qué México están recibiendo los niños.
Fue la que más me dolió. La reporteé días y días: iba a Tlaxcala y volvía una y otra vez. Faltaba esto y aquello, e iba encontrando una historia en la que todo es sórdido: los personajes, la realidad… Fue mucho dolor de ver que esto puede llegar a ser México.

AR: Es una visión oscura, ominosa, trágica del país. Ahora dime un personaje o una situación contada en el libro que te dé la esperanza de que esto cambie.
AS: Es una pregunta difícil, pero probablemente las cocineras del hambre. Si vieras lo que es su pueblo: desolación en un cerrito del Estado de México, donde sus habitantes están aislados y no tienen nada, ni agua.
Me parece que esas mujeres tienen la genialidad, la lucha y el esfuerzo dentro de ellas… Te das cuenta de que ninguna se queja del hambre. Ese pueblo es uno de los más hambreados del país, y no hay una queja de alguna mujer que te diga “pasamos hambre”. Te comentan: “Nos las arreglamos, y con esta semillita hacemos tal, con esta plantita hacemos esto otro, reusamos tal cosa, y aprovechamos las sardinas y las enriquecemos con tal cosa para que sea un platillo delicioso”. No hay autoconmiseración ni lamentación de lo que les tocó vivir.
Eso me da esperanza: que en esas condiciones de vida ellas, con una dignidad enorme, empujan la realidad para que sea algo mucho menos oscuro.

AR: Las tuyas son historias muy bien relatadas. En el sentido narrativo, ¿quiénes han sido tus principales influencias?
AS: Julio Scherer. Creo que el libro que me impulsó a ser periodista fue La piel y la entraña, la entrevista que le hizo a David Alfaro Siqueiros en Lecumberri. ¡Guau, qué increíble! Cómo hizo esta entrevista, cómo lo describe, cómo habla de él y cómo lo confronta, cómo lo enoja y cómo creó ese texto maravilloso.
Después, por el estilo de la crónica, de no dar pausa y que el lector esté permanentemente en un alucinante viaje lleno de emociones, que no haya aburrimiento, que estés con el alma agarrada y quieras seguir y seguir leyendo, Henry Miller. No podía dejar de leerlo y de sorprenderme; su literatura era como una explosión, fuegos artificiales, el lenguaje más rico del mundo: sacaba palabras y palabras. Me marcó mucho.
Actualmente, alguien que se partió la madre, que luchó, que hizo historias de todo tipo, que narraba, siempre yendo con los que no tenían voz y asoleándose: Marcela Turati. En México, como mujer meterte en lugares donde los riesgos son tan graves es aún más meritorio. Cada vez que la leía en Proceso siempre me maravillaba… ¡Dios mío, qué guerrera! Y siempre con un esfuerzo por ser original estilísticamente. Su labor es importantísima y ha marcado el periodismo mexicano contemporáneo.
Hay otros de quienes me gusta mucho el estilo y de quienes he agarrado cosas; por ejemplo, Guy Talese me parece alucinante, con historias increíbles y originales.

AR: ¿Qué te parece el panorama del periodismo narrativo en el país?
AS: Pienso que estamos en un momento rico de inteligencias, de plumas, pero en uno desastroso en los espacios: cerró Emeequis, que era de los pocos que había, aunque quedan Newsweek en español y Animal Político, que es virtual y donde se pueden hacer este tipo de textos. Proceso nunca quiso o logró meterse al periodismo narrativo sino que siguió siendo periodismo de denuncia, importante pero con un formato más bien clásico.
Me gustaría seguir haciendo estas historias, pero yo mismo me pregunto: ¿dónde las publico? No hay medios para hacerlo, no existen ya. Es terrible. El futuro es oscuro porque se vive en la inmediatez de la noticia pequeñita, cortita.
El reto también está allí. Por ejemplo, cuando estuve en Imagen Televisión tenía una sección todos los domingos, Deporte inaudito, historias deportivas insólitas de México que presentaba en tres minutos.
Otro reto es cómo construir historias que sean atractivas y que al mismo tiempo tengan trasfondo, que sean interesantes sin ser frívolas, en formatos mucho más sintetizados.




*Una versión más corta de esta entrevista apareció en Este País, 23 de julio de 2019.


domingo, noviembre 17, 2019

Las palabras también nos rescatan. Entrevista con Laura García Arroyo*





Las palabras también nos rescatan
Entrevista con Laura García Arroyo
Ariel Ruiz Mondragón
En nuestro país (aunque no sólo en él) se suelen señalar diversos déficits productos del sistema educativo, entre los cuales uno de los más recurrentes es el escaso vocabulario con el que nos expresamos, el que en muchísimos casos apenas llega a unas 300 palabras de un arsenal léxico casi inagotable.
Debido a ello se han emprendido diversos esfuerzos para robustecer el conocimiento y uso de las palabras, con lo cual podemos mejorar e incluso engalanar nuestra forma de comunicación verbal.
Como un empeño para no sólo para no desaprovechar sino acrecentar un gran universo léxico, Laura García Arroyo publicó su libro Funderelele y más hallazgos de la lengua (México, Destino, 2018), en el que relata sus felices encuentros con 71 palabras poco usuales, “para que las leas como quieras, cuando quieras y te adueñes de ellas. Son palabras para compartir y divertirse”.
Sobre el libro conversamos con García Arroyo (Madrid, 1975), quien estudió traducción e interpretación en la Universidad Pontificia Comillas, en Madrid, además de Letras en la Universidad de Marsella. Fue editora de Ediciones SM, especialmente en el área de diccionarios. Posteriormente se integró a la televisión, en la que ha participado en diversos programas, entre los que destaca La dichosa palabra, de Canal 22. También ha intervenido en programas de radio y en varios proyectos de fomento a la lectura.

Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué hoy un libro como el suyo, en el que relata las formas en que algunas palabras han llegado a usted en lo que llama “un feliz encuentro”?
Laura García Arroyo (LGA): Siento que todos los libros tienen algo que contar y una idea que hizo que alguien se pusiera a escribir. No siento que ninguno sea imprescindible, pero entre todo el variopinto mundo de las letras puedes encontrar algo que te guste, con lo que coincidas y te identifiques.
Este libro nació de una colección de palabras; yo, que me dedico a analizarlas, acompañarlas y estudiarlas, me di cuenta de que, además de las historias que conocemos de ellas y que son comunes (su etimología, cómo nacen, cómo crecen y evolucionan con el tiempo), todos tenemos una experiencia propia que nos acerca a algunas de ellas: no a todos nos suceden las mismas cosas con las palabras.
Yo escogí estas 71 palabras porque tenía una historia que contar con ellas y una reflexión que hacer al respecto. Me parecía, además, que tenían algo en común: son poco conocidas y se refieren a cosas muy cotidianas que nos rodean.
Lo que yo quería era ampliar el camino que llevo al querer contagiar la pasión por las letras y las palabras, y poder hacer una invitación a la gente para que pudiera establecer una historia con alguna de ellas. Les di estas como muestra, pero que cada uno elija las suyas para emprender sus andanzas.
Entonces el libro caminó y tuvo su propio recorrido; a partir de la escritura, uno va amoldándolo a lo que va surgiendo. La idea inicial es una, pero lo que terminas sigue siendo una evolución de cómo fue caminando.
Me siento contenta de que la gente sienta que, aparte de palabras y juegos, hay, sobre todo, historias.

AR: Vincula las palabras con sus recuerdos. Por ejemplo, presenta varias palabras relacionadas con el sismo del 19 de septiembre de 2017, cuando su casa se derrumbó. Recupero una declaración: “Estas palabras terminaron rescatándome”. ¿Cómo encontró esas palabras?, ¿qué alivio le dieron? ¿Cómo la rescataron?
LGA: La escritura de este libro está muy ligada, desafortunadamente, al evento que tuvimos en el país el 19 de septiembre de 2017, que nos golpeó a todos. Este libro nació en la Feria del Libro de Guadalajara de 2016, cuando me senté a platicar con el editor Federico Ponce de León, con quien fuimos viendo que había una idea, un proyecto que había que ir pensando para definirlo.
Tardé mucho en empezar a escribirlo porque se me cruzó un viaje, una mudanza, etcétera, asuntos que te desvían un poco de la concentración. El temblor ocurrió cuando ya estaba metida totalmente en la escritura del libro, en la casa que después tuvo que ser demolida.
Hay un antes y un después. Antes las palabras escritas (llevaba 33 hasta ese momento) tenían un estilo y un tono, que eran en los que yo que estaba en aquel entonces.
Perdí todo lo que había dentro de la casa, pero un día decidí subir porque necesitaba rescatar el libro. Mi casa se perdió, pero no quería perder mi libro: no quería perder todo. Tenía un sentimiento de “necesito recuperar algo”, y para mí eso eran, aparte de las escrituras de la casa, mis documentos y ropa básica para seguir adelante. Necesitaba tener algo que me ligara con lo que era mi vida anterior, y sentí que el libro podía ser una de esas cosas.
Cuando en otra casa prendí la computadora rayada que todavía tengo, apareció rescatado el documento que yo estaba escribiendo: la palabra “arrebujar”. Primero me dio una alegría inmensa saber que no todo estaba perdido, y luego también una tristeza terrible ver que yo estaba haciendo eso justo cuando todo se desmoronó a mi alrededor.
Luego siguieron muchas semanas de intentar volver a escribir y retomar ese proyecto; si tanta ilusión me hacía, ¿por qué no empezarlo?
Pasé dos o tres meses con un shock postraumático, con un estado de emergencia y con una nueva prioridad: solucionar el lío en el que me había metido por perderlo todo, por tener un edificio que atender y por estar ahora metida con vecinos con los que tenía que resolver un problema. No podía dedicar tiempo a escribir porque no podía alejarme mentalmente de eso. Estuve en varias casas de amigos y lo intenté; llevé a todos lados mi computadora tratando de escribir.
Terminé por irme a España con mis papás para lograr un poco de calma, de serenidad, y a llorar. No me había dado a la tarea de llorar; no me lo había permitido en todo ese tiempo por la urgencia que tenía de resolver cosas. Cuando llegué a casa de mis papás, justo ese “arrebujar”, esa reflexión que llevaba sobre el hogar, me permitió cierta paz.
Me puse una rutina de escritura, y me encerré porque además no quería ver a nadie. Fue entonces cuando logré terminar este libro que, evidentemente, cobró otro tono.
Surgió así una manera mucho más personal de hablar del pasado, de mi relación con las palabras. Estaba mucho más sensible. “Tremofobia”, que era una de las palabras que yo había incluido, ya estaba escrita antes del 19 de septiembre, pero tuve que reescribirla porque tenía un tono demasiado burlón…
AR: Es el texto más largo del libro…
LGA: Sí. Le pedí permiso al editor para alargarme un poco más, y por eso faltan cuatro páginas, que tendrían que haberse ido de portadilla, colofón y demás. Pero preferimos ocuparlas con ese texto.
También se incluyó “playo” porque las palabras no dejan de aparecer en la vida, y sentí que era una palabra que había acompañado también la elaboración de este libro.
Entonces sí hay un rescate de palabras, que es la intención primera. Hubo un rescate físico, que fue cuando yo subí a ese departamento a recuperar el proyecto para poderlo culminar. Me hace muy feliz verlo ahora en físico porque significa que estoy aquí, que sobreviví a ese temblor y que la vida sigue. Creo que este libro es una parte de esa demostración.
¿Cómo me rescataron las palabras? Yo me quedé sin palabras durante bastantes días; después del temblor no podía describir lo que me pasaba. Luego identifiqué que con las palabras uno puede definir también cómo está: triste, con miedo, con mucho vértigo, con angustia. Esas palabras me ayudaban un poco a comunicarme con las personas que estaban alrededor, y para poderles decir: “No puedo escribir”, “necesito escribir esto”.
Las palabras también ayudan mucho a comunicar y a hacer sentir a la gente dónde está uno, por qué yo no estaba tan presente con la familia y con los amigos. Era porque yo estaba muy mal. Entonces las palabras ayudan a poder, otra vez, abrir el mundo.
En concreto, este libro y su redacción, las palabras que faltaban, me ayudaron a volverme a concentrar en lo que yo soy, en lo que a mí me gusta, en lo que me iba a hacer aterrizar otra vez y volver a un camino con un horizonte nuevo, aunque con todo ese dolor a cuestas.
Pero volver a escribir también me hizo recordar que no soy una serie de cosas físicas y materiales, sino que soy también lo que pienso y las palabras con las que lo pueda expresar.
Entonces sí fue un rescate real porque me di cuenta de que este libro me volvió a ubicar, y una vez que lo entregué fui capaz de regresar a México y decir “aquí está mi libro. ¿Qué sigue?”. Pues imprimirlo, por supuesto, pasarlo al público, pero también volver a definir un montón de proyectos que en ese momento tenía en blanco, con un horizonte engorroso. Pero este libro me permitió establecer otra vez los colores, las piezas, las letras para seguir caminando.
Entonces le debo mucho a este libro, a las palabras y a lo que me hizo sentir al escribirlo.


 AR: Voy sobre otro aspecto del libro: su tono gozoso, de mucho humor. También menciona que usted es un poco malhablada. ¿Cómo le sirvió para expresar estas palabras ampliamente desconocidas?
LGA: Me gustaba sentir que podía dar rienda suelta a la libertad de poder escribir cada una de las palabras con el suceso que había permitido que estuvieran en mi vida. Unas son más serias, otras más alegres, algunas más coloquiales y otras anecdóticas.
Algo que me define en la vida en general y en la escritura en particular, es la ironía. Soy una persona muy irónica y con un humor que raya en lo negro, lo cual no me atreví tanto a poner aquí. Siento que una manera de disfrutar del conocimiento es divirtiéndose; a mí me ha servido mucho para acercarme a los libros, a las letras, al conocimiento, para poder memorizarlo y para establecer una relación afectiva con los datos que llegan a mí.
Muchas de las anécdotas que cuento tienen ápices divertidos y algunos hasta surrealistas; me parecía que eso se tenía que transmitir en la escritura y con las palabras que usara.
Me río mucho de mí, por supuesto, porque es algo que yo hago con accidentes y vivencias que me pasan con la gente que me ha rodeado, que me ha aportado cosas buenas y malas, y que ha hecho de mí lo que soy.
Creo que al dar ejemplo de algunas cosas que me han pasado puedo también sentir la libertad para hacer un acto de memoria y poder establecer conexiones con las palabras. Se trataba de llamar la atención en el hecho de que las palabras tienen vida propia y que nosotros les podemos dar matices para que nos acompañen en nuestra vida; no que son meros trazos y cosas que se pronuncian al azar, sino que seamos más conscientes, más precisos, más cuidadosos a la hora de elegir y observar las palabras. A lo mejor no necesitamos utilizarlas, pero sí por lo menos darles un cariz, un momento, una situación, un reposo, porque me parece que el que hayan llegado hasta nuestros días es muy meritorio.
Entonces, ¿por qué no dedicarles un poquito de tiempo?

AR: En el libro se trata también la glosofobia y cómo encontraron el nombre para La dichosa palabra. También se refiere a su experiencia como editora y su trabajo con diccionarios. ¿Cómo le sirvieron esas experiencias para este libro?
LGA: Soy muy exigente. Me gusta que haya un initio que provoque que sigas leyendo; un desarrollo en el texto que te permita añadir algo a tu vida y tu conocimiento, es decir, datos, pero no uno tras otro como en una lista, sino enlazándolos de tal manera que llegues al ¡ahhhh!… Quiero provocar ahes en el lector. Y luego un cierre que te deje con una sonrisa, pero sobre todo que te provoque hacer algo después, que implique investigar, pensar, reflexionar, y dárselo a contar a alguien.
Me gusta esa manera de terminar: con un guiño, con una provocación o con una invitación para seguir hablando de palabras.
En algunos casos he sido un dolor de muelas para los editores de Destino, porque al ser yo editora quería editar un poco mis textos; pero es muy difícil hacerlo con uno mismo, pese a que hay que aceptar la visión de otro aun cuando tienes tan claro lo que quieres comunicar. Al final, sobre todo cuando me dieron las pruebas, pasamos un día entero en mi casa el ilustrador, el editor y yo negociando qué cosas tenían que ir. El editor tenía que hacer como de policía malo y decir “este es el espacio y el tiempo que tenemos; esto es lo que queremos, esta es nuestra experiencia y sabemos lo que funciona”. Así, ahora agradezco muchísimo que ellos hayan cambiado el título, porque yo tenía unos muy ñoños, como “palabras que no sabías que sabías”, “palabras que necesitas saber”, “palabras invisibles” y “avistamiento de palabras”. Creo que Funderelele es un gran acierto. Me daba mucho miedo que la gente no pudiera recordar esa palabra para pedir el libro a la hora de comprarlo, pero al final se ha convertido en la abanderada de todas esas palabras y la justificación de por qué quiero que lo leas.
Entonces me pareció que mi experiencia me servía para bien y para mal; es una deformación profesional que a uno le hace ser más exigente y, a la vez, más cuidadoso. Creo que se hizo un gran equipo con Emanuel Peña, con quien ya había trabajado mi primer libro, Enredados, y habíamos hecho una muy buena mancuerna. Me encantó cómo todo lo que él había aportado a ese libro, ya que yo no había podido dar con palabras y él lo completó maravillosamente con ilustraciones, y pienso que aquí lo vuelve a hacer. Además de ser un editor maravilloso, es muy cuidadoso, muy atento, muy apapachador. Ha sido mi editor en los dos libros, y me parecía muy curioso el triángulo que establecimos y que lo que hizo fue querernos más al final.

AR: Al principio da cuenta de un fenómeno muy extendido: sólo usamos alrededor de 300 palabras para nuestra comunicación diaria, mientras que un 99.99 por ciento del vocabulario se queda en el diccionario. ¿Cómo explica este fenómeno?
LGA: Nos hemos vuelto flojos y distraídos (ahora hay muchas más distracciones a nuestro alrededor), y no tomamos el tiempo para pararnos a pensar en cómo se dicen las cosas.
Twitter, por ejemplo, nos ha hecho ser muy sintéticos, lo cual está muy bien, pero sin olvidar otros ejercicios de redacción, de reflexión, de explayarnos con las palabras. Siento que ahora, en lugar de añadir esas herramientas que surgen, que son muy útiles y poderosas, lo que hacemos es imponerlas, con lo que se están eliminando maneras de comunicarnos.
Siento que algo que puede venir a ayudarnos para sumar, lo que está haciendo es restar. Me da un poco de tristeza porque si bien creo que nuestro vocabulario pasivo (es decir, el que reconocemos pero no utilizamos en nuestra comunicación diaria) es más amplio que esas 300 palabras, se queda ahí nada más. Corremos el riesgo de que desaparezca de nuestra mente. Yo soy de la idea de que las palabras que usas te ayudan a definir tu mundo; entonces, si reduces tu vocabulario, también lo haces con tu mundo.
Este libro también me parece importante para definir una serie de conceptos, porque en lugar de usar palabras porque no las conocemos, lo que hacemos es usar definiciones. Ahora que estamos tan obsesionados con economizar en el lenguaje, ¿por qué usar cuchara en la que se sirven helados en lugar de funderelele? Son mucho menos letras y es algo mucho más preciso. Ahí me parece que hay una paradoja y una contradicción que quería señalar con este libro: si tanto te preocupa usar pocas palabras, ¿por qué no usas las que son? Y éstas no están siendo sustituidas por el inglés: no hay palabra inglesa que designe funderelele…
AR: Dice que no está en los diccionarios…
LGA: No está, y estamos en la lucha para que esté. Creo que no está porque también hay un vacío: no sabemos de dónde surgió y no hay manera de registrar su origen. Pero hay un montón de palabras que en el diccionario están como de origen incierto. ¿Por qué no añadir esta en este mundo donde nos cuesta tanto inventar palabras tan ricas en cuanto a sonoridad y vistosidad?

AR: También dice que algunas palabras le llegaron por Twitter, “campo fértil, de batalla, magnético y semántico”. En un texto dice que el idioma se democratizó “porque la red es donde más se comparten ahora las palabras”. ¿Cuáles son las venturas y las desventuras del idioma en las redes sociales?
LGA: En mi libro Enredados hago un ensayo sobre eso, y lo que digo es que las redes sociales han permitido que la gente lea y escriba más. Se está escribiendo más que nunca; el problema es que estamos utilizando las mismas palabras para hacerlo, y nos quedamos con ellas. Se está jugando mucho con el lenguaje: a mí me llaman mucho la atención la manera que tenemos de comunicarnos con gente con la que de otra manera no podríamos hacerlo, a veces efectiva y otras no, y su evolución. Hemos pisado el acelerador y el idioma está extendiéndose y evolucionando mucho más de prisa que antes, y esto tiene consecuencias. Todavía no sabemos cuáles, pero las redes sociales son responsables de ello.
Lo que digo es que no todo en las redes es malo; pongamos más el foco en lo bueno y hagamos un equilibrio. Tampoco quiero ser la madre Teresa de Calcuta diciendo que todo es bueno, pero hagamos un equilibrio. Siento que las redes sociales tienen una manera muy buena de ayudarnos en eso.

AR: En su texto sobre la tija y las bicicletas dice: “Podríamos aprovechar esta ocasión para que los ciudadanos usen un vocabulario más rico y preciso. Tenemos un gran reto”. ¿Cómo enfrentarlo?
LGA: Bueno, Funderelele es mi idea para aportar ese granito de arena con el que creo que tenemos que contribuir cada uno. Yo puedo decir muchas cosas, pero si uno no quiere escuchar o no las quiere poner en práctica, de nada sirve.
Yo siempre he defendido que hay que ser mucho más responsables, prudentes y conscientes del lenguaje, de las palabras que utilizamos porque son las que nos definen. Si quieres dar una imagen de ti no sólo cuides cómo te vistes, cómo te peinas, a qué hueles, sino a cómo te expresas, porque eso es lo que la gente va a recibir de ti.
Con Funderelele busco demostrarle a la gente que las palabras no solamente están en los libros y en las escuelas, sino que están continuamente en todas partes y nos rodean.
Entonces nada más estar más despiertos, más atentos, más observadores para descubrir y sorprendernos con una palabra, y añadirla si quieres. Yo lo que doy son nada más ejemplos y muestro que continuamente están ahí.
Entonces este es mi granito de arena, aparte de toda la labor que evidentemente hago al hablar de los libros y las palabras que me gustan. Todo lo que hago trato de verterlo siempre hacia ese lado, y claramente Funderelele es una de esas propuestas.

*Una versión más corta de esta entrevista fue publicada en Este País, 30 de abril de 2019.