Política de seguridad de Estado,
déficit de la transición
Entrevista con Luis Astorga*
Ariel
Ruiz Mondragón
Desde
el inicio de su gobierno, Felipe Calderón Hinojosa expresó con gran claridad
que la inseguridad era “el principal problema de estados, ciudades y regiones
enteras”, por lo cual una de sus tres grandes prioridades sería recuperar la
seguridad pública y la legalidad.
Y
así obró de inmediato: el 11 de diciembre de 2006 inició la Operación Conjunta
Michoacán, en la que participaron destacadamente el Ejército y la Marina, lo
que sería una constante desde entonces en el combate a la delincuencia
organizada, especialmente de las bandas dedicadas al narcotráfico. Ya a
principios de 2007, el Presidente la República comenzó a denominar esa lucha
como una guerra, la que mantuvo
durante su gobierno con resultados muy dudosos y con costos elevados, como las
decenas de miles de muertes que generó.
Una
revisión de esa política la ofrece Luis Astorga en su más reciente libro, “Qué querían que hiciera?”. Inseguridad y
delincuencia organizada en el gobierno de Felipe Calderón (México,
Grijalbo, 2015), en el que establece que ese problema era real y analiza las
diversas responsabilidades de actores tanto políticos como sociales en la
guerra contra el crimen.
Acerca
de ese volumen conversamos con Astorga (Culiacán, 1953), quien es doctor en
Sociología del Desarrollo por la Universidad de la Sorbona, París I.
Investigador del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM, se encuentra
en el nivel II del Sistema Nacional de Investigadores. Ha coordinado la Cátedra
Unesco Transformaciones económicas y sociales relacionadas con el problema
internacional de las drogas. Autor de cinco libros, también ha escrito
capítulos para otros 18 títulos y ha colaborado en publicaciones como Nexos, Letras Libres, Revista
Mexicana de Sociología, El Cotidiano
y la Revista Internacional de Ciencias
Sociales, entre otras.
Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué hoy un
libro como el suyo, sobre todo ya a más de dos años del término de la
administración de Felipe Calderón?
Luis Astorga (LA):
Yo soy académico, y entonces no me rijo por los tiempos de los periodistas. Los
académicos tenemos tiempos distintos, y el tipo de análisis que hacemos también
requiere de una mayor profundidad.
Este
libro es la continuación de una serie de trabajos que he realizado en años
anteriores, y es parte de un proyecto de investigación que yo inicié a finales
de los años ochenta, por el que he analizado la sociohistoria del tráfico de
drogas en México. Mi trabajo parte de un poco antes de las prohibiciones, el
momento de ellas y cómo se ha desarrollado la relación entre los campos de la
política y del tráfico de drogas a lo largo de un siglo, más o menos.
Entonces,
este libro es el capítulo del sexenio de Felipe Calderón. En libros anteriores
he tratado de cubrir esa historia desde finales del siglo XIX hasta nuestros
días.
AR: Un asunto muy interesante que
usted señala es que tanto Calderón como sus asesores e incluso muchos otros
analistas ignoraron cómo era la configuración de la relación entre el poder
político y el crimen organizado, en particular el narcotráfico. ¿Cómo era ese
arreglo antes de la democratización del país?
LA:
Con base en mis investigaciones anteriores lo que he podido observar es que el
surgimiento del campo del tráfico de drogas con las prohibiciones coincide con
los inicios del Estado posrevolucionario en México. Desde un poco antes ya se
empezaba a ver el control político del tráfico de drogas desde los años de la
Revolución, sólo que en esos años no estaba prohibido.
Con
el Estado posrevolucionario en México vinieron las primeras prohibiciones, que
son las de la mariguana en 1920 y de la amapola en 1926, que se habían
establecido previamente en Estados Unidos en 1914. Esto configuró el mercado
ilegal de las drogas entre ambos países, y por lo tanto se creó una figura que
no existía anteriormente: la del traficante de drogas ilegales. Entonces se fue
conformando ese campo, cuya particularidad en el caso mexicano es que nació subordinado
al poder político. Así continuó durante toda la etapa del sistema de partido de
Estado.
Después
hubo transformaciones en los dos campos y en la relación entre ambos: pasamos
de un esquema de subordinación a otro de una mayor autonomía relativa del
tráfico de drogas respecto del campo político. Ésta tiene que ver con el
resquebrajamiento del sistema autoritario y la transición a la democracia, cuando
distintos partidos políticos empezaron a tener posiciones de poder,
primeramente en municipios en los años ochenta, a finales de esa década la
primera gubernatura y después otras, hasta llegar finalmente al año 2000 con la
alternancia en la Presidencia de la República.
Lo
que en la práctica se provocó fue fragmentar el poder que tenía el Estado
autoritario, lo que implicó una debilidad de las instituciones porque algunas
de ellas fueron diseñadas para que funcionaran en el autoritarismo, pero en el
nuevo esquema ya resultaron obsoletas, inoperantes, ineficaces.
Además,
en esa transición política se pactaron ciertos acuerdos electorales pero no otros
temas clave para la gobernabilidad: por ejemplo, una política de seguridad de
Estado y un Poder Judicial autónomo, fuerte, que pudiera representar un
contrapeso eficaz a los otros dos poderes. Recordemos que en el sistema de
partido de Estado los poderes Legislativo y Judicial estaban subordinados al
Ejecutivo federal. Pero eso cambió con la nueva configuración del poder
político: el Poder Ejecutivo federal obviamente sigue teniendo un peso fuerte,
pero ya no el que tuvo durante los 70 años de hegemonía de un solo partido.
Los
grupos criminales también se reconfiguraron, lo cual también tuvo que ver con
los mercados de las drogas ilegales a nivel internacional. Lo que implicó esto
fue una acumulación económica muy acelerada de esas organizaciones. En un
contexto político en el que el Estado se fragmentaba y tenía mayor debilidad
fue una oportunidad muy grande para ellas porque ya no iban a tener encima un
solo poder muy fuerte sino que iban a tener a varios y que no necesariamente
iban a estar por encima de ellas. Entonces se presentó la oportunidad de
establecer un nuevo tipo de relación con esos poderes políticos, que es lo que
hemos venido viendo en la etapa de transición.
Lo
anterior ha implicado, por un lado, la lucha por la hegemonía en el campo
criminal, en el que hay un subcampo, que es el de la delincuencia organizada, y
dentro de este hay otro que es el del tráfico de drogas ilegales.
Las
organizaciones dedicadas a las drogas ilegales son las más fuertes. Además, han
ampliado su renta criminal hacia otros delitos como la extorsión, el secuestro,
el tráfico de indocumentados, el robo de hidrocarburos, etcétera, delitos
contemplados en la Ley contra la Delincuencia Organizada. Entonces hay una
lucha muy intensa entre organizaciones por la hegemonía, pero, a la vez, hay
una lucha de éstas para establecer relaciones distintas con las fuerzas del
Estado, llámense federales, estatales o municipales.
Entonces
se dispara la violencia por esa lucha por la hegemonía, donde ya no hay un
Estado que tenga la capacidad de subordinar a esos grupos delincuenciales.
AR: Usted señala que cuando Felipe
Calderón asumió la Presidencia tenía tres opciones: la inacción, el contubernio
o construir una alianza político-social para una política de seguridad. ¿Por
qué no pudo construir este acuerdo para una política de Estado al respecto?
LA:
Creo que las opciones no eran nada más para Calderón sino para toda la clase
política (pienso en gobernadores, presidentes municipales, diputados y senadores
que son de distintos partidos políticos y que ocupan posiciones de poder en el
Estado mexicano).
No
se dio, a mi parecer, porque desde un inicio no hubo un pacto entre la clase
política y las partes más organizada de la sociedad civil para crear una
política de seguridad de Estado, que implica un tipo de acuerdo en el que todos
se comprometen a respetarlo y a que haya sanciones para quien no los cumpla. En
materia de seguridad y de procuración de justicia eso es clave para la
gobernabilidad de cualquier Estado. Pero no lo hubo y no lo hay.
¿Por
qué no lo hubo en el periodo de Calderón? Por la manera en que estaba
configurado el poder político: el PAN ganó la Presidencia, pero la mayor parte
de las gubernaturas, presidencias municipales y mayorías en los congresos locales
las siguió teniendo el PRI.
También
hubo una parte de la población que no aceptó el resultado de las elecciones,
identificada con el PRD y Andrés Manuel López Obrador en ese momento, y que continuó
con esa actitud durante todo el sexenio. Para esa parte de la población el
presidente no era legítimo; para el resto, según las encuestas durante todo el
sexenio, el presidente no sólo era legítimo sino que apoyaba la estrategia de
seguridad que se implementó durante todo el sexenio, con altibajos pero siempre
arriba del 50 por ciento e incluso llegó hasta el 80 por ciento en algunos
momentos.
¿Quiénes
apoyaban la estrategia? Empresarios nacionales y extranjeros, dirigencias
políticas (líderes importantes de partidos políticos, como Marcelo Ebrard,
quien se pronunció a favor) y una gran parte de la población. Así, el argumento
de que Calderón decidió sacar a los calles a las fuerzas federales,
principalmente los militares, para realizar operativos y así legitimarse, creo
que no se sostiene porque una parte importante de la población sí le dio esa
legitimidad, y no sólo ella sino también países extranjeros, empezando por
Estados Unidos.
En
la práctica, en el día con día, para ejercer el poder lo que cuenta es eso, no que
un grupo de cientos de miles de personas que son minoría decidan que algo no es
legítimo.
También
hay que tener en cuenta que en las tres últimas convenciones de Naciones Unidas
sobre drogas se ha establecido una serie de lineamientos que han seguido la
mayor parte de sus países miembro. Está la relación con Estados Unidos y lo que
ha significado toda la historia de las relaciones bilaterales.
Entonces
era de esperarse que, por lo menos, aquella parte que no reconoció a Calderón como
legítimo no iba a acatar los lineamientos emanados del Ejecutivo federal.
Pero
Calderón tenía apoyos, por ejemplo, de la Conferencia Nacional de Gobernadores,
en la que están representados gobernantes de todos los partidos políticos. Todos
los operativos que vimos en el sexenio pasado fueron bajo gobiernos de
distintos partidos políticos, y los gobernadores fueron los que pidieron las
fuerzas federales, la participación de los militares y apoyaron la estrategia.
Yo no recuerdo y no he conocido, hasta el momento, ninguna declaración de
ningún gobernador de aquel momento que haya dicho que los operativos militares le
fueron impuestos por el Ejecutivo federal.
Lo
anterior quería decir que los gobernadores no podían con la situación, que sus
policías no estaban lo suficientemente preparadas y fuertes, lo cual era su responsabilidad,
y por lo tanto pedían el apoyo del gobierno federal, no sólo con la Policía Federal
sino con el Ejército y la Marina.
Hubo
momentos de tensión fuerte entre gobernadores de un partido político distinto
al del presidente, y diputados federales. Hubo ocasiones en que los primeros decían
a los legisladores: “Vénganse a vivir acá y luego hablamos”.
No
hubo pactos previamente, y aunque gobernadores de distintos signos políticos
solicitaron el apoyo de las fuerzas federales porque no confiaban en sus
propias policías, en la práctica no había una colaboración ni una cooperación, por
lo que había muchos cortocircuitos para la implementación de una política de
seguridad que había sido diseñada desde el gobierno central.
AR: Allí hay un asunto interesante:
Calderón le reclamaba a estos gobernadores que no se pusieran a vigilar a sus
policías, a profesionalizarlas. ¿Qué ocurrió con los gobernadores, que pedían
al Ejército pero no avanzaban en la profesionalización de sus policías?
LA:
Fue una posición muy cómoda de parte de los gobernadores, y no se diga de los
presidentes municipales. Tenemos municipios muy ricos y otros realmente
paupérrimos, pero en el caso de los gobernadores, los subsidios para sus
policías no fueron utilizados o fueron mal usados. Y para ellos era muy fácil,
ante su ineficacia, jugar al ping-pong
y tirarle la pelota siempre al gobierno federal.
Eso
les funcionó; si vemos, la mayor parte de las críticas estaban centradas en el
Poder Ejecutivo federal, no en los gobiernos estatales y locales, cuando una
gran parte de la responsabilidad, por ejemplo, de averiguar los delitos en
flagrancia es de ellos. Muchos de esos delitos sucedieron en las narices de las
policías locales, que mejor se daban la vuelta o estaban en contubernio con los
grupos criminales que operaban en sus regiones.
Había
y sigue habiendo un cinismo impresionante, una dilapidación de recursos y una gran
irresponsabilidad política. Los avances que debería haber habido dados los
subsidios que se otorgaron y los compromisos que firmaron esos gobernadores era
para que a estas alturas tuviéramos policías por lo menos medianamente
aceptables. El retraso que hay en esto, según las evaluaciones que se han hecho
por ONG, es francamente decepcionante. Los gobernadores están esperando siempre
que el gobierno federal los saque de problemas con el Ejército y la policía
federal. Eso no puede ser: comparativamente, en términos numéricos las fuerzas
federales son muy pocas comparadas con el resto de las fuerzas policiales del
país.
Imaginemos
una situación ideal, en la que todos los partidos políticos y la gente a la que
llevaron al poder realmente se comprometan a aplicarles la ley a los
delincuentes. Con esa capacidad, con esa unión de instituciones policiales, más
otras cosas que habría que solucionar o reparar, tendríamos una situación de
violencia mucho más baja que la que hemos tenido en los últimos años.
AR: Vayamos sobre los haberes y los
deberes de la política de Calderón. ¿En qué acertó? Por lo que se ve en el
libro, parece que no tenía otra más que entrara el Ejército al combate contra
el crimen, y también se menciona la Ley de Víctimas e incluso algunos discursos
que en los que el Presidente pidió revisar el prohibicionismo. También estaba
su advertencia de que en la lucha contra el crimen iba a haber muertos.
También ¿qué quedó a deber? Usted
es muy crítico en cuanto a los resultados.
LA:
Evidentemente el único que tiene autoridad para movilizar a las fuerzas armadas
es el Presidente, el Comandante Supremo de las Fuerzas Armadas. Entonces una de
las opciones era no hacer nada, y la otra era llegar a arreglos con los grupos
criminales a cambio de una reducción de la violencia y un cierto autocontrol.
Esas opciones no se dieron.
Para
mí lo que cuenta no es lo que pudo haber sido y no fue, como lo digo en el
libro, sino lo que se dio. En el mundo ideal todos podemos tener una visión
maravillosa de cómo hubiéramos querido que las cosas se dieran. No se dieron
así.
Los
resultados de lo anterior no son imputables a una sola persona. La decisión de enviar
a las fuerzas armadas a la calle es de una sola persona, que es la que tiene la
autoridad legítima para hacerlo. Pero la participación de las fuerzas armadas
en la destrucción de cultivos ilegales en México data, por lo menos, de los
años treinta, según los registros que tiene el gobierno de Estados Unidos. En
el sexenio de Ernesto Zedillo la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN)
dictaminó, en seis tesis de jurisprudencia, que la participación de las fuerzas
armadas en seguridad pública no era anticonstitucional. Entonces, el argumento de
que la orden que Calderón dio para que salieran las fuerzas armadas a las
calles era inconstitucional, pues no lo era porque en México quien puede
decidir qué es constitucional o no es la SCJN, y fuera de ella no hay ninguna
otra instancia legal que pueda determinarlo.
Lo
que sí es cierto es que en términos jurídicos no es el mejor de los escenarios.
Desde el sexenio pasado las fuerzas armadas han estado insistiendo en que para
darles mayor certeza jurídica, lo que es necesario es que haya leyes muy claras
en las que estén bien delimitadas sus funciones, en qué condiciones, cómo,
cuándo y por qué, tiempos, etcétera, para que no se sigan desgastando.
Eso
no está en manos del Ejército ni de la Marina sino del Congreso de la Unión, que
es el que puede definir esas leyes. Es responsabilidad de él, y mientras no la
asuma, el marco jurídico en el que se van a seguir moviendo las fuerzas armadas
van a ser aquellas tesis de jurisprudencia de la SCJN.
¿Dónde
está la pelota? En distintos campos. El presidente ¿qué hace? Le dicen los
gobernadores: “Oye, mándanos a las fuerzas federales porque no podemos, y tú
eres el único autorizado para enviarlas”. Y el presidente dijo “pues allí van.
Pero no me digan después que ustedes no las pidieron porque hay testimonios,
está firmado. Y tampoco me digan ustedes y su gente que se están haciendo las
cosas contra la Constitución cuando tienen responsabilidad en el Congreso de la
Unión y no han hecho su trabajo”. Es un juego muy perverso.
Los
pros: en términos institucionales, a lo que se dedicó mayor financiamiento de la
Iniciativa Mérida fue en el fortalecimiento de la policía federal y a las
policías para darles perfil civil, proporcionarles mejor entrenamiento, capacitación,
equipamiento, etcétera.
En
términos numéricos sí hubo un incremento importante de la policía federal: al
inicio eran como seis mil elementos y pasamos como a 35 mil al final del
sexenio. Es un incremento importante.
¿Sigue
habiendo corrupción? Sí, pero creo que comparativamente con la policía judicial
federal que hubo anteriormente sí hubo algunos cambios importantes; si la comparamos
con las policías estatales y municipales, pues la diferencia es abismal. No es
que haya sido algo fabuloso pero es algo que es posible recuperar. En ese
sentido creo que sí hubo algunos avances.
En
cuanto a la capacidad de inteligencia del gobierno federal (no hablemos del
Estado mexicano porque es, además. mucho más grande y fragmentado), creo que
sigue habiendo fallas. Pasamos de la época del pasado autoritario en la que la
Dirección Federal de Seguridad era una pieza clave político-policiaca que
concentraba muchas atribuciones legales y extralegales, a un esquema de
desarticulación cuando Miguel de la Madrid la desapareció en 1985, y a una
serie de instituciones que no se han podido articular para conformar una “comunidad
de inteligencia”, como le llaman en Estados Unidos.
Lo
anterior quiere decir, por ejemplo, que se articulen la inteligencia militar
con la civil y que uno pueda decir que están operando como la comunidad de
inteligencia del Estado mexicano y no del partido que llega a la Presidencia.
Esa es una de las fallas que no se han podido solucionar, tampoco en el sexenio
de Calderón. Incluso considero que ese apoyo tan fuerte que le dio a la
Secretaría de Seguridad Pública (SSP) creó más fricciones con las demás
instituciones de seguridad, por ejemplo con las secretarías de la Defensa
Nacional y de Marina, y con la propia Procuraduría General de la República, que
prácticamente desapareció frente a la SSP.
Ese
tipo de tensiones también tenían que ver con que la política de seguridad del
Ejecutivo Federal no lograra sus objetivos. No sólo se trató de que los poderes
locales pusieron trabas para una mejor coordinación y cooperación, aparte de los
nexos de grupos políticos, empresariales y policiacos locales con distintas
organizaciones criminales, sino también ciertos sectores de las instituciones
de seguridad federales tuvieron cierto tipo de relación non sancta con las bandas de delincuentes. Eso fue parte también de
los problemas que se presentaron.
Entonces,
en términos de avances pues no parece haber habido muchos. ¿En qué aspecto? En
el de la seguridad y de la inteligencia. Podemos decir que la ley contra el
tráfico al menudeo, que no logró pasar en el sexenio de Fox porque el mismo
presidente la vetó por presiones del gobierno estadounidense, pasó en el
sexenio de Calderón. No es la mejor ley posible: según los conocedores del
mercado de las drogas a nivel micro, las cantidades aprobadas de las distintas
drogas para uso personal son muy bajas, lo cual implica que la probabilidad de
que detengan a una persona consumidora, no traficante y que la detengan como
traficante al menudeo son muy altas todavía. Pero comparado con lo que había
antes, cuando el juez decidía cuál era la dosis personal, pues al menos ya se
ponía un límite claro.
También
está la manera en que se concebía al adicto, como persona con ciertos
problemas, con una categorización de distintas modalidades para que el enfoque
de salud fuera un poco más claro.
Todavía
hay muchísimas cosas qué hacerle a esa ley: por ejemplo, hay declaraciones de
la secretaria de Salud en las que, por lo menos en el discurso, está adquiriendo
una posición más en sintonía con las que se toman en foros de las Naciones
Unidas acerca de cómo hay que considerar a los consumidores no como criminales,
y que hay que insistir en una política de salud, no en una punitiva.
Allí
ha habido ligeros avances. Eso no depende ya tanto de la voluntad del Ejecutivo
federal, que puede enviar iniciativas, incluso algunas que en abstracto pueden
ser muy buenas, pero no olvidemos que en el Congreso ningún partido tiene la
mayoría absoluta, por lo cual todo se tiene que negociar. Esto también sigue
siendo responsabilidad de diputados federales y de senadores.
AR: El libro tiene toda una parte
dedicada a Estados Unidos, que va desde las alabanzas que hizo Barack Obama al
comparar a Calderón con Eliot Ness, hasta la Iniciativa Mérida, e incluye el
conflicto que hubo con el embajador Carlos Pascual. ¿Cómo participó Estados
Unidos en esta guerra y cuál es su responsabilidad?
LA:
La responsabilidad fundamental es que Estados Unidos ha sido el principal
instigador de la política prohibicionista a nivel mundial desde inicios del
siglo XX, y desde entonces viene la insistencia de su gobierno sobre México
para que destruya cultivos ilegales y que esta producción no llegue a sus
consumidores. Por ejemplo, las primeras campañas de destrucción de cultivos en
México fueron financiadas al ciento por ciento por el gobierno estadounidense.
Desde
un principio su lógica dice que es mejor destruir los cultivos ilegales donde
se encuentren que tener el producto terminado dentro de sus fronteras. Esto es
más costoso para ellos, y entonces transfieren los costos a los países
productores.
Esa
lógica ha venido cambiando en el discurso en los últimos años, pero no en la
práctica: el aspecto punitivo es el más importante para ellos y no el
preventivo.
De
esa forma, Iniciativa Mérida fue diseñada para que el aspecto punitivo
estuviera por encima del preventivo. Así se puede ver cuando se comparan, por
ejemplo, las partidas para equipamiento militar y policiaco con las dedicadas a
formación de jueces para los juicios orales, para impulsar a las ONG de
derechos humanos, que no sólo vigilarían que se respetaran éstos sino también
que la parte del financiamiento dedicada a la formación y equipamiento de las
policías efectivamente fuera utilizada para eso.
En
una primera etapa de Iniciativa Mérida la mayor parte de los fondos se fue para
equipamiento, del cual lo más costoso son los Blackhawk. En una segunda etapa
estaba pensado que el enfoque estuviera más concentrado en los aspectos de
mejor formación de los jueces y de los policías, así como a la cuestión de las
ONG de derechos humanos, pero esto siguió siendo una mínima parte.
Otro
aspecto importante es que con la descoordinación que había en el propio
gabinete de seguridad en el gobierno de Calderón hubo muchas puertas que se les
abrieron en México a las agencias de seguridad estadounidenses. A mí me parece
que el enojo de Calderón no fue que se hayan ventilado cables de la Embajada
estadounidense a través de WikiLeaks, sino que parecería que lo que en ellos se
mostraba era que lo que estaba haciendo el embajador Pascual era jugar con esa
descoordinación de las instituciones de seguridad. No olvidemos que,
finalmente, el principal interés de un embajador de Estados Unidos en México es
su país y no el nuestro, y entonces aprovechó esas diferencias para jugar con
la Semar en contra de la Sedena —ésta, históricamente, ha sido más reacia a
tener un contacto más directo con sus contrapartes estadounidenses, mientras
que los marinos no—. También otras agencias jugaban más con la SSP que con la
Defensa. Eso contribuyó a exacerbar las tensiones dentro del propio gabinete de
seguridad en México.
Entonces
dio la impresión de que Pascual había tensado demasiado la cuerda, por lo que el
presidente Calderón probablemente pensó: “Ya les abrimos muchas puertas, pero
no sólo quieren eso sino más, y me están creando más problemas de los que ya
tengo”. Entonces Calderón aprovechó la publicación de WikiLeaks para decir
“hasta aquí llegamos. Te quisiste despachar con la cuchara grande, y pues no.
Hay límites también para eso”.
AR: ¿Cuál fue la participación de
la sociedad civil en la materia durante el gobierno de Calderón? Usted cita
varias veces, por ejemplo, a Alejandro Martí, destaca los encuentros de
Calderón con Javier Sicilia, recoge declaraciones de Alejandro Solalinde.
LA:
Hablemos de los grupos organizados, que fueron los que tuvieron mayor
visibilidad y presencia, y que lograron incidir en algunos puntos.
Somos
un país plural, entonces hay organizaciones que van desde las más radicales
hasta las más colaboracionistas. Pero también hay otras, muy importantes, que
han tenido una posición muy constructiva en el sentido de crear puentes entre
posiciones extremas que nunca van a querer sentarse en la misma mesa.
Algunas
de esas organizaciones surgieron a raíz de que familiares muy cercanos de sus
integrantes fueron atacados por organizaciones criminales. Entonces miembros
prominentes de la sociedad civil o del mundo empresarial fueron los que en un
momento determinado decidieron tener una participación más activa y tratar de
crear esos puentes.
En
el caso de Martí, recordemos aquella intervención histórica en 2008 en Palacio
Nacional en una reunión de donde salieron acuerdos que todo mundo firmó. Allí estaban
la clase política, la empresarial, las Iglesias, las ONG, y todos se
comprometieron a realizar un montón de cosas, pero no había ninguna cláusula
que estipulara sanciones para quien no las cumpliera. En la práctica se tomaron
la foto, pero después la mayoría hizo lo que se le pegó la gana. Allí hubo un
reconocimiento importante, y fue que no existía una política de seguridad de
Estado. Eso, para alguna parte de la sociedad más optimista, representó en
algún momento un buen signo de que, por fin, se iba a diseñar y a acordar una
política de seguridad de Estado, no se iban a tirar la pelota unos a otros, y
donde la corresponsabilidad iba a tener realmente sustento e iba a haber
sanciones para quien no cumpliera.
Pero
eso fue una llamarada de petate, desafortunadamente. Fue un momento que pudo
haber sido otra cosa; no lo fue. Allí fue donde Martí dijo: “Si no pueden,
renuncien”. Y hasta la fecha vemos que si no pueden, no renuncian: se aferran
como perros al hueso hasta que ya no es posible sostenerlos o hasta que los
detienen y los meten a la cárcel, en algunos casos (muy pocos, por cierto).
Algunas
organizaciones de la sociedad civil han permanecido, otras no. Por ejemplo, esa
coalición que Sicilia logró articular en algún momento desapareció. No es fácil
sostener una organización de la sociedad civil con fuerza a nivel nacional.
Para todo se necesita dinero, y en México no hay muchos filántropos. En
Inglaterra, en Estados Unidos, etcétera, sí hay muchos y sostienen a esas ONG,
y muchas de ellas han hecho un trabajo extraordinario no sólo dentro de Estados
Unidos sino en otros países.
Es
necesario que haya más organizaciones de la sociedad civil de esa naturaleza.
El problema es que no las hay y que hay mucho miedo. No es una simple
percepción sino el vivir el día a día en situaciones de violencia extrema.
Por
eso el reclamo de muchos ciudadanos de lugares como Tamaulipas cuando leen a
ciertos articulistas de la prensa radicados en el Distrito Federal, a los que
les dicen en las respuestas a sus artículos: “Ustedes dicen que saquen a las
fuerzas armadas mañana; vénganse a vivir para acá unos días y vamos a ver si es
igual”. O tenemos posiciones como las de las autoridades del gobierno del DF
diciendo que prácticamente aquí es Disneylandia, que no hay delincuencia
organizada. Así, el procurador va con las cámaras de televisión a la Condesa a
preguntarles en directo a los empresarios si están siendo extorsionados o no, y
pues hay que estar medio loco para decir que sí frente a las cámaras.
Obviamente, ese es un tipo de intimidación también.
Entonces
dice uno: ¿de qué país estamos hablando? ¿La delincuencia organizada es
problema de un solo partido? No, es de todos, tienen corresponsabilidad; lo que
pasa es que no la quieren asumir o quieren hacer como que los problemas no
existen cuando la gente los está viviendo todos los días.
AR: Para terminar: en el libro
usted recuerda una declaración del entonces gobernador del Estado de México,
Enrique Peña Nieto, quien decía: “El PRI está a favor de la lucha que hace el
Estado mexicano para combatir al crimen organizado”. En lo que llevamos del
actual gobierno federal, ¿qué cambios y qué continuidades observa respecto a la
política de Calderón?
LA:
Creo que Peña Nieto ha sido consecuente con lo que dijo y en los apoyos que dio
a la política del gobierno federal en el sexenio pasado; lo que ha modificado
es el discurso. Si tomamos en cuenta, por ejemplo, las declaraciones del
general Cienfuegos cuando dijo “todos los días están en la calle entre 35 mil y
45 mil militares”, ¿cuántos estaban en la calle en los operativos en el sexenio
pasado? Una cifra similar. En ese sentido no se ha modificado.
Cuando
era presidente Calderón, un día sí y el otro también, hablaba de guerra,
enemigos, etcétera. Peña Nieto no habla de eso. La concentración de
atribuciones en una sola institución, la Secretaría de Gobernación, y la
desaparición de la SSP implica un intento de control político y del discurso.
Si uno ve, por ejemplo, quiénes son las personas autorizadas del gobierno
federal para decir cosas sobre delincuencia organizada, son muy pocas, y el
discurso es más o menos homogéneo, y las palabras están más cuidadas. Pero eso
se hace siempre pensando en lo que se hizo en el sexenio pasado para distanciarse
de él, pero no necesariamente de la práctica.
Es
muy probable que piensen que percepción es creencia: tú repites mucho un
discurso y quienes no están viviendo la violencia piensan que efectivamente es
así. Quienes lo viven de otra manera van a ver inmediatamente cuál es la
distancia entre el discurso y la realidad.
Son
juegos de percepción: la probabilidad de aquel que tiene la posibilidad de
estar todos los días, a cualquier hora, en los medios de manera sistemática,
imponga la percepción, es mucho mayor que la de quien no la tiene. Es una regla
básica.
En
ese sentido ha habido cambios. Los datos oficiales de reducción de la violencia
no empiezan en este sexenio sino en 2011: el pico de la violencia fue entre
2008 y 2011, y después comenzó a bajar levemente. Entonces, recordemos que al
principio de este sexenio los nuevos gobernantes querían atribuir el descenso
de la violencia a que ellos ya habían cambiado las cosas.
El
discurso es muy elocuente: cada vez que pueden dicen que se captura o se
detiene a alguien sin un solo disparo, como diciendo: “En el sexenio anterior
se detenía a alguien con miles de disparos, si es que se le detenía. Nosotros
tenemos inteligencia, cooperación y coordinación entre los tres niveles de
gobierno”. Pero en el caso de Jalisco, por ejemplo, no se vio ni la
inteligencia ni la coordinación ni la confianza entre las fuerzas federales y las
locales. Ese es uno de los ejemplos más claros, aunque hay muchos otros.
Hay
muchas de esas detenciones que han sido logradas sin un solo disparo, como se
dice en el discurso oficial, y hay otras en las que las circunstancias en las
que se han dado resultan por lo menos dudosas, hasta que no se lleven a cabo
las investigaciones hasta sus últimas consecuencias.
Pero
lo que sí es cierto es que no sólo Peña Nieto sino Manlio Fabio Beltrones y
líderes de otros partidos políticos, desde el sexenio pasado tenían claro que
las fuerzas militares iban a seguir en las calles por la situación de las
policías locales, no por una cuestión de gusto sino de cómo logras contener a
ciertos grupos criminales que cuentan con armamento muy poderoso, aunque no más
que el de las fuerzas armadas, porque éstas no pueden utilizar el tipo de
armamento que tienen para una guerra convencional. Hay quienes dicen que los
delincuentes están mejor armados que los militares; no, no lo están, sólo que
estos también tienen límites para usar cierto tipo de armamento que tienen, y
en muy raras ocasiones han utilizado un armamento no convencional para este
tipo de conflictos.
Entonces
hay una situación que no es de mero gusto sino de cuáles son las herramientas
con las que cuenta un Estado determinado para tratar de contener a esos grupos
delictivos.
La
insistencia de las ONG sobre la vigilancia y el respeto por los derechos
humanos por supuesto que es necesaria, y es importante documentar aquellas
situaciones en las que pueda haber violaciones a ellos por parte de las fuerzas
no sólo federales sino locales, para que sean casos fuertes frente a los jueces.
Pero
no podemos decir que este gobierno sea el más transparente. Hay una cerrazón y
falta de transparencia en cuanto a información, y eso no ayuda a tener una
situación de mayor confianza de la ciudadanía en las instituciones, por más que
hayan cambiado el discurso.
*Entrevista publicada en Metapolítica, núm. 92, enero-marzo de
2016.