martes, febrero 05, 2013

Pensar el crecimiento. Entrevista con Luis Rubio


Pensar el crecimiento
Entrevista con Luis Rubio*
Ariel Ruiz Mondragón

Nunca es mal momento, y mucho menos en vísperas de un nuevo gobierno, para establecer un objetivos claro para el país, y para revisar las posibilidades, estrategias y mecanismos para intentar alcanzarlo. Más bien, en esta época esto parece hoy un ejercicio de imaginación y propuestas muy necesario.
En esa dirección apunta el libro de Luis Rubio Ganarle a la mediocridad. Concentrémonos en crecer (México, Miguel Ángel Porrúa/CIDAC, 2011), en el que la apuesta ya no es por pretender realizar grandes transformaciones que sólo quedan en proyectos truncos, sino en impulsar reformas más limitadas pero más realistas que, a su vez, desencadenen otros cambios para generar condiciones para lograr el crecimiento.
Sobre el volumen antes mencionado sostuvimos una conversación con el autor, quien es doctor en Ciencia Política por la Brandeis University. Presidente del Centro de Investigación para el Desarrollo A.C. (CIDAC), ha sido autor y editor de más de 40 libros, además de ser colaborador de publicaciones como Reforma, Nexos, The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times. Entre otros galardones ha obtenido los premios APRA al Mejor Libro en 1985, el Dag Hammarskjöld en 1993 y el Nacional de Periodismo en Artículo de fondo en 1998.

Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué publicar un libro como el suyo?
Luis Rubio (LR): Creo que en los últimos años en México la discusión ha sido de todo o nada. Lo que yo traté de escribir fue una discusión en un sentido distinto: la perfección no existe, y si seguimos en maximalismos nunca vamos a resolver los problemas del país.
Mi propuesta es bastante modesta: que nos concentremos en un solo objetivo y corrijamos lo que se requiere para que se pueda alcanzarlo. Si logramos empezar a crecer, eso comienza, primero, a hacer menos complicados los problemas y, segundo, hace más fácil que la gente esté dispuesta a aceptar los costos de reformas y cambios que va a haber.
Entonces, mi idea es concentrarnos en algo más modesto pero mucho más realista.

AR: A lo largo del libro se habla de cómo generar riqueza, de que la economía del país crezca. En ese sentido, ¿cuál ha sido la relación de nuestro proceso democratizador en el crecimiento económico del país?
LR: Yo creo que la correlación, en todo caso, es negativa; el único factor que ha tenido una incidencia importante sobre el crecimiento de la economía es un mecanismo que se creó como garantía frente a los cambios políticos y que se hizo a la mitad (como tantas otras cosas), que fue el Tratado de Libre Comercio. Éste se concibió para conferirle un sentido de permanencia y de garantías a los inversionistas de que las reglas del juego no iban a estar cambiando todos los días. El objetivo era originalmente un acuerdo de inversión, no de libre comercio; el precio por obtener la garantía de inversión fue liberalizar el comercio, no al revés.
Lo que se hizo fue darle certidumbre al empresariado grande que se adaptó a las redes internacionales de comercio, pero no transformó la economía interna. Esto se vio de una manera brutal y extrema en estos últimos tres o cuatro años en que, al bajar las exportaciones porque se colapsó la economía americana, se colapsó más la economía mexicana porque la fuente de demanda principal, de generación de ingresos con los que gastamos en otras cosas y con eso hacemos un círculo virtuoso, se colapsó.
Lo que nos urge es activar la economía interna; lo que tenemos que hacer es un tratado de libre comercio interno, o sea, liberalizar la economía interna, que está apretadísima por todas partes.
Entonces, creo que la correlación en general es negativa porque hemos mantenido muchos de los mecanismos de protección que existían antes, y no hay incentivos ni capacidad para transformar al empresariado interno en otra cosa, y encima de eso hay muchas fuentes de incertidumbre.
Tenemos muy pocos empresarios en el ámbito interno que pueden competir con las importaciones (se defienden porque tienen protecciones, pero no porque tengan capacidad de competir, y allí hay un déficit enorme). Y el consumidor, por supuesto, tiene derechos que no tenía antes: de consumir y comprar cosas importadas, que las hay por todos lados, y eso por supuesto que afecta al empresariado doméstico, que no se adapta.

AR: Usted habla de las tres grandes etapas de la política económica en México del siglo XX: el desarrollo estabilizador, la etapa estatista de los años setenta y la liberalización a partir de los ochenta. ¿Cuáles son las grandes lecciones que podemos aprovechar hoy de aquellas políticas?
LR: Yo creo que podríamos hacer un símil con la ley electoral: cuando uno plantea un marco de referencia de libertad en el caso político, lo que se requiere nada más son regulaciones para poder asegurar que no haya extremos. Cuando uno toma un planteamiento así, hay que estar vigilando cada espacio y cada resquicio, porque si no todo se sale de control. Lo que ha estado pasando en la parte electoral es eso: cada día se tienen que acotar y poner nuevas corazas y muros para evitar que las cosas se vayan por una dirección distinta de la que los controladores quieren que se vaya.
En la economía es lo mismo: es mucho más fácil administrar un sistema cerrado que un sistema abierto. Un sistema cerrado tiene reglas del juego muy claras; por supuesto que hay fraude, pero en grandes números no es lo más importante. Cuando uno habla de un esquema liberal en el cual una persona puede importar productos más baratos podemos discutir si era dumping o no, pero mientras tanto el consumidor ya se benefició. Como dicen los economistas, la función-objetivo es el consumidor, no el empresario; en el sistema anterior era lo que el empresario podía producir y que se fregara el consumidor.
Entonces, un esquema liberal requiere muchas más libertades y mucha más disposición a tolerarlas. Lo que creo que ha fallado es que ni hemos liberado suficiente ni tenemos mecanismos de regulación apropiados, y fallamos por los dos extremos: hay muchísimas cosas protegidas o subsidiadas que distorsionan todo.
Un ejemplo es que está protegida la fabricación de suelas de cierto tipo de zapato: todos los zapateros que dependen de esas suelas tienen que pagar más caro. Esto a quien perjudica es a ellos mismos, que no pueden exportar ni pueden competir con una importación china o coreana de zapatos que ya vienen a un precio irrisorio. Entonces, la protección y el subsidio a final de cuentas acaban siendo nuevas distorsiones y acaban perjudicando al consumidor.
A lo que esto nos lleva es a que algún día tenemos que tomar la decisión de liberalizar el mercado interno para que todo mundo pueda beneficiarse, pero va a haber muchos costos en el camino: obviamente, va a haber muchas empresas que no van a aguantar la competencia. Hay empresas que han ido perdiendo mercado poco a poco y no lo han notado. Pero después de 20 años de perder tres o cuatro por ciento de mercado al año, pues casi no les queda nada.
Por lo anterior es la propuesta de que tenemos que crecer: si logramos hacerlo más rápido, los costos se hacen menores, no para el individuo sino para el conjunto, pues otras empresas empezarán a salir.
Además, si hay alguna cosa maravillosa en el mexicano es la capacidad de ser empresario; la mayoría no se llama así y a muchos les choca, pero la economía informal es algo espectacular. Son empresarios verdaderamente impactantes, y todos tenemos experiencias de cómo de la nada empiezan a crecer poco a poco.
Si liberalizáramos y si creáramos mecanismos para que fuera fácil y no costoso formalizarse, tendríamos otra generación de empresarios enorme que podría sustituir a esa que está encumbrada y protegida, y que no sirve para nada, que no aporta grandes beneficios a la colectividad.

AR: En el libro se destaca que el problema de la economía es eminentemente político, e incluso usted llega a decir que es mental. Una de las cosas que plantea el libro es que no hay que estar con los grandes proyectos de transformaciones (en la Constitución, por ejemplo) sino más bien con pequeñas reformas más limitadas pero más útiles y pragmáticas que permitan una mejor adaptación a la globalización, como dice usted. En su opinión, ¿cuáles son las tres más importantes de ellas?
LR: Yo creo que hay muchas cosas que hay que cambiar, pero no creo que necesitemos reformas dramáticas sino resolver algunos temas; por ejemplo, cuál va a ser la estrategia de competencia, cómo va a ser la parte laboral que realmente afecta al crecimiento y no que cambie la relación de poder en las empresas, que es muy diferente. Una de las verdaderamente importantes son los impedimentos para contratar gente, y otra es donde cambia la relación sindicato-empresa o trabajador-empresa, que es una distinción fundamental.
También creo que hay que meter mecanismos de pesos y contrapesos, no solamente uno. Hoy hay muchos pesos: el Congreso puede impedirle al Ejecutivo hacer cosas, pero debemos tener contrapesos para que haya equilibrios. Esa es quizá la reforma más importante que tenemos que ir haciendo, e implica reformas públicas que poco a poco vayan, en el contexto de mayor participación de todas las fuerzas políticas, haciendo que todo mundo tenga equilibrios y se impidan los peores extremos.
Si les haces esa pregunta a diferentes personas, van a dar distintas respuestas; pero no creo que el problema sea encontrar cuáles son las reformas más urgentes ni las más importantes. Si se resuelven los problemas de legitimidad y de la distribución de los beneficios, todas las demás empiezan a caer.
En temas como el de la competencia, yo creo que tenemos contradicciones de origen que impiden que se resuelva. Por ejemplo, la Ley de Competencia salió menos de un año después de que se privatizó Teléfonos de México, y son dos extremos absolutos de concepción: en uno se vendió una empresa al precio más alto posible con condiciones de monopolio por un número de años; pero en el otro queremos competencia. El mismo gobierno sacó las dos cosas; bueno, no puede ser, tenemos que ponernos de acuerdo cuál de las dos va a ser.
Considero que debemos también tener un acuerdo sobre cuál es la regla que va a seguirse y aceptar cuál es nuestra realidad judicial. A mí me parece que han sido muchísimo más sensatos los chinos de lo que hemos sido nosotros: ellos reconocen, de entrada, que no tienen un sistema judicial confiable y serio que evite conflictos de años como los que pasan aquí, en donde amparos y más amparos paralizan todo y no permiten resolver nada. Lo que ellos hicieron fue una cosa diferente, su ley de competencia de ellos es más simple: dice que en 15 años, para el 2022 y 2023, no puede haber una empresa que tenga más del 40 por ciento del mercado en nada; no puede haber dos empresas que tengan más del 60 por ciento y tres que tengan más del 70. Así de sencillo.
Entonces, en un horizonte de 15 años están diciéndoles: “Corrige tu situación, ya no inviertas más en tal cosa sino en otras para que puedas ir ajustando tú solo”. Eso es un mecanismo muy sencillo y transparente, con un horizonte largo, y la gente se puede adaptar. No es un tema de sanciones sino de incentivos, y es muchísimo más fácil hacerlo así.
Yo creo que son más pragmáticos que nosotros, que tendemos a ser muy legalistas.

AR: En ese sentido, también se habla mucho de los incentivos para cambiar el juego político tan perverso. ¿Cuáles de ellos se tienen que crear para que se desbloquee el camino de las reformas?
LR: Un hecho ya incontrovertible es que se perdió la oportunidad de una gran reforma transicional en el 2000, cuando los priistas estaban dispuestos a cualquier cosa.
Yo creo que lo que se requiere es un gran pacto sobre tres temas: legitimidad, distribución del poder y mecanismos de participación por parte de la sociedad en la toma de decisiones. Aquí entran preferencias: yo creo que debemos pensar en la reelección, aunque me parece complicado pensar en ella en un sistema híbrido de representación proporcional y de representación directa. ¿Qué pasa con los proporcionales, que tienden a ser los que gobiernan las cámaras? La mayor parte de los que son presidentes de comisiones y los que son los jefes de las bancadas tienden a ser proporcionales (no en todos los casos, pero es lo típico). Me encanta el concepto, pero no me parece que sea funcional mientras tengamos ese híbrido. Eso habría que resolverlo primero; yo creo que deberíamos tener un sistema sólo directo o sólo proporcional, pero la mezcla creo que es mala.
Otro tema que cambia los incentivos es el de que haya un mecanismo en el cual Hacienda le diera mayor presupuesto a los gobiernos estatales a cambio de que ellos recauden más. Es simplemente hacer una tabla en la que suben exponencialmente la capacidad de recibir fondos federales: por cada peso recaudado, dar dos; si son siete, dar 25, y así aumentarlo de manera que el incentivo sea dramático para que aumente la recaudación. Pienso que allí está otro esquema de incentivos que se podría hacer.
Finalmente, tenemos que pensar en algún mecanismo que obligara a que las leyes que no sirven se puedan corregir. Por ejemplo, los franceses tienen la famosa “ley guillotina”, que implica que cuando el Presidente manda una iniciativa, el Poder Legislativo tiene un periodo perentorio en el cual responder; pueden tumbarla o modificarla, pero si no hacen nada en el lapso establecido, automáticamente se aprueba. Entonces, de esa manera ya cambia la relación de poder.
El punto es que tenemos que encontrar mecanismos apropiados a México que respondan a sus diversas circunstancias, porque cada país tiene sus realidades, su historia, su idiosincrasia. Copiar es el peor de los mundos; con las nociones de copiar la segunda vuelta o la reelección hay que ser cuidadosos, porque no necesariamente son aplicables a nuestra realidad.

AR: Otro punto central para lograr generar riqueza es reformar el sistema educativo, tal vez intentando vincularlo más con el aparato productivo. ¿Debe ser así?
LR: Hay una frase que me encantaba de Bertrand Russell que leí hace casi 40 años, y que dice que lo importante es crear seres humanos, no autómatas para el aparato productivo. En la era industrial, cuando se mencionaba la vinculación entre ambos ámbitos, de lo que se hablaba era de producir gente técnicamente competente para que pudiera funcionar dentro de una fábrica. Pero en la era de la información, lo que vale es lo que decía Russell: la capacidad creativa de las personas, la capacidad de crear un nuevo producto, de hacer software, de modificar patrones de producción, etcétera. Es decir, cosas más intelectuales que manuales.
Sí es importante vincularlo, pero no en el sentido de que las escuelas fabriquen ingenieros estructurados para que puedan manejar una máquina; eso en esta época es absurdo. Lo que agrega valor ya no es el proceso industrial; por eso competir con los chinos por tres centavos de dólar de salarios es una locura que no nos lleva absolutamente a ninguna parte, no agrega valor y por lo tanto no genera riqueza.
El gran problema es que tenemos un sistema educativo diseñado para, primero que nada, el control político, ni siquiera para la producción. Entonces lo que deberíamos hacer es saltarnos dos o tres etapas para llegar a la era del conocimiento. Éste es un reto dramático porque tenemos que cambiar desde la relación gobierno-sindicato hasta la naturaleza misma del proceso educativo, y eso implica reentrenar a todo mundo, empezando por los maestros, por supuesto.
La Alianza por la Educación, que se firmó hace pocos años, por lo menos ya tenía la primera idea, que era que los maestros fueran compensados en función de los exámenes estandarizados. Era un primer camino en esa dirección, pero obviamente se requiere de una transformación radical del sistema educativo sin asignar culpas.
El que tenemos es un sistema educativo creado en el momento más álgido del priismo para controlar a la población, y lo que hoy necesitamos es darle instrumentos a ésta para que pueda sobrevivir en un sistema abierto, competitivo, donde lo que importa es la capacidad de los niños y de las personas para ser exitosas.

AR: Uno de los puntos fundamentales que usted señala para poder lograr los cambios es un liderazgo fuerte; mas de inmediato se piensa en el autoritarismo, en el presidencialismo clásico.
LR: Esa es una conclusión a la que llegué renuentemente. Creo que el gran éxito de la derrota del PRI es que un autoritarismo de ese tipo es muy difícil de reconstruir; sí se puede, como ocurrió con Vladimir Putin, y que es un ejemplo que hay que tener presente todo el tiempo.
Al observar a los países que han logrado transformaciones, como son Sudáfrica, España, Brasil, Chile y Corea (algunos más que otros), son producto de que hubo la capacidad política de articular los cambios. Yo creo que debemos ser el único país del mundo que ha tenido al hilo tres presidentes que no eran operadores políticos en el momento más complicado de una transición económica y política. Lo que aquí se necesitaba (y seguimos necesitando, y creo que ese es el gran reto del próximo sexenio) es que el Presidente logre sumar y ver cómo hacemos cambios juntos porque no lo puede hacer solo. Esto ya no sale con un partido solo, sino tiene que ser de todos, y eso va a requerir una capacidad de operación política que no tuvieron ni Ernesto Zedillo, ni Vicente Fox ni Felipe Calderón.
Ese ha sido, creo, el enorme déficit de estos años: no es que el Congreso y el Presidente estén opuestos y que no puedan pasar reformas, sino que no ha habido capacidad de convencer, de negociar, de sentarse en la mesa y pasarse 50 horas hasta que finalmente se pongan de acuerdo en algo que es toma y daca, como lo es la política; si no es eso la política, ¿qué otra cosa es?

AR: El actor central del libro es, por supuesto, el empresario. Como usted también dice, hay una mala imagen de él: se le ve voraz, lo que muchos señalan por los grandes monopolios o cuasimonopolios que hay en la actualidad. ¿Cuál es el perfil del empresario mexicano que puede ayudar al país?
LR: Lo primero es que la empresa, como concepto, se creó para descentralizar la toma de decisiones; es decir, no es el gobierno el que decide por todos, sino que el riesgo se reduce si hay miles o millones de individuos tomando decisiones, cada quien las suyas. Unos van a errar y otros a acertar, y en conjunto vamos a estar todos mejor. Ése es un poco el principio.
No es que el empresario sea el protagonista en el sentido de que debamos privilegiar al empresario; pienso que más bien debemos pensar que éste es el mecanismo social que crea riqueza, y tenemos que generar condiciones para que cualquier mexicano pueda ser empresario.
Como decía yo antes: la economía informal es la mejor prueba de que el mexicano puede ser empresario en serio. La economía informal no puede crecer porque no tiene acceso al crédito ni lo va a tener nunca, porque no tiene manera de garantizarlo. Entonces, tenemos que encontrar maneras de formalizar a esa economía informal que no implique costos dramáticamente más elevados, y empezar un círculo virtuoso.
Yo creo que no existe el prototipo del empresario mexicano; considero que lo que tiene que haber son reglas del juego que impidan los abusos que hoy existen y que las condiciones de origen de las que gozan muchos de los grandes sigan impidiendo que los demás puedan prosperar.
Lo que tenemos que encontrar son las maneras con las cuales desmantelemos los cárteles virtuales que existen, no nada más castigando sino más bien incentivando. Hay algunos que no son difíciles; por ejemplo, las importaciones son muy útiles para provocar competencia. Sí, hay que cuidar que las reglas del juego estén bien hechas y demás, pero esa es la manera de expandir el mercado interno de tal manera que el consumidor no sufra.
Entonces, más bien lo que yo creo es que tenemos que crear un entorno mucho más estricto y, al mismo tiempo, mucho más amable para que pueda producirse la riqueza.


*Entrevista publicada en Este País, núm. 260, diciembre de 2012.