Una sociedad sin genitales.
Entrevista con Javier Valdez Cárdenas
por
Ariel Ruiz Mondragón
Uno
de los fenómenos sociales más preocupantes y graves que han traído
el narcotráfico, el crimen organizado, la pobreza y las políticas
gubernamentales es el de la creciente integración de niños y
jóvenes a las bandas delictivas, ya sea como halcones
o, incluso, como asesinos.
La carencia de perspectivas sociales, económicas, educativas y
culturales, así como la efímera sensación de poder, riqueza e
impunidad se han convertido en un abonado terreno donde florecen las
tendencias delincuenciales entre infantes y adolescentes, las que son
fomentadas y aprovechadas por los grupos criminales. Dos de los
resultados más desalentadores de este hecho es el alarmante aumento
de niños y jóvenes detenidos, sentenciados y asesinados en los
últimos años.
En
su libro Los morros del narco. Historias
reales de niños y jóvenes en el narcotráfico mexicano (México,
Aguilar, 2011), Javier Valdez Cárdenas reúne crónicas sobre el
tema, además de que aborda otros como las responsabilidades de
gobierno y sociedad en la generación de tal fenómeno, así como el
del periodismo en tiempos y regiones del narcotráfico.
Sobre
tal volumen conversamos con el autor, quien es columnista, fundador y
coordinador de la zona norte del semanario sinaloense Ríodoce,
recientemente galardonado con el premio de periodismo María Moors
Cabot, que otorga la Universidad de Columbia.
Ariel
Ruiz (AR): Tras tus libros Miss
Narco y Malayerba,
¿por qué ahora éste?
Javier
Valdez Cárdenas (JVC): Carlos
Monsiváis fue una especie de padrino de Ríodoce,
el semanario para el que yo trabajo; lo invitamos a visitarnos, pero
él no conocía el periódico ya que ni siquiera teníamos página de
internet. Pero amigos mutuos nos conectaron y lo invitamos a que
diera conferencias en Culiacán en nuestro primer aniversario.
Después
de eso empezó una gran relación, una amistad maravillosa. Yo lo
visité para entregarle uno de mis libros, y él me dijo que estaba
preocupado por el narco y la violencia contra periodistas. También
me dijo: “Deberías escribir de los niños, los jóvenes y del
narcotráfico”. Ya estaba él enfermo cuando lo visité en su casa.
Salí de allí pensando más en sus padecimientos y en lo grande que
era él como persona, como escritor, como intelectual, que en el
tema. Pero con el tiempo me fue rondando la idea, y allí estuve
rumiándola hasta que llegó el momento en que tenía que definir que
material iba a entregar a la editorial.
Yo
tenía mucho material sobre niños y jóvenes, pero historias
manejadas como crónicas muy breves que he publicado en mi columna
“Malayerba” en Ríodoce.
Entonces decidí que el libro sería de niños y jóvenes en el
narcotráfico.
AR:
¿Cuáles son las condiciones generales, si quieres hasta
psicológicas, que hacen que niños y jóvenes se integren a las
bandas? Lo digo también porque en tus historias hay casos en los que
no se trata estrictamente de pobreza.
JVC:
Hay que partir de algo muy importante: el narco es un fenómeno
social, una forma de vida, no es un fenómeno policiaco. Nos
involucra a todos, nos salpica, nos inunda, nos atañe, nos
contamina. El narco impone, incluso, dinámicas de convivencia; es
omnipresente, omnipotente, es muy atractivo y seductor. Nada compite
contra el narco.
En
muchas regiones el narco está en todos lados. No hay competencia
para él: no hay Iglesia ni gobierno, no hay medios de comunicación
ni organismos ciudadanos, no hay empresarios, no hay nada. Es como
decían en las películas del Oeste: “Me rindo, estoy rodeado”.
Entonces,
frente al hecho de que el narco que te atropella todos los días, es
difícil hacerse a un lado. La convivencia con el narco en
prácticamente todo el país es innegable; si estás o no involucrado
es otra cosa.
Lo
otro es la miseria, la pobreza, la marginación, la falta de
oportunidades que afecta a niños y a jóvenes. Todo este escenario
de jóvenes rechazados de las escuelas profesionales, de los niños
sin padres, con casa pero sin hogar, que no son amados ni queridos,
que no tienen asideros, es un coctel explosivo que va orillando a
niños y jóvenes a entrarle al narcotráfico.
Yo
creo que los niños están siendo educados en un proceso violento, y
ellos asumen los homicidios como muertes naturales, lo que hace que
muchos de ellos no sólo le entren al crimen organizado, sino que lo
vean con simpatía porque es seductor por el poder, el ejercicio del
dinero, las mujeres, las armas y la impunidad; saben que un chavo que
vende drogas, que mandó matar a alguien y que corrompe no es
detenido por la policía sino que al contrario, ésta va y cobra por
la protección.
Ésto
me parece gravísimo, pero es el resultado de este proceso en que nos
envolvió el crimen organizado y también las acciones del gobierno.
AR:
Recoges una declaración del cantante Alfredito Olivas, quien dice
que el narco nunca se va a acabar porque es la mayor fuente de
empleo.
JVC:
Sí. Imagínate una coyuntura en Culiacán —y que puedes aplicar
prácticamente en cualquier ciudad del país— en la que hay un
operativo muy fuerte contra el narco: te aseguro que cerca del 70 por
ciento de las actividades económicas bajan, así como el flujo de
dinero porque son economías ya manchadas por el narco. En esa misma
medida disminuyen la clientela en restaurantes, bares, tables,
de asistencia al cine, las ventas en el supermercado, e incluso más
la venta de vehículos nuevos, y es porque son economías sostenidas
por el narcotráfico.
AR:
En el libro hay tres casos de carácter más bien cultural: los
“cuernitos de chivo”, juguetes que se venden a los niños; el
impulso al narcocorrido, y el caso del músico de reggae que busca
alternativas culturales pero que también es asesinado. Ante esta
cultura del narco, ¿hay alguna alternativa?
JVC:
Fíjate que no; yo veo que al contrario, ante acontecimientos como el
del Casino Royale de Monterrey y otros muchos en el país (en
Tamaulipas, en Ciudad Juárez, en Sinaloa, Baja California, Coahuila,
Michoacán) hay un repliegue, no hay una preocupación por mantener
lo que se tiene en términos de convivencia, de ciudadanía, y hay
menos manifestaciones de protesta contra el narco.
Los
académicos no quieren investigar el tema del narcotráfico; las
universidades, las organizaciones y algunas instituciones ciudadanas
no organizan actos de reflexión, mesas redondas, talleres o
conferencias sobre narcotráfico. No veo nada que esté compitiendo
de este lado y que nos ayude a arrojar luz en este infierno.
Hay
esfuerzos aislados de pintores y algunas instituciones educativas,
pero muy poco.
Estamos
en retroceso, reculamos, y en lugar de mantener espacios, de
conservarlos, los cerramos o los debilitamos. Veo una especie de
deshumanización, de aceleramiento de la descomposición social. Es
una pena, pero no veo luces.
AR:
Buena parte de los textos están centrados en el caso de Culiacán y
de Sinaloa, y pones énfasis en que buena parte de la violencia en
Sinaloa se debe al rompimiento, en 2008, de El
Chapo Guzmán y El
Mayo Zambada con los hermanos
Beltrán Leyva. ¿Antes de esto, cómo era Sinaloa?
JVC:
El proceso de descomposición, de pérdida de espacios, de valores,
iba muy lento. Todavía había espacios para la convivencia, aún
podías pintar la raya respecto al narco.
Todavía
mucho antes, en los años setenta y ochenta, los narcos de Culiacán
estaban en Tierra Blanca, del otro lado del río Tamazula, y los
pleitos eran entre ellos. Yo conocí un matón al que le ordenaron
matar a un jefe policiaco, y el día que iba a hacerlo desactivó el
operativo porque aquel iba con su mamá. Ahora piensas en eso y crees
que no es posible, porque efectivamente la enseñanza de los hechos
recientes nos indican lo contrario.
Aunque
sí había presencia de niños y jóvenes en el narco, no era a estos
niveles escandalosos, ya que estaba muy controlado todo.
Quiero
decirte que si un narco, quien fuera, iba más allá de las órdenes
(por ejemplo, si le ordenaban traer una camioneta, y la robaban; pero
si aparte se robaban algo más o lastimaban a alguien) llegaban a
matarlo. El narco tenía, como lo tiene ahora, el monopolio del
crimen: “Si alguien mata, roba un vehículo, secuestra, extorsiona,
soy yo; si alguien hace ruido, se mueve y calienta la plaza, soy yo,
yo lo autoricé. Pero si alguien lo hace por su cuenta, lo voy a
matar”.
Eso
se da ahora, pero a niveles más escandalosos. Antes se tenía mucho
más control; creo que todo se echó a perder, y la participación de
niños y jóvenes tiene mucho que ver en esto, porque no son fáciles
de controlar y se salen muy rápido del huacal, como decimos.
Entonces, son sacrificables.
Pero
todo esto era mucho más controlado antes de las pugnas. Pero todo
eso se perdió.
AR:
En el libro hay un dato realmente dramático: que hubo un cambio
generacional entre los asesinados: en el sexenio de Vicente Fox, el
80 por ciento de las víctimas eran mayores de 30 años, y entre 2008
y 2010 ya el 40 por ciento de ellas fueron jóvenes de entre 18 y 29
años. ¿A qué obedece este cambio en tan sólo tres años?
JVC:
Hay una historia en el libro, y que es que había un negocio informal
de comida en el que se veían los mafiosos de Sinaloa: los matones,
chavos y chavas, operadores se veían allí, comían, iban en
camionetas, cotorreaban, llevaban música. Fue entonces cuando se dio
la división y el pelito entre El Chapo
y los Beltrán Leyva. Un chavo que allí trabajaba y que se había
ido antes, un día regreso y empezó a preguntar: “Oye ¿qué
pasó?, ¿por qué está tan solo aquí?”, “Pues es que por los
operativos y la violencia”; “Pero ¿y los clientes?”, “¿Te
acuerdas de fulano?”, “Sí”, “Pues lo levantaron y lo
mataron”. Y así fue hasta sumar como 100 muertos, y todos ellos
jóvenes. Durante aquel tiempo los de uno y otro bando llegaban y
preguntaban: “¿Con quién estás: con Chapo
o con los Beltrán?”, y era una ruleta rusa escoger a uno de los
bandos porque quienes preguntaban podían ser del otro.
Así
muchos jóvenes han muerto, y lo peor de todo es que ellos asumen que
van a morir jóvenes, que no duran más de tres años en el crimen
organizado, y que no van a pasar de matones, porque el narco no
permite que estos jóvenes crezcan en el negocio, los controlan; hay
un celo, hay envidia: “Tú no pasas de aquí, y si te asomas te
matamos”.
Hay
muchas historias de jóvenes que no rebasan la etapa de matón, pues
como los matan rápido no pueden ir más allá; pero si sobreviven
más tiempo, no pueden aspirar a más porque los sacrifican.
AR: También das datos de que ha habido un aumento en el número
de menores de edad detenidos, sentenciados y asesinados. ¿Entonces
cuáles son las perspectivas de niños y jóvenes cuando ingresan a
una banda del narco?
JVC:
Quieren saborear el poder; ésto es muy importante. Ellos se dan
cuenta de que los narcos del barrio, con los que conviven, no son
detenidos, que operan impunemente, traen la pistola fajada, controlan
a cierto número de gente. Son “admirados” y “respetados”,
pero en realidad son temidos. Ése es el ejercicio de poder del
narco, y ellos le entran porque quieren ser así: que la gente les
tenga miedo, que no se meta con ellos.
Eso
es por un lado; por otro es el salir de la pobreza, pero fíjate que
no salir de la pobreza en el sentido social, sino de tener dinero.
Nunca lo tuvieron y nunca van a ser ricos, pero de repente tienen los
bolsillos llenos de dólares para gastarlos. No invierten en otro
negocio, metan el dinero en el banco o que se lo den a su mamá y a
sus hermanos para la escuela. Esa situación no se ha traducido en
que los jóvenes de familias en condiciones de pobreza salgan de
ésta; muchos de ellos terminan en arenas movedizas llenas de
dólares, de sangre, de muerte, de destrucción. No superan su
condición de marginación, o si lo hacen es mínimo. Su vida sigue
siendo endeble.
Gastan
mucho y muy rápido. ¿Tú crees que van a gastar en una casa? No,
van a gastar en viajes, en ropa, en cerveza, whisky, mujeres,
vehículos, droga… en lujos. Es muy frívolo el destino que ellos
le dan al dinero.
AR:
Hay otra historia de Morelos, muy conocida: la de El
Ponchis, una suerte de sicario
niño. Pero él dice que delinquía bajo amenaza. ¿Hay muchos casos
de éstos?
JVC:
Eso se ha multiplicado escandalosamente también, porque los cárteles
más agresivos (Los Zetas,
lo que queda del Golfo, La Familia,
los Beltrán Leyva) van a colonias, pueblos y comunidades y hacen
redadas como si fueran la policía, y se llevan a los niños y a los
jóvenes bajo amenazas de matarlos a ellos y a su familia si no
aceptan involucrarse en el narcotráfico. Entonces ellos no viven
este ambiente de violencia para relacionarse con ésta, sino que,
aunque padecen la pobreza, no ven aún al narco como una opción,
pero se ven obligados a entrar. Y le entran o lo matan.
Los
jóvenes sicarios o halcones
que son obligados a entrarle al narcotráfico amenazados de muerte y
que son drogados, además son sacrificados por los líderes de la
célula para la cual trabajan una vez que ya no les sirven, porque
son muy conflictivos por las drogas, porque no crecen, porque ponen
en peligro las operaciones o la vida de ellos, y los matan. Esto ha
crecido mucho.
Nos
hemos convertido en una sociedad que no sólo expulsó a los jóvenes
del paraíso de la vida digna y lícita; no tienen oportunidades
porque están en la pobreza, no pueden seguir estudiando y si
trabajan ganan muy poco. Pero aparte de eso los condenamos, como lo
hacemos con El Ponchis:
lo sentenciamos, decimos “mátenlo, es culpable” (aunque no lo
sea), y no nos preocupamos por saber qué fue lo que orilló a este
niño a entrarle al narcotráfico.
AR:
Otro asunto interesante es el papel de la familia en el problema del
ingreso de infantes al narco. Lo digo porque en el libro hay varias
historias de jóvenes integrados a las bandas a invitación de tíos
y primos, por ejemplo. Y también se mencionan casos de mujeres que
entran al negocio por ayudar al esposo. ¿Cómo es esto?
JVC:
Sí, son compañeras de ellos hasta en el crimen. Es parte de esta
descomposición: olvídate del concepto tradicional de familia
nuclear, ya que al papá lo mataron o se fue a Estados Unidos a
trabajar, no manda dinero, no volvió y no saben de él; la madre
está al frente de sus hijos, puede ser alcohólica o drogadicta,
puede tener dos trabajos y no ve a sus hijos, no los orienta, no está
al pendiente de ellos, no los abraza.
Frente
a esa casa que no es hogar, a ese niño que crece sin amor, desolado,
sin agarraderas, una influencia, sea mala o buena, lo arrastra
fácilmente. En este caso, es una influencia mala: el primo, el tío,
el pariente lejano, el vecino que aprovecha la situación muy bien y
lo coopta para el narco. A ese nivel llegó esta descomposición.
Entonces,
¿quién lo influye? Volvemos a lo mismo: ¿quién compite contra el
narco? Nada ni nadie.
AR:
En otras partes del libro se relata la colusión de policías de
policías municipales y estatales con los delincuentes. ¿Consideras
que haya sido inevitable la entrada del Ejército a la lucha contra
el narcotráfico en tanto existe ese nivel de corrupción?
JVC:
Sí, yo creo que había que hacer algo. Yo no he escuchado a nadie
que diga “no hay que combatir al narco” (a menos que sean
narcos). Yo creo que hay que combatirlo.
Efectivamente
la policía falló, y falló el gobierno: la policía es corrupta
porque el funcionario público lo es también, porque no hay imperio
de la ley, no es un Estado de Derecho. Entonces, a un policía
corrupto yo lo castigo, lo destituyó y lo encarcelo; pero no se hace
porque también hay una mochada que me llega a mí como director,
como comandante, como jefe.
Creo
que también la pobreza ha orillado a los policías a delinquir y a
corromperse por los bajos salarios. Pero cierto, es una policía
incapaz y corrupta, y, bueno, sacamos al Ejército. Pero sigue sin
haber inteligencia, no hay espionaje, no hay combate preciso,
inteligente, integral al narcotráfico: son escopetazos.
El
gobierno cree que con grandes convoyes “intimida” a los narcos,
pero lo que sí hace es espantar a los ciudadanos; ha encerrado a la
ciudadanía, porque también los malos están de ese lado, del lado
de la policía y el Ejército, y así cree que va a combatir el
narco. Creo que al contrario, lo ha complicado.
“Bueno,
sacamos al Ejército porque la policía no sirve”: pues el Ejército
tampoco está sirviendo porque tampoco hay inteligencia. Bueno, puede
haber información e inteligencia, pero no se aplica, quién sabe
para qué las use el gobierno.
El
costo que se tiene ahora por haber sacado al Ejército es que éste
pasó de ser una de las instituciones más prestigiadas hace 10 años,
a una de las instituciones más corruptas en este país. Y si antes
decías “lo detuvo el Ejército, ahora ya no hay nada qué hacer”,
ahora el narco sabe que puede rescatar con un acto de corrupción a
ese detenido de manos de los soldados.
Querían
combatir al narco sacando al Ejército, pero allí está el
resultado: el Ejército también pisó la mierda.
AR:
También podemos ver que hay muchas autoridades están en franca
complicidad con el crimen organizado o, en el mejor de los casos,
atemorizadas. Incluso relatas el caso de un juez que les dice a los
familiares de un asesinado que piden justicia “ya allí dejénlo”.
¿Qué hacer ante esta situación?
JVC:
Hay que aprovechar sus comicios para expresar la inconformidad, la
ciudadanía tiene que hacerse escuchar de alguna manera. El narco va
a estar presente en las elecciones, eso es un hecho: financia
campañas de todos los partidos políticos, aunque no digo que en
todas las candidaturas ni en todos los aspirantes.
Es
una pena y es un retroceso porque significa la desolación, la falta
de asideros en este país. Yo creo que merecemos otro país, otro
gobierno. Tenemos muchas oportunidades que no hemos aprovechado, y
hay que aprovechar esta. Yo quiero pensar que ésa es una buena
manera de empezar a resolver las cosas, porque este gobierno, estos
funcionarios, este aparato no van a servir: es el gobierno al
servicio del narco.
Entonces,
hay que cambiar de gobierno y construir Estado, porque no lo hay. Yo
coincido con eso de Estado fallido porque, efectivamente, el narco es
el que manda.
AR:
El libro también es duro con la sociedad sinaloense, especialmente
en la parte dedicada al silencio que guarda ante la violenta
situación: una sociedad que no habla, que no denuncia, que no
protesta, que no se manifiesta, que no es solidaria. ¿Por qué es
así la sociedad sinaloense?
JVC:
Hay que medir de forma diferente a la sociedad sinaloense porque ha
convivido con el narcotráfico, con el crimen organizado, ¿cuánto
te gusta, 50 años? Y que tiene presencia de las drogas desde
principios del siglo XX.
Es
una sociedad postrada, que guardó silencio, huérfana de liderazgos
y también de genitales. No hay lucha social, hay una orfandad
terrible.
Creo
que el buen periodismo en estas regiones, como Sinaloa, es un
ejercicio solitario: no tiene eco. Si yo hago un trabajo fuerte sobre
el narco que involucra a políticos en el gobierno, no tiene eco en
el Congreso del estado ni en los partidos políticos, ni en la
ciudadanía ni en las organizaciones. El texto, el reportaje
valiente, luminoso, se queda allí. ¿Y sabes qué significa eso?
Vulnerabilidad. Los medios y los periodistas que queremos hacer buen
periodismo padecemos esta soledad que nos convierte en vulnerables,
con mucho mayores riesgos. Ésto permea también lo otro: madres,
hermanas, padres que no quieren hablar de la muerte de sus parientes
porque temen que les maten al otro hijo; gente que te reclama “tú,
periodista, por qué no publicas” y te dicen que eres “culón”,
que eres corrupto.
Pero
resulta que tú firmas tus notas, y que la gente que te reclama lo
hace desde el anonimato. Es una sociedad anónima, sin rostro, sin
nombre ni apellido, que habla a escondidas, a oscuras.
Esto
es un saldo triste del narcotráfico porque es otra muerte, la muerte
ciudadana, civil. Entonces, son dos muertes, quizá más: primera, la
muerte de la persona víctima del hecho violento, y la otra es cuando
no queremos dar la cara, cuando la desconocemos y la arrojamos a la
fosa común.
Esta
es una sociedad, no sólo la de Culiacán o la de Sinaloa sino la de
casi todo el país, sin genitales.
AR:
La última parte de tu libro está dedicada a los periodistas.
Recuerdo anécdotas del libro: un periodista dice que “en boca
cerrada no entran balas”; Jorge Zepeda Patterson pide protección
para una reportera al gobernador, a lo cual éste responde: “No
protejo ni a mi esposa, y la última, tuya, que es cuando le dices a
una persona del DF que eres periodista en Sinaloa, y te dice: “¿Y
estás vivo?”. ¿Cómo sobrevive un periodista en Sinaloa?
JVC:
Apretando los esfínteres y con pluma blindada. Hay que darle
sobredosis de audacia a la temeridad, y dosis de prudencia al arrojo.
Uno tiene que aprender a conocer la realidad y su coyuntura. ¿A qué
me refiero?: ¿Quién manda en la ciudad? ¿Cómo es este tipo, para
quién trabaja, quiénes son sus nexos? Es muy importante que tengas
una especie de diagnóstico, y entonces tienes que aprender a
administrar. Ya que sepas qué suelo pisas, administrar la
información, bajarle a los riesgos, jugar con eso.
¿De
qué hablo? De que tienes que saber qué no vas a publicar. Es una
pena, es castrante, es la frustración galopante, pero es la
realidad.
La
otra es que yo no esté aquí contigo, sino que esté muerto, o que
esté en Culiacán y no pueda salir porque estoy amenazado.
Yo
prefiero publicar una parte de lo que está pasando; tengo que ubicar
lo que no debo publicar, porque este tipo es violento, trabaja para
tal narco, y porque éste puso al jefe de la policía, y el
gobernador, el secretario de Seguridad Pública, el alcalde están
con él.
Entonces,
yo voy a publicar sólo el 10 o 20 por ciento de lo que sé, de lo
que tengo confirmado, pero no voy a guardar silencio.
Tienes
que aprender qué vas a publicar, pero sobre todo qué no vas a
publicar. Así se hace periodismo, y sí, de repente te pones
paranoico y terminas entrenando a la gente que está contigo y cerca
de ti, para la guerra.
Pero
creo que hay que hacer algo, porque yo no soy periodista del
silencio, no soy un reportero de la mordaza; prefiero seguir
escribiendo aunque sea sólo una parcelita de este infierno. Tienes
que saber cómo, y creo que una manera de hacerlo es a través de la
crónica. Pero ni los mejores textos, ni la mejor prosa, ni juntando
los mejores trabajos periodísticos se alcanza a contar este infierno
nacional.
Algo
hay que hacer, y yo prefiero estar con los que hacen algo; que no me
digan después (mis hijos, por ejemplo) que me quedé callado cuando
estaba toda esta mierda, que no hice nada porque yo estoy haciendo lo
que me toca hacer, aunque no como quisiera.
Pero
esto refleja que el narco está en las redacciones, no porque
nosotros estemos coludidos sino porque tienes que pensar en el narco
a la hora de escribir, y no hace falta que te amenacen directamente:
la realidad, la vida misma, es amenazante.
AR: Mencionas que los reporteros han tomado algunas medidas de
protección, sin intervención de los directivos de las empresas.
¿Qué medidas han tomado y por qué éstos no han participado de
esas decisiones?
JVC:
Es que no hay preocupación de los directivos de las empresas, yo
creo que están muy metidos en el negocio. Por ejemplo, era para que
hubiera talleres, conferencias, incluso entrenamiento, protocolos,
medidas físicas en las instalaciones de los periódicos. Nada de eso
hay. Creo que hay desinterés, y ellos saben que muchas veces los
ataques son contra los periodistas, el reportero que anda en la
calle. Pero sí se han dado casos contra medios, no tanto contra los
directivos (con excepción de Jesús Blancornelas) sino contra los
periodistas. Cuando los narcos atacan instalaciones es porque quieren
mandar señales, quieren asustarnos porque están en contra del
director. Quieren llamar la atención, que se publique tal o cual
cosa, o protestan porque no se publicó. Pero hay apatía, desinterés
de los directivos de los medios.
Lo
que se ha hecho ha sido, más bien, por parte de los reporteros de
abajo, de a pie, por su cuenta, y es, por ejemplo, no usar logotipos,
traer vehículos sin identificación de prensa, llegar en colectivos.
Ni
siquiera para ésto han sido útiles las asociaciones, que más bien
han servido para protestas efímeras y para colocar a periodistas en
puestos de gobierno, nada más como agencias de colocación.
Pero
es una pena: lo que se ha hecho es por los periodistas abajo, en el
tejido más ínfimo, y ellos son los que sufren los embates de los
policías, de los militares y de los narcos.
AR:
Como señalas, en todos los ámbitos de la vida social hay relaciones
con el narco. En este sentido hay una mención de que esta corrupción
también ha entrado en la prensa. ¿Hay periodistas y medios
coludidos con el narco?
JVC:
Claro que sí. Son una especie de enlaces; hay periodistas que son
enlaces de los capos que controlan las plazas, y que les informan si
va a ir algún enviado de un medio nacional. En las redacciones,
cuando se publica una historia sobre la complicidad entre un capo y
un jefe policiaco la nota aparece sin firma; sin embargo, éstos se
enteran de quién la hizo. ¿Cómo lo hacen? Porque la redacción
está infiltrada.
Hay
muchos casos. Hay que tener mucho cuidado; lo ideal sería tener
redacciones integradas por gente de confianza. Yo tengo esa fortuna
en Ríodoce
y en La Jornada,
pero hay periodistas que no pueden platicar con sus jefes o
compañeros lo que les pasa en la calle o los trabajos de
investigación que están haciendo porque no les tienen confianza.
Pero
es que estamos rodeados, es un cerco que ha tendido el ejército de
perdición que alcanzó las redacciones. Yo creo que también allí
hay que moverse con mucho cuidado.
AR: Para proteger a los periodistas, ¿que propondrías? Ya se han
hecho asociaciones, mítines, acuerdos, pero no parece haberse
avanzado mucho en esa dirección.
JVC:
Como gremio no tanto, aunque no hay que dejar de cuidarse. Más bien
como sociedad tenemos que luchar por otro país: recuperar la calle,
la convivencia, los espacios públicos, ejercer la ciudadanía,
volver a tener genitales. Esto es a nivel social.
Pero
creo que a nivel gubernamental merecemos un gobierno que dé un
viraje radical a la política económica y social, porque esta
política está empobreciendo a los mexicanos y está provocando más
violencia. Una política que combata el desempleo, la pobreza, la
desnutrición, que no haya niños que mueran por diarrea, por
pobreza; que no haya jóvenes que queden fuera de las escuelas porque
no hay cupo, que haya profesionistas con empleo, buenos salarios,
dignos y decorosos. Creo que si hay una política educativa,
cultural, un rescate de los jóvenes, será muy bueno. Si se rescató
a bancos y carreteras, ¿por qué no se rescata a los jóvenes?
Si
eso se hace, allí sí yo te hablaría de una guerra contra el narco.
*Entrevista publicada en M Semanal en 2011.