lunes, mayo 25, 2015

Las respuestas equivocadas de las teorías conspirativas. Entrevista con Juan Carlos Castillón*





Las respuestas equivocadas de las teorías conspirativas
Entrevista con Juan Carlos Castillón*
Por Ariel Ruiz Mondragón
Ante los retos que planteaba el traumático surgimiento del mundo moderno desde el siglo XVIII, quienes seguían aferrados al antiguo orden social y cultural buscaron explicarlo y denunciarlo. Muchos de ellos recurrieron a una forma que pretende dar cuenta de los cambios políticos de la época de manera sencilla y fácilmente asequible: la teoría de la conspiración, por la que un grupo de conjurados resulta ser el motor oculto de las transformaciones.
Un interesante relato y explicación del nacimiento de ese tipo de teorías durante el Siglo de las Luces y la Revolución Francesa, así como del desarrollo de los mitos conspirativos que llegan hasta nuestros días, lo ofrece Juan Carlos Castillón (Barcelona, 1958) en su libro Amos del mundo. Una historia de las conspiraciones (México, Debolsillo, 2014).
Etcétera sostuvo una charla sobre ese libro con el autor, quien ha sido periodista, escritor, traductor y librero. Tras pasar 20 años en Miami, regresó a su ciudad natal, donde prepara un libro sobre el movimiento abolicionista en Estados Unidos. Es autor de cinco libros.

AR: ¿Por qué escribir y publicar un libro como el suyo? ¿Cuál es hoy la relevancia de las teorías de la conspiración?
JCC: Me pareció un tema interesante cuando me senté a escribirlo y me lo sigue pareciendo ahora. Recientemente vi en YouTube una vieja filmación del funeral de Lady Bird Johnson, la viuda del presidente norteamericano Lyndon Johnson. Era graduada de la Universidad de Texas y en su funeral la banda de música de esa universidad interpretó “The Eyes of Texas are Upon You”, el himno de su equipo de futbol, los Longhorns (Cuernilargos, llamados así por un tipo de vaca propio del desierto), mientras la congregación hacía el saludo con el que se acompaña ese himno en el estadio, un puño alzado con los dedos índice y meñique extendidos como una cabeza de toro. El encabezado de ese video era “Despedida satánica a la viuda del Presidente Lyndon B. Johnson”.
Cualquiera tiene acceso a datos que permiten contestar esa afirmación, pero miles de personas no se han molestado en ir más allá del video. Hay cientos de casos semejantes. Hay docenas de libros que giran en torno a las conspiraciones, y además cubren todos los géneros, desde la novela popular hasta el ensayo histórico o seudohistórico. En su momento, y hablando con uno de mis editores, Cristóbal Pera, que ahora está en Penguin Random House México, la teoría conspirativa nos pareció un tema interesante que se fue ampliando a medida que yo investigaba. La cosa empezó como un libro de historia y anécdotas, y acabó siendo algo parecido a un libro de crítica literaria sobre un género, el conspiracionismo, al que trato de definir en los capítulos finales del texto, presentando a sus personajes habituales, sus autores, sus lectores, los temas recurrentes que permiten identificar a un libro como parte de ese género y las estrategias narrativas empleadas en los mismos.
Las teorías de la conspiración, como explicación de lo que pasa en el mundo que nos rodea, siempre han tenido un espacio en el imaginario popular que suele aumentar en momentos de crisis, cuando las respuestas más lógicas dejan de funcionar para un grupo creciente de personas. Por eso siempre han tenido más público en sociedades arruinadas o derrotadas (la Tercera República Francesa después de la derrota en la Guerra Franco-Prusiana de 1871, la República de Weimar en la Alemania posterior a la Primera Guerra Mundial, los países del antiguo bloque soviético tras la caída, para muchos inexplicable, del Muro de Berlín y el cambio de régimen en Moscú) que en países donde todo funciona bien. Al estar la economía europea en un momento de crisis, es inevitable que esas teorías resurjan.

AR: En algunas partes del libro usted menciona que sí han existido algunas conspiraciones reales y demostrables, que han tenido éxitos y fracasos. ¿Cuáles podría destacar entre ellas? Algunas que usted menciona son las del duque de Orleans o Les Chevaliers de la Foi.
JCC: Nunca he tratado de negar que han existido conspiraciones reales. Mi libro está escrito desde el escepticismo, no desde la negación. No me he sentado a escribir un libro que diga que todos los conspiracionistas están —y además siempre— equivocados y todas las conspiraciones son imaginarias. Pensemos en las revelaciones de Julian Assange o en el caso Snowden. Los Estados conspiran a espaldas de sus ciudadanos, los poderosos conspiran para tener más poder, los revolucionarios conspiran para derribar los Estados, y eso ha formado parte de la historia de la humanidad desde que existe la política, y negarlo sería un error.
Lo que sí niego es la Teoría Conspirativa como único motor de la historia de la humanidad, como nos presentan algunos fabuladores. Insisto sobre uno de los ejemplos que usted me da: el Duque de Orleans quería ser rey en lugar de su primo Luis XVI. Por ello contribuyó a desencadenar la Revolución Francesa, pero no la causó, sino que fue la suma de toda una serie de factores que afectaron a una sociedad agraria, pretecnológica, que acababa de pasar seis años de malas cosechas y en donde había hambre (fruto de las malas cosechas pero también de la especulación), y donde una clase dirigente (la aristocracia), que había conservado todos sus privilegios sin seguir ejerciendo ninguno de sus deberes, se negaba a dar entrada en la administración de la cosa pública a una clase más eficaz (la burguesía). Esto sin olvidar factores culturales, sociales, etcétera.
El Duque de Orleans fue un elemento más dentro de esa mezcla. Reconocer su participación en la revolución es propio de historiadores, pero pretender que solo su acción causó la revolución es propio de teóricos de la conspiración. El duque, en su condición de ilustrado y descreído, pero también de especulador y de conspirador, da un rostro a toda una serie de fuerzas que escaparon a su control, aunque ayudó a desencadenarlas y permitió explicar toda una serie de procesos a un nivel humano. Pretender que el duque además causó esa revolución porque era francmasón es rizar el rizo, porque también eran francmasones muchos de sus contrarios, incluyendo a varios generales del ejército de la Vendée (esa versión francesa de los cristeros mexicanos), el abogado que intentó salvar a Luis XVI en su juicio, el marqués de Fersen que trató de salvar a la familia real francesa haciéndola huir, y los hermanos de Luis XVI que reinaron tras la restauración y al final del régimen bonapartista.
En realidad, en aquel momento en Francia casi toda la gente educada se movía en círculos masónicos... con raras excepciones, por ejemplo Robespierre, quien sí fue revolucionario y le cortó primero la cabeza a Luis XVI, que no era masón, y al Duque de Orleans, que en el momento de su muerte había sido expulsado de su logia.

AR: Las explicaciones conspirativas de la historia surgieron con el Siglo de las Luces y la Revolución Francesa: “Son un producto de la modernidad”, afirma usted. ¿Por qué en la época de la razón y de las masas aparecieron justamente aquellos relatos que remitían oscuramente a pequeños grupos?
JCC: El mundo siempre ha sido complicado. Desde el Siglo de las Luces además somos conscientes de que lo es. Anteriormente Dios era el motor de la historia, o al menos su coartada. Si algo no funcionaba era por voluntad de Dios, los reyes lo eran por voluntad de Dios; era un Dios que escribía recto con renglones torcidos, según una vieja frase popular.
Con anterioridad al Siglo de las Luces la Historia no aspiraba a ser una ciencia sino que era mera crónica que contaba sucesos, pero no trataba de explicarlos. Cuando la lógica sustituye a la fe y la Historia-ciencia social sustituye a la Historia-crónica, todo se complica. Cuando, además, los líderes del país dejan de ser nombrados por Dios y pierden su aureola mágica, son necesarias explicaciones adicionales a lo que pasa en el mundo e influye en nuestras vidas. El mundo siempre ha sido complicado pero eso no significa que sea incomprensible: ciencias combinadas nos pueden dar una imagen más o menos correcta de lo que nos rodea, ciencias sociales como la sociología, la historia, la historia de la filosofía y la estadística, y ciencias duras como la medicina, la demografía, la epidemiología, la climatología.
Incluir todas esas ciencias en una gran ecuación, en la que además algunas incógnitas (las que se refieren a la conducta humana) pueden variar de un momento a otro es difícil, pero junto a esa explicación lógica existe otra, más fácil de seguir: la teoría conspirativa, que frente a miles de análisis que pueden parecer contradecirse entre sí y que nos exigen un gran esfuerzo, puede resumir toda nuestra historia y la de nuestra cultura, y sobre todo la de todos nuestros problemas, en 100 páginas o menos, y darles además una dimensión ética y moral de la que suele carecer la verdadera historia. En las teorías conspirativas hay buenos (entre los que nos contamos desde el momento en que las aceptamos) y malos, la historia tiene sentido y finalidad, el mundo se vuelve más sencillo... como cuando Dios era su motor, sólo que ahora el papel de motor de la historia se le suele atribuir al mal, personificado o no en una serie de personajes.

AR: Justamente en el siglo XVIII fueron señalados los villanos favoritos de las historias conspirativas: judíos, masones, templarios e illuminati; después serían sumados otros grupos, como los jesuitas y los banqueros. ¿Por qué fueron señalados estos grupos tan diversos que a veces han sido agrupados en diversas mezclas?
JCC: Los illuminati —los de verdad— preferían llamarse a sí mismos perfectibilistas, y fueron una logia racionalista de breve duración cuya existencia fue detallada en los informes policiales bávaros con bastante exactitud y cuyo fundador murió reconciliado con la Iglesia y descansa en un camposanto católico. Los templarios —de nuevo, los de verdad— desaparecieron en la Edad Media y resucitaron en la imaginación popular porque uno de los fundadores de la masonería escocesa deseó dar más antigüedad a su orden y nadie discutió sus palabras pese a no estar avaladas por ningún documento. Los judíos, con la aparición de la teoría conspirativa, pasan de ser un grupo odiado y despreciado entre los cristianos por su papel bíblico en la muerte de Cristo, a ser un grupo odiado y temido por su supuesto papel en el comercio internacional.
Por lo demás, masones, judíos, jesuitas (sí, incluso los jesuitas que introdujeron en la Iglesia católica una serie de prácticas que después han sido copiadas por administrativos y organizadores empresariales a lo largo del mundo) y los banqueros fueron originalmente grupos de gente letrada, urbana, móvil, en medio unas sociedades rurales, arraigadas, estables y normalmente analfabetas. De alguna manera fueron los primeros antecedentes del hombre moderno tal y como este es hoy en día, y en consecuencia, en esa condición, son vistos por muchos como los responsables de la desaparición del mundo anterior a la Revolución Francesa. De nuevo, como en caso del Duque de Orleans, se identifica en un grupo de personas la acción de fuerzas sociales y culturales mucho mayores y difíciles de explicar.

AR: Es interesante ver en el libro cómo Napoleón reconoció los derechos de los judíos tras la Revolución Francesa, aunque se trataba de una minoría de poca relevancia. ¿Por qué se convirtieron en uno de los grupos más señalados como conspiradores?
JCC: La ausencia de raíces y el hecho de que su religión rara vez fuera practicada en público en los países occidentales, con la excepción de Holanda y de la Inglaterra posterior a Cromwell. Hasta la Revolución Francesa, Europa es oficial y totalmente cristiana y existe un amplio antisemitismo, católico pero también luterano y ortodoxo, al que sólo escapan la mayor parte de los calvinistas (congregacionales y presbiterianos nunca han sido antisemitas).
En Europa el judío es un otro marginal al que apenas se conoce. El mundo moderno, al apartar a la religión del centro de la política europea, pasa a integrar a ese otro como un integrante más de la comunidad nacional. Como beneficiario de la aparición del mundo moderno, el judío pasa también a ser sospechoso de ser uno de los responsables de su aparición.
Por otra parte, los judíos —no todos pero sí aquellos que ya son comerciantes— suelen tener contactos familiares que van más allá de las fronteras nacionales en un momento en que estas dejan de ser una expresión de la voluntad dinástica para serlo de la voluntad popular. A lo largo del siglo XVIII las guerras entre Francia y Prusia son guerras entre Luis XV y Federico El Grande, pero desde principios del siglo XIX las guerras entre Francia y Prusia serán guerras entre los franceses y los prusianos. El comercio internacional pasará a ser más sospechoso que en tiempos de las viejas monarquías y esas sospechas se unirán a las heredadas del mundo premoderno hasta conformar gran parte del antisemitismo actual.

AR: Señala que la contribución anglosajona al mito de la Gran Conjura han sido los plutócratas, los banqueros, desde Rothschild hasta el Club Bilderberg. ¿En qué se diferencia este aporte de los de la Europa continental?
JCC: Inglaterra es moderna desde antes de la Revolución Francesa. En su Parlamento ya se sentaban banqueros, armadores y comerciantes cuando en Francia todavía se afirmaba el Derecho Divino. Por ello la Inglaterra del siglo XVIII ya conducía sus guerras de forma abiertamente comercial, buscando el beneficio de una clase dirigente que, al contrario que las clases dirigentes del continente, no intentaba dar pretextos humanitarios a lo que es básicamente una búsqueda de riquezas. En el siglo XV los españoles intentaron convertir a los nativos de América o las Filipinas, y lo mismo hicieron los franceses en Norteamérica en el siglo XVIII, pero cuando los ingleses llegaron al Punjab en el siglo XIX se limitaron a saquearlo.
Las teorías conspirativas europeas son la expresión de un pensamiento conservador y una muestra de la resistencia de un mundo premoderno que comienza a morir con la Revolución Francesa y acaba por desaparecer con la Revolución Rusa. Las teorías conspirativas que giran en torno a sus elementos anglosajones son por regla general más modernas y a la vez más creíbles porque toman un elemento mucho más definible dentro del mundo real: el control del dinero. Las teorías conspirativas inglesas suelen carecer, al menos en su origen, de los elementos religiosos y metafísicos que acompañan a las europeas continentales. Una teoría conspirativa europea girará en torno a la destrucción de la cristiandad y el control del alma humana, mientras que una anglosajona lo hará en torno al control de los mercados internacionales.

AR: ¿Cuál fue el método historiográfico de personajes como el abate Barruel y John Robison? Se observa una falta de rigor ya que aceptaban “cualquier historia que confirme sus tesis” y la costumbre de citarse entre ellos, por ejemplo. En ese sentido creo que se podrían recuperar algunas de las críticas de otro autor reaccionario: Joseph de Maistre.
JCC: Joseph de Maistre era un contrarrevolucionario pero también un hombre, a pesar suyo, moderno, que se enfrentó a la Revolución Francesa con argumentos que nada tenían que ver con las teorías conspirativas, en las que nunca creyó. Fue un antiguo masón que no abandonó su logia sino por obediencia a su fe y cuando la masonería fue condenada por la Iglesia católica, pero que continuó defendiendo a la masonería como inocente de la Revolución Francesa en los raros escritos en que la menciona.
De Maistre opinaba —y sus opiniones a veces pueden asustarnos— pero no desinformaba porque cuando pasaba de la opinión a la narración relataba tan sólo aquello de lo que podía dar testimonio personal. No hablaba de oídas a menos que su confidente fuera de su total confianza e incluso en esos momentos advertía al lector cuando no se trataba de un testimonio directo.
Barruel y Robison son hijos de su época. Intentaron hacer lo que después han hecho mil analistas políticos y periodistas: buscar debajo de lo evidente y visible los hilos conductores de unas situaciones que les sorprenden. Se equivocaban en sus análisis pero, aunque de forma torpe, seguían o intentaban seguir el mismo camino que en aquel mismo momento comenzaban a tomar los historiadores. Ellos mismos se presentaban sinceramente como historiadores en un momento en que la historia aún carecía de disciplina y estaba pasando de ser una mera crónica a ser algo parecido a una ciencia. Sus obras son contemporáneas de las primeras obras de la historia moderna y es perfectamente comprensible que, siendo fruto de un momento de crisis y formando parte de una guerra cultural, la primera de tipo político de Occidente, fueran partidistas.
Lo que es preocupante es que siendo ya la historia una ciencia social, dotada de mecanismos, de sistemas, de formas de trabajo más o menos estandarizadas, sigan siendo tantos los que lean de forma acrítica unos libros que, bien leídos y despojados de sus exageraciones y errores, continúan siendo un testimonio interesante del momento en que fueron escritos.

AR: ¿Cómo se han manifestado las conspiraciones en la literatura? Usted menciona a un gran grupo de destacados autores que han utilizado ese recurso de distintas maneras, como Goethe, Stendhal y Eugenio Sue, hasta John Le Carré, Ian Fleming y Dan Brown.
JCC: La teoría conspirativa, que tan potencialmente peligrosa puede llegar a ser cuando se convierte en política, o, peor aún, en política de Estado, desde el punto de vista de la narrativa es un recurso maravilloso. Permite las tramas más increíbles, los personajes más extraordinarios, puede dotar a cualquier simple historia de traiciones personales de un peso casi metafísico y hacerla transcender. El problema es que siempre habrá alguien que se olvide de diferenciar entre ficción y realidad.
Desde luego hay una gran diferencia entre Goethe, que pudo frecuentar a los illuminatti reales, que tan poco tienen que ver con los imaginarios, y refleja en Las cuitas del joven Werther el mundo cultural prerrevolucionario en Alemania, o Stendhal, que refleja en su Rojo y negro los temores de los liberales ante la recién reconstituida Compañía de Jesús, y autores populares como Dumas o Sue, que también reflejan ese temor hacia los jesuitas pero en libros mucho más exagerados tanto en sus planteamientos como en sus personajes.
La literatura es hija de su tiempo, y el antijesuitismo aparece en toda la literatura liberal francesa del siglo XIX. Como fue Francia el lugar en donde nacieron la mayor parte de las teorías conspirativas, es normal que también estas se reflejaran en sus libros. De la misma forma la Guerra Fría impregnó buena parte de la literatura del siglo XX, sobre todo en los países anglosajones, quizás porque la literatura tiende a reflejar los temores de su momento más fácilmente que sus esperanzas.

AR: Escribe usted que “en el terreno de las conspiraciones es mejor no menospreciar nunca el poder de la propaganda, la ilusión, la estupidez y el miedo”. En ese sentido, ¿cuáles creencias son el caldo de cultivo que hace florecer las ideas conspiratorias?
JCC: Ni en el terreno de las conspiraciones ni el en el de la política hay que despreciar nunca el terrible poder de la simplificación y el desprecio hacia el experto real. Los teóricos de la conspiración, como los demagogos (dos categorías que no siempre se superponen de forma automática pero que suelen corresponderse) son maestros no de la mentira sino de la simplificación y de la afirmación constante. Y eso se extiende a todos los terrenos, no tan sólo al político o al histórico. Una vez que alguien que cree en las teorías conspirativas y ha aceptado que la historia de los libros de texto y las noticias de la tele no sólo contienen errores o puntos de vista distintos a los propios sino que han sido falsificadas sistemáticamente, pasa fácilmente a dudar de otras muchas cosas.
Ejemplos de teorías conspirativas no necesariamente políticas: el sida ha sido creado artificialmente para exterminar a (añádase grupo étnico o sexual a la medida del autor de la tesis); existen formas de energía alternativas que nos son ocultadas por los productores de petróleo (y no hablamos sólo de la energía eólica sino de “motores de combustión interna” que funcionarían con plantas o directamente con agua); el hombre no ha llegado a la Luna sino que todo fue una falsificación, etcétera.
El problema de muchas teorías conspirativas es que pueden o suelen ser respuestas equivocadas, pero lo son a menudo a problemas reales. No creo que el gobierno norteamericano haya creado el sida para exterminar a los negros, pero muchos afroamericanos comparten esa tesis porque en tiempos del New Deal el gobierno norteamericano administró de forma francamente criminal el experimento de Tuskegee para el estudio de la sífilis, cuyos pacientes fueron afroamericanos.

AR: Hay un apunte muy interesante: para el creyente en conspiraciones sólo los blancos son capaces de pergeñar un plan para ser los amos del mundo. Pero lo que se aprecia en el libro es que esa idea se generó en el propio Occidente. ¿Por qué ocurrió esto?
JCC: Las teorías conspirativas nacieron en Occidente poco antes de la aparición del imperialismo moderno de tipo comercial. Acompañan el ascenso de Europa como gran potencia mundial, dueña de Asia, África y Oceanía, y por ello, naturalmente, sus personajes centrales son de origen europeo. Las teorías conspirativas giran en torno a seres todopoderosos, y ningún monarca asiático, por rico que fuera, se ajusta a esa descripción a lo largo del siglo XIX y gran parte del XX.
Como de alguna manera tanto el centro del progreso tecnológico y científico como la cultura popular/global ha permanecido ligado a la cultura europea y norteamericana, es normal que también lo hayan estado las teorías conspirativas de dimensiones globales. Los japoneses reaparecieron temporalmente en ellas en los años ochenta, antes de su apagón económico en los noventa, y a pesar de los ataques del 11 de septiembre nadie parece tomarse demasiado en serio una teoría conspirativa que implique a los árabes, tal vez porque no han vuelto a ganar una guerra a nadie, excepto a otros árabes, desde que los turcos conquistaron Egipto hace ya varios siglos.
Las sospechas tienen que ajustarse, aunque sea de forma sólo aproximada, a la realidad, incluso cuando ésta es negada por esas mismas tesis conspirativas. Si ves hoy una reunión del G-7, o de los banqueros y aristócratas del Club Bildelberg, casi todas las caras que aparecerán en las fotos seguirán siendo blancas.

AR: Cita usted una buena frase del historiador John Roberts, quien afirma que “fue más importante en la historia del siglo XIX la creencia en la acción de las sociedades secretas que su existencia real”. Pero esa idea ¿a qué conductas concretas condujo en ese siglo?
JCC: A lo mismo que en nuestro siglo: a la persecución de enemigos imaginarios más que a la resolución de problemas reales. Fue la sospecha, injustificada, de que los masones hubieran podido conducir a la Revolución Francesa la que llevó a numerosos anticlericales, en los países católicos, a la masonería que, gracias a las acusaciones recibidas, acabó por ser en el mundo real la entidad imaginada por sus enemigos en los primeros libros antimasónicos: una sociedad anticlerical.
En un terreno menos anecdótico, toda la acción de la Santa Alianza en la Europa que siguió a las guerras napoleónicas lo único que logró fue retrasar una o dos generaciones la unificación de Italia, a crear resentimientos dentro del imperio austriaco que condujeron a la Gran Guerra de 1914-18.

AR: Sobre las supuestas conjuras destaca usted lo siguiente: “Algunas de estas leyendas pueden hacer daño, mientras que otras, que conectan con odios más antiguos y profundos, pueden llegar a matar cuando se transforman en política”. ¿Cuándo ha ocurrido esto? ¿No es la violencia el desenlace final del discurso conspiracionista?
JCC: La violencia no siempre es el final necesario de ese discurso. De nuevo, el discurso conspirativo, como la teoría conspirativa que combate, son sólo partes de un todo mucho más grande y difícil de comprender. El Duque de Orleans pudo ayudar a provocar la muerte de Luis XVI, y la suya propia pocos meses más tarde, porque actuaba en un país hambriento, en guerra, invadido, sin élites capaces de controlarlo de forma coherente. Un siglo más tarde Charles Maurras denunció las más peligrosas conspiraciones, en medio de la Tercera República (que no fue un prodigio de estabilidad) sin que a sus partidarios se les pudiese acusar más que de algunos bastonazos en la representación de una obra de teatro sobre Juana de Arco, y de una pelea multitudinaria en el traslado del cadáver de Juan Jacobo Rousseau al Pantheon en 1912. Pero, sin salirnos de París, en 1934, en plena crisis económica, lo que hubiera podido ser una simple manifestación de derechas contra la corrupción administrativa del gobierno de Daladier, fue presentada como un intento de golpe de Estado, lo que provocó una crisis de gobierno que se saldó con 17 muertos y cerca de dos mil 500 heridos sin que fuera necesaria una tesis conspirativa para desencadenar un baño de sangre... aunque las teorías conspirativas aparecerían más tarde.
La gente que come tres veces al día, puede pagar su alquiler y vivir sin miedo, no suele creer en teorías conspirativas o, incluso si las cree, no sale a la calle a arrancar cabezas. La teoría conspirativa es el reflejo de temores más profundos, que nacen a su vez de realidades más molestas; pero, incluso así, tanto para el pogromo como para la guerra civil o el motín hace falta algo más que palabras. No neguemos a las teorías conspirativas su papel movilizador en situaciones de crisis, pero tampoco las convirtamos en el epicentro de la historia o en las causantes de las crisis.

AR: Usted escribe: “El defensor de las tesis conspirativas no ve los conflictos políticos y las diferencias de opinión como parte de la vida diaria, ni como temas en los que puedan aceptarse compromisos”. En ese sentido, ¿el pensamiento conspirativo es profundamente antipluralista y, por lo tanto, antidemocrático por definición?
JCC: Por un lado es evidente que una forma de pensar que divide al mundo necesariamente entre buenos y malos puede parecer necesariamente antidemocrática, pero por otra parte en su aplicación diaria existen toda clase de matices. Recordará que en mi libro menciono al Partido Antimasónico de la Norteamérica del siglo XIX. Ese partido —que fue innovador porque fue el primero en publicar su programa— estaba en contra de la masonería porque entendía que sus miembros no deberían participar en política desde una sociedad secreta y excluyente, y fue parte de una gran renovación de la política norteamericana en su momento, que se manifestó, entre otras cosas, en el cambio de las leyes electorales, que hasta entonces limitaban el voto en Estados Unidos a los propietarios. Incluso hoy gran parte de las críticas contra el Club Bildelberg entran en el terreno de los “Bildelberg, secta secreta y satánica parte del gobierno mundial”, pero otros se mantienen dentro de un nivel mucho más razonable.
Muchos críticos del Club Bildelberg, entre los que me cuento, consideran que aunque todos, incluso los millonarios, tienen el derecho a reunirse con quien quieran; pero cuando millonarios, hombres de negocios y políticos, muchos de ellos electos, se reúnen, no tienen el derecho de hacerlo a espaldas de los ciudadanos ni a mantener sus agendas de trabajo en el secreto. No creo que en la última reunión de Bildelberg hayan hecho sacrificios al diablo, pero sí han planteado, aunque sólo sea como propuesta no vinculante, programas que me afectan como ciudadano y pagador de impuestos, y creo que tengo derecho a saberlo.

AR: Otra anotación suya que me parece clave es que entre las características de las sociedades que creen en conspiraciones está la de contar con una prensa mínimamente libre. ¿Cuál ha sido la relación entre las teorías conspirativas y la evolución de los medios de comunicación? En el libro podemos ver desde los libelos de la época de la Revolución Francesa hasta el Síndrome de Salinger en el uso de internet.
JCC: Los libelos, y si a eso vamos incluso la pornografía, tuvieron tanta importancia en el derrocamiento de Luis XVI como los libros de los filósofos. Es entendible: eran más fáciles de comprender y seguir. La teoría conspirativa necesita de conductores, y la palabra escrita ha sido durante varios siglos el mejor de los conductores: el libro, el libelo, el periódico, el cartel. La teoría conspirativa no necesita de una opinión pública sino ante todo de una opinión publicada. Cada vez que ha aparecido una nueva forma de comunicarse esta ha sido empleada por los teóricos de la conspiración, gente adaptable donde las haya. Hasta llegar a internet.
El Salinger al que nos referimos aquí no es el novelista, sino Pierre Salinger, antiguo jefe de prensa de la Casa Blanca en tiempos de Kennedy y Johnson, y su error fue el propio de un hombre de su generación, gente acostumbrada a la prensa norteamericana de los años cuarenta, cincuenta y sesenta, en la que cada historia debía ser corroborada, por lo menos, por dos fuentes antes de ser publicada. Pero un buen día Pierre Salinger vio una noticia en la red e, incapaz de comprender que alguien pudiera escribir un disparate y sin antes confirmarlo, convocó a una rueda de prensa indignado para denunciar un crimen nunca cometido. Mal final para una carrera brillante. Y es que en la red, para bien o para mal, cabe todo.
Se habla de distintas propuestas para controlar la red, y algunos países ya lo han conseguido pero no son aquellos países en los que vayamos a vivir voluntariamente. La red como medio infinitamente descentralizado, carente de fronteras y, hasta cierto punto, de leyes, es más favorable que cualquier medio anterior a la circulación de ideas raras, alternativas, a veces peligrosas y a veces divertidas, que pueden incluir las teorías conspirativas. Supera en ese medio a la prensa escrita, la radial o la televisiva, que necesitan permisos, licencias y están sometidas a un mayor control. Internet permite la aparición de un medio informativo en el que cualquier persona con acceso a una computadora y un teléfono puede tener, potencialmente, tantos lectores como un gran medio de prensa. Son muchos los que ven en eso un peligro. Deberíamos verlo como un desafío y una oportunidad. Confiemos en que el público, al final, incluso si hay 40 tesis locas en la red, será capaz de comprender y aceptar mejor aquella nacida de la lógica.

AR: Como usted menciona, ahora las teorías conspirativas regresan gracias a la cultura popular estadounidense. ¿Cómo se reflejan esas antiguas teorías en filmes y series de televisión?
JCC: Si la literatura tiende a reflejar los temores de una era más fácilmente que sus esperanzas, lo mismo puede decirse de la televisión, que además tiene la ventaja de traer esos temores a la salita de nuestra casa. ¿A qué le tenemos miedo hoy en día? Mire usted series televisivas como The Blacklist (en el Canal Sony) o Person of Interest (creo que México se llama Vigilados, como en España), Nikita, 24 o Alias, y se dará cuenta de la forma en que se reflejan algunos de nuestros temores más profundos: gobiernos o entidades oficiales irresponsables y fuera de control que los ciudadanos han dejado de supervisar, tecnologías que se nos escapan, gente poderosa actuando a nuestras espaldas.
La moderna literatura conspirativa ha pasado a la televisión y cualquiera puede verla —que quiere verla ya es otro debate— de forma diaria en nuestras pantallas. Entre Dumas y los guionistas de Alias hay una continuidad que merecería un libro de crítica literaria.

AR: Los discursos del conspiracionismo muchas veces llegan a ser de odio, para lo cual promueven abiertamente grandes prejuicios, lo cual no pocas veces llegan a generar violencia. Por esto ¿deberían ser limitados, incluso prohibidos, legalmente?
JCC: En el siglo XVI las primeras biblias en español llegaron a España a pesar de estar prohibidas. En aquel tiempo las únicas traducciones al castellano de la Biblia eran las protestantes, impresas en Holanda, prohibidas y perseguidas por la Santa Inquisición. A pesar de la prohibición, llegaron a España metidas de contrabando en toneles. España, sin embargo, no se convirtió al protestantismo. Sin comparar la Biblia de Casiodoro de la Reina y Cipriano de Valera con los libros conspiracionistas —nada más lejos de mis intenciones—, hay dos lecciones en esta anécdota. La primera es que no puedes detener la difusión de las ideas: la Inquisición no lo logró. La segunda es que hace falta algo más que un libro para cambiar una sociedad, por importante que este libro sea o parezca.
Hace unas pocas líneas hablábamos del internet. Volvamos sobre el tema antes de despedirnos. En Irán la principal compañía de telecomunicaciones tiene como socios a los Guardias Revolucionarios, que pueden en cualquier momento interrumpir las comunicaciones telefónicas en sectores enteros de las grandes ciudades o en regiones completas del país, y hacerlo desde las mismas centrales telefónicas; Estados Unidos está persiguiendo a Assange y Wikileaks; China ha creado una red nacional de internet prácticamente blindada en la que no pueden entrar ni la pornografía ni las voces disidentes; en Corea del Norte todas las computadoras están registradas; en Arabia Saudita la policía religiosa controla YouTube; Turquía ha restringido el acceso a YouTube. Y todo eso ha sido inútil.
Ningún discurso, ningún debate, debería ser perseguido legalmente. Negarse al debate, o impedirlo a través de la censura, es perderlo incluso cuando el argumento del contrario es prohibido. Pueden, deben, perseguirse acciones y comportamientos claramente tipificados como criminales, pero perseguir palabras o ideas es contraproducente. Es llevar la justicia al terreno de la religión, un terreno del que la sacó la Revolución Francesa. De acuerdo con la fe católica se puede pecar de pensamiento, palabra, obra, acción y omisión. Pero en una sociedad abierta el pensamiento y la palabra deberían estar protegidos. De hecho todo debate que se concluye con una prohibición concede la victoria moral al prohibido, no importa cuán extremas sean sus ideas. Trazar una frontera entre aquello que puede ser o no debatido legalmente, conceder a los jueces, o, peor aún, a los políticos, el determinar cuáles ideas son o no peligrosas, qué argumentos pueden o no ser esgrimidos en un debate, es darles más poder del que normalmente merecen y, además, en estos tiempos de internet es darles un poder decididamente inútil.


*Entrevista publicada en Etcétera, núm. 166, septiembre de 2014.

jueves, mayo 07, 2015

Poesía mexicana para todos. Entrevista con Juan Domingo Argüelles




Poesía mexicana para todos
Entrevista con Juan Domingo Argüelles*
Ariel Ruiz Mondragón

Pese a la gran tradición que la poesía tiene en nuestro país, en los últimos años ha sido un género que ha ido dramáticamente a la baja entre los lectores. A esta situación han conducido desde políticas educativas que han menguado su presencia en las aulas hasta los más crudos intereses comerciales de la industria editorial.
Por lo anterior resultan pertinentes todos los esfuerzos encaminados a reivindicar al género y difundirlo ampliamente entre el público para crear sus lectores. En ese sentido Juan Domingo Argüelles se ha encargado de la selección y notas de la Antología general de la poesía mexicana, que por su magnitud ha tenido que ser dividida en dos volúmenes publicados por editorial Océano: De la época prehispánica a nuestros días (2012), y Poesía del México actual. De la segunda mitad del siglo XX a nuestros días (2014).
Sobre ese vasto trabajo Este País conversó con Argüelles (Chetumal, 1958), quien estudió Lengua y Literaturas Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Autor de una treintena de libros, ha colaborado en publicaciones como El Financiero, El Universal, La Jornada Semanal, en el suplemento Campus de Milenio Diario, Nexos y la Revista de la Universidad de México, entre otras. Ha ganado diversos premios: Nacional de Poesía Efraín Huerta (1987), de Ensayo Ramón López Velarde (1988), Nacional de Literatura Gilberto Owen (1992) y Nacional de Poesía Aguascalientes (1995), entre otros.

Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué hoy hacer una antología como la suya? Antes ha habido otras importantes, incluso algunas que cita: la de Carlos Monsiváis, la de Octavio Paz, Alí Chumacero, Homero Aridjis y José Emilio Pacheco, así como la de Gabriel Zaid. Antes de esas recuerdo las de Jorge Cuesta y de Antonio Castro Leal, entre otras, por ejemplo.
Juan Domingo Argüelles (JDA): Después de revisar con el editor, con Océano, el antecedente que yo tenía con ellos de la antología Dos siglos de poesía mexicana, publicada en 2001, que abarcaba nada más los siglos XIX y XX, yo les planteé la propuesta de que existiera una antología que recogiera lo más destacado de toda la historia de la poesía mexicana, incluidos los poetas prehispánicos y que llegara incluso hasta los más jóvenes.
Las antologías de que disponemos son fragmentarias y las podemos conseguir en cualquier librería: Era y El Colegio Nacional han publicado la de los prehispánicos, la UNAM la de los novohispanos, además de las otras que todos conocemos, desde Poesía en movimiento hasta el Ómnibus de poesía mexicana, de Gabriel Zaid, que es lo más parecido a una antología general de la poesía mexicana porque incluye canciones, letreros, grafitis, una serie de poesía humorística, en fin.
Mi idea es que, al ser una antología general de la poesía mexicana, tenía que estar lo más importante, lo más canónico. En eso creo que no hay ninguna discusión, porque creo que hay autores que por sí mismos forman parte de una antología imaginaria, posible, como Ramón López Velarde, Sor Juana Inés de la Cruz, Octavio Paz, Jaime Sabines, Salvador Díaz Mirón, Eduardo Lizalde, Gabriel Zaid, etcétera. Pero junto con ellos también hay una serie de autores que tuvieron una importancia fundamental en su momento y que aún la tienen dentro de la historia de la poesía mexicana.
En este caso en lo que yo pensaba era en una antología general de la poesía mexicana canónica, que incluyese a todos esos autores fundamentales, y que estuvieran acompañados, además, por ese contexto que les dio sentido.
¿Por qué es una antología general? Porque está dirigida a todo público, sobre todo a un lector común y no necesariamente a un experto en poesía. Yo imaginé este libro como esos libros que antes teníamos en casa, entre los que siempre había una antología de poesía en donde comenzábamos a leer los primeros poemas y encontrábamos uno que nos maravillaba.
También es general porque trata que los propios autores cuenten la historia de la poesía mexicana a través de sus textos. Yo digo que cada poeta hace la historia de su momento: en el caso, por ejemplo, de Andrés Quintana Roo, con la “Oda al 16 de septiembre”, lo que refleja son los anhelos de libertad, de independencia de un país, de una nación. También está el caso de Manuel Gutiérrez Nájera, quien representa un momento en el cual la poesía se abre hacia el mundo, y refleja el ansia de participar en un universo cosmopolita, que es la cultura francesa y es el mundo que se integra a lo mexicano.
Si revisamos a cada uno de ellos vamos a encontrar algo similar: Sor Juana es la defensora de la mujer, de la lectura, de la escritura desde un punto de vista de que la mujer participara y tuviera los mismos derechos que los hombres, y lo hace en un momento mucho muy difícil.
Los Contemporáneos también dieron una gran batalla, que fue la de abrirse al mundo cuando lo que existía era una estética absolutamente nacionalista, y los problemas que enfrentaron y las peleas que tuvieron quedan reflejados en la antología.
Entonces, no podríamos explicarnos a Octavio Paz sin los antecedentes de Contemporáneos, y no podríamos entender a los poetas que vienen después de él sin su presencia y las luchas que dieron.
Cuando planteamos esta antología llegamos a pensar en incluir a los de la generación del cincuenta y el sesenta, pero ello hubiera representado una selección muy breve en un volumen que de hecho es grande. Entonces lo que nos propusimos es complementar con un segundo volumen, en el que el concepto general estaría completo porque estarían representadas también las nuevas generaciones.
Es un par de volúmenes en los que podemos tener los referentes fundamentales de qué se ha escrito en México y qué se está escribiendo.

AR: En la introducción hablas del oficio de antologar. Al respecto, ¿cuáles fueron los principales problemas que enfrentaste para hacer este par de volúmenes?
JDA: Esta antología, por la misma característica de ser el canon, no implica demasiadas complicaciones en términos de dudas de quiénes pueden estar; cuando uno habla de la poesía prehispánica, de la virreinal, de la novohispana, de la clásica, neoclásica y académica, de la del siglo XIX, no hay tanto problema. Inclusive en la poesía canónica del siglo XX no hay problema, nadie podría objetar que estén Sabines, Lizalde, Paz, Villaurrutia, Novo, Gorostiza, Owen. El asunto es qué poner de ellos; en realidad el problema mayor es que siendo unos autores tan extraordinarios hay que elegir algo de ellos. Aunque parezca repetitivo, uno tiene que incluir lo mejor porque uno no tiene que estar pensando en que esos poemas ya están en otras antologías.
Otro problema es el de los derechos de autor, porque hay que luchar también para poder conseguir que los herederos y las personas que son los dueños de esos derechos cuando ha fallecido el poeta, den la autorización y estén de acuerdo en lo que se va a seleccionar.
En el caso de poetas mucho más recientes, lo que hay que buscar es hacer congeniar mis gustos y mis intereses con los del autor, porque es claro que éste tampoco tiene por qué aceptar del todo algo que no quiere. Allí hay que hacer una conciliación para que tanto antólogo como autor quedemos contentos con lo que estamos haciendo. Además, yo siempre he dicho que las antologías tendrían que hacerse no para satisfacer el ego de los autores, sino para satisfacer las necesidades de los lectores.
El grave problema que tienen muchas antologías es que se convierten en libros de grupo: primero el antólogo, después sus amigos o los que están dentro de su grupo, después los poetas fundamentales que no pueden faltar, y después uno que otro que no pertenezca al grupo para que no se diga que son mafiosos. Ese tipo de antologías no sirve para nada sino para que queden a gusto los que están incluidos, pero no sirve para que el lector lea.
Eso tiene que evitarse. Cuando hice esta antología, por supuesto renuncié a ciertos gustos unipersonales absolutos, y traté de buscar también objetividades. Así, hay poetas que me gustan más que otros, por supuesto, pero también hay poetas en los que reconozco un valor extraordinario que no necesariamente me tienen que fascinar a mí pero que tienen que estar representados porque son opciones de lectura.
Creo que hay que tomar en cuenta el gusto personal, que es subjetivo, y la historia, que forma parte de una objetividad porque muchos de estos autores ya han sido valorados en su tiempo, han sido decantados después de años y han sobrevivido.
Lo otro es pensar también que una antología de esta naturaleza necesita ser parte de una historia de la literatura mexicana, que un lector que diga “ya leí a López Velarde, pero quiero saber en qué año nació, cuándo murió y junto a quiénes estaba escribiendo”.
Yo creo que esa es la parte de la antología que tiene un gran valor didáctico. Tiene ese fundamento: buscar que quien lea este libro acabe convencido de que la poesía mexicana tiene un gran valor estético, pero que también forma parte de una historia que está reflejada allí.



AR: Hablando sobre historia, uno de los asuntos que mencionas es que tanto la Conquista como la Independencia fueron realidades que alteraron y conformaron a México en todos los aspectos. En el aspecto de la elaboración de “la expresión nacional”, como le decía José Luis Martínez, ¿qué papel ha tenido la poesía en la construcción nacional?
JDA: Octavio Paz dijo que el nivel de la poesía era el nivel de salud cultural de una nación. Creo que en efecto, así ha sido siempre. La poesía es el género más concentrado en cuanto al lenguaje, el de la búsqueda en el idioma y en la reflexión dentro de la propia emoción, el más fuerte y más profundo.
En el caso concreto de cómo ha conformado históricamente la nación, yo podría dos ejemplos: en la Independencia hubo autores perfectamente identificados como independentistas, y otros como antiindependentistas. Entonces alguien como Andrés Quintana Roo, que escribió su “Oda al 16 de septiembre” —y es curioso que un poema rebelde se ciña a métricas y a conceptos clásicos conservadores—, de lo que habla es de la necesidad de un país con una identidad propia. Si pensamos también en Ignacio Manuel Altamirano, lo mismo vemos allí: son autores que luchan por esa independencia no nada más política sino cultural, educativa, social.
Cuando pensamos en la Revolución Mexicana nos vamos a dar cuenta de que tuvo narrativa, pero que casi no tuvo poesía; su poesía estuvo en las canciones, en lo más popular, que obviamente no forma parte de este canon. Pero de alguna manera también hay que tomar en cuenta que por lo que lucharon los Contemporáneos después de la Revolución fue precisamente porque no todo el mundo estuviera escribiendo sobre sarapes de Saltillo, nopaleras y estas cosas. Fueron también unos visionarios en ese sentido, y por ello también fueron atacados como descastados, les decían que había una literatura prácticamente afeminada y todas estas cosas.
Cuando se plantea esto, uno se da cuenta de que lo que ha habido siempre en la literatura es un conflicto. Formar parte de él es la forma en que está uno participando en la transformación del país. A final de cuentas, yo creo que en el caso anterior es obvio que los Contemporáneos ganaron, y contribuyeron grandemente a la apertura cultural y educativa de México. Fueron un gran grupo. Yo creo que el siglo de oro de la poesía mexicana es el siglo XX, y es en su primera mitad, que es cuando aparece esa maravilla de la poesía mexicana, después de las maravillas que fueron Nezahualcóyotl, Sor Juana y los románticos mexicanos.

AR: ¿En qué medida la popularidad ayuda a generar el canon poético? Muy popular, aunque tú lo criticas severamente, es Amado Nervo, pero podemos irnos hasta Sabines, por ejemplo.
JDA: Sin duda alguna lo popular es fundamental. No quiere decir esto que porque alguien sea popular sea bueno o sea malo: hay poetas populares muy malos y los hay muy buenos. Yo creo que Jaime Sabines es un poeta popular muy bueno, y Amado Nervo fue un poeta popular bueno pero no tanto
Hoy pensar en Amado Nervo como se pensaba a principios del siglo XX es pensar en un autor que difícilmente podemos salvar tal cual hoy. Es un poeta que tiene muchas caídas, pocas páginas afortunadas y que son las que tendríamos que revalorar.
Un poeta como Jorge Cuesta no es popular; su “Canto a un dios mineral” es poco conocido, y sin embargo es un poema muy sólido que preludia a otros extraordinarios que van a venir después. Bernardo Ortiz de Montellano no es un poeta popular, y sin embargo es un extraordinario poeta; para no ir muy lejos, el propio Paz no es tan popular como Sabines, y sin embargo es un gran poeta.
Un autor que hubiera podido ser un poeta popular, que tenía todos los elementos para serlo y, sin embargo no lo fue, fue Renato Leduc. ¿Por qué? No lo sabemos. Fue popular en esos famosos poemas interdictos que se le atribuyen, y que finalmente quedaron como poemas que ya todos sabemos que son de él, como el “Prometeo sifilítico”, que además se recitaban en las cantinas. El poema más popular de Renato Leduc es una canción que en realidad la gente que la oye no sabe que es de él: “Tiempo”.
Entonces pienso que la popularidad influye en el canon, pero también lo hace por una razón: Sabines, por ejemplo, le habla a muchas personas a partir del lenguaje de la emoción. Es un poeta que todo el tiempo está hablando de las condiciones de dolor, de sufrimiento y de enamoramiento del ser humano, y estas cosas a todo ser humano le ocurren.
Los poetas más reflexivos, más filosóficos, son menos populares porque la gente tiende mucho menos a esto, sin que esto quiera decir que haya que calificar a unos de poetas menos buenos que otros.

AR: Al respecto haces una defensa del lugar común.
JDA: Vivimos permanentemente angustiados de que los lugares comunes nos avasallen, pero en realidad estamos llenos de ellos, e incluso quienes les quieren huir caen en otros. Vivir angustiados por eso me parece absurdo. Si juzgamos por ello a Guillermo Aguirre y Fierro con su “Brindis del bohemio”, vamos a darnos cuenta que el primer gran defensor de ese poema es Gabriel Zaid, gracias a quien se rescató ese poema que la gente espera encontrar en una antología.
Lo mismo nos vamos a encontrar con el “Nocturno a Rosario”, de Manuel Acuña. ¿Qué antología de la poesía mexicana puede ignorarlo? Volvemos a lo mismo: ciertos poemas son fundamentalmente recitables, y cuando decimos esto a veces olvidamos que recitar es hablar, decir, pero también es aquello que puedes volver a citar, aquello de lo que te acuerdas. Cuando uno dice “está muy bien, dices que fulano es un gran poeta, dime un verso de él”, y la gente a veces no se acuerda de ninguno.
He descubierto que hay lectores de poesía que no son lectores asiduos de ningún otro género, y que saben de memoria poemas de Sabines, de Pablo Neruda, de Mario Benedetti. Más allá de las calidades que tengan estos autores, son poetas recitables porque en todo momento acuden a nuestra mente.
Yo digo que la poesía tiene esa virtud: a veces nos seduce por la música, por cierto juego de palabras. Si pensamos en la poesía española, cuando Federico García Lorca dice “Verde que te quiero verde”, la gente se acuerda de eso y se le queda muy grabado. Yo he hecho ejercicios en mis talleres de poesía y leemos ese romance sonámbulo de García Lorca, y hasta después de que lo leemos y comenzamos a explicarlo la gente entiende que hay una historia en ese poema; antes sólo se queda con la música, que es el principio, decía Pellicer, del poema para que te seduzca y sigas leyendo.

AR: De la lectura de la introducción veo que hay pocos poetas mexicanos que alcanzan la universalidad, en tu opinión. ¿Cómo se accede a esa universalidad?
JDA: Creo que la universalidad queda muy claramente definida en un autor como Juan Rulfo en la prosa: es aquel autor que consigue, a partir de su propia experiencia nacional, emocional e íntima reflejar universos que atañen a todo el mundo. Es falso que Rulfo tenga el lenguaje que se habla en los Altos de Jalisco. Su lenguaje es elaborado literariamente, es una creación estética que es una maravilla de la síntesis y de la recreación, y por supuesto que cuando esto llega a un lector chino, alemán, inglés o francés, lo que le refleja es un universo original extraordinario que lo seduce.
Decía Augusto Monterroso: ¿cómo sabemos que un autor es bueno? Cuando ni siquiera las malas traducciones lo echan a perder.
Yo creo que eso es realidad. En el caso de la poesía todos sabemos que es más compleja, porque la traducción, como decía Paz, representa siempre otro poema. Creo que en gran medida por eso López Velarde no es universal: es un lenguaje tan ceñido a lo nacional, tan nuestro, que es muy complicado traducirlo para el común de los lectores, sean alemanes, franceses, chinos o japoneses. En cambio, Paz, que creo que es un poeta universal en sí mismo porque tiene todas las preocupaciones filosóficas y estéticas de los grandes poetas, acaba precisamente hablándole a mucha gente.
En el caso de Sor Juana es curioso: más que la poesía, su prosa es lo más universal que tiene cuando hablamos de la carta a Sor Filotea de la Cruz.
Hay poetas que cuando hablamos de la universalidad es difícil plantearla porque son poetas conocidos dentro de nuestro continente. Tienen una importancia continental, dentro de esta lengua, pero no mucho más allá, y esto lo podemos ver reflejado en la propia circunstancia nacional.
Hablar de la universalidad en la poesía es muy complicado, y por eso una antología general de la poesía mexicana era importante para el conocimiento de los propios mexicanos.
Este proyecto tiene, además, algunas derivaciones, como hacer una edición intermedia: que de este libro puedan desprenderse los 40 principales —si pudiéramos llamarlos así— de la poesía mexicana. Después uno que sea la antología mínima de la poesía mexicana, que pueden ser 10 o 12 autores que son los que nadie puede discutir.
Considero que la universalidad es algo que difícilmente ocurre: hay poetas extraordinarios en Alemania, en Francia, en Dinamarca, que no son universales: son para una región, para una lengua, y lo que nos ocurre aquí es eso. Incluso muchos poetas que han obtenido el premio Nobel de Literatura no son universales, sino poetas muy pocos leen.
El objetivo fundamental de esta obra es que los mexicanos conozcamos lo que hemos producido de extraordinario en la poesía mexicana. Obviamente es una antología que le importa menos a los argentinos porque ellos tendrán su antología, que les interesa más.

AR: Muchas editoriales y librerías importantes tienen relegada a la poesía en su oferta. ¿A qué se debe esto?
JDA: ¿Por qué, en gran medida, se hizo esta antología? Porque si uno va a las mesas de novedades en todas las librerías lo que va a encontrar es narrativa, y ni siquiera toda la narrativa porque de cuento y crónica hay poco; lo que hay son novelas.
La dictadura de la novela ha acabado con todo lo demás. Lo que encuentra uno en las mesas de novedades son los libros del cártel de la novela y los de los libros que hablan sobre el cártel del narcotráfico. Eso es lo que hay más: libros de autoayuda, sobre narcotráfico, política doméstica y escándalos farandulescos, y novelas que tratan también el narcotráfico, la farándula y la violencia. De vez en cuando se encuentran uno o dos libritos de poesía perdidos.
¿Qué es lo que buscábamos también con esta antología? Que tuviera la posibilidad de estar en la mesa de novedades dentro del circuito comercial y que alguien que viniera a comprar una novela pudiera también ver que existe la poesía mexicana y que se interesara por ella. El gran problema de la poesía es que los editores no publican poesía con el argumento de que los lectores no leen poesía, y los lectores dicen que no leen poesía porque no encuentran la poesía y, además, porque no la entienden.
Yo me acuerdo de Eduardo Lizalde con un epigrama dedicado a Carlos Fuentes que dice: “Dicen los lectores que no entienden la poesía, que en ella no hay ni historia ni sexo ni pasiones ni nada. Esto prueba que los lectores tampoco entienden la prosa”.
El gran problema editorial es que, salvo ediciones Era, Almadía, el Conaculta, las instituciones públicas en los estados (secretarías e institutos de cultura), las universidades y algunos sellos pequeños como Ediciones Sin Nombre, El Ermitaño, Bonobos y Verde Halago, la poesía está en un circuito en el que no puede competir con las mesas de novedades repletas de novelas. Yo digo (y esto lo saben los editores): una mala novela vende mejor que un buen libro de poesía. Eso está probado: buenos libros de poesía tardan 10 años en agotar sus mil ejemplares, y malos libros de narrativa se venden en seis meses y se reeditan inmediatamente.
Cuando digo esto no digo que todas las novelas sean malas o que toda la narrativa sea mala; lo que estoy diciendo es que los editores, que están buscando siempre la ganancia inmediata, no quieren publicar poesía porque se vende poco.
Por otro lado, los lectores son escasos porque no se ha formado un público de poesía. Yo creo que para que tengamos lectores de poesía ésta tiene que regresar a las escuelas. En los programas de lectura se leen cuentos, pero no se leen poemas.
Todo esto forma parte de un concepto y un criterio muy equivocados: primero, que no se entiende la poesía; segundo, que es un género muy difícil de comprender.
Por otro lado, cuando hablamos de poesía tendríamos que partir que es el género que más se cultiva en México. Hay más poetas que cultivadores de cualquier otro género, pero hay menos lectores que en el caso de la narrativa. Eso quiere decir que los poetas están publicando para los propios poetas y para los propios grupos que están interesados en la poesía, nada más.
Ese es el grave problema que enfrenta la poesía en México. Yo creo que tendremos que ponerla al alcance de públicos variados, y por eso es necesario que también pensemos en ese público general, y no nada más en esa antología para poetas.
Además, cuando se plantea un libro de esta naturaleza, el problema está en cómo conseguir que la edición sea atractiva para el público. Una de las cosas que a mí me parecen erróneas es que si la poesía de por sí se lee poco, las ediciones de poesía son las más sobrias y las más feas del mundo. Uno ve libros muy atractivos y sabe uno que son de narrativa o de ensayo incluso; pero uno ve libros de poesía donde no nada más tiene la pura tipografía y una pasta sin chiste, gris y se acabó. Ni siquiera una viñetita. Entonces si de por sí es complicado, yo creo que podríamos volver a ese gusto que se tenía por la poesía decimonónica, en la que había un atractivo desde la edición misma, de invitar a la poesía con algo que no fuera nada más el puro título del libro y el nombre del autor.
Está muy bien, cada quien diría “es que lo que me importa es el contenido”. Sí, pero creo que los libros también tienen importancia desde la apariencia para atraer a un lector. Sí es importante que la poesía vuelva a tener ese grado de atractivo que tenía antes y que fue perdiendo.


 *Entrevista publicada en Este País, núm. 283, noviembre de 2014.