sábado, julio 31, 2021

Un átomo del mal y de la violencia mexicana. Entrevista a Ricardo Raphael*

 

Un átomo del mal y de la violencia mexicana.

Entrevista a Ricardo Raphael*

Ariel Ruiz Mondragón

Uno de los grupos criminales más importantes de las últimas décadas fue el de los Zetas, que tuvieron su origen en un grupo especial del gobierno que se dedicaría a combatir a la delincuencia organizada. Sin embargo, terminó por convertirse en una de las más temibles bandas del país.

En su novela Hijo de la guerra (Planeta, 2019) Ricardo Raphael (Ciudad de México, 1968) relata la historia de uno de los miembros originales de los Zetas, Galdino Mellado Cruz, cuya vida toma como el átomo que le sirva para explicar el macrocosmos de la violencia mexicana.

Ese miembro de la banda se encontraba en el penal de Chiconautla bajo otro nombre y por un delito menor. Se suponía que ya había fallecido y ahora quería contar su historia “porque nos usaron. Fuimos un instrumento del gobierno y hubo una traición. Cuentan que estoy muerto y no es cierto. Lo mismo voy a decirle de otros”.

Sobre él, esa organización y la escalada de violencia en México escribe el autor: “Los Zetas fueron protagonistas de esta tragedia. Ellos introdujeron terror, ferocidad militar y competencia armada a la pugna que ya había entre organizaciones. Antes de volverse delincuentes, fueron militares bien entrenados. Son el eslabón más obvio que alguna vez unió al gobierno con el crimen. Aproximarse a este individuo podía ayudarme a comprender el origen de la guerra y también las causas de tanta mortandad”.

Raphael ha sido profesor en el Centro de Investigación y Docencia Económicas, en el Instituto Tecnológico de Monterrey, en el Centro de Estudios Superiores del Ejército y en el Centro de Investigación y Seguridad Nacional. Actualmente es director del Centro Cultural Universitario Tlatelolco, además de conductor de varios programas de televisión en Canal 11, ADN 40 y La Octava. Autor de siete libros, ha colaborado en publicaciones como El UniversalNexosÉpoca, Sin Embargo y Proceso.

 

Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué hoy un libro como el suyo, la historia de uno de los miembros de los Zetas? ¿Por qué no hacer un trabajo periodístico y sí una recreación literaria?

Ricardo Raphael (RR): Lo cuento en la solapa del libro: en el fondo me reconozco desde hace mucho como un oportunista epistemológico; es decir, cualquier conocimiento humano que sirva para entender los fenómenos más complejos requieren de diversos métodos al mismo tiempo.

Cuando empecé a visitar a este individuo del libro tenía la intención de hacer un buen reportaje; me parecía una noticia interesante que hubiese lo que él llama “un muerto vivo”. Y no es que hubiera uno sino que hay muchísimos; es decir, que individuos que la autoridad dio por muertos y que presumió como trofeos, pues nos enteramos de que estaban vivos, como los casos del Mencho y el Lazca, para poner a dos personajes. En ese sentido, que el gobierno haya dado por muerto a Galdino Mellado Cruz en 2014, y que en 2015 hubiera un individuo en el penal de Chiconautla que decía que en realidad él lo era me parecía una buena noticia.

Muy pronto, cuando crucé la frontera de esa cárcel con el ánimo de hablar con él para que me explicara no sólo por qué era “muerto vivo” sino cómo había llegado hasta allí quizá desde la infancia, desde donde se había producido ese camino, me di cuenta de que había partes de la información que él me proporcionaba que no eran corroborables, que no había manera de contrastarlas porque las fuentes estaban a medias, no existían o era simplemente imposible acceder.

Yo no podía entrevistar a sus colegas para preguntarles si lo que él me estaba diciendo era cierto, y en ese momento me di cuenta (creo que se respira en el libro) que lo que él estaba contando podría o no ser ficción, por lo que le toca al lector decidirlo. Por lo tanto, lo que él iba narrando cayó naturalmente del lado de la ficción, pero al mismo tiempo había partes de la información que sí eran corroborables. Usted puede agarrar el libro y ponerse a guglear o usar buscadores para saber quién era tal, si este evento pasó y hasta fotos.

Buena parte del libro sí es corroborable, y mire nada más: tengo un híbrido de novela y periodismo. Allí fue donde me pareció que el género más adecuado para contar esa relación que se estableció entre él y yo (porque de eso va esta historia: es el relato de la relación entre un periodista y el Zeta 9 en un momento de sus vidas) era una novela de no ficción con periodismo.

Por eso digo lo del oportunismo epistemológico: si yo sólo hubiese hecho periodismo se hubieran perdido partes muy importantes que me contó y que vale la pena entregarle al público.

Si solamente hubiera hecho una novela sería un libro cojo y no tendría la fuerza de los hechos que sí confirmé. Al haber utilizado este híbrido de novela de no ficción creo que encontré el envase adecuado para transmitir este aprendizaje que tuve en ese año y meses de visitar Chiconautla.

 

AR: ¿Cómo surgió la oportunidad de entrevistar a este personaje?, ¿cómo estableció esa relación y cómo hizo la investigación?

RR: Hay un primer escalón en esta muy alta cima de investigación, y es que yo traía la necesidad de hablar con quienes están perpetrando la violencia en nuestra generación. Los niveles de violencia que observamos quizá apenas los hubo en la Revolución (y no estoy seguro), y sí son de una crueldad, de una inhumanidad mayúscula por sus números pero también por su semiótica, por sus signos, por la manera en que se expresan.

Ya llevaba algún rato reflexionando sobre la banalidad del mal y cómo Eichmann le ayudó a Hannah Arendt para tratar de entender la tragedia de los suyos. Entonces no es la primera vez que esto se hace sino que simplemente no se hace mucho, y es muy potente como explicación.

Yo había soltado anzuelos aquí y allá, y en efecto un día llegó Antonio Cervantes, un buen amigo, y me dijo: “Acabo de estar en el penal de Chiconautla y hay un tipo que dice ser Galdino Mellado Cruz”, y le pregunté: “¿Quién es ese señor?”. Sacó un teléfono y me dijo: “Este”.

Me tardé muchos meses en entrar en Chiconautla aunque soy abogado y tengo cédula profesional, pues iba como periodista y no podía jugar a lo que no era. Un buen amigo (a quien el libro está dedicado, por cierto) fue Génis González Méndez, penalista que me ayudó a entrar en la cárcel y me acompañó casi en todas las entrevistas. Gracias a su comprensión del sistema penal y de lo que ocurre en las prisiones pude sentarme con Galino cuatro horas todos los miércoles.

Allí empezó una larga serie de charlas, y a ninguna faltó Génis. Es muy interesante porque, por un lado, sí es la historia de una vida trágica, pero también le puedo decir que fue la fraternidad de un par de amigos la que me ayudó. Hay un tercer personaje, a quien también reconozco mucho: Arturo Rocha, quien era mi asistente de investigación y hoy funcionario. Yo llegaba con la información y discutíamos si algunos puntos eran ciertos o no, y no nada más me asistía para este libro sino en el conjunto de actividades que yo hacía. Fue muy interesante su inteligencia en esta discusión.

Otra persona que no quisiera dejar de mencionar es Elizabeth Alvarado, una muchacha muy joven que un día me dijo que necesitaba trabajar, y le dije que tenía unas transcripciones por hacer. Fue año y medio con cuatro horas todas las semanas, por lo que había mucho por transcribir. Empezó a hacerlo y me gustó cómo trabajó porque era muy cuidadosa en transcribir exactamente el lenguaje que él utilizaba, las palabras e incluso la ortografía que había que usar para que a la hora de leer yo recordara cómo había usado una palabra o la otra. A final de cuentas hizo 90 por ciento del trabajo, y la verdad no sabe cuánto me impresionó hablar con ella al final: se sentó para decirme cuánto le había cambiado la vida esta transcripción, cómo se había imaginado a sí misma haciendo cosas por este país a partir de leer esta historia.

Al mismo tiempo que esto ocurría criminales mataron a un primo de ella frente a su casa, en Naucalpan. Entonces de pronto esta historia que ella estaba transcribiendo le ayudaba no a solucionar pero sí a comprender la tragedia familiar que había ocurrido. Cómo se le metió esa transcripción en la vida es algo que solamente ella podría explicar mejor que yo, pero yo diría que esas cuatro personas fueron clave: Antonio, que me prestó la historia; Alfredo Génis, que me llevó a la cárcel; Arturo Rocha, que me asistió, y Eli, que transcribió.

 

AR: Al principio Galdino le dice a usted que le quiere confiar esta historia, y ya mucho más adelante en el libro le dice que él es “una hormiga”, que no le van a creer pero a usted sí. Incluso hay una parte donde cuenta que él le ofreció dinero, y usted le responde que no va a ser cómplice. ¿Qué preguntas se hizo cuando él le ofreció esta historia? ¿Qué cuestiones se planteó al aceptar este trabajo?

RR: Creo que cuando uno cruza las fronteras para hacer una entrevista de este tipo y se establece una relación humana (porque la hubo y surgieron elementos de empatía), empieza uno a tener dilemas éticos todo el tiempo. Muchos sí acabaron el libro, y otros seguramente ya no les vi relevancia para ponerlos, pero casi todos los días uno se hace preguntas.

La principal pregunta que me hacía es si debía informar a las autoridades; si lo que estaba diciendo era cierto y ese hombre iba a salir, como ocurrió, en marzo de 2016, ¿no debía yo hacer un esfuerzo por pasar esa información a la Procuraduría, a la SIEDO?

Quien dio por muerto a Galdino fue Tomás Zerón, el mismo director de la Agencia de Investigación Criminal que inventó lo del basurero de Cocula. No está explícito en el libro, pero se lo cuento a usted: cuando yo iba a ir a acusar ante Zerón que una de sus fabricaciones estaba en Chiconautla, iban a pasar segundos para que mi vida se viera afectada. Saber que la autoridad no era confiable me inhibió.

Segundo, la amenaza de él: “A ver, hay un acuerdo entre usted y yo: usted puede contar esta historia siempre y cuando no suelte esta información antes de que yo esté libre y no afecte a mi familia. Si no, ya la verá”.

Entonces no podía yo confiar en la autoridad y, al mismo tiempo, mi vida estaría en riesgo si rompía un acuerdo ético que yo mismo establecí con él; es decir, habría una factura.

El siguiente, que fue muy complicado: me di cuenta de que no me alcanzaba la conversación con él para entender su entorno familiar, para corroborar algunos datos. Él me había pedido que no buscara a su familia, pero en un olvido dejó una libreta con los datos de su mamá, y entonces tuve el alcance de saber dónde trabajaba y podía ir a hablar con ella. Pero necesitaba su permiso. Allí sí rompí en algún sentido el acuerdo porque sí busqué a la mamá, y ella lo primero que me dijo fue: “Sí lo veo a usted, siempre y cuando mi hijo no se entere que nos estamos viendo”.

Una vez que la cita se fijó y antes de que se realizara, logré su permiso y entonces se volvió a ubicar.

Entonces todo el tiempo no yo, sino el personaje en el cual me refleje en el libro, en el periodista, tiene muchos dilemas éticos, ese es nuestro oficio: todo el día nos hacemos preguntas de si es lo correcto porque no todo está escrito. Cuando me dicen “es que ustedes tienen que ser objetivos”, está bien; pero ¿qué es eso de la objetividad? “Es que ustedes tienen que ser imparciales”, pero ¿qué es eso de la imparcialidad? Hay hechos imparciales y hechos objetivos, y en ese sentido hay hechos éticos y otros que no lo son. Todo eso está pasando en cada reportaje que hacemos, y este es un libro donde el rosario de dilemas es larguísimo.

 

AR: Sobre su relación con Galdino: usted recoge en el libro una cita bíblica que él le dijo: “Maldito aquel hombre que confía en otro hombre”. ¿Por qué habrían de confiar usted en él y él en usted para hacer un reportaje? Hay otra parte más adelante en el libro donde usted le pregunta “¿No confías en mí?”, y él le responde “Pues lo mismo que usted en mí”. ¿Hasta dónde llegó la confianza?

RR: Es probable que esto que le voy a responder sea una reflexión a toro pasado porque ya corrió mucha agua. La primera vez que me dijo esa frase él había consumido droga y estaba alterado. Yo me pregunto si la frase, esa sentencia bíblica, estaba dirigida a mí o a sí mismo porque había vuelto a consumir. “Maldito aquel que confía en otro hombre” puede ser “maldito aquel que confía en sí mismo”.

Creo que allí hay parte de la respuesta que usted está buscando: yo creía en mí; cuando dudaba del entendimiento, de mi capacidad para averiguar si había verdad, de si lo que estaba escuchando era creíble o no, la confianza se perdía.

Cuando daba pasos y tenía más confianza como periodista, como investigador e incluso como ser humano, esto funcionaba y mi aproximación y mi empatía jalaban bien. Lo que estaba haciendo era usar el espejo, y yo creo que lo mismo pasaba con él.

Yo lograba que estuviera en situación de confianza porque no había nadie más que nos escuchara, porque yo no lo iba a delatar, porque yo no iba a ir con el juez a contarle quién era, porque iba a cumplir las reglas. Entonces él, en esa confianza, se relajaba, prendía un cigarro y empezaba a narrar; no sabía si eran verdades o mentiras, pero era en un ambiente de confianza. Y claro, cada vez que esta se quebraba, la relación se echaba a perder.

Hacia el final creo que la confianza se perdió porque la distancia obligadamente comenzaba a  abrirse. Nos íbamos a despedir; es decir, acabadas las citas en la cárcel no nos veríamos más, o si lo hacíamos sería en una ocasión más, como fue.

En ese sentido, la distancia provoca desconfianza ya irremediable; no quiero equivocar la metáfora, pero así ocurre cuando uno deja de ver a un amigo o cuando las parejas se separan. La distancia y la separación provocan desconfianza, y por eso la que había al principio vuelve a estar muy presente hacia el final.

 

AR: En varias partes del libro se habla de la definición de la identidad del hombre con el que usted habló: si es Galdino, José Luis o Juan Luis. Pero no sólo la de él sino la de su padre, el Marino, que quién sabe quién es. No se sabe a ciencia cierta si murieron Heriberto Lazcano y Galdino Mellado, por ejemplo. ¿Qué nos dice esto de un país que no puede definir ni siquiera identidades y fallecimientos?

RR: Hay un símil entre la manera en que él trata el tema de las identidades y la forma en que las poblaciones que vivían a partir de clanes y tribus han resuelto las identidades. Es decir, él forma parte de una tribu, aunque dejó la original, que era la de Jesús Carranza, en Tepito, para adherirse a una mucho más poderosa.

Su trayecto fue ese, pero no cambiaron las características de la tribu, que tiene un nombre genérico. Por ejemplo, Ríos Galeana son dos apellidos de una tribu muy poderosa de funcionarios, de policías que asaltaban bancos, y que luego se dedicaron al secuestro (no me meto en esas honduras, pero usted lo sabe: el Mochaorejas, Caletri, el Marino, muchos de los criminales que asolaron la Ciudad de México en los noventa, se formaron en esa tribu).

Entonces no resulta extraño que en esa tribu los nombres no importan, e incluso lo son más los alias: era Ríos Galeana y era De la Sancha, porque además la tribu se protege así. Somos un animal demográfico que se protege en marabunta, donde el rostro se extravía y no hay manera de identificarlo. En eso somos muy chimpancés. Si lo mira desde ese punto de vista, desde luego que así funcionan y es lo mejor para ellos

A estas alturas cabe que ninguno de los nombres de los Zetas que tenemos haya sido el verdadero, porque él lo dice varias veces: nos cambiamos los nombres cuando regresamos a México después del Fuerte Hood, o algunos nos fuimos allá con nombres cambiados. Porque, claro, como el gobierno mexicano estaba pensando en generar armas letales, había que darles total impunidad hasta cambiándoles el nombre.

Entonces es un mundo donde quizá los alias Zeta 1, Zeta 2, Zeta 3 u otro ayude a identificarlos, pero nunca sabremos si realmente eran Heriberto Lazcano, Jaime González Durán, el Hummer… No hay forma de saberlo, al punto de que esos alias han sido retomados por otros. Es como si el Llanero Solitario muere, pero luego viene otro personaje que se vuelve a poner la máscara y se llama a sí mismo de igual forma.

Perdón por la broma, pero James Bond ha sido en realidad muchas personas, y es esto lo que se observa.

Frente a la lógica de la tribu tenemos una sociedad que se pretende moderna, y en ellas los individuos son identificables. Para serlo deben tener una identificación en papel, con un DNI en España, en Chile y en Argentina, o en nuestro país una credencial de elector, un pasaporte o un acta de nacimiento.

Creo que parte de la crisis que vivimos es que esos sistemas de identificación siguen siendo poco confiables: es decir, no es difícil conseguir una credencial de elector o un acta de nacimiento falsas. El tema de los biométricos ha avanzado tanto que en oficinas como la de Relaciones Exteriores en la que sacan pasaportes, la anterior directora está en la cárcel porque vendía pasaportes falsos. Este es un país donde eso se puede.

Estos dos asuntos son muy peligrosos porque lo que tenemos es una marabunta y un Estado que no procesa marabuntas: a usted no lo procesan por pertenecer a la tribu de los periodistas, sino como persona. Entonces hay un choque porque el Estado no puede procesar a un individuo que no alcanza a localizar porque se esconde tras la tribu, y en ese sentido sí se vuelve fascinante el tema.

Además creo que hay una reflexión a hacer: si queremos ser un país moderno del siglo XXI, tenemos que avanzar vertiginosamente para detectar a las personas por su nombre, su apellido y su filiación. Si no lo hacemos, no hay manera de enfrentar una protección de cobertura como la tribal para la comisión del crimen y del delito.

 

AR: Sobre lo que mencionaba de Arendt, considero que el libro es, en buena medida, una reflexión sobre el mal, de la violencia que a diario aparece en el país. La maldad está retratada desde el abuso de un cura contra un niño, el asesinato en la adolescencia y hasta el encierro del personaje en una suerte de tumba. ¿Dónde está el mal? Uno ve los maltratos de la propia familia, en la que el padre es delincuente, la abuela lo maltrata, la madre lo abandona y no le va mucho mejor en el orfanato. ¿Dónde está el origen del mal en este caso?

RR: La frase que le voy a decir no está escrita en el libro, pero sí lo estuvo en mi cabeza durante la escritura del libro; es de un filósofo español, José Antonio Marina, que dice: “El mal está en la expectativa no cumplida”.

La promesa de amor que no se cumplió produce mal, así como una promesa de vida o de éxito, de una esperanza que no fue. Creo que este caso es un rosario de cosas que no fueron: el amor de la madre que no estuvo, el amor del padre que se expresaba con una forzada identificación con la criminalidad (“yo te quiero en la medida en que tú seas tan criminal como yo o me superes”), la promesa de que el Ejército lo iba a salvar de esas ausencias, y que en vez de ello lo usó; la de que iba a ser tratado como igual cuando llegó al Fuerte Hood, y no fue así porque, como mexican tamalito, no lo trataron como tal; la promesa de que regresando iba a ser fuerza de élite y no policía judicial en Reynosa, y luego muchas promesas que se fueron construyendo.

Casi como si fuera una montaña de promesas, el personaje de golpe se cayó; este es el libro de su caída, no de su ascenso, de la gran promesa que no se cumplió: la del poder, la de la empresa más importante, la triunfadora. Es la historia sobre su caída, que es el mal.

La metáfora bíblica es impecable: es el ángel caído. El mal está en la caída del ángel, tres metros bajo tierra y enterrado al final. No voy a echarle a perder al lector la metáfora, pero es eso: el mal está en la caída.

 

AR: En ello ¿cuál es la responsabilidad del gobierno? Por ejemplo, desde que a Galdino lo maltratan en el orfanato, hasta ir a Fort Hood, donde los educan en una crueldad extrema, además de su paso por la cárcel.

RR: Uno se da cuenta de que en este contexto el poder público no solamente no es solución sino parte central del problema. Uno supondría que una cárcel tendría que ser un lugar para la reinserción de personas, y claro que hay una muy profunda, pero en el crimen. El gobierno de Chiconautla (me tocó vivirlo) era una disputa entre cárteles; es una cárcel donde debía haber por lo menos 400 custodios porque hay unos 4 mil reos (uno por cada 10 reos es la norma internacional), pero sólo había 60. Esa austeridad neoliberal solamente se puede resolver subrogando la comida, la seguridad y la droga, así como se subrogan las guarderías. Si el Estado mexicano hubiera asignado recursos a Chiconautla con custodios, sicólogos, etcétera, pues esos 4 mil reos seguramente se reinsertarían fuera del crimen, sobre todo si asumimos, como dicen allí, que cuando menos la mitad no cometió ningún delito. Pero llegan allí a insertarse en el crimen.

De allí Galdino se movió a la Procuraduría General de la República (PGR), y se dio cuenta de que Carmen Oralio Castro Aparicio, coronel que era el delegado de la PGR en Chihuahua y en Tamaulipas, había sido quien entregó estos soldados a Osiel Cárdenas, pues sin intervención de ese funcionario los Zetas no habrían existido.

Recordemos que Osiel no pasó el examen para entrar al Instituto Nacional de Ciencias Penales; entró de cuidador de perros, un día se volvió madrina y después agente. El Estado le puso la charola para que operara.

Una y otra vez: sin la intervención del Estado en esta historia no habría crimen del tamaño que tenemos; lo habría y con violencia, pero si me obliga a ponerle una metáfora de laboratorio, la pregunta es: ¿en qué momento la bacteria se volvió letal? Crimen organizado y tráfico de drogas siempre ha habido, pero en qué momento esa bacteria llamada Zetas se volvió tan letal que luego, como en una epidemia, contagió al resto de las empresas criminales.

El científico que hizo la mutación se llama Estado: produjo esa bacteria letal, y luego esta se comió a buena parte del Estado. Eso es cierto, es innegable.

 

AR: Al principio del libro, cuando hablan de por qué él quiere contar su historia, Galdino dice que “porque nos usaron. Porque fuimos un instrumento del gobierno”. Osiel acusaba de que le cargaron a él la mano y no a otras bandas. Alguna vez dijo Guillermo Valdés comentó que el gobierno se fue contra los Zetas porque eran la banda más violenta. Aquí se ve que el gobierno actúa muy influenciado por Estados Unidos, y por eso fue contra Osiel. ¿Qué papel tuvo el gobierno norteamericano?

RR: No me atrevería a cometer la ingenuidad de decir que la policía, las procuradurías, las fiscalías o los gobiernos persiguen todos los crímenes que ocurren en todos los momentos y en todos los lugares: no hay capacidad humana.

Por eso existe la política criminal: los gobiernos, las fiscalías y el Poder Judicial fijan prioridades, jerarquizan, y a partir de ella se decide qué delito se va a perseguir, qué tipo de expresiones de ese delito y qué presuntos delincuentes relacionados con él. Digámoslo claramente: los gobiernos siempre deciden a quién sí y a quién no, en donde pueden hacer énfasis y dónde no.

¿Qué tan autónoma es la política criminal del gobierno mexicano? Por lo menos en estos episodios, muy poca. No tengo duda de que el gobierno de Felipe Calderón fue menos enfático y menos decidido para combatir a la empresa criminal del Pacífico de lo que fue para combatir a la del Golfo (que llegaba hasta Michoacán y pasaba por Veracruz, pero que estaba fijada en Tamaulipas). ¿Porque uno podría intuir que la empresa criminal de Sinaloa era menos violenta? No es cierto.

Los niveles de violencia que se alcanzaron durante el calderonismo fueron, sobre todo, cuando la empresa criminal de Sinaloa se partió; entonces el Chapo se peleó con los Beltrán Leyva, y en ese momento el gobierno mexicano sí se fue contra la empresa bis de Sinaloa. Eso me lleva a suponer que la orden, las intenciones, la política criminal dictada desde la DEA era: nosotros somos aliados del Chapo y, por lo tanto, cualquiera que sea su enemigo cae dentro de las prioridades de nuestra política criminal, imitada consciente o inconscientemente por México.

Es cierto (no lo pierda de vista) que cuando los Zetas fueron perseguidos fuertemente no fue cuando se detuvo a Osiel Cárdenas en 2003, y no lo fueron sino hasta el gobierno de Calderón. ¿Por qué? Porque la DEA no les perdonó haberse aliado con los Beltrán Leyva; es decir, con los enemigos del Chapo. Por lo tanto, no le creo nada a Guillermo Valdés.

El Estado mexicano, sabiéndolo o no, se puso al servicio de una empresa criminal y en contra de otras. Por eso el modelo de la empresa encabezada por el Mayo Zambada y el Chapo Guzmán creció tanto, hasta el punto de que se volvió imbatible.

Creo que sí es muy importante escudriñar cómo se hacen las políticas criminales, porque es allí donde se crean impunidades, cárteles, complicidades y, en efecto, riesgos muy elevados para la violencia entre la población civil.

 

AR: Usted dice en el libro que los Zetas son el eslabón más obvio que alguna vez unió al gobierno con el crimen. ¿Cómo fue esa unión?

RR: Creo que no hay otra historia más palpable, más corroborable de ese vínculo que los Zetas. Puedo suponer, intuir que hay vínculos y vasos comunicantes muy estrechos entre la empresa del Pacífico y el gobierno de Sinaloa, pero no tengo evidencia, aunque puedo intuir que hubo entendimientos entre el Cártel Jalisco Nueva Generación y el gobierno de Enrique Peña Nieto; si no, no me explicaría por qué creció tanto en ese gobierno.

Pero no puedo probarlo; simplemente son intuiciones. El tema del fenómeno criminal es que en realidad cuando uno lo observa está viendo sombras, no la verdad sentada esperando a ser descubierta.

Desde esta lógica, creo que en la historia de la macrocriminalidad mexicana este es uno de los episodios donde es posible trazar los vínculos: a estos señores los enviaron a Estados Unidos, luego el gobierno de Zedillo los mandó de policías judiciales y después sus jefes los pusieron al servicio de Osiel Cárdenas. Hubo una defección grandísima de eso Gafes para volverse un grupo de guardias de Osiel. Esa historia está ya mucho muy confirmada; hasta el propio Ejército tuvo que aceptarla, todo el mundo tuvo que hacerlo ante lo palmario de la evidencia.

Allí hay un vínculo obvio, pero hay otros: el caso Ayotzinapa también prueba cómo la macrocriminalidad en Guerrero estaba ligada desde los productores de amapola hasta los que hacían el trasiego en los camiones, desde la policía municipal hasta la federal; es decir, no hay eslabón del Estado mexicano que no haya participado en la desaparición de los muchachos.

Lo voy a decir más fuerte: el sistema de macrocriminalidad que había en Guerrero fue el que secuestró y desapareció a los muchachos. Son hechos en los que ya no hay manera de voltear para otro lado y negar lo obvio: hay un vínculo muy estrecho entre el crimen y el gobierno. Basta investigarlo allí donde hay que investigar.

 

AR: También usted escribe que con este libro buscó explicarse algo del horror que ha recorrido al país en la última década. ¿Qué encontró?, ¿cuáles son las explicaciones del horror de la última década?

RR: En realidad lo que encontré fue un método para aproximarnos a ese horror. Estoy muy obsesionado ahora con eso. Menciono que para que Perseo pudiera acabar con Medusa tuvo que utilizar su escudo como espejo porque, como dice Ítalo Calvino, si la hubiera enfrentado cara a cara se hubiera vuelto de piedra.

El método es clave para enfrentar a Medusa, y es lo primero que hallé. No es cierto que uno sólo va al encuentro del horror, de las fosas, de los descabezados. Si uno va al encuentro de eso, se galvaniza el corazón, se queda uno paralizado. Es lo primero que tengo que decir.

Buscar y encontrar el origen del mal y del horror no es ir a ver el horror directamente, contarlo y llevarlo, que es lo que hemos hecho los periodistas durante todos estos años. Ahí están las cabezas, las narcomantas, las narcofosas, como si hacer periodismo fuera sólo eso.

Entonces tengo que dar una explicación, y paso a la segunda cuestión descubierta. Cuando los físicos comenzaron a tratar de entender el universo (Galileo, Newton), muy pronto se encontraron con limitantes reales; es decir, el universo es tan inmenso que no había forma de capturar con fórmulas matemáticas todo lo que observaban. Sin embargo, la física siempre estuvo allí, y muy pronto, gracias al desarrollo tecnológico, se dio cuenta de que si estudiaba el átomo, los neutrones y los protones, había posibilidad de, a partir del microcosmos, capturar el milagro del universo, del cosmos.

Me pasa algo similar aquí. Regreso al ejemplo de hace un momento: uno lee los libros de Guillermo Valdés, los artículos de Alejandro Hope, las narraciones de mi amigo Héctor de Mauleón, y allí está el macrocosmos tratando de explicarse pero, ciertamente, hay límites. En cambio, la vida del criminal, del victimario como átomo de esta historia observada bajo el microscopio, tiene respuestas muy potentes.

Aprendí que de mi lado lo que quiero hacer es que mi método, mi espejo hacia adelante para entender esto sea el átomo, no el macrocosmos.

El tercer aprendizaje es muy duro: uno no sale indemne de esa investigación. Una vez que ya usó uno el microscopio, que se aproximó al átomo, que habló con esa persona en su mismo idioma y que lo traduce, se producen empatía y vínculos humanos. Resulta que parte de la materia atómica que explica la violencia de este personaje está en mi cultura y, por lo tanto, en mí; que a la hora de oír su violencia hablé de la mía; a la hora de escuchar sus códigos masculinos violentos, machistas, descubrí que había demasiadas cosas de lo suyo que yo tenía en mi propia conducta moral.

Aquel que crea que uno se mete a estas investigaciones, que se pone la bata y los guantes y observa el átomo, y que a las cinco de la tarde apaga la luz del laboratorio y va a su casa, se equivoca; en este caso te llevas el átomo a tu casa. Lidiar con eso no es una cosa que te deje indemne. Por eso Perseo no pudo matar más de una vez a Medusa.

 

AR: Para seguir con las metáforas mitológicas, al final del libro usted hace una comparación de dos tradiciones muy distintas, pero a la vez muy parecidas respecto a la guerra: Oggún, la yoruba, y por el otro lo que rescata del cuadro de Marte hecho por Diego Velázquez. Usted dice que se trata de develar un mito. ¿Qué es lo que usted encontró en la tragedia que se esconde tras la grandeza de esas figuras?

RR: Es de una frase que repetía mucho Galdino: “Yo no quiero ser hormiga”. Quiero decirlo otra vez desde ella, como discurso viril. Si Galdino hubiera sido mujer no sé si hubiera utilizado esa frase, que es “no quiero ser ese animal femenino, pequeñito, que se arrastra por el suelo”. Es el horror.

¿Qué es lo opuesto a ser hormiga? Oggún, Marte, Ares, el dios de la guerra. Nuestra dignidad está construida en proyectarnos en esos seres mitológicos; por eso pegamos en la mesa, arrojamos rayos, gritamos, por eso nos imponemos, escalamos montañas, queremos llegar al Olimpo.

Es la construcción de la identidad masculina en el mundo, que es identificar lo viril con la guerra. ¿Cuál es la gran paradoja del cuadro de Velázquez? Que incluso Ares, Oggún, Marte, vuelven a ser hormigas, porque cuando se enfrentan a la guerra lo pierden todo: sueñan pesadillas y se drogan porque no pueden soportar lo que vieron porque sus ojos se nublan, porque el músculo se adelgaza y se pega a la piel, porque las armas quedan en el suelo.

Yo creo que ese cuadro de Velázquez es una joya porque es decirle a la hormiga que, haga lo que haga, del otro lado de la montaña, del Olimpo, vas a seguir siendo lo que eres. Es decir: no construyas tu identidad a partir de la guerra. Es una reflexión muy profunda sobre la manera en que los seres humanos inventamos dioses a nuestra imagen y semejanza; por eso estudiar a esos dioses es una forma de estudiar el espejo en el que nos queremos reflejar y, por lo tanto, analizarnos.

Allí hay una discusión muy importante; mientras más lo pienso, ese quizá fue el aprendizaje individual más importante de esta experiencia. No sé cuál vaya a ser el de la persona que lea el libro; cada quien sacará sus propias conclusiones. Creo que me di cuenta de que esa identidad masculina que tenemos en México es parte esencial de la violencia de la guerra que estamos viviendo.

 

AR: Esta historia que relata me parece muy perturbadora. Al final habla de los momentos difíciles de inseguridad en que usted necesitaba tomar valor para seguir adelante, y que era imposible hacer coincidir su vida cotidiana con este relato, que le quitaba el sueño. ¿Cómo terminó usted personal, psicológica y moralmente tras haber escrito este libro?

RR: Hay que precisar que fueron dos momentos distintos: la investigación y la escritura. Para responder a su pregunta necesito hacerlo en dos tiempos.

Le ponía yo hace un momento la metáfora del científico que se puede quitar la bata, cerrar el laboratorio e irse a su casa, pero que se lleva lo que había en el laboratorio. Sí fue muy difícil de pronto estar sentado con la familia y pensar: ¿qué hago con todo esto que supe ahora? No podía ni transmitírselos porque iba a arruinar la reunión familiar o de amigos. Incluso debía tener cuidado de no soltar demasiado la lengua porque apenas estaba yo aprehendiendo lo que estaba viviendo.

No fue el único trabajo periodístico que estaba haciendo en ese momento: grabo un programa de televisión desde hace muchos años los miércoles por la tarde, días en los que por la mañana iba a la cárcel. Me recuerdo sentado hablando de políticas públicas, medio ambiente, etcétera, mientras en la mañana oía las peores historias: ¿cómo puedo estar ahora aquí, viendo a la cámara? Me di cuenta de que ser conductor de televisión tiene más de actor, sobre todo cuando mi verdadero yo se había quedado en Chiconautla.

Fue muy difícil poner compartimentos, trazar fronteras. Supongo que lo logré hacer porque mantengo a mi familia y a mis amigos.

Cuando se acabó la investigación tuve que cerrar, e incluso hice un viaje muy largo a India como para cortar entre lo que había investigado y lo que venía. Ese viaje me sirvió como para poner un dique; después, no volver a oír nunca más a Galdino. Así, nunca más volví a oír las grabaciones sino simplemente leí las transcripciones y utilicé papel secante para saber qué valía la pena contar y qué no, porque era demasiado y era atroz. No ayudaba por economía de lenguaje ni para transmitir.

Tengo la sensación (la metáfora no es mía) que entre la investigación y la escritura uno le pone un poco de harina a la pasta y se infla (es tomar distancia). Entonces yo ya no estaba contando largo, minuto a minuto, lo que pasó, sino que hacía una crónica y tomando parte de eso; era parte de esas sombras, las que fui poniendo en perspectiva para poder comunicar lo que ocurrió.

Ese esfuerzo fue todo un aprendizaje porque, como periodista, yo no lo había hecho; yo había hecho un libro biográfico de Elba Esther Gordillo o el del Mirreynato, que eran descripciones periodísticas, elegidas por relevancia, por pertinencia, pero no había habido necesidad de darle volumen y, en ese sentido, apostar por el ejercicio literario sobre el periodismo. Ese aprendizaje fueron dos años de reinventarme a la mitad de mi vida o un poco arriba, en un nuevo oficio. No fue fácil; tan fue así que antes de esta hay seis versiones en la basura.

Hubo un trabajo editorial bastante riguroso de Gabriel Sandoval y de Carmen Arrufranco, que una y otra vez comentaban “esto no nos dice nada”. Hicimos un trabajo de equipo en esa segunda parte. Así como le contaba que otros me acompañaron en la investigación, ellos dos fueron muy importantes en la escritura.

Cierro con esto: qué importante es el trabajo editorial. En estos esfuerzos no solamente cuenta el investigador sino el trabajo editorial, que es el que permite que una obra así pueda resolverse, sí, con mi nombre, pero en realidad con el trabajo de mucha gente.

 

AR: ¿Algún otro asunto que quiera mencionar?

RR: Este no es un libro agradable de leer por una razón: porque tomar conciencia amplia de lo que estamos viviendo no lo es. Nunca lo ha sido. Estoy convencido de que pacificar el país pasa por el acto de tener conciencia y por poder tolerar lo que le ocurre a uno cuando la posee.

Entonces es un libro que apuesta por la verdad, pero no por esa señora que está sentada al final del túnel, sino por tener conciencia de las verdades, y por lo tanto combate en todos los frentes cualquier pretensión política, cualquier política criminal, cualquier decisión en la altura del poder que se tome y que pretenda seguir ocultándonos lo que estaba ocurriendo en 1998, en 2003 con Osiel Cárdenas, en 2008 con Sinaloa, en 2014 con Ayotzinapa o en 2019 con Culiacán y con la Mora y la familia LeBarón.

Considero que ha habido una actitud deliberada del poder público, sin importar partidos ni ideología, por ocultarnos la verdad. Este es un esfuerzo minúsculo, milimétrico si se quiere, por combatir esa mentira; es decir, por mostrar las razones de la falsedad que nos han impuesto o, en términos de Tepito, por pagar el impuesto de la ingenuidad. Hay que hacerlo para quitarnos la ingenuidad porque la violencia se ha perpetuado, fundamentalmente, porque creímos que la paz implica voltear a ver a otro lado.

 

*Entrevista publicada en La Zona Sucia, 10 de junio de 2020.

sábado, julio 10, 2021

Los Zetas, el terror como modelo de negocio. Entrevista con Juan Alberto Cedillo*

 


Los Zetas, el terror como modelo de negocio

Entrevista con Juan Alberto Cedillo*

Ariel Ruiz Mondragón

 

Una de las más terribles bandas delictivas que han actuado en el país es la de Los Zetas, los militares del Grupo Aeromóvil de Fuerzas Especiales que fueron reclutados por el Cártel del Golfo para que fueran su brazo armado y que terminaron por convertirse en otra poderosa organización criminal.

Un esfuerzo por relatar los orígenes, el ascenso, el auge y la caída de ese grupo se encuentra en el libro Las guerras ocultas del narco (México, Grijalbo, 2018), de Juan Alberto Cedillo, quien, a partir de los testimonios que varios integrantes de Los Zetas rindieron en cortes de Estados Unidos, así como de archivos de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena), documentos en WikiLeaks y de su propia experiencia como reportero en el norte de México, hila la historia de la banda criminal que impuso un modelo de negocio y pretende documentar lo que el autor llama “el fenómeno de la narcoinsurgencia”, que sigue vigente en varias partes del país, entre ellas Ciudad de México.

Cedillo (Ciudad de México, 1954) estudió Historia en la Universidad Autónoma de Nuevo León. Corresponsal de Proceso y de la agencia EFE, es autor de cinco libros, con uno de los cuales, Los nazis en México (Debate, 2007), obtuvo el primer Premio Debate de Libro Reportaje.

 

Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué relatar el surgimiento, apogeo y caída de Los Zetas?

Juan Alberto Cedillo (JAC): Es una historia que se ha contado desde varios ángulos; uno de ellos es que en México la principal información para conocer el narcotráfico proviene de la perspectiva del oficialismo. El gobierno es el que crea la narrativa y la captura; pero a mí esa visión es la que menos me interesó para escribir el libro.

Para este libro tuve la suerte de estar en Texas en por lo menos cuatro juicios, donde pude oír a los capos que estuvieron directamente implicados, quienes fueron capturados en México, extraditados a Estados Unidos y que participaron como testigos de la Fiscalía para contar sobre algún otro capo. Narraron sus historias de cómo operaron, cómo se pelearon, cómo traficaban la droga, de qué forma capturaron las ciudades, detalles de cuánto ganaban, en qué  gastaban, etcétera. Es la historia contada por ellos mismos, lo cual le da un valor diferente porque no es lo mismo que ellos te la relaten a escucharla de otros.

Cabe una pregunta: ¿cómo se podría saber si mienten ante un jurado cuando ellos son testigos del gobierno de Estados Unidos, con la promesa de reducción de condenas si dicen ciertas cosas? Porque entre nosotros ese asunto de jurar por la verdad como que no nos lo creemos.

¿Cuáles fueron los filtros para saber si era verdad? Primero, lo más importante es que yo cubrí estos asuntos durante 10 años, por lo que tenía la visión de qué y cómo habían ocurrido, y así podía darme cuenta si estaban mintiendo. La otra es que la investigación está respaldada en documentos de WikiLeaks, que son todo lo que el gobierno de Estados Unidos dejó allí, y en declaraciones ministeriales.

Las versiones oficiales son las que menos me interesan porque siempre están inclinadas a favor de un cártel por complicidad o por incapacidad. Entonces me metí al archivo histórico de la Secretaría de la Defensa Nacional, y de allí saqué los perfiles de cada uno de los capos. Así pude saber que, en general, los testimonios son creíbles en un 90 por ciento; se equivocan en direcciones y fechas, pero cuentan muchos otros detalles.

 

AR: Hablas de las raíces socioeconómicas de lo que llamas la narcoinsurgencia de Los Zetas, y mencionas, por ejemplo, el Tratado de Libre Comercio (TLC). ¿Cuáles son los grandes factores que desataron la delincuencia y la violencia de esa banda?

JAC: Fíjate que es un asunto muy complejo para poderlo evaluar en toda su dimensión. Es más, no creo que haya una sola persona que pueda analizar las condiciones que provocaron que de repente México se viera en donde está. Si queremos simplificar le quitaríamos la riqueza a este fenómeno social.

Lo que te puedo decir es que se cocinó en los últimos 30 años; influyeron factores económicos, por ejemplo el cambio de modelo económico, por el que el Estado abandonó el sentido social que tuvo durante muchos años y le quiso dejar al mercado la atención a sectores sociales desfavorecidos.

El TLC es fundamental porque nos impuso el criterio de que íbamos a ser mano de obra barata para las empresas que se quisieran establecer aquí; entonces ahora México es el país de América Latina con el peor salario del continente, solamente arriba de Haití, porque hasta en Guatemala se gana mejor que aquí, lo cual es un factor que agudiza la injusticia social.

Así también podemos encontrar factores como la cultura: a los sinaloenses les gusta la adrenalina, las botas, las camionetas de doble cabina, a los buchones les encanta el whisky. Hay elementos familiares, como que la crisis económica obligó a ambos padres a trabajar, por lo que los niños ya no son educados por ellos sino por la televisión y la calle.

Hay factores como la democracia…

 

AR: Mencionas a alcaldes timoratos que no tenían el know how de los corruptos priistas…

JAC: De cómo esos corruptos priistas podían tener bajo control al crimen organizado porque formaban parte de él o porque sabían cómo manejarlo: por ejemplo, tenían un policía corruptazo que decía que devolvieran un camión robado porque se lo habían quitado al superrico, y a ese no se le podía tocar. Siempre había controles.

Cuando llegaron los alcaldes timoratos del PAN, que no tenían ni la menor experiencia, el crimen organizado se les montó e impuso la agenda. Incluso hay municipios, en Tamaulipas y en otras partes, a los que les quitan el 10 por ciento del presupuesto.

Para concluir: son muchos los elementos de este fenómeno social que cambió el rostro del país y que va a tener que ser investigado desde perspectivas sociológicas, económicas, políticas y culturales.

 

AR: Otro cambio que hubo fue la llegada de los militares a la Policía Federal…

JAC: El inicio de todo…

AR: … que dices que cambió el rostro del país, el comienzo de una edad oscura. ¿Qué pasó entonces con el combate a la delincuencia organizada? ¿Había otra salida? Porque lo que existía eran, como dices, policías corrompidas.

JAC: Durante muchos años el combate al narcotráfico era campo de la Procuraduría General de la República (PGR), que en un momento dado desapareció y entraron el Ejército y la Marina. ¿Por qué desapareció? Porque todo mundo sabía que la PGR era parte del crimen organizado. Hablamos de principios de los años 2000.

A Estados Unidos siempre le ha preocupado que las drogas lleguen a su nación: quieren resolver su problema de drogadicción mediante el freno a las drogas fuera de su país, por lo que intentan imponer los criterios del combate al narcotráfico en otros países. Sabían que la Policía Judicial Federal (la más responsable del asunto y que dependía de la PGR) estaba infiltrada, por lo que decidieron experimentar. Entonces le pidieron a México que ese cuerpo corrupto fuera renovado con jóvenes, militares altamente disciplinados y capacitados, para que fueran militares los que combatieran al crimen organizado. Fue un acuerdo con Estados Unidos.

La Sedena lo promovió e hizo el experimento de mandar tres grupos de militares a Reynosa en 1997. Se les asignó una clave de identificación porque llegaron como civiles; fueron los grupos X, Y y Z. El más destacado fue el que encabezaba Arturo Guzmán Decena, quien fue quien traicionó.

En los expedientes de la Sedena se puede observar un interés de venganza contra Guzmán Decena, aunque se presenta a varios más: al Hummer, a Lazcano y a varios más que se dieron de baja, mientras que otros desertaron, como Guzmán Decena quien se fue al bando contrario. Los documentos se van sobre él y dicen “lo queremos”, “la fiscalía debe traerlo”, “búsquenlo”. Estos tipos fueron reclutados por El June, no por Osiel Cárdenas, en 1997. A partir de esa traición la Sedena se endureció.

Finalmente fue un cambio de modelo en el narcotráfico, de la manera de operar de los cárteles, que antes eran discretos y corrompían en pequeño. Los que metieron el desorden en esto fueron Los Zetas, son quienes le cambiaron el rostro al país para mal.

 

AR: Explícanos a muy grandes rasgos ese cambio en el modelo de negocios, que va desde una mayor crueldad hasta la ampliación de las actividades delictivas.

JAC: Los Zetas pusieron el modelo de cómo matar a los enemigos: antes eran asesinatos con una pistola, pero llegaron ellos y mataron con un cañón, por decirlo de forma simple.

Desde que México empezó el narcotráfico a principios de los años veinte en Sinaloa, los cárteles siempre habían sido pocos grupos pequeños que corrompían al Ejército y a la PGR, y estaban involucrados con muy pocos sectores del Estado que los combatían. No eran las grandes organizaciones sino más bien asociaciones de varios tipos. Como las drogas no se quedaban en México sino que esas bandas eran un trampolín para que llegaran a la alberca de Estados Unidos, aquí el narcotráfico no se vio como problema sino como un mal menor. Cada vez más los estadounidenses presionaban para que cambiáramos las leyes y lo combatiéramos, pero a no hubo preocupación sino hasta los años sesenta.

Después en México ya hubo narcotraficantes en gran escala; al principio metieron mucha mariguana, y crecieron cuando entró más cocaína, cuando ya hubo mayor corrupción. Pero seguía siendo un asunto de pocos y que iba encaminado hacia Estados Unidos.

Entonces Los Zetas vinieron a meter el desorden al disputar las plazas: iban a Choix, a Concordia, y se las peleaban a Sinaloa, se quisieron apropiar del territorio de La Familia Michoacana, y desplazaron a los grupos pequeños que había (como Los Texas, Los Chachos y otros): los fueron integrando, y a los que no lo hacían los mataban.

Los Zetas generaron nuevos negocios: por ejemplo, en un momento dado tuvieron una empresa que traficaba en pipas gasolina a Estados Unidos, y se la vendían a empresas privadas establecidas. Hay cinco grandes ejecutivos presos en ese país entra en este negocio.

Ellos ampliaron los negocios y la estructura creció. En otro momento la droga se empezó a quedar en México, lo que implicó que las narcotienditas debían tener protección para ellas, por lo que se integró a los policías municipales, los alcaldes, los señores que venden alcohol localmente, y entonces se hizo un monstruo.

Además, como querían imponerse con terror, fueron los que introdujeron los métodos de colgar, descuartizar, incinerar y matar cruelmente para asustar a la contra, como le decían.

 

AR: Había otros negocios: el “fiscal” (por llamarlo así), por el que comenzaron a extorsionar a la gente, a acaparar la venta de productos pirata, el tráfico de inmigrantes…

JAC: Se quisieron quedar con todo el negocio donde reinara la corrupción. Fue un modelo que crearon ellos y que después copió toda la delincuencia: cooptar a los funcionarios, aterrorizar a los enemigos, controlar el narcomenudeo, la piratería, los giros negros, los secuestros exprés, etcétera, y, sobre todo, que no se denunciara: a sus víctimas les quitaban el celular, las golpeaban para que proporcionaran la contraseña de sus redes sociales, las revisaban para saber de hijos, parientes, amigos, trabajo y escuelas, y cuando los soltaban les decían que ya sabían todos sus datos. “Denuncias y vamos por ti”, les decían.

Eso provocó una cifra inmensa de secuestros que no están en las cifras oficiales porque también bajaron las cantidades exigidas (entre 30 y 50 mil pesos) para que fueran rápidos.

 

AR: Un asunto muy interesante es que Los Zetas no podían existir de forma totalmente independiente del poder político. ¿Cómo fue su relación con los gobernadores? Allí se mencionan desde Enrique Hernández Hernández hasta Humberto Moreira.

JAC: Hay una conexión siempre, incluso del presidente, con el bajo mundo (aunque esto no quiere decir que el titular del Ejecutivo sea el jefe de los cárteles, como muchos quisieran que fuera. En esta historia te puedes ir hasta Miguel Alemán, luego con José López Portillo y posteriormente con Miguel de la Madrid. El primero tuvo a Carlos I. Serrano, pistolero y jefe de la Policía Judicial Federal; López Portillo tuvo a Arturo El Negro Durazo, y Carlos Salinas a Guillermo González Calderoni. Estos policías amigos del presidente controlaban el bajo mundo y tienen relación con el narcotráfico, por lo que hay una conexión directa, lo que puede hacer creer que los mandatarios lo controlaban y se beneficiaban.

En el caso de Alemán, fue una época en que el presidente manejaba el presupuesto a su antojo, por lo que podía tener todo el dinero que quisiera. Entonces el dinero del narcotráfico era apenas una cajita, pero dejó de serlo desde López Portillo.

Entonces así ha sido con gobernadores y alcaldes: siempre tienen un pistolero que les hace el trabajo sucio, quien tiene la conexión con el bajo mundo, con los jefes de los cárteles. Siempre hay una conexión directa hacia el poder.

 

AR: A partir de reportes de Estados Unidos, comentas que en México ha habido una “narcoinsurgencia”. ¿Qué quiere decir esto?

JAC: Yo lo veo así: cuando en el noreste (Tamaulipas, Nuevo León y Coahuila) los cárteles se quedaron acéfalos por capturas y por divisiones, muchas de las células se quedaron sin control pero ya con el modelo establecido por Los Zetas: manejar delitos del fuero común bajo la dinámica de la delincuencia organizada, lo que les facilitó la impunidad.

En un momento dado en Nuevo León la procuraduría empezó a hablar de Zetas pirata, de tipos que para extorsionar se hacían pasar por miembros de esa banda. Esto creció con la gran cantidad de jóvenes desempleados y pandilleros de todo tipo, que querían tomar la parte de la riqueza nacional que el Estado no les da, por lo que decidieron tomarla al amparo de la marca Zeta, además con el armamento que en la guerra de todos estos años empezó a circular a pasto desde Centroamérica. Así, en un momento dado en el mercado negro del sur podías conseguir un AK47 en 500 pesos; entonces el armamento les hizo sentirse más poderosos e impunes y vino una insurgencia de gente que, sin banderas políticas, quería vivir bien.

 

AR: Quiero vincular esto con otra parte muy interesante del libro, que es la intervención benigna de Estados Unidos en este conflicto: la ayuda social proporcionada por la Agencia para el Desarrollo Internacional. Señalas que hubo muy buenos resultados de esa política.

JAC: Cuando a Calderón le impusieron la lucha contra el narcotráfico, el gobierno de Estados Unidos vio el desmadre de la guerra contra los cárteles, sobre todo en la frontera. Por ello decidió que iban ayudar porque son parte del problema; quisieron replicar en México el Plan Colombia, nada más le llamaron Iniciativa Mérida. Le impuso a nuestro país el modelo de combate al narcotráfico y creó, con Genaro García Luna al frente, la Policía Federal, que se convirtió en un tercer ejército. Metió aviones, helicópteros, tecnología y capacitación. En Monterrey se brincó a la Federación y se puso a modificar las policías estatales e hizo directamente la fuerza civil. Nuevo León le interesaba muy particularmente.

Después vino la captura de capos y el desmadre de que las bandas se quedaron acéfalas y divididas, que se crearon otros grupos, por lo que los estadounidenses se dieron cuenta de que ya no debería ser un combate al estilo tradicional. Entonces cambiaron la orientación de la Iniciativa Mérida para que en lugar de que los fondos se dedicaran a más armamento y capacitación, fuera a programas sociales porque se dieron cuenta de que las bandas estaban reclutando a los jóvenes. En Nuevo León Los Zetas estaban al tanto de las pandillas y de que Monterrey tiene unas favelas que no le piden nada a Brasil. De allí estaban sacando a muchos jóvenes a los que se les hizo fácil integrarse porque no tenían nada que perder. Eso fue lo que les dio mucho poder.

Eso mismo se había replicado en Ciudad Juárez, en una zona de Tijuana y en Nuevo Laredo. Los norteamericanos hicieron una investigación de campo con chavos mexicanos: los contrataron (sobre todo mujeres) y los mandaron subrepticiamente a que fueran a indagar subrepticiamente para a sacar de cómo estaban operando. A partir de eso diseñaron una estrategia para quitarle a esos grupos la capacidad de jalar a las pandillas.

Se dieron cuenta de ello, mientras que en México no lo sabían o no lo estaban operando. Entonces lo que los estadounidenses hicieron fue cambiar la orientación hacia esos proyectos.

 

AR: ¿Hubo intervención del Estado mexicano?

JAC: Se lo brincaron. Incluso a mí me utilizaron para mandar un mensaje al gobierno mexicano, pero que El Universal no captó. Me buscó el jefe de la Iniciativa Mérida, el consulado de Estados Unidos, y un funcionario me habló de varios asuntos; en un momento dado hizo una pausa e hizo énfasis: “Estamos trabajando esto porque el Estado mexicano lo ignora; nos vamos a ir a los municipios, a los estados, aunque de gobierno a gobierno solamente podemos trabajar con la Federación”. Así mandaron el mensaje, pero creo que la nota no la publicó El Universal.

 

AR: En otra parte hablas de la desintegración de Los Zetas y de que mucha de su violencia se ha cebado no nada más sobre las capas altas sino también bajas de la sociedad, incluso taxistas. ¿Cómo ha sido el ataque a estos sectores sociales?

JAC: Ellos se fueron sobre los delitos comunes; por ejemplo, en Monterrey quisieron secuestrar a hijos de empresarios, pero cuando tocas a uno de estos entonces el Estado sí se pone las pilas. Secuestraron a una niña que era familiar de un miembro de la Secretaría de Seguridad, y a los dos días ya los tenían ubicados.

Cuando los cuerpos de seguridad se ponen las pilas, con tantas cámaras, con GPS y otras tecnologías, no hay manera de no encontrar a un tipo importante. Pero si es un pobre diablo, un ratero… Bueno, Los Zetas se dieron cuenta de que era más fácil, rápido y seguro irse sobre gente de menor nivel con menos dinero. Es como el capitalismo gringo: ganar por volumen y no por venta de unidad.

Ese modelo no se ve: está en Iztapalapa y en Ecatepec, por ejemplo, donde hay cientos de secuestros y desaparecidos, y al Estado no le importa porque tiene la visión racista de que la violencia en ciertas partes del cuerpo social es natural.

 

AR: ¿Qué nos dice la violencia desmedida de Los Zetas en lugares como San Fernando y Allende, así como las omisiones, descuidos e incluso complicidad de los gobiernos?

JAC: Allende, pese a ser la peor masacre en el país con 250 personas afectadas entre desaparecidas, muertas e incineradas, además de la destrucción de 40 residencias, estuvo sin conocerse un año y medio. Y no fue solamente en un pueblito como Allende: también destruyeron 27 residencias en Piedras Negras, una ciudad fronteriza importante.

¿Cómo pudo ocurrir que de Monclova, Piedras Negras, Allende y Sabinas, se llevaron gente, y que allí hayan llegado en convoyes de 15 o 20 camionetas? ¿Cómo pudo pasar eso a la luz del día y que hubiera incendios, desaparecidos, llamadas a la procuraduría, que pasara más de un año y nadie supiera nada? Solamente se explica como complicidad de la familia Moreira y del gobierno.

 

AR: ¿Cuál es la herencia de Los Zetas? Al final del libro dices que su modelo delincuencial ha llegado al Estado de México y a Ciudad de México.

JAC: Ellos crearon un mecanismo de corrupción hacia las autoridades, y también de cómo manejar ciertas plazas, meterse a los negocios ilegales y cómo controlarlos, pero sobre todo el terror para someter a quienes querían controlar, ya sean autoridades o sectores de la sociedad.

Ahora, por ejemplo, ya se está cobrando derecho de piso hasta a negocios de Polanco. ¿Qué hago cuando llega un tipo, un pobre diablo, a un negocio y dice: “A partir de ahora tienes que darme 20 mil pesos mensuales?”. Pero cuando matan al tipo que era gerente del negocio, ¿no te va a pasar lo mismo? Entonces se trata del sistema de terror que ellos crearon para someter. Si no pagas, te matamos, y todos los de alrededor van a pagar.

El terror es la mecánica que ellos utilizaron para someter, y eso es lo que han heredado. Estamos hablando de que incluso descuartizaron a personas mientras aún estaban vivas, a lo que no estábamos acostumbrados en México. Eso podía ocurrir en África, en zonas de Centroamérica, en las guerras; pero ¿qué tiraran una cabeza en México?

 

AR: ¿Cómo fue la internacionalización de Los Zetas? Hablas, por ejemplo, de que Herfiberto Lazcano anduvo en Centroamérica…

JAC: Empezaron a hacer alianzas en Italia, con la mafia rusa… pudo ser con uno y con otros grupo. Las mafias internacionales se asocian con quien tenga el poder en un momento dado, y en cierta etapa los que tuvieron el control del tráfico de cocaína fueron Los Zetas. Pero eso fue variando porque eso nunca es permanente, siempre fueron mutando.

 

AR: ¿Cuál fue la respuesta social a Los Zetas? En el libro cuentas que hubo un empresario de San Pedro que decía a sus vecinos que se quedaran a luchar.

JAC: Ha sido muy pobre. En Tamaulipas hay un grupo de autodefensa promovido por otro grupo que peleó contra Los Zetas. Más bien la sociedad fue sometida; ha habido más respuesta social en Guerrero o en Michoacán con las autodefensas (que no eran las que controlaban los narcos, aunque también estos tenían las suyas).

En general lo que tenemos en la sociedad mexicana es que estamos muy acostumbrados a que el gobierno nos resuelva todo, incluso con el asistencialismo que es criticado por El Bronco. Hay sociedades que están acostumbradas a que el gobierno vaya y les limpie el terreno que está enfrente de su casa, y eso es un problema porque la sociedad no se organiza realmente para denunciar y combatir. Por eso el gobierno de Estados Unidos intervino más.

 

AR: ¿Cuáles fueron las grandes causas de la caída de Los Zetas?

JAC: Las traiciones, las divisiones. La guerra los debilitó y las divisiones empezaron a fraccionarlos: el grupo central se quedó en el Cártel del Noreste, pero se formaron bandas como Zetas Vieja Escuela, Zetas por acá y por allá.

Pero lo fundamental fue la traición de Miguel Ángel Treviño, que siempre vio a los militares (que en un momento controlaron e hicieron poderosa a la organización) como los que tenían mayores posibilidades de ascender. Él los fue denunciando, siempre con la Policía Federal.

Si revisas a los capos que capturó la Policía Federal en los años 2006-2007, 2009-2010, siempre que fueron Zetas fue por una delación de él. Así lo hizo: los iba quitando para subir él, porque tenía el problema de que no era militar. Treviño y su hermano los comenzaron a traicionar, y se quedaron con la organización, pero cada vez más debilitada y menos capacitada, más salvaje. No es por defenderlos, pero al principio los militares tuvieron otra mística de cómo querían operar y no se querían meter con la población; sólo lo hicieron cuando perdieron ingresos.

 

AR: La Marina sale bien librada en tu historia; tenían incluso la confianza de Estados Unidos.

JAC: No sale bien librada; lo que pasa es que fueron los más efectivos porque trabajaban con Estados Unidos. Yo he escrito que se llevaron a mucha gente inocente. Estoy en un caso de 22 personas que detuvieron y no aparecieron.

 

AR: ¿Qué riesgos corriste al hacer este libro?

JAC: Los normales. En un momento me amenazaron, me retracté y dejé de escribir. Siempre el que te amenaza es un capo al que le molestó cierto asunto. Pero los capos no son permanentes, como tampoco las amenazas; van mutando, lo que depende de que llegue uno u otro.

Entonces hay riesgos, pero yo decidí jugármelos al escribir porque no estaba a gusto con que estos tipos impusieran su ley. Había que contarlo.

El principal factor fue que yo me divorcié de la familia; convivo con ella y todo, pero me separé para no ponerla en riesgo, lo que decidí asumir. Claro, gran parte es historia, y me cuido al no contar lo más delicado, porque tampoco quiero ser mártir.

 

AR: ¿En dónde ves la esperanza de que esta situación de la delincuencia cambié?

JAC: Será a largo plazo porque en el corto no hay esperanza, ni siquiera con López Obrador, quien tiene un discurso que no es acorde con lo que ocurre aquí. Este asunto de reconciliación, perdón y amnistía sería para Colombia y las FARC, pero no para México.

Por eso le va muy mal en los foros, porque no le puede pedir a las víctimas de criminales que les mataron a sus familiares que los perdonen. Estás hablando de guerra no sólo de un grupo armado al que tienes que darle amnistía, sino de miles de banditas.

 

AR: Al principio del libro afirmas que sobre el tema del narcotráfico hay periodistas de Ciudad de México que han contribuido a crear muchos mitos. ¿Qué ha pasado con este periodismo?

JAC: El de Los Zetas fue un tema muy difícil de cubrir, más desde Ciudad de México, donde la narrativa es la que el gobierno te proporciona. Por eso un libro reciente dice que no existen los cárteles, lo que causó polémica: allí el colega estaba tratando de decir que lo que existe es la narrativa del gobierno sobre la violencia y sobre los cárteles, y que era muy difícil poder captar la dimensión del asunto desde  Ciudad de México.

Yo escribo desde la provincia, pero no por estar allí te da ventaja, y no porque un reportero de Ciudad de México vaya y haga una buena investigación lo vas a descalificar, sino al contrario: cuando llegan desde fuera pueden tener una mayor visión porque los de adentro ya se acostumbraron a ciertos asuntos. Pero en este caso era una situación muy difícil indagar, captar, entender, porque el periodismo de investigación sobre el narco estaba proscrito en zonas como Chihuahua, Tijuana, Ciudad Juárez, Michoacán, Guerrero, Tamaulipas, Coahuila, etcétera.

Cuando se vino la oleada de que están matando periodistas (estamos hablando de hace unos tres o cuatro años), cuando llegaron apoyos internacionales, del Pen Club, entonces hubo quienes quisieron empezar a dar la apariencia de grandes reporteros que estaban descubriendo el hilo negro. Pero eso, para nosotros y por las zonas en que estamos, son leyendas urbanas que no tomaríamos en cuenta.

 

AR: Hay varias partes del libro en las que dices “esto no salió en los medios nacionales”. ¿A qué se debió esto, porque en muchos casos eran asuntos escandalosos?

JAC: Pues era un poco censura del mismo crimen organizado, y otro asunto es la incapacidad de los editores de la capital del país para entender la provincia. Desde la capital ésta se ve muy nebulosa; hay una incapacidad para entender su dimensión: al principio se minimizó y luego se exageró lo que estaba pasando. Hubo historias y circunstancias que no fueron entendidas; por ejemplo, nosotros tuvimos en San Fernando, en Monterrey y en Allende hechos más terroríficos que lo de Ayotzinapa, y no tuvieron ni siquiera la mitad del eco que este último caso. San Fernando fue peor: hay mil personas desaparecidas, otras dos mil muertas, mil huérfanos; en las fosas fueron hallados más de 300 cadáveres, aunque oficialmente la cifra quedó en 193, con los 72 migrantes, entre otros asuntos. No se entendía qué estaba pasando: por qué, a qué se debía, cómo fue que el pueblo estuvo tomado.

 

AR: En el libro hablas de cómo la banda comenzó a silenciar a los periodistas, desde El Mañana (a cuyo director asesinaron en 2004) y llegas hasta cuando Alejandro Junco de la Vega tuvo que irse a Texas porque habían lanzado granadas en sus oficinas. ¿Qué ha pasado con la prensa en las zonas dominadas por Los Zetas?

JAC: El mejor ejemplo es Tamaulipas porque recibió la presión del crimen organizado porque amenazaron a los reporteros, y la presión de los gobiernos de Tomás Yarrington y de Eugenio Hernández para que la violencia no saliera hacia la capital del país. A los grandes dueños los compraron con publicidad para que se dijera que en Tamaulipas no estaba pasando nada.

Entonces realmente tenemos un problema muy serio: mientras los medios dependan de la publicidad gubernamental, el periodismo de investigación bien hecho tiene sus límites.

 

*Entrevista publicada en Zenzontle 400 en septiembre de 2019.