Excélsior, un espejo del Estado mexicano
Entrevista con Arno Burkholder*
Ariel
Ruiz Mondragón
Uno
de los principales diarios de la historia de México lo ha sido Excélsior, que el próximo año cumplirá
un siglo de existencia. Ese proyecto periodístico, surgido de la iniciativa de
Rafael Alducin y que apareció en las calle en marzo de 1917, cuando el
constitucionalismo surgía triunfante de la Revolución mexicana, nos aporta
buenos indicios de lo que fue la prensa mexicana durante el siglo XX, mucho de
lo cual aún vivimos.
Son
seis décadas de la historia de ese importante diario las que son abordadas en
el libro La red de los espejos. Una
historia del diario Excélsior,
1916-1976 (México, Fondo de Cultura Económica, 2016), de Arno Burkholder,
en el que, como dice el propio autor al inicio de la obra, se rescata “el
surgimiento de Excélsior, sus
conflictos con el Estado, la consolidación del periódico y la gestación de
muchos problemas que provocaron el estallido de 1976”.
Sobre
ese libro Etcétera conversó con
Burkholder, quien es doctor en Historia por el Instituto de Investigaciones Dr.
José María Luis Mora, con un posdoctorado en la Escuela de Graduados en
Administración Pública y Política Pública del Instituto Tecnológico y de
Estudios Superiores de Monterrey. Ha sido profesor en la Facultad de Estudios
Superiores Acatlán, en el Instituto Mora y en el ITESM; en el Centro de Cultura
Casa Lamm es coordinador académico de la maestría en Historia de México. Miembro de la Red de Historiadores de la
Prensa y el Periodismo en Iberoamérica, ha colaborado en publicaciones
como Historia Mexicana, Secuencia, 20/10 Memoria de las Revoluciones
en México, Relatos e Historias en México, Emeequis y Chilango.
Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué hoy un
libro sobre Excélsior, una historia
enfocada en su funcionamiento, como dice, pero también sobre su relación con el
Estado?
Arno Burkholder (AB):
Primero: ¿por qué una historia? Necesitamos conocer nuestro pasado. Como
historiador estoy convencido de que conocer el pasado nos permite entender nuestro
presente. A pesar de que hace relativamente poco acaba de transcurrir el siglo
XX, lo cierto es que sabemos poco sobre él. Nos falta entender muchas cosas que
ocurrieron en esa época. Sí tenemos material, pero de historiadores sobre el siglo
XX todavía nos falta muchísimo.
En
específico, Excélsior es un periódico
que va a cumplir cien años: ha estado desde la firma de la Constitución de 1917
hasta la visita de Donald Trump hace unos meses. Le ha tocado vivir muchos acontecimientos,
ha influido en la vida de este país; allí se formaron generaciones de
periodistas, que después llevaron ese conocimiento a otros diarios y por eso
también ha influido. Es uno de los pilares de nuestra prensa, y por eso es
necesario conocerlo.
Había
que hacer una historia de Excélsior, así
como hay que hacer las de todos nuestros diarios, para entender nuestra prensa
y comprender cómo ha influido en nuestra vida nacional.
AR: En el comienzo del libro se señala
el declive de la prensa porfiriana, pero también la continuidad que marcaron
los periodistas de El Imparcial que
fueron a dar a Excélsior. ¿Cuál fue
la continuidad con la prensa porfirista que marcó Excélsior en las primeras iniciativas de Rafael Alducin y José de Jesús
Núñez y Domínguez?
AB:
Un Estado siempre necesita una prensa, lo que es una característica de
cualquier Estado contemporáneo. Cuando al fin Venustiano Carranza y su grupo
ganaron la Revolución mexicana, cuando contuvieron a Zapata y derrotaron a
Villa, se quedaron con la capital y pudieron establecer las bases de lo que hoy
es el país, y decidieron que necesitaban una nueva prensa. Ya no podían contar
con El Imparcial ni con lo que
quedaba de la prensa porfiriana, pero tuvieron que recurrir a los periodistas
que se formaron durante el Porfiriato. Todos ellos tenían experiencia, que iba
desde saber cómo se cubría una nota, cómo se escribía, cómo se establecían las
relaciones con las fuentes de información a todos los niveles y, al final,
cuáles son las relaciones que un periódico debía tener con un gobierno.
Eso
vino directamente desde el Porfiriato. Considero que hay un know how periodístico, una forma de
hacer las cosas que en la prensa mexicana se consolidó en El Imparcial y que se mantuvo gracias a El Universal, Excélsior y
los periódicos que les siguieron durante el siglo XX. Ese nexo fue fundamental.
Tengo
la impresión de que Excélsior y su
gran competidor, El Universal, son un
gran puente histórico: de un lado estaban El
Imparcial y la tradición periodística del siglo XIX, que fue muy compleja,
y del otro lado están un montón de medios, empezando por Proceso, y de allí hasta la prensa electrónica que tenemos
actualmente.
Hay
una continuidad histórica muy interesante, en la que también se ve la relación
tan compleja entre la prensa y el Estado: la primera no tiene muchos lectores y
necesita el apoyo del segundo para sobrevivir, y un Estado que considera que
debe tener medios y que éstos deben ayudarle. Así se establecieron relaciones
de complicidad que vienen de muy antiguo y que siguen hasta hoy.
AR: Al respecto hay una anotación
muy interesante: dice que en los años 1916-1917 había una necesidad de este
periodismo, al que llama “periodismo empresarial”, en el que son fundamentales
la colaboración con el Estado, la obtención de beneficios económicos y enfocarse
a la clase media. ¿Cómo ha influido esto en el ejercicio periodístico?
AB:
Estos periódicos surgieron, sí, con la intención de informar, de ser creadores
de opinión en la sociedad mexicana, y también como negocios. Esto lo tenía muy
claro Rafael Alducin, y es lo que lo llevó a considerar el tipo de público que
estaba buscando. Desde el primer número de Excélsior
lo dijeron: queremos enfocarnos a la clase media y que ayude a la
reconstrucción del país luego de la Revolución mexicana.
Por
ello fue el tipo de publicidad con el que llenaban sus espacios: salas de cine,
tiendas departamentales, ropa, agencias de viajes, automóviles, bienes raíces,
lo que podían consumir las clases media y alta ya desde esos años.
Por
otro lado estaba la relación con el poder: los periódicos siempre van a
necesitar el dinero del Estado para sobrevivir, porque la venta directa en las
calles, por suscripción y de espacios publicitarios no les alcanzaba. Entonces
el Estado siempre tiene que darles dinero, primero con Carranza, quien les
consiguió papel barato y, por supuesto, les dio dinero a sus periodistas. De
eso se acusó a Excélsior muchas
veces.
Luego
vino la gran consolidación con Lázaro Cárdenas, quien fue quien
institucionalizó la relación entre el gobierno y los periódicos mediante los
apoyos que les daba Nacional Financiera, la Secretaría de Hacienda, el
Departamento Autónomo de Prensa y Propaganda y Productora e Importadora de
Papel, S. A., lo que ayudó a que los periódicos en México sean empresas muy
pobres de empresarios muy ricos.
Es
un muy buen negocio tener un periódico, siempre y cuando entiendas que tu
primer cliente es el Estado. Si quedas bien con éste, él te va a dar papel a un
precio mucho menor que el del mercado, le va a dar dinero a tus periodistas
para que no tengas que pagarles un gran salario, te va a perdonar las deudas
que tengas y la vas a pasar bastante bien. Eso te va a hacer un empresario con mucho
dinero aunque tu negocio se esté cayendo.
AR: Hay otro mecanismo que señala
que surgió con Cárdenas: las “igualas”. El intercambio no era gratuito. Los
años veinte fueron una etapa muy crítica de Excélsior
con los gobiernos de Obregón y Calles, pero luego vinieron las “igualas”, por las
que los periodistas llegaron a sacar más dinero que de su sueldo. ¿Cómo afectó
esto el desarrollo del periodismo?
AB:
Como los periódicos no tenían lectores había que buscar otras fuentes de
dinero. La tradición de pagarle muy poco o nada a los periodistas por su
trabajo es antiquísima en este país. Quizá el primero que lo dijo claramente
fue un gran empresario del siglo XIX llamado Ignacio Cumplido, que tenía el
periódico El Siglo Diez y Nueve: “Yo
me imagino a mi periódico como un gran balcón en el que permito que los que
escriben se suban en él, y a través de sus opiniones los vea toda la sociedad.
Al subirse al balcón mis escritores van a conseguir los contactos necesarios
para encontrar trabajos que les permitan ganar dinero. Por esa razón yo siempre
les pago muy poco, porque al final yo les estoy haciendo un servicio al
permitirles que todo el mundo los conozca”.
Así
es como hicieron carrera, entre otros, Guillermo Prieto y Manuel Payno, quienes
ganaban miserias en El Siglo Diez y Nueve,
pero gracias a lo que escribieron rápidamente encontraron chamba en el
Ministerio de Hacienda, lo cual les permitió construir una gran carrera en el
servicio público, amén de lo que hicieron como escritores.
Esa
política se mantuvo durante el resto del siglo XIX y durante gran parte del XX.
El periodista siempre ganó muy poco; pero no todos fueron Prieto o Payno, ni
todos alcanzaron los contactos para llegar tan alto como esos dos señores. Así,
a los periodistas les pagaba un mexicano que consideraba que una forma muy
buena de controlar a los periodistas era darles dinero: ganaban muy poco,
entonces había que completarles. A esto se refiere “la iguala”, “el embute”, “el
chayo”, “el sobre” y otros nombres que ha tenido. Así, había que darles un
sobrecito a los periodistas porque, pobrecitos, no tenían dinero, y además había
que permitirles que estuvieran cerca de las fuentes.
Hace
varios años yo escuchaba a un periodista muy famoso decir que en el medio todos
los periodistas eran conocidos como “los Cenicientos”, porque en la mañana desayunaban
con el Presidente, en la tarde estaban con un secretario de Estado y en la
noche podían reunirse con un industrial de mucho dinero, pero tenían que irse a
casa antes de las 12 de la noche para que no les cerraran el Metro.
Para
la empresa la “iguala” era muy conveniente porque no tenía que invertir en los
sueldos de los periodistas, y funcionaba. Pero la prensa sí desarrolló otro
mecanismo para que los reporteros ganaran dinero pero sin que le costara al
periódico: ponerlos a vender publicidad. Cubrían fuentes que iban a querer
comprar anuncios en el periódico. Si vendían espacios publicitarios ganaban un
porcentaje (esto variaba en Excélsior,
10 u 11 por ciento).
En
el caso de Excélsior, durante los
años sesenta y setenta eso permitía que los periodistas ganaran mucho dinero; me
lo platicó Miguel Ángel Granados Chapa: la verdadera entrada de dinero estaba
en vender espacios publicitarios.
Eso
quiere decir que trabajar en el periódico era muy importante porque permitía
tener los contactos con el poder, y era el sitio donde escribir cosas que
mantuvieran estas relaciones para hacer el gran negocio de vender contratos publicitarios.
De esto es de lo que en realidad vivían estos periodistas, a quienes también se
les permitía tener muchos otros negocios distintos. Por esto se entiende una
frase muy clásica de la prensa mexicana: “A mí no me den, pónganme donde hay”.
Así,
para estos periodistas (pienso en un Carlos Denegri, por ejemplo) no había
ningún problema en ganar una miseria como reportero de Excélsior, porque tenían los contactos que le permitían ganar
centenas de miles de pesos y darse una gran vida.
AR: Hay una parte donde relata que
Julio Scherer quiso modificar estas prácticas. ¿Qué ocurrió con ese intento?
AB:
Scherer es una figura muy fascinante y muy compleja, que viene de esta tradición
periodística mexicana de los años cuarenta, cuando él ingresó a Excélsior, y conocía todo esto. En 1968,
cuando llegó a la dirección del periódico, tendió a hacer cambios fundamentales
en el periódico.
Scherer
detectó que había un nuevo público y que había que acercarse a él. Era un
público que cuestionaba mucho a estos periodistas: allí estaban las
manifestaciones del 68 que pasaban cerca de la “Esquina de la información”, y a
Excélsior y a El Universal les gritaban “prensa vendida”, lo que a Scherer le
enojaba mucho.
Él
se vio como parte de una nueva generación y decidió que había que hacer
cambios. Los más importantes, por los que lo recordamos, estuvieron en la
planta editorial: contrató un montón de gente que criticaba al gobierno. Pero
además intentó, aunque no lo logró, hacer cambios en un punto, por una parte
tan importante y por otra tan abandonado, del periodismo mexicano: los reporteros,
los que consiguen la información.
La
tradición periodística mexicana no es de reporteros sino de columnistas, que
son los importantes, cuando deberían ser los primeros porque son los que
consiguen la información. Pero esto no pasó. Scherer los conocía a todos, y
sabía perfectamente que todos tenían negocios, que vendían publicidad y que
aparte tenían otros negocios: su gerente general, Alberto Ramírez de Aguilar,
tenía un negocio de venta de agua destilada para los hospitales, Manuel Mejido
tenía un negocio de contrabando en la frontera, etcétera. Todo mundo tenía
negocios, y Scherer sabía que surgían porque estos reporteros tenían el control
de las fuentes más importantes, especialmente la Presidencia de la República,
que dejaban muchísimo dinero.
Quedaba
claro que lo que Scherer quería era también controlar la redacción, y por eso
amenazó a reporteros con quitarles esas fuentes en las que habían trabajado
durante décadas. Cuando llegó a la dirección, al primero que recortó fue a
Carlos Denegri; éste, como lo cuenta en una anécdota Guillermo Ochoa, llegó a
meterse al despacho de Scherer a pedirle que le diera otra vez su espacio para
poder seguir escribiendo. Esto debió haber sido por 1969. Scherer sí le dio el
espacio a nuevos periodistas, y de allí vienen Carlos Marín y José Reveles, que
allí empezaron su carrera.
Parece
como si Scherer hubiera intentado, a largo plazo, también hacer un cambio en
los reporteros, pero no lo logró. Era meterse en demasiados problemas, significaba
poner en su contra también a la redacción del periódico, y Scherer no quería
eso. Entonces al final, amenazada, pero dejó a gran parte de la antigua planta.
Los reportajes y notas de Excélsior
no eran tan escandalosas o tan críticas con el gobierno como sí lo eran las
columnas. Los reporteros nunca llegaron a ser tan importantes como los
columnistas: Daniel Cosío Villegas siempre estuvo encima de cualquiera de los
reporteros, aunque éstos llevaran información muy importante.
Scherer
intentó ese control pero no lo consiguió, y se enfocó más en los columnistas,
que fueron la base de su periodo como director.
AR: A lo largo del libro se aprecia
la gran vinculación del régimen de la Revolución mexicana con la prensa: hubo
una fase de gran inestabilidad, de 1917 hasta principios de los años treinta; luego
una era de estabilidad hasta los años sesenta, que se rompió en 1968, cuando
comenzaron los problemas entre el gobierno y Excélsior. ¿Cómo se vincularon el régimen de la Revolución y el
diario?
AB:
Son profundamente coincidentes. Ese es uno de los asuntos que más me asombraron
de la investigación: la prensa necesita al Estado y el Estado necesita a la
prensa. Entonces los momentos de crisis del Estado lo son también de la prensa.
En
el periodo 1916-1934, por ejemplo, el nuevo Estado apenas estaba naciendo, no
había relaciones claras e institucionales; sí había reparto de dinero por parte
de políticos, pero también fue un periodo de mucha violencia. Eso se observaba en
los periódicos: no había una relación clara con el gobierno, no estaban
establecidos los límites como sí los había marcado Porfirio Díaz.
Luego,
desde principios de los años treinta y hasta 1968 ya hubo un Estado
consolidado, sin un peligro real a su subsistencia porque se acabaron las
sublevaciones y comenzó a invertir mucho en obra pública. Para difundir todo
eso necesitaba una prensa, por lo que empezó a apoyar a los periodistas.
En
esos años a los periódicos les empezó a ir bastante bien: Excélsior logró estabilidad interna, se convirtió en una cooperativa,
y tuvo a sus dos grandes dirigentes, Rodrigo de Llano y Gilberto Figueroa. Así,
de 1932 a 1963, todo estuvo relativamente tranquilo en el diario.
Pero
en Excélsior empezó un periodo de
crisis en 1963, que siguió hasta 1976, por circunstancias estrictamente
internas. Eso se vinculó con la crisis del Estado mexicano, que empezó
justamente en 1968 y que en 1976 estalló en la gran crisis económica. En medio
estaban los problemas con los empresarios, con la Iglesia, la guerrilla, la
postura de México en el exterior y una actitud del Estado de reaccionar en
lugar de volver a proponer, como lo había hecho en esos años.
Todo
eso quedó claro en Excélsior:
dependía muchísimo del Estado mexicano, y por eso las crisis de éste le
pegaron, además de las crisis que tenía a su interior.
AR: En las crisis del diario,
incluso en su formación, fue clave el papel de los políticos poderosos:
Carranza apoyó a Alducin en los inicios; al inicio de la década de los treinta
Plutarco Elías Calles ayudó a los trabajadores a convertir la empresa en
cooperativa; en la crisis de 1965 Gustavo Díaz Ordaz estuvo a favor de Manuel
Becerra Acosta, y luego vino la de 1976, en la que siempre se ha dicho que
intervino Luis Echeverría. ¿Cómo participaron estos políticos en la vida
interna de la empresa y después cooperativa que fue Excélsior? Parece que, finalmente, eran los grandes árbitros de las
disputas internas.
AB:
Hubo muchas relaciones micro entre los periodistas de Excélsior y los políticos, y arriba hubo una enorme relación entre
los que dirigían el periódico y el poder más importante: la Presidencia de la
República. Siempre necesitaron el respaldo del árbitro final, porque el Estado
mexicano, a partir de 1916, volvió a construirse así: uno en el que el poder
más importante tenía que ser el Presidente de la República. Fue un proceso que
costó mucho trabajo, que no se consolidó en 1916 sino hasta años más tarde.
Había
que retomar a este presidente-caudillo que fue Porfirio Díaz, pero había que
institucionalizarlo para que lo que importara fuera el cargo y no la persona que
lo ocupaba. Así, con el que había que hablar era con el señor Presidente de la
República.
Cuando
el Estado estuvo en crisis quedó claro que las relaciones con el Presidente podían
ser muy complejas. Los primeros años de Excélsior
con Carranza, de 1917 a 1920, fueron de crecimiento porque el Estado mexicano
estuvo dispuesto a apoyarlo: permitir que surgiera, darle dinero e información
para que la difundiera entre la sociedad.
En
el periodo 1920-1928 empezaron los problemas porque los hijos políticos de
Carranza, los sonorenses Álvaro Obregón y Calles, no querían a Excélsior. Era una generación que se
considera revolucionaria, y que vio a Excélsior
y a quienes lo hacían como los restos del Porfiriato. Luego estos
revolucionarios, además de tener el poder, empezaron a vincularse con la nueva
iniciativa privada mexicana, lo que los hizo tremendamente ricos, lo cual se
consolidó en los años de Miguel Alemán. La Presidencia era todavía una
institución muy débil, cuando ni Obregón ni Calles llegaron al poder realmente
por elección sino porque tenían poder político y militar. Entonces la relación
con Excélsior era muy difícil, además
de que en medio estuvo la guerra cristera.
Excélsior
no era un periódico oficial sino oficioso, que sabía que tenía que llevarla
bien con el Estado, pero que, además, necesitaba al público de clase media, que
en su mayoría era católico y que no estaba muy contento con lo que estaba
pasando. El diario tuvo que equilibrar entre los dos, lo que le ocasionó
tremendos problemas, los que al final estallaron con el asesinato de Obregón en
1928, cuando Calles casi le echó la culpa de azuzar a los enemigos del régimen.
En
el periodo 1928-1932 Excélsior
intentó ser tremendamente complaciente con el Estado, y eso estuvo a punto de
ocasionar su desaparición porque tampoco funcionó. Los cambios vinieron en el
momento en que el Estado se consolidó con Lázaro Cárdenas y el periódico ya era
una cooperativa que no dependía de las organizaciones sindicales, que podía
negociar directamente con el Estado y que tenía claro que sí tenía que cuidar a
su público pero también la relación con el poder. Eso le dio estabilidad, que
llegó después con Manuel Ávila Camacho, Miguel Alemán, Adolfo Ruiz Cortines y Adolfo
López Mateos, la cual empezó a romperse con Díaz Ordaz.
El
periódico siempre buscó al árbitro supremo, y éste tenía claro que aunque fuera
una cooperativa, un supuesto gobierno de trabajadores, los que importaban eran
los que mandaban: quien controlaba el periódico y el que controlaba la
cooperativa. Entonces había que hablar con De Llano y con Figueroa. Tan
importante era esto que cuando ellos dos se murieron en 1962-1963 empezó la
crisis, porque no hubo forma de que dentro de Excélsior volvieran a surgir líderes con ese poder al interior y al
exterior.
Entonces
el gobierno de la República, que necesitaba que el periódico estuviera en paz,
tuvo que intervenir: apoyó al grupo que se quedó en 1965, respaldó a Scherer y lo
abandonó en 1976 para intentar que Excélsior
volviera a ser un periódico estable. Esto era lo más importante: el Estado
mexicano necesitaba que el diario fuera estable en su interior para que
siguiera funcionando y sirviendo a los intereses del poder.
AR: ¿Cómo se conjuntaron las dos
crisis: las muertes de De Llano y de Figueroa en 1962-1963, con la formación de
los grupos políticos al interior del periódico: el de Últimas Noticias, orientado hacia el anticomunismo y la derecha, y
por otro lado el grupo renovador de Scherer, de tendencia hacia la izquierda?
AB:
Excélsior era un periódico en el que
había muchas opiniones. Eso es muy interesante: siempre vemos con desprecio a
la prensa mexicana de los años treinta hasta 1976, y pensamos que fue una
prensa vendida en la que todos opinaban igual. No es cierto: al interior de los
periódicos había muchos grupos con distintas opiniones, y en Excélsior era claro: había grupos de una
derecha muy radical, vinculados con los cristeros; había grupos de derecha
moderada, que consideraban que debería haber un mayor acercamiento con Estados
Unidos; había grupos de izquierda moderada, profundamente católica, que seguían
creyendo que la Revolución mexicana estaba viva, que era un proceso
institucional y que lo que había que hacer era depurar a sus miembros, y hacia
finales de los años sesenta empezó a surgir una incipiente izquierda que
empezaba a considerar que debería haber cambios radicales en el Estado.
Había
muchas opiniones, lo que ya sabía y utilizaba De Llano; si bien era
tremendamente institucional y progobiernista, consideraba que era necesario que
el periódico fuera variado, por lo que presentaba distintas opiniones, primero
para no comprometerse con nadie, y luego para poder decir que eran una prensa
que utilizaba la libertad de expresión y que era libre e independiente.
Estos
grupos, cobijados por De Llano y Figueroa, se quedaron allí durante décadas.
Cuando Excélsior surgió como una
cooperativa, una de sus metas era educar a sus trabajadores para que aprendieran
a convertirse en los dueños de su empresa, y como tales participaran en la toma
de decisiones para que todo mundo pudiera compartir los beneficios.
Al
final eso nunca ocurrió. Excélsior
rápidamente consolidó una división tripartita en la que lo más importante era
lo que pasaba en la redacción, luego seguía la administración, que es la que
manejaba el periódico, y al final el pueblo llano: talleres. De allí surgieron
una serie de liderazgos, pero entre 1932 y 1963 todo mundo entendía que las
voces importantes eran las de sus dos pontífices: De Llano y Figueroa. Y el
periódico caminó; después de haber pasado por las crisis de los años veinte,
los trabajadores de Excélsior vieron
que, para empezar, ya estaban cobrando un salario, lo cual los tranquilizó;
luego, que les tocaban más estímulos económicos si hacían otros trabajos, y después
les permitieron tener negocitos particulares porque éstos no sólo eran de los
periodistas sino a todos niveles; luego podían meter a la familia y podían
aspirar a reservaciones de hoteles más baratas, viajes, compras de trajes y de
alcohol. Podían hacer un montón de cosas.
Si
el periódico caminaba, ¿para qué se iban a meter en problemas? Eso, más la mano
dura de De Llano y Figueroa, permitió su consolidación. Cuando el Estado
mexicano vio eso decidió apoyar a los dos, que Excélsior podía estar tranquilo y que podía contar con su respaldo.
No había problema, todos estaban bien.
Pero
pasaron los años, y cuando se murieron De Llano y Figueroa quedó claro que la
cooperativa no sabía gobernarse a sí misma, que aunque tuviera un documento con
las bases constitutivas con los pasos a seguir, nadie confiaba en ellas y que
lo que necesitaba era alguien que la gobernara. Un cooperativista muy famoso me
lo dijo de esta manera: “De repente se nos murió el papá y no supimos qué
hacer”. Entonces empezaron a aparecer varios que querían ocupar ese cargo, y
cada quién tenía sus ideas.
Entonces
se dividieron: estaban los que venían del sinarquismo, y estos “jóvenes” de los
años cuarenta que ya para los años sesenta eran importantes. No había forma de
negociar entre ellos, que fue lo más impresionante. Estaban tan divididos, tan
marcadas sus opiniones que se pelearon por Excélsior,
y al final el que tuvo que decidir fue el árbitro supremo. Si ya no estaban los
papás porque se murieron, tuvieron que recurrir al que mandaba en el país: el
Presidente de la República, Díaz Ordaz.
Allí
lo que quedó claro es que esta organización que supuestamente intentaba ser un
modelo democrático nunca lo fue, y en eso se parecía muchísimo al país, donde
había una Constitución que desde 1917 señalaba un montón de cosas que
supuestamente iban a construir este país como una democracia, y en la realidad
nos volvimos un sistema autoritario, paternalista, antidemocrático, en el que
la voz del presidente de la República era la más importante.
AR: ¿Por qué en 1965 Díaz Ordaz se
decantó por la izquierda con Manuel Becerra Acosta, y no con la derecha?
AB:
Esa es una pregunta muy interesante que tiene mucho que ver con el enorme
desconocimiento que aún tenemos del sexenio de Díaz Ordaz; pensamos en éste y
de inmediato surge Tlatelolco, pero ocurrieron muchas cosas en ese sexenio. Es
cierto que era un hombre muy influido por la derecha mexicana, especialmente la
de Puebla; también era un hombre profundamente institucional, muy marcado por la
tradición paternalista autoritaria que viene del cardenismo.
Díaz
Ordaz, como secretario de Gobernación de López Mateos y ya luego como
Presidente de la República, era un hombre que se dio cuenta de que había muchos
grupos de poder en el país, y que la Presidencia de la República tenía que
encontrar la forma de controlarlos a todos, lo cual se le hizo tremendamente
difícil. Eran los años sesenta, en los que en este país había una división muy
clara: por un lado estaba el Movimiento de Liberación Nacional, con un montón
de intelectuales bajo la sombra del general Lázaro Cárdenas; por el otro,
dentro del PRI había un movimiento mucho más cercano a la iniciativa privada,
en el que estaban Abelardo Rodríguez y Miguel Alemán. En la Iglesia mexicana,
además, ya se empezaban a señalar diferencias entre los grupos más
conservadores, muchos vinculados al arzobispo primado de México, al incipiente
poder de los Legionarios de Cristo, y los grupos que se vincularon con el
pensamiento de Juan XXIII, la Teología de la Liberación y el Concilio Vaticano
II.
Esto
quiere decir que en el México de los años sesenta ya había el germen de
profundas divisiones que estallaron en los años setenta.
Yo
creo que este contexto sirve para entender por qué Díaz Ordaz tomó su decisión.
Tenía dos posibilidades: los periodistas muy antiguos de Excélsior, pero que él sabía que venían de una raíz profundamente
católica y derechista, que estuvieron en la guerra cristera y fueron
sinarquistas, que recuerdan el caso de José Elguero, un gran columnista de Excélsior que apoyó a los cristeros, al que
el gobierno de Calles expulsó del país.
Del
otro lado estaba un grupo que también tenía una enorme legitimidad en Excélsior porque tenía al frente al gran
Manuel Becerra Acosta, fundador del diario, y que estaba convencido de que la
Revolución estaba viva, pero que al mismo tiempo era de apertura. Sí eran muy
católicos, pero les interesaba un catolicismo adecuado a los tiempos que
corrían.
Para
1965, cuando pasó todo esto, el país vivía la huelga de los médicos, el primer
gran levantamiento guerrillero en Chihuahua y la crisis de Carlos Madrazo en el
PRI. A mí me parece que en ese ambiente Díaz Ordaz debe haber preferido a este
grupo de apertura pero dentro de la Revolución, más que al otro que tenía una
marcada tendencia proderechista que podría favorecer las posturas más
conservadoras de la Iglesia y de la élite empresarial mexicana.
No
hay que olvidar que, en algún momento, a Díaz Ordaz se le ocurrió que al PRI
había que ponerle un cuarto sector, además del obrero, campesino y popular: los
empresarios, pero éstos se negaron. Estaban muy contentos por ser aliados del
PRI, pero ser priistas era otra cosa y no le entraron.
En
este ambiente de tantas posturas políticas, yo creo que en 1965 Díaz Ordaz prefirió
al que le permitiera la estabilidad en Excélsior,
un compromiso con la Revolución institucionalizada y, al mismo tiempo, una
cierta apertura, una ligera modernidad. Esto para el Estado mexicano en esos
años pintaba muy bien porque le iba a permitir (insisto, era el inicio del
gobierno de Díaz Ordaz) mostrarse como renovador pero también nacionalista,
cuidando los principios fundamentales de la Revolución mexicana, que para Díaz
Ordaz en esos años eran imprescindibles. Esa fue una apuesta muy delicada que
al final a Díaz Ordaz no le gustó.
AR: Un asunto interesante de la
sucesión de 1965 es que el grupo de Becerra Acosta sí logró hacer alianzas con
sectores importantes de talleres, que fueron los que finalmente le permitieron
ganar. ¿Cómo se rompió esa alianza con Scherer? Usted llega a hablar del Olimpo
del grupo dirigente, que descuidó a los trabajadores de talleres. ¿Cómo pesó
esto en 1976?
AB:
Ese es un punto importantísimo. Cuando pensamos en un periódico pensamos en los
periodistas, en los reporteros y especialmente en los columnistas; pero se nos
olvida que un periódico lo hace mucha más gente, y la de talleres era
fundamental porque al final son los que manufacturaban el periódico, de ella
dependía que estuviera listo en la madrugada y que rápidamente se pudiera
vender.
Fueron
los trabajadores de talleres los que habían tenido una participación
importantísima en la creación de la cooperativa de Excélsior, que nació prometiéndoles a todos los trabajadores que
volviéndose cooperativistas se iba a acabar la incertidumbre de los años veinte
e iban a tener dinero. Estos cooperativistas aceptaron, y por eso no se
integraron a las organizaciones sindicales que ya existían y que querían
absorberlos. En los primeros años de la cooperativa ellos fueron los que
ganaron menos dinero, y muchas veces se encontraron con que había que darle
dinero a Excélsior para que
sobreviviera.
Entonces
cuidar a los cooperativistas era fundamental, y allí el gran papel fue el de
Gilberto Figueroa, quien se convirtió en la mamá de la empresa porque era el
que consentía a todos: cada 18 de marzo, día de la fundación de Excélsior, era el que se encargaba de
hacer una enorme comida donde había un montón de viandas, mucho chupe y los
mejores artistas de la época. Por supuesto había rifas para que los
trabajadores estuvieran contentos. También se encargaba de dar reconocimientos
y medallas a los cooperativistas más importantes, y éstos, cada que tenían un
problema, sabían que había que buscar a don Gilberto. Era cuestión de ir a su
despacho, ver la forma de colarse, hablar con él y decirle: “Oiga, écheme la
mano; fíjese que tenga tal problema”, y don Gilberto normalmente decía que sí.
Eso
quería decir que al interior de la empresa Figueroa tenía un enorme poder
porque los cooperativistas confiaban en él y sabían que aunque De Llano
controlaba el periódico la empresa como tal se mantenía firme. Los
cooperativistas confiaban en ellos, y esta confianza se mantuvo hasta que los
dos murieron.
De
1963 a 1968 el periódico estuvo en una cierta incertidumbre, especialmente los
trabajadores de talleres. Sí conocían a la generación de derechistas (Bernardo
Ponce, Enrique Borrego y demás), y a Octavio Colmenares, que era un trabajador
de mucho tiempo antes, pero conocían más a Manuel Becerra Acosta y sabían que
podían confiar un poco más en él. Entonces en ese periodo la empresa se
sostuvo.
Llegó
1968 con Scherer, quien nunca tuvo una relación cercana con los cooperativistas;
sus relaciones en el periódico eran con la redacción, con la dirección y con
los grupos de poder afuera de Excélsior.
Nunca fue alguien que los cooperativistas vieran como una de los suyos. De allí
vinieron las broncas.
En
estos cambios Scherer empezó a impedir que los cooperativistas siguieran
metiendo a sus familiares a trabajar, y eso ya no les gustó; comenzó a
considerar que había muchos trabajadores que ya deberían retirarse, lo que
tampoco les gustó, y comenzaron a ver que Scherer tenía problemas con la
iniciativa privada y luego con los gobiernos de Díaz Ordaz y Echeverría. Eso
les preocupó mucho.
En
1972 vino el boicot de publicidad privada, del que la dirección de Scherer
quedó muy golpeada. Eso los cooperativistas lo vieron con pavor porque a ellos
la política en sí no les importaba mucho, no estaban muy enterados de los
acontecimientos porque muchos de ellos apenas habían terminado la primaria,
pero lo que sí sabían era que necesitaban su dinerito y su trabajo seguros
hasta el día en que se retiraran o se murieran. Eso les preocupaba, y es lo que
les empezó a pegar. Vieron todos los conflictos que tenía Excélsior, especialmente con Echeverría, y luego el asunto de
Paseos de Taxqueña, predio en el que les habían prometido que todos iban a
tener casa y nunca les quedó muy claro cómo se estaba manejando ese asunto.
Esa
falta de comunicación entre la dirección de Scherer y los talleres, ese vacío
fue rápidamente llenado por Regino Díaz Redondo, quien sí entendió que había
que cuidar a los cooperativistas: era el que bajaba a talleres, platicaba con
los trabajadores, les llevaba pancita los domingos para que estuvieron
contentos. Así empezó a hacer una red de lealtades.
Díaz
Redondo sí entendió que el poder en Excélsior
estaba en los trabajadores de talleres, quienes al final eran los que iban a
las asambleas e iban a votar por el que les gustara.
Scherer
pudo haber sido un periodista muy conocedor, muy importante, muy culto, pero
estaba lejos de los trabajadores, y por eso a su grupo le llamo el Olimpo: estaban en la cima, hablaban
con el Presidente y con las personas importantes, mientras en talleres decían
¿qué va a pasar con nosotros? Y por eso éstos se acercaron a Regino, que fue
quien les garantizó que, pasara lo que pasara, su trabajo estaría seguro, que
la empresa seguiría y ellos podrían seguir adelante como habían estado hasta
que se murió Figueroa.
AR: Ya saliéndonos un poco de los
límites del libro, que concluye en aquel episodio: ¿qué pasó después, con Díaz
Redondo? Habla usted de decadencia, y lo cierto es que se volvió a entablar un
vínculo muy fuerte entre los gobiernos y el periódico hasta que fue echado en
2002.
AB:
Díaz Redondo logró darle al periódico, en su interior, una estabilidad que
había perdido desde 1963: su dirección tuvo problemas y fue muy cuestionada,
pero haber permanecido allí desde 1976 hasta principios del 2000, cuando lo
corrieron, fue algo que ni Scherer pudo hacer. Sí hubo un gobierno en Excélsior.
A
Díaz Redondo le tocó gobernar Excélsior
en un momento en que el Estado mexicano entró en una tremenda crisis: López
Portillo heredó los problemas de Echeverría, la crisis económica y la profunda
desconfianza de sectores muy importantes del Estado. Intentó limitar el gasto,
establecer un gobierno racional y de repente se encontró con que México se ganó
la lotería con los pozos petroleros. Empezó con gastos y gastos, y eso llevó al
final a una crisis todavía peor en 1982. Al gobierno de Miguel de la Madrid le
tocó encontrar a México como si hubiera perdido una guerra: no había dinero, lo
que quería decir que también había que recortar los apoyos a los periodistas.
Carlos
Salinas de Gortari intentó modernizar al país, y ya no le servían los viejos medios
porque, además, el periodismo cambió. Cuando Scherer salió de Excélsior ocurrió un acontecimiento
inaudito en la prensa mexicana: al periodista que se peleaba con el poder o con
el Presidente, lo único que le quedaba era retirarse durante algún tiempo, irse
a provincia a encerrarse, esperar a que el sexenio terminara y contar con
aliados políticos para saber cómo podía colocarse. Scherer no hizo eso sino que
aprovechó que el gobierno de Echeverría en 1976 estaba en una condición
espantosa y que tenía muchos enemigos; para el 20 de noviembre de ese año (la
fecha es importantísima: el día de la Revolución mexicana y antes de que
terminara el sexenio de Echeverría) sacó la revista de política más importante
de este país en el último cuarto del siglo XX: Proceso, pensada en sus primeros números para pegarle a Echeverría
y echarle la culpa de lo que pasó en Excélsior.
Ese
fue un cambio brutal, porque quiere decir que el Estado ya no tenía todas las
capacidades para controlar la prensa porque apareció Proceso. Luego Scherer también se respaldó en el siguiente
Presidente de la República, que resultó que era su primo, José López Portillo,
quien lo dejó hacer. También tuvieron una relación muy complicada, e incluso López
Portillo le quitó publicidad con Francisco Galindo Ochoa, pero al final Proceso se volvió profundamente crítico,
lo que no hacía Excélsior, y
sobrevivió, que es lo más impresionante.
El
Estado mexicano estaba en una crisis terrible; no por nada fueron los años
ochenta cuando en realidad comenzó a crecer el enorme monstruo del crimen
organizado. Esto también provocó que empezaran a surgir otros medios que ya no
querían tener una vinculación con la antigua prensa mexicana, la de los años
treinta a los setenta. Así surgieron Vuelta,
Nexos y unomásuno, hijo de Excélsior
que quería ser su antítesis: tenía toda la experiencia de éste y tenía muy
claro que quería ser totalmente diferente. Becerra Acosta junior sabía
perfectamente cómo se hacía un periódico, y tenía muy claro que no quería ser eso
que fue Excélsior. Por eso hizo este
periódico en formato tabloide, con un nombre inusitado para la historia de la
prensa mexicana. Las fotos, los trabajadores que tenía, involucrar a otros
columnistas, el diseño, todo tenía que ser distinto. Entonces fue un periódico
brutalmente revolucionario, hasta que terminó muy mal con Salinas de Gortari,
cuando Becerra Acosta incluso se tuvo que ir a España.
Luego
los problemas del Estado mexicano llevaron a que esta sociedad necesitara
información económica, y surgieron El
Economista y El Financiero porque
la gente necesita entender qué demonios estaba pasando con la crisis económica.
Luego, en los años noventa, vino el gran golpe del norte del país: Reforma. Lo que querían estas publicaciones, de Proceso a Reforma (y me
iría hasta Milenio) era desligarse de
Excélsior y de la prensa anterior a
1976. Todas ellas, directa o indirectamente, reclaman su fecha de fundación el
8 de julio de 1976, y consideraban que esa tenía que ser su prensa.
Excélsior
no podía hacer eso sino al contrario: se deshizo de su director, de todos los
columnistas y de un montón de reporteros que prefirieron irse. Tenía que llenar
esos huecos y no podía volverse un medio crítico del gobierno: lo necesitaba
porque venía de toda esta tradición de apoyarse en el Estado. Entonces de 1976
al 2000 Excélsior se volvió un
periódico profundamente gobiernista, un diario que necesitaba el respaldo del
gobierno, pero éste estaba en crisis y que, además, conforme comenzaban a
cambiar las cosas, necesitaba estar en la prensa. Salinas de Gortari necesitaba
una prensa sí de oposición, pero que al mismo tiempo le permita convencer a la
sociedad mexicana de que el proyecto neoliberal y del Tratado de Libre Comercio
era lo que nos convenía. Por eso apareció Reforma,
aunque terminó peleándose con él.
A
Salinas no le gustaba La Jornada,
tremendamente crítica, pero entendió que como estaban las cosas el país
necesitaba una voz de izquierda radical, ni modo.
Excélsior
y El Universal se quedaron viejos. No
había espacio para ellos: eran oficialistas, duros, venían de una tradición muy
antigua, no habían cambiado con el Estado mexicano. Esto llevó a que, conforme
pasaba el tiempo, éste los comenzó a ver cada vez con más desprecio: a Ernesto
Zedillo le importaba mucho más lo que se publicaba en Reforma o en la revista Milenio,
que lo que dijera Excélsior.
En
el año 2000, cuando Vicente Fox llegó al poder, decidió que esos medios no le
importaban y que se rascaran con sus uñas. Le importaban la modernidad, los
medios bonitos, el Milenio diario y
otras cosas. Entonces Excélsior
estaba en una situación espantosa: ya no tenía a los anunciantes ni el
prestigio ni las firmas de antes, y empezó a perder dinero. Esto llevó, en gran
parte, a que a principios del siglo XXI hubiera otra rebelión en su interior,
por la cual se fue Regino Díaz Redondo. Los cooperativistas otra vez estaban
espantados porque todo se estaba derrumbando, y el Estado ya no funcionaba como
antes. Eso llevó a los que yo llamo “años del coma”, de 2002 a 2006, cuando Excélsior estuvo perdido: tuvo varios
directores que duraron muy poco tiempo, no tenía dinero como antes, perdió
anunciantes y el diario se hizo cada vez más chiquito.
Buscó
alguna solución, y la única que quedó fue vender el periódico. Pero ¿cómo
venderlo? ¿Qué hacer con la cooperativa? Aparecieron distintos compradores,
hubo mucho más incertidumbre en el diario, y al final quien ganó fue el nuevo
conglomerado llamado Grupo Ángeles; Olegario Vázquez Raña se separó de su
hermano Mario, quien ya tenía desde los años setenta El Sol de México. Habían creado un enorme negocio primero con la
mueblería Hermanos Vázquez, luego el de hoteles, especialmente el Camino Real,
y de hospitales. Excélsior se volvió
una opción en un momento en el que otra vez el país volvió a surgir el proyecto
de las industrias multimedia (que son muy antiguas: el primer Excélsior lo fue porque tenía periódico
y radio, alguna vez pretendió hacer cine y después hizo noticieros en
televisión). Grupo Ángeles quería ser multimedia, y por eso compró estaciones
de radio, creó Grupo Imagen, y de allí lo que siguió fue agarrarse este
periódico, que prácticamente estaba a punto de morir.
Pero
no podía ser el Excélsior de antes, y
lo primero que había que hacer era terminar con la cooperativa. Los
cooperativistas hasta hoy reclaman que muchas cosas que les habían prometido no
se las dieron. Había que hacer un nuevo Excélsior,
uno que fuera privado y muy curioso, porque quería ser joven, diferente, pero
que estaba muy influido por el pasado; entonces necesitaba agarrarse de algún
referente histórico. Rafael Alducin quedaba demasiado lejos, y de esta
generación su referente histórico es, paradojas de la vida, Julio Scherer.
Entonces este nuevo Excélsior hace lo
que no hacía el de Regino: recordar el 8 de julio, decir “pues de allí
venimos”, aunque este periódico haya sido el que expulsó a Scherer. Pero esta
generación de periodistas que tenemos, con Pascal Beltrán del Río al frente, formado
en Proceso, dijo “mi referente es
ese”.
Referente
número dos, que no les gusta pero ni modo: Reforma,
que es el que representa el periodismo mexicano joven de los años noventa.
Entonces es un periódico al que, a partir de que se convierte en una empresa
privada, le ha costado mucho trabajo reposicionarse. Creo que tenía razón Jorge
Fernández Menéndez cuando dijo: “Nos hubiera salido más barato fundar un nuevo
periódico que rehacer este”.
No
es todavía el periódico más importante, como lo fue en sus años, aunque sí es
un periódico visualmente muy bonito, creo que hasta más que Reforma, pero al que también le cuesta
mucho trabajo desligarse de su pasado, y a veces tiene una línea mucho más
gobiernista que otros periódicos.
La
historia pesa, y más aún cuando no la conocemos.
AR: Sobre la red de espejos: en
esta, dice, pesan más las imágenes que la realidad. Y habla también de que en
esta historia la sociedad está ausente; en otra parte señala que también muchas
veces los lectores de periódicos no han salido a defender a los periodistas,
por ejemplo. ¿Cuál ha sido la relación de Excélsior
con la sociedad, qué ha pasado con sus lectores?
AB:
Una parte importante, pero no numerosa, de los lectores del Excélsior de Scherer se fueron a Proceso. Para 1976, bien o mal Excélsior era un periódico consolidado,
ya había generaciones que lo habían leído. Era un público que venía, cuando
menos, desde los años treinta, que estaba acostumbrado a lo que le daba el
periódico.
Era
un público que, como actor social, pues estaba formado por el nacionalismo
revolucionario, y participar en política significaba entrar al PRI; e incluso a
los partidos de oposición, siempre y cuando sostuvieran al PRI. La oposición
dura no tuvo espacios: estaban, por ejemplo, el Partido Comunista Mexicano y,
peor aún, los movimientos guerrilleros de los años setenta.
Estaban
otros grupos de oposición de derecha, a los que el Estado no veía con gusto pero
que más o menos tenía que soportarlos. La verdad no teníamos un público que
estuviera acostumbrado a cuestionar a sus medios y a participar en política.
Cuando ocurrió 1976 creo que había un grupo pequeño pero importante que dijo: “Yo
no vuelvo a leer Excélsior, me voy a
leer a Scherer”, y creo que de ese grupo se nutrieron los periódicos que
vinieron después, más una nueva generación a la que ni el Excélsior de Regino ni tampoco El
Universal le decían absolutamente nada en esos años. Eran diarios feos,
viejos, que no tenían nada qué decir, y allí podríamos incluir también a Novedades, a El Heraldo de México, a El
Nacional: no tenían nada qué decir, o así se veía. La onda era, primero, leer
unomásuno y luego La Jornada.
Sobre
la prensa de los años ochenta, considero que entre los que se fueron con Scherer
y los nuevos pasaba una cosa: que había lectores que ya podían volver a
vincularse con sus periódicos, que se vuelven hasta una seña de identidad; caso
específico: La Jornada. En los años
ochenta había que traerla en el morral; en los noventa, cuando uno ya era
neoliberal, trasnacional y usaba traje y corbata, había que leer Reforma.
Considero
que actualmente el desarrollo de las redes sociales está permitiendo que este
público participante, que siempre ha sido muy chiquito, pueda expresarse más. En
los años sesenta el que quería expresar su opinión en un periódico tenía que
escribir al correo del lector, y a veces se publicaba. En 2016, si estoy
inconforme con algún asunto le mando un tuit a mi periodista favorito; a lo
mejor lo lee, a lo mejor no, pero sé que esa información va a llegar. Ahora es
mucho más común que estos periodistas sí escuchen a sus lectores por lo que les
llega en Twitter.
Esto
no quiere decir que ahora tengamos enormes públicos de lectores comprometidos.
Seguimos teniendo muy pocos lectores, lo que, además, ahora es un problema,
porque ahora están totalmente diversificados. Leemos poco en papel, mucho en
línea y cosas distintas. Pero sí veo que en este público, a pesar de que tiene
estos problemas, hay ganas de participar, de comentar a los periodistas. Esto
el periodista no lo puede ignorar. Cuando un periodista recibe, por lo menos,
500 tuits quejándose de algo, lo tiene que tomar en cuenta, le guste o no,
porque es el público.
Actualmente
se ven cambios enormes: Televisa, por ejemplo, tiene estos cambios de
conductores de noticieros, pero además ahora se le ocurre transmitir
directamente en Facebook y transmitir cápsulas específicas para los que están
allí. Ya no es que el público televidente vaya y se siente ante el aparato para
verlo; ahora agarro mi teléfono, mi tablet,
la veo, y de inmediato comienzo a comentar. Allí hay cambios brutales para el
periodismo, sea en papel (que allí va a seguir) o en línea.
Pienso
que ahora podemos tener un público mucho más participativo; ojalá siga siendo
así y que sea mucho más, porque para la cantidad de problemas que le vienen al
país en los próximos años necesitamos una sociedad que esté muy consciente de que
tiene que participar. Si durante el siglo XX nos acostumbraron a que Papá Gobierno nos resolvía todo y no
teníamos que preocuparnos, ahora es fundamental que la sociedad entienda que
eso ya se acabó y que la única manera de resolver los problemas está en una
sociedad que participe. No hay otra manera.
*Entrevista publicada en Etcétera, núm. 193, diciembre de 2016.