Políticos clericalizados, clérigos
politizados
Entrevista con Bernardo Barranco*
Ariel
Ruiz Mondragón
La
Iglesia católica ha sido un actor político fundamental en México, cuyo papel
parecía ya haber sido definido tras varios procesos y luchas históricas que
incluyeron conflictos violentos. El moderno trayecto secular parecía haber
concluido en un Estado laico que garantizaba la libertad religiosa de sus
ciudadanos.
Empero,
en los últimos años ha habido un proceso no sólo de cuestionamiento sino de
franca erosión de la laicidad del Estado mexicano. En las últimas décadas la
Iglesia católica ha pugnado por conquistar nuevos espacios de influencia
política, lo que ha tenido no su respuesta sino muchas veces su reflejo en
gobernantes y representantes que han estado dispuestos a otorgárselos.
Muestra
de lo anterior fue la complicada reforma al artículo 24 constitucional, que
inició en diciembre de 2011 y concluyó 2013, entre negociaciones y presiones de
la alta jerarquía clerical con las autoridades y representantes populares, así
como acciones de resistencia por parte de grupos defensores del laicismo. Este
difícil trayecto es relatado y analizado en sus consecuencias y pendientes por
Bernardo Barranco (Veracruz, 1954) en su libro Las batallas del Estado laico. La reforma a la libertad religiosa
(México, Grijalbo, 2016).
El Búho conversó
con el autor, quien es maestro en Sociología del catolicismo contemporáneo por
la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París. Fundador del Centro
de Estudios de las Religiones de México, fue consejero electoral del Instituto
Electoral del Estado de México. Ha colaborado en diarios como Milenio y La Jornada. Fue el titular, durante 18 años, del programa de Radio
Red Religiones del mundo, y actualmente
conduce el programa de Canal 11 Sacro y
profano.
Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué realizar esta
investigación periodística acerca de la reforma al artículo 24 constitucional?
Como usted dice, no fue una demanda muy sentida de la sociedad y a casi nadie
dejó satisfecho.
Bernardo Barranco (BB):
El tema es la reforma al artículo 24, que es un pretexto: en realidad el libro
es una radiografía de cómo lo religioso se está procesando y gestionando en la
vida pública. Lo que refleja son los acuerdos cupulares que se han establecido
entre la clase política y el alto clero mexicano en torno a la agenda que le
interesa a la Iglesia católica.
En
el fondo es el retrato de una complicidad cada vez más explícita entre el poder
político y el poder religioso, la cual se brinca toda normatividad, y en los
últimos años también el pudor. No solamente hay un problema ético en esta
imbricación político-religiosa entre la clase política y el clero sino también
hay un problema estético: han perdido las formas.
El
libro, entonces, narra cómo se van comprometiendo los actores, cómo van armando
y gestionando la reforma al artículo 24, las vicisitudes, las polémicas, las
discusiones, los contextos y los actores. Entre éstos, me pareció muy
importante destacar uno: la presencia inesperada de una Iglesia de corte
evangélico como es la Luz del Mundo, que se convierte, a final de cuentas, en
el principal opositor tanto a la clase política como a la propia jerarquía
católica.
AR: En la segunda parte del libro
se aborda la actuación de la Iglesia católica en la política nacional desde
1986 en las elecciones de gobernador en Chihuahua hasta la actualidad. ¿Cuál ha
sido su papel en el proceso democratizador?
BB:
Estamos hablando de un periodo muy largo: desde Chihuahua en 1986, hasta el
documento Del encuentro con Jesucristo y
la solidaridad con todos, que fue en 2000. Yo divido en dos etapas el papel
social de la Iglesia. En una de ellas, sobre todo en los años ochenta, la
Iglesia, con la presencia del papa Juan Pablo II, buscó sacudirse la tutela que
había tenido el Estado. Éste la había sometido, en cierto sentido puesto a la
Iglesia en “un rincón jurídico oscuro”, como decía Ernesto Corripio Ahumada. A
partir de ese momento lo que el papa cuestionó fueron esos arreglos oscuros en
donde la Iglesia tenía un perfil muy bajo, sin influencia ni luminosidad, y no
era un actor como tal.
Juan
Pablo II sacudió esa perspectiva, y los obispos empezaron a retomar una postura
que, en un principio, se sumó a la de la sociedad civil. En ese momento la
Iglesia hizo propias muchas demandas de la sociedad civil, y tuvo un papel de
crítica al Estado. Chihuahua fue un evento radical porque cimbró donde más le
dolía al sistema político, que era el proceso electoral. Los obispos se
sublevaron, llamaron a cerrar templos, la situación se puso tensa, y entonces
medió Girolamo Prigione, quien era el nuncio apostólico.
Pero
la Iglesia se benefició de ese proceso de democratización porque se sumó a la
sociedad civil; al hacerlo en aquel momento la pretensión era de mayor espacio,
y lo fue logrando en los medios de comunicación, en las contiendas electorales,
cuando los partidos políticos también tuvieron mayor libertad.
Probablemente
el momento culminante fueron los sismos de 1985, cuando el Estado se vio
rebasado y la sociedad civil adquirió un peso mayor; entre ésta se encontraba
la propia jerarquía católica. En ese momento podríamos decir que, si lo ponemos
en un triángulo, la Iglesia se acercó a las demandas de la sociedad civil y
ambas se opusieron a la omnipotencia autoritaria del Estado, a la presidencia
imperial.
Fue
un periodo donde la Iglesia fue ganando terreno, y culminó con la visita del
papa en 1990; así, en 1991 logró el reconocimiento jurídico. En ese momento la
situación fue cambiando porque Carlos Salinas de Gortari, en alianza con
Prigione, planteó la hipótesis de que la Iglesia fuera un factor de
gobernabilidad (ya lo era, pero con un perfil muy bajo) ahora con un papel más
protagónico. Entonces nuestro triángulo cambió: en lugar de que sociedad civil
e Iglesia siguieran juntas y equidistantes del Estado, la Iglesia se acercó a
éste y se alejó de la sociedad civil. Es lo que mi confesor llamaba “el
triángulo en la modernidad”: tensiones entre Iglesia, Estado y sociedad.
Paulatinamente
la Iglesia fue haciendo sus reclamos pero ya no a través de la sociedad sino
del Estado; la agenda la gestionaba ya no en la sociedad sino mediante presiones
y acuerdos con la cúpula del poder. Tuvo sus altas y sus bajas: con Ernesto Zedillo
la situación se puso tensa porque apareció Chiapas y entonces las relaciones se
replantearon, pero con Vicente Fox volvió otra vez a su lógica.
Fox
probablemente sea el primer gran signo de una especie de clericalización de la
clase política: le besó el anillo al papa y estuvo muy abierto a sus demandas,
y hubo intercambios con los divorcios de Martha y de él. Pero hubo una serie de
cuestiones que nos muestran que hubo un acercamiento mayor con la jerarquía
católica. Con Felipe Calderón se fue más allá de una relación amistosa, ya que hubo
dos momentos importantes: la repenalización del aborto en 19 estados, y posteriormente
comenzó el tema de la libertad religiosa.
Con
Calderón hubo ciertas dudas porque coqueteó con una Iglesia neopentecostal, que
es Casa sobre la Roca, de Rosi Orozco. Entonces hubo sectores del Episcopado un
tanto inseguros de la fidelidad de Calderón, porque la única fidelidad de éste es
al poder.
Así,
cuando llegó el papa Francisco al país nos encontramos con una Iglesia colocada
absolutamente en una zona de confort con el poder.
De
esa forma la Iglesia tuvo una cercanía con la sociedad civil, logró el
restablecimiento de relaciones diplomáticas con el Vaticano, obtuvo su
reconocimiento jurídico y paulatinamente se fue acomodando a la clase política.
Por su parte los políticos son consentidores y le dan ciertas prebendas, como políticas
públicas que favorecen sus templos —desde la época de Salinas de Gortari el
programa Solidaridad apoyó la remodelación de muchas iglesias— hasta las
prebendas que hoy le dan los gobernadores.
El
problema es que la Iglesia católica, su jerarquía, se alejó de la sociedad
civil y de su propia feligresía, y ahora está en la cúpula. Los personajes
típicos de esta generación, además de Prigione, son Norberto Rivera, Onésimo
Cepeda, Emilio Berlié y Juan Sandoval Íñiguez, personajes que llegan a tener la
soberbia del poder y solamente se reconocen entre las elites, no con el pueblo.
Francisco
vino a cuestionar ese binomio: si uno lee con esta lógica el discurso que dio en
la Catedral, en el fondo es el cuestionamiento a una jerarquía que se ha
aburguesado, que ha formado parte de la clase política, pero que ha perdido lo
más importante, que es la feligresía, pérdida que es notable en las
estadísticas.
AR: Usted cita algunos datos: entre
1990 y 2010 ha disminuido el número de creyentes católicos. Ante esta realidad,
¿por qué se incrementó la influencia política de la Iglesia católica?
BB:
Porque la jerarquía, al mimetizarse con la clase política, juega un papel de
legitimación: la clase política se legitima con los obispos ya que piensa que
éstos tienen grandes raíces en las clases populares y se siente apoyada por
este vector. Pero no se ha dado cuenta de que los obispos se han alejado de la
sociedad.
Por
lo tanto hay una paradoja: la Iglesia tiene más poder político, pero menos
poder social. Las encuestas así lo señalan, por ejemplo las de imagen, que
ubican a Norberto Rivera más como un actor político que como un líder
espiritual.
El
catolicismo se ha venido abajo: cuando vino el papa Juan Pablo II en 1979, los
católicos, según el Inegi, eran 96.6 por ciento de la población, mientras que en
2010 es de 83 por ciento. Pero además hay estudios, como el de la Universidad
de Georgetown, que establece que de cada 10 mexicanos sólo 6 se reconocen
católicos.
Entonces
estamos hablando de un abanico de pérdida porque ahora los católicos son entre el
60 y el 83 por ciento de la población. Allí se muestra claramente que la
Iglesia ha venido perdiendo feligresía y por tanto nivel de representación. Todavía
hace 10 años los obispos hablaban a nombre del pueblo mexicano; hoy ya no
pueden hacerlo.
Entonces
hay una paradoja: la Iglesia, la jerarquía católica ha ganado peso político e
incidencia en políticas públicas, pero ha perdido peso social y religioso. En
la Iglesia hay un desfondamiento de su pastoralidad, y al revés: hay un
encumbramiento de su poder político.
AR: En esta transición usted dice
en el libro que ha habido dos corrientes fundamentales en la Iglesia católica:
una que yo llamaría “oposicionista”, que a su vez usted divide en civilistas y
liberacionistas, y otra colaboracionista. ¿Cómo se ha desarrollado al interior
de la Iglesia esta disputa entre corrientes? Usted habla, por ejemplo, de que
ya hubo un quiebre con el modelo de Prigione.
BB:
Ha dependido mucho de sus correlatos en el Vaticano. Es decir, la corriente
colaboracionista, que estuvo muy vinculada al poder, se fue desmoronando. Era una
corriente que tenía mucho peso por parte del secretario de Estado Angelo
Sodano, quien fue el secretario de Juan Pablo II; al fallecer éste las cosas
fueron cambiando y este grupo fue perdiendo poder. Era un modelo de una Iglesia
política, triunfal, de masas, de peso, incidencia e incluso hasta broncuda, que
imponía posiciones, combativa y mediática. Después llegó la sensibilidad de
Benedicto XVI, quien, si bien es conservador, planteó una Iglesia mucho menos
política, más evangélica y más intelectual. Entonces aquel grupo fue perdiendo
peso, lo que también fue producto de los escándalos de la Iglesia a nivel
global. La pederastia le quitó a uno de sus grandes integrantes, que era
Marcial Maciel, y también a Prigione. Después de éste vino alguien de una línea
totalmente contraria: Justo Mullor, quien incluso se enfrentó con Norberto
Rivera. Entonces allí empezaron a sentirse fracturas.
Hay
otra corriente más silenciosa, pero que tiene mayoría en el Episcopado y nunca
deja que los colaboracionistas asuman el conjunto del poder; por ejemplo, nunca
permitió que Norberto Rivera fuera presidente de la Conferencia del Episcopado Mexicano
(CEM). En todas las elecciones se postuló, y en todas perdió; incluso hubo una
en que tuvo tres votos, lo cual quiere decir que ni siquiera sus obispos
auxiliares de la Arquidiócesis de México votaron por él. Esto muestra las
fracturas históricas que han venido evolucionando.
Creo
que ahora este modelo colaboracionista ha vuelto a resurgir pero no por la
parte religiosa sino más bien por la parte política. El ADN político de Enrique
Peña Nieto es muy parecido al de Salinas de Gortari —no sé si éste lo ha
asesorado—, y si de la tradición del Grupo Atlacomulco es que ha incorporado a
la jerarquía católica como parte de su proyecto de gobernabilidad. No es
casualidad que monseñor Arturo Vélez, quien es pariente de Arturo Montiel,
forma parte de toda esta dinastía de Atlacomulco.
Se
conjugan varios factores, pero hay nuevamente una oferta política de
incorporación de sectores de la Iglesia, la que toma no solamente Norberto
Rivera sino otro obispo mexiquense: Carlos Aguiar Retes, presidente de la CEM
durante el gobierno de Calderón, y quien es el gran impulsor de esta línea.
Entonces
podemos decir que sí hay fracturas muy grandes, y que hubo un momento en que la
Iglesia extendió redes hacia el poder político, pero ahora más bien ha sido al
revés: es el poder político el que extiende redes hacia sectores de la
jerarquía católica.
Pero
hay un tercero en discordia dentro del Episcopado, que es esta mayoría
silenciosa que ha servido como contrapeso a los excesos tanto en la época de
Prigione como a la cercanía entre Peña Nieto, la clase política actual y la
Iglesia católica. Lo planteo en el libro: muchas de las iniciativas a nivel
local no fueron tomadas con seriedad por muchos obispos. Era la reforma de
Carlos Aguiar y no despertó el entusiasmo absoluto, lo cual te muestra estas
fracturas.
AR: Usted escribe una frase
lapidaria: “La clase política es una amenaza a la laicidad del Estado”. ¿Cuáles
son las principales contribuciones de los políticos mexicanos a la erosión del
laicismo? Se observan en el libro desde acciones puramente mediáticas, como las
de Fox, hasta los cambios legales y la entrega de recursos económicos. Así, hay
cuando menos un par de gobernadores que dicen que el Estado laico les permite
dedicar sus estados a las vírgenes, y el presidente de la República, en Palacio
Nacional, le dijo al papa Francisco que el pueblo mexicano es profundamente
guadalupano, por ejemplo.
BB:
La clase política refleja su naturaleza pragmática y que ha perdido el
horizonte histórico y la visión de Estado. Está más preocupada por el corto
plazo: su horizonte está en el próximo proceso electoral. Entonces es
excesivamente pragmática y cortoplacista, además de que ha perdido la memoria.
Así, se ha convertido en una clase política chata, sin proyecto nacional. Ese
es el gran drama.
Por
lo anterior ha querido encontrar en la Iglesia un gran aliado político. Así
ocurre en todos los partidos: aquí nadie se salva.
El
tema es que hay una regresión; volvemos al tema de la legitimidad: la clase
política no ha dado resultados, lo que significa un país estancado, lleno de
violencia, con inseguridad, que ahora está al borde de una crisis que puede ser
catatónica, y además con una corrupción creciente. Así, es una clase política
que se siente acosada por la distancia que tiene frente a la ciudadanía y
también por su ineficacia, por lo que quiere encontrar en lo religioso
basamentos de legitimidad política como chaleco salvavidas y antibalas.
Eso
es una regresión histórica porque se vuelve a la Edad Media o a la Colonia, cuando
el fundamento del poder de los gobernantes lo daba Dios; pero en la sociedad
moderna lo da el pueblo a través del voto. En ese sentido planteo que la clase
política está en un franco proceso de retroceso porque cree encontrar en lo
religioso un basamento de legitimidad, y al mismo tiempo quiere ungirse ante la
sociedad de valores religiosos que no le son propios: honestidad, bien común,
sentimientos de fraternidad, búsqueda de trascendencia. Es decir, son valores
que no practica en su vida cotidiana los que trata de mostrar en una especie de
teatralidad ante la sociedad porque hay fingimiento.
La
muestra es que aquellos gobernadores que han entregado la gestión de su
gobierno al Sagrado Corazón de Jesús han sido los más corruptos: los Duarte o
la alcaldesa Margarita Arellanes, de Monterrey, quien entregó las llaves de la
ciudad a Jesucristo y hoy está acusada de peculado. Hay una suerte de
disfrazamiento, pero sobre todo es un acto mediático ante la sociedad.
¿Qué
casos encontramos? Hay muchísimos, desde la utilización de lo religioso por Salinas
de Gortari y las alianzas que hizo con la jerarquía, las provocaciones y el
clericalismo mediático de Fox, hasta los pasos más decididos que dio Calderón a
un clericalismo pragmático, porque él sí se metió a las leyes.
Lo
que esto provoca es que se está acentuando, por un lado, un clericalismo, y por
otro crece un anticlericalismo como su fenómeno de contrapeso. ¿En dónde está
el anticlericalismo? En los grupos de la sociedad civil, en ONG, en grupos
colectivos de mujeres, de homosexuales, en grupos indigenistas, en otras
Iglesias. Lo que estamos viviendo es que hay una peligrosa polarización por
esta relación insana entre el poder y la jerarquía católica, y que está
provocando que se incuben anticlericales, que en algunos casos son grupos muy
radicales que puedan poner en cuestión una paz social que ha costado mucha
sangre a los mexicanos.
Menciono
también un proceso muy complejo de constitución de un Estado laico muy a la
mexicana, por lo que la pregunta es: ¿por qué seguir apostándole frente a todas
esas transgresiones que se están viviendo? La cuestión es muy básica: porque el
Estado laico es un instrumento de convivencia social entre los diversos, es un
mecanismo jurídico que el Estado ha desarrollado para mantener cierta equidad
entre las diversas confesiones y grupos diferenciados.
Allí
hay tres funciones: una, la separación entre las esferas política y religiosa,
la cual ya no se está respetando; dos, la libertad religiosa, parte de la
disputa, que es la libertad de creer o de no creer, y tres, la equidad, es
decir, la defensa de las minorías como obligación del Estado.
Cuando
el Estado empieza a sesgarse este trinomio empieza a descomponerse, y lo que
está dando por resultado es la construcción de ciertos tumores sociales que
pueden devenir en conflictos de la sociedad. Una muestra es la visita del papa:
hay grupos anticlericales que probablemente esperaban mucho del papa, y que están
decepcionados por lo que no dijo el papa, por sus silencios. Es hasta injusto
porque la visita es más caracterizada por lo que no dijo que por lo que dijo,
por lo que calló que por los contenidos,más por su silencio que por sus
pronunciamientos, que no fueron menores.
¿De
qué nos habla? Que hay un tema de fondo que se está provocando por este sesgo
que le da la clase política: que se están desarrollando, incluso entre los
propios católicos, grupos anticlericales muy fuertes, con mucho resentimiento,
que están incubándose y que pueden generar, en cierto momento, cierta tensión.
AR: Lo que se entiende por libertad
religiosa también es una batalla semántica. Los promotores de la concepción de la
Iglesia católica argumentan tratados internacionales, derechos humanos y democracia,
por ejemplo. ¿Qué ha entendido la Iglesia católica mexicana como libertad
religiosa, y en qué medida está basada en esos alegatos?
BB:
Es complejo, pero el tema de la libertad religiosa era ajeno y antagónico a la
doctrina ya que es una cuestión típica del pensamiento liberal, con el cual la
Iglesia peleó todo el siglo XIX. Los papas fueron, hasta Pío XII en los años
cuarenta del siglo pasado, abiertamente antiliberales. Por lo tanto el tema de
las libertades individuales, de pensamiento, de conciencia y de religión era
sistemáticamente condenado por los papas. Pío IX planteaba como una blasfemia
el tema de la libertad religiosa porque era aceptar que existan otras
religiones frente a la única y verdadera que era la católica. Los papas más
bien pugnaban por un Estado teocrático, impregnado de lo religioso y que fuera
absolutamente católico.
Es
curioso porque el pensamiento actual de muchos católicos que estuvieron a favor
de este cambio hacía referencia a una historia de las ideas ajena a su
tradición. Fue hasta el Concilio Vaticano II, en los años sesenta, cuando Paulo
VI y Agostino Casaroli empujaron mucho la noción de libertad religiosa, pero no
tanto para el mundo occidental sino sobre todo para el bloque socialista,
porque era pugnar por una libertad religiosa frente a un Estado totalitario.
La
Iglesia católica ha sido ajena al concepto de libertad religiosa, pero la usó
de manera pragmática; después, en las sociedades contemporáneas, sobre todo con
el proceso de secularización y laicización, la descubrió como una herramienta
útil para poder insertar sus demandas más políticas. Entonces ya no fue sólo la
lucha por la libertad religiosa de las personas, de los individuos, que ya
estaba consagrada en el artículo 24 y que identificaba al sujeto, que era la
persona, sino que se pugnó por un concepto más integral, que son las Iglesias. Entonces
al introducir la noción de libertad apoyados en tratados internacionales, por
ejemplo, lo que buscan los católicos es quitarle ciertas ataduras a las
estructuras eclesiásticas para poder intervenir en política. Entonces esa
libertad no es tanto para los creyentes en lo individual sino para las
estructuras directivas de la Iglesia. Este es el meollo de la disputa.
Es
muy interesante ver a católicos que empiezan a dar un conjunto de
resignificaciones al concepto de libertad religiosa. Lo que hacen es que se
roban una palabra que es liberal, la resignifican y la convierten en un
instrumento católico.
Igual
pasa con la laicidad: hablan de una laicidad positiva, de una libertad
religiosa integral, abierta, tolerante, pero en realidad lo que han hecho ha
sido que toman conceptos antagónicos, los resignifican (eso hizo el papa
Benedicto XVI) y los utilizan como instrumento de lucha, de reivindicación, e
incluso se dan el lujo de decir “los otros son los trasnochados, son emisarios
del siglo XIX”. ¡Todavía hasta se mofan, cuando ni siquiera en los años sesenta
eran nociones propias sino absolutamente ajenas!
Lo
mismo pasa con el concepto de democracia: la Iglesia para nada quiere
democracia, está más identificada con las monarquías (ella lo es en su
estructura), con los absolutismos. Entonces cuando entra la democracia la
Iglesia cae en una incertidumbre, y entonces lo que hace es resignificarla; dice
entonces: “Es mala la democracia liberal, y la democracia popular del mundo
socialista también. La que vale es la mía, la tercera vía: es la democracia
cristiana”. Toma un poco de una y de otra, y a la luz de la doctrina formula
una síntesis, que son los partidos democratacristianos en el siglo XX, que
reconstruyeron Europa después de la Segunda Guerra Mundial.
Lo
que quiero decir es que en ese sentido la Iglesia esa muy hábil, y es muy
curioso ver cómo categorías que le fueron antagónicas en el siglo XIX o en el
XX, ahora las retoma.
Podríamos
hablar de muchas otras, pero con estos ejemplos basta.
AR: Voy al otro entendimiento:
usted reivindica la laicidad del Estado e incluye la libertad religiosa. En el
mundo moderno, secular, ¿cómo se relacionan la laicidad del Estado, la libertad
religiosa y la democracia?
BB:
Hay que partir de un axioma que es falso, una especie de trampa conceptual que
esgrimen muchos católicos: a mayor Estado laico, menor libertad religiosa. Y al
revés: a mayor libertad religiosa, menor Estado laico. Eso significa que no
hemos salido de la lógica del siglo XIX de separación de esferas.
En
el siglo XXI el esquema es diferente: el Estado laico es el garante de la
libertad religiosa. Entonces, si no existe ésta significa que no ha habido
Estado laico. La paradoja en el siglo XXI es que el Estado moderno en México se
sustenta en la separación de poderes, pero su desarrollo ha tenido altas y
bajas, y en algún momento ha sido sesgado: desde poco antes de la Constitución
de 1917 y hasta la guerra cristera el Estado mexicano fue evidentemente
anticatólico, pero después ya no. El gran drama es que los fantasmas que
manejan los intelectuales católicos es que un Estado laico es, por esencia o
por antonomasia, anticlerical. Esta es otra premisa falsa.
El
Estado laico, moderno, en una sociedad democrática, no es anticlerical sino al
contrario: respeta todas las religiones, garantiza su sano desarrollo y no
interfiere en la vida de las Iglesias. Simplemente pone las reglas del juego y se
convierte en un árbitro que modera, para, acelera, levanta y saca tarjetas,
pero no se convierte en un protagonista.
Otro
problema que se da en esta trilogía democracia-Estado laico-libertad religiosa
es que uno de los grandes componentes del Estado laico es la equidad de
minorías: por más grande que sea una Iglesia o una creencia, el Estado no debe
favorecerla porque estaría siendo un Estado paraconfesional que se apoya en una
Iglesia en detrimento de otras. El Estado, por lo tanto, tiene que mantener una
sana distancia, pero tiene que velar sobre todo por las pequeñas Iglesias. Así,
aunque sean minorías insignificantes tienen derecho a la tutela del Estado.
Gracias a ella muchas confesiones han florecido porque de otra manera no lo
hubieran podido hacer, sean evangélicas, protestantes, paraprotestantes o
paraevangélicas.
Uno
de los componentes básicos del Estado es la defensa de las minorías, no
solamente las religiosas sino también no religiosas, porque el derecho de creer
se fundamenta también en el derecho de no creer, y por lo tanto en la noción de
Estado laico, en la de respeto a las minorías y libertades. Allí encajan las
mujeres, los homosexuales, las minorías étnicas, los discapacitados. El abanico
en términos de minorías va más allá de lo religioso porque entra también lo no
religioso. Los homosexuales defienden el Estado laico porque en el fondo se
sienten desprotegidos.
Entonces
allí entramos en un ámbito que para mí es muy fascinante, porque estamos en un
momento en el que hay una especie de divorcio entre la ciudadanía y la Iglesia:
la primera ve distante a ésta, y muy cercana al Estado. Uno de los grandes
reclamos que a la Iglesia católica le hacen las minorías, los grupos de la
sociedad civil, es la pretensión de que a través de la influencia que tiene en
el Estado absolutice su discurso religioso en una ética social. Esto es, por
ejemplo, criminalizar el aborto, lo que viene de una sensibilidad
ético-religiosa que se le impone a la clase política, y que ésta instrumenta
como política de Estado, por la que entra en choque con la sociedad.
En
el fondo el gran reclamo que tiene la sociedad civil es que la Iglesia, en
lugar de crear consenso, se vaya a utilizar la fuerza del poder y del Estado para
un acto de imposición y de autoritarismo.
De
allí la importancia del debate sobre el Estado laico moderno, y por eso los
grandes cuestionamientos a esta utilización indebida que hace la jerarquía del
poder público, del Estado en materia de ética moderna.
AR: ¿Cómo librar esta batalla a
favor del Estado laico? En el libro se ve la postura de la Iglesia Luz del
Mundo, del Foro México Laico, de algunos sectores de la izquierda y del PRI.
BB:
Lo que veo es que lo del artículo 24 es un round
porque la batalla no ha acabado: ahora viene la ley reglamentaria, es decir,
cómo instrumentalizar el tema de las libertades religiosas y las convicciones
éticas, que allí se coló. Viene una nueva disputa, y el hecho de que el papa no
haya mencionado nada de libertad religiosa es también otra señal importante, al
contrario de lo que sí habían hecho Juan Pablo II y Benedicto XVI.
Entonces
hay que ver que probablemente no tanto en el tema sino en cómo se ha llevado en
México el propio papa no está tan de acuerdo. La batalla que viene es la ley reglamentaria,
y yo no estoy tan seguro que este papa esté tan convencido de esta batalla. Repito,
no creo que sea el fondo sino que al papa probablemente no le haya gustado la
forma en que se llevó a cabo. Considero que con el discurso de ser más
pastorales, de ir a las bases y ser menos príncipes, está buscando la fórmula para
que para llevar a cabo esa reforma la jerarquía deba tener asidero con la
sociedad. Lo que el papa busca en nuestro triángulo es volver a acercar la
estructura de la jerarquía a la sociedad, probablemente más distante del poder
del Estado, siempre y cuando la Iglesia logre consenso con la ciudadanía. En
ese sentido también me parece novedoso el silencio de Francisco no sólo sobre
Ayotzinapa y los abusos sexuales sino también acerca de este tema. Allí hay una
señal.
Entonces
el riesgo que estamos viviendo lo podemos decir de esta manera: la clase
política se está clericalizando, mientras que el clero está viviendo un proceso
de politización acelerado. Este axioma es perverso porque significa que el
poder secular necesita del poder religioso, y el poder religioso necesita del
poder secular para poder desarrollar su agenda. Es una relación peligrosa
porque es un vínculo en cúpula en el que la sociedad queda al margen, y por lo
tanto podemos estar avizorando sesgos autoritarios peligrosos que pueden llevar
a polarizaciones innecesarias.
La
reforma al artículo 24 muestra que la sociedad se polarizó de manera
innecesaria porque no era un asunto importante que cambiara la vida de los
mexicanos o que atendiera graves y sentidas necesidades; no, fue capricho o
planteamiento de un núcleo de la jerarquía que se hizo eco en la clase
política.
*Entrevista publicada en El Búho, año 17, núm. 187, octubre de 2016.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario