Declararle la paz a las drogas
Entrevista con Juan Pablo Escobar*
Ariel
Ruiz Mondragón
Si
en su primer libro, Pablo Escobar, mi
padre (Planeta, 2014), Juan Pablo Escobar (Medellín, Colombia, 1977) relató
diversos episodios que vivió y conoció al lado del narcotraficante más célebre
de la historia, en su más reciente obra busca, mediante otros testimonios,
revelar fuentes y conexiones que hicieron posible su enorme poder económico,
político y militar. Sin embargo, también busca la comprensión y reconciliación
con varios personajes que fueron enemigos y víctimas de su progenitor.
El
autor (arquitecto y diseñador industrial que, por la persecución que ha vivido
durante más de dos décadas, tuvo que cambiar su nombre por el de Juan Sebastián
Marroquín Santos) conversó con Horizontum
a propósito de su libro Pablo Escobar in
fraganti. Lo que mi padre nunca me contó (México, Planeta, 2017), un
ejercicio de memoria y reconciliación.
Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué hoy un
libro como el suyo, esta “contribución a la verdad y a la reparación simbólica
de quienes fueron afectados por los crímenes cometidos por Pablo Escobar”, como
usted escribe?
Juan Pablo Escobar (JPE):
Mi compromiso al escribirlo tiene que ver con la verdad de lo que ocurrió en el
pasado, y creo que en esta segunda oportunidad tengo la opción de acercarme a
los peores enemigos de mi padre para que ya no fuera solamente mi propia visión
sobre él sino la de quienes más lo odiaron, y también la de quienes le
sobrevivieron como enemigos tras haber sido sus socios y amigos en el pasado.
Mi
compromiso también es revelar la enorme corrupción que hizo posible que mi
padre ostentara semejante poder económico y militar en las décadas de los
ochenta y noventa. Esto se explica y se entiende por las relaciones que tenía
con la CIA para financiar la lucha anticomunista en Centroamérica a principios
de los años ochenta, y también con la DEA, como lo revelo en el capítulo
llamado “El tren”.
AR: Sobre lo que comenta acerca de
los amigos y enemigos, en la primera parte del libro está su relación con Aaron
Seal, hijo de Barry Seal, quien fue piloto del Cártel de Medellín y después
asesinado, y con William Rodríguez Abadía, hijo de Miguel Rodríguez Orejuela,
uno de los jefes del Cártel de Cali. Para un proceso de paz como el de
Colombia, ¿qué significan estos encuentros con los hijos de los rivales de su
padre?
JPE:
Tienen un enorme significado porque es el ejemplo de que no solamente los
colombianos (porque somos nuestros peores enemigos nosotros mismos) podemos
reconciliarnos, sino también de que podemos hacerlo con los que están fuera,
como lo demuestra el caso de Aaron Seal.
Creo
que este libro retrata esa gran capacidad que tenemos los seres humanos de
reconciliarnos a pesar de una enorme historia de violencia que nos puede
conectar, como son no sólo los casos de William Rodríguez y de Aaron Seal sino
también el de Ramón Isaza, jefe paramilitar, y su hijo.
Considero
que esto muestra que la paz no es una teoría sino que es algo que podemos lograr
perfectamente, que no es una utopía a la que siempre buscamos pero que no
logramos alcanzar.
Este
libro muestra que sí es perfectamente posible hacer la paz hasta con el peor de
tus enemigos.
AR: Para hablar de la corrupción,
me llama la atención cuál ha sido el papel de los norteamericanos en estos
procesos de guerra en Colombia. En el libro están relatados varios asuntos,
desde la historia de Barry Seal, de quien dice usted que fue agente de la CIA y
de la DEA al mismo tiempo, y que trabajaba para su padre, hasta el capítulo “El
tren”, en el que cuenta que bonitas mujeres eran usadas para transportar droga
a Estados Unidos. ¿Cuál ha sido el papel de este país en todos estos procesos
de violencia, delincuencia y corrupción?
JPE:
Creo que este libro pone por lo menos una carga extra en la balanza en que se
mostraba a Estados Unidos como aparentemente infalible en materia de
corrupción, pero estas historias demuestran muy claramente que este país es tan
corrupto como lo somos otros. No es asunto de entrar en comparaciones ni de
decir quién es más bueno y quién es más malo, sino simplemente creo que este
tipo de historias ayudan a reactivar el debate, que deberíamos tener como
sociedad, de la inconveniencia de perpetuar más aún el prohibicionismo de las
drogas, esta lucha desenfrenada y violenta.
En
la medida que se le declara la guerra a lo que sea, sean las drogas, la pizza o
los tacos, vas a tener violencia. Mientras no encontremos otra salida, vamos a
tener para rato historias como las de Pablo Escobar porque se renuevan: puedes
matar a todos los narcotraficantes pero al otro día habrá otro con la misma
oportunidad y capacidad de hacer su trabajo.
Entonces
yo creo que es momento de que empecemos a pensar en declararle la paz a las drogas.
AR: Como dice Aron Seal.
JPE:
Exacto. Porque esa es realmente la manera en que debemos aproximarnos al
problema. Hay una herramienta, que es la educación, que está subvaluada y que
no es tenida en cuenta, pero tiene enorme poder sobre cómo nos forman a
nosotros como personas, como seres humanos. Tampoco los padres están capacitados
para educar a sus hijos y formarlos en materia de prevención y ayudarles a que
decidan elegir no a la droga en el momento en que se las ofrezcan.
Pienso
que hay que empezar a cambiar esta manera de ver el problema. El ejemplo del
estado de Colorado, Estados Unidos, podría marcar la diferencia: hoy tiene un
billón de dólares en virtud del impuesto que le ha puesto a la mariguana. Ese
dinero podría estar en manos de un cártel de la droga, pero está en las de un
gobierno. Eso no quiere decir que los políticos no sean delincuentes (porque
muchos a veces se comportan como tales), pero es preferible que ese dinero esté
en manos del Estado y que la sociedad pueda servir como garante para ver qué
destino se le dan a esos fondos, que pueden ayudar con la disminución del
consumo, con la educación de los chicos, con centros de rehabilitación y con
atender tareas que hacen que la sociedad tenga que recurrir menos a las drogas.
Considero
que el problema de las drogas va a seguir, prohíbanse o no, porque la gente se
las va a arreglar para comprarlas y consumirlas.
Entonces
es un problema de educación y de límites de la sociedad, pero no lo
solucionaremos con ametralladoras: ya vimos los resultados cuando las
utilizamos para decirle a la gente lo que puede consumir y lo que no. Así salen
a la luz historias como la de Pablo Escobar.
AR: Me llamaron mucho la atención
las partes políticas del libro. En el capítulo dedicado a Alberto Santofimio se
señala que Escobar tuvo una intervención política fuerte, desde que fue electo
a la Asamblea de Representantes hasta los atentados que le costaron la vida al
ministro de Seguridad. ¿Cuál fue su peso político? Usted habla, por ejemplo, de
que había una pablopolítica.
JPE:
Sabemos más de los cárteles norteamericanos que de la pablopolítica en Colombia: no tenemos idea de nada, y no creo que
vaya a cambiar mucho. Me imagino que muchos conocen el riesgo que implica abrir
una investigación para entender verdaderamente las redes de Pablo Escobar y la
política en Colombia.
Siempre
se ha utilizado su nombre para manchar a determinados personajes; a lo que me
opongo es a que se utilice el nombre y la historia de mi padre para salir a
enlodar a quienes probablemente estén sucios pero por otros pecados y otros
delitos. Dicen “armemos una causa a fulano de tal y digamos que era amigo de
Pablo Escobar y metámoslo a la cárcel”; con eso no estoy ni estaré nunca de
acuerdo.
Yo
he estado preso por ser el hijo de Pablo Escobar y he tenido unas experiencias
en la cárcel que no se las deseo ni al peor de mis enemigos. Ese capítulo de
Santofimio fue resultado de mi experiencia en la prisión y de entender lo que
se sufre al estar en ella y saber que eres inocente. Entonces quizá ese señor
puede ser culpable de miles de delitos, pero no por el que fue condenado. Hay
una cuestión práctica y simple de ver: las fechas, que son imposibles de
modificar, hechos que son imposibles de mover en el tiempo como si fuera un
rompecabezas que vamos armando como nos dé la gana. Creo que en este caso la
justicia de mi país se ha preocupado más por dar una apariencia de eficacia que
por serlo verdaderamente.
AR: En el pie de una foto del libro
hace una declaración fuerte: “La política fue la perdición de mi padre”. ¿Por
qué?
JPE:
Porque él quiso ingresar a una mafia que estaba mucho mejor organizada que la
que él dirigía. Con respeto por los pocos políticos honestos que debe haber por
allí, para mí la política es la auténtica delincuencia organizada. Ellos sí
están bien ordenados.
AR: Otro de los grandes fenómenos
que hubo en Colombia fueron los paramilitares. ¿Cuál fue la relación de Pablo
Escobar con ellos?
JPE:
Mi padre fue fundador del grupo MAS (Muerte a los Secuestradores) como
resultado del secuestro de Martha Nieves Ochoa. Mancomunadamente, todos los
narcos del momento se unieron para formar un grupo de autodefensa en virtud de
las amenazas de grupos guerrilleros que querían secuestrar a sus familiares, porque
decían que no iban a ir con las autoridades a pedir ayuda porque la plata que tenían
era producto de la droga.
En
virtud de eso, y con el enorme poder económico que ya tenían los narcos, pues
se unieron; en connivencia con las autoridades locales, el Ejército y la
Policía, hicieron una gran reunión en la hacienda Nápoles, donde había más de
300 personas, que dieron origen al primer grupo, cuyo mando fue delegado a los
hermanos Castaño Gil. Por eso fue que ellos empezaron a administrar esa
violencia y ese poder, y a hacerse muy amigos de la autoridad, porque ellos
como paramilitares hacían el trabajo sucio que esta no podía hacer.
Entonces
se empezó a formar una connivencia entre los agentes del Estado y los
paramilitares en virtud de que tenían un enemigo en común, que era la
guerrilla. Eso facilitó mucho la coexistencia entre esas dos fuerzas militares:
la que era legal, amparada por el Estado, y la ilegal.
Y
allí es donde apareció Ramón Isaza, un campesino que quiso ser reclutado por la
guerrilla, y fue amenazado; se convirtió, como muchos otros campesinos, en
alguien que decidió tomar las armas para defender su tierra, su espacio, su
familia y su pueblo, y comenzó este fenómeno de la izquierda versus la
ultraderecha.
AR: Sobre estas definiciones
políticas, en el testimonio de Otty Patiño, fundador del M-19, comentaba que
Pablo Escobar se autodefinía como de “izquierda”. En las campañas electorales
hacía referencia a los pobres y decía que iba a combatir la pobreza. ¿Cómo lo
ubicaría usted ideológicamente?
JPE:
Hay una entrevista que le hizo Yolanda Ruiz a mi padre, y le preguntó si él se
definía como un hombre de izquierda o de derecha, y su respuesta fue
contundente: decía que no le gustaba que lo encasillaran en ninguno de los dos
lados, que si él veía una buena idea en la izquierda la apoyaba, y si la veía
en la derecha la respaldaba. A él no le gustaba pertenecer ni a un lado ni al
otro, le gustaban las buenas ideas.
AR: Al respecto, ¿cómo fue su
relación con las guerrillas?
JPE:
Muy poco o casi nada, porque el papel de la guerrilla en aquel entonces era más
bien tímido; si en su territorio había siembra de la planta de coca, podía
cobrar un impuesto por la vigilancia. Allí se ganaba unos pesos, pero nunca se
habían involucrado, como lo hicieron posteriormente en épocas como las de
ahora, en el negocio del tráfico de drogas.
Entonces
con ellas la relación fue prácticamente nula; mi padre en ese momento tenía
todo el negocio para él tanto desde la etapa de la producción hasta la
logística y el envío hacia Estados Unidos. La guerrilla era como un mundo
separado; el Estado se ocupaba de combatirla y ella de enfrentarlo.
Con
las FARC no hubo una relación directa más allá de la historia de uno de los
miembros que estuvo en la mesa de negociaciones de la paz en La Habana. Mi
padre le dio refugio a esa persona en Estados Unidos, y lo puso a trabajar en
una estación de gasolina que tenía en ese momento. Pero no me consta que se
haya dedicado a actividades de narcotráfico, sino simplemente estuvo en esa
estación de mi padre y ahora aparece como miembro de las FARC.
AR: En otra parte del libro usted
hace señalamientos muy puntuales sobre la serie Narcos, de Netflix. Al respecto me interesa su opinión de cómo ha
sido representado su padre en el cine y la televisión. Podemos ir desde aquella
serie y la película de Benicio del Toro, hasta llegar a su propio documental.
JPE:
La de Benicio del Toro es la vergüenza más grande; deberían devolver la plata a
todos los que pagaron por ir a verla. Le metieron mar a Medellín, y el mar más
cercano a esa ciudad está a 800 kilómetros, pero la rodearon de playas, lo que les
importó nada en la historia.
Lo
que debo decir es que yo nunca me opongo a que se cuenten historias
relacionadas con mi padre…
AR: Usted dice que es una historia digna
de ser contada pero no de ser imitada…
JPE:
Ni mucho menos glorificada, que es allí donde radica la diferencia entre la
manera en que yo cuento las mismas historias, porque ellos no las cuentan
completas. A la serie de Netflix le faltan un par de capítulos que están en
este libro, y ahora ya entiendes por qué, cuando yo me acerqué a ellos seis
meses antes de que filmaran la primera temporada, me dijeron “no nos interesa
saber tu historia”. Ellos saben más de las vidas de Pablo Escobar, de mí y de
mi madre que nosotros que la vivimos; ellos la vieron por televisión y se las
saben todas, mientras que nosotros no sabemos nada. Muy particular su visión.
Entonces
yo no me opongo a que se cuenten las historias, y creo que hay que hacerlo; la
peor idea es no relatarlas. Pero si se hace glorificando la actividad criminal
de mi padre, y si se crea, a través de las licencias que te da la ficción, una
especie de superhéroe, se genera una nueva generación de jóvenes que tienen el
deseo de convertirse en narcotraficantes. Así, estarán dispuestos a lo que sea
con tal de meterse al narco porque la imagen que tienen del traficante es de un
ser todopoderoso al que las balas nunca tocan, que nunca llora, que siempre
está rodeado de chicas bonitas, de mansiones y de cosas maravillosas.
Entonces
tienen glorificada esa actividad y piensan que la van a pasar como lo muestran
en la serie, en la que mi papá se esconde cada vez en mansiones más bonitas y
más grandes mientras más lo persiguen. Pero en realidad fue al revés: a mayor
cantidad de dinero y de poder de mi padre, mayores fueron las cantidades de
sufrimiento y de pobreza en que nos tocó vivir. Nosotros no vivimos, de ninguna
manera, en mansiones como las que muestran allí.
Esa
es la glorificación de la actividad criminal; después de la publicación de las
series yo recibo por las redes sociales mensajes y fotos que miles de jóvenes
me mandan desde Australia, Nepal, Filipinas, España, desde cualquier país
latinoamericano. Allí aparecen disfrazados como mi papá, hablan como él (me
mandan mensajes de voz queriendo amenazar como lo hacía él) y diciéndome
“quiero ser narco porque acabo de ver la serie”. Les parece que es cool, una idea muy buena. Eso es grave.
Hace
poco presenté este libro en Buenos Aires y me pasó algo que siempre recuerdo
con mucha alegría: entre 300 personas, un adolescente se puso de pie y me dijo:
“Quiero contarte cómo supe yo de tu papá: yo tenía 8 años cuando vi a mi abuela
mientras miraba la televisión, y allí estaba la imagen de tu padre. Entonces
pregunté quién era ese señor”. Enterado, se volvió un fanático de esa historia;
ahora tiene 13 años. Es decir, hace cinco años que está en su cabeza Pablo
Escobar como el gran tema. Me dijo que había visto la totalidad de las series y
todos los libros posibles, hasta que leyó los dos míos, y me dijo: “Todas las
veces que vi las series y que leí todos los libros, siempre quise ser como tu
papá, hasta que leí tus dos libros. Entonces quise ser un periodista y no más
un mafioso”.
Entonces
allí ves la diferencia de cómo llega el mensaje, aunque sea con las mismas
historias; la responsabilidad en la manera como las cuentas es lo que hace la
diferencia a la hora de transmitirlas. Yo sé que vendería el triple de libros
si usara la fórmula de Netflix para la glorificación del narco, pero no la utilizo
porque es irrespetuosa con las verdaderas lecciones que nos quedaron a todos de
estas historias.
AR: Al respecto también está su
documental.
JPE:
Fue un gran abridor de puertas; me hizo escritor y gracias a él la editorial me
contactó y me propuso el primer libro, y ahora estamos con el segundo. También
me abrió muchas puertas en la reconciliación con muchas otras familias que,
obviamente, no participan en el documental. Me he podido reconciliar no
solamente con los que aquí presento, sino también con otras muchas víctimas
anónimas que, por motivos personales, decidieron no aparecer, y es respetable.
Considero
que ese documental rompió con todos los tabúes que había en Colombia; cuando
presentamos el documental en el país y hablábamos de la reconciliación y el
perdón nos miraban como si dijeran “aquí todo lo resolvemos a tiros, estos qué
están hablando del perdón, de reconciliación, ¿cuál diálogo’”. Como que ni nos
creían.
Pero
es un asunto real, y hoy es más necesario que nunca en nuestro país si queremos
sacar adelante todo este proceso tan arduo y tan necesario de reconciliación
hacia el futuro, porque los colombianos somos los peores enemigos de los
colombianos. Esa cultura de la violencia es la que tenemos que lograr modificar
a través de proyectos y del ejemplo. Al margen de decir “mi documental”, estos
libros también los escribí (sobre todo este segundo) para marcar cuan capaces
somos los seres humanos de reconciliarnos, independientemente de las historias
de violencia que nos unan.
AR: Usted relata que en sus últimas
72 horas de vida Pablo Escobar tuvo que violar las reglas de seguridad al intentar
comunicarse con ustedes; hubo un momento en que consideró que era su vida o la
de su familia. Usted es crítico con su padre, pero ¿qué rescataría de positivo
de él?
JPE:
Para mí fue el mayor acto de amor de él hacia su familia entregar su vida soberanamente,
de decir “okey, me voy a dejar encontrar, voy a empezar a hacer las llamadas
yo”, porque las pudo haber hecho cualquier otro. Ni siquiera se puso los
zapatos, que nunca se los quitaba, y por eso apareció descalzo cuando murió;
cuando uno se va a escapar se pone los zapatos, no se los quita. Eso marcó
también una decisión de él en lo que para mí es su mayor acto de amor: decidir
quitarse la vida para que nuestra familia fuera liberada, porque nosotros ya
estábamos en condición de rehenes del Estado. De hecho así lo reconocen
funcionarios de aquel entonces: entendieron que la única manera de poder
atrapar a mi padre era usando a su familia como carnada. Y así lo han
reconocido ya, no es una teoría sino una realidad.
AR: ¿Quién venció a su padre? Hay
varios actores: el Estado colombiano, el imperio estadounidense, la banda de
delincuentes conocida como los Pepes (Perseguidos por Pablo Escobar)…
JPE:
Todos los anteriores y en ese orden.
AR: En alguna parte del libro
incluso se habla de una traición familiar…
JPE:
La realidad es que al final los únicos que no éramos Pepes éramos Pablo
Escobar, su esposa y sus dos hijos. Eso incluye a todas las instituciones, los
empresarios, la DEA, la CIA, los norteamericanos, el Ejército… Todos eran
Pepes, menos nosotros.
Al
final los Pepes fueron un conglomerado de instituciones, de agencias, de
bandidos, de empresarios, de víctimas, de victimarios, de todos contra mi
padre. Como nosotros no estuvimos dispuestos a negociar ese amor por él, por
eso seguimos viviendo en el exilio. Toda la familia de mi padre, que sí negoció
y en vida de él, se puede quedar en Colombia tranquila por eso y no le pasa
nada. Esa es la gran diferencia, y eso muestra también la gran traición de la
que él fue víctima por parte de su propia familia.
Al
final yo creo que a mi padre lo destruyó la naturaleza misma del negocio en que
se metió: yo no conozco narcos jubilados, no existen. Si los hay, pasaron años
o la mitad de su vida en la cárcel y vieron morir a la mitad de sus familiares
y no son felices. Entonces a la larga no es buen negocio.
AR: Usted ha sido muy bien recibido
en México; en el libro cuenta desde las conferencias que ha dado en escuelas
ante cientos de jóvenes, hasta su presentación en el Senado de la República. A
un país que está inmerso en esta guerra contra las drogas, ¿qué le dice usted
desde su experiencia personal pero también desde la colectiva del proceso de
paz en Colombia?
JPE:
A México le diría que respeto absolutamente todos sus asuntos internos porque
es una nación soberana. Pero sí puedo compartir mi experiencia como colombiano,
y tengo, aunque sea un poquito, derecho a decir algo aquí porque estoy casado
con una mexicana, y mi hijo lleva sangre mexicana.
Nos
afecta y nos duele lo que hemos visto de cómo el país ha sufrido una violencia
que tristemente comienza a parecerse a aquella que vivimos los colombianos en
décadas pasadas.
Yo
creo que esto es el resultado de una política internacional que se repite
exactamente igual en todas partes donde la apliques con ferocidad, que es el
prohibicionismo, y que es la garantía de la violencia, del enfrentamiento entre
las clases sociales, de la división y de la corrupción que financia ese gran
poder económico y militar. Mientras se siga con la mirada del prohibicionismo,
lamentablemente yo no le auguró futuro en paz a ningún país. No es cuestión de
México sino de la sociedad en general, y yo creo que hay que empezar a escuchar
que grandes líderes comienzan a hacer un llamado a la paz de las drogas. Pienso
que si en 100 años no lo logramos avances con el prohibicionismo, ¿quién nos
garantiza que aplicando la misma fórmula ahora sí lo vamos a lograr?
Desde
el principio hasta el final los narcotraficantes nunca han estado más
empoderados a nivel de dinero y a nivel militar. Eso es real y sigue pasando en
la cotidianidad. En la medida en que no cambiemos la mirada tendremos que
prepararnos para seguir viendo un resurgimiento sistemático de más Pablos
Escobar.
*Una versión más breve de esta entrevista fue
publicada en Horizontum, núm. 13,
mayo–junio de 2017.
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