Las maravillas de las historias
perdidas
Entrevista a Aníbal Santiago*
Ariel
Ruiz Mondragón
México
cuenta con muy diversas facetas que terminan por mostrarnos un conjunto por
demás variopinto, con realidades muy contrastantes, fragmentadas, contradictorias,
desiguales, enfrentadas, complementarias. Un país complejo y multiforme en el
que los procesos de vida de sus habitantes parecen no sólo no tocarse sino ignorarse.
El
periodismo es una herramienta muy útil para el reconocimiento que los mexicanos
pueden y deben hacer de sí mismos. Por ello resulta muy pertinente la lectura
del libro México, tierra inaudita.
Relatos de un país inimaginable (segunda edición, México, Los libros del
lince, 2018), de Aníbal Santiago, en el que se reúnen 19 historias muy
diferentes entre sí que dan buena cuenta de la gran complejidad y
extraordinaria diversidad de la sociedad mexicana. Así, aparecen desde un sabio
dueño de una refaccionaria, Los Ángeles Azules, Octavio Paz y los placeres de
Acapulco, hasta una chica víctima de la trata de personas, un niño suicida y
mujeres que enfrentan día a día el hambre de su comunidad, entre otros
personajes fascinantes.
Sobre
esas historias conversamos con Santiago (La Plata, Argentina), quien ha
colaborado en medios como Este País, Reforma, Chilango, Gatopardo, Esquire, Más por Más, Newsweek en
español, Emeequis e Imagen
Televisión. Por su trabajo periodístico ha obtenido premios como el Nacional de
Periodismo y Rostros de la Discriminación.
Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué publicar
hoy un libro como el tuyo, que reúne 19 historias muy variadas?
Aníbal Santiago (AS):
Hace unos tres años yo había integrado muchas investigaciones. Originalmente
eran 34, de las que se sacaron 15, Y que tratan problemas muy disímbolos,
historias que yo sentía que pintaban bien a México. No eran estrictamente
noticiosas, sino que hablan de una época, de un país, y se pueden leer ahora o dentro
de 15 años. Valía la pena integrarlas.
Sentí
que la diversidad podía enriquecer al libro: hay historias que tienen mucho que
ver con la violencia, con el sufrimiento general del país, con el hambre, con
la delincuencia, pero también otras que son más agradables, más digeribles, más
felices. Quien lo lea se va a llevar una visión de un México de muchos
contrastes.
AR: Sobre esa variedad y esa
diversidad: ¿cómo llegaste a estos temas? ¿Te los sugirieron, los encontraste?,
¿cómo diste con el sabio de la refaccionaria, cómo llegaste a la Baby’O y con
Jaime Camil, cómo conociste a las cocineras del hambre, por ejemplo?
AS:
En general son ideas que a mí se me ocurren. Estoy muy pendiente de las
noticias no tanto como un consumidor obsesivo, sino porque las notas duras
dejan cabos sueltos y yo tengo que ir tras ellos. Salió, por ejemplo, una lista
de los pueblos con más hambre del país. Vi que había uno en el Estado de
México, muy cerca de la Ciudad de México, y fui allí a ver qué pasaba con las
mujeres, que generalmente son las responsables de dar de comer a sus hijos, y cómo
resuelven el problema del hambre: qué ocurre y cómo, con mínimos recursos,
alimentan de una manera más o menos regular a sus familias.
Sobre
lo de la discoteca Baby’O: en esa época empezaron a aparecer, por primera vez,
cabezas humanas cortadas. Eso llamó mi atención porque me impresionaba que
Acapulco tuviera ese contraste: seguía siendo el lugar de los poderosos y, por
otro lado, el México sanguinario, atroz, descarnado.
Me
llevaba bien con las editoras de la revista Quién,
a las que les dije que necesitaba el teléfono de Jaime Camil. Así empecé a
ubicar a los personajes emblemáticos del jet
set acapulqueño, y al mismo tiempo me trasladé al otro Acapulco. Así
presento un relato en el que vemos cómo conviven ambas partes.
Es
escalofriante que a unos cuantos metros tengamos esos dos México tan distintos:
el del placer, la ostentación, el lujo y el sexo, catapultados a la n potencia, y el del México real,
terrible, tristísimo.
Así
son mis historias: como ocurrencias y apuestas mías, y cuando tengo la idea, voy
a los lugares.
AR: Del que yo no sabía nada es del
señor que vende refacciones de coches de todas las épocas, y que conoce muy
bien su historia. ¿Cómo llegaste a ese personaje? No sale en el periódico, por
ejemplo.
AS:
La revista Life & Style, de Grupo
Expansión, me envío a Cancún a hacer una crónica de un museo del automóvil
antiguo. Hice una crónica aspiracional, en la que hablaba de los modelos de
autos, de su historia y de la riqueza del museo. Para hacerla pedí ir a la
parte del taller para entrevistar a los mecánicos del museo. Al platicar con
uno de ellos me dio unas bujías originales de un Ford de 1920 que no se habían
abierto desde aquellos años. Le pregunté cómo las había conseguido, y me dijo
que había un genio de las autopartes en Bucareli, un señor de casi 90 años que
sabía toda la historia del automóvil. Me dijo: “Te puede contar la historia de
México a través de los coches. Ha tenido contacto con personajes famosos y su
conocimiento es absolutamente enciclopédico. Es un personaje maravilloso”.
Le
pregunté dónde estaba, y me dio la dirección. Cuando volví a Ciudad de México tras
escribir el reportaje del museo el siguiente paso fue acercarme a la esquina de
Bucareli en la que me habían indicado buscar a este personaje. Es casi de
ficción: es increíble que un hombre así, con ese brillo y con esa cultura, con
tanta vida, exista en Ciudad de México.
Siento
que eso es lo que intenta mi trabajo: buscar a los personajes que los otros
medios no van a buscar bajo ninguna circunstancia, y encontrar la maravilla en esas
historias perdidas.
AR: ¿Cuál es el hilo conductor de
las historias que presentas?
AS:
Esa fue una dificultad del libro: encontrarle nombre a algo tan raro. Había
historias como la de Iguala, donde los profesores hablan de la violencia, de
fosas y de los niños que conviven alrededor de ellas, o como la de un personaje
que vende autopartes. Era muy difícil encontrar un título; el que se me ocurrió
tenía que ser muy genérico. No había manera de concentrarlo, de dar algo muy
preciso porque desvirtuaba el resto del libro.
Hablo
de la violencia, pero la mitad del libro no la trata. Son historias que
sacuden, conmueven, sorprenden, que hacen que la gente viaje a escenarios muy
extraños, con personajes muy raros pero que en general son entrañables. Originalmente
era “México insólito”, pero ya existía un libro con ese título; después sería “México
inaudito”, pero había salido unas semanas antes México bizarro, de Julio Patán y Alejandro Rosas, y le dije a la
editorial que le cambiáramos el nombre porque parecería su secuela. Finalmente,
por los personajes que pueblan mis historias, fue México, tierra inaudita.
AR: Me llaman la atención las
historias que relatas sobre emprendedores, como la de Jorge Mondragón,
representante de artistas, y la de Súper Tarín, un señor que sale de la droga,
es luchador y dirigente de comerciantes informales. ¿Qué nos dicen de México
este par de relatos?
AS:
Son historias muy escabrosas. Son emprendedores pero en terrenos muy
originales, muy raros. Súper Tarín es rarísimo: hasta hoy me sorprende este
hombre, luchador justiciero, líder de ambulantes, que se infiltra en las
cárceles para hacer justicia y, al mismo tiempo, negocios.
Pienso
que un país con un sistema de justicia y carcelario tan deficiente permite que
surjan este tipo de personajes. Si tuviéramos una justicia que realmente reeduque,
forme y readapte a los presos para que sean buenos ciudadanos, no tendrían que
surgir líderes sociales de esas características, que resuelven, por ejemplo,
las golpizas y las torturas adentro de las cárceles, o que acelera las
audiencias cuando son demasiado largas, etcétera.
En
México existe tal vacío en este ámbito que la realidad va empujando al
surgimiento de gente que haga la labor que el Estado no cumple. México tiene
personajes que en otros países muy probablemente serían más planos, pero Súper
Tarín es un asunto de locos por todo lo que hace, dice, piensa, mueve, por sus
características físicas.
AR: Para hacer tus historias
compartes diversas experiencias con los personajes que tratas.
AS:
En mis relatos no intento acercarme tanto a los personajes, a las fuentes, como
un entrevistador plano. Me gusta provocar: a Súper Tarín le lanzaba buscapiés
para que me contestara chistoso, para vivir cosas. Me gusta acompañar a los
personajes en sus rutinas; casi siempre en mis historias les digo: “Te voy a
entrevistar largo dos o tres veces, pero al mismo tiempo quiero vivir un poco
contigo”. A muchos los acompaño porque de otra forma no puedo narrar.
Para
estas historias largas tengo que vivir un poco con ellos; por ejemplo, con el
reportero de Ecatepec fueron muchos días en que hablamos mañana, tarde y noche;
viajé con Los Ángeles Azules, fui a sus ensayos, sesiones de fotos y a un concierto.
Por
supuesto no vivo lo que viven ellos, pero ser un testigo de esas vidas permite
que los relatos vayan en varios niveles: por momentos hay entrevista, en otros
hay narración, y de pronto me voy al pasado y vuelvo al presente. Me gusta mezclar,
y así logro desestructurar un poco la realidad.
AR: En el libro hay dos o tres
historias de pequeños pueblos, como las de los 15 años de Rubí, las cocineras
del hambre y la fábrica de mezcal, que se desarrollan en comunidades de 250 o
300 habitantes. Preguntaste a sus pobladores “¿aquí qué ha pasado?”, y te
responden “aquí no ha pasado nada nunca”. ¿Por qué reportear en estos pueblos?
AS:
Cuando fue lo de los 15 años de Rubí yo sabía que todos los medios iban a ir en
masa a cubrir la fiesta. Hay cronistas buenos, malos, medianos, pero finalmente
todos iban a hacer la crónica de la fiesta. Estuve machacando la idea: ¿cómo la
cubro de manera diferente? Y dije: voy a llegar a la cruda.
Entonces
fui cuando ya había acabado; no tuve oportunidad de ver nada de la fiesta, pero
sí el basurero, la mendicidad, la pobreza. Vi donde iba a ser el concierto, y
vi que en realidad el pueblo era Laguna Seca, y me lancé allí para ver qué
había ocurrido. Después de una gigantesca fiesta, la más famosa que ha tenido
México en los últimos años, algo iba a pasar, habría personajes, y yo lo iba a
contar.
Me
la jugué con un fotógrafo: nos fuimos, y llegamos a la mañana siguiente a ese
pueblito de San Luis Potosí. Descubrí que ni siquiera podía guglear mucho
Laguna Seca porque no había nada. Pues allí me metí a entrevistar a quienes me
iba encontrando en la calle, tocaba la puertas de las casas, salían sus
habitantes y unos me decían que sí y otros que no. Fuimos a dar a la fábrica de
mezcal, y fui a hablar con el patrón. Estuve allí mucho tiempo y obtuve muchos
testimonios. Así empecé a enriquecer mi idea. Y cuando llegué a México ya tenía
un crisol de personajes y de retazos de la realidad como para escribir algo que
fuera suficientemente complejo e interesante.
A
mí eso me gusta y me maravilla de ese México silencioso, que no aparece, que
aparentemente no tiene nada que decir y que encierra historias de película.
AR: Hay historias que son
luminosas, de lucha, de esfuerzo, de resistir a muchas condiciones adversas.
Por ejemplo, las de Los Ángeles Azules y la marchista Lupita González.
AS:
También es un México con historias de personajes que saltaron a la fama. Hay un
país que oprime, aplasta, que cierra puertas, que dice tu música no vale, pero la
capacidad humana se refuerza y hay gente que lucha contra viento y marea para
salir adelante y encontrarle la alegría a la vida en medio de ambientes de
desolación, como los de Iztapalapa y el Estado de México.
También
hay muchas personas solidarias que creen en la gente; en el caso de Lupita fue
el entrenador que le decía “sigue, sigue, inténtalo”. Aunque estaba lesionada
vio que tenía una capacidad, apostó y continuó.
En
el caso de Los Ángeles Azules, hubo algunos empresarios que confiaron en ellos e
intentaron que la cumbia resurgiera pese a que la onda grupera era lo que
dominaba la radio. Y resurgió.
Es
un caso interesante porque con Los Ángeles Azules la cumbia se metió al mundo
del pop; así ocurrió en el Vive Latino, donde se iba a ver qué pasaba con
ellos, que se habían visto marginados por una ola musical diferente. Fue un
fenómeno increíble al punto de que ese fue el momento en que el grupo despegó
en el sentido de su presencia pública.
Por
supuesto, su trabajo valía desde mucho antes, pero en aquel momento su fama se
catapultó, y gente que no estaba acostumbrada a escuchar cumbia se dio cuenta
de su valor y empezó a bailarla, al mismo tiempo que bailaban a Cerati o a
Ximena Sariñana.
AR: ¿Qué idea de la violencia te
quedó después de relatar historias tan complicadas y duras como la del niño
suicida, del propio Acapulco donde matan todo tipo de gente, de los profesores
de Iguala que son amenazados, del reportero de Ecatepec que registra asesinatos?
AS:
Sentí una responsabilidad de que el libro también tuviera esa parte porque es
un México que no se puede hacer de lado. Está el de las comodidades y de una
clase media consolidada, en la que normalmente vivimos, pero es una ínfima
parte de la realidad nacional. La mayor parte de la vida transcurre del otro
lado, con lo que pasa en Ecatepec, en Iguala.
Entonces
sentí un compromiso con mi país, por lo que me tenía que acercar a esto. Tuve
la sensación de mucho desasosiego, de desesperanza. Después de leer esto te
queda poca esperanza de que las cosas cambien, o por lo menos de que a mí me
toque verlas cambiar; siento que van a ser procesos larguísimos para ver un
México distinto.
Vemos
ahora el índice de homicidios y de violencia, y está disparado en el primer mes
de Andrés Manuel; uno diría que entró con otro ánimo y con otra voluntad, y
pese a ello tuvimos el enero más violento desde hace muchos años. No me puedo
abstraer de eso, y vivo con la tristeza de ver a ese México terrible en el que
se vive con feminicidios, pero al mismo tiempo sorprendido de cómo hay gente
que sí logra hacer sus pequeñas islas de alegría, de compromiso y de lucha para
que la vida tenga sentido.
Está
el caso de Iván Montaño, el reportero de Ecatepec: cómo se compromete con su
trabajo, sin horarios, y cómo encuentra la magia en el riesgo, lo cual la
mayoría no haríamos, y lo realiza convencido de que eso quiere en su vida. Eso
me parece increíble: él quiere seguir así, ver eso, de lo cual informa y con lo
que sacude a la gente. Así que son emociones muy encontradas.
AR: Esa del reportero Iván Montaño
es una historia fascinante: un chico que empieza en el reparto de periódicos,
se vuelve cobrador y después toma una cámara y comienza a fotografiar y a
reportear. Consigue incluso primeras planas en su medio, la Extra de Ecatepec. Ese pequeño universo,
¿que nos muestra de los problemas y posibilidades del periodismo nacional? Por
ejemplo, hay mucho entusiasmo, pero mucha improvisación y condiciones de
trabajo muy complicadas que acompañan el deseo de superación.
AS:
Veo que los que viven bien son los privilegiados, los grandes opinadores, los
presentadores de noticias que son famosos, y después está la inmensa mayoría, a
la que veo empobrecida: periodistas que ganan muy mal. Para este libro viajé
mucho a provincia, donde los reporteros cobran tres mil o cuatro mil pesos
mensuales, que son dos sueldos mínimos para mantener a una familia. Justamente
en una columna que saqué en el portal de Este
País inicio hablando de los zapatos de los reporteros: rotos, desgastados,
con lengüetas dañadas… No tienen ni siquiera para comprar calzado. Me imagino
lo que será sostener una familia como reportero de un periódico en provincia.
A
esa pauperización, que me parece atroz y dolorosísima, se suma la violencia;
son gente que por vocación pone su vida en riesgo. ¿Qué tanto vas a investigar
si, aparte de que vives de una manera tan jodida, corren riesgo tu vida y la de
tu familia? ¿Para qué?
Veo
una profesión que está en el filo de la navaja: ¿hasta dónde informo?, ¿cuándo
ya no debo hacerlo?, ¿cuándo me la juego?, ¿esto puede molestar o no? Es como
si el periodista estuviera siempre ante el abismo: camino hasta acá y no doy un
paso más. Me acuerdo mucho de un libro que leí cuando empecé a ejercer de
periodista en 1995: Territorio comanche,
de Arturo Pérez-Reverte, en el que hablaba de que entre los reporteros de
guerra que cubrían los Balcanes, había que darse cuenta, intuir y advertir las
señales físicas de que ya no se podía avanzar porque si daban cinco pasos más los
agarraba el fuego cruzado o explotaría un puente. Allí tu responsabilidad como
periodista es decir “hasta aquí. No avanzo más aunque podría tener la nota,
porque si no pierdo la vida”. Me parece que México se volvió un gran territorio
comanche donde todo es riesgoso.
AR: En nuestro territorio comanche aún
hay agresiones contra los periodistas. Al hacer estos reportajes, ¿qué riesgos
y dificultades has enfrentado? Por ejemplo, cuando conversaste con un
empresario en Acapulco y uno de sus ayudantes te empezó a tomar fotos. ¿Qué
límites te pusiste para investigar estas historias?
AS:
Por ejemplo, en la historia de los profesores de Iguala muchos de ellos me
daban nombres de personajes que, según ellos, son los ejecutores de la
violencia en ese lugar. Pero yo me ponía en riesgo porque sería señalar con el
dedo, y también los pondría en riesgo a ellos, además de que no tenía pruebas
ni acceso a esos personajes acusados de la violencia en Iguala: podía ser que
sí, podía ser que no. ¿Lo informo? Pues no. Aunque citara su declaración, la
vida de estas personas está en juego. Entonces dije: hasta aquí.
En
Iguala me metí en territorios delicados y fue reportear más rápido, con miedo;
tu piel no es igual, el ritmo de tu corazón es distinto. Maestros me habían
advertido: “Puedes estar allí nada más un ratito y te sales rápido”. Esa zona
está devastada por la violencia, es muy brava.
Respecto
a lo de la cámara, no entendía qué estaba pasando cuando entrevisté a Igor
Petit, director de una revista, y vi que alguien, escondiéndose, me estaba
sacando fotos. ¿Por qué lo estaban haciendo? Creo que él lo hacía por
protección, no era algo contra mí. No pasó absolutamente nada.
Pero
es muy difícil establecer, no hay un manual al respecto.
La
única vez que vi a Javier Valdez fue en un evento sobre el periodismo en
condiciones de violencia, en el que él era uno de los ponentes sobre cómo
reportear sin ponernos en riesgo, o por lo menos reducirlo. Y mira lo que le
pasó.
Entonces
es como una intuición particular, no hacer acusaciones sin base, no meterte más
de la cuenta en ciertos asuntos, no dar nombres si no tienes pruebas. La labor
del periodista también es saber decir “hasta aquí”.
AR: ¿Cómo llegaste a todos los
lugares que cuentas?, ¿cómo entraste en contacto con los profesores de
Guerrero, con las cocineras del hambre, con la chica que cae en una red de
prostitución?
AS:
No hay ningún secreto. Yo siempre llego y digo: ¨Soy Aníbal Santiago, vengo de
tal publicación. Estoy haciendo un reportaje sobre esto y me gustaría entrevistarlo,
robarle unos minutos”. Algunos me dicen que sí, otros que no; si me contestan
negativamente, no insisto ni molesto porque la gente tiene derecho a no querer
hablar.
Reporteo
obsesivamente. Si voy a cubrir una historia, me llevo también muchísimas otras de
personajes y vuelvo a Ciudad de México para estar en calma. Me meto mucho:
dedico horas y horas a trabajar bajo el sol, reporteo con abundancia y pasión.
A veces veo a reporteros que escuchan poco a sus fuentes, pero hay que escuchar
y ver dónde hay algo. Tengo un ejercicio: pongo atención cuando hay un adjetivo;
si alguien de un pueblo me dice “aquí está terrible la situación”, hay que preguntarse
por qué. En general los adjetivos esconden historias, por lo que estoy a su
caza.
Si
hay un adjetivo, pregunto para que me lo cuenten: si me comentan “la estamos
pasando muy mal”, entonces no preguntes otra cosa: ¿por qué la están pasando
mal? Estoy muy alerta a las respuestas para ver dónde hay nuevos caminos que
pueda explotar y que puedan traer asuntos interesantes.
Se
trata de que no se me escape nada, y por eso soy muy de grabadora: me gusta
mucho grabar porque me gusta reproducir cómo se dijeron las cosas. Muchos
periodistas dicen que está mal porque la gente se condiciona con la grabadora,
pero siento que soy mucho más justo, preciso y riguroso. Hay más respeto a la
fuente si se plasman exactamente sus palabras. Tampoco es que le encaje la
grabadora a las fuentes, pero siempre la tengo y la ven.
Me
gano la confianza al decir la verdad, y como que la gente te agradece. “Oye,
estoy haciendo un reportaje de tal asunto. Me gustaría saber tu opinión”, y en
general recibo síes. La gente en México tiene muchas ganas de contar lo que le
pasa; casi nadie (políticos, funcionarios y poderosos no lo hacen) escucha a
los desamparados. Cuando estos ven que alguien los mira a los ojos, que es
honesto y que quiere saber sus historias, en general dicen sí en un 90 por
ciento.
AR: En el caso de Iguala uno de los
maestros te dijo “yo sí quiero contar”…
AS:
Incluso allí las puertas se abrían, al contrario de lo que uno pensaría de
Iguala por la desaparición de los chicos de Ayotzinapa. Todo mundo quería
hablar.
AR: Otra vertiente de tus historias:
las autoridades casi no están. Esto me parece muy interesante. ¿Es deliberado?
AS:
Considero que en nuestro periodismo eso es un problema grave desde hace muchos
años. Los periodistas son, muchas veces, personajes que estiran el brazo para
grabar lo que sea de un poderoso; eso es lo que se llevan a la redacción, eso
es lo que quiere el jefe y con eso viven. Transcribo declaraciones de poderosos
y le cambió las atribuciones: aseveró, manifestó, dijo, sostuvo, indicó,
señaló… Es el único país que hace eso; es como para disimular una labor
periodística que es vergonzosa.
Observo
que si abres los periódicos, aún hoy 70 por ciento son declaraciones de
funcionarios aburridos diciendo cosas aburridas, la mayoría de las veces mentiras
con su lenguaje retorcido, falso. ¿Cómo a la gente le puede interesar leer eso?
Eso es un problema de nuestro periodismo, pero hay que alejarlo y darnos cuenta
de que la riqueza y la maravilla está en otros asuntos, no en la transcripción
de declaraciones de la gente que tiene el poder.
AR: En muchos medios el reportero
tiene que estar con la nota del día y cubrir las actividades del político, lo
cual debe entregar muy rápido. Ninguno de los textos de tu libro fue hecho en
un día. ¿Qué recursos has tenido para hacer este tipo de textos, que van desde
que te concedan tiempo hasta los gastos que implican?
AS:
En general he tenido suerte. Cuando he apostado por una historia, los medios en
que he trabajado, como Chilango, Emeequis, Newsweek en español, y Gatopardo,
en general, han apoyado aunque no con mucha lana. Si hay un hotelito de 300
pesos en Iguala, me voy, y que la comida no me salga en más de 180. Me voy en
camión y con lo mínimo. Tenemos que acostumbrarnos a vivir con austeridad; hay
gente que lo puede soportar y hay otra que no. A mí no me importa un pepino si
estoy hospedado en una suite o si me transporto en primera clase. Mis valores y
mis intereses en la vida no están en eso.
A
veces me dicen: “Aníbal, no puedes irte tantos días. Intenta hacerlo en dos o
tres”. Y hay que ajustarse. Pero la realidad es que nuestro periodismo está
limitadísimo en el presupuesto.
AR: Pediste al reportero de
Ecatepec que te contara la experiencia periodística que le marcó. Quiero planteártela
a ti: de las historias que presentas en el libro, ¿cuál fue la que te marcó más?
AS:
La historia del niño de 10 años que se suicidó. En esa lloré; no me había
pasado. Cuando estaba escribiendo se me hacía un nudo en la garganta; pensaba:
“Puta madre, en México los niños se suicidan por el hambre, por las acusaciones
contra su padre por un crimen en el que al parecer no tuvo nada que ver, porque
una mamá se quedó sola, desamparada, sin su esposo y teniendo que cuidar a
varios niños prácticamente sin trabajo, en un pueblo perdido de Tlaxcala…”.
Esa
historia dibuja al país; creo que se me va a quedar para siempre en la sangre. Dios
mío, qué México están recibiendo los niños.
Fue
la que más me dolió. La reporteé días y días: iba a Tlaxcala y volvía una y
otra vez. Faltaba esto y aquello, e iba encontrando una historia en la que todo
es sórdido: los personajes, la realidad… Fue mucho dolor de ver que esto puede
llegar a ser México.
AR: Es una visión oscura, ominosa,
trágica del país. Ahora dime un personaje o una situación contada en el libro
que te dé la esperanza de que esto cambie.
AS:
Es una pregunta difícil, pero probablemente las cocineras del hambre. Si vieras
lo que es su pueblo: desolación en un cerrito del Estado de México, donde sus
habitantes están aislados y no tienen nada, ni agua.
Me
parece que esas mujeres tienen la genialidad, la lucha y el esfuerzo dentro de
ellas… Te das cuenta de que ninguna se queja del hambre. Ese pueblo es uno de
los más hambreados del país, y no hay una queja de alguna mujer que te diga
“pasamos hambre”. Te comentan: “Nos las arreglamos, y con esta semillita
hacemos tal, con esta plantita hacemos esto otro, reusamos tal cosa, y
aprovechamos las sardinas y las enriquecemos con tal cosa para que sea un
platillo delicioso”. No hay autoconmiseración ni lamentación de lo que les tocó
vivir.
Eso
me da esperanza: que en esas condiciones de vida ellas, con una dignidad
enorme, empujan la realidad para que sea algo mucho menos oscuro.
AR: Las tuyas son historias muy
bien relatadas. En el sentido narrativo, ¿quiénes han sido tus principales
influencias?
AS:
Julio Scherer. Creo que el libro que me impulsó a ser periodista fue La piel y la entraña, la entrevista que
le hizo a David Alfaro Siqueiros en Lecumberri. ¡Guau, qué increíble! Cómo hizo
esta entrevista, cómo lo describe, cómo habla de él y cómo lo confronta, cómo
lo enoja y cómo creó ese texto maravilloso.
Después,
por el estilo de la crónica, de no dar pausa y que el lector esté
permanentemente en un alucinante viaje lleno de emociones, que no haya
aburrimiento, que estés con el alma agarrada y quieras seguir y seguir leyendo,
Henry Miller. No podía dejar de leerlo y de sorprenderme; su literatura era
como una explosión, fuegos artificiales, el lenguaje más rico del mundo: sacaba
palabras y palabras. Me marcó mucho.
Actualmente,
alguien que se partió la madre, que luchó, que hizo historias de todo tipo, que
narraba, siempre yendo con los que no tenían voz y asoleándose: Marcela Turati.
En México, como mujer meterte en lugares donde los riesgos son tan graves es
aún más meritorio. Cada vez que la leía en Proceso
siempre me maravillaba… ¡Dios mío, qué guerrera! Y siempre con un esfuerzo por
ser original estilísticamente. Su labor es importantísima y ha marcado el
periodismo mexicano contemporáneo.
Hay
otros de quienes me gusta mucho el estilo y de quienes he agarrado cosas; por
ejemplo, Guy Talese me parece alucinante, con historias increíbles y originales.
AR: ¿Qué te parece el panorama del
periodismo narrativo en el país?
AS:
Pienso que estamos en un momento rico de inteligencias, de plumas, pero en uno
desastroso en los espacios: cerró Emeequis,
que era de los pocos que había, aunque quedan Newsweek en español y Animal
Político, que es virtual y donde se pueden hacer este tipo de textos. Proceso nunca quiso o logró meterse al
periodismo narrativo sino que siguió siendo periodismo de denuncia, importante
pero con un formato más bien clásico.
Me
gustaría seguir haciendo estas historias, pero yo mismo me pregunto: ¿dónde las
publico? No hay medios para hacerlo, no existen ya. Es terrible. El futuro es
oscuro porque se vive en la inmediatez de la noticia pequeñita, cortita.
El
reto también está allí. Por ejemplo, cuando estuve en Imagen Televisión tenía una
sección todos los domingos, Deporte
inaudito, historias deportivas insólitas de México que presentaba en tres
minutos.
Otro
reto es cómo construir historias que sean atractivas y que al mismo tiempo
tengan trasfondo, que sean interesantes sin ser frívolas, en formatos mucho más
sintetizados.
*Una
versión más corta de esta entrevista apareció en Este País, 23 de julio de 2019.
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