La necesidad de confiar
Entrevista a David Pastor Vico*
Ariel
Ruiz Mondragón
Uno
de los valores constitutivos de la vida en sociedad es la confianza que sus
integrantes pueden llegar a entregarse los unos a los otros. Es un elemento de
cohesión social fundamental en cualquier grupo humano.
Pese
a lo anterior, a la confianza se le ha dedicado muy poca atención en términos
de reflexión filosófica e incluso de otras disciplinas, situación que, ante los
problemas del mundo actual, es conveniente empezar a remontar.
Así,
recientemente el tema ha sido retomado por David Pastor Vico (1976) en su libro
de divulgación Filosofía para
desconfiados (México, Planeta, 2019), en el que expone, de forma por demás
amena y hasta con tintes humorísticos, la relevancia que la confianza, pero
también la responsabilidad, han tenido en el desarrollo de la humanidad. Para
ello realiza una revaloración del clan como forma de organización social que
debemos recuperar.
Vico
es filósofo por la Universidad de Sevilla, especializado en Ética de la
Comunicación. En la UNAM ha laborado en la Dirección General de Atención a la
Comunidad y fue director de Comunicación del Deporte Universitario. Autor de
tres libros, es, además, un exitoso conferencista.
Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué hoy un
libro como el tuyo que es, como dices, de divulgación y crítica filosófica que
puede leer todo el mundo?
David Pastor Vico (DPV):
Primero, porque no lo hay, y si lo hay no lo encontramos fácilmente. Creo que
ha llegado el momento en que debemos empezar a plantearnos algunas cuestiones
sobre hacia dónde vamos. Así, si somos animales que necesitamos confiar los
unos en los otros para sobrevivir (es una obviedad que se puede ver en
cualquier tribu, y que hoy, a 200 mil años de ser Homo sapiens sapíens, ello es el cemento vertebrador de la
posibilidad de convivencia humana), ¿por qué hoy ya no confiamos en nadie?
Hay
que poner los pies en el suelo y observar que aquí hay un problema. Estamos
yendo en contra de nuestra naturaleza humana como animal social y estamos
empezando a encerrarnos en nosotros mismos: por ejemplo, resulta que cada vez
que queremos castigar a alguien, la justicia lo aísla, y nosotros, sin que
nadie nos obligue aparentemente, buscamos el aislamiento. Esto tiene una
consecuencia.
Entonces
Filosofía para desconfiados es un
acercamiento hacia esa disciplina desde el planteamiento de la necesidad
connatural del ser humano de confiar en su prójimo, en el otro. Si sales a la
calle y te montas en un autobús, confías en que el chofer te puede llevar de un
sitio a otro; si vas al médico, confías en que éste pueda hacer su trabajo, y
en un restaurante confías en que no te van a envenenar.
El
ejercicio social del ser humano se basa en la confianza en que el otro va a hacer
lo que debe de hacer. Sin embargo, no estamos actuando así, lo que ya está
trayendo serias consecuencias.
La
filosofía siempre nos da miedo porque, lamentablemente, la forma en que se
enseña da recelo. Nos han dicho que es aburrida, que no se entiende, pero yo he
intentado demostrar lo contrario: que se puede comprender muy fácilmente, que
puede ser divertida, que sólo depende del ánimo de la persona que lo transmita.
Se
trata de que a este tipo de libro la gente no le tenga miedo, que se acerque
porque los beneficios son magníficos, que empiezan desde alejar a los
psicólogos, a los psiquiatras, a los curas y a todo aquel que quiera
aprovecharse de nuestra debilidad en un momento dado para sacar algún tipo de
beneficio. Sobre todo, la filosofía nos sirve para darnos cuenta de que no
estamos solos, de que los problemas no son exclusivos de nosotros, como nos lo
quieren vender, sino que son comunes: nuestro vecino sufre igual que sufrimos
nosotros, que la sociedad adolece de soledad y que necesitamos acercarnos. La
filosofía nos muestra esto.
AR: ¿Qué posibilidades de análisis
ofrece el enfoque centrado en la confianza para estudiar al hombre y para
reflexionar sobre la sociedad hacia el futuro?
DPV:
Ha sido una sorpresa acercarme a este tema, que descubrí casi de milagro en una
conferencia hace 12 o 13 años en el Estado de México. Fui a un pequeño pueblo,
hice un par de preguntas y me llevé la sorpresa de que aparentemente nadie
confiaba en los demás. A partir de la premisa de que es posible que la
confianza sea un elemento consustancial del ser humano, se abre la posibilidad
de análisis desde el punto de vista antropológico.
Vamos
a utilizar la metáfora de la condena de Babel: cada uno habla un idioma
diferente por lo que existe una gestualidad derivada de la necesidad de que uno
confíe en el otro, desde darnos la mano o un abrazo, hasta brindar comida. Hay
muchos ritos en compartir la bebida, que, básicamente, significa que no te voy
a envenenar y puedes confiar en mí, que no te voy a agredir.
Desde
la antropología nos encontramos que hay un camino magnífico para trabajar el
tema de la confianza, pero desde la sociología también. No hace muchos años, en
1968, en Estados Unidos comenzaron a cuestionarse acerca de la necesidad de
estudiar la confianza interpersonal como un rasgo que podía ser determinante
para la sociedad, y resulta que se dieron cuenta de que era una sociedad que
confiaba mucho. Además, era una sociedad democráticamente más sana, donde había
menores índices de corrupción y, además, más inteligente; para colmo de males,
era feliz. La sociología ya trabajó esto.
La
economía también necesita de la confianza: las bolsas de valores se basan en la
de los compradores y de los vendedores sobre determinadas marcas y mercados. A
nivel político también la tenemos cada vez que se hacen estudios sobre tal
líder o cuestión.
El
tema de la confianza, que la filosofía no ha tratado y al que no le ha dado el
lugar que merece, ha estado plagando muchas líneas de investigación y no nos
hemos dado cuenta. Pero resulta que estamos basando nuestro sistema social y
nuestros sistemas políticos en el individuo, que cada vez es más solitario, más
apartado del grupo; por ende, aparecen las consecuencias de que el individuo es
fácilmente manipulable y se le puede llevar de la manita a donde uno quiera.
El
individuo es la base de un sistema neoliberal porque lo que este compra son
individuos y no clanes ni sociedades. De allí que la reivindicación del clan es
necesaria porque, a pesar de todos los individualismos, seguimos necesitando
confiar. Entonces aparecen innumerables seudoclanes: de orden político, como
los nacionalismos populistas que están surgiendo desde Brasil hasta Francia,
Grecia y España, y también sectas religiosas, que están a la orden del día.
Las
redes sociales también se están convirtiendo en un seudoclan porque están
llenando el hueco que tenemos de necesidad de compartir con los demás, de
sentirnos parte de un todo, de que podemos confiar en el grupo en el que nos
encontramos.
Son
seudoclanes porque, en el fondo, lo que hacen es buscar un beneficio, sacar
partido a la necesidad que tenemos de confiar y de pertenecer a algo. Pero ya
estamos viendo los resultados: gobiernos de corte abiertamente fascista, sectas
religiosas cuyos gurús resulta que son uno trápalas, unos desarrapados, unos
energúmenos.
En el fondo estamos siendo fácilmente manipulados porque ese componente biológico, animal, de necesidad de confiar en los demás tiene una fuerza bestial a pesar de que lo estamos adormeciendo con golpes de coaching ontológico, terapias seudocientíficas, etcétera.
AR: Me llamó la atención la
reivindicación del clan, del que dices que es una forma de organización
política que duró muchísimo tiempo para la humanidad con su carácter originalmente
familiar. ¿Por qué reivindicar esta idea del clan?, ¿qué pervive aún de él?
DPV:
Hago un ejercicio de memoria muy sencillo: los que tenemos cierta edad hemos
crecido en barrios, en calles con una marcada identidad. Los niños jugábamos en
la calle, las familias se conocían, en fiestas de 15 años se invitaba a todos
los vecinos, incluso se cerraba la calle y se pedía permiso a las autoridades.
Entonces había una convivencia social muy fuerte que podía engendrar algunos
tipos de molestia, como pensar que se meten en tu vida, pero también tenían muy
buenas consecuencias, como la protección de unos vecinos hacia otros y hacia la
colonia en que viven. Eso es clan.
Hoy
ya no sucede, aunque todavía hay reminiscencias clánicas si vamos a algunos
pueblos pequeños, a algunos espacios donde el ámbito familiar y el del pueblo
siguen teniendo mucha fuerza. Lamentablemente esto se ha perdido en las
ciudades modernas contemporáneas, donde nos asomamos a la calle y ya no vemos
niños jugando, las calles ya no tienen dueño porque los vecinos no se apoderan
de ellas sino que entra cualquiera. Nos damos cuenta de que estructuras como la
mafia y el hampa siguen funcionando como clanes porque nuestra forma de
entender las relaciones humanas se basa en esa mentalidad clánicas que durante
200 mil años hemos desarrollado.
Las
estructuras clánicas no son tan sorprendentes: si nos acercamos al libro La política de los chimpancés, del
etólogo holandés Frans de Waal, este nos está definiendo exactamente en una
manada de chimpancés. Realmente es que, como decía Desmond Morris, somos monos
desnudos.
AR: Tras la lectura del libro,
pareciera que el progreso fue el que erosionó esta organización clánica.
¿Cuáles fueron las razones del desgaste de la confianza clánica?
DPV:
Realmente murió de éxito, y el ser humano (que no es más que un troglodita con
un teléfono inteligente en el bolsillo) no supo adaptarse. El colapso del clan
es el éxito de los sistemas económicos: en cuanto somos capaces de generar
mayor riqueza de la que necesitamos, inmediatamente empezamos a vivir en una
situación de bonanza y las poblaciones aumentan; pero nuestro cerebro y capacidad
de relación de unos con los otros no da para mucho en el sentido de que más
allá de cierto número de personas ya no somos capaces de conocerlas, de confiar
en ellas porque no conocemos sus vivencias, a su familia, rasgos que nos brindan
la confianza.
Entonces
el clan muere en el momento en que la tribu se convierte en demasiado grande
como para poder seguir sosteniendo estos vínculos de familiaridad y de
confianza interpersonal. No hace falta irse muy lejos: una población de más de
2 mil 500 o 3 mil habitantes empieza a ver mermada su capacidad de confianza
interpersonal. A partir de allí es nuestra producción cultural la que intenta
dar un poco de solución; por eso aparecieron las leyes.
Es
muy divertido cuando se estudian mínimamente los códigos legales, sea cual sea
la civilización que los produjo. Las primeras leyes fueron para intentar
restañar el tejido social. Castigaban muy severamente la ruptura de la
confianza, y cualquier otra situación no tenía una pena tan seria. Alguien
podía inundar la milpa de un vecino y casi provocar que pudiera morir de hambre,
pero no era ejecutado sino tenía que pagar multas y solucionar la vida de ese
vecino. Sin embargo, si se acostaba con la esposa del vecino sí lo podían matar.
Hay que pensar en la confianza: un incesto, un estupro o engañar a un vecino
debilita mucho más la confianza que un hecho accidental que provocará la
muerte.
Quiero
aclarar que no pretendo en ningún momento que renunciemos a las comodidades de
la modernidad. Los adelantos tecnológicos, científicos y culturales han llevado
a ciertas situaciones, pero sería absurdo que pretendiéramos renunciar a ellos.
El texto no es en ningún momento misoneísta, y no pretende decir que lo nuevo
sea malo, sino simplemente que tenemos que mirar nuestra animalidad e intentar
rescatarla.
Todavía
podríamos hacer lo anterior si conocemos los nombres de los vecinos que viven a
nuestro alrededor y cuyos hijos juegan con los nuestros. Inmediatamente el
tejido social empezaría a restañarse, la confianza comenzaría a levantarse y
conviviríamos los unos con los otros. Cualquier ciudad moderna está dividida en
calles, colonias, condominios, unidades habitacionales, espacios
suficientemente pequeños como para poder llevar un clan moderno y poder vivir
con mayor comodidad.
AR: Hay una parte donde dices: “A
mayor cantidad de personas más difícil resulta discriminar las señales de
confianza”. ¿La sociedad de masas ha significado el fin de la confianza? Cuando
somos más y tenemos más posibilidades de organización y de convivencia, se
engendra el egoísmo. ¿Cómo se dio este fenómeno paradójico?
DPV:
Es sencillo: basta con que nos montemos en el Metro en la punta de la línea 3,
que tiene más de 4 millones de usuarios en un mes, y veamos que cada persona
intenta aislarse inmediatamente de los demás: se pone los audífonos en los
oídos, clava la cabeza en el teléfono celular, intenta hacer como que lee,
etcétera. Hay una situación de temor hacia el otro porque la ruptura de la
confianza en las grandes ciudades es obvia y necesitamos retrotraernos.
Parecería
que en estas ciudades mastodónticas la facilidad para poder hablar con el otro
favoreciera la confianza. Pero no es verdad, y volvemos al mismo problema: nuestras
capacidades son las de un homínido desarrollado en la sabana africana con,
cuando mucho, un grupo de 200 congéneres. No tenemos capacidad para entender y
asumir, de manera cabal, la posibilidad de vivir en una ciudad de 25 millones
de habitantes.
Todo
debe tener una medida; los griegos eran expertos en esto cuando nos hablaban de
que el humano debe vivir en su propia medida; cuando intentamos ir en otras,
nos sobrepasan y no las entendemos. Cuando vemos el Partenón en Atenas es una
medida de dioses y no la podemos entender, nos sobrecoge.
El
ser humano sólo puede medir el mundo con sus manos, y cuando ya no lo abarcan,
entonces tenemos miedo y nos encogemos sobre nosotros mismos. El problema es
que todos los desarrollos culturales de finales del siglo XX y principios del
siglo XXI nos han incentivado a creer que solos podemos conseguir las cosas;
esto es un error manifiesto pues ninguna cultura humana ha conseguido despuntar
desde el individualismo.
Tenemos
ejemplos magníficos de grandes personajes individualistas, como Leonardo da
Vinci y Miguel Ángel, pero el ser humano necesita de los demás para entender el
mundo y progresar; pero cuando te venden el mensaje de que si deseas algo mucho
el cosmos te lo dará, que el éxito y el liderazgo son la base para poder
triunfar en la vida, en el fondo lo que te hace es aislarte de los demás.
El
problema es que nos lo creemos y lo compramos, no confiamos y tenemos miedo del
vecino y del otro. ¿Qué intentamos hacer? Pues que nuestro mundo individual sea
los más rico posible, y esto es una pérdida absoluta porque lo que extraviamos
inmediatamente es la capacidad del pensamiento crítico. Hay que tener en cuenta
que a mayor diálogo (y sólo se puede dialogar con otras personas) más se enriquece
el pensamiento; a mayor silencio, mayor solipsismo, y más se empobrece nuestra
capacidad de pensar y de discernir qué es lo real y qué es lo virtual, qué es
una manipulación y qué es una información verdadera, que es una fake news y qué es cierto.
Esto
es muy interesante: cómo este individualismo está provocando que nos estemos
volviendo cada vez más idiotas (perdóname la palabra). En La Vanguardia, de Cataluña, acaba de salir un artículo que dice que
año con año, los cocientes de inteligencia están bajando en el mundo. Esto es
preocupante porque el tipo de inteligencia ha cambiado, pero lo que han sido
tradicionalmente los desarrollos de la inteligencia humana están bajando. El
aislamiento y el miedo producen este tipo de cosas, y para confiar no debemos
tener tanto miedo.
AR: En el libro hay una parte
dedicada a la tecnología, especialmente a internet. Dices que pese a ella
seguimos siendo trogloditas. ¿Qué es lo que ha cambiado con la tecnología en el
sentido de la confianza y la responsabilidad? Había mucha confianza de que son
ella se pudieran resolver muchos problemas, y con internet, una mejor
comunicación.
DPV:
Sí, siempre hay posibilidad de resarcir los problemas; la única dificultad es
que la tecnología ha ido tan rápido que nos ha pasado por encima, sobre todo a
los docentes. El uso de las tecnologías de la información y la comunicación deberían
ser asignaturas obligatorias desde la primaria, por ejemplo. Desde la infancia,
en casa y antes de la escuela, le damos un teléfono celular o una tableta a
nuestros hijos, y debe haber un acompañamiento docente.
En
los años ochenta Isaac Asimov, en una entrevista maravillosa acerca de cómo sería
el futuro de la tecnología, decía que este era que cada uno tendría en su casa
una computadora personal, que iban a estar interconectadas entre sí y con
grandes bibliotecas de información gratuita. Esto iba a posibilitar que cada
ser humano pudiera especializarse y estudiar aquello que le interesara. Ponía
un ejemplo que me gustaba mucho: si te gustaba el beisbol aprenderás
matemáticas, porque en ese deporte la estadística es fundamental.
Eso
lo dijo Asimov subido en la ola de la inocencia y la candidez sobre las nuevas
tecnologías, que iban a acabar con muchos de los problemas del mundo. Pasados
40 años, vemos que aquellas predicciones son realidad, pero el ser humano no se
ha hecho más inteligente ni está estudiando lo que quiere, sino que pasa ocho
horas y un minuto en Facebook todos los días y es consumidor de información
falsa.
Eso
es un problemón derivado de la falta de educación y, sobre todo, de un concepto
muy importante que se nos ha pasado por alto: la tecnología y la ciencia están
ocupando un lugar que antes ocupaba otra palabra: magia. Ahora todo mundo tiene
un teléfono inteligente en el bolsillo, pero el hecho de que usemos la
tecnología no significa que la entendamos: somos usuarios, pero no operadores
ni técnicos, de tal manera que hemos sustituido la palabra “magia” por la
palabra “ciencia”. Si invito a mi casa a un yanomami que nunca ha conocido la electricidad y le enseñó cómo
pulsando un conector se enciende un foco, él pensará que es magia y yo diría
que es ciencia. Sustituirá la palabra, pero seguirá sin entender cómo se
enciende; en el fondo a nosotros nos pasa igual, y tenemos que hacer ese
ejercicio de autocrítica y reconocer que no sabemos cómo funciona la tecnología.
Si no has estudiado algún tipo de ingeniería que te capacite para eso, sólo das
por hecho que está allí, pero no la entiendes, lo que tiene un precio muy caro:
recordemos lo que pasó en Ruanda con los hutus y los tutsis cuando una de estas
dos etnias metió en el país radios receptores que se podían comprar a un bajo
costo, pero sólo una de ellas era dueña de la antena de radio y entonces empezó
a decir que había que matar a los vecinos, y vino la gran masacre.
Hay
que tener cuidado; no quiero decir que nos vayamos a matar, pero nos están
vendiendo información falsa que estamos comprando con sumo gusto: nos dicen que
el bicarbonato o la guanábana curan el cáncer, que las vacunas son perniciosas,
que la Tierra es plana o que el hombre no llegó a la Luna. Pero como no
hablamos y dialogamos con el vecino, como no somos capaces de contrastar esta
información como siempre lo ha hecho el ser humano, que es hablando y
dialogando con los demás, no tenemos ningún criterio.
Entonces
la tecnología sólo está sirviendo, básicamente, para entretenernos y para sacar
provecho de nosotros; no somos nosotros los que estamos sacando provecho de
ella a pesar de que creamos que somos muy inteligentes porque al estar pagando
Netflix podemos atracarnos de series de televisión constantemente. Esto es un
problema.
AR: En el libro presentas una
crítica a la razón individual, una tradición que, como mencionas, viene desde
la Grecia antigua y que tiene su coronación en el liberalismo. ¿Cómo trascender
la razón individual?, ¿qué elementos pueden recuperarse del liberalismo?
DPV:
Es un problema absoluto; como bien dices, en el libro hay una crítica muy clara
al modelo socrático-platónico-aristotélico que es, nada más ni nada menos, la
fundamentación de todo el pensamiento occidental. Los griegos se definían a sí
mismos casi como los elegidos, los únicos, los dignos, y todo su sistema de
pensamiento fue basado en el individuo y no en la colectividad. Así, el pensamiento
occidental no es uno basado en lo colectivo, en lo común, en lo grupal, sino
sólo en el individuo, que es capaz de reconocer las ideas que devinieron del
mundo de las ideas a nuestro entendimiento, a nuestra alma. A partir de ese
momento, cuando basamos todo nuestro sistema filosófico en el individuo, el
problema es cómo vamos a salir de allí, porque mi propio pensamiento está
basado en el socrático-platónico.
Los
orientalismos son magníficos, a mí me parecen maravillosos; el problema es que
cada vez que nos acercamos a ellos (que en alguna medida tienen ciertos
componentes comunitarios), lo hacemos nuevamente desde la visión individual, y
entonces se nos aparecen todos estos vendedores de mantras, de fuerza telúrica,
de pensamiento trasnochado. No hay que olvidar que la idea del alma, la
dualidad y el individualismo llegó a Grecia desde Oriente; o sea, ellos también
tienen una filosofía muy individualista.
Ese
ejercicio de exégesis que tenemos que hacer, de salir de la idea y verla desde
fuera, es sumamente complicada. Creo, a pesar de todo lo que digo, que como
filósofo o como divulgador de la filosofía no te puedo dar una solución.
Tendrán que ser generaciones posteriores, educadas desde una visión social, de
lo comunitario, de los que nos une y de los que nos separa, las que puedan dar
esa solución.
El
liberalismo ha tenido magníficas virtudes, sobre todo cuando ha estado en
contraposición de ideas totalitarias como el comunismo. A mí no se me olvida,
para nada, el discurso de Franklin Delano Roosevelt de 1941, en el que hizo una
alabanza del sistema capitalista liberal, en el que dijo cosas tan maravillosas
como la siguiente: una sociedad como la nuestra, basada en el capital, tiene
que asegurar la posibilidad de una salud y educación de calidad para todos sus
habitantes. Cuando hablaba de ello lo hacía de cuestiones públicas que debían
ser gratuitas y ser soportadas por el Estado. Cuidado: lo decía Roosevelt; no
Stalin ni Lenin, sino un presidente de Estados Unidos.
Hay
grandes virtudes del liberalismo en contraposición con el otro bloque; su
problema es el neoliberalismo. En cuanto cayeron, en 1989, el muro de Berlín, y
en 1991 la Unión Soviética, desapareció el balance internacional. El equilibrio
en dos mundos era una dialéctica que podía dar muy buenos resultados, como la
carrera espacial, pero también grandes monstruos, por supuesto, pero funcionaba
para el ser humano. En cuanto se rompió y sólo quedó un modelo, el neoliberal,
volvimos al pensamiento único y ahora estamos viendo todos estos monstruos.
Ahora mismo, si Donald Trump lee aquel discurso de Roosevelt, diría que eso lo
ha dicho un comunista.
AR: En el libro hay una parte
dedicada a las definiciones de lo que es la política, la ética y la moral.
Trazas una distinción entre la ética (la forma en que nos relacionamos) y la
moral (la imposición de juicios de valor). ¿Cuál es la relación entre la moral
y la política?, ¿es necesaria la moral en la política?
DPV:
Hay que entender la política como la relación ética de la sociedad. Cuando
hablamos de política de inmediato pensamos en los políticos, y eso es un error
porque entonces ellos pueden hacer con la moral lo que les dé la gana. El
problema de la moral es que cuando surge es de corte religioso, que dimana de
un ser que está en todo lo alto.
Después
ha habido proyectos de morales cívicas, como son, por ejemplo, las ilustradas,
que son muy interesantes, por las que nos vamos a la Ilustración, anterior a la
Revolución francesa, y sus posteriores desarrollos. Estos modelos son muy
interesantes porque son consensos morales de la sociedad que deben regir la
política, y entonces todo cobra mucho más sentido. Si apartamos la moralidad de
la religiosidad, entonces podemos llegar a la conclusión de que es un código de
conducta que nos imponemos a nosotros mismos.
Aun
así, el problema de imponernos juicios de valor es que siempre tendemos a
entender el ejercicio de la libertad como saltárnoslos, y volvemos a los mismos
problemas.
Para
mí, la ética en papel es muy fácil de entender: es una relación horizontal y
natural entre los seres humanos. Somos seres éticos, entendiendo la ética como aquella
producción griega de la costumbre. Pero cuando hablamos de moral, el problema
es que hemos tenido tantas a lo largo de la historia que tendríamos que decir
de cuál estamos hablando: de una religiosa, de una del deber, de la kantiana
que deriva del qué debo hacer, etcétera.
El
tema es excesivamente complejo. A mí la cuestión moral me da mucho miedo. Si
hablamos de la sociedad mexicana en la que vivimos, debemos tener mucho cuidado
porque ya vemos los trastornos de esta moral en la que creemos que seguimos
viviendo, y que dimana inmediatamente de un pensamiento católico, cristiano, y
que es absolutamente bastardeado por cualquiera en cualquier momento sin
ambages ni problemas.
Yo
apostaría por un código moral, y me parece magnífico que utilicemos uno, pero
consensuado con la sociedad. Pero estamos en una sociedad de individuos, no en
una común, y no tenemos capacidad de discusión, de hablar los unos con los
otros. Entonces aparecen subterfugios imaginativos, como que el presidente
quiera imponer o quiera hablar de una constitución moral, que me parece muy
bien, pero ¿cuándo se ha debatido? Además, reparten un texto de los años
cuarenta absolutamente trasnochado que no hace ni una sola mención a la mujer.
Hablar
de constitución moral requeriría de un diálogo plural, abierto, entre especialistas,
con la población, en un ejercicio que no va a existir jamás porque no se dan
las condiciones para que exista porque somos una sociedad individualista y
desconfiada.
¿De
qué moral y de qué política hablamos en una sociedad que ya no responde a la
máxima aristotélica de que el hombre es un animal político en cuanto vive con
los demás, sino que tenemos que hablar de la política como una casta que actúa
casi como lo hizo la nobleza hace casi 200 años?
AR: Vayamos sobre lo que llamas el
descubrimiento del ensayo: que no estamos solos y nos necesitamos los unos a
los otros, por lo que estamos programados para progresar en la confianza mutua
y en la ascensión de nuestras responsabilidades. Haces una cita de Javier
Sadaba que dice que la ética debería definirse como la responsabilidad del
individuo con la sociedad, y viceversa. ¿Cómo estamos en el mundo y en México
en responsabilidad y confianza?
DPV:
Cuando estamos, según el Latinobarómetro de 2007, en un 14 por ciento de confianza interpersonal, pues
pasa lo que pasa. Pongo ejemplos: cada vez que en México aludimos a la
responsabilidad, todo el mundo dice que sí, pero no la mía. Hablamos de resanar
el tejido social y de acabar con la corrupción, pero en cuanto eso nos toca a
nosotros nos enfadamos y decimos: “Esto no tiene nada que ver conmigo. Que se
lleven a los políticos, pero yo, que tengo un diablito conectado a la
electricidad, no tengo problema”.
Entonces
empezamos a darnos cuenta de que la responsabilidad es algo que, cuando nos
toca, ya no nos gusta. Mientras se lleven por delante al funcionario, al alto
cargo, a gente con mucho dinero, no tenemos problema; pero resulta que cuando
exigimos responsabilidad, la tenemos que asumir también nosotros y aceptar la
parte de culpa que nos toca en el fracaso social.
Como
dice Javier, ética y responsabilidad deben ser sinónimos. ¿Cómo viene esa
responsabilidad? En el libro lo explico de una manera muy sencilla:
responsabilidad es hacerte cargo de lo que te toca hacer, y confiar en que el
otro haga lo que a él le toca hacer. Entonces confianza y responsabilidad son
palabras que, si bien no son sinónimas, son vinculantes y necesarias la una de
la otra. En una sociedad donde no existe la confianza tampoco va a existir la
responsabilidad, y los ejemplos son palmarios: por ejemplo, cuando 95 por
ciento de los delitos quedan impunes y cuando políticos que se roban millones
salen al poco tiempo de la cárcel o ni siquiera son aprendidos.
Lo
peor es que nadie se espanta ni sale a la calle en grupo a decir “esto no puede
ser”. Y cuando salimos también lo hacemos mal, porque lo que demostramos son
nuestros odios individualistas y quejas personales, y de repente se asaltan
comercios y se cometen robos. Hay un odio visceral y se ataca cualquier cosa.
No hay cohesión ni unión, no se manifiesta una masa sino individuos que forman
un grupo de personas muy heterogéneo, pero no hay una idea clara que los
vincule porque no confían realmente los unos en los otros. Estoy seguro de que en
esas movilizaciones hay agresiones entre las partes porque simplemente es la
necesidad animal de mostrar inconformidad, sin darse cuenta de que la mejor
forma de hacerlo es asumiendo la responsabilidad, confiar en el otro y empezar
a tener proyecto propios.
Esto
se puede ver muy fácilmente en otros países, como Islandia, donde en 2008
inició la crisis económica brutal que azotó a medio mundo. A los islandeses, en
lugar de esconderse o de dejar que los políticos hicieran lo que quisieran, se
les ocurrió salir a la calle, obligar a su presidente a dimitir y meterlo en la
cárcel con los banqueros. Fue la población unida, con unos índices de confianza
muy altos, y que por ende entienden la democracia como participación; no entienden
la corrupción como un método de vida sino como algo que daña a la sociedad. Además
son muy inteligentes, porque confían y tienen una capacidad dialéctica alta y
son más felices que los demás.
AR: Retomo el dato que das de varias
encuestas: alrededor del 80 por ciento de la población no confía en sus
semejantes. En el libro se pone énfasis en el valor de la confianza, pero
observo, a partir de ese dato y de tus respuestas, que estamos muy lejos de una
situación óptima. ¿Cómo remontar esta situación?, ¿cómo construir la confianza
y la responsabilidad?
DPV:
Básicamente por un mecanismo que con el ser humano funciona muy bien: el palo y
la zanahoria. El primero es que o empezamos a unirnos como sociedad o el final
es inminente. Me estoy refiriendo no a la cuestión política sino al cambio
climático, a la situación del planeta, hacia el callejón sin salida al que nos
estamos acercando a pasos agigantados.
La
Unesco presentó la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, que algunos
países están tomando muy en cuenta, pero otros (como el nuestro) lamentablemente
están mirando para otro lado. Esto significa que necesitamos un palo serio, de
verdad, que nos duela, lo que puede significar observar más catástrofes de la
cuenta.
Necesitamos
la zanahoria para salir de esta encrucijada, pero debemos pagar el costo de ser
humanos: necesitamos confiar en los demás y asumir nuestra responsabilidad
individual y la de la sociedad para con el individuo. Si no es así, tengamos
claro que nuestros nietos no tendrán mundo ninguno en el cual vivir, y
seguramente no tendremos bisnietos porque nos habremos aniquilado.
Suena
muy dramático, pero no soy yo quien lo dice, sino la ONU, la Unesco, la
Organización Mundial de la Salud y cualquier organismo mínimamente bien
fundamentado y con reconocimiento internacional. Si no lo estamos viendo se
debe a los medios de comunicación (que no dejan de ser empresas, y los
políticos no dejan de estar al servicio de estas empresas). Es tan obvio que,
dentro de pocos años, cambiamos o nos extinguimos. Entonces ya veremos qué es
lo que elegimos.
*Entrevista publicada en Replicante, 31 de mayo de 2020.
1 comentario:
Deber ineludible leer el libro, la entrevista, da un panorama amplio, pero la lectura directa nos dirá más y cualquier comentario tendrá más pertinencia. Por lo pronto y a riesgo de tener una mirada simplista y sesgada, digo que: Ética y responsabilidad son la base para la construcción de una ciudadanía deliberativa y participativa. Se trata de la construcción de personas, con sentido de colectividad, no es el clan por sí mismo, lo que asegura la cohesión orientada a la mejora de la condición colectiva e individual. No olvidemos que el clan se basa en una cohesión-coerción basada, generalmente, en estructuras profusamente jerarquizadas y verticales. No hay que olvidar que toda relación y expresión humana, como la solidaridad, la ternura y por supuesto la confianza, son determinadas históricamente y el capitalismo por excelencia se basa en la explotación, no como adjetivo sino como una relación de dominación que si bien empieza en el lugar de trabajo, sus implicaciones abarcan al conjunto de las relaciones sociales...Saludos
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