La cara oscura de la izquierda.
Entrevista con José Woldenberg*
Ariel Ruiz Mondragón
En las cuatro décadas más recientes la izquierda mexicana ha experimentado un crecimiento notable que la ha hecho protagonista destacada de la política mexicana, en la que ya ha ocupado importantes espacios de poder. Es un periodo fundamental en el que ha pasado prácticamente de las catacumbas de la lucha guerrillera hasta casi alcanzar la Presidencia de la República, pasando por su intensa actividad en el sindicalismo independiente, las organizaciones sociales y la compleja construcción partidista.
El desarrollo de la izquierda mexicana ha tenido muchos claroscuros. En el periodo mencionado ha tenido también acciones, políticas y conductas más que discutibles, las que, paradójica y contradictoriamente, no pocas veces han ido contra sus propios logros: por ejemplo, la defensa de privilegios, la intransigencia política, el atavismo revolucionario y el ataque a las instituciones electorales.
Sobre los desatinos de la siniestra política José Woldenberg publicó a fines del año pasado El desencanto (México, Cal y Arena), una ficción en la que, a través de un personaje llamado Manuel, pasa revisión crítica a cuatro oscuros momentos de la izquierda mexicana en el periodo mencionado, además de hacer una valoración de obras de siete escritores en las que manifestaron su decepción por el comunismo.
Sobre ese libro sostuvimos una charla con el autor, en la que abordamos temas como la literatura y la memoria, la reivindicación del reformismo, los momentos luminosos de la izquierda, la ética y la política, así como la necesidad de una izquierda democrática, entre otros.
Woldenberg es Maestro en Estudios Latinoamericanos por la UNAM, institución en la cual es profesor en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales. Fue Consejero Presidente del Instituto Federal Electoral, director de Nexos y del Instituto de Estudios para la Transición Democrática. Ha colaborado en publicaciones como Unomásuno, La Jornada, Punto, Etcétera y actualmente Reforma. Ha sido autor de al menos una decena de libros, y coautor y coordinador de otros tantos.
Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué publicar un libro como El desencanto, sobre todo tomando en cuenta sus antecedentes memoriosos e históricos en libros como Memoria de la izquierda o la Historia documental del SPAUNAM?
José Woldenberg (JW): Por varias razones. Primero, hay un intento por recuperar la memoria, y en ese sentido se emparenta con Memoria de la izquierda y con la Historia documental del SPAUNAM. Pero, a diferencia de aquellos textos, esta es una visión más crítica. Aquellos, de una u otra manera, eran textos muy festivos, en buena medida apologéticos, de los que no me arrepiento porque ofrecen una cara de esos acontecimientos que vale la pena retener.
Pero ahora lo que me interesaba era mostrar la otra cara y tener un acercamiento crítico a algunos de los episodios de la izquierda mexicana en los últimos 35 años que, creo yo, desde mi subjetividad, la marcaron para mal.
En ese sentido, crear un personaje de ficción que transcurre por una serie de acontecimientos que realmente sucedieron fue una fórmula que a mí me pareció adecuada para realizar esa crítica.
AR: ¿Cómo ha sido su tránsito de la ciencia política a la literatura en este libro?
JW: Yo le llamo relato cargado de ensayo. Creo que la creación de este personaje a mí me permitió ver los acontecimientos desde fuera, y me dio libertades que quizá desde el ensayo o desde la autobiografía no hubiera podido desplegar. Por ejemplo, el personaje es, quizá, mucho más empático y más categórico de lo que yo soy; pero yo quería subrayar las tintas de asuntos que a mí me preocupan y que me desalientan, como son los que se narran en este relato.
Entonces fue por eso por lo que opté por esta ficción cargada de realidad, aunque conciente, y así empieza el libro, de lo que dice un epígrafe de Doris Lessing que utilizo, quien asume la incapacidad de escribir la única clase de novela que le interesa: un libro dotado de una pasión intelectual o moral tan fuerte que pueda crear un orden, una nueva manera de ver la vida.
Asumiendo esa incapacidad, de todas maneras me puse a escribir este libro.
AR: También está la posibilidad que usted señala en la cita que hace de Alain Finkielkraut: “El pasado debe ser tomado por la manga como alguien que se ahoga”.
JW: En efecto. Incluso ese fue un posible nombre para el libro: “Como alguien que se ahoga”. Esto, retomado de la frase de Finkielkraut que tomo de Jankélévitch, donde dice que al pasado hay que agarrarlo de la manga como a alguien que se ahoga. Porque me parece una reflexión muy pertinente: el pasado está condenado a desaparecer, la inercia de las cosas hace que el pasado se evapore, se diluya. Entonces se requiere de un esfuerzo para tratar de mantenerlo vivo, que es recuperar la memoria.
Ya sabemos: la memoria siempre es subjetiva e individual, y yo no dudo ni por un instante que quienes vivieron, por ejemplo, esos mismos episodios del sindicalismo, del proceso de unificación de la izquierda, el levantamiento del EZLN y el conflicto poselectoral de 2006, tengan otras visiones y otras versiones, seguramente legítimas. Pero yo aquí lo que quiero es recrear esta.
AR: Una parte del libro es el ejercicio mnemotécnico, y otra es la compuesta por los ensayos dedicados a siete escritores que fueron muy críticos del comunismo. ¿Por qué escogió a estos siete? Habría varios más que podríamos sumar.
JW: Por supuesto que se podría aumentar la lista, pero ¿qué tienen estos siete escritores? Uno, que son muy buenos escritores, desde mi muy particular punto de vista. Dos, seis de ellos estuvieron fascinados, en un momento, por el experimento soviético, en que depositaron sus ilusiones en él y que, al final, quedaron profundamente desencantados.
Tercero, porque son de siete nacionalidades distintas; cuarto, porque los motivos del desencanto son distintos en cada uno de ellos; y quinto, que quizá sea lo más elemental, porque todos dejaron, ya sea en novelas o en testimonios, una reflexión sobre lo que les había pasado. Por ejemplo, en el caso de Arthur Koestler, él hizo una novela, una ficción, pero en los casos de Howard Fast y André Gide éstos dejaron sus testimonios.
Lo que yo creo que da al final el conjunto de reflexiones de los siete son las diferentes vetas del desencanto. Por ejemplo, Fast se desencantó después del XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, cuando se conoció el llamado “Informe secreto” de Jrúschov, y cuando se pusieron sobre la mesa todas las aberraciones de Stalin.
En el caso de Gide, él desde antes había viajado a la Unión Soviética. Vio que aquello en materia cultural era un páramo en el que se estaba tratando de homogeneizar lo que debe ser diverso, y dijo: “Esto está mal.” Koestler se desencantó por los juicios de Moscú, y Victor Serge lo hizo por la burocratización y la insensibilidad; George Orwell, quien a final de cuentas fue el único que no fue comunista, se decepcionó por la matriz misma del sistema que se estaba construyendo, un Estado todopoderoso incapaz de respetar las libertades de los individuos, y entonces generó esa antiutopía que es 1984.
Por su parte, Ignazio Silone, quien muy temprano, como delegado a la Internacional por parte del Partido Comunista Italiano, vio las maneras de “discutir”, y dijo: “Esto no”, no a estar alineado acríticamente a una posición, y no a que le pidieran que condenara a alguien sin conocer el documento de quien está siendo sometido a juicio. Eso no.
Cada uno es muy expresivo, cada uno tiene razones muy fuertes, pero los siete juntos hacen el mural más complejo, más abigarrado y más elocuente.
AR: Pero el otro escritor que usted trata, José Revueltas, fue muy radical, ya que no sólo fustigó a los comunistas, sino llegó casi a condenar la condición humana.
JW: Eso es lo que yo leo en Los días terrenales. Creo que en el caso de Revueltas su libro es terrible en el mejor sentido de la palabra; es decir, hace a sus personajes muy introspectivos, y tengo la impresión de que casi llega a la conclusión de que el género humano es irreformable. Eso dice en este texto, no digo en su vida política, porque el atractivo de Revueltas en su vida política es que, al mismo tiempo que escribía este libro, siguió militando. En 1949, cuando lo escribió, todavía ni siquiera rompía con el partido; yo digo que en el libro sí, pero en su militancia no. Ya cuando escribió Los errores entonces sí, ya era un antiestalinista convencido.
Es un fenómeno que me resulta muy interesante. Creo que la literatura de Revueltas iba por delante de sus propios textos políticos, y creo que, por lo menos hasta hoy, no tiene fecha de caducidad, y quizá algunos de sus textos políticos sí.
AR: Me parece que su libro es una reivindicación del reformismo que va desde la creación de un sindicato universitario hasta la defensa de las instituciones electorales. ¿Por qué en muy buena parte de la izquierda ha sido tan mal vista la vía reformista? En el libro están contados episodios que van desde aquella izquierda guerrillera radical que asesinaba incluso a líderes reformistas de la izquierda, hasta el golpeo a la democracia.
JW: Creo que usted atina: ese es, quizá, uno de los hilos fuertes del libro. Pero yo iría incluso más allá, porque hay una enorme paradoja: la mayor parte de la izquierda mexicana, la que está en los partidos, en los sindicatos, en las organizaciones agrarias, la que tiene publicaciones, etcétera, es reformista de facto. Sin embargo, hay una especie de mala conciencia: quiere pensarse como revolucionaria. En el caso del Partido de la Revolución Democrática (PRD), creo que en su propio nombre está ese aliento.
Sin embargo, también quiero decir lo siguiente: la propia mecánica del cambio político y lo que la izquierda ha logrado en los últimos años, ha hecho, desde mi punto de vista, que las corrientes revolucionarias vayan a la baja, y que, a querer o no, el reformismo se haya abierto paso, muchas veces sin reconocer su propio nombre.
¿A qué me refiero con reformismo? A una política de cambios graduales que van en el sentido que uno piensa correcto, y que pueden desplegarse por una vía participativa y pacífica, y hoy en México incluso institucional.
Entonces, creo que el gran reto de la izquierda mexicana para crecer aún más es asumir que la democracia es una vía, pero también es un fin en sí misma. Lo dice el personaje del libro, y yo creo que esa es una de las cosas que no están del todo resueltas, ya que sigue habiendo una mala conciencia que, cada vez que aparece la posibilidad de saltar etapas, de la vía revolucionaria, vuelve a activar una serie de expectativas que, la verdad, no creo que puedan conducir a nada.
Ese fue el caso del Ejército Zapatista de Liberación Nacional. La crítica que se hace, más que al propio EZLN, es a la incapacidad de una constelación de grupos de izquierda muy diversos para condenar de manera clara la vía armada, sobre todo en un momento —1994— en el que había un proceso de transición en marcha, cuando las cosas estaban cambiando en un sentido democratizador.
Entonces, hay una dificultad para comprometerse sin dobleces con una vía pacífica e institucional de cambio social.
AR: El libro es muy crítico, y en él señala cuatro momentos negativos de la izquierda mexicana: el conservadurismo del Consejo Estudiantil Universitario (CEU) en 1986-87, la intransigencia del PRD a principios de la década de los 90, la violencia del EZLN y las mentiras sobre las elecciones de 2006. ¿Pero qué aspectos luminosos ha tenido?
JW: Muchos. Qué bueno que lo menciona. El libro se llama como se llama, en buena medida, porque quiero abordar la cara oscura de la izquierda —desde mi perspectiva, por supuesto—, y en él no hay hechos luminosos, pero hay muchos que realmente sucedieron. Por ejemplo, creo que el proceso de unificación de la izquierda —el proceso, no el momento— debe ser visto como un proceso venturoso y muy importante.
Dos, el compromiso de la izquierda con la vía electoral es una gran cosa y es un gran capital político. Las elecciones de 1988 fueron un momento de crecimiento excepcional de la izquierda mexicana, como también las de 2006. También las reformas político-electorales de 1994 y 1996, a las que concurrió el PRD, fueron rediseños normativos e institucionales que permitieron lo que hoy vemos: competencia electoral como nunca antes.
Los triunfos de Cuauhtémoc Cárdenas, y luego los de Andrés Manuel López Obrador y de Marcelo Ebrard en la capital del país, así como la victoria de Amalia García en Zacatecas son momentos luminosos. La despenalización del aborto la veo con muy buenos ojos.
Momentos luminosos hay muchísimos, pero este es un relato que no es equilibrado ni quiere serlo, porque cuando uno entra por esa ruta, entonces lo que uno quiere subrayar y poner en el foco de atención acaba perdiéndose.
Yo lo que quería hacer concientemente es un relato de una persona que se va desencantando por una serie de actitudes, y sobre las que ojalá —a mí me gustaría— hubiera un debate, una discusión y una rectificación.
Por eso el texto es acerca del lado oscuro de las cosas, lo cual no niega que en la realidad haya muchos momentos venturosos. Es más, se me han olvidado muchísimos.
AR: A principios de los años setenta, como se muestra en el libro, uno de los grandes temas de la izquierda, y que creo que con la transición se ha venido perdiendo de alguna manera, lo era la desigualdad social. Parece que fue más afortunado el tránsito político, pero ¿qué ha pasado con la desigualdad social?
JW: Usted lo ve bien: hubo una transición democrática que nos hizo pasar de un sistema de partido hegemónico a uno equilibrado; de elecciones sin competencia a procesos competidos; de un mundo de la representación monocolor a uno plural; de una presidencia desbordada a una acotada; de un Congreso subordinado a uno vivo y plural. Fue un cambio político muy importante.
Pero lo que al parecer no cambia, y eso desde Humboldt, es que este es un país absolutamente contrahecho, cruzado por una desigualdad que, a veces y como la propia CEPAL lo dice, impide pensar en construir un “nosotros“ inclusivo, porque México es tantos Méxicos marcados por la desigualdad, que el sentido de pertenencia a una comunidad nacional se hace complicado.
Yo creo que ese es el problema fundamental de México, y quizá se esté agudizando. Creo, además, que en ese problema es en donde la izquierda puede tener sus raíces y su crecimiento mejor.
Pero insisto no se trata de optar sólo por la equidad, que es la que tiene que ser la bandera singular de la izquierda, sino conjugarla con la otra gran conquista civilizatoria que son las libertades individuales.
En esa conjunción que, creo yo, ha intentado y logrado hacer la socialdemocracia en el mundo, puede haber una vía para el desarrollo de una izquierda fuerte y capaz de revertir esa falla estructural de la sociedad mexicana que es su profundísima desigualdad.
El tema está en el código genético de la izquierda. Pero yo digo que debería ser preocupante hasta para las derechas, porque uno no puede estar apostando solamente al despliegue de las libertades en un mundo de desigualdades tan marcadas como el mexicano. No lo digo yo: el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo ha alertado que buena parte del desencanto con la democracia en América Latina tiene que ver con la pobreza y la desigualdad, porque la gente percibe que sus condiciones materiales de vida en democracia no mejoran y su percepción entonces es: “¡Bonita democracia!”.
Entonces, por supuesto que es una de las preocupaciones centrales de la izquierda, pero debería ser de todas las fuerzas políticas. No es un asunto menor.
AR: Otro gran tema que traviesa el libro es la discusión sobre la ética política. ¿Hay alguna ética política específica para la izquierda?
JW: No sé si pueda haber una ética de izquierda y otra de derecha. Lo que yo sí creo, a diferencia de los cínicos y de los pragmáticos, es que política y ética deben tener puentes comunicantes.
Hay una política pragmática que es, quizá, hegemónica, que puede prescindir, sin dificultad, de la ética. Es la política que diría, en suma, que el fin justifica los medios.
AR: Y como usted dice en el libro, los medios van modelando los fines.
JW: Los medios suelen ser más importantes que los fines, porque van modelando al actor: la manera en que actúo, hablo, digo y despliego, me va haciendo a mí. Entonces, los medios no son anodinos, sino todo lo contrario: suelen ser más importantes que los fines.
No es casual que las revoluciones armadas normalmente acaben en momentos de terror. Porque quien ha ejercido esa fórmula de quehacer político la siente legítima, y la puede extender por un lapso más.
Vuelvo a la idea de la ética y la política. El personaje, por supuesto, repele ese pragmatismo amoral, pero también el otro extremo, en el que la ética no se hace cargo de las necesidades de la política, lo que sería como un asunto enclaustrado en sí mismo, y por eso las citas —cuando menos hay dos— del maestro Adolfo Sánchez Vázquez, que es quien ha pensado, desde la izquierda, los nexos entre política y ética de manera, creo yo, más sofisticada.
AR: ¿No le parece que, en no pocas ocasiones, la izquierda ha parecido atentar contra sus propias conquistas?
JW: En efecto, la izquierda ha sido acicate y usufructuaria del cambio político. Es decir, el cambio democratizador en México no se entendería sin el aporte de la izquierda mexicana; pero al mismo tiempo ha sido usufructuaria. Es decir, dado que hay fórmulas democráticas de elegir a los gobernantes, hoy el PRD tiene cinco gobernadores y el jefe de gobierno del Distrito Federal. O sea, al mismo tiempo que ha sido motor del cambio, ha sido beneficiaria de él.
Sin embargo, en momentos determinados da la impresión de que la izquierda atenta contra las propias conquistas que le han servido para desplegarse y crecer. Es el caso de la conducta después de las elecciones de 2006.
Antes de las elecciones de 2009 se podía especular qué tanto le iba a afectar el comportamiento poselectoral de 2006; pero lo que pasó en ellas, en las que, sumando los votos del PRD por un lado y la alianza Convergencia-PT por otro, son algo así como la mitad de los que había obtenido la Coalición por el Bien de Todos, debería ser un llamado de atención para rectificar, creo yo.
Pero lo más difícil en política es rectificar, porque en la propia dinámica del PRD es muy fácil que las corrientes moderadas acusen a los más radicales de los resultados, y también es muy fácil que, a su vez, los radicales acusen a los moderados de ellos. Más fuerte que la realidad es la lente con la que se la mira.
Entonces, la realidad puede cambiar, pero si uno sigue con su misma lente, va a seguir sacando las mismas conclusiones. Ese es el problema más fuerte para cualquier organización política.
AR: Al inicio del libro el personaje central dice: “Somos la generación del desencanto. Hemos hecho mucho ruido y nuestras nueces están podridas”.
JW: Bueno, el personaje puede ser mucho más enfático de lo que soy yo. Creo que la visión de Manuel es de alto contraste, y esa es la que creo que puede ser la intención. A lo mejor en mi visión hay muchos más grises, pero la idea era poner a través del personaje una serie de temas que creo merecen ser discutidos.
AR: En los escritores que se comentan en el libro, tras el desencanto con el comunismo hubo varias posiciones, desde quien siguió insistiendo en el cambio social hasta el que observó de manera pesimista a la propia condición humana. ¿Usted sigue siendo de izquierda?
JW: Yo creo que este es un alegato desde las posiciones de izquierda democrática hacia las izquierdas. Es decir, todavía quiero creer que una izquierda democrática en México no solamente es posible, sino necesaria, porque es muy difícil que desde otros idearios políticos se puedan poner en el centro los temas de la desigualdad. Por eso digo una izquierda democrática, que sea capaz de conjugar la pulsión por la equidad con la pulsión por la libertad.
* Una versión un poco más breve de esta entrevista apareció en Milenio semanal, núm. 664, 19 de julio de 2010. Reproducida con permiso de la directora.
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