Una historia para el futuro
Entrevista con Mauricio Tenorio Trillo*
Ariel Ruiz Mondragón
La conmemoración por los centenarios de las grandes gestas de nuestra historia ha conducido a algunas reflexiones (no muchas, la verdad sea dicha) sobre el pasado, presente y, sobre todo, el futuro de nuestro país. Perdidos entre celebraciones tan espectaculares como vacías, discusiones anecdóticas, biografías noveladas y procesos telenovelados, así como ataques a la historia oficial, se ha desaprovechado el tiempo para pensar y cimentar un porvenir distinto.
Uno de los intentos más serios proviene de una colección de ensayos reunidos bajo el título de Historia y celebración. México y sus Centenarios (México, Tusquets, 2009) de Mauricio Tenorio Trillo. En este conjunto de textos el autor aborda, con irreverencia, humor y rigor, diversas aristas de los festejos y sus motivos, así como algunas propuestas de convivencia futura para el país.
Sobre algunos de esos temas conversamos con Tenorio Trillo: el ensayo como forma de conocimiento, el entendimiento del presente y cómo condiciona la comprensión del pasado, la incomodidad del panismo ante la historia celebrada, la importancia vigente del nacionalismo revolucionario y la responsabilidad de los historiadores en la generación de nuevos mitos.
También tocamos cuestiones como la revaloración del pasado, presente y futuro común con Estados Unidos, el proceso de democratización del país y su relación con la historiografía y la relación de intelectuales con el gobierno, así como propuestas para un nuevo mestizaje y para limitar las carencias de responsabilidad de la clase política.
Tenorio Trillo es doctor en Historia por la Universidad de Stanford y profesor tanto en la Universidad de Chicago como en el Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE). Autor de cinco libros, en 2006 también ocupó la cátedra Rosario Castellanos en la Universidad Hebrea de Jerusalén.
Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué escribir y publicar este libro?
Mauricio Tenorio (MT): Hay tres razones fundamentales por las que me decidí a escribir este libro. La primera tiene que ver con mi labor no de historiador profesional que escribe libros complicados y aburridos que sólo leen otros historiadores, sino con la enseñanza. Soy profesor, y lo he sido toda mi vida: he dado clases aquí, en Estados Unidos y en España, por ejemplo.
La enseñanza es una más de las partes de la historia, la menos valorada del oficio de historiador, pero es muy interesante. Como profesor, una de las cosas que siempre me preguntaban era por qué los muchachos se meten a mis cursos. En realidad ya saben lo que es la historia y eso es lo que me asombraba mucho. Yo les pregunto: ¿qué es la historia? Responden: “La historia la escriben los vencedores; la historia es el pasado y hay que conocerlo porque, si no, repetimos los errores del pasado. Es esencial para tener una identidad, para no traicionarte, para ser tú mismo.” Y yo les decía: “Bueno, entonces cierren la puerta y vámonos. Ya saben qué es la historia. Los datos, fechas y esas chingaderas las sacan de Google.”
Lo que me pasó fue que, tras tantos años de dar Historia, empecé a usar esta manera de escribir, de hablar, de hacer una especie de ensayos para desaprender, primero, antes que aprender. Mi labor de enseñanza me ha llevado a tener cierta preocupación sobre cuestiones básicas sobre la historia que tienen que ver, más que con informar, con tratar de crear dudas, de ver la ironía de las cosas.
La segunda razón por la que me pareció importante escribir este libro es muy coyuntural. Yo soy un historiador de lo que Eric Hobsbawm llamaba “la era de los centenarios”, de 1870 a 1970, y toda mi vida académica ha sido dedicada a ese periodo, sobre el cual he escrito muchas cosas. De repente me he dado cuenta de que me ha alcanzado el Bicentenario, y entonces, a lo mejor pretenciosa e indebidamente, me he creído armado con cierto conocimiento de cuestiones de historia y celebración y para hablar de lo que viene.
La última razón es que yo escribo libros profesionales, monográficos, llenos de citas. Pero me considero por dejado —como se diría— un ensayista en el sentido estricto de la palabra: usar el ensayo como una forma de conocimiento, es decir, utilizar la ironía como una forma de conocimiento.
Yo sé que parte de los profesionales de la historia, incluso en México y mis propios colegas, han dicho que el gran error de nuestra vida académica es el abuso del ensayo. Todo mundo escribe ensayos, se cree con la capacidad para decir cualquier cosa. Yo creo, al contrario, que el ensayo es una forma de conocimiento social, político e historiográfico muy importante. Pero es una forma que requiere un rito de iniciación, un costo de entrada, a mi parecer: me gusta que escriban ensayos históricos aquellos que han escrito historia, investigado en archivos, leído historia, y que pueden decir ahora en voz ensayística, con ironía, con capacidad de provocación, algo. A mí me gusta mucho leer ensayos de ciencia, que, en castellano, desafortunadamente son pocos. ¿Quién escribe el ensayo de economía? El economista, el que ya pagó su costo de entrada y que ha escrito fórmulas matemáticas complicadísimas. Ese es el precio que creo puede tener un ensayismo claro.
AR: Hay un ensayo que me llamó mucho la atención, titulado “La ley de la naturaleza pachanguera de la historia”, en el que establece que el festejo es una decisión política y que lo que se celebra es el presente. Hoy, ¿cuál es la decisión política que ahora lleva a estos festejos, por una parte, y por la otra, cuál es ese presente que es festejado? Sobre todo tomando en cuenta que el gobierno federal es del PAN, que creo que no comparte muchas tesis de la vieja historia oficial.
MT: Contestaría con dos comentarios muy precisos acerca de lo que acabas de decir, que me parece muy interesante. Por una parte señalas: “Te quiero creer, Mauricio; tú dices que celebrar no es una cuestión de historia, sino del presente, y es una cuestión política. ¿Cuál es ese presente que hoy tenemos? Descríbelo.”
Y la segunda es en vistas a un PAN que parece incómodo ante el libro de texto que todos aprendimos, con una historia que a partir de la posrevolución se apropió del relato liberal porfiriana, lo impulsó y que todos aprendemos.
Respecto a lo primero, es curioso: uno cree que lo más difícil de la historia es encontrar esos documentos que nadie ha sacado, o descubrir frases y datos que nos darán la verdad, y que entonces entenderemos completamente. Pero es tan difícil saberlo, porque el pasado ya pasó y está perdido. No; lo más difícil de la historia, dado que es dictada desde el presente, es poder entender éste, lo que es muy difícil porque nunca tienes la distancia pertinente.
El otro día, en una entrevista me preguntaron si estamos en una revolución. Bueno, podemos estarlo y no habernos dado cuenta. La historia siempre funciona como esa especie de galaxia que explota a dos años luz, y apenas hoy nos llega y nos enteramos. En 1911, hasta finales de año se enteraron de que en México había una revolución. ¿Qué hubo? Pues un cambio de gobierno, Porfirio Díaz renunció, la clase política pactó con los Madero, todo estuvieron de acuerdo. Pero nadie se enteró, cuando menos no en la que nosotros sabemos. En 1815, cuando ya habían matado a Hidalgo y el Ejército realista y la Corona española habían derrotado a todos, excepto a uno o dos guerrilleros, y ya había regresado Fernando VII, nadie sabía que México iba a la Independencia, ni siquiera se había hablado de ella. Entonces, el presente es muy difícil de entender.
Pero esto es lo que dicta lo que vemos del pasado, a veces inconcientemente. Visto ahora en nuestro centenario, hay que ver lo que se discute en la prensa sobre cómo celebrar. Se habla, por ejemplo, de que habrá un libro sobre las mujeres en la Independencia. ¿Por qué? Por el presente, porque ahora las mujeres son importantes, porque hemos tenido un movimiento que viene de los años sesenta, el multiculturalismo, la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos y en México. Ahora hay que hacer eso, es un mandato del presente. Sin embargo, eso es muy obvio: ¿cómo podemos, cuando uno está metido en el ajo, describirlo? Es muy difícil. Mientras más caótico e inaceptable es el presente, es mucho más difícil organizar el pasado, porque no tenemos una noción de qué queremos, ni siquiera un vislumbre de lo que deseamos o tememos que venga. En el presente vivimos sin una idea de lo que viene, porque hay una sensación de que esto está jodido, de que todos estamos mal, ¿qué más puedes temer?
Entonces, el presente es difícil de descifrar, y creo que es una cosa a vislumbrar. Pero si uno piensa en el gran momento de la transición en España, en 1980 todavía nadie sabía qué iba a pasar con la democracia española, y es a posteriori que hemos reconstruido, y con buenas razones, la figura de Adolfo Suárez, quien sí sabía lo que quería. A lo mejor no es cierto, pero es importante tener esos mitos, porque al menos mantuvo la noción de futuro y de Estado en esos difíciles momentos, cuando unos se pusieron debajo de la mesa y otros conspiraban o estaban en el todo por el todo.
Creo que tenemos muchas nociones de gobierno de cómo celebrar, pero pocas de Estado y del futuro que sigue. Es normal, y no es culpa sólo de malos políticos. Los intelectuales tenemos mucha culpa.
También en sentido contrario hay algunos intelectuales: Jorge Cuesta en los años veinte, quien tenía idea de lo que estaba pasando y supo describir críticamente su presente; el mejor Octavio Paz, en la época de los setenta, quien supo cuál era el presente, hacia dónde íbamos, que el comunismo y el marxismo que se estaban haciendo no eran presentables. Es Gabriel Zaid en la misma década, oponiéndose a la guerrilla. Se necesita una clarividencia no del todo presente, y yo no la veo aquí, entre nosotros —me incluyo.
Respecto al segundo tema, creo que le das al clavo, y es una cosa que no menciono en el libro: creo que el panismo —no Vicente Fox, quien no es un panista; el primero de los presidentes en toda la tradición del PAN es Felipe Calderón— se encuentra muy incómodo con esa historia que, cuando voy a dar una clase y me burlo de ella, se levantan para protestar en Los Ángeles o Chicago. Los blanquiazules se encuentran muy incómodos con esa historia jacobina, liberalona, socialistoide y populachera. Sin embargo, lo curioso es que no se atreven a sacar del clóset a nuestros próceres de conciencia católica —que ya estaría bien, ¿por qué no hablar de ellos? — ni la importancia del pensamiento católico para el constitucionalismo mexicano. Podrían haberlo hecho, y con toda justicia; pero tienen miedo de que se les venga encima el populismo de la izquierda, derecha y centro del PRI y del PRD.
¿Qué es lo que tenemos? Un panismo incómodo con la historia oficial, pero la comparte con López Obrador; si le preguntas sus héroes, dice los mismos que éste. ¿Qué es lo que esto produce? Atrofia de la imaginación.
AR: Otro asunto que me llamó la atención es la mención, en un par de ensayos, al nacionalismo revolucionario, que pese a todo, incluida la democratización, “permanece como la única forma accesible del nosotros”. ¿Qué se puede construir para sustituir al nacionalismo revolucionario, con sus rémoras de autoritarismo, de atraso? ¿Hay opción?
MT: Yo sí lo creo. Es como una vaca de ubres enormes que nos sigue alimentando, pero ya nadie la alimenta a ella. Nos daba nuestro orgullo en el mestizaje, en los héroes de la Revolución, en el pasado azteca, en todo eso que aprendimos en nuestros libros de texto. Es una construcción complejísima, ya que ni siquiera hubo una voluntad que la haya hecho, sino fue un ensayo y error: fue apropiarse del liberalismo y el indigenismo porfiriano, reconstruirlo y utilizar lo que más o menos iba funcionando. A esa vaca luego se le metió atrás un ejército de profesores del sindicato, y ¡puta madre!, aquello creció como no tienes idea. Pero sobre todo era un Estado de Bienestar, corrupto, cochino, pero también era el IMSS, el Infonavit, la CTM, todo aquello sin lo cual la vaca no tiene qué comer.
Entonces, nosotros vamos a la leche, pero ésta ya no tiene proteína. Pero no hay nada más que eso, no hay nada que la sustituya. Incluso ni la derecha se ha atrevido a proponer algo al respecto.
Como yo he estudiado la historia en los centenarios y las conciencias históricas, encuentro algunos ejemplos: en España, en 1980 la educación franquista impulsaba el orgullo en una España grande y única; eso está enormemente vivo, pese a que se están haciendo grandes transformaciones en la educación, incluida la noción de centralidad, de que el catalán se puede hablar, de que el vasco se publique, de la democracia, de la libertad de culto, de pasar el divorcio. Sin embargo, hay una grandísima resistencia: hoy, hay una España profunda que todavía se cree imperial. Eso todavía vive aunque nadie lo alimente a diario.
Pero, ¿cómo logras sustituir eso? No se sustituyen este tipo de estructuras, de conciencia histórica, con un “la quito y pongo otra cinta”, no. Tienes que habitarla, conocerla, incluso compartirla
No soy un crítico del nacionalismo porque crea que es una creencia de ignorantes e imbéciles, y que la gente muy culta, como yo, que estudia en Estados Unidos y que opina, considere que esas son cosas de bárbaros. Es un sentimiento de pertenencia importante, y yo lo respeto. Ayer alguien me preguntaba: “¿Por qué en Estados Unidos esos tontos van a celebrar el 5 de mayo?” ¡Que lo celebren! ¿Quién soy yo, historiador imbécil, que no les ha dado nada, ni el Estado mexicano, que ahora les quiere enseñar historia cuando tampoco les dio nada? Que celebren lo que se les dé la gana, y no soy yo quién para decirles que no lo hagan.
Dado que el nacionalismo es importante, a partir de entenderlo y habitarlo, empezar, como en España, a construir desde el fondo. Estuvo al borde del colapso, pero tenía dos ideas centrales: democracia y Europa. A las dos las llenó de contenido, no espiritual ni discursivo, sino de dinero y de oportunidades. Democracia significaba: “Vas a tener acceso a un sistema de pensiones, de seguridad social, y sobre todo a una gran inversión en educación”. Europa quiso decir: “Aquí están los recursos para la infraestructura, aquí está el dinero para que construyan”.
Nosotros estamos en la época de la palabra “transición” —odio decirlo, porque me burlo de ella en una de las leyes de la historia que postulo en el libro—, que es lo que los historiadores decimos cuando no sabemos qué está pasando. Entonces, estamos en transición porque no sabemos qué va a pasar: ni la derecha, ni la izquierda se atreven a pensarlo. La izquierda, en gran parte, comparte este nacionalismo revolucionario, y la derecha no se atreve a desafiarlo y no tiene nada qué poner a cambio.
Pero, ¿cómo podríamos llenar el nacionalismo revolucionario? Mejor educar, dar elementos críticos. Yo propongo un poco burlarnos de la historia, habitar, discutir y reírse, y entonces, a través de educación, inversión, oportunidades, empezar a moverlo hacia otro lado.
AR: Usted comenta que José Vasconcelos mismo reconocía que se dedicaba a hacer mitos. Pero se ha asumido que una de las tareas de los historiadores es desmontar los mitos; pero usted dice que también hay que habitar estos mitos, compartir los objetivos de convivencia nacional y redefinirlos. A partir de esto, ¿usted considera que una de las tareas que deberían estar haciendo los historiadores sería también la de fabricar mitos?
MT: No lo puse tan claro; pero ahora que me lo preguntas, me pones contra la pared. Creo que debo contestarte que, para ser congruente conmigo mismo, efectivamente los historiadores debemos participar de los mitos, porque de todas maneras los hacemos. ¿Cuál es el problema? Ver cuáles mitos. Esto no significa que estoy renunciando a mi labor “científica”, entre comillas: yo estoy en mis congresos, con mis estudiantes en sus disertaciones y tesis, en la investigación. Los historiadores tenemos una casi tradicional visión de la historia de “vamos a discutir, qué quieres decir con esto, esto de dónde lo sacaste”, etcétera.
Pero tenemos otro rol, y siempre lo hemos cumplido: fue con historiadores y con historia que creamos esta nación. ¿Por qué vamos a renunciar ahora a eso?, ¿por qué no empezar a escoger esos mitos que podemos crear, como otros ya han hecho en otros países, y que vayan más allá de un héroe? Necesitamos cambiar de dimensión, no de historia; asumirla, habitarla y redimensionarla, hacer que la democracia pueda ser un orgullo, que pertenecemos a un lugar que me permite ser lo que yo quiera ser, en el que las leyes me otorgan justicia, entre otras cosas. Los historiadores tenemos que empezar a crear eso.
Por eso, aunque yo como historiador y como conocedor de la historia española sé que el Rey no es el mito que se dice, me parece que está bien creado. Como respondía Caetano Veloso cuando los antropólogos norteamericanos y mucha gente le decían: “En Brasil esto de la democracia racial es un mito, no hay tal”. “Claro que es un mito, pero para serlo no está tan mal. No estoy diciendo que exista, pero no es malo tenerlo. Es un buen mito.”
Mito no quiere decir engañar; nadie engaña, no voy a mentir con la historia. Más bien, es empezar a crear una forma en la que todo es memoria y olvido, y empezar a jugar con esto para estar orgullosos, a pesar de los pesares. Por ejemplo, de estructuras democráticas que nos den pertenencia, o empezar a crear una idea conjunta entre Estados Unidos y México, un mito que nos permita a los americanos, a los estadounidenses y a los mexicanos convivir de una manera más allá del Tom y Jerry, de una manera en que asuma que en el pasado, por lo que quieras, hicimos la historia juntos. En el presente la estamos haciendo, y si va a haber futuro, será juntos.
Entonces, hay que crear los mitos necesarios. Yo proponía que el Bicentenario era el momento de sentarse a hacerlos, lo que va a ser una construcción dificilísima. Estas cosas no se hacen de la noche a la mañana, pero efectivamente sí estamos para crear mitos; pero un buen historiador no es el que no los hace, sino el que hace buenos mitos.
AR: Usted hace ejercicios de imaginación histórica; por ejemplo, convoca a estudiar esa otra parte de México que es Estados Unidos, con la idea de que nuestro futuro está destinado hacia Norteamérica, que sería integrado por los dos países y Canadá. ¿Es una buena idea para fabricar mitos? ¿Sería el equivalente de la idea de Europa?
MT: Soy víctima y prisionero de mi presente, y no puedo alcanzar a ver. Pero en efecto, quiero lanzar una botella al agua diciendo algo: Norteamérica, la región de los grandes lagos y los grandes desiertos, debe dar una dimensión a nuestras conciencias históricas, para que empecemos a fabricar allí algo que nos dé cierto orgullo. No quiere decir que se tenga que dejar de ser mexicano o estadounidense, o lo que esto quiera decir, porque allá hay 13 millones de mexicanos, y Estados Unidos se ha mexicanizado y nosotros nos hemos agringado.
En ambos países noto una nostalgia por la mano dura: en México a partir de la llegada de la democracia y, sobre todo, del destape de la violencia y de la inseguridad, y también una preocupación de Estados Unidos por el terrorismo. Antes de que algo pase, ¿por qué no empezamos a sembrar las semillas de esos mitos que nos permitan decir: “estamos juntos”? No se trata de si México es seguro o no, sino de que lo que pasa aquí pasa en Estados Unidos, y es nuestra responsabilidad hacer algo. No quiere decir que vamos a seguir el modelo europeo, porque nuestro vecino es un imperio.
Habría que poner ciertas condiciones: tú te metes a tus guerras, yo te doy soldados. Ayer me preguntaba una persona: “¿Quieres decir que los mexicanos van a pelear las guerras norteamericanas?” Las han peleado todas, ¿cuál es el problema? Desde las Primera y Segunda Mundiales, en Corea y Vietnam, en todos lados los mexicanos han peleado por los americanos. Tú puedes decir: “Son unos cabrones los americanos”. Pero yo he hablado con los descendientes de aquellos mexicanos, y están orgullosos de haber peleado por Estados Unidos. ¿Quién soy yo para decirles: “Te equivocaste. Falsa conciencia.” No: este país no les dio nada. Aquel les dio ciudadanía, a los que pelearon la guerra de Corea les dio educación y retiro, están orgullosos; tanto, que ya son cuatro o cinco generaciones de soldados.
Entonces, yo creo que habría que sentarse y discutir, y no sólo incluiría una nueva noción de historia, sino también de inseguridad, subdesarrollo y pobreza. Sería el momento de que los ricos tomen responsabilidades, las que entre México y Estados Unidos nunca han existido. Aquí no hubo un Plan Marshall, pero no estaría mal que nos dijeran: “Aquí está la inversión, pero tienes que llegar a esto.” Nuestro país no va a ser nunca como la Unión Americana, ni lo queremos, pero tiene que llegar a cierto grado de desarrollo, de distribución del ingreso y de inflación, con tal sistema judicial, etcétera. Que nos dijeran: “Aquí están los fondos; no te los estoy dando de gratis, y a la larga vamos a tener que tener algún convenio.” Los gringos y los mexicanos han convivido todo el tiempo, se gustan y se disgustan, y no hay ningún problema. Yo creo que Norteamérica es una de esas ideas que puede redimensionar nuestro nacionalismo revolucionario, proyectarlo. Pero no es nada fácil vender tal idea aquí y allá.
Pero los historiadores estamos en el dilema de seguir haciendo lo que siempre hacemos, o al menos lanzar un mensajito para el historiador del futuro: “Mira, yo ya me daba cuenta de que esto era muy peligroso y quise hacer algo, pero no voló. No había más imaginación”.
¿Por qué eso sí pasó en Europa? ¿Porque eran mucho más inteligentes los historiadores y los intelectuales? No, porque allá ya se habían matado lo suficiente, y ya no les quedaba de otra. ¿Cuánto más tenemos que ver en la destrucción de nuestras instituciones por el narcotráfico? ¿Cuántos más se tienen que ir a Estados Unidos, cuántas remesas más, cuántas matanzas más tiene que haber para pensar de otra manera? No lo sé.
AR: En México, ¿qué efectos ha tenido el proceso democratizador mexicano sobre la historiografía?, ¿ésta ha aportado algo a ese proceso?
MT: Creo que el proceso de democratización ha traído buenas y malas noticias para quienes creamos conciencias históricas. Uno, creo que indudablemente la democracia ha hecho más insegura la grilla, lo cual ha provocado que menos gente deje la academia, y ha creado estímulos para que ésta sea más estable, más profesional en, al menos, todos los campos de las ciencias sociales. Aunque falta muchísima inversión y es un desastre la educación superior, hay mucha mejor academia, y son buenas noticias.
Segunda noticia buena, y que no se dice públicamente porque son secretos entre nosotros: la democracia ha traído, para los intelectuales, historiadores, los creadores de opinión que pensamos mitos e ideas, más dinero. Si antes nuestro gran patrocinador era el Estado —y lo sigue siendo, nunca hemos dejado a nuestro patrón—, las fuentes de ingresos se han diversificado de tal forma que la mayoría de nosotros doblamos nuestros ingresos y hemos entrado a la elite de opinadores y a los medios. Y como la democracia trajo también la libertad de prensa de forma relativamente rápida, más que crear una masa de bien pagados periodistas que hagan investigación, entonces nosotros ocupamos los espacios.
Prende la radio o la televisión, en cualquier canal, y allí estamos, cualquiera de nosotros. Eso es una noticia, nadie va a decir que no. Muchos de nosotros vivimos muy bien de eso, lo cual es una buena noticia, lo cual se reduciría en que nosotros estamos participando. Al principio de esta transición democrática, antes de la elección de Fox, yo veía gente como Enrique Krauze, Roger Bartra o incluso las acciones y discursos de una persona como Cuauhtémoc Cárdenas, y después José Woldenberg y otros, quienes estaban pensando que estaban participando y creando estos mitos democráticos que después íbamos a necesitar.
Algo pasó en el proceso, y algunos se sintieron traicionados porque no llegó la democracia que ellos querían. Jorge Castañeda ha habitado en esto, pero luego, se decepcionó porque él no fue el patrocinador
A veces pienso que algunos creen que la democracia les debe mucho más, y que son sus padres, y en verdad lo son. López Obrador, en su cierre de campaña en 2006, junto con Elena Poniatowska, nombró a los grandes héroes de la democracia, y no incluyó al ingeniero Cárdenas. Pero, aun siendo enemigo, tienes que reconocerle que, incluso con su responsabilidad en el fraude electoral de 1988, de no levantarse, de no alborotar, de portarse al límite de la noción de Estado en este país, hizo mucho por este país. A mí se me hace una persona aburridísima, pero es casi nuestro Suárez. Tonto, si quieres, pero se portó como hombre de Estado.
Pero, a pesar de que tenemos una mejor academia y mucha más influencia en los medios y en la vida pública, diría que hoy los intelectuales y los académicos solemos hablar de la clase política como si fuera “fuchi”; pero nosotros somos clase política, estamos en el ajo del asunto todo el tiempo, no sólo porque opinamos, sino porque estamos en los pasillos donde los políticos nos consultan. Pienso en muchos de mi generación que están en el CIDE, que han pasado a ser asesores, directores del centro, de la OCDE, secretarios de Educación Pública, funcionarios del IFE. Somos la clase política.
Yo esperaría que la historia se hubiera visto más afectada por el cambio democrático: la forma en que la escribimos, las discusiones, el rol de los historiadores y los temas. Aunque sí han cambiado: hay una interpretación de la Independencia basada en instituciones, en la Constitución de Cádiz, todo lo cual tiene que ver con el presente, con la democratización, pero no tanto como yo esperaría. Creo que esto tiene que ver con que a pesar de los cambios democráticos, que son muy grandes en muchos aspectos, una cosa que no ha cambiado ni con el foxismo ni con el cardenismo ni con Calderón, es la relación de los intelectuales con el Estado. Sigue siendo el mismo patrocinio raro: sí, pero vete a trabajar a mi canal de televisión, o vete a la embajada tal, o por qué no eres mi asesor, por qué no te pago el libro de texto, por qué no me organizas el Bicentenario.
Yo creí que con Fox pasaría algo, pero no solamente no pasó nada, sino que se volvió al mejor de los términos frente a los intelectuales; y con Calderón creo que algunos intelectuales estaban espantados de que este sí sería el primer católico que iba a salir a cazar maricones y que nos iba a ir en feria a los intelectuales, pero estamos como siempre.
Pero sí ha habido, a nivel de lo especializado, mucha discusión. Por ejemplo, hay un nuevo ramo de la historia, muy importante: historia de las elecciones. Antes no estudiábamos elecciones del siglo XIX, porque no contaban, y menos en el Porfiriato. Ahora tengo gente que hace estudios de las elecciones.
AR: Hay un capítulo sobre Guatemala. Se ha visto que se agotó la ideología del mestizaje como elemento de cohesión nacional. Por otro lado tenemos la amenaza multicultural, y usted señala algunos de los peligros de ella. Sin embargo, de alguna forma propone un mestizaje reformado. ¿Qué cambios propone en esta noción de mestizaje?
MT: Creo que es como un ciclo raro. Hay que aceptar que el mestizaje ha fracasado como una ideología de Estado; si cumplió su rol es una cosa que nosotros los historiadores o los politólogos podemos discutir, pero ya no funciona porque no tiene nada detrás: no hay un Estado de Bienestar, y hay que aceptar que también fue una manera de tapar el profundo racismo en este país.
Entonces, la segunda parte del ciclo es: tiremos el mestizaje a la basura, es una ideología racista, no ha servido para nada. ¿Qué sigue? Lo que yo propongo es que si no encontramos algo mejor que el mestizaje para asumir que tenemos un problema de raza y racismo en este país, lo dotemos de idea, de que es un hecho inevitable e innegable. Entonces, empecemos a construir una nueva noción de mestizaje que sirva para decir: “Porque tenemos problemas de raza, tenemos que enfatizar que el mestizaje ha existido, existe y existirá, y tenemos que hacer todo lo posible para que siga existiendo, porque la opción contraria es todavía peor, y para que, a la larga, la raza no sea un tema. El mestizaje es un hecho y no hay nada que hacer al respecto, sino empezar a darle una posibilidad de instituciones que protejan las posibilidades de identidad.
A mí el problema de un mercado identitario no me preocupa; me preocupa el problema de que se dé en la miseria, como en Guatemala y México. Entonces, si hay instituciones, jueces, leyes y posibilidades económicas, pues que cada quien escoja su identidad. De todas maneras seremos mestizos, y ya no importa si ya como mestizo tú quieres declararte más indígena o rescatar tu españolidad. Pero que haya instituciones que te protejan, que no te puedan matar y que puedas ser o dejar de ser.
El problema ahora no sólo es que tú no puedes, por ejemplo, ser indígena porque te discriminarían, sino tampoco puedes dejar de ser indígena porque el antropólogo gringo y el multiculturalista mexicano se van a espantar porque vas a tener tu “troca”, vas a ir a Estados Unidos y entonces vas a dejar tu identidad.
Entonces se trata de instituciones que permitan oportunidades para que el indígena no tenga que decir “soy mestizo”, y sencillamente acceda a educación, que haya carretera, hospital, etcétera, y ya si él quiere seguir hablando tzotzil, que lo haga. Si tú quieres, es un mercado libre de la carne con instituciones.
AR: En buena parte del libro se hacen ejercicios de imaginación histórica, pero no solamente hacia el pasado, sino también se intenta otear el futuro, por ejemplo la idea de Norteamérica. En una parte del libro usted dice: “En 2010 hay que celebrar también futuros posibles”. Como está hoy el país, ¿qué futuro observa en dos temas que se plantean en el libro: la democracia “fea” y la desigualdad?
MT: Creo que tengo derecho a tener un poco de esperanza y de optimismo al respecto. Uno de los futuros que a mí me gustaría más es que estos dos grandes temas, la democracia y la desigualdad, se empiecen a discutir de una manera más que mexicana. Creo que esta idea de Norteamérica podría ser una manera de replantear la situación con Estados Unidos que haga más responsable a nuestra clase política.
Pienso una cosa: una de las grandes razones de la irresponsabilidad de nuestra clase política es que no tiene miedo de nada. Ya los pobres son pobres, los ricos son ricos, y me pueden secuestrar pero vivo como rey.
Si se pone un plan de inversión para el desarrollo por parte de Estados Unidos y Canadá, así como hicieron en Europa con España, Portugal y Grecia, y se le dice a nuestros gobernantes: “Las metas son transexenales, no importa si están PRI o PAN, tienen que ser responsables de cumplir; a todos nos conviene, porque es un dineral”. De esa forma incluso los gobiernos se vuelven responsables.
También creo, esperanzadoramente, que algún presidente debería dedicar el sexenio entero a educar. Al menos entretendríamos en eso los gastos, y te apuesto que algo muy bueno pasaría. No necesariamente tienes que destruir a Elba Esther Gordillo, ya que ésta, como dice mi amigo Fernando Escalante, estaría feliz de que sus maestros tuvieran mucho dinero y mucha visibilidad.
En esos futuros no sé qué pasaría, y no me lo puedo imaginar, pero sería algo distinto. A lo que más tengo miedo es a la inercia de no tener miedo ni futuro, ni, al parecer, la necesidad de pensarlo.
*Una versión un poco más breve de esta entrevista fue publicada en M Semanal, núm. 681, 15 de noviembre de 2010. Reproducida con autorización de la directora.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario