Enfrentar el horror del anonimato y
el silencio
Entrevista con John Gibler*
Por Ariel Ruiz Mondragón
Ante las
numeralias fúnebres, la explotación descontextualizada del morbo y el silencio
cómplice, es necesario que el periodismo relate no sólo las historias de las
víctimas sino también los orígenes políticos, sociales y económicos de la
actual situación de violencia y de delincuencia que padece el país, y que
muchas veces rebasan sus fronteras.
En un pequeño
pero intenso y revelador libro titulado Morir en México (Oaxaca, Sur +
Ediciones, 2012), el periodista estadounidense John Gibler reúne cinco
reportajes en los que presenta un variado panorama de una sociedad que ha sido
asaltada por el crimen organizado y el narcotráfico, y defraudada por el
gobierno. Además, presenta cómo se originó en Estados Unidos la estrategia de
la “guerras contra las drogas”.
El año pasado
Replicante charló con Gibler, quien es un reportero independiente que
vive en México desde 2006. Estudió en la London School of Economics y ha
colaborado en diversos medios impresos estadounidenses y mexicanos, como Left
Turn, Z Magazine, In These Times, Common Dreams, Yes!
Magazine, ColoLines, Democracy Now!, Milenio Semanal y
Contralínea.
Ariel Ruiz
(AR): ¿Por qué hoy publicar un libro como el tuyo?
John
Gibler (JG): Yo
empecé a reportear el libro en 2010, pero tuve la idea de hacerlo en 2008,
cuando estaba terminando otro libro, México
rebelde, que es de ensayos y crónicas sobre movimientos sociales, historia,
migración y rebelión. Mientras yo estaba reporteando ese libro el país estaba
sufriendo todas las consecuencias de una mal planteada guerra contra el
narcotráfico. Viajando por el país veía los periódicos, escuchaba las historias
de una nueva ola de violencia e impunidad, y me dije: “¿Cómo enfrento eso como
reportero? ¿Cómo lo cuento?”.
Primero fue
el horror, el asombro, lo cual también es importante: no acostumbrarnos a tanta
muerte, saña, crueldad e impunidad. La capacidad de asombrarnos o, como dice
Cristina Rivera Garza, sentir el dolor, es importante. Duele este país que
sufre una política fracasada.
Entonces
empecé a escribir el libro como un esfuerzo para enfrentar el horror, mirarlo a
la cara, buscar sus raíces históricas y políticas. En un libro puedes hacer lo
que no puedes en una columna o una nota periodística de tres mil caracteres:
puedes tomar el tiempo de leer 20 libros sobre la historia de la política
antinarco de Estados Unidos, de antropología, de sociología, de ciencia
política e ir tejiendo ese contexto histórico-político en un trabajo para que
tenga una profundidad más allá de una simple mirada al presente.
Si ves toda
esa violencia, toda esa saña, parece imposible, absurda: ¿de dónde viene? Hay
unas tendencias peligrosas de pensar que la respuesta se encuentra únicamente
en la historia de este país, por lo que uno de los propósitos del libro es
argumentar que no. México tiene una posición en la geopolítica de una guerra
contra el narcotráfico que empezó en Estados Unidos, y hay que ir al nacimiento
de esa política y ver dónde y por qué surgió, y cómo los políticos
estadounidenses la han ido sustentando tras 40 años de fracaso rotundo.
Entonces uno
de los propósitos del libro fue ofrecer al lector mexicano una mirada crítica
desde el lado estadounidense escrito por un estadounidense. A lo mejor los
mexicanos no saben tanto el contexto racista de la guerra contra las drogas
dentro de Estados Unidos, cómo ha sido un arma para oprimir pueblos
afroamericanos, chicanos y asiáticos, y cómo a nivel regional ha sido un arma
de control imperialista para meterse en los asuntos de países como Colombia,
Panamá y ahora México.
Eso es:
enfrentar el horror, buscar y elaborar una visión histórica de dónde vienen esa
política y esa violencia, y su relación con las fracasadas guerras contra
insurgentes de la Guerra Fría. Allí empieza mucha de la violencia que vemos, de
la que nos preguntamos: “¿Por qué son tan crueles?, ¿por qué tan teatrales en
su manera de ejecutar a alguien?”. Eso tiene una historia concreta, y viene de
los entrenamientos de cuerpos contrainsurgentes en los años de las dictaduras
militares. Y no es accidente que las fuerzas del crimen organizado se nutran
principalmente de policías y soldados que han tenido un entrenamiento que viene
de esa cultura de la Guerra Fría.
Por otro
lado, como muchos de mis colegas los compañeros periodistas mexicanos, me
atrevo a decir: quisimos enfrentar el anonimato de las víctimas, las que en
esos largos años 2008, 2009 y 2010 constantemente veías en las portadas de
revistas y periódicos, en las pantallas de televisión, como simples bultos de
muerte, sin nombres, sin biografías, sin historias. Ya no eran seres humanos,
sino colgados, enlonados, encajuelados, encobijados; hasta el lenguaje violento
les robaba su propia humanidad, y yo veía que ese anonimato de las víctimas de
cierta manera protegía la impunidad del gobierno.
Cuando Felipe
Calderón salió diciendo que el 90 por ciento de las víctimas estaban
involucradas en la delincuencia, ¿cómo obtuvo esa información? ¿De dónde viene
esa cifra, si los datos del Senado dicen que 95 por ciento de los homicidios
relacionados con el crimen organizado ni siquiera se investigan?
Entonces es
obvio que se está culpando a los muertos de su propia muerte. Es el anonimato
de esa violencia lo que se tiene que combatir también. Cuando yo estaba
reporteando este libro no había pasado todavía la desgracia de Morelos cuando
mataron a siete personas, entre ellas el hijo del poeta Javier Sicilia, que
convirtió su dolor profundo de padre en una expresión de dolor nacional,
social, y fue uno de los momentos yo creo que más fuertes para romper ese
anonimato de las víctimas.
Y justamente
de un trabajo periodístico mexicano excelente saco el título, que viene de un
cartón de Antonio Helguera publicado en La
Jornada que reproducimos en el libro como una especie de epígrafe: hay un
dibujo de un panteón, y en todas las tumbas, en lugar de tener nombres y fechas
de vida y muerte de las personas enterradas, está escrito: “Quién sabe en qué
estaba metido”, “¿Qué hacía a esas horas?”, “Ya la debía”, “Fue un pleito de
pandillas”, “Era puta”, “Vestía provocativamente”. Es esa lógica nefasta de
culpar al muerto de su propia muerte.
Yo quise
hacer un trabajo de crónica, de elaborar historias que derrumban esa tendencia
insidiosa del anonimato, de la muerte, de la culpabilidad de la víctima.
Entonces, ese era el propósito principal: enfrentar el horror, no
acostumbrarnos a esa violencia, buscar poner las historias de vidas reales de
las víctimas en un contexto histórico-político de análisis y combatir el
anonimato de la muerte.
También es un
trabajo que busca ser una especie de homenaje a los periodistas mexicanos que
están viviendo y sufriendo esa violencia, porque mi mirada principal en los
trabajos de reporteo fue justamente ir y acompañar a periodistas mexicanos,
citarlos largamente en su propios pensamientos, reflexiones y análisis, y
retratar cómo es su vida intentando informar en ese contexto de impunidad y
violencia. Entonces vienen perfiles de Ríodoce,
de Javier Valdez e Ismael Bojórquez; de Primera
Hora, un periódico de nota roja de Culiacán; de Ernesto Martínez, el
fotógrafo del Diario de Juárez, y dos
reporteros de Milenio que sufrieron
un “levantón” en Reynosa y afortunadamente sobrevivieron.
AR: En el
libro dices que las narcoguerras actuales datan del periodo de la transición
democrática, entre 1994 y 2006. En este sentido, ¿cuál ha sido el efecto del
proceso democratizador en la delincuencia organizada, especialmente en el
narcotráfico?
JG: Excelente pregunta. Vemos que
también hay transiciones que coinciden con la época de la “transición
democrática” (entre comillas, porque la vamos a cuestionar), y también viene el
Tratado de Libre Comercio (TLC). O sea, en los mismos años en que empieza la
transición democrática, se firma y entra en vigor el TLC, se levanta en armas
el Ejército Zapatista de Liberación Nacional y se cambian las relaciones entre
los grupos del crimen organizado y del narcotráfico. Esas cosas van de la mano:
hay un esfuerzo de la clase política por cambiar la estructura de poder
político y la estructura de la economía, y contra las corrientes de rebelión
que son los zapatistas.
Vemos que en
estos años cambió la economía formal de este país de manera increíble: la
economía rural desalojó a millones de mexicanos, campesinos y trabajadores
hacia la creación de un ejército de mano de obra barata “ilegal” en Estados
Unidos (en el otro libro cito a unos excelentes académicos mexicanos, Raúl
Delgado Wise y Rodolfo García Zamora, de Zacatecas, que han hecho unos estudios
excelentes de todo ese cambio económico y el impacto que tuvo en el campo en la
fuerza laboral tanto en México como en Estados Unidos).
Entonces me
parece que va un proceso paralelo en la economía informal, y no sólo de ella: en
el caso concreto de las sustancias ilícitas, cambian de la misma manera en que
Wal Mart entra a México y Carlos Slim se convierte en el hombre más rico del
mundo. Ahora hablamos del Chapo Guzmán: el cártel de Sinaloa es como un
Wal Mart del tráfico de drogas, porque lo que estamos viendo es una
impresionante concentración de riqueza. También la parte de la supuesta guerra
entre grupos del crimen organizado, según cuentan varios analistas con quienes
he hablado y entrevistado, empieza porque el cártel de Sinaloa va de conquista:
se lanzó a Acapulco en 2006, cuando mandó a los Beltrán Leyva (cuando eran
todavía sus aliados) a enfrentar a los del cártel del Golfo, que en ese
entonces todavía estaba aliado con Los Zetas; va a Juárez a conquistarla y a
quitársela al cártel de Juárez o La Línea.
Yo creo que
esos son procesos paralelos a los cambios económicos. Y justamente en esos
años, de 1994 a 2006, también vemos un crecimiento impresionante en los
movimientos sociales. Uno pensaría que viene 2000 y ya se manifiesta la
transición, que ya está hecha. Yo me acuerdo que en este año yo estuve aquí
como observador electoral, y había trabajado antes en algunas asociaciones de
derechos humanos, y la mayoría de los extranjeros que llegaban aquí decían: “Ya
llegó la democracia, ya estuvo; bienvenido México”. Yo recuerdo, por ejemplo,
personas en Guerrero que decían: “Pero están bien idiotas. ¿Cómo piensan que
van a desterrar 71 años de una cultura política en un día? No, eso es una cosa
muy bien construida que no se va a ir de un día para otro”.
Justamente en
ese primer sexenio de la transición democrática ya plena, de Vicente Fox, 2006
fue un año de rebelión: Oaxaca, La Otra Campaña, Atenco, Pasta de Conchos,
Sicartsa y, obviamente, el proceso electoral y después todas las movilizaciones
en contra del fraude.
Entró
Calderón a la presidencia durante una profunda crisis política, con una
legitimidad muy débil, y sus primeras acciones fueron mandar el Ejército a la
calle a una supuesta guerra. Yo lo veo como un esfuerzo por fabricar en los
medios, con las imágenes de la guerra y un Ejército en las calles, una percepción
de legitimidad y, a la vez, de manera preventiva apagar los movimientos
rebeldes, de organización política.
Con esa
guerra tenemos que el consumo de drogas en este país ha aumentado; la violencia
relacionada con el crimen organizado explotó: secuestros, trata de blancas,
extorsión y asesinatos. También hubo violencia política: defensores de derechos
humanos enterrados en las noticias de los muertos diarios, y el asqueroso
“ejecutómetro” de los periódicos de nota roja.
Entonces, con
un supuesto esfuerzo por endurecer el estado de Derecho, vemos una impunidad
desbordada, que no nació en 2006 con Felipe Calderón, sino que es algo que
lleva todo el siglo XX en su construcción, pero que se profundiza y se expande
de una forma brutal. Hablamos ahora de 80 mil asesinatos relacionados con el
crimen organizado en los últimos seis años y, otra vez según cifras oficiales,
no se investigan el 95 por ciento. Es una tasa de impunidad con calidad de
excelencia.
Yo creo que
toda esa brutalidad de la guerra nos muestra el fracaso de la supuesta
transición. Dice Diego Osorno en un texto que se llama “Generación Zeta” que él
empezó como reportero en el 2000, reporteando sobre política, sobre corrupción,
o sea, cosas de que sí se iba a concretar una transición democrática; pero a
los dos sexenios él dice que es una “necropolítica”: el tema es la muerte, una
violencia desbordada que no viene de la nada, y ni siquiera es una violencia
que tenga que ver con unos cuantos “malos”, no: es una violencia
político-económica que va de la mano con el TLC.
O sea, toda
esa violencia de los llamados “cárteles”, los miles de mexicanos desplazados
hacia la explotación laboral en Estados Unidos, los golpes económicos en el
campo y en la ciudad, el fracaso del sistema electoral con tanta denuncia de
fraude, muestran que no era todavía una transición democrática sino más bien un
reacomodo del poder político, unas luchas internas feroces de la mafia
política, y afortunadamente todavía hay una viva cultura de rebeldía. Hay
muchas historias (aunque no se habla tanto de ellas) de gente que no se deja y
que se sigue organizando, desde Cherán en Michoacán hasta los zapatistas, que
siguen construyendo la autonomía en Chiapas. Va un dato curioso: en estos años
de tanta ejecución, tanta violencia criminal e impunidad, creo que tal vez el
único territorio íntegro que no las ha sufrido es el zapatista. En seis años no
ha habido una sola noticia de un colgado en los Altos de Chiapas, de un
encajuelado en la Selva Lacandona. Es decir, donde existe una construcción de
autonomía indígena, de una búsqueda real de otra manera de manejar el poder
político, no ha pasado esa violencia.
AR: Hay un
juego que haces, un poco metafórico, sobre el ruido y el silencio. ¿Cómo están
imbricados el ruido, esta conversión de un cuerpo lastimado, destrozado, en los
medios, con el silencio generado en la sociedad por el miedo que genera la
guerra contra el crimen organizado?
JG: Menciono el caso de Reynosa en 2010:
yo estaba en el Distrito Federal, y todos los colegas, de repente, estaban
hablando de aquella ciudad: “Parece que hay balaceras diarias, que los niños ya
no van a la escuela, que una mujer subió a YouTube un video de cuerpos en la
calle y después la fueron a sacar y la mataron”. Historias, pero de vox pópuli.
Es un ruido donde hay un montón de gente hablando pero no de una forma pública:
ningún periódico, ningún canal de televisión transmitió qué estaba pasando en
esas calles en esos momentos, y había un montón de gente hablando en la casa,
en la cantina, en la calle, pero a escondidas. Pero en los medios de
comunicación no había discusión; ibas a ver los periódicos de Tamaulipas y
nada; veías la televisión nacional, y nada.
Entonces
justamente van dos reporteros de televisión para ver qué pasa allí, y en
cuestión de días los “levantan” en la calle. Afortunadamente sobreviven, los
sueltan, y en horas se van. Es un ejemplo concreto de cómo el silencio es una
acción para proteger la impunidad.
El silencio
es una obligación cuando una empresa multinacional lleva negocios de una
mercancía ilegal: si vendes coca, no puedes andar por las carreteras de cuota
con un supertráiler que diga “La coca del Chapo,
100% calidad”. Esto tiene que ser invisible ante los ojos del Estado. Eso quiere
decir que no puede haber un debate, una información, un seguimiento de ese
mercado. Se puede dar un seguimiento de, por ejemplo, dónde está comprando
acciones Carlos Slim, y lo puedes debatir en los espacios públicos porque es
todavía la economía pública; pero cuando el mercado es ilegal, no hay nada de
discusión, no puedes decir dónde es mejor pasar la droga.
Entonces el
silencio es un requisito del mercado, del negocio y también de la política,
porque ésta es parte de ese mismo mercado. ¿Quiénes son los mayores capos de la
historia? Son generales, policías federales, unos cuantos judiciales, que
vienen de adentro del Estado porque ¿quién tiene el poder de controlar esos
flujos de mercancía de manera “invisible” ante los ojos del Estado? Pues el
mismo Estado.
El silencio
también es urgente para proteger la impunidad: cuando tu objetivo es no buscar
justicia, tienes que apagar toda investigación. Cuando matan a alguien no
puedes ni preguntar quién era, qué hacía, porque el objetivo es silenciar.
Tomemos el caso
de Humberto Márquez Compeán, que es una persona que fue fotografiada custodiada
por marinos, esposado, ileso, sin una sola herida, sin un rasguño en la cara; a
las 12 horas el mismo fotógrafo, también de Multimedios en Monterrey, lo capta muerto,
tirado en un terreno baldío, encobijado. La típica “narcoejecución”, el teatro
de la muerte. Pero ¿quiénes lo mataron? Si 12 horas antes estaba bajo la
custodia de la Marina, ésta tiene que responder; hasta la Comisión Nacional de
los Derechos Humanos salió mucho tiempo después responsabilizándola. Pero la
impunidad es: “No hacemos nada, a ellos se los llevó la policía municipal y no
hay papel ni registro de nada”. No importa porque son instituciones que están
protegiendo la impunidad y el silencio es necesario.
El caso de
Compeán no creo que sea un caso tan aislado; lo extraño de ese caso es que de
repente hay una voz, la del reportero de Multimedios, que rompe el silencio con
las dos fotos cuando él ve que ese es el mismo compa detenido antes. Ese ser
humano estaba aquí, detenido, y aquí está encobijado y muerto a seis kilómetros
de la base naval. ¿Qué onda?
Yo, jugando
con esas metáforas en el libro, también parto del homenaje a los reporteros que
no se han rendido ante esa brutalidad, violencia e impunidad; es contrastar la
voz con el silencio. Éste es un actuar de quienes quieren proteger la impunidad
y esa economía ilegal y violenta.
Pero cuando
hablas en un espacio público se rompe el silencio oficial, y esa voz es, creo,
urgente para toda esa cadena de acciones necesarias para asombrarnos, sentir el
dolor, entender de dónde viene y buscar alguna respuesta, algún tipo de acción
de resistencia, de ir en contra de esa ola de impunidad.
AR: En
este sentido ¿qué te parece la cobertura que los medios han hecho de estos hechos
delictivos? Por ejemplo, hay una parte donde citas que “muchos de los muertos
terminarán en portadas de periódicos amarillistas, junto a deportistas y
frondosas mujeres”.
JG: Ha habido de todo: lo clásico de la
nota roja que existe desde hace décadas, desde los grabados, una cultura que se
ve obligada a reportear esa realidad pero sin la capacidad de investigar o de
profundizar más allá de la muerte o del asesinato por las mismas condiciones de
inseguridad. También hay casos como el esfuerzo, hace dos años, de Televisa y
TV Azteca de hacer un pacto, que también es otro error para mí: es buscar no
discutir qué está pasando en este país.
Entonces, por
un lado extremo tienes las fotos de cuerpos destrozados, fotografiados a todo
color, que es un horror sin contexto, sin biografía, sin humanidad sino
simplemente muerte, y por el otro hay medios que dicen “ya no vamos a hablar de
eso”, como si ya no existiera; es como decir a la ciudadanía: “Ya no se
preocupen de esto; sigan comprando, sigan yendo a su chamba y no hay bronca”.
También hay
perspectivas como la de Calderón, quien en algunas pláticas hasta dio a
entender que estaba culpando a los medios de la existencia de la violencia,
como si los medios la hicieran en lugar de reportearla. En algún momento dijo
que si él fuera periodista nombraría a su periódico Balance, con todas
las noticias malas de un lado y las buenas del otro. Para mí esa es una visión
muy simplista: no se trata de “buenos” y “malos” sino de profundizar en qué
está pasando, de denunciar cosas injustas, además de celebrar cosas que dan
aliento, que dan esperanza.
Pero, a la
vez, hay toda una generación de reporteros mexicanos que sí se han enfrentado a
esa realidad de forma muy digna: menciono a Marcela Turati, quien tiene un
enfoque impresionante sobre el impacto de la violencia en quienes la sufren; en
Ciudad Juárez también hay reporteras como Sandra Rodríguez y todo el equipo de
nota roja del Diario; en Sinaloa están los compañeros que entrevisto en
el libro, como Javier Valdez, Ismael Bojórquez, Ernesto Martínez, Marcos
Santos; basados en el Distrito Federal Diego Osorno, Alejandro Almazán y
Alejandro Sánchez. Es toda una generación de reporteros que yo creo que sí han
asumido la responsabilidad, la necesidad y la urgencia de echar otra mirada
distinta a esa violencia a través de la crónica, la que muchas veces te da otro
tipo de espacio que el de la nota diaria, que es mucho más corto y escrito con
prisas.
Hablamos de
la realidad; para citar otra vez a Cristina Rivera Garza, “nos tenemos que doler
por esa realidad”, enfrentarla, no simplemente reproducir la sangre y la
violencia, buscar contar qué está pasando y por qué. Hay ejemplos de reporteros
que sí se han enfrentado de manera muy digna y fuerte a esta situación.
AR: Hay
una parte del libro en donde describes el gran éxito de la economía del narco,
e incluso hay una afirmación de que ha contribuido de forma importante a salvar
al capitalismo global en la crisis actual. ¿Se puede combatir a esa economía
cuando parece ser hasta necesaria para la reproducción del sistema?
JG: Subvertirla. Esa lógica del combate
es una farsa, un teatro, porque el Estado no lo está haciendo sino que la está
sosteniendo. La ilegalidad es la que hace a la mercancía tan lucrativa. Si en
verdad quieres combatir la violencia relacionada con el crimen organizado y el
narcotráfico, tienes que cambiar la estructura del mercado.
Ya dejemos de
hablar como moralistas, de “buenos” y “malos”, de que si fumas tal cosa eres un
malvado y si te colocas una placa de policía eres un bendito de Dios. No, las
cosas no son en blanco y negro; hablamos en términos duros de política
económica. Esta situación es un mercado multinacional muy lucrativo que, según
la Organización de las Naciones Unidas, genera entre 300 y 500 mil millones de
dólares cada año. La industria global de los refrescos genera unos 180 mil
millones, y en este país no hay una tienda que no los tenga. La droga es más
del doble, y entonces es un mercado muy fuerte y que trabaja con dinero en
efectivo: cuando el capital especulativo está en crisis, el dinero líquido es
vital.
Entonces, si
queremos subvertir la violencia hay dos pasos básicos: primero, cambiar la
estructura del mercado, legalizar, regularizar y poner el presupuesto del
Estado no en fracasados esfuerzos policiacos y militares, sino en iniciativas
de salud pública, de educación ante los daños reales de ciertas sustancias que
sí son desastrosas y muy dañinas (las metanfetaminas, la piedra, la
cocaína, aunque el alcohol y el cigarrillo siguen matando más que todas las
drogas ilícitas).
Lo segundo es
que pienso que los problemas más fuertes son los más profundos de nuestra
estructura económica y política: lo que estamos viendo del narcotráfico es una
parte normal del capitalismo, en lugar de ser una falla dentro de éste. Veamos
que los cambios en el mercado ilegal de las drogas son totalmente paralelos,
corresponden a los cambios del mercado legal de agricultura, construcción,
venta en tiendas. Entonces, creo que tenemos que ir más a fondo de por qué hay
tantos seres humanos que quieren consumir esas sustancias (no porque son unos
flojos, unos malos o porque las sustancias son tan buenísimas; no, es porque
viven en condiciones de miseria, de trauma, de violencia, que viene de una
economía política que no ha podido velar por el bienestar de la mayoría de los
seres humanos).
Vivimos en
una cultura económica y política violenta de por sí, y los cambios que
necesitamos yo creo que sí son mucho más profundos que simplemente legalizar
las sustancias, que es un primer paso, pero luego vas a ver que Carlos Slim va
a ser el dueño de todas las licencias de importación y exportación de marihuana
de este país, y va a haber campesinos pizcando la hoja por salarios de miseria.
Entonces esto no cambia.
Lo que es
brutal es que en un mismo país existan Polanco y Metlatónoc. Esa es la
violencia profunda. Si queremos hacer deveras cambios profundos tenemos todos
que cambiar cosas básicas de la estructura de nuestra política económica.
AR: Para
retornar a la violencia: en el libro presentas testimonios como el de El
Pepis, que da una idea de cómo se ha ido normalizando y arraigando la
violencia, y se menciona que ya es un estilo de vida convivir con la
delincuencia. ¿Qué hacer ante esta adaptación al fenómeno, de comenzar a verlo
como algo cotidiano e insalvable?
JG: Esto nos lleva, otra vez, a
considerar cuáles son los problemas más profundos. Por un lado nos muestra qué
tan difícil va a ser cambiar, pero yo creo que si los morros, los chavos, los plebes (como les dicen en Sinaloa)
se síenten tan atraídos por el fajo de billetes, la imagen del AK-47 o la fusca,
la camionetota, es porque no existe una cultura, otra, de un camino de
vida. Sus caminos son ser jodido, migrante (y jodido allá) o narco. Si dices:
“Sufro en una casa de cartón, arriesgo el pellejo cruzando el desierto para que
me maten narcos, la migra o los pinches rancheros racistas gabachos, y si no es
ninguno de ellos va a ser el sol pizcando naranjas a 47 grados. ¿Esa es la
vida, ese es el camino? ¿O vivo cinco o 10 años de rey, con mi fajo de
billetes, morra, camionetota, bla, bla, bla?”.
Yo creo que
esa cultura se puede arraigar tanto, y otra vez nos muestra una enfermedad
social, una ausencia de otros caminos. Lo que urge son programas de educación
sobre los peligros reales de esas sustancias, de todo el mercado del
narcotráfico. Pero si a un morro de 13 años le dices: “Mira, aquí hay un centro
de deporte, hay un financiamiento de fondos públicos para que tú puedas
estudiar artes marciales, beis, basquet, lucha, ping pong o lo que sea”, ¿para
qué va a ir buscando que lo maten en tres años? Si hay un ofrecimiento, una
fuente de opciones de otras cosas, yo creo que sería muy distinta la cultura.
Algo así pasó en barrios negros de Estados Unidos, donde se habían cerrado
todas las puertas y había políticas funcionalmente racistas que llevan décadas
o siglos. Entonces ¿qué vas a hacer?, ¿simplemente quedarte con los brazos
cruzados y que los blancos te discriminen?, ¿o vas a agarrar la piedra de
cocaína, venderla y juntar más lana que los pinche blancos, y andar con tu
cultura del gánster, del hip hop? La lógica racista es pensar que los negros o
los mexicanos son así, lo que para mí es una cosa nefasta.
La reflexión
creo que más urgente y que nos puede llevar a una salida de toda esa violencia
es decir: “¿Por qué existen esas culturas de glorificar la violencia donde no
hay otras opciones?”. O sea, es una cultura de desesperación porque ¿qué otra
cosa hay? Es, de cierta forma, también terrible y con algo de resistencia,
porque dices: “Pues no voy a dejar que simplemente me discriminen, me excluyan;
voy a buscar mi propio camino”.
Por eso digo
que las respuestas más profundas a los problemas que enfrentamos van a ser
largas, lentas y de transformación profunda de la sociedad, de la economía, de
la política.
AR: Sobre
la sociedad: destacas algunas experiencias de la sociedad civil en busca de
justicia y de seguridad, como la del Frente Cívico Sinaloense. ¿Qué resultados
han dado esas organizaciones?
JG: Primero, hay muchas experiencias de
esas resistencias que son urgentes. Yo creo que todas esas luchas han servido
muchísimo para combatir, primero, esa lógica violenta de culpar al muerto de su
propia muerte. Está Alma Trinidad, en Culiacán, Sinaloa, quien sale a las
calles a exigir justicia por una matanza donde cayó su hijo; está Luz María
Dávila, que se enfrenta al presidente Calderón en Ciudad Juárez (“usted no es
bienvenido aquí, no le doy la mano”) después de la masacre de Villas de
Salvárcar, cuando éste dijo que eran unos pandilleros y sucede que nada que
ver, que eran deportistas; está la lucha de Javier Sicilia, y todos los
familiares de víctimas que se juntan y se suman a ella, uno de cuyos resultados
ha sido justamente provocar un cambio de conciencia entre la gente de que no
todos los muertos son narcos, y que, aun si lo fueran, no merecen la muerte
violenta que sufrieron, eso no merece la impunidad que cubre todo.
No existe
pena de muerte en México oficialmente, pero la lógica subconsciente del sexenio
de Calderón ha sido pena de muerte por la sospecha de estar involucrado en el
narcotráfico.
En muchos
casos los logros son más cotidianos, de sobrevivir con ese dolor, de hacer algo
público con ese dolor personal tan profundo —que yo ni siquiera puedo imaginar—
de perder un hijo, de los familiares de los desaparecidos, lo que debe ser
simplemente un dolor desgarrador, diario, de cada minuto.
Los logros a
veces son muy pequeños, pero también a veces muy grandes: provocar un cambio de
conciencia, y ojalá de veras surja un movimiento o muchos para combatir y
enfrentar toda esa máquina de impunidad.
AR:
Mercedes Mouriño, del FCS, te hizo una pregunta que ahora te hago yo: ¿quién es
responsable de lo que está pasando en México?
JG: Hay muchos responsables. Yo empiezo y
ubico una primera responsabilidad en el gobierno de Estados Unidos por ser el
principal motor de la política de prohibición total y moralista de las
sustancias ilícitas, y también por ser el país que lanzó y sigue aferrado al
fracaso rotundo de una llamada “guerra contra el narcotráfico”, mientras es el
país que más consume esas sustancias, y donde los consumidores son menos
protegidos: se tienen menos recursos de servicios de salud para enfrentar lo
que debe de ser un asunto de salud pública, y nomás lanzan una política
policiaca-militar. Esto ocurre no por accidente ni porque son unos idiotas sino
porque es a propósito para que así el mercado sea más fuerte, y así también la
policía se puede usar como pretexto de control social racializado en Estados
Unidos y neoimperialista a nivel internacional.
Una segunda
responsabilidad recae sobre la clase política mexicana, muy concretamente sobre
la administración de Felipe Calderón por mandar al Ejército y la Policía
Federal a las calles pero sin ningún plan; y no importa si lo tuvieran porque
desde la llegada de Estados Unidos esa política de guerra está fracasada, es
absurda. Entonces, reproducirla aquí es simplemente entrarle a ese mismo juego
estadounidense de enmascarar un asunto de salud pública como un asunto militar,
y usar esa máscara para todo tipo de represión política, económica, mientras la
economía de las drogas sigue funcionando a madres.
En otro
nivel, más difícil de discutir y elaborar, una cierta responsabilidad la
tenemos todos, que es la de acostumbrarnos a esa violencia e impunidad.
AR:
Concluyo: en la elaboración de este libro ¿te has sentido en peligro, has
corrido riesgos?
JG: La verdad, los que más corren
riesgos entre los periodistas son los que viven, reportan, publican y llevan
sus niños a la escuela y que viven en la misma ciudad o zona donde reportean.
Sabemos de la terrible lista de periodistas asesinados en los últimos años, y
la gran mayoría son de los periódicos regionales y que publicaban sobre asuntos
de gobierno: corrupción y participación en secuestros por parte de policías, de
funcionarios relacionados con el narcotráfico. Esos son los que corren los
riesgos mayores.
Más allá de
eso, en una crónica que escribió Alejandro Almazán dijo: “Es un peligro estar
vivo”. En este contexto no sabes de dónde puede venir un atentado. Cuantísimos
de los que han sufrido esa violencia no estaban metidos en nada; llevas el
coche de tu mamá al taller mecánico para que le arreglen el freno de mano y
terminas acribillado, o vas a una fiesta con tus compañeros de la escuela a
celebrar una victoria de tu equipo de futbol, y resultan 17 asesinados.
Entonces el
peligro es estar vivo. Tristemente creo que los peligros son sociales, son algo
que nos ha tocado a todos, pero en el ámbito periodístico los que corren los
mayores peligros son los compañeros de las regiones, no las personas que viven
en el DF, aunque también hay casos, y mucho menos personas como yo, que venimos
de otros países.
*Entrevista publicada en Replicante, junio de 2013.
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