Una democracia autoritaria y
oligárquica
Entrevista con Lorenzo Meyer*
Por: Ariel Ruiz Mondragón
El trayecto de la democracia mexicana
no ha sido lineal, progresivo y puramente positivo, sino que encierra muchas
paradojas, déficits y contradicciones que han llevado a algunos estudiosos a
hacerle severos cuestionamientos por sus resultados políticos, sociales y
económicos, que han sido notoriamente insuficientes para aumentar el bienestar
de la población.
Entre quienes han destacado por su
labor crítica respecto al proceso democratizador de nuestro país se encuentra
Lorenzo Meyer (Ciudad de México, 1942), quien recientemente publicó su libro Nuestra
tragedia persistente. La democracia autoritaria en México (Debate, 2013),
en el que reúne diversos textos en los que revisa el t´ransito político
reciente del país.
Sobre ese volumen Este País
conversó con Meyer, quien es doctor en Relaciones Internacionales por El
Colegio de México, misma institución de la que es profesor emérito; también es
investigador emérito del Sistema Nacional de Investigadores. Ha ganado los
premios como el Nacional de Ciencias y Artes, Nacional de Periodismo y de la
Investigación Científica, así como la Condecoración de la Orden de Isabel la
Católica en Grado de Encomienda, entre otros. Actualmente colabora como
comentarista político en Reforma, Once TV y MVS Noticias.
Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué hoy
publicar un libro como el suyo, con una visión tan desencantada del proceso
democratizador?
Lorenzo Meyer (LM): Más bien yo haría la pregunta: ¿por
qué no publicarlo hoy, que es una coyuntura en la que todos los actores, todos
los hilos de la trama política mexicana andan sueltos o, por lo menos, muy
laxos? Es justamente, creo yo, el espacio, el momento adecuado para la
publicación. Supuestamente el libro va dirigido al ciudadano mexicano; ya sé
que supuestamente porque el grueso de los ciudadanos no tiene ni siquiera
tiempo para leer libros, pero quiero imaginar a un ciudadano ideal que está
viendo el entorno en el que vive políticamente cada vez más complicado, cada
vez más enconada la disputa entre los actores políticos, y entonces hago un
intento de análisis y explicación. No llego a grandes conclusiones, pero creo
que el conocimiento es una herramienta indispensable para poder entender el entramado
y quizá resolverlo. Mayor conocimiento puede ser una herramienta para resolver
problemas.
Entonces, quizá por malas razones,
este es el mejor momento para sacar una discusión como la que está contenida en
el libro.
AR: En uno de los textos del libro
comenta el libro de Enrique Florescano La función social de la historia. Usted dice que se busca dar desde
hoy un sentido al pasado y que no se puede alegar inocencia ni neutralidad;
después de todo es un trabajo que es una toma de partido en el presente. En ese
sentido, ¿cómo explica su postura política en este libro?
LM: Es una muy simple y que viene de la propia naturaleza
de las ciencias sociales: incluso el científico social más conservador,
reaccionario y que se niega a aceptar el cambio, tiene que reconocer que el
arreglo político en el que vive es imperfecto; no hay posibilidad de arreglo
social, político y económico perfecto. Entonces la obligación del científico
social es analizar su entorno y ver dónde están sus problemas, sus flaquezas,
los puntos en donde se puede mejorar.
En todo arreglo social, incluso en el
más perfecto alcanzado hasta ahora (que sería, a mi juicio, el de los países
escandinavos), hay problemas a resolver. Así que la toma de posición es la
propia de la naturaleza de las ciencias sociales: descubrir y describir los
problemas como un paso previo, necesario, a su solución, o por lo menos al
intento de solución.
Así que la toma de postura es la de
alguien que está inconforme con la sociedad en la que vive.
AR: Desde el título del libro
observamos un oxímoron muy claro: la democracia autoritaria. En el volumen
describe muchas ambigüedades, contradicciones y paradojas de nuestro proceso
político. ¿Cuáles son las principales para llamar al régimen mexicano
“democracia autoritaria”?
LM: Tiene usted toda la razón de apuntar a esa aparente
contradicción teórica, porque yo digo que en la práctica no, porque si un
sistema es democrático no puede ser autoritario y viceversa: si es autoritario
¿qué sentido tiene la democracia como instrumento de análisis? Pero encuentro
que el caso mexicano es siempre un híbrido.
Originalmente el término autoritario
viene de una observación posterior a la Segunda Guerra Mundial que dividió al
mundo en dos grandes estructuras (supuestamente dos, la verdad es que son más):
una, los sistemas totalitarios al estilo del nacionalsocialismo primero, y de
la Unión Soviética después, y los sistemas democráticos al estilo de la
democracia occidental inglesa y norteamericana.
El sistema político mexicano de los
años cincuenta, sesenta, setenta y ochenta, no caía en ninguno de los dos;
aunque formalmente es una democracia, en realidad no lo es. Es un sistema
intermedio, que es el autoritarismo, en el que hay algo de pluralidad política
pero está muy limitada; en el sistema totalitario no hay pluralidad posible, y
en el sistema democrático, en principio, la pluralidad es ilimitada, es la que
la sociedad quiera y dé. De allí salió ese concepto de autoritarismo.
Yo lo revierto un poco: el sistema
político mexicano no es ni democrático ni es autoritario: es un híbrido,
siempre lo fue. Lo que compagina o hace posible que no sea absurdo, desde una
perspectiva teórica y desde una perspectiva empírica, llamarla democracia
autoritaria es que tiene de los dos elementos. Los tiene democráticos, y lo
podemos ver, por ejemplo, en el hecho de que ahora, a diferencia del pasado,
hay movilizaciones sociales y éstas no pueden ser destruidas por la vía en que
se hacía en los años cincuenta, sesenta y setenta: la de la fuerza.
Pero, por otro lado, hay elementos
muy autoritarios, como se ve en el sistema electoral, que está abierto a todas
las fuerzas políticas, pero que en la práctica, y sobre todo a partir de
2004-2005, se vio que las grandes concentraciones de poder dentro y fuera del
gobierno tenían un veto. Se puede aceptar el cambio político entre el PRI y el
PAN y viceversa, pero no con la izquierda; a ésta, por las buenas o por las
malas, se le limita a unos cuantos espacios. No se le puede evitar ya (esa es
la parte democrática), pero sí se le puede negar el acceso a la Presidencia
manejando los dados políticos y haciendo que, “haiga sido como haiga sido”
(para usar la célebre frase de Felipe Calderón), esa izquierda no llegue y el
PAN sí, a pesar de que en el sexenio que en 2006 estaba terminando había más
elementos de fracaso que de éxito. Pero el sistema electoral se manipula y
entonces hay una limitación al pluralismo mexicano: en México a la izquierda no
se le permite llegar a tener la responsabilidad de dirigir todo el sistema.
Lo que encontré ya para finales del
gobierno de Calderón es una mezcla de elementos del antiguo autoritarismo, que
viene desde cuando uno pueda rastrearlo: desde la época prehispánica o la época
colonial, desde luego el Porfiriato y el régimen posrevolucionario en el siglo
XX. La democracia es la parte más débil porque no tenemos una tradición
democrática en el sentido de la democracia política, liberal, occidental basada
en elecciones limpias, sistemáticas y con resultados creíbles.
La parte autoritaria es muy fuerte,
pero estamos en el siglo XXI, en una sociedad más participativa, que es donde
yo pongo la poca esperanza que tengo; pero las herencias que tenemos son
enormes y el hecho de que el PRI haya regresado al poder mucho nos dice sobre
la capacidad que tiene el autoritarismo para sobrevivir.
Entonces lo que mi libro trata de
entender y explicar, aunque no predecir, es esta mezcla de elementos
autoritarios y democráticos en el día a día mexicano. ¿Cuál de los dos va a
sobreponerse al otro?, ¿la democracia, finalmente, llegará a ser realidad en
México? ¿O volveremos a un tipo de autoritarismo distinto al del pasado, pero
autoritarismo al fin? No lo sé.
AR: Escribió usted: “La lucha de la
democracia política mexicana va a contrapelo de su historia”. ¿Cómo revertir
esa tendencia?
LM: Cómo sobreponerse, cómo triunfar sobre nuestra propia
historia. No es fácil; la única fuerza que veo capaz de no seguir las inercias
del pasado es esa parte de la sociedad mexicana que se ha modernizado, que se
ha transformado.
El autoritarismo está basado en una
historia en la que México es un país rural, con muy poca educación formal y con
enormes dificultades para comunicarse entre sí; la geografía de México creó un
montón de minisistemas políticos en los que el caciquismo y la relación
clientelar eran el pan nuestro de cada día.
Sin embargo, las comunicaciones y la
educación están cambiando esa sociedad, que ahora es fundamentalmente urbana y
que tiene una conexión que nunca antes había tenido el mexicano normal, que hoy
sabe, más o menos, cómo funciona el mundo externo y tiene un patrón ideal en
otras sociedades. En los siglos XVII, XVIII y XIX y buena parte del XX ese
mexicano estaba tan aislado y ensimismado que no podía entender el mundo sino
como una repetición de su historia pasada; pero ahora surge, por ejemplo, el
hashtag #yosoy132, que es una modalidad impensable hace todavía 20 años.
Entonces hay fuerzas externas a
México, en su entorno mundial, que favorecen la idea de una formación cultural
distinta a la que teníamos. Por allí citó a Fareed Zakaria, quien señala que la
democracia es resultado de una evolución muy lenta en las sociedades
occidentales, que va del autoritarismo a lo que tienen hoy, que es más o menos
una democracia aceptable, siempre con defectos (porque no hay ninguna
democracia perfecta). Pero él nos dice: “Pasaron siglos”. Esa es una respuesta
que desanima al más entusiasta; es decir, parecería que nosotros también
tenemos que seguir esperando siglos.
Yo creo que el tiempo de la historia
está acelerándose y es posible quemar etapas, y que México, su sociedad (o al
menos algunos sectores) asimilen una nueva visión de una manera muy rápida, y
que no sea necesario esperar siglos o generaciones sino transformarnos en una
misma generación, muy rápidamente.
Esa es la única parte positiva que
encuentro: que la transformación de la sociedad mexicana sea desde abajo y
rápida, que cambie su cultura política y que tenga un impacto en las fórmulas
de gobierno que finalmente hagan que la promesa democrática sea cada vez más
una realidad y cada vez menos una promesa.
AR: Usted destaca su oposición a la
idea de una “democracia sin adjetivos”. ¿Cuáles son los principales adjetivos
que usted le añadiría en el caso mexicano?
LM: Nunca ha habido una democracia sin adjetivos; el
principal que yo le añadiría es el que hemos estado discutiendo: una democracia
con muchos elementos autoritarios. Desgraciadamente ese es el adjetivo que más
le queda a la mexicana, aunque también le añadiría otro: es una democracia
oligárquica. Se da en una sociedad extraordinariamente desigual en lo material,
aunque es cierto que puede haber democracias con desigualdad (alguien puede
ponernos el caso extremo de la India, que mantiene, pese a todo, su carácter
democrático, y vaya que si hay desigualdad: esos ricos de Bombay que tienen
casi palacios, viven dentro de construcciones enormes, mientras existe una
India mayoritaria que es de una pobreza escalofriante, pero mantiene un sistema
razonablemente democrático).
En el caso mexicano, nunca tuvimos
realmente la oportunidad de vivir en democracia, pero sí hemos mantenido
sistemáticamente la inequidad, la pésima distribución de la riqueza, aunque en
el siglo pasado, el XX, vino de la destrucción de un sistema oligárquico. Sin
embargo, el inicio del siglo XXI es la construcción acelerada de un nuevo
sistema oligárquico. En medio hubo un momento en el que casi parecía que en
México no existía la oligarquía, que se había acabado con la porfirista y
listo, que ya era una situación más abierta, más fluida, en donde algunos
podían pasar de un estrato social a otro con más o menos rapidez. Hoy nos queda
claro que si uno no nace en una familia en la que ya se acumuló la riqueza y
mucho, es casi imposible salir del ese estatus original, ya sea clase media o
la popular.
Entonces también es una democracia
con muchos rasgos autoritarios y con una cargada característica oligárquica.
AR: Usted comenta los trabajos de
Roderic Ai Camp y otros autores acerca del reclutamiento de las elites
políticas, y destaca que siempre han sido las clases altas, blancas, las que
han gobernado el país cuando menos desde la Colonia; también resalta el cambio
del origen académico de las escuelas públicas a las privadas. En este
aspecto, ¿qué ha pasado con el proceso
democratizador?
LM: Es una característica más que va en contra de la
democratización. Pongo por allí una frase de que la minoría se “minoriza”:
siempre el país ha estado en manos de minorías (esto viene de las teorías
elitistas de los italianos, que nos lo pueden explicar muy bien).
Pero creo que ahora se le ha pasado
ya la mano a las minorías, y están en un proceso de reclutamiento que no era
tan claro en el pasado pero ahora sí: el grueso de los mexicanos ya no pueden
pensar en ser reclutados dentro de estas elites: ahora se necesita pasar por
escuelas privadas como el ITAM, el ITESM, etcétera. Antes se pasaba por la
UNAM, y ésta era, y sigue siendo, una mezcla de clases sociales, pero las
universidades privadas ya no lo son.
Enrique Peña Nieto viene de la
Universidad Anáhuac; su gabinete, los puestos principales, vienen del ITAM, y
un joven que nace en una familia de clase media, de clase media alta que se
socializa en su educación universitaria en esos ambientes, ¿cuándo entró en
contacto con un México que está más abajo? La posibilidad de convivir de manera
sistemática con mexicanos de otras clases sociales y tener empatía con ellos y
entenderlos se reduce mucho. Entonces quien toma la responsabilidad de decidir
por muchos no los conoce; la decisión la toma en función de una idea abstracta
y de los intereses de la minoría, y eso es un círculo vicioso.
Los actuales gobernantes, el
secretario de Gobernación o el procurador, vienen de universidades públicas,
pero el secretario de Hacienda y los círculos que manejan y toman las decisiones
económicas, las que se refieren a la repartición de las cargas y los premios
materiales, ya vienen de escuelas privadas muy elitistas. ¿Cómo le van a hacer
para tener esa parte indispensable en una clase política que es la empatía, la
simpatía por el otro, el que tuvo una vida distinta, más dura, con menos
privilegios?
Creo que eso no le hace ningún bien a
la democracia mexicana o lo que quede de ella.
AR: Otro tema en su severa evaluación
de los resultados del proceso político en México es el de las condiciones
socioeconómicas. Al respecto ¿cuáles han sido los resultados de la
democratización?
LM: Que van por caminos diferentes y, en cierto sentido,
opuestos. La democracia viene a ser tan simple y tan complicada porque todo
vale igual, todos votan, y vale lo mismo el voto de Carlos Slim que el mío o el
de un chofer de taxi; pero la realidad es que valen muy distinto. Entonces la
democracia requiere un proceso de imaginación porque los mexicanos somos todos
distintos, y necesita que en algunos momentos nos veamos como iguales. Sin
embargo, esos raros momentos en que somos convocados al ejercicio primario de
la democracia ya están viciados: en la vida cotidiana el grueso de nosotros ya
no tomamos ninguna decisión; en cambio, los más poderosos toman decisiones
todos los días a todas horas, y no fueron electos. Slim y Azcárraga no fueron electos por nadie, pero
están en la punta de la pirámide del poder, y yo no encuentro muy fácil que,
convocados de vez en vez, muy de tarde en tarde a las urnas y que, además,
éstas estén manipuladas, pueda contrabalancear la distribución tan desigual de
uno de los dos grandes recursos políticos: uno son los números y otro son los
dineros, y estos ejercen su poder día a día.
En última instancia las fuerzas
populares pueden no aceptar nada más participar en el momento de ir a las
urnas, sino que hay que ir a las calles y que hay que manifestarse, que hay que
usar los números para intentar balancear el enorme peso de los dineros. Pero
eso también cuesta mucho esfuerzo y sólo se puede hacer de tarde en tarde.
Entonces no puedo ser muy optimista
en una situación como la mexicana. En Estados Unidos también el ingreso se está
concentrando de una manera escandalosa, absurda; ellos tienen cifras que nos
dicen que el uno por ciento de la población tiene el 30 por ciento de los
recursos, pero, por otro lado, tienen una tradición democrática. Nosotros
tenemos una concentración similar a la norteamericana en cuanto a recursos
económicos, pero sin tradición democrática.
Así que no soy muy optimista, pero
hay que hacer la lucha; por lo menos que cuando la historia juzgue a este
tiempo mexicano y alguien vuelva la mirada al pasado diga “no todos se chuparon
el dedo; no tuvieron éxito pero sabían dónde estaban metidos, que la
distribución de poder en México no tiene la legitimidad que debería tener.”
AR: En el libro usted pone el acento
en el fracaso transformador de nuestra clase política, y especial énfasis en
los gobiernos federales panistas. Pero también dice usted que para consolidar y
avanzar en lo ganado se debe movilizar a la sociedad misma. ¿Qué ha pasado con
la sociedad en estos años? ¿No debió haber actuado y participado más para, como
usted dice, con su número intentar balancear el poder?
LM: Es que es muy difícil; a la sociedad
le toca el papel del salmón y a los poderes fácticos les toca el papel de la
corriente: el salmón que tiene que estar saltando para sobreponerse a los
obstáculos y se le está pidiendo una enorme cantidad de energía y, sobre todo,
una cultura cívica que no tiene. En los Méxicos colonial, del XIX y del XX la
política clientelar funciona: por un lado estaba el cacique y por otro un grupo
mayoritario de clientes; el cacique les da algo, les promete y a veces les da y
hasta los protege, pero a cambio de una lealtad absoluta, no en los términos de
la democracia ni de la ley sino de una relación personal. Eso tiene una lógica
y, además, una ética, pero hay que destruirlas para que la democracia avance, y
no es posible hacerlo de tajo. El grueso de las clases sometidas, populares,
subordinadas, ha aprendido, al paso de las generaciones, que ponerse al brinco
con el sistema político puede llevar a represalias muy duras, y también, en
cambio, a seguirle la corriente e incluso a desobedecerlo cuando no hay
posibilidades de castigo.
Entonces, si Televisa dice “No a la
piratería”, el grueso manda por un tubo ese consejo y sigue comprando objetos
pirata porque son los que están a su alcance. La sociedad mexicana tiene una
lección histórica que es, en el mejor de los casos, un sabotaje silencioso al
marco legal que le impuso la clase dominante, pero otro sentido es simplemente
apechugar, obedecer y no desafiar.
Son muy pocos los momentos en que la
sociedad mexicana desafía a su estructura de autoridad, son muy costosos. Sería
responsabilidad de la sociedad movilizarse si tuviera la cultura cívica y
entonces uno pudiera hacerla responsable y decirles a sus miembros: “Oigan,
ustedes saben exactamente qué es lo que hay que hacer y no lo han hecho”. Es
algo que es moralmente reprochable, pero hay una parte de la sociedad que no lo
sabe, y si le prometen una tarjeta Monex a cambio del voto (éste nunca ha
cambiado nada y esa prebenda puede, de alguna manera, cambiar por unos días su
situación) es racional que sus sectores más populares la reciban.
En realidad, por razones de clase y
de educación es que una parte de la clase media y una parte de las clases
populares se toman en serio sus obligaciones cívicas; pero el que los otros no
lo hagan, que acepten la tarjeta, el tinaco, que vayan de acarreados es muy
deplorable, pero muy comprensible.
AR: Una idea que recorre el libro es
la de que necesitamos un proyecto nacional, un conjunto de grandes ideas que
guíen la acción de la comunidad nacional. Dice usted que hoy simplemente no
existe. ¿Qué pasó con el proyecto nacional? ¿Cómo imaginarlo y construirlo hoy?
LM: Ese es uno de los temas que más me preocupa porque
crear una idea de futuro que sea aceptable no para todos los mexicanos (nunca
ha sido el caso) pero sí para una buena parte de ellos, el imaginar un futuro
digno, mejor que el presente, es una manera de crear energía política, aunque
no haya cambiado nada en la realidad. Simplemente el lograr inyectar una cierta
dosis de utopía puede hacer varias cosas: soportables las miserias del presente
y condensar la poca o mucha energía que tengamos en un proyecto constructivo en
aras de un futuro que no existe, que no va a verse materializado
inmediatamente, pero que consideramos que sí puede llegar a ser y que vale la
pena hacer.
La Revolución Mexicana fue ese
proyecto nacional; muchos mexicanos en un principio la vieron como una
desgracia, y luego más o menos fueron viendo que sí había reforma agraria y que
la riqueza de ese momento, la más importante, que era la tierra, sí se repartió
y que la oligarquía terrateniente sí recibió un golpe durísimo, y que la
resistencia a las imposiciones norteamericanas sí se pudo hacer, y que el
petróleo se pudo rescatar y Pemex se pudo crear, por ejemplo. Allí está un
proyecto de una sociedad más justa, más próspera y con mayor dosis de
soberanía.
El último proyecto, que yo ya no
compartí, fue el de Carlos Salinas y el del neoliberalismo, que fue decir: “Si
ahora tiramos todas las barreras proteccionistas, si nos abrimos al capital y
al mundo, si privatizamos, vamos a entrar al grupo de los países prósperos y
ricos”. Por eso México hizo su solicitud y fue aceptado en la Organización para
la Cooperación y el Desarrollo Económicos (el club de ricos), donde ahora
estamos nada más haciendo el ridículo.
Este proyecto se vino abajo, aunque
hay que ver que Salinas logró despertar la imaginación de una parte de México
con su Pronasol y gastando inmediatamente lo que le llegó de las
privatizaciones. Por un momento tuvo aceptación de una buena parte de la
sociedad mexicana, pero se desinfló de una manera dramática; quizá los
pinchazos que lo reventaron fueron el EZLN en enero de 1994, luego el
espectáculo de ver asesinado a un candidato que ya se consideraba prácticamente
el siguiente presidente, y luego la caída estrepitosa de la economía del “error
de diciembre” del mismo año, y que fue el desastre de 1995.
Después hubo un intento, ya no tanto
económico sino político: la entrada a la democracia en 2000, pero Vicente Fox
no fue capaz de hacer siquiera lo de Salinas.
Entonces venimos de grandes proyectos
nacionales como el de la Revolución, encarnado, sobre todo, por el cardenismo,
cuando sí se hicieron cosas, a uno más chico, más infame, que fue el de
Salinas, y un proyecto final, que ni siquiera pasó de la etapa de los primeros
momentos de su nacimiento: la democracia política del panismo. Ahora no hay.
A mi juicio, lo que México vive es la
administración del día a día: estamos reaccionando a lo que la realidad nos
pone y nosotros no estamos tratando de modificarla realmente.
AR: ¿Dónde deposita usted las
posibilidades, las esperanzas de que avance nuestra democracia y que se logre
generar mayor bienestar social?
LM: Hubo un tiempo en que algunos colegas académicos
decían que la transformación de México era una democracia otorgada, que había
sido decisión de las elites irse abriendo con gran inteligencia para hacer la
reforma política de Jesús Reyes Heroles, y luego ir abriendo lentamente más y
más el sistema, y que esa era la naturaleza, nos gustara o no, de la transformación
política mexicana: lo otorgado desde arriba.
Yo creo que eso no dio para mucho, y
ahora la posibilidad real es la conquistada desde abajo, que es la única que
tiene realmente un sustento fuerte, porque la otorgada desde arriba, desde
arriba también la quitan. Es la lenta conciencia dentro de capas cada vez
mayores de la sociedad mexicana donde está nuestro destino, que está escrito
por una lucha de nosotros contra los obstáculos, los poderes fácticos, los
intereses creados, y es allí, en el enfrentamiento cotidiano (con mayor o menor
intensidad y que espero que siga siendo básicamente pacífico), en el cambio de
la visión que el grueso de los mexicanos tienen de sí mismos y de su país en
donde reside la posibilidad de una transformación efectiva, que tenga base, que
no vaya a ser derribada por un cambio sexenal o por una idea en la cúpula. Que
tenga un sustento que no pueda ser manipulado de una manera tan vil, en la que
la generación de opinión del grueso de los mexicanos la sigue teniendo la
televisión.
*Entrevista publicada en Este País,
núm. 273, enero de 2014.
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