Memoria de la ciudad proscrita
Entrevista con J. M. Servín*
Ariel
Ruiz Mondragón
La
Ciudad de México ha sido generalmente relatada con la mirada fascinada de
quienes encuentran sus múltiples maravillas y grandes tesoros culturales y
artísticos. Se trata de una urbe que desde tiempos prehispánicos es un gran
centro de poder que se ha mantenido durante siglos.
Sin
embargo, por debajo de la Ciudad de los
Palacios se encuentra otra que, aunque menos vistosa, también está
presente: la que padecen a diario sus habitantes, en especial los menos
favorecidos por el desarrollo de la capital mexicana. En esta faceta la
violencia social cotidiana es parte fundamental.
Uno
de los cronistas actuales más destacados de esta otra cara de la Ciudad de
México es J. M. Servín, quien recopila en su libro D. F. Confidencial. Crónicas de delincuentes, vagos y demás gente sin
futuro (2ª ed., Oaxaca, Almadía, 2014) varios de sus textos en los que da
cuenta de la sórdida realidad de la gran urbe y de los personajes que la viven
y la padecen desde abajo y a pie.
Etcétera
conversó con Servín (Ciudad de México, 1962), narrador, periodista y editor
autodidacta, quien ha sido miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte y
beneficiario del Programa de Residencias Artísticas México-Colombia. Ha ganado
premios como los nacionales de Periodismo Cultural Fernando Benítez (2004) y de
Testimonio Chihuahua (2001). Autor de al menos siete libros en los que hay
novelas, relatos, crónicas y ensayo, ha colaborado en publicaciones como Día Siete, Letras Libres, Nexos y Replicante, entre otras. Actualmente
coordina el proyecto periodístico Producciones El Salario del Miedo.
Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué escribir
y publicar un libro como el tuyo, sobre una ciudad “cuyas vastas dimensiones
están fracturadas por la desmemoria y la desilusión”, “una capital de la
mendicidad y el robo”?
J. M. Servín (JMS):
Precisamente por lo que digo allí: que la desmemoria lo abarca todo. Yo creo
que en este libro debería haber, por lo menos, la intención o el objetivo de
que se convierta en un testimonio de una época, un registro de una generación o
de un momento social histórico de las circunstancias de un país, de una
cultura. En ese sentido, creo que el periodismo te da la posibilidad de hacer
ese registro, que de otra manera sería mucho más complicado.
Considero
que un libro como este funciona también como una memoria personal: es una
experiencia de vida y como escritor en una sociedad y en una ciudad donde la
desmemoria colectiva nos ha impedido aprender de nuestros errores, y por eso
tenemos lo que tenemos.
AR: Hay una tesis que sostienes en
todo el libro que es opuesta a la de la historia oficial, pero también a la de,
por ejemplo, Salvador Novo y su Nueva
grandeza mexicana: dices que “esta también es una grandeza mexicana, una
grandeza debida a las calamidades, la ineptitud, la cobardía y el agandalle”. ¿Cómo
se halla grandeza sobre esto?
JMS:
Eso es precisamente a lo que yo voy: realmente la tradición de la crónica en
México, o al menos sus exponentes más reconocidos como Salvador Novo, casi
siempre tuvieron esta idea de que el Distrito Federal era un lugar donde
finalmente podría ganarte el arrobamiento, donde te puedes maravillar. Él y
Monsiváis vieron la ciudad, creo yo, más con enamoramiento que con asombro o
con enojo; mi actitud es la de quien la padece, no de quien vive en ella y
puede asombrarse o sorprenderse de lo que ocurre aquí y que puede tener una
distancia. Yo no la tengo: vivo como cualquier ciudadano común y corriente, que
viaja en Metro, que camina en la calle y que también, como muchísima gente, tiene
miedo a perder un empleo o a ser asaltado.
Pero
yo creo que observar las subculturas que va generando lo proscrito, en esta
frontera difusa entre lo legal y lo ilegal, también es una manera de
asombrarnos de la capacidad de reinvención que tiene esta ciudad. Asimismo, ver
cómo finalmente una de nuestras tradiciones más grandes se encuentra en la
picaresca, en un México como lo hubieran visto Quevedo o Sarmiento. ¿Por qué no
verlo como lo hicieron Manuel Payno, Vicente Riva Palacio y Ricardo Garibay?
Todos ellos vieron este otro México, el de abajo, el de las cañerías, que
sostiene al México de arriba, que es el que aparentemente funciona (pero sólo
lo hace en su relación con el de abajo). Es el México de Mariano Azuela en Los de abajo, no es el México de
Salvador Novo, quien te hace la gran crónica de Coyoacán y su comida.
Finalmente
son posturas, son estéticas, y a mí me interesa esta porque es cercana a lo que
yo vivo.
AR: Al inicio del libro explicas lo
que entiendes por crónica, esta, como le dices, “literatura de la realidad”, o
“literatura bajo presión”, como le llama Juan Villoro. En tu caso, ¿cómo ha
sido la relación entre la literatura y el periodismo? Por allí reconoces, por
ejemplo, la deuda que tienes con la literatura realista, con el nuevo
periodismo norteamericano e incluso con el cine.
JMS:
Lo que pasa es que yo soy un escritor que hace periodismo, que hace crónica, no
soy un periodista que se metió en la literatura. Yo empecé a publicar crónica también
por una necesidad de ver mi trabajo publicado y de darme un estímulo a mí
mismo. Yo no puedo ser un Borges, no puedo pasarme toda mi vida en una
biblioteca y depender de mi erudición, de mi pluma sofisticada. No, yo tengo
que ir en el camino probando quién soy; si no, yo no podría estar aquí.
Creo
que el periodismo, en sus mejores momentos y que para mí es súper estimulante, es
una de las mejores escuelas literarias que hay. Las escuelas realistas inglesa,
norteamericana y francesa parten de allí. Aquí en México es una discusión muy
bizantina, muy inútil, eso de querer separar el periodismo de la literatura. El
periodismo, a nivel de crónica y reportaje, es un género literario más, punto.
Yo
no creo que a Truman Capote, a Charles Dickens, a Jack London, a Ricardo
Garibay, por ejemplo, en algún momento les habrá interesado ver cuál es esa
diferencia, si es que la hay. Finalmente la subjetividad marca el trabajo de
cualquier reportero, de cualquier cronista, de cualquier escritor que se acerca
a la realidad para escribir una historia.
Sobre
eso: ¿quién le va a cuestionar a Kapuscinski si todo lo que contó es cierto? En
la biografía última que le hicieron lo ponen en entredicho diciendo que este
güey inventaba de a madres. Pero ¿quién lo va a decir?
AR: Dices también, por ejemplo, que
el periodismo parece haber olvidado que la información en sí misma poco o nada
le interesa al lector…
JMS:
Ese es el diarismo…
AR: Y que la crónica se ha
abandonado…
JMS:
Yo creo que no se ha abandonado, sino que más bien se trasladó rápidamente de
los periódicos e incluso las revistas, que eran su campo natural, a los libros
e incluso a internet. Pero a lo que yo quería llegar es a que los medios
impresos convencionales de publicación periódica ya son caducos, se han desfasado,
se han quedado atrás en la dinámica misma de los tiempos, cuya narrativa los
está rebasando como ha rebasado también a los sistemas políticos.
Entonces
pienso que estamos viendo un florecimiento o un renacimiento de la crónica pero
ya no a partir de los estándares que le dieron vida, sino que ya se movió, para
empezar, a los libros y a los medios electrónicos como internet. Si ahorita
revisas internet, ¡en la madre, cuántas crónicas de muy buen nivel encuentras!
En lo particular no es mi giro, no lo sigo y estoy un poco al tanto, pero lo
mío son los libros. A mí me encantaría poder publicar crónicas en un periódico,
pero cada vez es más complicado.
Otro
asunto es: ¿cómo quieren que publiques en los medios con lo que pagan?
Honestamente, y esto hay que decirlo, una crónica a mí me puede llevar más de
un mes trabajarla, porque yo salgo a caminar, a tomar una, dos o diez chelas
para hacer el trabajo, y eso no te lo están pagando. Pregúntale a un güey como
Guy Talese cuánto cobra por una crónica que publica en The New Yorker. Pregúntale, a su ochenta y pico de años, cuánto
cobraría ahorita por publicar una crónica en una revista o en un periódico.
Aquí te quieren dar cualquier cosa.
Yo
en 2004 gané el premio Fernando Benítez de periodismo cultural en el género
reportaje; en aquel tiempo todavía existía ese premio y era prestigiado, y, si
no mal recuerdo, me dieron 50 mil pesos. ¿Sabes cuánto gasté yo en ese año en
las tres crónicas más chidas que he publicado en mi vida: “Los herederos del
diablo” (acerca de peleas de perros), “La hermandad del rebote” (que es sobre
unos frontonistas) y otra más? Me gasté mucho más dinero que lo del premio yendo,
viniendo, pagando luz, renta… ¿Crees que con ese premio lo compensas? Pues no.
¿Y cuánto me pagaron en las publicaciones donde aparecieron por hacer un pinche
trabajo que en algún momento ya hasta afectaba mi salud? La verdad ya estaba yo
alteradísimo cuando estuve siguiendo a los peleadores de perros, porque yo
tenía miedo, cabrón.
AR: ¿Y qué pasa con los editores? Señalas
el caso de la revista colombiana que te rechazó tu crónica “Los herederos el
diablo”, y también recuerdas el caso de “La ciudad plantón”, la cual te encargó
un editor y al final te la rechazó por sus afinidades ideológicas.
JMS:
Me la encargó el editor de la misma revista colombiana. Yo en realidad no tengo
problemas sino puntos de vista distintos de cómo entienden ellos lo que es
trabajar una crónica. En este sentido creo que lo que intervino fue un factor
ideológico, por el que a veces la gente, por tu manera de ser, da por hecho que
tú eres de tal modo y que simpatizas con ciertas causas. Pero cuando
manifiestas que no es así, y cuando tu trabajo como escritor se ve
desprejuiciado de la ideología o la pasa por alto, parece ser que es hasta un
improperio, y eso es lo que a mí me ha pasado (no muchas veces tampoco, pero si
no puedo trabajar así, pues mejor no hago nada).
A
final de cuentas yo no estoy aquí por heroicidad sino porque es lo único que sé
hacer bien.
AR: Pero ¿qué pasó con la revista
colombiana en el caso de “Los herederos del diablo”, que dices que querían una
foto?
JMS:
No fue de Colombia sino de México. No sé si tenga que decir el nombre…
AR: Si tú quieres…
JMS:
Fue Gatopardo. A mí me empezaron a
pedir ese reportaje desde Colombia y terminé trabajándolo para los de aquí.
Pero este es un problema que igual es personal, no sé si de disciplina o de
querer hacer siempre las cosas a mi modo. Yo no trabajo como regularmente se
trabaja en las redacciones porque yo no he trabajado en ninguna; lo que yo he
publicado es porque tiene un valor literario pero también económico, y si no me
lo publican también está bien. Por eso publico lo que quiero cuando puedo en donde
me invitan. Esa es la base: donde hay un acercamiento con el editor no sólo
como editor sino como amigo. Si esas cosas no se dan, prefiero no publicar.
Tú
lo sabes: aquí uno tiene que estar trabajando con manita de puerco, y bueno,
bonito, barato y rápido. Pues no, cabrón, yo ya me chingué mucho. El tiempo que
a ti te dan para una crónica me parece hasta poco para la cantidad de
caracteres que te piden.
Entonces
es muy difícil que como periodista, como reportero de planta en un medio,
puedas decantar tu lenguaje y tu visión, tu cultura general, de tal manera que
puedas darle profundidad, fondo y forma a tus textos. Lo que cualquier escritor
necesita para desarrollar un estilo, el fondo y la forma de lo que vas a
presentar, es tiempo. ¿En el periodismo por qué no se va a respetar eso? El
gran éxito del nuevo periodismo gringo fue ése: la posibilidad que tenían esos
güeyes de convertirse en escritores desde el periodismo. Ve a Tom Wolfe: ¿cuántos
años pasaron antes de que publicara su primera novela, La hoguera de las vanidades? Como 30. Y velo ahora.
Yo
he conocido en el camino a muchos reporteros que han querido escribir una
novela, y no la pudieron hacer. A final de cuentas o trabajas o escribes lo que
tú quieres, pero ¿cuántos medios te dan la oportunidad de desarrollar un
trabajo? Estos reportajes que están en el libro yo los pude desarrollar, en su
mayoría, porque yo fui el que se puso el tiempo de entrega y porque a mí no me
los pidieron: yo los ofrecí. Por ejemplo, el de “Los herederos del diablo” yo
lo pude terminar gracias a que Gatopardo
lo rechazó; a la versión que tenía para ellos, ya bien trabajada, todavía me di
tiempo de incluir detalles y de extenderla un poco más, como un orfebre o como
estos güeyes que trabajan el barro: “A ver, qué le falta”.
Yo
fui a hablar con Alejandro Páez —siempre estaré agradecido con este cabrón
porque me pagaba bien y me pagaba a tiempo, y a veces hasta por adelantado—, y
le ofrecí esa crónica. Me dijo: “Tráela”, “Pero no tengo fotos” (que fue uno de
los pretextos de Gatopardo: “No
tienes foto”, “Oye, cabrón, voy a ir a una pelea de esas, ¿cómo que fotos? No
mames; consíguelas tú”).
La
cosa es que Páez me pidió la crónica, se la di y, si mal no recuerdo, en esos
días dieron el fallo del premio y yo gané. Le dije: “Tienes que publicar esa
crónica ya porque acaba de ganar un premio”, y él la publicó. La mera verdad,
cuando llegué a Guadalajara creo que ya la habían publicado en Día Siete.
Por
eso te digo que hubo una época de oro para mí como cronista: yo publicaba en un
chingo de lados. Día Siete fue un
medio muy importante para muchos periodistas como yo porque podías publicar
crónicas que en otro lado no querían o no podían publicar. La que está aquí, la
de “La hermandad del rebote”, Páez me la pidió, y gracias a esa crónica fue que
yo me pude conectar con peleadores de perros. Imagínate todo lo que te da una
chamba, y la confianza que puedes tener de que un güey cree en tu trabajo. De
otra manera no lo haces, porque aparte soy un holgazán.
AR: Haces referencias a la prensa
del siglo XIX, que es cuando surgió la nota roja, desde El libro rojo de Payno y Riva Palacio, y llegas hasta a mencionar
el infoentretenimiento. Tú conoces la prensa que ha cubierto la violencia
social del país: ¿cómo se ha transformado, a grandes rasgos, el tratamiento de
ese tema?
JMS:
No se ha transformado; creo que, más bien, se ha estancado. Mi punto es que, en
la época de oro de las publicaciones mexicanas sensacionalistas, que fue en
1940-1950, cuando había más de 30 publicaciones y los periódicos de circulación
nacional diaria, fue una época en la que el reportero podía publicar un
reportaje durante dos semanas siguiendo un crimen. Tienes el caso de David
García Salinas en La Prensa, El Güero Téllez en El Universal o el de Enrique Metínides como fotógrafo. El reportero
era un cronista total que actuaba en complicidad con la policía en un contexto
en el que la policía no tenía el mayor cuidado en nada, y eso permitía que el
reportero se tomara una libertad que hoy es imposible.
Ahora
el reportero de nota roja tiene que ir con un boletín porque la policía ya no
permite entrar al lugar de los hechos por muchas razones, desde buenas hasta
malas. Eso es en lo que ha cambiado.
También
he escuchado a reporteros que no pueden llegar hasta el lugar de los hechos
porque la misma gente del lugar los agrede, los amenaza. Eso también está cabrón
porque eso te habla de cómo está el país: antes el reportero llegaba y era como
el amigo de todos, y tenía un prestigio, un estatus, un respeto, con todas las
salvedades del caso. Eso propició grandes crónicas, grandes reportajes, y una
visión del periodismo que hoy, desgraciadamente, ya se perdió. Antes el
reportero era un personaje como El Güero
Téllez, que fue un caso típico del gran reportero de nota roja y de asuntos
sociales, quien adonde llegaba era bien recibido y el periódico lo solicitaba a
cada rato. Ahora ya muy pocos pueden jactarse de eso.
AR: Me llamó mucho la atención la
defensa que haces de la nota roja contra cierto academicismo y cierto cultismo
que se oponen a ella. Dices que tiene una raigambre popular, pero también que
es un producto cultural de consumo masivo y lenguaje vernáculo comercializable.
JMS:
Es cultura pop de alto nivel…
AR: ¿Cómo se han mezclado ambos
aspectos: el comercial y el popular?
JMS:
Lo popular tiene que ver con la industrialización del consumo, y con los hábitos,
usos y costumbres de una sociedad. La cultura pop, al nivel que la veas, es eso:
es un producto de las sociedades urbanizadas, y aquí en México la nota roja ha
tenido un desarrollo y una influencia total con la modernización del país. A
este no lo puedes entender en su historia como país que ingresa a la modernidad
y a la urbanización de sus ciudades sin el periodismo como una industria que se
sostiene, básicamente, con la nota roja.
El
crecimiento del periodismo en México no fue por la nota de ocho columnas sobre
las hazañas del presidente. El consumo masivo, la visión o incluso la
idiosincrasia o la idea que tenemos de nosotros mismos tiene que ver mucho con
lo que los medios masivos de comunicación nos han dicho, y la nota roja, aunque
ha sido el género proscrito del periodismo, ha sido el de más alto consumo
entre las masas.
Entonces
lo que ocurre aquí con la proliferación de tabloides sensacionalistas y
revistas de ese tipo tiene que ver con la cultura de este país y con su idea de
la modernización.
Desde
la nota roja, además, puedes hacer una lectura acuciosa, desde lo más abyecto,
de la historia social del país. La gran crónica roja no está en la notita
pendeja que te dice “lo acuchillaron” y ya; no, está en ese reportaje en las
circunstancias que da que una revista de 64 páginas se sostenga sobre asesinatos.
¿Qué te está diciendo eso de una sociedad? Ve a Francia y no hay revistas de
esas, y si las tuvieran no estarían exhibidas, se consumirían como pornografía.
Pero en Colombia tienen tantas revistas rojas como aquí.
AR: Haces una afirmación
interesante en el libro: “La nota roja encuentra su nicho en alguna
peculiaridad cultural que hace de los mexicanos insaciables consumidores de
morbo y frivolidad”. ¿De dónde viene esto?
JMS:
Lo que creo es que tiene que ver con factores culturales e históricos muy
claros: la cultura española que llegó a México, sangrienta, ignorante,
religiosa, y la de los aztecas, de las culturas precolombinas que también eran
altamente sangrientas, crueles y jerárquicas. Imagínate cuando vino el choque
cultural: lo que queda de todo eso, lo que floreció, lo que sobrevino y lo que
nos ha mantenido son precisamente estas historias con una carga violenta y de
resentimiento.
Eso,
obviamente, tenía que dar condiciones culturales y sociales muy propias para el
periodismo tabloide: cuando la modernidad llegó a México a través de los medios
masivos —o sea los periódicos—, la carta fuerte fue la estigmatización del
indígena. A este se le veía como un grupo racial peligroso para el progreso del
país, porque siempre se manejó que el indígena aborrecía al blanco, y a partir
de eso la industria del periodismo empezó a crecer destacando los crímenes y
todo lo atroz que podía haber en el ámbito social de los indígenas.
Son
meras aproximaciones las que yo hago, y son lo que percibo como parte de una
historia importante para el país y de lo que para este significa el periodismo
tabloide y la crónica roja.
AR: ¿Cuál es el otro lado de la
nota roja, la que sirve al poder, la cual, como acabas de decir, estigmatiza,
por ejemplo, a los indígenas?
JMS:
El otro lado de la nota roja son las ocho columnas de cualquier periódico
serio. ¿Quiénes aparecen allí? Los ladrones de cuello blanco, los corruptos,
las empresas que contaminan, que transan y que humillan. Esa es la nota roja.
Compra
cualquier periódico de circulación nacional y es de nota roja por donde le
busques: que al futbolista tal lo encontraron con un travesti, que a la artista
tal la encontraron con dos gramos de coca en tal capilla… Esa es la nota roja,
y también lo que destacan los diarios cotidianamente: narcotráfico, crimen
organizado, trata de blancas, etcétera.
Eso
es nota roja, la cual dio un vuelco, de unos años para acá: de lo populachero,
donde estaba la tradición de José Guadalupe Posada, hasta a lo que ahora ha
llegado: a los niveles de una descomposición social generalizada. Esa es la
diferencia: ahorita ya a nadie le interesa el crimen pasional, lo que importa
es ver ahora a quién agarraron, quién se robó más millones o, en el mundo del
espectáculo: chíngale, otra cirugía que se echó a perder y le explotaron las
nalgas a tal, le encontraron silicón en las uñas y se le pudrieron… Eso es
sobre lo que ahora estamos; es la sociedad del espectáculo que anticipó Guy
Debord; la de la transparencia del mal, de la que ha hablado Baudrillard, de la
que hablaba Lipovetsky en su libro chingonsísimo La era del vacío y la de Paul Virilio, que tiene un ensayo sobre la
velocidad. Estamos en eso.
AR: Vamos sobre tus relatos: la gran
mayoría de los personajes que describes son de los bajos mundos, pero hay uno
que es totalmente opuesto: Carlos Slim.
JMS:
A él lo debería haber conocido Charles Dickens: es el prototipo del industrial
millonario en un país que en el siglo XXI vive en condiciones del siglo XIX. Es
el benefactor de una sociedad digno del siglo XIX inglés. Por eso aparece allí.
AR: Pero cómo se relaciona con los
otros mundos que relatas.
JMS:
Pues en la desigualdad social que vivimos. Uno de los países más atrasados en
términos educativos, por ejemplo, tiene al hombre más rico del mundo. ¿Cómo te
explicas que ni los gringos lo tengan? ¿Cómo te explicas que no sea un suizo?
¿Por qué tenía que ser un mexicano?
Parto
del hecho de que ninguna fortuna es lícita en el sentido de que no puede haber justicia
para aquellos que generan esa fortuna. Aquí ser rico es una ofensa desde donde
me lo digas.
Ahora,
hay gente que cree que no; pues qué bueno, pero yo creo que sí. Puede ser que
alguien me rebata con argumentos teóricos muy precisos, un sociólogo, un
economista, pero allí donde hay riqueza huele feo.
AR: Hay un crimen atrás, como dices
recordando la filosofía de El Padrino.
JMS:
Un chingo. Hago un paralelismo entre El
Padrino, el decálogo de la mafia y lo que significan los preceptos de la
moral mexicana: son lo mismo.
AR: Otro asunto que me atrajo es la
relación entre tu ejercicio periodístico y el alcohol: hablas de tus vivencias
en las cantinas, de la ebriedad, de las crudas, del trabajo en estas
condiciones…
JMS:
En ese sentido te diría que lo de las cantinas es algo que a mí me interesa,
aunque no es un libro sobre ellas.
AR: ¿Cómo ha sido tu trabajo en, o
con, ellas?
JMS:
Te puedo decir que este asunto de las cantinas era para mí muy importante.
Tenía que quitarle la carga anecdótica y romántica que tiene la cultura de la
cantina en México, que, para empezar, está en extinción. Las tradicionales
cantinas están en desuso —ahora todas son “gastrocantinas”—, y creo que las más
típicas se han convertido en un reducto del perdedor mexicano. ¿Quién va ya a
las cantinas? Pues un ruco, que está tres horas con un Bacardí, ya sin hielos;
el güey que está dormido en la pinche barra. ¿Quiénes son estos güeyes? Los que
no lograron el sueño mexicano. Y ya todas las cantinas son caras y mal
atendidas. Qué más triste que eso, la verdad.
Yo
vengo de una cultura de cantinas fuertísima: mi papá conocía todas, y en todas
lo conocían. Eran otra cosa: eran el espacio de. Ahora ya no.
AR: Hasta de los delincuentes…
JMS:
Claro, había de todo. Pero ahora creo que son los espacios en desuso de un
México que está en retirada, por mucho que las rescates. Yo platico con meseros
y los cantineros, y ya no quieren al parroquiano típico: no les consume mucho,
se les queda dormido, es pedero… Quieren gente joven que trae en lana, que se
mueve (“vámonos, güey, una y nos vamos”). El ruco, el de antes, es sedentario:
siete, ocho o diez horas en la cantina, y que antes chupaban limpio: no había
postre, no había coca. Mi papá tenía amigos que se quedaban dos o tres días
despiertos, como pinches zombis.
AR: En una parte del libro dices:
“Ahora eres un escritor borracho, indisciplinado e imprudente. Si te crees muy
listo, más vale que le bajes de huevos porque afuera hay unos veinte fulanos
poco amigables, entre ellos tus cuates, y a todos se les ven ganas de echar
bronca”. Al respecto, ¿qué riesgos has corrido al hacer este tipo de crónicas?
JMS:
La verdad nunca me sentí realmente en riesgo; pero yo creo que es muy diferente
no sentirte en riesgo a leer una situación que te pone en riesgo. Eso es muy
distinto. Yo he estado en lugares horribles, pero francamente nunca he sido
agredido porque mi actitud siempre es de respeto hacia el otro, y de no
interferir en espacios o dinámicas que yo no conozco. Yo no soy un sabelotodo,
ni tampoco un güey que llega y saluda a gente que no sé quién es.
Llego
a todos lados con perfil bajo y ya. Pero sí entiendes que estás en lugares que
son muy bravos, y que la gente que está allí sabe que tú no eres parte de ella.
Un periodista, un escritor, es un nómada social, finalmente eres un extranjero
donde estás. ¿Quién lo puede identificar en un ambiente de peleas de perros o con
los que juegan frontón a mano? De todo un poco, porque eso yo lo viví, como
otras cosas, pero eso no quiere decir que yo sea parte de eso. Es como si
porque me gusta el futbol tuviera que ser futbolista (por cierto: le voy a las
Chivas, y Pumas se me hace el equipo del villamelón mexicano).
AR: ¿Cómo has escogido tus temas?
Vemos lo de los cuetes, los perros, los ninis,
las sirvientas…
JMS:
No son temas propiamente; a mí lo que me interesa es una atmósfera social
específica. Se trata de aquellas culturas que florecen y sobreviven en los
linderos de lo proscrito. En un país donde la ilegalidad es tan válida como la
legalidad o incluso tiene más fuerza, son los temas en los que yo me he podido
mover con libertad y con afinidad. A lo mejor en otras circunstancias a mí me
gustaría hacer la gran crónica de sociales, como la boda de Emilio Azcárraga
Jr. o la visita de Sofía Vergara a México para promover su nuevo implante de
nalgas.
Alguna
vez Páez decía en alguna presentación algo que en principio me cayó como gordo,
pero creo que tenía razón: que yo trabajaba con los despojos de los otros
periodistas. Es la verdad: como nunca he trabajado de planta en ningún medio, no
he tenido una asignación específica; lo que he tenido es la fortuna de que me
inviten a colaborar en algún medio que entiende cuáles son los temas que a mí
me interesan, y a partir de allí negociar si lo quiero hacer o no. Esto es en lo
que he tenido fortuna, y la verdad no pienso moverme de allí.
AR: Concluyo con una cuestión sobre
esta ciudad que describes…
JMS:
A esta ciudad ya se la llevó la chingada.
AR: Me refiero a la última parte
del libro, que es la más íntima: “Retrato hablado”. ¿Cómo se ha reflejado esta
Ciudad de México en tu vida familiar?
JMS:
Pues que la biografía de la Ciudad de México es la de mi familia. Tengo diez
hermanos, pero tres ya muertos, mis padres también ya fallecidos, y todos de
aquí. Toda la historia de mi familia, en general, ha sido como una historia de
exabruptos con esta ciudad, de desencantos y de muchas cuentas pendientes que
yo creo que nunca se van a saldar.
Aunque
suene como cursi y hasta medio perredista (que no lo soy, los odio), debo decir
un pedo como de reivindicación social: hay que hacer más amable lo que hay,
porque te das cuenta de que las condiciones de vida en este país son sumamente
ingratas, injustas y muy crueles. Si uno se queda en estos barrios como la Roma,
pues uno piensa que la vida va bien, pero no es la realidad de mucha gente. Yo
vivo en el Centro, en un edificio donde yo creo que mis vecinos viven con muy
poco dinero y que tienen un mundo intramuros: nunca salen de sus casas. Creo
que ni se imaginan que hay un lugar como este (un restaurante de la colonia
Roma), y eso ya me dice mucho porque no creo que haya sido porque así ellos lo
hayan decidido.
*Entrevista publicada en Etcétera, núm. 168, noviembre de 2014.
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