Mutaciones autoritarias en América
Latina
Entrevista con Víctor Alarcón
Olguín*
Ariel
Ruiz Mondragón
Durante
buena parte del siglo XX la mayoría de los países de América Latina vivieron en
condiciones no democráticas, bajo autoritarismos de diversa laya e incluso, en
muchos casos, bajo dictaduras militares. Varios de esos regímenes fueron
desapareciendo desde finales de los años setenta, tendencia que fue más
pronunciada en la década siguiente.
Pese
a esa ola democratizadora hubo pervivencias y atavismos autoritarios que han
hecho que en ocasiones se hable en la región de, por ejemplo, democracias
antiliberales, de baja calidad, seudodemocracias y de nuevo autoritarismo, el
que parece seguir siendo una gran tentación para no pocas corrientes políticas.
Esto puede causar reversiones preocupantes.
Sobre
las coordenadas básicas sobre las cuales se puede entender el fenómeno
autoritario en nuestra región, Este País
conversó con Víctor Alarcón Olguín, profesor e investigador del Departamento de
Sociología de la Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa, misma
institución donde obtuvo el doctorado en Estudios Sociales. Ha impartido clases
en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, en el Instituto
Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey Campus Ciudad de México y en la
División de Estudios Políticos del Centro de Investigación y Docencia
Económicas. Es presidente de la Sociedad Mexicana de Estudios Electorales.
¿Cuáles son las raíces históricas y
rasgos fundamentales más visibles del autoritarismo en Latinoamérica?
América
Latina ha sido una región confrontada históricamente con la democracia. A lo
largo de los más de dos siglos que han conformado nuestra vida independiente,
hay evidencia de que la cultura política prevaleciente conserva rasgos de
caciquismo rural y urbano, de patrimonialismo en la manera de apropiarse y
desviar los recursos públicos para beneficio individual o de grupos; de un clientelismo
que se manifiesta en la preeminencia de los intercambios de favores por votos
entre organizaciones sociales, individuos y partidos políticos; de
corporativismo expresado en las condiciones cuasi monopólicas de organizaciones
que obtienen tratos privilegiados (incluso protegidos por la ley) en su
asociación política con el poder.
Lo
inquietante es hallar la coexistencia de estas distintas realidades y
velocidades de actividad y estructuración del poder en cada uno de nuestros
países. Las luchas entre centro y periferia, liberalismo y conservadurismo,
nacionalismo y cosmopolitismo, etcétera, son muestras concretas de las
contradicciones históricas inherentes y que no cesan dentro de nuestros
discursos, nuestros imaginarios y mitologías políticas.
El
autoritarismo en América Latina como régimen de gobierno presenta evidentes mutaciones
a lo largo de su desarrollo, especialmente durante el siglo XX (desde luego
todo ello diagnosticado de manera relevante por comparativistas excepcionales como
Juan Linz, Guillermo O´Donnell, Norbert Lechner, Alfred Stepan, David Collier o
Manuel Antonio Garretón, y ahora retomado por autores como Gerardo Munck, Steve
Levitsky y Andreas Schedler en lo que va de la presente centuria). Sin embargo,
debemos recordar que la idea autoritaria clásica demanda la existencia un
aparato de Estado fuerte, en pleno ejercicio del poder y con capacidades discrecionales
en la negociación central de reglas, uso selectivo de la represión y la
violencia, capacidad de cooptación y control de los medios de comunicación, e
incluso con movilizaciones y legitimidad social.
Hoy
debemos contrastar estos elementos a la luz de lo que vemos en los contextos
disminuidos y replegados en los que, por principio, el Estado no tiene siquiera
una presencia territorial sólida desde donde ejerza la acción de gobierno, lo
cual le hace sucumbir e incluso depender de otros actores que han venido a
influir o a ejercer abiertamente dichos espacios, como ocurre específicamente
respecto al crimen organizado, mismo que ha socavado, mediante redes de
corrupción y complicidad cada vez más estrechas, a los diversos niveles de la
administración pública y a la clase política en general.
El
Estado comienza a ser colocado como una instancia al servicio de dichos
intereses, acotando u condicionando la actuación política y económica (de ahí
la situación de adjetivarlo concretamente como “fallido”), además de generar
toda una mutación cultural que ha empujado —sobre todo a las generaciones más
jóvenes— a una desestimación de la política como instrumento de crítica, lucha
o cambio, pese a los esfuerzos mismos que se despliegan desde los sectores de
la sociedad civil que insisten en la importancia de la participación política y
electoral como medio de legitimación de la autoridad. En ello, ahora también
cabe situar al papel central que poseen los medios de comunicación de masas,
especialmente la televisión, las redes sociales y la radio, en ese orden.
En
nuestro devenir histórico, el autoritarismo clásico se expresaba en controles y
en capacidades que muchas veces hemos vinculado con las experiencias de los
partidos hegemónicos y los líderes populistas. También el autoritarismo ha
dirigido dinámicas de modernización, liberalización, centralización y privatización.
Ha tenido versiones burocráticas tecnocráticas y militaristas, y versiones
creadas “desde arriba” y “desde abajo”. Pero el hecho contundente es que esta
suerte de “Leviatán criollo o mestizo” —como le gustaba llamarlo así a mi eminente
maestro Marcos Kaplan— ha tenido etapas en las que, a pesar de los esfuerzos
democratizadores emprendidos a lo largo y ancho de América Latina (incluso
aquellos influidos más directamente por las revoluciones socialistas), estos siempre
han tendido a regresar a sus elementos definitorios básicos, en una suerte de
movimiento pendular y nostálgico que se expresa como el pretexto para reclamar
orden y seguridad alrededor nuestro, no sólo por nuestras clases medias o
altas, sino también desde las movilizaciones y protestas populares que intentan
escapar de la pobreza, la injusticia y la exclusión social imperantes, lo cual
les entrega en charola de plata en las manos del nuevo líder providencial y
carismático creado por los medios o el imaginario popular.
¿Cuáles fueron los principales
tipos de regímenes políticos no democráticos que existieron en la región en el
siglo XX?
Continuando
con mi anterior respuesta, el siglo XX fue pródigo en las variantes populistas
civiles y militares que se vieron asociadas con el ejercicio autoritario del
poder. Destacan desde luego las versiones cardenista y peronista, debido a la
capacidad que les permitió asociar un aparato de Estado, una ideología y un liderazgo
piramidal, los lograron irradiarse hacia la estructura social (corporativismo y
clientelismo sindicales) y dentro de un partido de movilización y
encuadramiento político de masas que creó la identidad nacional del régimen.
Una
versión interesante son los arreglos bipartidistas, en los que las elites
aceptaron negociar ciertos niveles de alternancia política, pero sin permitir
la presencia activa de la izquierda o la expansión de las organizaciones
sociales, como llegó a pasar en Chile, Perú, Uruguay, Colombia o Venezuela entre
mediados de los siglos XIX y XX, cuestiones que se rompieron precisamente con
las crisis sociales que derivaron en golpes militares y los esquemas
dictatoriales que se sucedieron a partir de los años sesenta.
Casos
más híbridos fueron la permanencia de líderes como el general Alfredo Stroessner
en Paraguay, Joaquín Balaguer en República Dominicana o los militares en Brasil,
quienes pudieron fabricar dictaduras “electoralmente atenuadas” con el apoyo de
bipartidismos formales, por ejemplo. Países menos consolidados institucionalmente,
como los centroamericanos, tuvieron dinámicas muy dispares, pero ciertamente la
profundidad de sus conflictos, especialmente derivados de los intentos
continuos de revolución de corte comunista en los años setenta y ochenta
(especialmente con la llegada del sandinismo al poder en Nicaragua), hicieron
que sus guerras civiles fueran tan intensas como las represiones desplegadas en
el Cono Sur en esa misma época.
¿Cuáles fueron los principales
factores que erosionaron el autoritarismo e hicieron posible la instauración de
la democracia en la región?
Hay
dos importantes fuentes de erosión: las de naturaleza interna propias de cada
país y las procedentes del entorno exterior y mundial. Entre las internas,
destaca precisamente el desgaste de la clase política y el crecimiento de los
problemas de gestión económica que impidieron continuar con el mantenimiento de
lo que el economista Peter Evans llamó el “modelo predatorio de Estado”, en el
que la burocracia se volvió incapaz de seguir sosteniendo el acaparamiento y
reproducción de las empresas públicas, tanto por la corrupción desarrollada al
seno de la propia clase política, como por la falta de capacidad y
actualización de los modelos tecnológicos y de exportación, más allá de lo
concedido a las trasnacionales, o bien, como en los casos de México, Brasil y Argentina,
que sus principales productos tuvieron bajas sensibles de sus ingresos. Adicionalmente,
las otrora pujantes clases medias se vieron cada vez más limitadas en sus
capacidades de movilidad y ascenso.
Desde
luego hay que agregar que la falta de libertades, los abusos en materia de
restricción y violación de los derechos civiles y políticos hicieron que la
demanda por elecciones democráticas fuese el catalizador más significativo de
esta nueva conformación social que iba emergiendo desde nuestros países.
En
la dimensión exterior, la crisis de la deuda, los ajustes neoconservadores y
neoliberales hacían ver que se necesitaban alternativas de mercado y que las
estructuras nacionalistas y proteccionistas en América Latina eran
disfuncionales con los requerimientos de un capitalismo financiero más dinámico
y agresivo, mismo que ya no necesitaba el tipo de dominio territorial
imperialista clásico. Esto quizás es algo que resalta respecto al acotamiento
del Estado de Bienestar y los esquemas socialdemócratas que también comenzaron
a caer a partir de esa época.
El
autoritarismo clásico fue una pieza importante en el esquema de la Guerra Fría
y la Postguerra, pero adicionalmente el proceso de cambio se reforzó bajo el
esquema de la globalización y el retorno o la instauración democrática en el
mundo. Con dichas transformaciones en curso, ya no había forma de presentar
mayores resistencias, por lo que se dio paso a los procesos de transición y
pacificación política, cuyo costo sin duda implicó fuertes despliegues
diplomáticos e incluso renuncias explícitas en lo inmediato respecto a
perseguir a los adversarios políticos. Incluso la reinserción programada a la
vida electoral o el uso de plebiscitos para confirmar la decisión colectiva de
moverse hacia la apertura política “protegida” (por ejemplo, Chile) fueron
ejemplos de las rutas que se tuvieron que emplear para dicho fin, y que han
dado por resultado la coexistencia y el reacomodo de las fuerzas políticas y
económicas resultantes. Ello implicó, adicionalmente, la firma de compromisos y
pactos que estuvieran dispuestos a perdonar y olvidar las atrocidades e injusticias
del pasado.
Tras los procesos democratizadores
que vivió la región, ¿qué rémoras autoritarias han seguido vigentes?
Podría
destacarse que los pendientes centrales se reflejan en aspectos como la insuficiencia
de las capacidades mostradas por los partidos políticos para responder a las
expectativas generadas por la población respecto a resolver en forma eficaz los
desafíos de controlar la desigualdad, la inseguridad, la creación de empleos y
la corrupción.
Otro
aspecto interesante es una nueva brecha generacional que ha surgido en varios
de nuestros países, en donde se vuelven a abrazar los discursos radicales en
ámbitos primordiales como la preservación y defensa de la educación pública, los
subsidios y el respeto a sus identidades, como ocurrió incluso con el tema
indígena, o la lucha de las mujeres y por la diversidad sexual, por ejemplo.
Este tipo de cambio y complejidad adquiridos en los años postransición no han
tenido la capacidad ni el relevo eficaz por dichos segmentos de la población
más allá de sus intereses inmediatos de grupo, en la medida en que no se han
dado los espacios parlamentarios ni legales para emprender dichos ajustes de
forma efectiva.
Por
otra parte, la generación política posterior, que ahora emerge y que conoce
poco de los procesos previos de las propias dictaduras y los autoritarismos,
reclama para sí espacios sobre los cuales se vuelve a repetir la misma
historia, a veces con escasa tolerancia de su parte, pese a que paradójicamente
gozan de mayores libertades de las que se tenían en aquellos años en donde la
clandestinidad y la ilegalidad política fueron imperantes.
El
otro rasgo importante que se presenta en el tiempo reciente es que el momento
político electoral en América Latina se ha refugiado en el reeleccionismo
presidencialista y legislativo, producto de la idea de que cuatro u ocho años
no son suficientes para emprender las reformas necesarias. Eso ha propiciado que
la gente se intente aferrar a aquellos políticos que, como Lula-Dilma Rousseff,
Michelle Bachelet, Rafael Correa, Daniel Ortega, Evo Morales y en su momento Hugo
Chávez, los Kirchner en Argentina y quizás eventualmente el Frente Amplio
uruguayo (quizás ahora el régimen político de izquierda más consolidado de la
región) están generando cierto tipo de esquemas redistributivos, si bien a
costa de confrontaciones severas con los sectores medios y altos de sus
respectivos países.
En
el otro lado del espectro ideológico, resulta inquietante que casos como
México, Colombia y en varias naciones centroamericanas y andinas la derecha
también se esté aferrando a fórmulas de continuidad que están tensando la cuerda
de manera inquietante; o que abiertamente se hayan dado “golpes
constitucionales”, como los vistos en Honduras y Paraguay, con la franca idea
de acotar la velocidad de los cambios al momento en que la izquierda intenta
promoverlos más allá de lo previamente pactado.
¿Qué efectos sobre la democracia de
la región ha tenido fenómenos como la liberalización económica, la pobreza y la
desigualdad, así como el resurgimiento del populismo?
Como
se ha señalado, estos elementos han sido mencionados como un claro reflejo de
los niveles acotados a partir de la ausencia de una ciudadanía de amplia
influencia dentro de la región. Por ejemplo, la reapertura de los procesos de
justicia y restitución de la memoria histórica en Chile, Argentina y Uruguay,
por ejemplo, se vuelven a instalar como factores de división, e incluso llegan
a ser más importantes que los debates sobre los programas económicos. Pero es
evidente que una cultura política democrática no podrá descansar sobre
cimientos sólidos si estos asuntos siguen estando inconclusos en la agenda
institucional y legal.
Ahora
bien, los avances en otro tipo de materias, como la rendición de cuentas, la transparencia,
la regulación de los mercados de telecomunicaciones, los servicios y el
incremento de la competitividad regional, por ejemplo, han tenido resultados
cada vez más dispares en la percepción sobre la democracia dentro y fuera de la
región. Si bien América Latina no ha dejado de crecer y ha resistido mejor que
ninguna otra zona las crisis financieras recientes, persiste una visión
desarticulada y poco atractiva en lo relativo a su proceso de integración y
cooperación. Pese al decaimiento de mecanismos como el Tratado de Libre
Comercio de América del Norte o el Mercosur, instrumentos interesantes hacia
finales del siglo pasado, estos no han podido ser relevados por acuerdos de
segunda o tercera generación. Lo anterior hace que las condiciones de un
multilateralismo eficaz muestren también el anquilosamiento de instancias como
la Organización de los Estados Americanos o la Organización de las Naciones
Unidas, que deberían servir para buscar en ellas mecanismos de mayor
convergencia y cooperación, así como hacen ver lo mucho que debe caminarse para
concretar pese a los intentos generados desde la Unión de Naciones
Suramericanas, de inspiración chavista, o mediante la Alianza del Pacífico
propuesta por México, Perú, Chile y Colombia.
¿Cuáles son los principales
factores que pudieran llevar a América Latina de regreso al autoritarismo?
Considero
que el riesgo importante a considerar son los populismos de derecha e
izquierda, revestidos de fundamentalismos colectivistas y mesianismos
personalistas, que en cualquier caso emplean la condición excepcional y
salvadora como su argumento de fondo. El crecimiento de la sociedad civil
tampoco es una “vara mágica” que por sí sola resuelva los déficits de legalidad
y legitimidad.
Una
sociedad abandonada que comienza a tener que defenderse ante la ausencia plena
del Estado nos hace ver que esa es precisamente la tarea política más
importante a generar: retornar a la política y a la legalidad, lo cual no sólo
se limita a participar en las elecciones, sino que obliga a considerar los
medios y agentes necesarios para inducir y generar la reconquista de la confianza,
los espacios y de las buenas prácticas que debe traer consigo la propia
convivencia social en sus distintos niveles y ámbitos.
¿Qué cambios se deben impulsar en
la región para fortalecer la democracia y evitar una involución autoritaria?
Los
cambios a contemplar siguen siendo básicamente los mismos que demanda todo
régimen político justamente comprometido con la democracia: reducir la
inseguridad, promover la inversión y el empleo, combatir a la corrupción en
todos los niveles, garantizar un juego democrático abierto y sin condicionamientos
para la participación ciudadana y en los tipos de candidaturas. Implica
promover regímenes responsables y auditables respecto a todos los actores que
hacen uso de los recursos públicos. Construir un sistema educativo de calidad,
en el que se haga una clara inversión por el cambio tecnológico, así como apueste
por el uso responsable del medio ambiente. Significa tener un modelo laico,
incluyente y no discriminatorio respecto de cualquier preferencia que no
ocasione daño a nadie, sino que sean preferencias construidas mediante
información fidedigna y responsable.
En
suma, la construcción de la democracia en América Latina tiene numerosos
adversarios y, lo peor del caso, su simulación y apariencia es quizás lo que
más debemos temer de cara no sólo a sus promesas incumplidas, sino a la
facilidad con que históricamente hemos tomado rutas o abierto las puertas
erróneas en su búsqueda.
Es
especialmente importante ver cómo nos hemos venido adaptando a la redes sociales
y al peso de los medios, cuyas batallas en América Latina son muy importantes y
hay que seguirlas, ya que no son lo mismo los intereses de Televisa, Carlos
Slim, Venevisión o el Grupo Clarín, que la defensa de la libertad de expresión
cuando en nuestra región el periodismo es una de las profesiones más peligrosas
en su ejercicio. Ni mucho menos es lo mismo la defensa de los recursos
naturales, la necedad de tener un modelo de consumo basado en hidrocarburos, que
intentar dar el salto a las energías renovables y no contaminantes como base de
nuestras economías y entornos. Pero en todo ello me parece todavía hay que dar
una fuerte batalla para superar a una clase política y empresarial que, no
importando su signo ideológico, sigue estando muy corta de miras y solo
preocupada ahora por el rating y la
imagen. Tampoco
podemos quedarnos con la idea de una sociedad civil confinada en las
“repúblicas del Facebook o Twitter”, o bien sólo expresarse en los maratones de
recolección de fondos para alguna causa altruista o para proteger animales.
Esto es muy importante, pero debemos ser y expresarnos políticamente en algo
más allá que eso.
Asimismo
hay que observar el riesgo que implica el crecimiento de los niveles
discursivos de cinismo, impudicia e impunidad con que se asumen los “asuntos de
Estado”, cuando en realidad son más negociaciones que rara vez otorgan voz u
opinión a la ciudadanía. Sin duda, los riesgos del autoritarismo no radican en
una supuesta regresión, sino en que está siendo muy eficaz en su adaptación y
mutación en el momento actual. En ese sentido, la política comparada nos obliga
a mirar hacia la primavera árabe (Egipto, Turquía), hacia el Sudeste asiático
(Taiwán, Corea del Sur, Malasia o Indonesia) y, desde luego, hacia cualquier
realidad política que justamente se encuentre atravesando por una situación
similar dicha situación de persistencia dentro de sus comportamientos
culturales y políticos. México y América Latina no pueden dejar de mirarse en
dichos espejos.
*Entrevista publicada en Este País, núm. 274, febrero de 2014.
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