Jenkins, el gringo filántropo y
corruptor
Entrevista con Andrew Paxman
Ariel
Ruiz Mondragón
Uno
de los personajes más fascinantes del siglo XX en México lo es un
norteamericano: William Oscar Jenkins, un empresario que arribó al país en los
últimos años del Porfiriato y que logró amasar una gran fortuna merced a su
empeño innovador pero también por sus relaciones políticas. Con ello mostró dos
caras del capitalismo mexicano: la innovación económica y la conveniencia
política.
Objeto
de un intento de fusilamiento y de un polémico secuestro, prosperó con su
empresa de bonetería durante la Revolución mexicana. Asentado en Puebla, hizo
múltiples y exitosos negocios, que fueron desde el azúcar hasta la industria
del cine, lo que hizo que fuera uno de los hombres más ricos del país. Los
nacionalistas ejemplificaron con su figura al empresario estadounidense rapaz y
explotador de los mexicanos, uno de los mejores emblemas de la gringofobia.
Lo
cierto es que creó empresas exitosas que contribuyeron al desarrollo del país y
realizó obras filantrópicas para procurar el bienestar de sus trabajadores y de
las comunidades donde tuvo influencia. Pero, por otra parte, para prosperar
también incurrió en corruptelas, abusos e ilegalidades tramadas con encumbrados
políticos mexicanos.
Sobre
este complejo personaje Andrew Paxman publicó recientemente En busca del señor Jenkins. Dinero, poder y
gringofobia en México (México, CIDE, Debate, 2016), con quien charlamos al
respecto.
Paxman
(Londres, 1967) es doctor en Historia por la Universidad de Texas.
Profesor-investigador del Centro de Investigación y Docencia Económicas, ha
colaborado en publicaciones como The News,
Mexico Insight y Variety.
Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué hacer una
investigación tan exhaustiva, escribir y publicar un libro sobre William O.
Jenkins? Al final del volumen usted dice que este personaje ha estado entre la
leyenda negra y la blanca, que es un hombre que ha desaparecido del imaginario colectivo.
Además recuerda que él mismo decía: “Mi vida no le importa a nadie. Además
nadie debe saberla”.
Andrew Paxman (AP):
Primero por mi interés. Hay un hilo conductor en mi trabajo tanto sobre Emilio
Azcárraga Milmo como sobre Jenkins, y tengo ganas de hacer en el futuro un libro
sobre Carlos Slim. Sería la relación (tan cómoda en este país) entre el capital
y el poder, entre las élites empresariales y las élites políticas. Me interesa
mucho el tema de la interdependencia de élites, lo que a veces es llamado el
“capitalismo de cuates” —aunque a mi juicio éste es un término algo nebuloso,
que a veces usamos para tachar de manera negativa a cualquier cercanía entre
empresarios y políticos que no nos parece adecuada o ética.
Lo
que argumento en el libro es que tras la Revolución mexicana esas élites se
necesitaban la una a la otra, y fue una necesidad más altruista, menos egoísta.
A lo que me refiero es que en el año 1920 el país se encontraba en la
bancarrota no sólo a nivel federal sino estatal. Puebla fue uno de los estados
más afectados, donde se había radicado Jenkins desde 1905. Entonces lo que
necesitaba el gobierno era el apoyo del empresariado para la reconstrucción de
la economía, para la generación de empleo y de impuestos, dinero con el que el
gobierno pudiera empezar a cumplir con las promesas de la Revolución, como la
construcción de escuelas, de carreteras, infraestructura en general.
Para
que se reparta la riqueza hay que tenerla. Desde el punto de vista de los empresarios,
ellos necesitaban al gobierno para que se suavizaran las cláusulas más
radicales de la Revolución. Estaban renuentes a invertir en la construcción de
nuevas fábricas, en la resucitación del campo —en muchos casos destruido por
los zapatistas, como, por ejemplo, las haciendas azucareras de Puebla—, y necesitaban
garantías para recuperar la confianza.
Entonces
un lado necesitaba al otro, por lo que se puede hablar de lo que yo llamo “una
simbiosis imperativa”, con ganas mutuas de construir un México fuerte. Pero lo
que pasó es que durante los años fue cada vez más notable una simbiosis no
tanto imperativa sino conveniente. Yo me refiero a esas relaciones más bien
interpersonales entre políticos y empresarios específicos cuyos motivos no fueron
tanto de necesidad mutua sino de conveniencia.
Para
dar un ejemplo concreto, en 1936 Maximino Ávila Camacho hizo campaña para el
gobierno del estado de Puebla, y el que donó más dinero a ella tras bambalinas
fue Jenkins. Fue, por supuesto, un donativo completamente ilegal, en contra de
la Constitución porque los extranjeros no pueden involucrarse en la política
mexicana. Una vez elegido Maximino devolvió el favor al dar protección al
ingenio Atencingo, de Jenkins, que el presidente Cárdenas quiso expropiar; pero
se llegó a un compromiso por el que sí fueron expropiados los terrenos pero no
el ingenio, y por lo tanto Jenkins salió ganando. Esto, que desde un punto de
vista de relaciones públicas es lo que a veces llamo “el teatro político”, se
vio como una gran ocasión para cumplir las promesas de la Revolución. Y textual
se dijo en el periódico del día siguiente: “Cumpliéronse ayer las promesas de
la Revolución en Atencingo”.
AR: Y muy parecido ocurrió después
con el gobierno de Adolfo López Mateos y el cine.
AP:
Sí, fue otra ocasión de teatro político. Pero en Atencingo Jenkins salió
ganando porque bajo el acuerdo de la expropiación los campesinos tuvieron que
surtir su caña sólo a Jenkins, quien podía fijar el precio y, por lo tanto, él
salió ganando a pesar de las apariencias.
Entre
Jenkins y Maximino hubo varios intercambios de favores que permitieron al
primero seguir lucrando de una manera desenfrenada, primero con el azúcar y
luego con un monopolio de cines en la ciudad de Puebla, y que en épocas
posteriores se extendería a todo México. Maximino recibió varios beneficios en
términos de préstamos para hacer acciones en la compañía de Atencingo. Esta
simbiosis conveniente luego se notó a nivel federal con la relación entre
Jenkins y Manuel Ávila Camacho.
Entonces
lo que examino, sobre todo en las décadas cruciales de los treinta y cuarenta,
es el establecimiento de los fundamentos de la economía mexicana que ha
existido desde entonces, que tiende a favorecer a los monopolios, a extender a
ciertos empresarios bien conectados una carta blanca para prácticas
monopólicas, evasión de impuestos, control de sindicatos y otras prácticas que
contribuyen a la concentración de la riqueza en las manos de unos pocos. Ésta
se dio en los casos de Jenkins y de los Azcárraga, por ejemplo. Es un tema que
todavía está con nosotros y lo vemos de nuevo en el caso de Enrique Peña Nieto y
Juan Armando Hinojosa, de Grupo Higa.
AR: ¿Cuál fue la ética del trabajo
y de los negocios de Jenkins? Se relata que desde muy joven y hasta sus últimos
días fue muy madrugador, que no fumaba ni bebía, hacía deporte, que fue un
estudiante brillante y muy bueno para los números. Llega usted a citar La ética protestante y el espíritu del
capitalismo, de Max Weber. Esa era una cara, pero había otra de la cultura
norteamericana: la de los barones ladrones.
AP:
Como dices, la ética protestante de trabajo es una que se ha aplicado a esa
cultura de finales del siglo XIX y principios del XX en Estados Unidos, que
animó a muchos norteamericanos a dedicarse a la creación de grandes fortunas.
Era una forma de pensar algo relacionada con el darwinismo social, que decía
que las élites ocurren naturalmente, por lo que quienes tienen el talento de
hacer riqueza deben hacer tanta como puedan, porque a final de cuentas será su
responsabilidad repartirla de manera filantrópica entre los más necesitados.
Jenkins
estuvo en la Universidad Vanderbilt, que es un ejemplo de esa tendencia. Fue
una escuela fundada, en parte, por Cornelius Vanderbilt, uno de los barones
ladrones. Jenkins vivió en una época en que los estudiantes fueron animados a
respetar y seguir el ejemplo de Vanderbilt, de Rockefeller, de Carnegie, de J.
P. Morgan. Por 1900 estos barones ladrones ya habían repartido su riqueza.
Jenkins
siempre tuvo esa idea, por lo que cuando en los años cincuenta creó la
Fundación Jenkins estaba cumpliendo con una expectativa: implantar su forma de
pensar cuando era muy joven. Por lo tanto a mi juicio es incorrecto decir que
Jenkins decidió donar su fortuna para limpiar su imagen, la cual le valía
madres.
Por
supuesto la filantropía es un tema complejo; no creo que nadie done su dinero
por un solo motivo sino siempre hay una convergencia de motivos. Para él fue
esa ideología y también una conciencia culpable por no haber cumplido sus
promesas a su esposa Mary, como la de que, una vez hecha su fortuna, iban a
regresar a Estados Unidos, lo que nunca hizo. También, quizá en una manera más
cortoplacista, el poder sostener y respaldar a políticos a la derecha del PRI,
como Rafael Ávila Camacho, quien recibió apoyos a su plan de gobierno en el
estado de Puebla.
Pero
la ética protestante del trabajo también dice que hay que trabajar y que la
generación de la riqueza es algo moralmente bueno. Entonces él vino a México
con este incentivo y también con el de haber sentido el rechazo de su familia
política, la que le vio como un arribista, un tipo de clase modesta que no
merecía estar en una relación con Mary, que era bisnieta de unos hacendados muy
ricos de Tennessee, que tenían esclavos y plantaciones. Entonces vino con el
enorme deseo de probarse a sí mismo y a su familia política que podía generar
la suficiente riqueza que le pudiera dar a Mary la forma de vida lujosa que,
según él, ella merecía por ser una reina.
Entonces
hubo una combinación de factores que le motivaron en la vida.
AR: Lázaro Cárdenas llegó a decir
en los años sesenta que Jenkins era una reliquia del pasado. Vale la pena
recordar que llegó al país antes de la Revolución mexicana, y durante ésta hizo
gran fortuna con su bonetería La Corona, que fue un gran éxito pese al
conflicto armado y que le permitió hacer su millón de dólares. Entonces parece
que por allí no pasó la Revolución y le fue muy bien.
AP:
Lo que marcó las primeras décadas de la vida empresarial de Jenkins en Puebla,
desde la última década del Porfiriato hasta principios de los años cuarenta, fue
el emprendedurismo. Fue el primero en importar máquinas de coser para la
fabricación de medias y calcetines, un sector que producía a mano en la mayoría
de las fábricas en el México de entonces. Él fue de los primeros en el país y
en Puebla en importar máquinas, lo que le ayudó a obtener una posición
dominante en ese sector.
Luego,
en los años veinte, junto con su gran agrónomo, el español Manuel Pérez, logró
no sólo resucitar el ingenio de Atencingo y sus terrenos sino obtener economías
de escala por aunar otras haciendas al mismo sistema y experimentar diferentes
tipos de azúcar llevados de distintos países y hacer grandes obras de riego. A pesar
de que gozó de una protección política, el éxito de Atencingo se explica en
gran parte por obras innovadoras en el cultivo y el proceso del azúcar. Luego,
a inicios de los años cuarenta, cuando entró en la industria del cine, él y sus
manos derechas (Manuel Espinosa y Gabriel Alarcón) estaba innovando en ella; pero
a partir de esos años, cuando Jenkins ya tenía más de 60 años de edad, se notó
cada vez más una visión menos emprendedora y más rentista: cada vez dependía
más de sus relaciones políticas para mantener sus márgenes de utilidad.
Te
doy el ejemplo concreto de las fábricas de Atlixco, El León y La Concha: a
principios de los años cincuenta Jenkins llegó a un arreglo con el entonces
gobernador de Puebla, Carlos Betancourt, para que esas fábricas pudieran quedarse
técnicamente en la bancarrota y obtener permiso para despedir a quien quisiera
y así mantener márgenes de utilidad en vez de invertir en nuevas máquinas. Él
tenía el dinero para seguir invirtiendo y seguir innovando, pero decidió
escoger el camino más fácil para perpetuar sus ganancias.
Eso
es como una metáfora para lo que pasa en la economía mexicana con muchos
innovadores: siempre los ha habido, pero lo que tiende a pasar en el largo
plazo es que los hijos o los nietos de la familia dependen cada vez más de
relaciones políticas y menos de la innovación. Se nota esa tendencia también en
la familia de Emilio Azcárraga Vidaurreta, quien fue un gran innovador,
mientras que Milmo innovó algo pero también dependió mucho de las relaciones
políticas que protegían su monopolio. Se nota eso en otras familias de la
industria textil en Puebla. Se puede decir que es la maldición o el hechizo de
la economía mexicana: que esta tradición tan marcada de relaciones de apoyo
mutuo, de conveniencia entre elites políticas y empresariales tiende a socavar
los instintos emprendedores a largo plazo.
Es
muy difícil para los innovadores lograr penetrar en sectores ya establecidos,
porque los grandes, con la complicidad de los políticos, tienden a poner
barreras que dificultan la entrada de nuevos emprendedores en un sector
establecido. Las ocasiones en que éstos han podido entrar han tendido a ser
épocas de gran disturbio, como en la década de la Revolución mexicana, cuando
no sólo Jenkins sino varios libaneses y otros inmigrantes aprovecharon el caos
para avanzar. De nuevo lo notamos en los años ochenta, cuando Carlos Slim se
aprovechó del caos de esa década para comprar barato y, utilizando su visión
empresarial, revivir varias empresas caídas en malos tiempos.
A
veces suceden esas épocas, que son propicias para el emprendedurismo, pero son
contadas. Por lo tanto, lo que tiende a persistir en México es el dominio de
unas cuantas familias bien conectadas y cada vez menos emprendedoras.
AR: En el libro se pueden apreciar
algunos cambios de Jenkins: cuando fue cónsul casi fue fusilado, y después vino
su secuestro. Dejó de ser cónsul y, por decirlo así, se independizó de Estados
Unidos y se centró en sus relaciones mexicanas. ¿Por qué y cómo fue este
cambio? Uno podría pensar que iba a tener un apoyo de su gobierno, pero terminó
por tejer y depender casi únicamente de sus vínculos mexicanos.
AP:
Pienso que en parte fue por su propia personalidad. Era una persona que, dado
su origen en Tennessee y de una familia modesta, siempre resentía a la gente de
una élite establecida. Cuando vino a México no se asoció mucho con la élite
local norteamericana; a finales del Porfiriato miles de estadounidenses vivían
en México, pero la mayoría de los ricos vivían en la capital, y Jenkins guardó
su distancia.
También
fue una cuestión de geografía: él se radicó en Puebla, donde la comunidad
norteamericana era muy pequeña. Entonces tuvo que depender más de relaciones
con mexicanos, y felizmente se vinculó con algunos, a quienes escogió
cuidadosamente: no le cayó nada bien la vieja guardia mexicana porque la encontraba
igual de esnob que las élites locales en Tennessee.
Otro
factor en cuanto a su relación con el cuerpo diplomático norteamericano es que
hubo roces personales entre él y varios de los embajadores. El diplomático más
importante de esa época fue Josephus Daniels, quien estuvo hasta principios de
los años cuarenta y que era de centro izquierda, demócrata, mientras que
Jenkins era de la derecha. Daniels se hizo muy amigo de Cárdenas, y éste
despreció mucho a Jenkins, lo que afectó mucho la imagen que de este tenía el embajador.
También
vio que las relaciones políticas que más le convenían eran las cercanas, como el
gobernador de Puebla, luego el arzobispo y después el jefe militar, así como los
caciques locales en el suroeste del estado, en los terrenos del azúcar. Esas
eran las relaciones que más le servían.
AR: ¿Qué aprendió Jenkins de sus
experiencias mexicanas? Algunas fueron traumáticas, como el intento de
fusilamiento por parte de los carrancistas, estuvo en un par de ocasiones en la
cárcel, padeció el escándalo de su secuestro —que algunos tildaron de
autosecuestro—, le expropiaron las tierras de Atencingo y parte de los cines
que tuvo. Parecen vivencias que bastaban para irse del país.
AP:
Las experiencias de la Revolución con el pelotón de fusilamiento, el secuestro
y posiblemente otros enfrentamientos y espantos de los que no tenemos
evidencias, hablan en parte de su valentía: se le puede criticar por muchas
cosas pero era un hombre valiente. Creo que él vio esos episodios como algo
quizá inevitable porque estaba viviendo en una guerra, pero lo que lo motivó a
seguir en México, a continuar invirtiendo y prestando fue la enorme oportunidad
que representó la Revolución, durante la cual quintuplicó su fortuna.
Entonces
las oportunidades eran tan atractivas para él que pudo aguantar esos episodios incómodos.
Creo que era un tipo algo necio, obstinado, el tipo de persona que no le temía
a nadie y no iba a ser detenido porque alguien le dijera que alguna cosa no se
podía hacer. Considero que tuvo un fuerte sentido de su propio destino, que iba
a ser un hombre exitoso; de nuevo podemos referirnos a la ética protestante del
trabajo: el que trabaja fuerte, duro y tiene el talento, va a lograr grandes
cosas.
Hay
que recordar que la mayoría de los barones ladrones no nacieron en sábanas de
seda: eran de clase modesta, como Rockefeller, Carnegie dejó su casa a los 14
años en Escocia y emigró a Estados Unidos. Y aunque Morgan fue un caso
distinto, la mayoría de los barones ladrones habían escalado las jerarquías
socioeconómicas, y creo que él tenía una visión de sí mismo muy parecida. Para
él los episodios incómodos eran retos para sobrevivir o para vencer.
AR: En Puebla le tocó vivir una
época particularmente violenta en los años veinte: los sindicatos, la lucha
agraria, elecciones, etcétera. ¿Cómo se sirvió Jenkins de la violencia para
consolidar su poder económico? En el libro se habla de varios asesinatos,
aunque no queda tan claro que haya estado tan directamente ligado con ellos.
AP:
Es muy notable en una carta que cito: después de su experiencia frente al
pelotón de fusilamiento, lo que él sacó de la Revolución es que México es un
país violento, los indígenas especialmente, y entonces la manera de proceder
era equiparse para enfrentar la violencia, armar a sus propios empleados porque
la ley formal no existía o era muy arbitraria. No se podía depender de las
instituciones y tuvo que crear sus propias redes de protección.
Una
vez un nieto de Jenkins me dijo: “Atencingo fue como the Wild West”. Todo mundo andaba armado, y los enfrentamientos que
hubo no sólo involucraron a la gente de Jenkins frente a los agraristas sino
peleas entre éstos, que seguían a distintos caciques; también disputas entre
sindicatos de la CROM y la CROC, y otras que tenían sus raíces en controversias
y resentimientos locales.
Cuando
fui a Atencingo a entrevistar a los que habían trabajado en el ingenio en la
época de Jenkins, llevé unas notas conmigo sobre distintas personas que habían
sido asesinadas, y resultó que por lo menos en par de casos no debían nada a
cuestiones políticas o al rol de Jenkins o de su mayordomo Manuel Pérez sino a
asuntos de faldas.
Pero
en ese ambiente la presencia de Jenkins fue tan dominante que era muy fácil que
los cronistas pusieran toda la violencia a su cuenta. Yo creo que sí, que
empleó la fuerza de las armas para proteger sus terrenos; incluso considero que
le dio mucha libertad de operación a Manuel Pérez. Pienso que en términos de su
visión ética, dar rienda a Pérez fue una forma de darse a él mismo un sentido
de libertad ética, libre de cualquier conciencia culpable. Primero su
justificación era que los mexicanos eran gente violenta, y que siempre se iban a
matar unos a otros. El segundo aspecto es que a Pérez le dio permiso de tratar
con los agraristas de la manera en que éste creyera más conveniente.
En
la historia, y no sólo de México, ha habido gente blanca que ha controlado
grandes extensiones de tierra trabajadas por indígenas o negros, y que ha
intentado separarse de cualquier sentido de culpabilidad. Por eso es que la
figura del mayordomo es tan importante: no sólo fue el gerente sino que
funcionó como una especie de barrera moral entre el dueño y su fuerza laboral.
Entonces el dueño podía seguir libre de cualquier sentido de culpa porque el
mayordomo era el responsable de manera directa de controlar la mano de obra y
ejercer la violencia cuando, a su juicio, fuera necesaria.
Así
el dueño podía llegar a la hacienda y tratar de forma directa con sus empleados
como si fuera noble y ético, que daba las gracias, la bendición en bodas y
bautizos, que se podía preservar en su círculo con sus buenas costumbres.
Entonces
la culpabilidad de Jenkins en cuanto a la violencia en Atencingo existió pero
fue indirecta: permitió que su mano derecha en ese entonces, Manuel Pérez, la
ejerciera, pero él no quería saber de ella.
Esa
es mi deducción porque no tenemos sus agendas y hay muy pocas cartas que
sobreviven de esa época.
Otro
aspecto que le dio un sentido justificado por su manera de comportarse como
dueño de Atencingo fue la cuestión de los donativos que hacía. Seguramente
pensó: “Mientras doy empleo, utilizo parte de lo que gano para la construcción
de escuelas, pago días feriados y festejos religiosos como el Día de Guadalupe,
etcétera, estoy cumpliendo con mi deber. Si hay derramamiento de sangre en los
cañaverales, seguramente es algo inevitable que va a suceder porque así son los
indígenas en México, gente que se pelea entre sí y a veces no reconocen el
beneficio que yo, como capitalista, les estoy dando”.
AR: Es interesante la combinación
de los dos aspectos: sí fue un empresario innovador, dio empleos, hizo mucho por
la beneficencia pública (patrocinó la construcción de escuelas y hospitales)
mediante su Fundación, hasta más allá de su muerte. Esa es su leyenda blanca,
como dice al final, mientras que la negra es la de la corrupción, como su inversión
en campañas electorales, la ilegalidad en la compra de terrenos cerca de la
frontera, la evasión fiscal (llega usted a llamarlo “evasor serial”). ¿Cómo
combinaba Jenkins esas dos facetas, que uno puede ver contradictorias?
AP:
El comportamiento filantrópico se relaciona con lo que decía apenas sobre la
manera en que los empresarios han tendido a ver a sus empleados. Yo recuerdo,
por ejemplo, que cuando investigaba al Tigre
Azcárraga entrevisté a una guionista de telenovelas, Yolanda Vargas Dulché,
cuyo esposo había sido encarcelado por evasión de impuestos. Fue uno de varios
empresarios encarcelados en el gobierno de Carlos Salinas como una muestra de
que ya no estábamos viviendo en tiempos de impunidad. Ella me indicó que no
entendían, que no fue justo que lo encarcelaran porque en su hacienda habían construido
37 casas para sus empleados. Esta actitud de las elites, que data de la época
de Jenkins y aun antes, aún está vigente hoy; como que ellas saben mejor lo que
es un buen uso de su dinero y, por ello, deben formar sus propias reglas. Si no
le pagan bien a sus empleados, si no les dan seguro social o no pagan sus
impuestos, no importa; lo que sí importa es que ellas saben mejor cómo manejar
la cuestión del dinero, mientras que los pobres no saben gastar bien porque se
emborrachan o gastan su sueldo en frivolidades.
Es
una arrogancia elitista muy arraigada en este país, y Jenkins fue uno de varios
en ese sentido; su forma de pensar era muy común para su época, que aún está
con nosotros.
Cómo
conciliar la filantropía con la explotación es parte de la misma mentalidad,
aunque hay una distinción con Jenkins: su obra filantrópica son dos asuntos:
primero, no hacía alarde de ella. Se ausentó de la inauguración de muchas obras
que había financiado, lo que delegó en un empleado, una hija o un miembro del
patronato de la Fundación Jenkins.
Esta
manera de practicar la filantropía es muy distinta de la de, por ejemplo,
Manuel Espinosa Iglesias, quien siempre quiso estar presente, recibir los
aplausos y dar un discurso.
Yo
creo que la tendencia filantrópica en México oscila entre esos dos extremos,
pero hay pocos que, como Jenkins, nunca quieren salir en pantalla.
Otra
tema fue la forma de establecer la Fundación: él fue el primero en México en
establecer una según el modelo sajón, que data desde la Inglaterra del siglo
XVII. Así estableció una cuyo propósito era invertir en actividades rentables y
usar las utilidades para hacer los donativos, modelo muy distinto al típico
entonces en México, que era establecerla para repartir la riqueza en unos pocos
años.
Lo
interesante del modelo que introdujo Jenkins en 1954 es que los demás
filántropos mexicanos lo siguieron y hoy es el modelo dominante en el país.
AR: Sobre la Fundación señala que
tenía un papel secundario: ser un mecanismo político aliado al PRI. Habla de
que había dos grupos en el PRI: el del proyecto alemanista y el del general Cárdenas.
Por supuesto, Jenkins apoyaba al alemanismo, y la Fundación apoyó a las
universidades en contra de la UNAM y de la BUAP (la de las Américas, por
ejemplo). Entonces ¿cuál fue el papel político que desempeñó Jenkins? Vemos que
intervino incluso en la vida interna del PRI, financiaba campañas electorales,
tenía amigos como los presidentes Ávila Camacho y Alemán.
AP:
Su papel político fue apoyar a los políticos a favor de la empresa. Se notó que
desde finales de la Revolución, concretamente desde 1920 —aunque sospecho que
aun antes él daba subsidios a los gobiernos de Puebla— dio donativos de campaña
a los políticos de la derecha, a los que iban a favorecer a los industriales en
vez de los agraristas o los sindicalistas.
Él
hizo donativos desde la época de la Revolución, pero la cantidad de dinero que
daba aumentó notablemente a partir de mediados de los cuarenta, cuando murió su
esposa. En esa época el PRI ya estaba muy bien arraigado, era el partido
dominante. Entonces el motivo de sus obras filantrópicas —aunque siguió
apoyando a políticos de la derecha, como Rafael Ávila Camacho—, era más que
nada el sentido de la ética protestante del trabajo, que dice que cuando
repartes tu dinero la prioridad debe ser la educación. Él apoyó la educación
pública, principalmente, aunque también al Colegio Americano de Puebla, fundado
por su hermana. La gran mayoría de las instituciones que recibieron el apoyo
financiero de Jenkins a partir de principios de los años cincuenta fueron escuelas
públicas, así como centros deportivos dirigidos a gente de clase media.
Cuando
murió Jenkins y Espinosa Iglesias tomó el timón de la Fundación, inicialmente
siguió con el mismo modelo: dio mucho dinero a la BUAP para la construcción de
su ciudad universitaria, pero a partir de 1967 apoyó cada vez más a la
educación privada.
Allí
entramos a una cuestión abiertamente política, porque se vivía en la época de
la Guerra Fría “calentada”; sé que es un oxímoron pero, a partir de la
Revolución cubana, los campus de México se convirtieron en campos de batalla
entre estudiantes de la izquierda y de la derecha, cada vez más polarizados.
Resulta que en la BUAP fueron los izquierdistas quienes tenían ascendencia y
lograron controlarla; la respuesta de Espinosa Iglesias (y no fue el único en
la iniciativa privada) fue apoyar directamente y con más recursos la educación
privada, una apuesta para que universidades como las de las Américas y la
Anáhuac pudieran funcionar como contrapeso a las públicas, que eran
abiertamente de izquierda.
Entonces
se quiso cultivar una educación de derecha, que produjera los empresarios del
futuro. Esta es la filosofía que ha predominado en la Fundación Jenkins desde
entonces.
Es
una visión muy distinta de la de Jenkins, porque cuando él estableció la
Fundación puso una cláusula: en 1954 dijo que su dinero debería ser canalizado principalmente
al estado de Puebla (no dice exclusivamente) y a los más necesitados. Entonces
yo creo que a Jenkins no le gustaría tanto cómo se ha manejado su dinero en los
últimos 50 años.
En
algunas cosas estaría feliz, creo yo: ver que hay cuatro centros deportivos,
los clubes Alfa, en Puebla, apoyados por la Fundación Jenkins. Pero el apoyo a
la educación pública ha sido escaso en los últimos 50 años.
AR: ¿Por qué Jenkins amó a México
hasta el grado de dejar a su familia? Su esposa, Mary, el gran amor de su vida,
estuvo en Estados Unidos y murió allá sin que él regresara a su casa de Los
Ángeles; no vio las bodas de sus hijas, y trajo los restos de su esposa a
Puebla, y los suyos propios también reposan acá.
AP:
Creo que amaba mucho a México porque significó para él una tierra de oportunidades.
Desde su llegada y hasta sus últimos días encontró actividades en las que podía
invertir, como en el campo. Le gustaba considerarse un granjero, más que nada
un agricultor, a lo que dedicó gran parte de su vida a partir de 1920. Vendió
Atencingo en 1946, y de allí fueron 26 años de trabajo muy dedicados al campo,
a cultivar el azúcar. Y en los años que le quedaron siguió cultivando caña,
melón y jitomate en varias partes de Puebla en terrenos menores, lo que siguió
siendo su pasión.
Luego,
a finales de los años cincuenta empezó una nueva aventura en Michoacán, en
tierra caliente: el cultivo de algodón y melón. Le encantaba cultivar. Entonces
en parte es eso: la oportunidad que le dieron Puebla y México.
Creo
que le gustó mucho también estar en una situación en donde podía cultivar a
otros, fomentar, educar y respaldar a los que mostraban talento. En ese sentido
fue muy demócrata: sí dio dinero a los hijos de sus amigos de la élite de
Puebla para que fundaran sus negocios, pero también aportó dinero a gente de
procedencia humilde del Valle de Matamoros.
Creo
que esto es lo más importante. También le encantó Acapulco en los años cuarenta
y cincuenta, y le encantó estar en el campo, con el sol en su espalda, sentir
el suelo bajo sus botas y ver crecer los cultivos.
En
cuanto al pueblo mexicano, hizo algunas amistades fuertes, pero no muchas.
Sintió que México le había dado chance de probarse en la vida, de cumplir con
los talentos con los que nació.
Esto
es inferencia porque Jenkins no dejó mucho escrito en las últimas décadas de su
vida. Lo que sobrevive son cartas que hacía a su familia: escribía con cinco
copias, y las mandaba a distintas hijas y familias en distintos lugares. En
esas cartas lo que más se nota es su placer.
Estamos
hablando de cartas que empezó a escribir a finales de los años cuarenta y hasta
finales de 1963, cuando murió. Casi no habla del cine; de lo que más hablaba era
de sus proyectos agrícolas, de los cultivos de melón, caña y algodón en
Michoacán. El segundo tema más común eran sus viajes de pesca en Acapulco.
Entonces,
aunque dedicaba más tiempo a cuestiones financieras, lo que le gustaba
describir eran sus momentos en el campo y en el mar. También habla algo de la
mujer que trabajó más con él, Amelia García, Mía, quien fue su cocinera (decían las malas lenguas que eran
amantes, pero creo que era una broma, más que nada). Ella era indígena,
chaparrita, gordita, con una cara linda, y quizá fue su mejor amiga, más
después de la muerte de Mary porque la llevaba por todos lados. Eso es una cosa
fascinante de Jenkins porque ella lo acompañaba, comían en la misma mesa y él
no se portaba como un típico elitista mexicano en ese sentido.
En
cuanto a su trato con gente de otra clase social y de otra tez, fue muy
demócrata, muy sencillo.
Eran
misterios en la vida de Jenkins; lo que realmente sentía sobre México es algo
que debemos inferir porque no lo dice textualmente, pero por la manera en que
él le dio su tiempo y lo que dicen sus cartas, expresa esa tendencia sajona de
no hablar mucho de sus sentimientos.
AR: Aunque él fue una de las
víctimas de la gringofobia.
AP:
El tema principal es la gringofobia. Yo diría que la cuestión de la
persistencia de relaciones tan cómodas entre élites políticas y empresariales
es un asunto, y otro es la persistencia de sentimientos muy encontrados entre
la población mexicana y los estadounidenses. Yo indico varias veces las
ocasiones en que en momentos de cierta sospecha colectiva sobre Estados Unidos,
Jenkins entró al discurso político como una herramienta retórica para dar
ejemplo de las maniobras maquiavélicas y explotadoras de los norteamericanos.
Pero
esa gringofobia ha alternado con una gringofilia
en este país, como en momentos en que ciertos presidentes (Obregón, que siguió a
Carranza, es un ejemplo) han proyectado una política de puertas más abiertas a
Estados Unidos, sobre todo en plan retórico.
Yo
digo al final del libro que la gringofobia ha tendido a disminuir en décadas
recientes, sobre todo desde mediados de los noventa, porque muchos millones de
mexicanos ha ido a Estados Unidos y han conocido al Tío Sam, y han visto que no es el gran Satanás.
Los
politólogos que manejan el estudio de encuestas públicas han notado que en las
últimas dos décadas la percepción de Estados Unidos ha tenido sus altibajos,
positivos bajo Obama y negativos bajo Bush. En el año 2006, según un estudio
del CIDE, un 46 por ciento de los mexicanos tuvieron una impresión negativa de
Estados Unidos; 10 años después, según Latinobarómetro, esa percepción negativa
ha caído al 15 por ciento.
Entonces,
aunque la gringofobia ha disminuido, hay cierta cantidad de la población
mexicana, hasta la mitad —lo que depende de quién está en la Casa Blanca y de
cómo es la política exterior de Estados Unidos—, que está dispuesta a sospechar
y tener opiniones negativas hacia ese país. Esa tendencia puede ser manipulada:
hubo intentos de hacerlo durante los debates sobre el Tratado de Libre Comercio
y de nuevo ahora que Donald Trump está en la Casa Blanca.
Aunque
no menciono textualmente a Trump en mi libro, sí digo que en un futuro es
posible que algún político populista en México aproveche la persistencia de un
cierto grado de gringofobia para hacer política, para hacer declaraciones que
animan a la gente con fines de fortalecer sus propias bases, lo que es posible
que vuelva a suceder en las elecciones de 2018.
*Entrevista publicada en Etcétera, núm. 197, abril de 2017.
1 comentario:
Muy buena entrevista, me quedo con el gringo filántropo que ayudó mucho de alguna manera a Puebla. Habría que compararlo con algunos Gobernadores corruptos y que no dejan un legado como lo dejó él. Habrá que buscar el libro. Saludos
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