La transición sin responsabilidad
Entrevista con Claudio Lomnitz*
Ariel
Ruiz Mondragón
Durante
las tres décadas más recientes México ha sufrido serias y notables
transformaciones: la adopción del modelo económico neoliberal, La integración
en la globalización, un accidentado proceso de democratización, una crisis
social que no termina sino que se ahonda y el boom de la delincuencia y la violencia, entre otras.
Pese
a la importancia de esos cambios, aún estamos en busca de las claves
interpretativas para entender ese presente y de las coordenadas para poder
imaginar el futuro mexicano. En La nación
desdibujada. México en trece ensayos (Malpaso, 2016), Claudio Lomnitz
desarrolla una serie de reflexiones sobre el desarrollo de la nación y el
nacionalismo en las turbulencias de la genealogía y lo emergente.
Sobre
la vertiente política de ese conjunto de textos, Etcétera conversó con Lomnitz (Santiago de Chile, 1957), doctor en
Antropología por la Universidad de Stanford, quien ha sido profesor de las
universidades de Columbia, Nueva York, Chicago y Autónoma Metropolitana, así
como de El Colegio de México. Autor de una decena de libros, ha colaborado en
publicaciones como Nexos, La Jornada y Excélsior. Ganó el premio de investigación Humboldt en 2016.
Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué reunir
estos ensayos tan diversos acerca de lo nacional, que atienden, como usted
dice, la genealogía del presente y la sociología de lo emergente?
Claudio Lomnitz (CL):
La idea del libro era ofrecer al lector varios puntos de entrada a la cuestión
nacional, y compartir distintos géneros de escritura que he explorado en los
últimos años.
AR: Una parte importante del libro
está dedicada a la crisis de representación, que en México ha implicado una
desconexión entre el cambio social y la representación política y simbólica. ¿A
qué se ha debido esa desconexión?
CL:
La sociedad mexicana se ha transformado a un ritmo vertiginoso, mientras el
pensamiento acerca de la sociedad se ha ido quedando a la zaga. Nos hemos ido
acostumbrando a constatar los cambios a través de encuestas y censos —de la
sociometría— con poco esfuerzo por elaborar claves de interpretación cualitativas,
basadas en el conocimiento etnográfico o fenomenológico. Es decir, hemos
desatendido el estudio de los procesos vividos, y hemos querido sortear ese
déficit con más y más encuestas de opinión. Esa es una parte del problema.
Hay
también crisis de representación porque todavía no asimilamos plenamente el
hecho de que Estados Unidos es —desde hace ya décadas— un aspecto muy relevante
a nivel cotidiano de la vida en México. Seguimos pensando a México como si el
país terminara en la frontera norte, y no desde la integración norteamericana,
que es problemática y complicada, sin duda, pero que forma ya parte de aquello
que llamamos “la realidad nacional”.
Por
último, hay crisis de representación porque la democracia ha consolidado una
clase política que responde poco y mal a la gente que supuestamente representa.
La vida democrática depende de un sano proceso de formación de opinión y de que
la realidad importe en el proceso de gobernanza. Depende de que los políticos
no caigan en la tentación constante de tapar el sol con un dedo e inventar
ellos la realidad desde sus declaraciones, mientras canalizan los recursos del
Estado a los bolsillos de la clase política.
La
representación democrática pide una política no sólo de transparencia, que es
lo que se ha subrayado hasta ahora, sino, ante todo, de responsabilidad. La
palabra “responsabilidad” ha brillado por su ausencia en la transición
democrática de México.
AR: Parece ser que la democratización
del país vino acompañada, paradójicamente, de la crisis de representación. ¿Por
qué se dio este fenómeno?
CL:
La democratización se dio como una lucha social, acrecentada de manera muy
importante por la siempre creciente complejidad del país. Las huelgas de los
médicos de los años sesenta, por ejemplo, o el movimiento estudiantil de 1968, fueron
luchas sintomáticas de un país que ya no podía ser representado cabalmente por
las estructuras corporativas del PRI. De modo que la democratización fue, en
primera instancia, tanto un síntoma como una demanda de solución a la crisis de
representación en el viejo orden.
Sin
embargo, la democratización ha generado sus propias dificultades en el tema de
la representación. Algunas de estas dificultades manan de la toma de gobiernos
locales por parte del crimen organizado; por ejemplo, ¿cuál fue sociedad
representada por José Luis Abarca en el gobierno municipal de Iguala? No lo
sabemos, pero sí sabemos que Iguala está sembrada de cadáveres, y que levantar
la voz contra el municipio podía ser comprar un boleto que terminaba en alguna
fosa clandestina. Lo mismo sucede en muchos municipios, en demasiados. En esos casos,
los partidos políticos se convierten en cascarones que no representan ideología
alguna.
Otros
problemas de representación manan la falta de evaluación y consecuencias de los
resultados de los actos de gobierno. Pareciera que la efectividad de la
inversión pública no es un parámetro que tenga consecuencias para la carrera de
los gobernantes. En algunos casos esta tendencia incluso ha empeorado con la
democracia, porque en tiempos del autoritarismo presidencial, la eficacia en el
gobierno, aunque baja, podía tener consecuencias en un momento dado, porque el
Presidente de la República podía llamar a cuentas a algún gobernador, por
ejemplo. Hoy, los resultados que obtienen los gobernantes con sus políticas
tienen pocas consecuencias para sus carreras. El gobierno de México gasta
millones en educación, pero se le dificulta garantizar calidad educativa; gasta
a manos llenas en policías, pero abundan la inseguridad y el pago de “derecho
de piso”; permite un desarrollo urbano desordenado, cortoplacista, abierto
siempre a los proyectos del mejor postor.
La
democracia se dio como respuesta a una crisis de representación, pero no ha
conseguido gobernar de acuerdo con una opinión pública informada, y sobre todo
no ha conseguido gobernar con responsabilidad. La falta de responsabilidad es
una cara de la crisis de representación.
AR: En el marco de las nuevas
dependencias latinoamericanas usted resalta “la sensación de que las ideologías
políticas no representan la vitalidad de lo social y de que los mecanismos de
representación social (…) resultan inadecuados para la tarea de representar a
la sociedad frente a sí misma”. ¿Qué opciones se presentan hoy ante ese
vaciamiento? ¿Tal vez el populismo flexible que usted también menciona?
CL:
El populismo —flexible o no— es un paliativo antes que una solución. Y si no, allí
está el caso de Venezuela. Es un paliativo porque al minar los mecanismos de
deliberación democrática para colocar el poder en manos de un líder que dice
representar al pueblo, y le entrega al líder algunas de las responsabilidades
de las que se ha desentendido el Estado (neo)liberal. Los trabajadores del
llamado rust belt de Estados Unidos
pueden creer que un líder como Donald Trump será capaz de interceder por ellos,
lo que difícilmente podría hacer un presidente que respetara los mecanismos
tradicionales de representación. Sin embargo, la verdad es que los seguidores
de Trump no tienen garantía alguna de que su líder de verdad los protegerá. No.
Me parece que hace falta fortalecer los mecanismos de deliberación y de
decisión democrática, e invertir en la justicia, así como se invirtió antes en
crear un sistema electoral confiable.
AR: El proceso político mexicano de
finales del siglo XX también formó parte de una ola democratizadora a nivel
internacional. Usted entiende el nacionalismo como “un producto internacional
que implica una constante tarea de traducción”. ¿Cómo ha cambiado el
nacionalismo mexicano con el proceso democratizador?, ¿qué elementos ha tomado
y traducido de otros países?
CL:
Es una buena pregunta que, hasta donde sé, nadie ha estudiado. No la sabría
contestar plenamente, pero hay un par de elementos que saltan a la vista: por
ejemplo, la reconfiguración del nacionalismo mexicano para darle más cabida al
multiculturalismo, y también el regreso del horizonte religioso, en el caso
mexicano del catolicismo, como una dimensión relevante.
AR: ¿Cómo se han vinculado economía
y política en la transición democrática mexicana? De manera contradictoria,
pero el modelo neoliberal empujó la democratización del país. Comenta usted que
“el intento de equilibrar la desinversión del Estado en la economía nacional
con concesiones democráticas era claro”. Las reformas económicas minaron el
Estado autoritario. ¿Cómo fue este proceso?
CL:
Fue un proceso calibrado y relativamente lento, a diferencia, por ejemplo, del
caso soviético, donde se dieron simultáneamente la transformación económica y el
cambio político. En México se utilizó el viejo sistema autoritario para promover
la liberalización de la economía, y por eso la liberalización política estuvo
rezagada frente a la primera. Se puede decir que el viejo PRI fue el verdugo
del sistema unipartidista porque cada paraestatal que se vendía y cada subsidio
que se cortaba era también la muerte de una relación clientelar. Y se puede
decir, también, que la liberalización de la economía fue una precondición de la
democratización. La liberalización económica fue causa, y no resultado, de la
vida democrática.
AR: Usted destaca, por ejemplo, que
la “angosta base impositiva fomenta bajos niveles de rendición de cuentas”, y
que el alza de los precios del petróleo coincidió con la transición
democrática, lo que dio mucho dinero a los gobiernos estatales y municipales
con escasos controles y rendición de cuentas.
CL:
Así es. Pienso que el hecho de que el Estado mexicano haya dependido
desproporcionadamente del petróleo, y relativamente poco de impuestos, le ha
dado amplios márgenes de discrecionalidad —y desde luego también enormes
márgenes para la corrupción. Los grandes ricos en México pagan pocos impuestos,
y compran los servicios que se le niegan a la población en general, comenzando
con la seguridad. Si las grandes empresas mexicanas pagaran, digamos, el 35 por
ciento de sus ganancias en impuestos, le exigirían buenos servicios al Estado.
Por
otra parte, si hubieran mayores esfuerzos por legalizar la economía informal,
la relación entre “informales” y Estado sería menos clientelar, y ellos podrían
exigir políticas públicas en lugar de negociar concesiones particulares.
AR: ¿Cuál ha sido la influencia de
los tecnócratas en la democratización del país? Integraron un gobierno que,
como usted escribe, “acababa de abandonar de golpe sus antiguas obligaciones
paternalistas y de dejar a su pueblo expuesto por completo a la inclemencia del
mercado”.
CL:
Es una pregunta que pide mucha investigación que todavía no se ha realizado,
porque el papel de la tecnocracia ha sido bastante complejo y, yo diría, ambivalente.
No cabe duda de que la capa gubernamental de expertos cumple un papel
importantísimo, indispensable, en una sociedad tan compleja como es México. Se
necesita, y mucho, a los expertos del INEGI, del Banco de México, de Relaciones
Exteriores o de seguridad. Sin ellos, el gobierno sería todavía mucho menos
eficaz.
Por
otro lado, me parece que se puede documentar también la soberbia tecnocrática
de los pasados 30 años, en que se tomaron decisiones importantes sin previsiones
ni para la población más vulnerable ni para el medio ambiente. El caso quizá
más doloroso fue la falta de voz y representación del campesinado mexicano ante
las negociaciones tecnocráticas de ingreso del país primero al Acuerdo General
de Aranceles y Comercio, y luego al Tratado de Libre Comercio de América del
Norte. ¿Qué previsiones tomaron los economistas para cuidarlos ante un cambio
tan profundo como ese? Hay todavía bastante investigación que hacer sobre ese
tema, pero parece posible que la tecnocracia —o partes de ella— haya obrado con
fe en “la mano invisible” del mercado, antes que con responsabilidad frente al
impacto directo e inmediato de sus políticas en sectores vulnerables de la
población.
AR: Una anotación muy interesante
que hace es que, tras 30 años de transformaciones, “la sociedad mexicana ya no
se conoce a sí misma”. ¿Cómo ha cambiado su representación simbólica y cuáles
son los problemas que ello ha traído? Incluso en otra parte del libro usted
habla de “una radical transformación moral”.
CL:
La moral siempre se relaciona con las costumbres, con los hábitos. La moral se
identifica, de hecho, con las “buenas costumbres”. Por eso, cuando cambian las
costumbres, la moral empieza a quedar desfasada frente a la nueva realidad. Esto
ha sucedido en México. Pongo de ejemplo el valor, alguna vez considerado “muy
mexicano”, de la “madre abnegada”: su moral se basaba en una economía que para
mucha gente ya no existe. Hoy hay miles de madres mexicanas que emigran de sus
pueblos, dejando hijos atrás, para sostener a sus familias. Son, sin duda,
madres sacrificadas, pero no son las viejas madres abnegadas de antaño porque
tienen que tomar decisiones para toda la familia, y porque, con todo su
sacrificio, son figuras de poder antes que de resignación. Es un ejemplo de
revolución moral.
Cada
vez que observamos un fuerte cambio de costumbres, una vieja moral entra en
crisis.
AR: Comenta usted que “la
transición democrática ha escrito su propio capítulo en la historia de la
corrupción mexicana”. Esto también puede vincularse con la impunidad, con la
falta de justicia. En otra parte del libro destaca que, debido su contracción,
los Estados latinoamericanos se convirtieron en garantes de los privilegios de
sus empleados. ¿Cómo y por qué ha ocurrido esto, cuando de la democracia se
esperaban resultados muy distintos?
CL:
Es una pregunta muy grande. No me parece que toda la democracia sea un fracaso;
creo, al contrario, que hay que profundizarla. Habiendo dicho esto, me parece
que se han tomado decisiones complicadas, muy complicadas. El peor ejemplo es
la guerra contra el narco: a la hora de declararla nadie preguntó si la
democracia mexicana tenía los recursos y las instituciones necesarias para
ganarla. ¿Acaso se podía librar una guerra así dentro de la legalidad, dado lo
endeble del aparato de justicia realmente existente? ¿Se podía, dado el sistema
carcelario que había? ¿Se podía, dada la realidad de las policías municipales y
los ministerios públicos y los jueces? Si se hubieran hecho estas preguntas se
hubiera tenido por fuerza que responder que no, y pensar tres veces antes de
lanzar una guerra que no podía terminar bien y que necesariamente iba a socavar
el incipiente proceso de democratización.
AR: Para usted, y no sólo en México,
el discurso neoliberal ha traído un renacimiento del lenguaje político
decimonónico, especialmente del republicanismo, lo que ha traído diversos
atavismos. ¿Cuáles son los más importantes de ellos?, ¿funcionan para hoy?
CL:
El renacimiento del lenguaje republicano del siglo XIX ha sido notable,
especialmente en América Latina. Vemos a las izquierdas, por ejemplo, identificando
a la corrupción como el problema central de la república —lo que de ninguna
manera se hacía, digamos, en los años sesenta o setenta, cuando la izquierda se
interesaba poco por la corrupción y más por la explotación. Vemos también a
líderes populistas de izquierda o de derecha hablar en términos exaltados de la
virtud ciudadana. Y allí está también, inevitablemente y como parte del mismo paquete,
el renacimiento del caudillismo decimonónico... Una nueva vida para próceres
empolvados, si no es que olvidados: entusiasmo por Bolívar o por Juárez, e incluso
por Porfirio Díaz o por Perón.
El
lenguaje del neorrepublicano hace hincapié en la virtud ciudadana y en los
sacrificios del líder por su pueblo. Habla mucho de la patria, y rescata una
retórica patricia que hasta hace poco parecía pasada.
AR: La quiebra del sistema de
representación dominante que significó el cambio de cronotopo que produjeron la
adopción del modelo económico neoliberal y la fractura del sistema político
desde los años ochenta, también minó “las grandes narrativas de los escritores
mexicanos” (usted destaca a Octavio Paz). ¿Qué pasó con esos relatos?, ¿se han
producido los que respondan a la nueva realidad?
CL:
Esos relatos ahí están, afortunadamente, y son referentes ya no tanto para
pensar lo que proponían sus autores, aunque algunas veces siga siendo
relevante, sino sobre todo porque hoy otra vez estamos ante la necesidad de
pensar la nación. Por eso, cada uno de los intentos de inicios y mediados del
siglo XX puede servir como ejemplo para entender mejor la naturaleza del reto
presente. Hoy no sería ni posible ni deseable reproducir el relato nacional de
un Diego Rivera, pero sí que es posible inspirarse en la escala de su ambición
para pensar en algo distinto, más adecuado para imaginar y construir el futuro
desde nuestro presente.
AR: Usted destaca que la de 1982
fue una crisis también de historicidad, cuando la izquierda adoptó la ideología
revolucionaria mexicana y algunos intelectuales reivindicaron el liberalismo
del siglo XIX. En el proceso político posterior, ¿cómo se desarrolló y resolvió
esa crisis?, ¿qué ha ocurrido con la producción de imágenes de un futuro
deseable?
CL:
En 1982 se plantearon dos aparentes opciones: volver al tiempo de la Revolución
mexicana (fue el gesto implícito en la nacionalización de la banca que hizo,
llorando, el presidente José López Portillo, y que hizo también suya la
izquierda con la formación del PRD), y retomar la bandera del liberalismo
mexicano de tiempos de la llamada República Restaurada (de Juárez y Lerdo), para
comprometer al país con la liberalización tanto económica como política.
Esta
revitalización de la ideología (neo)revolucionaria y (neo)liberal se dio al
mismo tiempo que “la crisis” se volvió un recurso retórico cotidiano, que iba
de la mano con un discurso de transición a la democracia. “La transición” fue
un encuadre histórico que le dio sentido al presente durante mucho tiempo (al
menos de 1988 al 2000). Asimismo, el discurso de “crisis” también duró como 20
años. Ambos encuadres, el de crisis y el de transición, permitieron lo que
podríamos llamar un fuerte “presentismo”, una especie de dictadura del “mientras
tanto” o del “ahora”. Independientemente de si uno subscribía la historicidad
de la restauración liberal o la del horizonte utópico revolucionario, la
cotidianidad estuvo dominada durante 20 años por la saturación del presente, es
decir, por un lenguaje permanente de crisis y de transición donde todo lo que
sucedía en el presente era como un eterno “mientras tanto”.
AR: Un texto muy sugerente es el
dedicado a los historiadores que se han convertido en articulistas de
periódicos. Desde las diversas concepciones que han sostenido, ¿cuál ha sido su
aporte a la interpretación, discusión y realización de la democracia mexicana?
CL:
El aporte de los historiadores a la conversación pública ha sido especialmente
importante en los pasados 30 años. Claro que antes importaban también —pensemos,
por ejemplo, en Daniel Cosío Villegas—, pero desde los años ochenta los
historiadores tuvieron un papel central en la vida cultural mexicana, tanto
como directores de revistas, donde han destacado Héctor Aguilar Camín y Enrique
Krauze, como en la formación de opinión, tanto en la prensa escrita como en la
televisión.
Para
el historiador, la disyuntiva está entre utilizar la historia para darle pedigrí
al presente, que se presenta como la coronación o apoteosis del pasado, o bien
usarla para desestabilizar nuestra mirada presente. Michel Foucault llamaba estas
dos maneras de acercarse a la historia “historia para el presente” (como
elemento de legitimación) e “historia del presente” (historia como perspectiva
crítica). La interpretación del papel del historiador como una especie de
monaguillo que columpia el incensario de la historia ante el poder político ha
sido frecuente entre los cronistas locales. Frecuentemente, el historiador ha
sido un sacerdote del calendario ritual de la patria, componiendo y recitando
homilías para cada aniversario. Nuestra vida política y cultural está llena de
ellos, y eso no necesariamente está mal, pero el trabajo del historiador no debe
ser reafirmar los mitos y los rituales de la nación, sino cuestionarlos y, en
algunos casos, desestabilizarlos.
AR: Con el ascenso de Donald Trump
a la presidencia de Estados Unidos, ¿cobra vigencia la tesis de Samuel P.
Huntington acerca de la seguridad societal, concepto que “remite sobre todo a
la identidad, a la capacidad de un pueblo para mantener su cultura, sus
instituciones y su modo de vida”?
CL:
Desde luego que sí, no sólo con el ascenso de Trump, sino también con el auge
de las derechas nacionalistas en Europa. La migración ha sido inculpada del
deterioro de las condiciones sociales, y también de la forma de vida
tradicional. La actitud liberal frente a estas reacciones no ha sido siempre
demasiado productiva; suele hacer hincapié en el racismo de la reacción (que
frecuentemente existe), pero no atina en conciliar la transformación social
asociada con la migración con la democracia local. La idea de “seguridad
societal” de Huntington se monta en la manía “seguritaria” que se ha desatado a
nivel mundial a partir del terrorismo. En el caso estadounidense, se trata de
aumentar grados de soberanía en lugar de comprometer al país de una vez por
todas con una visión de interdependencia global.
La
“seguridad societal” es un reclamo nacionalista, sin duda, pero es también
implícitamente una postura imperialista, porque desde ese país “asegurado” los
trumpistas de ninguna manera renunciarán a los intereses estadounidenses en el
exterior. En el caso de Estados Unidos la llamada “seguridad societal” incluye
la protección de intereses norteamericanos en el extranjero. Se trata, a fin de
cuentas, de un regreso a los viejos nacionalismos, que tuvieron siempre como su
otra cara una fuerte dosis de imperialismo.
*Entrevista publicada en Etcétera, núm. 195, febrero de 2017.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario