Democracias sumidas en la
desigualdad
Entrevista con Carlos Elizondo
Mayer-Serra*
Ariel
Ruiz Mondragón
En el siglo XIX Alexander von Humboldt escribió en su Ensayo político del reino de la Nueva España una frase lapidaria: "México es el país de la desigualdad.
Acaso en ninguna parte la hay más espantosa en la distribución de fortunas,
civilización, cultivo de la tierra y población".
Por supuesto esa situación no es exclusiva de
México sino que se extiende por varias regiones del mundo. Ahora, 200 años después
de Humboldt, en su libro Los de adelante
corren mucho. Desigualdad, privilegios y democracia (Debate, 2017), Carlos
Elizondo Mayer-Serra expresa: "América es la región con la peor
distribución del ingreso del mundo, donde los de atrás se rezagan más".
En su libro el autor hace una extensa revisión
de las condiciones y evolución tanto de la desigualdad como de los privilegios
de las élites de nuestro continente, así como su relación con la democracia.
Así, encuentra que "los que van adelante corren más rápido y gracias a
ello van ampliando sus privilegios".
Sobre ese libro charlamos con Elizondo
Mayer-Serra (Ciudad de México, 1962), quien es doctor en Ciencia Política por
la Universidad de Oxford. Ha sido profesor-investigador del Centro de
Investigación y Docencia Económicas (del que también fue director) y del
Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey. Miembro del
Sistema Nacional de Investigadores, ha colaborado en publicaciones como Nexos, Letras Libres, Excélsior
y Reforma.
Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué hoy un
libro como el suyo? En la introducción usted dice que la desigualdad se ha
vuelto una moda.
Carlos Elizondo (CE):
Es claro que la desigualdad ha hecho evidente lo complejo que es tratarla y las
onerosas consecuencias políticas de no hacerlo, y porque no hay un texto para
México y América Latina en general que trate de entrarle al tema desde la
pregunta muy clásica de esa tensión casi inherente a las democracias
capitalistas que es partir del principio de “todos somos iguales” y tener
mundos muy desiguales.
La
democracia debería ser la que resuelve esa tensión mediante políticas públicas
que disminuyen la desigualdad. El libro trata de ver por qué eso no ha pasado
en América en general, cuáles son sus mecanismos de reproducción en regímenes
democráticos y autoritarios, con o sin políticas redistributivas, y cómo en
Estados Unidos también hay una élite que ha podido usar las instituciones
democráticas para mantener una desigualdad y una exclusión sociales que en
otros países de ese nivel de desarrollo no se encuentran.
América
es el continente de la desigualdad; para nuestro nivel de ingreso, no
encuentras países más desiguales que los de América Latina, y entre los países
desarrollados no encuentras ninguna más desigual que Estados Unidos.
AR: Sobre los procesos de Independencia
de América Latina, muchas veces inspirados en Estados Unidos, dice usted que sí
se instalaron regímenes políticos democráticos e incluso hasta liberales, pero
que sólo llegaron a ser democracias muy limitadas. ¿Qué nos queda de esa
experiencia?
CE:
Una de las paradojas del subdesarrollo de América Latina es que desde el punto
de vista de nuestras aspiraciones, capturadas en nuestras constituciones,
siempre hemos tenido democracias liberales; el grueso de éstas en el mundo, de
larga duración, como en Europa y Estados Unidos, son países con altos niveles
de bienestar.
Las
Independencias de México y América Latina fueron muy influidas por la de
Estados Unidos de la Inglaterra en la época; se hizo un gran esfuerzo para emular
esas prácticas institucionales que, para nosotros, explicaban el enorme
desarrollo que Estados Unidos había logrado es sus primeros 30 o 40 años de
vida. Hemos arrastrado esa ilusión de que bastaba tener una Constitución y unas
reglas adecuadas para poder tener unos comportamientos similares a nuestros
vecinos de América del Norte.
Pero,
a diferencia de África y, más claramente, de India y del este de Asia, las
independencias en nuestros países no llevaron al resurgimiento de las élites
originarias. En India, cuando los ingleses se retiraron, las élites políticas
locales recuperaron el poder. El dato histórico interesante es que en América
Latina las independencias fueron capturadas por las élites criollas, que tenían
privilegios que no querían perder, por lo que ese espíritu en principio
democrático de las constituciones muy rápido fue erosionado por golpes
militares y limitaciones al sufragio. Así, en la práctica el siglo XIX fue el
de la inestabilidad, primero, y luego de los regímenes oligárquicos, donde una
minoría tenía el control económico y político de estos países.
AR: Un proceso diferente al de
Estados Unidos, incluso en términos étnicos.
CE:
En Estados Unidos los pueblos indígenas fueron menores y totalmente expulsados
por la mayoría blanca en el norte; además había un régimen esclavista en el
sur, en donde la exclusión era validada por los arreglos constitucionales de la
época. La Guerra Civil resolvió eso de forma imperfecta, y hasta la fecha hay
una exclusión de la minoría negra, que tiene niveles de bienestar promedio muy
por debajo de la mayoría blanca.
La
otra gran diferencia es que en los países de América la estabilidad política
tomó mucho tiempo. Un asunto sorprendente de Estados Unidos es que se
independizó y la regularidad del proceso democrático no se ha interrumpido (salvo
en la Guerra Civil) de una forma muy admirable, mientras que en América Latina
tuvimos golpes militares y caudillos.
AR: Usted afirma que un régimen
democrático liberal requiere un piso de igualdad. ¿Cuál es el límite de
desigualdad tolerable en las democracias?
CE:
Eso depende de cada sociedad en cada momento histórico. Parece que las
sociedades europeas son mucho más intolerantes en sus niveles de desigualdad:
un europeo se asombra de que en Estados Unidos no haya acceso universal a la
salud, no puede entender cómo un país con ese nivel de desarrollo no puede dar
ese derecho y que, por lo tanto, genere una desigualdad muy fuerte entre
quienes pueden cuidar su salud y quienes no.
Pero
esto va cambiando en el tiempo: las desigualdades tolerables a principios del
siglo XX en Europa no lo serían hoy. Pero lo que estamos viendo en los últimos
años es que en los regímenes democráticos hay una expresión política de enorme
enojo con el estado de cosas, lo que no sólo tiene que ver con la desigualdad,
y que tiene como una de sus expresiones la irritación con una élite
político-económica que parece que se está quedando con todo.
En
el libro discuto por qué en el mundo contemporáneo la desigualdad ha crecido
tanto: en parte por la globalización y por el cambio tecnológico, por ejemplo.
Los grandes ricos de Estados Unidos son los que inventan un artefacto y logran
ser los primeros en tener ese producto (en las economías de la tecnología el
primero gana casi todo).
Hay
muchos factores que explican la desigualdad, pero sí hay una sensación en muchos
sectores sociales, aparentemente mayoritarios en algunos países, que está
llevando a hacer de ese uno de los grandes temas de campaña. Hacer propuestas
de solución de la desigualdad, que pueden ser correctas o incorrectas (como la
visión de Donald Trump del problema de la exclusión social por el TLCAN, que me
parece absurda), pero tienen un éxito político que ha llevado a la elección de
presidentes o movimientos que parecieran difíciles de creer en el pasado. Allí
están decisiones como la salida del Reino Unido de la comunidad europea, que
parecía un tema que ya había sido discutido.
AR: Usted señala que la desigualdad
en América ha permanecido casi constante durante el siglo XX. Hubo
revoluciones, autoritarismo, dictaduras, transiciones a la democracia…
CE:
Hubo reparto de la tierra.
AR: ¿Por qué diversos regímenes,
especialmente la democracia, no han logrado revertir la desigualdad?
CE:
El problema de América Latina ha sido tener Estados muy frágiles. Si uno ve la
desigualdad de España antes de los impuestos y los gastos, no es tan distinta a
la mexicana. Pero después de que entró el Estado español para cobrar impuestos
y gastarlos en una serie de asuntos, la igualdad mejoró muchísimo, porque es un
Estado competente tanto en su capacidad de hacer lo que promete y de ser
coherente con el objetivo de generar un piso más parejo para todos. Un ejemplo
claro es su sistema educativo e incluso el de salud. La inseguridad le cuesta
más a los pobres que a los ricos porque lo poco que pierden puede ser muchísimo
para ellos porque tienen menos oportunidades de protegerse.
Si
el Estado es más eficaz genera una sociedad más pareja, y valida y legitima
mejor el orden de cosas. Pero en América Latina, México en particular, no fue
un Estado totalmente incompetente, que no provea seguridad; aunque en principio
le da acceso a la salud a todos, sabemos que la capacidad de las entidades
públicas para proveer ese servicio es muy bajo. Por ejemplo, la diferencia
entre una escuela pública y una privada cambia de forma importante la
trayectoria de la gente.
En
ausencia de un Estado eficaz, ¿qué pasa cuando llegan a América Latina los
autoritarismos de izquierda? Pues se apropian de una parte de los recursos, los
distribuyen entre sus bases sociales, en general del nivel de ingreso más bajo;
roban mucho en el camino y generan una burguesía atada al nuevo Estado
distributivo. Pero, en ausencia de capacidades estatales, no mejoran la
educación ni la salud, e incluso deterioran la economía. Así, hoy Venezuela
debe ser más igualitaria que en el pasado, pero porque todos se volvieron más
pobres. Esa no es la forma de igualdad que nosotros queremos tener.
Lo
que se ve en América Latina, con Estados que hacen muchas cosas para tratar de
paliar la desigualdad, pero luego las crisis económicas y el mal uso de esos
recursos no permiten sostener esas estrategias, como en el caso brasileño. Mientras
esto se lleva a cabo no se generan realmente bienes y servicios públicos que, a
mi juicio, son lo único que en el tiempo te puede mejorar la desigualdad. No es
dándole dinero a los sectores A, B y C como se puede resolver, sino proporcionándoles
capacidades, capital humano y oportunidades para que se puede generar un piso
más parejo.
Pero
¿cómo construyes en el mundo global, de capitales muy móviles, una capacidad de
recaudar más de quienes más tienen, sin generar una fuga de capitales que te
deje peor que antes? Eso lo discuto en el libro.
AR: Usted pone el acento en
instituciones sólidas con burocracias competentes. Dice que ha habido ciertas
condiciones para construirlas, como la guerra. ¿Qué ha ocurrido al respecto en
América Latina?
CE:
Es un argumento muy importante que no siempre tenemos presente. Cuando uno ve
históricamente el desarrollo del Estado, el aumento de sus capacidades está muy
asociado con tener un ejército victorioso, lo cual requiere de enormes
competencias logísticas y de otro tipo, así como de financiamiento del esfuerzo
militar. Si uno ve a Prusia, su gran éxito fue la construcción de una
burocracia que les permitió tener un ejército y unas finanzas públicas eficaces
que permitieron unificar a Alemania y derrotar a Francia.
En
Europa sobrevivieron históricamente los Estados eficaces, mientras que los más
ineficaces fueron absorbidos por sus vecinos. En América hubo muy poca guerra:
pasada la de Independencia, que fue costosísima y que destruyó muchas
capacidades burocráticas porque expulsaron a los españoles, fueron destruidas
muchas prácticas de un Estado relativamente eficaz, y luego nos la pasamos
peleando entre nosotros. Las amenazas externas fueron serias, como la de Estados
Unidos, pero se resolvieron tristemente con la pérdida de la mitad del
territorio.
El
argumento de Fukuyama es que la mayoría de las democracias exitosas primero
fueron regímenes autoritarios muy exitosos. Cuando el imperio japonés fue
derrotado en la Segunda Guerra Mundial y se transformó en una democracia, ya
tenía unas capacidades burocráticas que casi les permitieron derrotar a Estados
Unidos. Cuando empezó la transición política impulsada por la derrota bélica,
ese Estado democrático tuvo capacidades burocráticas. También el Estado español
de Franco era razonablemente eficaz.
En
el caso mexicano, el Estado priista era muy competente en un sentido, pero
nunca desarrolló capacidades burocráticas eficaces en salud y en educación, y jamás
hemos tenido una policía que funcione. En cambio, España tenía una policía, la
Guardia Civil, que funcionaba con fines autoritarios durante el régimen de
Franco, y luego sirvió con fines democráticos.
Construir
burocracias eficaces desde la democracia es muy complicado porque la propia
disputa electoral obliga a generar prácticas clientelares, a gastar dinero,
etcétera. La nota reciente de cómo se va a usar buena parte del dinero para la
reconstrucción de los daños del sismo, y que será en reparto de dádivas con
fines electorales, es un ejemplo dramático de cómo no construyes capacidades
para mejorar la situación de la gente de forma más permanente.
Estados
Unidos es de los pocos países que llegaron a ser democráticos sin fuertes
capacidades burocráticas; pero las fueron construyendo,
en parte por la necesidad de enfrentar una serie de conflictos bélicos (la
Segunda Guerra Mundial, por ejemplo), lo que les generó una capacidad de
recaudación y de gasto que sostuvieron al terminar el conflicto, y que le
permitió financiar el Estado de bienestar, que generó un piso más parejo
durante 40 años.
AR: ¿Chile es un caso así después
de la dictadura?
CE:
Sí es un país con mayores capacidades burocráticas, que ha logrado crecer mucho
más en promedio que el resto de América Latina y que ha logrado eliminar la
pobreza extrema. Aunque sigue siendo una sociedad muy desigual, todos
mejoraron, incluso los pobres.
Hay
una tensión en ciertos momentos de la historia entre crecimiento e igualdad: la
China de Mao era muy igualitaria, mientras que la actual es muy desigual, en la
que todos crecieron, pero más ciertos grupos sociales.
Esto
vuelve la discusión más complicada porque las sociedades más pobres pueden ser
igualitarias, y puede ser que haya un reyezuelo por allí que tiene muchas
cosas, pero los demás son pobres y son más parejos. Se puede igualar más
fácilmente hacia abajo que hacia arriba.
AR: Sobre la desigualdad en el
mundo usted da un dato impresionante: el uno por ciento de la riqueza del mundo
está concentrado en los países desarrollados, y que además concentra a su vez
el 15.7 por ciento del ingreso mundial, que puede llegar hasta el 28 por ciento
por los capitales ocultos. Dice que los ricos han ganado más de 1988 hasta
2008. Las grandes transiciones a la democracia vienen de los años ochenta. ¿Hay
alguna relación entre esa concentración de la riqueza y las transiciones
democráticas?
CE:
Yo pienso que son caminos independientes porque ese dato se refiere a los ricos
mundiales, y muchos de ellos lo son en regímenes que ya eran democráticos, varios
en Europa y Estados Unidos. El número mayor de los nuevos ricos están en un
régimen autoritario desde antes, y que lo sigue siendo, que es China. Entonces yo
dudo que la variable explicativa sea la democracia.
Buena
parte de la literatura que cito en este segmento parece mostrar que la
globalización probablemente ayuda a entender este proceso de creciente
desigualdad, pues porque hoy quien gana tiene una capacidad de expandir sus
ventajas por todo el mundo, lo que ha generado una concentración del ingreso
muy importante. Un ejemplo claro es Facebook: cuando no existía, quien lo creó y
lo desparramó por todo el mundo tuvo una capacidad de concentrar ingreso.
AR: Me interesó un señalamiento que
usted hace sobre los teóricos de la democracia: al contrario de los que
pronosticaban, sí hubo estabilidad, sobre todo en América Latina; pero, por
otro lado, eso no tuvo mayor efecto sobre la desigualdad. ¿Cómo se dio este
efecto doble?
CE:
¿Por qué las democracias, contra lo que se esperaba, resultaron estables, pero
no mejoraron la desigualdad? ¿Por qué esa aspiración liberal desde nuestra
primera Constitución, ya muy claramente a partir de Benito Juárez, no ha
generado los beneficios para la igualdad?
En
la Revolución francesa se pensaba que la libertad por sí misma, al quitarle los
privilegios a los aristócratas, mejoraría la situación. Se esperaba que en el
momento en que se establecieran la universalidad de derechos y la libertad para
todos, se generaría igualdad. Esto coincidió con la expansión del capitalismo,
y éste es desigualador por definición: los capitalistas exitosos tenían una
capacidad de acumular que no tenían el pequeño comerciante o un señor feudal. Entonces
hubo una explosión de la desigualdad que generó una tensión entre democracia y
desigualdad muy importante.
Pero
ese no es el verdadero problema en América Latina, sino la estabilidad política,
porque sin ella no hay crecimiento. A lo mejor estamos en ese mundo de relativa
igualdad porque todos son pobres.
América
Latina tuvo un primer ciclo de enorme inestabilidad política en la primera
mitad del siglo XIX, y luego, en la segunda mitad de ese siglo, aparecieron
capacidades estatales y se logró estabilizar políticamente la región, muchas
veces con una concepción en principio democrática, pero, como en el caso del
Porfiriato, apropiándose en la práctica del voto de la gente de distintas
formas, generando una autocracia personal y dándole un enorme espacio a las
oligarquías para crecer mucho más.
¿Cuál
es la tensión fundamental entre democracia y capitalismo? Que se piense que en
una sociedad pobre, que se siente excluida y maltratada por una élite, la
democracia sea un régimen donde gobiernen las mayorías, expropien todo lo que
puedan a las minorías y luego dejen un desorden. Entonces siempre ha habido,
desde el punto de vista de las élites económicas, el temor de que si llega al
poder quien promete distribuir, vaya a acabar expropiando a quienes tienen, lo
cual por supuesto al expropiado no le gusta, lo que termina por generar un
enorme costo en términos de bienestar económico para todos porque eso ahuyenta
las inversiones.
Esa
tensión fue permanente durante la Guerra Fría en América Latina: en cuanto
llegaba un régimen democrático con objetivos distributivos (como en el caso de
Salvador Allende), venía un golpe militar que “resolvía” el problema con las
élites económicas, pero que generaba un problema muy serio por la falta de
respeto a los derechos humanos y también porque los regímenes autoritarios no
son estables.
Cuando
se da la transición en América Latina en los años ochenta, la salida de estas
dictaduras de América del Sur, que además resultaron económicamente muy malas
administradoras de su país (salvo la chilena después de la crisis horrenda de
los primeros 10 años de Pinochet), se logró tener un crecimiento bueno, alto,
con baja inflación, etcétera.
Entonces
pasó el temor de qué iba a pasar si ganaban los Lula, los Kirchner, los candidatos
que prometen una mayor distribución y una mayor inclusión.
No
pasó en parte porque la Guerra Fría era la que justificaba este tipo de apoyo
de la élite norteamericana a las de América Latina para respaldar los golpes. Incluso
en Venezuela ha habido una expropiación brutal de los empresarios nacionales e
incluso de compañías extranjeras, y Estados Unidos no ha intervenido. Hubo un
golpe fallido por ahí, pero no claramente impulsado por los estadounidenses.
Lo
que sucedió en América Latina entonces es que las democracias se volvieron
estables en ausencia de la Guerra Fría, pero también se debió a una maduración
de los propios sistemas políticos, a sociedades más informadas y a instituciones
electorales más sólidas. Así se dio la alternancia cuando el elector no estaba contento.
¿Por
qué no mejoró la desigualdad? Brasil y Venezuela mejoraron un rato. Sí tiene
algunas virtudes que un gobierno diga “voy a gastar más en los pobres, a tratar
de tener más foco en lo que gasto, a subsidiar menos a empresarios amigos y a
bajar la corrupción”, etcétera. El problema es que con Estados incompetentes
esto no es sostenible porque se acaba por erosionar las bases del crecimiento
económico (como en el caso venezolano y parcialmente con el segundo Lula) y, además,
no es permanente nada de lo que hicieron. Si no tienes un Estado que funcione,
todas estas cosas se colapsan, como le pasó al gobierno de Brasil.
Es
muy interesante que la única región del mundo que mejoró la desigualdad en los
primeros 15 años del siglo XXI fue América Latina, tanto los países gobernados
por la izquierda, como Brasil, como por gobiernos neoliberales de derecha, como
México. Eso tiene que ver con fenómenos más profundos: la expansión de la
educación, los salarios son menos desiguales, programas de distribución
focalizados, etcétera. Esto palió un poco la desigualdad en algunos países,
pero cuando se administra mal se vuelve a entrar en una crisis macroeconómica, que
a los que suele dañar más es a los pobres. Una de los problemas que parecía que
habíamos evitado en América Latina de los años ochenta para acá, era la mala
administración macroeconómica; pero el boom
de commodities permitió financiar
políticas insostenibles, lo que reventó con consecuencias horrendas en
Venezuela, sin que el gobierno caiga, pero también en Brasil, donde el gobierno
sí cayó por un asunto de corrupción.
AR: Usted recuerda que, desde las
Independencias, para América Latina el gran modelo democrático era Estados
Unidos. ¿Cuál ha sido su influencia en el desarrollo político del
subcontinente, desde como modelo hasta como, en el caso mexicano, una válvula
de escape de la presión social?
CE:
Nuestro modelo no es el de los Estados distributivos eficaces europeos, sino el
de una democracia eficaz desde el punto de vista de la gobernabilidad, que ha
logrado coexistir con altos niveles de desigualdad y de exclusión social en
ciertos sectores étnicos, en particular hispanos y negros.
Por
otro lado, para la élite española el modelo era el francés, y así fue gestando
su democracia: un Estado que recauda y gasta mucho, pero razonablemente bien, en
bienes y servicios que se vuelven parte de las expectativas de los ciudadanos.
En México no tenemos eso; es muy curioso, pero ni en Estados Unidos hay un
movimiento mayoritario a favor del acceso universal de la salud, sino al
contrario: Trump ha ganado las elecciones con el discurso opuesto. Pero en
España o en Francia es inimaginable que hoy alguien dijera: “Voy a quitar el
acceso universal a la salud porque es muy caro”.
En
México nadie está prometiendo acceso universal a la salud, en parte porque
institucionalmente lo tenemos y porque todos sabemos que es solo un derecho en
el papel, por lo que el ciudadano está acostumbrado a que eso lo tiene que
resolver de su bolsillo.
Aunque
hubo esfuerzos de los gobiernos de Fox y Calderón por un Seguro Popular para
quienes no están inscritos en el IMSS y el ISSSTE, el ciudadano no se lo acaba
de creer y no lo demanda, e incluso lo paga por fuera.
Nuestro
modelo democrático es uno donde eso no te lo resuelven, y no hay una demanda
social. Eso ha sido una primera influencia negativa de la democracia de Estados
Unidos.
La
segunda es que ha sido una válvula de escape; lo que trato de argumentar es que
es más complicado que antes pues el que aquí no tenía espacios pues se podía ir.
Pero eso ha cambiado y ahora tiene implicaciones como irse a Estados Unidos,
construir un patrimonio y regresar con un piso mayor, o ya quedarse allá y
financiar a los familiares que se quedaron acá por un tiempo, etcétera.
También
las élites se pueden ir. ¿Qué hacían las élites francesa o inglesa cuando
ganaba un movimiento de izquierda en su país? Pues no se iban corriendo, sino
trataban de negociar, de ver cómo llegaban a un acuerdo porque en su país
tenían sus actividades y era donde querían seguir viviendo. Las élites de
América Latina, a la menor presión política, se van. Hemos oído de tantos
mexicanos ricos decir que “si gana López Obrador, me voy”; un inglés no estará
diciendo “si gana Corbyn, me voy”. No, dicen: “Vamos a ver cómo negociamos con
este señor porque en este país vivimos”.
Asimismo,
Estados Unidos es una válvula de salida fácil para las élites, que allí viven
mientras la situación mejora para sus intereses. Eso ha generado una reacción
de las élites de América muy particular: se cruzan en Miami y llevan mucho
dinero a Estados Unidos.
AR: Sobre las élites, especialmente
las oligarquías, usted dice que son las que tienen la capacidad de orientar a
su favor las políticas públicas y la elaboración de leyes. Usted anota que
tuvieron que ser democráticas hasta que se vieron obligadas, pero también les
otorga crédito en las transiciones. ¿Cuál ha sido el papel de las élites
locales en el desarrollo de las democracias? Si bien fueron actores, también
parece que las han limitado.
CE:
Las élites siempre le tienen miedo a la democracia: ¿cómo crees que todos somos
iguales? ¡Qué horror! Eres élite para tener privilegios, no para ser iguales.
Cito el caso de Filipinas e Indonesia: las élites pueden decir que las
democracias son más fáciles porque son más comprables, porque necesitan ganar ciertos
señores y les dan dinero para que ganen.
Las
élites de América han tenido ambigüedad en el tema de la democracia; pero lo
que digo es que en general prefirieron no tener que lidiar con un señor electo
por las mayorías, pero muy pronto se dieron cuenta de que tampoco era el fin
del mundo y que incluso tenía ventajas. Además, los regímenes autoritarios
también se volvían riesgosos.
Pongamos
el caso mexicano: ¿cuándo surgió la revuelta democrática de los empresarios
mexicanos, que culminó con el éxito de Fox? Con la crisis de 1982, con la
nacionalización de la banca, con el surgimiento de un PAN mucho más dinámico,
con un Manuel Clouthier que se alimentaba de las clases medias enojadas con la
crisis económica y que terminó con la victoria de Fox algunos años después.
Como
que esa parte de la élite dijo: “Estos señores del priismo no son confiables,
no saben administrar. Vamos a tener que hacerlo nosotros y ponerle límites a
estos abusivos”. En Brasil fue parecido: se empezaron a dar cuenta de que las
élites militares eran también corruptas, muy invasivas e intolerantes, y fueron
encontrando la democracia como un espacio donde aprendieron a negociar, a poner
límites.
Obviamente,
la burguesía venezolana no logró contener las actividades expropiatorias de
Chávez y de Maduro, pero en el resto de América Latina ha logrado un
equilibrio, con muchos espacios para defender sus privilegios. Hay un punto
central: que el Estado de derecho no funcione. Hay unas tensiones permanentes
entre las élites: quieren un Estado de derecho que funcione, para que haya
certidumbre, pero también les encanta que la Procuraduría no las meta a la
cárcel cuando cometen abusos.
Probablemente,
salvo Chile y Colombia en algún sentido, no hemos logrado transitar a un pacto
entre las élites para que el que haga trampa se vaya a la cárcel. En México, un
político o un rico con recursos y con buenas redes, mediante el amparo y una
manipulación de los procesos penales y criminales en general, puede mantenerse
en libertad toda la vida.
AR: Sobre el caso mexicano, me
llama la atención lo del estancamiento económico: dice que en los años ochenta
se vivía el paso a la democracia, y que México todavía tenía que vivir otra
crisis, la de 1994, para que cayera el PRI. ¿Cuál ha sido la vinculación entre los
procesos económicos y la democratización?
CE:
Una de las grandes virtudes de los gobiernos hegemónicos del PRI fue su
eficacia económica durante varias décadas, lo que es una paradoja muy
interesante porque ella generó a las clases medias que luego iban a ser sus
críticas. Pero mientras la economía funcionó más o menos bien, sus críticos
estaban más o menos contenidos; pero fue con las crisis de 1982 y de 1994
cuando despertó una parte de la sociedad mexicana, que dijo “estos señores no
saben administrar”, y sus vicios (falta de respeto a la ley, corrupción,
etcétera) se volvieron muy significativos para grupos sociales. Fue entonces
cuando vinieron los liderazgos de Clouthier, Fox y Cuauhtémoc Cárdenas.
Fue
en las crisis económicas donde las bases de legitimidad y los apoyos del PRI se
fueron estrechando. Entonces se fue construyendo un régimen de control del
proceso electoral como parte de la negociación entre el PRI y las oposiciones.
AR: Hay un señalamiento clave en su
libro: “En México el poder político ha sido un mecanismo para hacerse rico”.
Aquí ya hablamos de la corrupción, sobre la que dice que ha sido “el cemento
del sistema”. ¿Cómo esa condición ha modelado la democracia mexicana?
CE:
Hay que tener claro que parte de nuestra élite empresarial no es más que hijos
de gobernantes exitosos, como el caso de Miguel Alemán, que hoy es un
empresario que ya “legitimó” el origen de esos recursos. Pero más generalmente
está el tema del dinero y elecciones: quienes tienen recursos financian
elecciones y esperan algo a cambio. La red de corrupción de Odebrecht es eso.
Es una empresa de América Latina que entendió cómo se hacía en Brasil, y
decidieron llevar su modelo al resto del continente. Escogió a quién tenía que financiarle
la campaña, y le cobraban una vez que hubiera ganado. Eso es lo que vuelve la
tensión entre democracia y élites económicas muy complicada: para ganar, los
políticos requieren dinero, y quienes los financian luego cobran algo a cambio.
AR: Entre los riesgos para las
élites usted destaca la inseguridad. ¿Cómo ha afectado políticamente a la
región este asunto? Cita usted un caso en Brasil, donde en Sao Paulo los ricos
han construido una ciudad amurallada aparte.
CE:
América Latina es la región más desigual del planeta, y también la de más
violencia. La causalidad de ésta no es clara, pero parecería sugerirse que los
países más desiguales tienden a ser más inseguros. Países violentos como Brasil,
México, Venezuela y Colombia están en el conjunto de los muy desiguales, pero
también Chile es muy desigual y tiene niveles de criminalidad muchísimo más
bajos. Pero en promedio la región es así.
Ante
ese riesgo, las élites no han presionado mucho para construir las instituciones
que contengan la inseguridad, y han preferido pagar guaruras, levantar bardas y
vivir en un mundo aparte.
Las
élites de América Latina viven en sus burbujas, y cuando se cansan de éstas se
van a vivir un rato a Estados Unidos en barrios caros y seguros, donde la
seguridad no depende de un guarura.
La
pregunta importante, a la que en México no hemos tenido buena respuesta, es en
qué momento las élites consideran que lo que necesitamos es tener instituciones
que funcionen.
En
Nuevo León vimos que, durante la crisis de seguridad del gobierno de Rodrigo
Medina, hubo un momento en que la élite económica de Monterrey, una de las más
importante de México, empezó a ver cómo la inseguridad estaba generando un daño
muy fuerte en sus capacidades de hacer negocios y de continuar su vida normal
en Monterrey. Entonces presionaron a los gobiernos federal y estatal para
construir instituciones que pudieran contener esa situación, con bastante éxito.
Pero lo peor es que esto no ha sido sostenible porque llegó el nuevo gobierno y
lo echó para atrás. La presión de esa élite se fue para atrás y permitió a los
gobiernos dejar de concentrar su esfuerzo.
¿En
qué momento el enojo con la inseguridad hará que la élite y segmentos
importantes de la población presionen al gobierno para ahora sí invertir bien
en instituciones? Curiosamente no parece ser un tema de campaña.
AR: Dice que en la democracia
también se pierde la confianza en las élites por la impunidad, la corrupción y
la desigualdad. Es entonces cuando aparece el populismo, al que usted define
como una forma de llegar al poder. ¿Cuál ha sido su relación con la democracia?
CE:
Dice López Obrador: si me acusan de populismo porque creo que hay que mejorar
las condiciones del pueblo, bienvenido que me digan populista. Yo digo que se trata
de un movimiento que construye un régimen donde esa promesa de redistribución
no viene acompañada con las capacidades de hacerla sostenible, y es mucho más
una distribución de dádivas, favores y dinero para construcción de redes
clientelares, que la construcción de Estados competentes que le den salud,
educación, etcétera, a la gente para mejorar sus condiciones.
En
América Latina los gobiernos de izquierda han puesto énfasis en lo primero y no
en lo segundo. Pero también hay populismos de derecha, como Trump, que es un
poco la misma historia: hace promesas con instrumentos que no sabemos si sirven
para resolver el problema; por ejemplo, financiar a la industria del carbón no
va a resolver el problema del desempleo en Virginia porque es un problema que
tiene que ver con el cambio tecnológico y otros asuntos. Pero las propuestas
populistas tienen terreno fértil cuando en una democracia las élites han sido
insensibles o no han tenido las capacidades de atender las demandas de los que
se quedan excluidos. Por ejemplo, Hillary Clinton llamó "canasta de
deplorables" a una parte del electorado que apoyaba a Trump; no, un
político debe entender por qué están enojados los ciudadanos y canalizar su
enojo con propuestas creíbles que mejore las condiciones de vida de los
excluidos.
AR: Hacia el final del libro usted
señala que frente a diversos problemas, como los efectos de la tecnología sobre
el empleo, América no ha resuelto el asunto de tener un mínimo piso de
bienestar para todos sus ciudadanos, por una parte, ni, por la otra, tampoco
mecanismos para contener el creciente poder de las élites. ¿Cuáles son las
perspectivas? ¿Para tener mejores políticas redistributivas el autoritarismo
puede ser una vía?
CE:
Hay una tentación autoritaria. La democracia perdió legitimidad en los últimos
años en el mundo, y en México más. Si le preguntabas a los mexicanos si la
democracia es la mejor forma de gobierno, antes el mismo porcentaje decía que
sí, pero ahora anda por el cuarenta y tantos por ciento, y hay otro porcentaje mayor
que está a favor del autoritarismo.
El
modelo chino parece volverse un modelo muy atractivo: de repente algunos
señores fueron capaces de llevar a su país a un nivel mucho más alto. Pero eso
requirió de limitaciones de las libertades, lo que seguramente no aceptaríamos
en América Latina; cuando se han impuesto ha sido a unos niveles de represión
que no han sido sostenibles en casi todos los países.
Si
bien la salida autoritaria parece atractiva, la historia muestra que por cada
régimen autoritario eficaz hay uno ineficaz, y éste es capaz de hacer tanto
daño que quién sabe si queremos darle todo ese poder a alguien para que se
equivoque sin mecanismos de autocontención.
En
mi libro Por eso estamos como estamos
cito el caso de la China de Mao, un fenómeno autoritario muy eficaz con un
gobernante que tenía ideas un poco extrañas, y que en los años cincuenta sintió
que tenía que producir acero como primer paso para el desarrollo industrial de
su país. Impuso unas metas de producción altísimas, y como era una sociedad
disciplinada empezaron a hacerlo; pero en el camino destruyeron la agricultura:
fundían los implementos agrícolas para cumplir con sus cuotas, y nadie
informaba de lo que estaba pasando. Entonces, cuando se dieron cuenta hubo una
hambruna que mató a más de 50 millones de chinos.
Así,
un autoritarismo equivocado se volvió un horror.
Entonces,
con las capacidades institucionales de América Latina, yo prefiero una
democracia fallida que no cumpla sus objetivos, que un autoritarismo fallido que
se equivoque en qué quiere y acabe peor. Para mí eso no es una solución.
Tenemos
que crear Estados competentes, lo que ni a la izquierda ni a la derecha les ha
interesado hacer. La izquierda prefiere crear redes clientelares: ¿cuánto
tiempo lleva gobernando la izquierda la Ciudad de México? Desde 1997. ¿Qué
tanto mejoraron las capacidades burocráticas de la capital? Muy poco. No tenemos
un gran sistema de salud o un mejor transporte público resultado de estos
gobiernos de izquierda. Se ha logrado mantener muy eficazmente en el poder pero
mediante apoyos, y eso es lamentable. Ojalá que cambie, pero no se ve otra
perspectiva.
*Entrevista publicada en Etcétera, núm. 212, julio de 2018.
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