El periodista como contrapoder
Entrevista con Jorge Ramos*
Ariel
Ruiz Mondragón
Uno
de los periodistas mexicanos más destacados y polémicos a nivel internacional
lo es, sin duda, Jorge Ramos (Ciudad de México, 1958), quien en noviembre
próximo estará cumpliendo 30 años como conductor del Noticiero Univisión en
Estados Unidos.
Recientemente
publicó en español su libro Sin miedo.
Lecciones de rebeldes y poderosos (México, Grijalbo, 2016), en el que
presenta los encuentros más emblemáticos que ha tenido con los más variopintos
personajes de la política internacional. En ese volumen desde la primera página
hace una declaración de principios: “Lo primero que quisieran los poderosos (o
quienes buscan el poder) es que los rebeldes y los periodistas nos calláramos.
No hay nada más incómodo para ellos que nuestros retos y nuestras preguntas.
Por eso no hay que callarse”.
Sobre
la labor periodística que despliega en ese libro conversamos con Ramos, quien
estudió Comunicación en la Universidad Iberoamericana, y después realizó la
maestría en Relaciones Internacionales en la Universidad de Miami. Cuenta con
un doctorado honoris causa por la Universidad de Richmond. Autor de 12 libros,
escribe una columna semanal que se publica en 40 diarios de Estados Unidos y
América Latina.
Entre
otras distinciones ha obtenido ocho premios Emmy y el María Moors Cabot de la
Universidad de Columbia.
Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué publicar
hoy un libro como el suyo, en el que recuerda sus encuentros con una treintena
de personajes muy distintos, que van desde el subcomandante Marcos hasta George
Bush, desde los Dreamers hasta
Benjamin Netanyahu?
Jorge Ramos (JR):
Son dos cosas: primero, estoy cumpliendo 30 años como conductor de un
noticiario en Estados Unidos, y quería precisamente buscar una treintena de
personajes que reflejaran mi carrera. Luego percibí que los dividía en rebeldes
y poderosos, pero me di cuenta de que lo que casi todos tenían en común era
precisamente su rebeldía. Eso me pareció interesante, y luego saqué las
lecciones de rebeldía de cada uno de ellos, sobre todo la idea de que todos han
tenido miedo, pero que lo importante es reconocerlo, conquistarlo y seguir
adelante.
El
otro punto: ¿por qué escribir libros en la época de las redes sociales? Porque
éstas favorecen la inmediatez y la brevedad, y yo creo que como periodista hay
muchas historias que se te quedan atoradas en la garganta y en el estómago. En
el caso de los que trabajamos en televisión, a veces hay cosas más interesantes
que ocurren detrás de cámaras que frente a ellas, y la única forma de que no se
pierdan es con un libro.
AR: Sobre las redes sociales me
interesó mucho lo que habla usted de los Dreamers,
que pudieron difundir sus mensajes más allá de los medios de comunicación
tradicionales, que estaban cerrados. En la parte dedicada a Spike Lee, a mí me
parece una exageración lo que él llega a decir: que ahora ya casi cualquier
persona con un teléfono se puede hacer reportero investigativo. Pero ¿cómo han
cambiado los medios de comunicación y el periodismo con las redes sociales?
JR:
Creo que tenemos que entender que las redes sociales son el nuevo periodismo,
aunque nos duela, y lejos de rechazarlo tenemos que abrazarlo e integrarlo. Yo
no puedo competir contra Facebook ni contra Instagram ni contra Twitter. Yo no
puedo estar en China si hay un terremoto ahora, o un accidente aéreo en Los
Ángeles, y lejos de rechazar el nuevo periodismo a través de las redes sociales
creo que tenemos que aceptarlo e integrarlo.
¿Cuál
es la gran diferencia? Creo que es una cuestión de credibilidad: las redes
sociales están llenas de información falsa o incompleta, y creo que lo que a
los periodistas nos hace distintos es que nos crean. Si eres periodista y no te
creen, de nada sirve tu trabajo.
Eso
es lo que nos hace diferentes a otros, pero las redes sociales son el presente
y el futuro. Yo hago un noticiero diario en Estados Unidos que tiene cerca de
dos millones de televidentes; pero si hago un programa para Facebook, he
logrado conseguir cuatro y hasta seis millones de seguidores.
Entonces
claramente hay una migración de ojos de la televisión a las redes sociales, y
si no lo entendemos nos vamos a convertir en dinosaurios.
AR: Desde el inicio del libro hay
una declaración de principios muy clara: usted se pronuncia a favor de un
periodismo rebelde, no neutral, con un punto de vista: “Hay que tomar partido”,
dice usted. ¿Cuáles son los límites de este tomar partido? Porque también se
corren ciertos riesgos: usted mismo menciona, por ejemplo, que se puede
convertir en propaganda, en partidismo.
JR:
Clarísimo: creo que los periodistas debemos tomar partido en seis áreas: cuando
se trata de racismo, discriminación, corrupción, mentiras públicas, dictaduras
y derechos humanos. Ante casos de abuso sexual en la Iglesia católica, hay que
tomar partido por las víctimas; en el caso de Ayotzinapa, hay que tomar partido
con los familiares de las víctimas.
Los
mejores ejemplos de periodismo que tenemos, como en el caso Watergate en
Estados Unidos, los periodistas tomaron partido en contra del presidente
Richard Nixon. En el caso de Donald Trump, cuando falsamente dice que los
mexicanos son violadores y criminales, hay que tomar partido en contra de él.
Pero
¿hasta dónde se toma partido? Bueno, no podemos favorecer a partidos políticos:
es un error ser priista, perredista o panista. Como periodistas creo que
tenemos que ser fieramente independientes.
Esa
es la gran diferencia: no podemos tomar partido con los que están en el poder;
creo que el lugar del periodista es ser contrapoder, y en el momento en el que
estás con una organización o con un partido político, te equivocas. Ese es el
límite.
AR: Al final del libro usted
menciona que le han dicho activista. ¿Cuál es la división que hay entre
activismo y periodismo?, ¿se pueden conjugar las dos cosas?
JR:
Creo que el periodismo como servicio es válido, y con punto de vista es válido;
el que defiende a las víctimas, a los de abajo, a las minorías, es muy
respetable. Pero yo creo que la gran diferencia es esta: cuando me preguntan si
soy activista o periodista, respondo que yo soy sólo un periodista que hace
preguntas, pero que en ciertos momentos tomo partido: creo que hay que hacerlo
frente a los abusos contra la democracia; frente a la censura directa de Los
Pinos en contra de los periodistas que denunciaron la Casa Blanca, hay que
tomar partido; frente a las mentiras del gobierno en el caso de Ayotzinapa, hay
que tomar partido; frente a los 52 mil muertos de Peña Nieto, hay que tomar
partido, y frente a la ausencia de liderazgo de Peña Nieto ante Donald Trump
hay que tomar partido (Peña Nieto se tardó 265 días en responder por primera
vez a Trump).
La
neutralidad, decía Elie Wiesel, el ganador del premio Nobel de la Paz, sólo
ayuda a los victimarios, no a las víctimas.
AR: En el libro recupera una frase
de Oriana Fallaci: “No hay preguntas prohibidas”. En el volumen, desde el
principio usted hace varias menciones a un código de ética. ¿Cómo combinar
estos dos asuntos? Porque al hablar de ética estamos hablando de ciertos
límites.
JR:
Empiezo con lo básico: no hay pregunta prohibida. Creo que como periodistas
tenemos la libertad y el derecho de preguntar absolutamente cualquier cosa, y
no sólo eso sino que estamos obligados a cuestionar a los que están en el
poder. Esa es nuestra labor, y si nosotros no hacemos esas preguntas nadie más
las va a hacer.
Para
mí el límite está en la vida personal de los personajes públicos: creo que yo
no tengo el derecho de meterme en la vida personal de ellos si esa vida privada
no tiene algo que ver con la vida social de un país.
Para
mí ese es el límite; o sea, no tengo por qué preguntarle a un presidente sobre
sus relaciones personales a menos que estén vinculadas con un caso de
corrupción, o que esa persona sea un prestanombres, en fin. Pero para mí ese es
el límite: la vida personal.
AR: Quiero insistir sobre este tema:
en varias partes del libro hay referencias a este asunto. Ejemplifico: usted
elogia a Barbara Walters, y recuerda que “una entrevista con ella era una
invitación a desnudar el alma, a hacer público lo privado, a hablar de lo que por
tantos años se había escondido en celoso secreto”. También hay una parte donde
usted le pregunta a Enrique Peña “¿hasta dónde nos podemos meter en su vida
privada?”, y también cómo murió su esposa; a Carlos Salinas acerca de si sus
dos hijos pequeños nacieron en Cuba. ¿Qué importancia tienen estos aspectos en
la vida pública? ¿Por qué hacer público eso?
JR:
Yo creo que ese es precisamente el punto: si un evento privado tiene algún
impacto en la vida pública del país, y si lo encuentras, tenemos todo el
derecho de preguntar, absolutamente. Creo que los mexicanos tenían el derecho
de saber cómo había muerto la esposa de Peña Nieto antes de que él se lanzara
como candidato a la Presidencia; creo que los mexicanos tienen el derecho de
saber de dónde viene la fortuna de Carlos Salinas de Gortari, quién la va a
heredar.
Creo
que esas son preguntas en las que creo que tenemos no nada más el derecho sino
la obligación de hacer. Cuando ese ámbito íntimo personal afecta lo público, y
si no lo hacemos nosotros, ¿quién lo pregunta? En tal caso, uno pudiera
argumentar falsamente que no podemos preguntar sobre la Casa Blanca de Peña
Nieto porque es un asunto personal. No es cierto: es un asunto totalmente
público y de corrupción. Entonces estamos obligados a preguntar.
Bueno,
esa es mi teoría.
AR: Para seguir sobre el tema:
usted también le preguntó a Peña Nieto qué le parecía el asunto del alcoholismo
de Felipe Calderón. La pregunta original que Carmen Aristegui planteó fue hecha
a partir, única y exclusivamente, de una manta que hizo una persona que se ha
dedicado a la maledicencia pública. No había ningún otro dato ni hecho.
JR:
Ocurrió en el Congreso mexicano.
AR: Pero no había nada más. Con un
fundamento tan endeble, en términos de rigor periodístico, de responsabilidad,
¿se pueden hacer esas preguntas?
JR:
Pero ¿qué más quieres que una expresión como esa, de diputados en la Cámara de
Diputados? Y el hecho de no hacerlo es proteger al poder, y nuestra labor, se
nos olvida, no es proteger al poder sino al contrario, cuestionarlo, retarlo,
no creerle.
Y
por supuesto que sí, hubiera sido un gravísimo error ignorar lo que ocurre en
la Cámara de Diputados de México. Entonces nos convertiríamos en censores
gubernamentales si nosotros decidimos que un asunto como ese no puede
explorarse. Yo se lo pregunté a Fox, a Peña Nieto. La salud de un presidente es
tema legítimo, absolutamente legítimo, porque millones de personas dependen de
él, de tal manera que si hay dudas sobre la salud de un presidente estamos
obligados a preguntarle, por supuesto que sí.
No
sé qué pienses tú…
AR: Se me hace muy endeble el
origen, no había mayores elementos; creo que pudo haber dado pie a una
investigación.
JR:
Pero como no iba a haber investigación nos tocaba preguntar, y es lo mismo que
hizo Carmen al aire y es lo mismo que muchos hemos preguntado. En Estados
Unidos los presidentes están obligados a dar a conocer su historial médico; creo
que estamos obligados a hacer exactamente lo mismo también en México, y si hay
dudas o sospechas sobre la salud de un líder mexicano, hay que preguntarle. Se
lo pregunté a Vicente Fox en un momento dado, y nunca me tocó entrevistar a
Calderón como presidente.
AR: En la parte dedicada a Carlos Salinas
usted recuerda que tuvieron una plática pero no le quiso dar una entrevista formal
hasta que él sacó su libro y lo buscó a usted. En ese sentido ¿cómo usan los
políticos al periodista? Usted dice que los
malos saben muy bien de esto, por lo que hay que llegar muy bien preparados.
¿Cómo usan los políticos al periodista, y cómo éste debe evitar esa
manipulación?
JR:
Salinas de Gortari decía que el mudo hace noticia cuando habla. Creo, de nuevo,
que estar muy cerca del poder es peligroso para los periodistas, peligrosísimo.
Si tú vas a fiestas con políticos, a desayunos con gobernadores, a comuniones y
bodas con el presidente, difícilmente los vas a poder cuestionar después.
Creo
que mientras más cerca del poder estés, menos bien haces tu trabajo y hay más
peligro de que te manipulen y te usen. Si hay que escoger entre ser amigo o
enemigo del presidente, del político, la respuesta es inmediata: prefiero ser
su enemigo.
Creo
que el lugar del periodista es en el contrapoder. Si estás muy cerca del poder,
te equivocas. Si un presidente o un secretario te invitan a su casa, pasan
vacaciones juntos, luego te van a pedir que informes como ellos quieren, y ese
no es nuestro trabajo.
AR: En otra parte usted reconoce
los trabajos de tres periodistas. Me llamó la atención la parte dedicada a
Barbara Walters, muy enfocada en aspectos personales; pero en otra parte está
Oriana Fallaci, y en una más Elena Poniatowska. Quisiera hacer las
contrastación entre Walters y Fallaci: la primera hacía incluso llorar a los
personajes por cuestiones muy personales, mientras que Fallaci era otro tipo de
entrevistadora, que abordaba grandes temas y prácticamente buscando el
enfrentamiento. ¿Cómo ha conjugado usted estas dos influencias?
JR:
Acuérdate de que Oriana Fallaci es previa a Barbara Walters; Fallaci entra con
su libro Entrevista con la historia,
y le tocó entrevistar y desnudar a los grandes personajes, desde Henry
Kissinger hasta al sha de Irán, Indira Gandhi y muchos más.
Walters
fue la primera mujer que logró conducir un noticiario de televisión en Estados
Unidos, y muchos no lo saben pero dentro de sus grandes entrevistas las tuvo con
presidentes y con candidatos presidenciales. Ella tiene la virtud de hacer
preguntas cortas, directas y al corazón.
Ella
revolucionó la televisión no nada más por lograr que las mujeres tuvieran un
lugar importante en los medios sino porque fue tan dura o más que cualquier
otra persona (acuérdate de la entrevista de Walters con Fidel Castro). Así que
creo que por eso no exagero al decirlo; claro, era un periodismo por
televisión, y éste, por definición, es distinto: tenemos entrevistas de cuatro
o cinco minutos, mientras que las entrevistas para un medio escrito son muy diferentes.
Luego
la gran maestra, Elena Poniatowska, quien, con una grabadora, logró rescatar la
verdad histórica de la masacre del 68. Fue una periodista con una grabadora.
Yo
creo que son tres grandes mujeres que, cada una en su área, hicieron grandes
aportaciones al periodismo.
AR: Del libro también me gustó la
última parte, la serie de puntos en defensa de los inmigrantes mexicanos. Al
respecto de Fallaci, y aunque sé que fue una circunstancia muy distinta, ella
tuvo en Europa una radical postura antiinmigrante. ¿Qué nos dice usted al
respecto?
JR:
Es muy válido: yo creo que los periodistas no somos ángeles, y Oriana Fallaci
es el mejor ejemplo. Fue una gran entrevistadora, pero creo que al final de su
vida se equivocó garrafalmente al tomar una posición antimusulmana.
Lo
digo en el libro: creo que es un error pensar en los periodistas como seres
impolutos, neutrales, sin opiniones. No somos así: estamos cargados de
prejuicios, de opiniones, tenemos posiciones políticas, pero precisamente la
virtud del periodista profesional es lograr poner eso a un lado y tratar de ver
la realidad como es, no como quisieras que fuera.
Al
final creo que Oriana se equivocó al tomar posiciones antimusulmanas: no puedes
discriminar a mil 500 millones de personas sólo por su religión.
AR: En el libro se habla de
diálogos muy breves, bajo condiciones muy difíciles. ¿Cuáles han sido las
condiciones más duras en las que ha hecho una entrevista? Resalto las que hizo
a Fidel Castro, cuando incluso resultó golpeado, y la de Hugo Chávez, con un
público adverso.
JR:
Qué bueno que las mencionas. Yo te digo que las situaciones difíciles que a mí
me han tocado no son nada comparadas con las de los periodistas en Veracruz,
Chiapas o Oaxaca, que se tienen que enfrentar a los gobernadores o a
narcotraficantes. Nos han matado a 80 periodistas en las últimas dos décadas en
México, por lo que ser periodista en México es una de las profesiones más
peligrosas que existen, y lo que a mí me ha tocado no se acerca en lo más
mínimo a lo que ellos han vivido.
Dicho
esto, fue difícil hablar 63 segundos con Fidel, y que tras cuestionarlo sobre
la falta de libertad y democracia en Cuba, uno de sus guardaespaldas me haya golpeado
en el estómago y me haya empujado a un lado. Es lo mismo que hizo Donald Trump
años después al enviar a un guardaespaldas para sacarme de una conferencia de
prensa; fue la primera vez en más de 30 años que me sacaron de una conferencia
de prensa por querer hacer una pregunta.
Luego
uno de los más hábiles fue, sin duda, Hugo Chávez, quien me llevó a la frontera
entre Venezuela y Colombia, puso dos sillas metálicas en la mitad de una cancha
de basquetbol, rodeó con cientos de sus simpatizantes el lugar de la
entrevista, y cada vez que yo hacía preguntas me abucheaban, y cada vez que él
contestaba le aplaudían.
Yo
diría que esos tres escenarios, de Castro, Chávez y Trump, los más difíciles
que me han tocado como periodista.
AR: ¿Y las más duras entrevistas? En
el libro veo, por ejemplo, la de Álvaro Uribe, quien que le decía “¿tienes otras
preguntas que hacerme?”; George Bush le señaló “este tipo de preguntas no las
hace un periodista respetable”, y Chávez le expresó “traes basura”. ¿Cómo ha
enfrentado esas situaciones?
JR:
Uno tiene que llegar a la entrevista con las preguntas que cree que van a
doblar al entrevistado o que demuestran alguna contradicción en él. Hay que
presentarse con dos actitudes: la primera, que si no haces esa pregunta nadie
más la va a hacer, y segunda, hay que pensar que no vas a volver a entrevistar
a esa persona nunca más (no me refiero a entrevistas como esta, sino con gente
que tiene poder).
Si
llegas a la entrevista con esa actitud es una entrevista muy distinta a la del
periodista que sigue buscando el acceso con el entrevistado.
Ante
la negativa de contestar una pregunta, hay que repreguntar. A lo mejor te ha
pasado a ti, pero hay pocos entrevistados que aguantan una repregunta; o sea,
la gente te contesta o no la pregunta, pero luego repreguntas, y hay pocos
(sólo los muy hábiles) que saben responder a una segunda o tercera repregunta.
“Nuestra
arma está en las preguntas”, decía Oriana Fallaci, y sigo absolutamente
convencido de eso.
AR: En la segunda página del libro
usted escribe: “Sobrevivir en un ambiente adverso tiene un enorme mérito. Hay
que estar convencidos de que, al final, vamos a ganar. Por eso no hay que
irse”. Usted se fue de México. ¿Allí hay una contradicción?
JR:
No. Yo no quise ser inmigrante: me tuve que hacer inmigrante. Crecí en un
México muy represivo todavía (que te tocó a ti también), donde había censura
directa de prensa, y yo no quería ser un periodista censurado. Y admiro a los
periodistas que se quedaron en México para cambiarlo desde dentro.
Mi
labor era distinta: hablar de México desde el exterior. Esa es una decisión
personal que me tocó tomar. Pero lo interesante de esto es que uno no se hace
inmigrante porque quiere sino porque hay algo que te expulsa del país y algo
que te atrae. Pero había muchas cosas que me estaban expulsando de aquí, y yo
en ese momento no pensé que pudiera hacer un periodismo libre en México.
AR: Para finalizar: una buena parte
del libro está dedicada a la defensa de los inmigrantes mexicanos ante una ola
racista en Estados Unidos, sobre todo ahora con Donald Trump. En la parte
dedicada a Spike Lee se recuerda que se golpeaba a los negros y esto no se
reflejaba en los medios de comunicación. Al final se señala la cultura
antiinmigrante. ¿Cómo están hoy los medios norteamericanos al respecto?
JR:
Creo que los medios de comunicación, en general, han reaccionado muy tarde y
muy mal a Donald Trump. Éste ha permitido que haya expresiones abiertas de
racismo y discriminación.
Lo
mejor de Estados Unidos son sus oportunidades, pero lo peor es el racismo, y el
fenómeno de Trump se explica claramente porque hay millones de norteamericanos
que piensan como él. Era una parte medio oculta de Estados Unidos, que creíamos
que había desaparecido con la elección de Barak Obama, un Estados Unidos
posracial. Pero nos hemos dado cuenta de que no, que Estados Unidos, en muchos
casos, sigue teniendo a millones de personas que piensan como Donald Trump.
*Entrevista publicada en El Búho, año 17, núm. 185, agosto de
2016.
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